XXIII

LA SUGERENCIA de la amazona evolucionó en un sentido favorable. Las cosas fueron encadenándose de tal forma que, a la noche, Miguel empezó a pensar muy en serio en la posibilidad de comprar el circo.

En primer lugar, Jeanette. Miguel cenó con la muchacha en un restaurante lujoso y solitario. El repertorio de ternezas no se agotó; y en el momento del cosquilleante champaña, que Miguel descorchó en recuerdo de su primer encuentro en el estudio, ambos, entrelazando los brazos y bebiendo con lentitud sin dejar de mirarse a los ojos, acordaron no volver a separarse.

—Antes, tú parecías un pájaro de verdad —le dijo Miguel—. Ahora, yo procuraré que nuestro nido sea verdadero.

—Con una condición —habló Jeanette—. Nada de regresar a París.

Miguel, al pronto, quedó desconcertado. Jeanette añadió:

—Mi deseo sería viajar. ¡Viajar! Miguel contempló el ácido del champaña estremecerse en el interior del delgadísimo y alto cuello de la copa. «Sí, viajar», repitió para sí. En realidad, llevaba ya muchísimo tiempo sin moverse de París. Y ahora Ivonne ensombrecía para él la ciudad. Miguel recordó la teoría de su madre: «Lo ideal, dividir el año en dos estaciones espirituales: seis meses viajando, seis meses anclado en un lugar.» La condición impuesta por Jeanette fue el primer eslabón de la cadena favorable a la compra del circo.

El segundo fue la resonancia que en la memoria de Miguel habían dejado dos palabras que monsieur Couré le dedicó irónicamente por teléfono el día de la ruptura: le llamó «formidable trabajador». Monsieur Couré tenía razón. Desde el traspaso de la librería no había hecho absolutamente nada. Todo el mundo colaboraba con mayor o menor esfuerzo a la marcha colectiva excepto él; excepto él y las viejas de los balnearios. ¿Podía tal situación prolongarse eternamente?

Tercero: las cartas del señor Nolan. Bueno, estaba visto que podía uno quemar un papel y este papel seguir existiendo. Miguel recordaba de estas cartas su denominador común, algo que les imprimía carácter: la advertencia que en ellas le hacía aquel gran amigo de su madre con respecto a la fragilidad de su patrimonio si se dedicaba exclusivamente a gastar. La perspectiva de una gira por Europa del brazo de Jeanette —¿de dónde habría sacado la muchacha la pulsera de oro?— implicaría desde luego un mordisco considerable en su cuenta corriente. ¡Lo sano, lo inteligente, lo funcional sería viajar… ganando dinero! ¿Era ello posible? ¡Visitar países y pueblos y que cada pueblo le pagara a uno los gastos! El circo. Con el circo podía uno realizar tan ingeniosa combinación.

Y por si esto fuera poco, «circo» no era un vocablo cualquiera. Era algo más que «conserva» y más palpitante aún que «libro». Circo era un vocablo antiguo, que tenía ángel. Significaba color, movimiento y, ¡válgame Dios!, disciplina. Significaba hogueras al atardecer, y en su participación humana, paradojas. ¡Ahí estaba el contorsionista, para citar un ejemplo! Según Jeanette, era partidario de las guerras por creer que sin ellas los hombres no cabrían en la Tierra. ¡Eso decía él…, ovillo muscular, que apenas si necesitaba unos centímetros para dormir!

Miguel consultó el asunto con Jeanette. La muchacha puso cara seria, de circunstancias, y reiteró su creencia en la rentabilidad del circo «si llevaba al frente un empresario que no fuera un loco de atar».

—Ya te dije que antes el «Sansón» ganaba mucho dinero.

Miguel se entusiasmó. Cuanto más vueltas le daba al proyecto, más seducido se sentía por él. ¡Ah, pero sería cosa de reformarlo todo de cabo a rabo! Empezar por la base. El empresario, fuera. Los horribles músicos, fuera. Aquella lona y aquellos mástiles, fuera. ¡En los camerinos, puertas de verdad! Aquella pista, fuera. Las sillas paticojas, fuera. El graderío, más cómodo. ¡Y buen cartel! Pagando bien no faltarían artistas de categoría. En París los habría, y desde luego, en caso de apuro, en Alemania. Que las atracciones fueran de verdad «internacionales».

Jeanette planteó a Miguel el problema de la competencia profesional.

—Hace falta un técnico. Tú podrías tener ideas generales, pero el circo por dentro es algo muy delicado. Se necesita alguien que conozca muy bien el oficio.

Miguel comprendió que las palabras de Jeanette eran el mismísimo Evangelio.

—Yo creo que en el «Sansón» tenemos al hombre que te convendría —añadió la muchacha—. El más viejo de los chinos, el «chino-padre», como lo llamamos nosotros. Lleva cincuenta años en el circo. Si el empresario le hubiese hecho caso, no se encontraría en esta situación.

—¿Tú lo crees?

—Parece un profeta. Todo lo que dice, ocurre luego.

Miguel y Jeanette se callaron. Permanecieron un rato en silencio. De pronto los había embargado la emoción. La posibilidad de que todo aquello se llevase a la práctica los desconcertó. ¡Era tan inesperado!

—¿Te imaginas —dijo Miguel, rompiendo el silencio— unas tarjetas en relieve: Miguel Serra, empresario circense?

—¿Circense? —preguntó Jeanette. El proyecto progresó rápidamente debido a la extrema desmoralización del empresario, el cual en la sesión de noche vio morir al otro caballo y no encontraba quien quisiera asegurarle el personal.

—He de vender esto pronto —decía—. ¡He de vender esto!

Jeanette llamó al chino y lo puso en antecedentes. El chino accedió de un buen grado a entrevistarse con Miguel. La reunión de los tres tuvo lugar aquella misma noche en una cervecería barata, con el consiguiente desespero de la amazona, que quería saber a toda costa de qué se trataba.

Ante el chino, Miguel adoptó desde el primer momento un aire concienzudo y solemne que hizo las delicias de Jeanette, la cual, por su parte, causó sensación al entrar en la cervecería con su cabellera de fuego, su blusa negra y su cinturón rojo de goma, increíblemente tenso alrededor de la diminuta cintura.

El chino, después de oír el preámbulo de Miguel, entendió que se las había con un comerciante de envergadura, con un hombre experimentado y de suerte que tenía diseminados por ahí tremendos monopolios y que invertía dinero por solo el placer de verlo reproducirse. Una frase del muchacho le impresionó especialmente: «A mí, el capital no me asusta; pero necesito ver las cosas claras.»

El chino opinó con Jeanette que, bien llevado, el circo era negocio. En cuanto a encargarse él personalmente de la dirección técnica, era un honor, pero un honor que requería dos condiciones: una retribución adecuada, y la certeza de que su familia —un hijo, una nuera y dos nietos— figuraría en el cartel.

—Los cinco poder hacer mejores cosas, que pasar el aro.

Miguel le dijo que, llegado el caso, no habría inconveniente en aceptar ambas condiciones. Y acto seguido le preguntó por las atracciones que, a su entender, deberían ser sustituidas.

—Todas —contestó el chino—, excepto los monos, los caballos y el contorsionista. «Estos tres, buenos».

—¿También el contorsionista? —¡Uy!— hizo el chino en prueba de admiración.

—¿Cree usted que a la gente le gusta ver que se mete los pies en la boca?

—Sí, seguro.

Luego añadió:

—Jeanette también puede salir, por ser tan guapa.

El chino, hombre conciso, que estaba causando en Miguel una impresión excelente, se mostró partidario de un programa de diecisiete números. Quince actuando y dos descansando, por turnos. Tenía mucha fe en el éxito de los números a base de animales, lo cual sorprendió a Miguel, quien admitía con mucha dificultad que el mundo no coincidiera con su propia opinión.

El chino, tomando un lápiz y un papel, fue trazando en él, con lentitud desesperante, garabatos y más garabatos, aclarando que se trataba del plan de reorganización; plan que Miguel debía estudiarse luego con detenimiento. Miguel aguantó impertérrito hasta que el chino dio por terminado su trabajo, momento que coincidió con las primeras luces de la madrugada; luces que Jeanette no vio porque se había quedado dormida con los codos en la mesa.

El proyecto era completísimo. Miguel lo leyó, tocándose de vez en cuando el ala del sombrero. En él estaba todo previsto, desde los medios de transporte hasta la simplificación del montaje y desmontaje, operación que, según el chino, debía ser realizada por toda la compañía sin excepción, para crear el necesario espíritu de equipo y para ahorrar gastos de personal. El proyecto hacía especial hincapié en que la sucesión de las atracciones se efectuara con rapidez, alegando que lo que agotaba al público eran los intermedios, por lo que convenía descartar los números que exigieran un montaje complicado. Se aconsejaba la inclusión de un número de elefantes, y que los payasos utilizaran trucos mecánicos: pelucas horizontales que de repente giraran vertiginosamente sobre la cabeza, coches diminutos que lanzaran mangas de humo blanco, etcétera. También se consideraba muy importante la indumentaria de los músicos y de los mozos de pista. El chino había puesto: «Nota: Los botones de los uniformes han de ser dorados». En cuanto a la persona encargada de anunciar el espectáculo, el chino le dijo a Miguel:

—De eso debe encargarse usted. Usted parece señor y causará buen efecto.

Miguel parpadeó al oír este «parece». Luego, el chino aseguró que existía un país en el que podía ganarse dinero con el circo: España. «¡Españoles querer emociones fuertes!», sonrió.

Dicho esto se fueron a dormir.

Miguel y Jeanette despertaron a las dos de la tarde. Almorzaron en compañía del chino, traduciendo el proyecto a cifras, y sin pérdida de tiempo llamaron al empresario, a quien Jeanette había comunicado las gestiones que se llevaban a cabo. Fue fácil llegar a un acuerdo, si bien Miguel explotó exageradamente la situación de bancarrota en que aquel se encontraba. Lo hizo, no por el dinero, sino para impresionar al chino. El empresario, que era un sentimental, se atrincheró sólo en una cláusula hasta conseguir que Miguel la aceptase: la de respetar el nombre del circo. El circo, pues, seguiría llamándose «Circo Sansón».

Se firmó el contrato, el cual traía como consecuencia un inmediato viaje a París. Miguel debía ir forzosamente, primero para zanjar con el menor daño posible su situación con Ivonne, y luego para recoger fondos con que pagar al empresario y contratar las nuevas atracciones. Cablegrafió al señor Nolan para que le mandara una transferencia al Banco de Francia. Y se llevó consigo a Jeanette y al chino, este en calidad de asesor.

Jeanette, encantada con la perspectiva del nuevo «Sansón», y por el mal trago que le hacía pasar a la amazona, le dijo a Miguel, al dirigirse a la estación:

—Billete de ida y vuelta, ¿eh? No se te vaya a olvidar.

Por toda respuesta, Miguel hincó las uñas en su carne.

Al apearse en París, Miguel vivió unos momentos de perplejidad. Pensó en Ivonne y se sintió totalmente incapaz de enfrentarse con ella cara a cara y comunicarle su decisión. Comprendió que aquello era cruel y que el espíritu de madame Piffard, a través de la Sociedad Geográfica de París, maldecía en aquellos instantes su rubia cabeza. El chino se había sentado, en mitad del andén, sobre su minúscula maleta, y esperaba.

Miguel no quiso ahondar en su memoria, porque Jeanette se había colgado mimosamente de su brazo y le pedía una moneda para depositarla en un aparato que regalaba chocolatines. El muchacho le dio la moneda maquinalmente y decidió:

—El Pintor de la Carne es el hombre a propósito para entrevistarse con Ivonne.

Desde la misma estación lo llamó por teléfono. Nadie contestó a la llamada. Tomaron un taxi y se dirigieron al estudio y esperaron en la escalera hasta que el pintor, con su prematura calvicie, su sonrisita y su barriga en franco aumento apareció. Al ver el grupo que Miguel, Jeanette y el chino formaban, sentados los tres con aire aburrido en el vestíbulo, se paró y soltó una carcajada.

—¡Vaya, vaya, qué invasión! ¡Y sin avisar! Apuesto a que… ¡Menos mal que arriba me dejasteis el bufete bien surtido! …

El Pintor de la Carne respondió a las esperanzas de Miguel, con quien subió al estudio, mientras Jeanette y el chino esperaban abajo por orden del muchacho. Al pintor no le gustaba nada la papeleta, pues tenía a Ivonne en mucho aprecio —el cuadro había quedado sin terminar—; pero admitió que no cabía otro remedio.

—Tú lo quieres, así se hará. De todos modos —añadió—, estaría más tranquilo si me acompañara un médico.

Miguel hizo una mueca de impaciencia y le dijo, sacándose la cartera:

—Prueba a ver si acepta esto. —Y le entregó un cheque.

El pintor leyó por automatismo la cifra y movió dubitativamente la cabeza.

—No creo, pero lo intentaré.

Miguel prosiguió:

—En cuanto a mis cosas, no sé. Lo único que querría recuperar —que me importa verdaderamente— es la guitarra, el mapa de Gerona… y desde luego… —¡esto sí, por favor!— la fotografía.

—¿Qué fotografía?

—¿Cuál va a ser? La de mi madre.

El pintor asintió. Luego añadió, con súbito interés:

—¿Y la esfera luminosa?

—Si te gusta, puedes quedártela.

El chico no contestó. Por último dijo:

—Así, pues, Ivonne no heredará sino tu ropa sucia y las seis cebras de agua…

A la hora de la cena las cosas habían avanzado considerablemente. El Pintor de la Carne había quedado en que se reuniría con el trío en el restaurante «Shanghai» —obsequio de Miguel al director técnico del «Sansón»—, y cumplió puntualmente. Entró llevando en una mano la esfera luminosa y en la otra la guitarra, entre cuyas cuerdas había cruzado un sobre que contenía —¡qué alegría la de Miguel!— el mapa y un retrato de Eva; una Eva de perfil, majestuosa y serena, contemplando el mar desde el monte Igueldo. En cuanto al cheque, fracasó; si bien lo había dejado sobre la cama sin que Ivonne se diera cuenta.

Miguel quiso ahorrarse a sí mismo, y ahorrárselos a los demás, los detalles de la entrevista. El mundo era eso: otoño y primavera, hojas que se caían y otras que brotaban. Jeanette lo comprendía así, y por eso en aquellos momentos hacía girar triunfalmente la esfera, como si la Tierra fuese suya. El pintor se limitó a decir:

—Ha sido muy duro.

Miguel, entonces, que llevaba mucho rato bebiendo más de lo acostumbrado, sentó el pintor a la mesa, frente a sí, entre Jeanette y el chino, y le contó con detalle la operación «Sansón», comunicándole que una agencia acababa de ofrecerles un yugoslavo domador de elefantes que poseía dos espléndidos ejemplares —macho y hembra, a los que llamaba Pablo y Virginia— y con cuyas trompas hacía lo que le venía en gana. Los tres hermanos Ghébart, trapecistas, «auténticas maravillas, que tenían la pueril manía de vendarse la muñeca cada uno con un color distinto, de forma que entre los tres formaran la bandera de Francia»; al ruso Finovitch, presunto aristócrata, tirador de puñales, que silueteaba con ellos a su mujer, atada de perfil a un madero; y a un faquir para el que los más afilados clavos eran mullido colchón.

—Mañana nos entrevistaremos con esa gente —concluyó—. Excepto con el faquir, pues según los técnicos, el número de los clavos está pasado de moda.

El Pintor de la Carne, que desde que Miguel empezó a hablar no había cesado de vaciar los vasos que Jeanette, eufórica, le iba llenando, se interesó vivamente por la aventura de Miguel. Hasta tal extremo, que lo acució a preguntas cada vez más ceñidas, muchas de las cuales requerían la intervención del chino, el cual detestaba visiblemente hablar mientras comía, excepto si se trataba de comentar la comida misma, oriental, y a su entender, más sutilmente elaborada que cualquier otra.

Miguel no acertaba a comprender el interés tan acentuado de su amigo; Jeanette, en cambio, intuyó las causas desde el primer momento. Por eso lo estimulaba a beber, para que al final se encontrara indefenso y confesara; confesión que se verificó, con precisión matemática, en el momento en que Miguel le ofreció al pintor un cigarro habano «en agradecimiento por los servicios prestados a la amistad y a la diplomacia».

Al oír la palabra «amistad», Jeanette, que seguía dándole vueltas a la esfera, exclamó, echándose para atrás y riendo:

—¡Sí, sí, amistad! Lo que este pretende es que lo llevemos con nosotros, con el «Sansón». ¡A que no se atreve a desmentirme!

Miguel, al pronto, abrió los ojos de par en par.

—¿Con nosotros?

El Pintor de la Carne, que se estaba reconciliando con Jeanette, porque ello era más cómodo, porque la muchacha estaba realmente preciosa, y porque demostraba sentir afecto por él, le pellizcó en el antebrazo y dijo, mascullando las sílabas:

—Esa mujer es el diablo… ¡Las da todas!

Miguel, que se había quedado sosteniendo la servilleta con las dos manos, la anudó por el centro con rabiosa violencia.

—¿Queréis decirme en concepto de qué el «Sansón» puede necesitar un pintor? Apenas pronunciadas estas palabras, Miguel sintió que la luz se hacía en el interior de su cerebro. ¡Claro!, ¿por qué no? Un circo que se preciase de serlo necesitaba un pintor… Un pintor decorador: carteles, programas, figurines, vestidos, combinación de reflectores, etcétera. ¡Pero si estaba clarísimo! ¿Cómo pudo no darse cuenta? ¡Pero si…!

El pintor había tomado entre sus manos la guitarra y mostraba su asentimiento por medio de acordes y palmadas en la madera.

—¡Pintar y viajar! —exclamaba—. ¡Pintar y viajar!

Jeanette, que fumaba en boquilla, enviaba al artista una sucesión de anillos de humo que avanzaban en pequeñas sacudidas. El chino, que también fumaba en boquilla, intervino, para decir:

—Técnicamente, circo no necesitar pintor decorador; pero hombres necesitar siempre amigos.

Miguel se entusiasmó.

—¡Vivan las civilizaciones antiguas! —gritó en el momento en que otro chino le entregaba ceremoniosamente la cuenta.

El reclutamiento de las nuevas atracciones y la firma de los correspondientes contratos —a última hora Miguel llegó a un acuerdo con un elegante prestidigitador portugués y con una familia de payasos que llevaba una jirafa mecánica de comicidad irresistible— duró cinco días. Cinco días, pues, tuvieron que permanecer en la capital francesa. Lo suficiente para que el dinero de Donegal llegara y para que los cuatro comensales del restaurante Shanghai se despidieran de París —¡quién sabe por cuánto tiempo!— cada uno a su manera.

El Pintor de la Carne —Miguel propuso llamarlo Rubens y el apodo había de hacer fortuna— se empeñó en ir todos juntos a la Ciudad Universitaria. Miguel accedió de buen grado y, una vez allí, preguntó al chino qué opinaba del pabellón japonés, a lo que aquel contestó, sonriendo, que prefería no hablar de política. Jeanette se entusiasmó en el comedor colectivo y Miguel consiguió un repiqueteo general en su honor. Infinidad de estudiantes, al reconocer a Miguel y saber que acababa de comprar un circo, querían irse con él.

Él tosió, se puso serio y les preguntó uno por uno: «A ver, ¿qué sabe usted hacer? ¿Es usted capaz de comerse una lámpara? ¿Podría usted enseñar al público su esqueleto? ¿Conseguiría usted enamorar a una rinoceronte?»

El chino se pasó los cinco días escribiendo a su familia —hijo, nuera y nietos que dejó en Mons— y las cinco noches en las gradas del Circo Medrano. Jeanette prefirió, por su parte, otros espectáculos: cine y revistas de gran aparato. En el cine le gustaban los tiros y la persecución del criminal a través de la escalera de servicio hasta la azotea; en las revistas, observar a la vedette y envidiar sus trajes y la inteligente colocación de sus lunares. Por lo demás, Miguel se instaló con ella en un hotel de lujo, para que pudiera bañarse y telefonear a su gusto; aunque Jeanette se pasó el rato tumbada principescamente en la cama a ras de suelo. Un regalo le pidió a Miguel, obteniéndolo en el acto: unas zapatillas negras, adornadas con una original corona de joyas en el empeine.

Miguel acompañó a los demás —gozaba repartiendo felicidad— y visitó por su cuenta a Pierre Loubard, no sin antes cerciorarse de que la esposa de este no estaba en la tienda. Su sorpresa fue grande cuando su exencargado le propuso liquidarle de un golpe la suma que quedaba pendiente del traspaso. Miguel aceptó.

—Así, pues, esto marcha… —dijo.

—Desde luego —contestó Loubard.

Miguel le pidió permiso para echar un vistazo al saloncito del fondo. Loubard se ruborizó.

—¡Oh! —exclamó—. Está muy cambiado.

En efecto, donde hubo desnudos de Rubens ahora había un calendario y archivadores, y en la mesa, en vez de licores, un horrible pisapapeles y una máquina de escribir.

Todo preparado, Miguel —que llevaba en la cartera un talonario de cheques del Banco de Francia, válido en cualquier ciudad de Europa— y su séquito emprendieron viaje a Mons, excepto el domador de elefantes, que iría más tarde en un tren de mercancías. Al cruzar la frontera franco belga Miguel recordó el viaje a Bruselas que, siendo niño, realizó con su madre, para entrar en el noviciado jesuita. Ahora su mano estaba unida a la mano de Jeanette. ¿Qué habría sido de su camarada vegetariano? ¿Y del Padre Director? ¡Ahora él mismo era director! ¡Director-empresario! Así rezaban, por lo menos, las mil tarjetas que había mandado imprimir, una de las cuales Jeanette contemplaba con orgullo:

En Mons, el exempresario recibió su dinero y se marchó. Miguel en persona, instalado en el camerino de Jeanette, con el chino a su diestra asesorándole imperturbablemente, fue recibiendo a los artistas. Renovó contrato con la familia de su director técnico, con el contorsionista, con el señor Bresty y los monos y con la amazona y su padre, pues la muchacha impuso como condición que este la acompañase, aunque no actuase en la pista si al empresario no le interesaba su trabajo. A los demás los despidió, entregándoles a cada uno un sobre que contenía una generosa indemnización.

Luego procedió a las presentaciones de rigor entre los veteranos del Sansón y los recién incorporados, los cuales empezaron inmediatamente su entrenamiento. El padre de la amazona, que era prestidigitador, se quedó boquiabierto viendo actuar a su colega portugués. Este, sin acercársele para nada, le depositó un guante rojo en el fondo del bolsillo, guante que, al ser sacado a la luz, vertió en la pista una catarata de monedas.

El chino aconsejó a Miguel que aceptase a un ventrílocuo que se les ofreció, creador de una pareja de colegiales desvergonzados que, entre otras cosas, le robaban al maestro unos pitillos y fumaban hasta marearse y vomitar.

—A los niños les gustará el número —le dijo—. El circo ha de gustar a los niños.

Este ventrílocuo y un extraño y solitario individuo, que parodiaba a personajes célebres, estilos de baile, modos de andar y saludar en las distintas naciones, etc. —a Miguel le imitó en el acto su especial manera de tocarse el ala del sombrero, y a Rubens sus jocosas palmadas en la barriga—, completaron la lista de las atracciones. Se procedió a la renovación del material, a la compra de vehículos de transporte, al acondicionamiento de los vestuarios, al ensanche de la pista, a la instalación de unos soberbios reflectores, etc. Estos trabajos duraron dos meses largos, durante los cuales la población de Mons se familiarizó con los elefantes, que eran africanos, y muy inteligentes y mansos si se les trataba con cariño. Miguel se espantó viéndolos comer, pues no bajaban nunca de ciento cincuenta kilos diarios cada uno, entre forrajes, salvado, arroz y pan. Le decía a Rubens que aquellas trompas aspirarían todo el presupuesto antes de empezar.

También, durante estos dos meses, la amazona se familiarizó con los tres caballos que se le destinaron —adquiridos en Francia— y que ya se habían dedicado al circo anteriormente. Eran tres ejemplares de la Gascuña, de pequeña talla, de los comúnmente llamados jacas tarbesas. A la amazona le gustaron mucho y dijo que habrían sido ideales para jugar al polo. Cuidaba de ellos personalmente, cepillando sin cesar su piel, detalle que consideraba esencial.

El presupuesto era crecido. Miguel, por consejo del chino, no firmó ningún contrato a tanto por ciento sobre taquillaje, sino a sueldo fijo, aunque con promesa de pluses según el rendimiento y el éxito. El padre de la amazona, al verse suplantado por el prestidigitador portugués, se ofreció a Miguel para llevar la contabilidad. Miguel aceptó, no sin rogarle, en tono de chanza, que al pasar las cuentas olvidara por completo su antigua profesión.

También fueron contratados seis profesores músicos, si bien fue imposible hallarlos que tocaran coincidiendo. Además, desafinaban; pero lo hacían con tal naturalidad que hubiese sido inhumano pedirles explicaciones.

Miguel no quiso de ningún modo reclutar a los mozos de pista entre los «sin trabajo» de cada población. Quiso que formaran parte de la plantilla y que Rubens diseñara para ellos un espectacular uniforme.

—Sí, sí, no tema usted —le dijo Miguel al chino, viendo que este miraba con escepticismo a Rubens—. Pondrá botones dorados. ¡Muchos botones dorados! Todo listo, fue trazado el itinerario a seguir. Descartadas Francia y Bélgica, pues el Sansón estaba desacreditado, de momento entrarían en Alemania por la cuenca del Rin, en cuya laboriosa región, según el chino, era de prever que a las gentes les gustara distraerse. Luego Baviera, donde sería necesario contratar algún otro número musical; Austria, Hungría y, si todo iba bien, se llegaría a Rumanía y Ucrania.

El 10 de junio la caravana se puso en marcha hacia Coblenza, ruta Maguncia. Maguncia sería la última población en que actuarían antes de entrar, por Fráncfort, en Baviera.

Miguel, Jeanette y Rubens encabezaban la comitiva. Esta, avanzando por la carretera y zigzagueando, era deliciosamente poética, con sus caprichosos camiones, las trompas de los elefantes elevándose al cielo de vez en cuando, las siluetas de los tres caballos, el runruneo de los motores, el nombre «Circo Sansón» en gigantescas letras a lo largo de la hilera de coches, las cabezas de los artistas asomando por doquier y una inmensa bandera que el director-empresario ordenó colocar en el furgón de cola.

En todos los pueblos salían las gentes a ver pasar la caravana, por Jo que Miguel sugirió comprar caramelos para repartirlos aquí y allá.

Cuando la caravana se detenía, Miguel se apeaba e inspeccionaba el convoy, cerciorándose de que todo estaba en orden. La sensación que experimentaba al saberse dueño de aquel mundo trashumante sobrepasaba cualquier cálculo de felicidad. Le sorprendía que no hubiese atinado hasta entonces a comprar un circo y consideraba que su vida pasada fue una lamentable pérdida de tiempo. Recorría los coches uno por uno, saludando a los artistas, palpando las tablas, palpando la piel rugosa, color de acero, de los elefantes, auscultando las ruedas, probando las piezas de sujeción, llamando a los caballos por sus nombres y ordenando que izaran un poco más el palo de la bandera.

Casi siempre le acompañaba Rubens, quien tomaba sabrosos apuntes. Jeanette, en cambio, por consejo de Miguel se exhibía lo menos posible. El chino viajaba con su familia, todos dedicados a la confección de pantuflas de artesanía, que luego vendían.

A la hora de la comida —que si el tiempo lo permitía se desarrollaba siempre en campo abierto— Miguel, improvisado capitán, probaba personalmente el rancho, ordenando invariablemente poner un poco más de esto o un poco menos de lo otro.

Los artistas apenas si le molestaban con peticiones y consultas. Profesionales del oficio, para ellos aquella era la vida normal y rutinaria. Aceptaban con gran estoicismo las incomodidades, por lo que los desvelos del empresario a veces les parecían excesivos y un tanto absurdos.

—Usted no debe tratarles como mujeres flacas —le aconsejó el chino; y Rubens apoyó la tesis con un movimiento de cabeza.

La primera población en que debían actuar era Coblenza, de cincuenta mil habitantes. Un kilómetro antes de llegar, Miguel ordenó parada. Había dispuesto una entrada espectacular, sensacional, que cundiera por toda la ciudad y le asegurara el éxito.

Todo el mundo se apeó. Al frente de la comitiva se colocó el señor Bresty, rodeado de monos. A continuación, los dos elefantes, con el extravagante yugoslavo montado sobre el macho —«Pablo»— y Rubens sobre la hembra —«Virginia»—. Luego los músicos, cuyos instrumentos relucían como ascuas. Acto seguido la caravana motorizada, rodando lentamente, con los cinco payasos sentados en el techo de los coches, riéndose con sus caras enharinadas y sus narices de pegote. Luego, todos los artistas, presididos por las katiuskas y los puñales del aristócrata Finovitch; y al final, cerrando el cortejo, los tres caballos de la Gascuña, montados por Miguel, en el centro, la amazona y Jeanette a los lados.

A una orden del empresario la caravana echó a andar. Aquel kilómetro se le hizo interminable a Miguel. Véanse a lo lejos las primeras casas de Coblenza, pero no llegaban nunca. Callados los músicos, quietos los payasos, solitaria la carretera, la formación no tenía sentido y Miguel pensó que en la próxima ocasión ordenaría efectuarla a quinientos metros lo máximo. ¡Ah, pero el decorado cambió! Apenas penetraron en los arrabales de Coblenza, resucitó el mundo. Los músicos atacaron una marcha estimulante, los monos se encaramaron a los hombros y a la cabeza del señor Bresty, los elefantes elevaron sus trompas, los payasos sacaron sus acordeones y sus ocarinas, todos los artistas mandaron besos a los transeúntes y a la gente que se asomaba a los balcones y Miguel y sus dos espléndidas acompañantes, que más bien parecían diosas, se irguieron sobre sus jacas, afirmando el triunfo del Sansón.

La charanga fue en aumento a medida que la comitiva alcanzaba las calles céntricas de la ciudad. Los bobalicones se multiplicaban, sorprendidos por la incisión del milagro errante. El yugoslavo dirigía a placer los movimientos de la trompa de su elefante. ¡El prestidigitador lanzaba al cielo millares de pelotas! Los tres volatineros unieron sus muñecas formando los colores de Francia y hasta la célula china desplegó a pleno aire sus sombrillas multicolor.

En la Plaza del Teatro y en la de Clemente y luego en la de Palacio le rodeó un enjambre humano. La población infantil de Coblenza se movilizó entera. ¡El ventrílocuo tendría auditorio!

Los monos obtenían un gran éxito y excitaban la risa con sus piruetas y su andar cansino y casi humano. Los elefantes imponían respeto.

De pronto, la jaca de Miguel se apartó a la derecha y, lanzándose al trote, llegó a la cabecera del cortejo. Allí Miguel ordenó al señor Bresty que se detuviera. Habían llegado al final. Todo el mundo se paró y se apeó, excepto los seis profesores, los cuales, con sus flamantes uniformes amarillos, continuaron tocando infatigablemente, dando vueltas y más vueltas a los jardines.

Una vez en regla con las leyes municipales, comenzó, bajo la dirección del chino, el montaje en un solar al oeste de la misma Plaza de Palacio. Miguel prestó atención a los más nimios detalles. «¡Quiero aprenderme de memoria hasta el número de tornillos!», le dijo a Jeanette. Cada persona tenía su sitio señalado y su labor concreta a realizar. Era hermoso ver cómo poco a poco iba tomando cuerpo aquel edificio de madera, cuerdas y lona, de mentirijillas, pero sólido. Sobre todo fue hermoso al atardecer, pues a contraluz las cuerdas, los palos y los mástiles cada vez más altos adquirieron calidades de flota marítima.

Curiosos, desocupados, arrapiezos, una densa población acudió a olisquear y a llevar comida a los animales. Jeanette y Ninón, la amazona, tenían orden de no alejarse del lugar.

Las dos mujeres llevaban mucho tiempo trabajando juntas, pero jamás intimaron. La amazona se consideraba superior en educación; Jeanette se vengaba ahora de mil humillaciones sufridas. Sus diálogos y sonrisas eran un constante combate de esgrima, que divertía a Miguel y a Rubens. Jeanette circulaba con sus zapatillas enjoyadas y la amazona, que no abandonaba nunca sus pantalones de montar y su látigo, le decía: «Decididamente, son más brillantes tus pies que tu cabeza». Jeanette le contestaba: «Pues, mira. Yo en tu caso me pondría una bombilla en el pelo, porque estás de un oscuro…»

A las ocho se dio por terminado el trabajo de la jornada y los artistas se dispersaron por la ciudad. Miguel y el chino se retiraron para confeccionar el programa del estreno, que tendría lugar al día siguiente, sábado, a las seis de la tarde. Rubens, con la ayuda de Jeanette, permaneció en el Sansón ocupado en pintar en la entrada un gigantesco gorila que tocaba el clarinete.

El sábado amaneció despejado. El montaje quedó listo al mediodía, y a las cuatro en punto de la tarde se abrieron al público las dos taquillas: pista y gradería Despachando localidades, el padre de Ninón y el ventrílocuo.

El éxito fue abrumador. Pronto se formó una pequeña y heterogénea cola, que fue engrosando como una serpiente. A las cinco y media el circo se había llenado hasta los topes, y todavía entraba gente dispuesta a permanecer de pie.

Miguel estaba en todas partes. En el control de entrada, en el interior acomodando al público de aire distinguido, entre los músicos dándoles instrucciones y en los vestuarios hablando con los artistas, todos los cuales se estaban preparando. De vez en cuando, se personaba en las taquillas.

Pronto no cupo otra alma en el Sansón, El circo, magníficamente iluminado, rutilante. Los reflectores lanzaban al espacio sus ondas casi sonoras. Los músicos tocaban alegres marchas. En la rampa de madera que daba acceso a la pista montaban guardia cuatro apuestos mozos, impecablemente trajeados.

A las seis en punto se apartaron los cortinajes y apareció, a la vista del público, Miguel, escoltado a ambos lados por dos hembras hermosísimas: Jeanette y la amazona. Los tres se plantaron ágilmente en el centro de la pista y Miguel indicó a los músicos que dejaran de tocar, orden que, uno tras otro, fueron obedeciendo.

Se hizo un gran silencio. Miguel, vestido de negro, alto y rubio, saludó a Coblenza, en un párrafo en alemán que se aprendió de memoria y que recitó exagerando el acento. Luego deseó al público que se divirtiera lo más posible.

Él y las dos muchachas se retiraron, cruzándose en la rampa con el prestidigitador portugués, el cual, apenas llegado a la pista, inundó el circo de globos que evolucionaron rítmicamente, entre risotadas. El público quería soplar, y a veces lo conseguía; pero, de repente, ¡plaf!, los globos reventaban, privando al mundo de una burbuja alegre. De pronto, el artista se acercó a la primera fila y arrancó un conejo espasmódico del bolso de una señora; y viendo en la fila tercera a un serio y orondo ciudadano, le rogó que se registrase el bolsillo del chaleco. El ciudadano, solícito, obedeció, y ante su estupefacción sacó una larguísima vela, una vela interminable, la cual en el momento de ser entregada al prestidigitador se encendió con viva llama que iluminó de aplausos el Sansón.

Luego salió, pegando taconazos, el matrimonio Finovitch. El señor Finovitch puso la carne de gallina a Coblenza enmarcando a su querida esposa con veinte puñales consecutivos.

De nuevo apareció Miguel y anunció, en amplio ademán:

—¡El señor… Felstard!…

El ventrílocuo sacó su pareja de colegiales. Estos, con boina y cartera hinchada de libros, insultaron al señor Felstard —en la ocasión maestro de escuela—, volviendo hacia él con brusquedad la cabeza y girando cómicamente los ojos. El truco de los pitillos y el mareo surtió gran efecto. El señor Felstard se expresaba en el argot de la región, detalle que dejó perplejo a Miguel.

¡Loor a Coblenza, que inundó de palmas, bufidos y carcajadas la seria faz del señor Bresty, en cuanto este apareció rodeado de monos!; el papá con pantalones, la mamá con delantal. La merienda simiesca fue coreada por una masa de felices alemanes que se desternilló de risa ante las chupadas de biberón del benjamín.

Maravillosa asimismo la nota de color de la familia china, con sus largos quimonos hasta el suelo, haciendo rodar las silenciosas sombrillas, trazando misteriosas siluetas con sus lazos de seda, sosteniendo en la punta de sus varitas de bambú y en posiciones inverosímiles, platos, tazas y cucharitas. De repente, todos se quedaron con las manos libres y el tambor de los músicos batió lentamente. El viejo chino asentó sus piernas en el suelo, y en un santiamén, subiendo por su espalda uno tras otro, los cinco chinos formaron la escalera humana, la dificilísima y peligrosísima pirámide humana, que se deshizo luego entre ¡hops! y saltos mortales.

Toda la sesión fue un éxito indescriptible. La organización era tan perfecta que los mismos artistas se felicitaban con la mirada. Él contorsionista se redujo a sí mismo a una vil pelota de trapo, los caballos galoparon más y mejor que en las películas del oeste y los elefantes levantaron sus pesadas patas con una gracia cuca y mastodóntica.

La ovación final humedeció los ojos de Miguel, al que Jeanette dio un beso en el cuello. Se vio en la obligación de salir a la pista y extender los brazos recogiendo la salutación interminable. Poco a poco fue desfilando el público, entre los mozos uniformados, y el circo quedó vacío, aunque resonaba aún entre las gradas el rumor de la acogida.

El padre de la amazona surgió de la garita de su taquilla y presentó un papel a Miguel, lleno de números. El muchacho, rascándose gravemente la barbilla, simuló leerlo entero, aunque en realidad se fijó sólo en la suma. Con verdadero esfuerzo disimuló su emoción ante la cifra de recaudación, que sobrepasaba en mucho los cálculos del chino.

Se dirigió a los vestuarios y dio las oportunas órdenes para la sesión de la noche, que empezaría a las diez. Los artistas hablaban alegremente unos con otros. El Sansón era una familia unida y feliz.

Rubens se acercó a Miguel y le dijo:

—Me muero de hambre.

—¡Yo también!

—Y yo también —intervino Jeanette.

Salieron cogidos del brazo y se dirigieron a la fonda, donde celebraron el éxito con una comida suculenta.

—Esta noche saldrás tú, querida —dijo el empresario a Jeanette.

—Bueno, muy bien.

—Ponte el maillot plateado.

—¿No puedo estrenar el otro?

—No.

—De acuerdo. ¡Por ti lo haré!

Desde la fonda veían cómo se iban ya formando pequeñas colas frente a las taquillas del circo.

Delicieux! Delicieux! —decía el fondista, besándose la punta de los dedos y retirándoles los platos.

A los postres se les reunió el chino, el cual sugirió la conveniencia de alterar el orden de salida de algunos números.

—No es lo mismo público de noche que de tarde —dijo.

—¿Por qué?

—Más sueño.

—Entonces, ¿qué hay que hacer?

—Esto —indicó, mostrando un papel al empresario. Miguel lo leyó y vio que los números lentos estaban colocados más bien en la primera parte del programa, y en la segunda los más dinámicos y animados.

—Está bien —admitió—. ¡De acuerdo! Me parece muy bien —y el chino se inclinó y desapareció.

A la noche el lleno fue también absoluto, aunque el público se rio menos y aplaudió más. Descansó el parodista, que por la tarde había hecho un Napoleón perfecto.

La gente acogió con gran silencio y admiración la entrada en pista de Jeanette, con su maillot y su cuerpo cada día más espléndido. La chica, desde el centro de la maroma, dedicó varias sonrisas a Miguel.

Aquella noche el chino observó que el señor Finovitch había lanzado solamente diecinueve puñales. Inmediatamente se lo comunicó a Miguel. El muchacho mandó llamar al ruso, a quien poco después recibió.

—¿Qué le ha pasado, señor Finovitch? —le preguntó—. He contado únicamente diecinueve puñales.

—Señor —contestó, seco, el ruso—, durante la cena a mi esposa se le cayó la sal.

—Ya —admitió Miguel, reprimiéndose.

—Mañana tiraré veintiuno.

—¡No, por Dios! ¡Ya. basta, señor Finovitch! Ya basta.

—Gracias.

Y se despidió.

La recaudación de la noche superó a la de la tarde, debido al precio más elevado de las localidades. El padre de la amazona llevaba las cuentas con gran claridad. Hacía unos números tan pequeños que Rubens sugirió la idea de exhibirlos en pista, a modo de atracción completamente inédita.

Al día siguiente los periódicos llevaban amplia reseña. Destacaban el trabajo de los volatineros, de la amazona y del contorsionista. Miguel comentó con Jeanette:

—¡Ya lo ves! ¡El chino tiene razón! No sé lo que le ve la gente a ese «huesos rotos». A mí me da asco.

También destacaban la fastuosa presentación y la organización sin fallo.

Una de las reseñas ponía: «Mademoiselle Jeanette, muy hermosa».

—¿Es esto un elogio? —protestó la muchacha, algo picada, recordando que esta fue la expresión utilizada por el chino.

—Esto es un elogio a tu madre —contestó Rubens, riéndose.

Diez días permanecieron en Coblenza. Acudió mucha gente de los alrededores, atraída por la fama del Sansón. Los últimos sábado y domingo hicieron incluso dos sesiones por la tarde y una por la noche, siempre llenos.

—¡Es maravilloso lo que gusta el circo! —comentaba Miguel—. Pero no me extraña. También me gusta a mí.

El día de la despedida, por la noche, ocurrió un pequeño incidente. Un incidente que llamó mucho la atención del empresario y que le puso en guardia. El parodista, en su actuación, imitó los pasos rigurosos, los taconazos y los ademanes del señor Finovitch al lanzar los puñales. Lo hizo con tanta autoridad que el público —y el mismo Miguel— se rio a mandíbula batiente.

En cuanto el espectáculo terminó, el matrimonio ruso se personó solemnemente en el despacho de Miguel y presentó su queja al respecto.

—No debería usted permitir que se burlaran de nuestro trabajo —indicó la esposa.

—Pero… ¡señores! —exclamó el empresario, estupefacto—. ¡Aquí no hubo mala intención! Yo creo que tuvo mucha gracia. ¡Mañana puede imitarme a mí!

—Nadie se había mofado nunca de nuestro trabajo —repitió secamente el señor Finovitch.

—En fin —admitió el empresario—, me parece una tontería, pero avisaré al artista. Son ustedes muy susceptibles.

—¿Avisará?

—Eso he dicho.

—Buenas noches, señor.

—¡Buenas noches, señores Finovitch!

Miguel llamó a Rubens y le contó lo ocurrido.

—Estas cosas son inevitables —advirtió el pintor—. Además, pronto se formarán algunos grupos en la compañía. ¡Es la ley!

—Sí, claro.

Miguel se dio cuenta de que necesitaría mucho tacto para llevar a buen puerto la familia del Sansón. Una simple deferencia inoportuna podía ser mal interpretada y ocasionar un drama. Los artistas eran susceptibles. Algunos, excéntricos. El ventrílocuo quería comer siempre solo, separado de los demás. Los tres volatineros, «hermanos Ghébart», en el trapecio parecían gigantes, al bajarse empequeñecían y no hablaban con nadie. El prestidigitador, que se llevaba muy bien con la amazona, pues ambos tenían la manía de las buenas maneras, a Miguel lo llamaba: «joven». «¿Qué tal está usted, joven?» «Diga, joven… ¿cuál es mi día de descanso?» El domador yugoslavo era un bruto, pero simpático y fiel. Había vivido mucho tiempo en África y en la conversación siempre se refería a este continente. Decía que las patas de los elefantes eran como troncos de palmera. ¿Y los chinos? Los chinos eran egoístas. El contorsionista, cuyas ideas eran tan embrolladas como su cuerpo en plena tarea, decía que la faz misteriosa de los chinos era un engaño, que detrás de ello no había nada. Miguel no lo creía así, y había decidido no perder de vista al «ovillo humano», a quien consideraba capaz con su mala lengua de descoyuntar la musculatura amistosa del Sansón.

El apoteosis final había terminado. Sólo quedaron, en el circo, los dos muchachos, Miguel y el pintor. El resto, vacío. Las gradas trazaban a su alrededor solitarios semicírculos, que parecían pentagramas de madera.

Rubens se había sentado en una de estas gradas; Miguel lo había hecho delante de él, un peldaño más abajo, en la grada inmediatamente inferior.

No decían nada. Las turbulentas imágenes del circo en plena actividad danzaban aún en sus frentes un poco fatigadas, disparándolas; sin embargo, poco a poco el pensamiento se iba contagiando del silencio y de la soledad y limitaba su área. A los diez minutos, era tanto el aislamiento del circo —y su obscuridad— que los dos muchachos se dieron cuenta de que oían perfectamente sus respectivas respiraciones.

Entonces Miguel pensó con intensidad en Rubens, en el hombre que se había sentado detrás suyo, cuya rodilla izquierda rozaba levemente con su espalda. ¡Qué pocas cosas sabía de él! Siempre lo consideró anecdótico y presto a agarrarse al carro del vencedor; y, no obstante, no era tan sencillo. He ahí que progresaba en su profesión, que resultó positivamente inteligente y que, además, podía contar con él. Lo demostró en París y ahora lo demostraba en el Sansón. ¡Lástima su físico! Su corta estatura, su cara sonrosada, su jocosa barriga. Esto le daba un complejo: las mujeres no le hacían ningún caso. ¡Ahora el muchacho se consumía en vano por impresionar a Ninón! Tal vez su espíritu sarcástico, su amoralidad y su tendencia a vivir en calidad de invitado no fueran sino una manera, aceptable como cualquier otra, de defenderse.

Lo cierto era que Miguel no conocía apenas nada del pasado de su amigo, y que ahora bendecía su presencia. Tenía con quien dialogar. Dialogar, por ejemplo, en aquellos momentos, en que la soledad cada vez más densa del circo bañaba su corazón de melancolía.

Miguel escuchó aún la respiración, un poco asmática, de Rubens, y por fin le dijo:

—Oye. ¿De dónde eres? Sé que eres catalán, pero no sé de qué pueblo.

Rubens, reaccionando lentamente, contestó:

—Creí que lo sabías. —Luego añadió—: Mi pueblo, en tu mapa de Gerona está.

—¿En mi mapa?

—Sí.

—¿Qué pueblo es?

—La Escala.

—¿Y dónde queda eso?

—En la costa. No muy lejos de Darnius.

Miguel sonrió con emoción.

—¡Caramba! Haberlo dicho.

Rubens, desde la grada superior, pasó un brazo por sobre el hombro de Miguel, ofreciéndole un pitillo.

—Gracias —dijo este, tomándolo entre los dedos y llevándoselo a los labios.

Inmediatamente Rubens pasó por el mismo sitio su mechero encendido, de yesca, y Miguel, retrocediendo un poco, alumbró dándole al pitillo unas cuantas chupadas.

—De todos modos —dijo luego Miguel, echando por la nariz dos canalillos de humo—, Darnius no es mi pueblo, ya sabes. Es el pueblo de mi padre.

—Sí, ya sé.

Durante un buen rato, los dos muchachos fumaron en silencio. De pronto, Miguel preguntó:

—Oye, Rubens. ¿Tú tienes madre?

—Yo, sí. ¿Por qué…?

—¿Dónde la tienes?

—¿Dónde? En casa. En el pueblo.

—¿En La Escala?

—Claro.

Entonces Miguel le dijo que le extrañaba mucho que, teniendo madre, se dedicara a correr de un lado para otro.

Rubens se calló. Su inmensa cara pareció aniñarse. Miró hacia el rojo casi invisible del cortinaje que daba a los vestuarios.

Miguel pensó en su propia madre, en la dramática excursión con los O’Doney y en el cementerio siempre cerrado.

—Mi madre está enterrada en un cementerio un poco mayor que esta pista —comentó en voz baja.

—¿Dónde? —preguntó el pintor.

—En Irlanda. En Tipperary.

—La mía —prosiguió Rubens, al cabo de medio minuto— ahora estará ya durmiendo. Siempre deja la ventana abierta.

—¿Abierta?

—Sí. Le gusta oír la salida de las barcas.

—¡Ah! ¿Da al mar la ventana?

—Sí. Mi padre era pescador.

—Y a ti —dijo Miguel, luego—, ¿no te interesó ser pescador?

—Ya lo ves.

Miguel miraba ensimismado la lona del techo.

—¿No tienes ninguna fotografía? —le preguntó al cabo de un rato.

—¿De quién?

—De tu madre.

—Sí… pero no la llevo aquí.

—Bueno. Mañana me la enseñas.

El pintor, inclinado sobre sus rodillas, tenía delante de los ojos la temblorosa nuca de Miguel.

—Nunca me has hablado de tu padre —dijo.

—No; es cierto.

—¿A qué se dedicaba?

Miguel contestó:

—Era músico. —Y diciendo esto, miró en dirección al tablado de la orquesta del Sansón.— ¡Músico! —repitió Rubens—. ¿Qué tocaba?

—El violonchelo.

—Bien. ¡Gran instrumento!

—¿Te gusta?

—¿El violonchelo? Bien tocado, es lo mejor que hay.

La gira del Sansón continuó bajo los mejores auspicios. Después de Coblenza —el beneficio había sido considerable—, la caravana siguió hasta Maguncia, donde, previa formación a quinientos metros —no más— de la ciudad, el circo entró con pompa y estruendo, despertando unánime expectación. «¡Es bonito —comentó Miguel— entrar de este modo, alegrando los corazones!»

Las actuaciones en Maguncia se contaron por éxitos. Fueron quince días de lleno completo. Una de las noches, a mitad de la sesión descargó un aguacero imponente, que puso a prueba la consistencia del techo del circo. La gente se encogió en las gradas y sillas, mirando a la lona, que la luz de los relámpagos atravesaba. Los niños se asustaron, por lo que los músicos, diligentemente advertidos por el chino, soplaron con todas sus fuerzas —también los payasos salieron en tromba—, ante el desencanto de la amazona, quien hubiera preferido oír con claridad el rumor del agua tamborileando.

«Pablo» y «Virginia», en sus inmensas jaulas, se excitaron bastante, al igual que los caballos; y el yugoslavo desplegó toda su pericia para tranquilizarlos. En cambio, los monos permanecieron juglarescamente sentados, esperando las órdenes del señor Bresty.

El aguacero amainó. La población de Maguncia demostró un gran amor por el circo. Comulgaba con el espectáculo, aplaudía, ofrecía flores a Jeanette y sobre todo —curioso detalle— a la estoica señora Finovitch, y daba cuantiosas propinas al más pequeño de los chinos, para quien el director técnico había solicitado —obteniéndola— la exclusiva de venta de caramelos, bombones, refrescos, abanicos y almohadillas.

A lo largo de aquellos quince días los componentes del Sansón jugaron al dominó, al bridge y fueron a la piscina a bañarse. Raramente paseaban en grupo, haciéndolo por parejas. Los atletas —hermanos Ghébart, el contorsionista, etc.— no probaban jamás bebidas alcohólicas.

A Miguel le llamó mucho la atención el espíritu contemplativo de los artistas. Apenas ninguno de ellos leía. Eran capaces de pasarse horas y más horas sentados en una cervecería, mirando, o en un parque. Todos se movían con gran lentitud. La impresión que daban —incluso por su indumentaria— era que fuera del recinto del circo se sentían desplazados.

Miguel no comprendía, por ejemplo, que no sintieran curiosidad por conocer las poblaciones que visitaban. Se les veía fatigados a este respecto. En Maguncia, a ninguno se le ocurrió visitar la ciudad. A lo más les gustaba fisgonear por entre las tiendas de artículos típicos, a ser posible elaborados a mano.

Cabía exceptuar a la amazona. La amazona, acompañada, ¡cómo no!, por Rubens, visitó la colección de antigüedades del castillo y el Museo Arqueológico, cuya columna de Júpiter medía nueve metros de altura, el doble que la pirámide de los chinos. Jeanette, a instancias de Miguel, también los siguió; aunque en toda la tarde, ante el escándalo de Ninón, no hizo más que chancearse y simular que conquistaba a los petrificados emperadores del Museo.

Como fuere, Miguel concedía a los artistas amplia libertad. Aparte las horas de sesión y de entrenamiento, todos podían hacer Jo que les viniera en gana. A decir verdad, la troupe estaba encantada con él. Miguel no perdía ocasión de serles útil, además de que guardaba para cada uno de ellos pequeñas delicadezas, lo que por otra parte le ayudaba a conocer el temperamento de cada cual. Al domador yugoslavo le regalaba siempre pequeños envoltorios conteniendo sellos, pues el hombre era un empedernido filatélico, especializado en series africanas. Al trompeta de la orquesta, que un día declaró que su obsesión era la mantequilla, le llevaba con frecuencia pastillas de a cien gramos. Al portugués le regalaba discos para su gramola portátil, artefacto que no abandonaba nunca. El prestidigitador le decía: «Muchas gracias, joven».

Todos sabían que tenían en el empresario más bien un amigo. Y, a decir verdad, también Miguel estaba encantado con ellos. Sus hombres eran, profesionalmente, de primer orden.

Los payasos, por ejemplo —grupo de cinco, dos parejas de hermanos y el jefe, Ruddy, de origen alemán—, eran admirables. Preparaban sus actuaciones con el máximo rigor y todos, en su arte, habían alcanzado una simplicidad exquisita. Sus siluetas eran inconfundibles, en gracia al maquillaje, al disfraz y a la mímica. La personalidad cómica de cada uno de los cinco había sido concebida por el jefe, Ruddy, consumado filósofo en su oficio, que con sólo una ojeada al respetable captaba su estado de ánimo y sabía adaptarse a él. Ruddy consideraba que mil causas y muy diversas determinaban la actitud del público: la atmósfera del local, el frío o el calor, la instalación eléctrica, el día de la semana, el olor, las noticias de la Prensa e incluso la orientación de la pista. Ruddy siempre le aconsejaba a Miguel que, de permitirlo el terreno, instalara, los vestuarios a poniente.

Miguel tenía al payaso en gran estima. Siempre charlaba con él. En la primera sesión celebrada en Maguncia le preguntó, antes de empezar:

—¿Qué tal, Ruddy? ¿Qué les daremos esta noche?

Ruddy rodó la vista por el graderío.

—Esta noche —contestó, tocándose su peluca verde—, poco diálogo. Muchas caídas y muchas bofetadas.

Miguel se rio.

—¿Puedo saber por qué?

—Fíjese usted en los ojos —explicó el payaso—. Medio local está haciendo una digestión lenta.

Ruddy aseguraba que cada país, e incluso cada región, tenía sus preferencias en materia de humor, pero que, sin embargo, algo les era común a todos: les gustaba verse retratados, que en la pista se mofaran de sus vicios y defectos. También había observado que determinados trucos no conocían fronteras; y citaba como ejemplo el altísimo surtidor de agua que inesperadamente brotaba de su nariz cuando el payaso tonto le pegaba por la espalda en la peluca verde.

Todo aquello constituía para Miguel una notable experiencia. Pensaba que el contacto con personas vocacionales, que trabajaran en lo que realmente amaban —el barquero en Cadaqués, Pierre Loubard, ahora la célula circense a su cargo— enseñaba muchas cosas. Ni más ni menos, tales personas acababan por tener de sí mismas un conocimiento decoroso, del que extraían sus humanas posibilidades. Hasta entonces, él no fue sino una probabilidad. ¡A lo mejor había entrado en la buena senda! Tal vez hubiera nacido, en efecto, para empresario de circo, tal vez su definitivo ex libris fuera un gorila tocando el clarinete. Ah, pero el chino no cesaba de repetirle: «Debe usted aprender el mecanismo». ¿Era posible aprender un mecanismo? El chino quería indicar que, en un plano ideal, Miguel debería poseer todas las especialidades, saber ejecutar lo que cada uno de los artistas. ¡Se encontraba muy lejos de ese plano ideal, por el momento! Sin embargo, pensaba hablar de ello con Jeanette, aprender desde luego algo, un solo número aunque fuese. Tal vez se decidiera por crear alguna mágica atracción utilizando seis —o doce— sombreros de copa.

Por su parte, Jeanette se sentía halagada. Sus cálculos habían sido rebasados. No obstante, también ella, en un plano ideal, debería situarse al nivel de las circunstancias. ¿Por qué no se ejercitaba en superar su evidente atraso cultural? ¡Miguel no destacaba precisamente por su perseverancia…! Y, además, a la larga resultaría incómodo disimular la ignorancia coqueteando, en los museos, con emperadores petrificados. Bien claro estaba que Ninón, la sabihonda, atacaba por ahí. Ahora instigaba a Rubens para que preparara una exposición de temas de circo. Jeanette pensaba: «Y yo, sabiendo leer y firmar, y gracias». Los espejos la consolaban. Sin embargo, ¿siempre sería así? Le convenía hablar con Rubens —no con Miguel— y pedirle un consejo. ¡Santo Dios, era de desear que el pintor no juzgase indispensable que estudiara el bachillerato!

Ahora bien, en el intervalo, Miguel se le daba enteramente. Le resultaba incluso fácil hacerlo feliz. Le bastaba con entrar colgada de su brazo en los sitios concurridos, reconociéndolo, con la sonrisa, como a dueño y señor; y, en la intimidad, con dar rienda suelta a su espontaneidad. Agradable juego, a fe, puesto que Jeanette se encontraba en su elemento cometiendo barbaridades, confundiendo los somieres con la tensa red de los circos, desplazando el mobiliario, obturando los lavabos y cosquilleando a Miguel en los momentos y en las zonas más inesperados. ¡Cuántas veces el pobre tuvo que revolver todo el dormitorio para recuperar —casi siempre debajo de la cama, lo que permitía pegarle un puntapié— su sombrero! Claro que él no se estaba quieto, y no era raro que Jeanette sorprendiera en su barra de labios sabor a mostaza.

Los artistas, salvando excepciones como la de Ninón o el chino —este apreciaba a la muchacha—, sentían por Jeanette indiferencia, sin que en ello influyera para nada su aire triunfador; simplemente, consideraban que era una artista mediocre.

Agotada Maguncia, Miguel dio orden de dirigirse directamente a Múnich. El muchacho sentía gran curiosidad por conocer la capital de Baviera, presintiendo que el Sansón viviría allí importantes acontecimientos. En medio de la vasta llanura, y entre el Isar y el Galgen, vieron surgir, majestuosa, la capital, en la que Miguel calculaba permanecer unos dos meses.

Múnich acogió en forma igualmente entusiasta al Sansón, instalado cerca del obelisco de la plaza Carolina. La propaganda fue realizada con autoridad. La caravana —los animales— circularon por las calles, mientras los payasos, acompañados por los músicos y por Jeanette y Ninón —estas montadas en los elefantes— repartían caramelos y octavillas.

Miguel admitió otra atracción: un griego que aparecía vestido con túnica blanca, y que lanzaba doce aros consecutivos, los cuales, después de dar varias vueltas a la pista, se introducían matemáticamente, uno tras otro, en una tienda de campaña emplazada en el centro. Era un número espectacular, limpio y de pulso, que encantó al señor Finovitch.

Este griego introdujo también, en la gran tienda de campaña que la compañía era, otra novedad: un niño, un hijo suyo de cinco años de edad, ya familiarizado con el ambiente del circo y que fue nombrado por unanimidad la mascota del Sansón. Era un chiquillo de pelo rubio como Miguel, muy aseado, extremadamente afectuoso, que rezumaba alegría. Se llamaba Adán. Las mujeres se volvían locas con Adán y le ofrecían sus brazos para que, con su virginal dentadura, los mordiese. Entraba en los camerinos sin pedir nunca permiso, y en cuanto veía a alguien malhumorado, de un salto se sentaba en sus rodillas y le regalaba un chicle. Hablaba una jerga inclasificable —griego, alemán, francés—, pero, a pesar de ello, todo el mundo se entendía con él, gracias a la expresividad de su espíritu y de sus grandes ojos negros. Llevaba siempre corbata y en la pista se escondía siempre —los espectadores lo ignoraban— en el interior de la tienda, saliendo al final con todos los aros enroscados en su brazo y saludando junto a su padre. El benjamín de los chinos fue el único que lo miró esquinadamente. En cambio, la amazona se desvivía por él.

Miguel y Jeanette se instalaron en el hotel de Inglaterra; el pintor, en cambio, buscó una pensión modesta, y consiguió que Ninón y su padre el contable se hospedaran también allí.

La ciudad de Múnich, su vitalidad y su horizonte social, modificó ligeramente las bases espirituales del Sansón. A varios de los artistas les dio por jugarse el dinero, sin que las tentativas del empresario para atajar el mal encontraran eco. A Miguel le parecía imposible que luego no trabajasen nerviosos; pero la verdad era que no se notaba absolutamente nada. El chino le decía que estaban acostumbrados a ello, que la vida para ellos fue siempre ganar y perder.

Jeanette, contagiada, probó suerte en la ruleta y ganó. Sintiéndose con dinero propio, visitó tiendas de lujo. Por aquellos días Miguel la llamaba «tigresa», y ella quiso demostrar que lo era y que sabía distinguir entre variedades de piel. Centenares de kilómetros la separaban de aquel hotel de París en el que el tabique de su habitación no llegaba al techo. Al otro lado, ningún negro daba golpecitos a un aparato de radio; ahora tenía siempre a su lado a Miguel, con quien vivía una época de plenitud.

Porque algo poseían, de importancia fundamental, la salud. Y, además, se atraían como la tienda del griego atraía a los aros. Un puente magnético los unía apenas se quedaban sin testigos. Las caricias se solicitaban unas a otras al modo como la palmada a la cabeza de Ruddy solicitaba el surtidor. Los brazos de Jeanette eran, para Miguel, trama sutil, danza, preguntas a boca de jarro que era imposible soslayar. Además, el léxico de Jeanette —y su voz— poseía, al aplicarse a amar, extrañas resonancias de su contacto directo con las cosas elementales, de su infancia bajo los árboles, escuchando el lenguaje del fuego, de las aves, del agua —y del vino— y de los ladridos de la llanura.

Miguel se consideraba merecedor de tan perfecto casamiento, del casamiento de la elemental Jeanette con los espejos y la seda del hotel de Inglaterra. «Tigresa, no me explico que te marcharas a Mons sin despedirte. ¿Y si yo no te hubiera perseguido?» «Señor empresario, me constaba que no podrías vivir sin mí.»

Una aureola de seguridad emanaba de la pareja. Ello les abrió muchas puertas de Múnich. Miguel era un tipo inédito de empresario de circo; por su edad, por su porte y por Sus conocimientos; en cuanto a Jeanette, le bastaba con fumar en boquilla y con rociar de champaña la cabeza del vecino que le hubiera tocado en suerte. Recibieron invitaciones y muestras de curiosidad. Se hicieron populares, y Miguel gozó un día de la emoción de firmar el primer autógrafo de su vida, aunque se quedó muy preocupado, pues creyó reconocer, en la página anterior del álbum, la firma del señor Finovitch. Las redacciones de los periódicos solicitaron su visita, y en ellas Miguel disertó sobre libros —¡ah, la calle Bonaparte!— y Jeanette contempló con estupor su rostro en clichés de varios tamaños; si bien nada había de entusiasmarlos como el descubrimiento de sus propias voces, descubrimiento que realizaron gracias a dos discos con que fueron obsequiados a la salida de la emisora de radio. Miguel intentó explicarle y Jeanette preguntó: «Pero, ¿qué dices? ¿Que yo me oigo a través de mi nariz?»

Las invitaciones procedían, por regla general, del municipio o de entidades artísticas. Él circo estaba considerado en Múnich como espectáculo de alta calidad espiritual. Raro era el día en que no recibían un sobre conteniendo la reserva de un palco para el teatro o para un concierto. Sin embargo, Miguel y Jeanette preferían, por lo común, asistir a la sesión de noche del Sansón y luego salir a bailar, juntos, por su cuenta, en los locales de moda, donde pronto fueron conocidos.

El hecho de saberse el blanco de las miradas no envaraba sus cuerpos —el hábito del circo les ayudaba a controlarse—, pero hería su espíritu. Una herida en canal, por la que penetraba la vanidad. Miguel, simulando estar pendiente de Jeanette, pronunciaba frases incoherentes, para evitar que se sospechase de ellos que habían agotado sus posibilidades de diálogo. No obstante, con frecuencia, bailando sin apenas moverse, pegadas las mejillas, Miguel rompía a hablar con sinceridad, diciéndole a Jeanette que aquel día en el trigal presintió todo lo que estaba ahora aconteciendo, que la noche anterior soñó que las estrellas de su maillot dorado se habían subido al firmamento, que tal vez no lo soñara y fuera cierto, que en todo caso él no cejaría hasta trepar a él para hacerse con ellas, y abrirlas y mirar y poseer lo que había dentro.

El empresario del Sansón se iba creando para sí un mundo dulzón, embriagado y etéreo. Perdía contacto. Olvidaba que en Baviera, que en el propio Múnich, había gente que padecía. De sí mismo olvidaba todo cuanto pudiese lastrar su felicidad. No se acordaba de que era huérfano —de que también Jeanette lo era—, de que hubo un tiempo en que redactó y firmó un decálogo que, según su camarada protestante, invitaba al suicidio. Por cierto, ¿qué le ocurría al señor Nolan, que no cesaba de escribirle hablándole de moderación, de la finca y de que debía pedirle excusas a monsieur Couré? Miguel Serra tenía otras cosas que hacer. Ya no era el aprendiz de tuberculoso a quien el médico mandó a Bretaña y que en Irlanda se desmayó porque una cabeza brotaba de un vientre de mujer. Ahora era lo que el fotógrafo predijo: sol, triunfo. Ahora poseía muchas cosas: una frente despejada, una mujer hermosa; era además un poeta del trabajo, lo cual reconocían incluso los periódicos, y nada de lo que los escaparates ofrecían le era inasequible.

Miguel gozaba. Gozaba con su gozo de empresario de gran circo. Era el gran payaso de su programa cada día mejorado, cada día más incisivo. La risa de Jeanette lo acompañaba por doquier, al modo como el tambor acompañaba, en el Sansón, la ejecución de los números importantes. En las barracas de tiro acertaba. Pegaba un puñetazo y se encendía la luz de arriba. «¡Un premio para el señor!», proclamaban los dueños de la feria. Los premios se amontonaban en los brazos de Jeanette.

Y había más: la amazona lo esperaba en la esquina de los corazones. Ninón se flagelaba a sí misma con su látigo de domadora porque no acertaba a desplazar a Jeanette. Miguel veía su deseo avanzar como una ola, erizarse como las crines de sus jacas lanzadas al galope. ¡Curioso acontecimiento! Al padre de Ninón, tan meticuloso en las cuentas, esta de su hija le pasaba desapercibida. Ella se había retirado a una pensión modesta, esperando, esperando, y se pasaba las horas en el Museo de Escultura y posando, ¡vestida!, para Rubens.

Todo era perfecto. Lo era tanto, que Miguel aplicaba en su circo su teoría económica basada en el reparto de beneficios entre los que de él dependían. No era, pues, de extrañar que su amigo Rubens —el pintor de Ninón— propusiera llamarlo Adán a él, y no al niño griego. Tampoco era de extrañar que Ruddy pensara: «Todos estamos compenetrados».

Una sola brecha en el sólido muro de la compenetración: había alguien, en el circo, que —acaso porque al construir la pirámide él era quien se quedaba abajo, no había olvidado que en el mundo existía el dolor, que existían seres con una gran úlcera en el cuerpo o en el pensamiento. Este alguien era el chino. El chino no perdía nunca la serenidad. Y fue en gracia a esta serenidad que se produjo el acontecimiento. El chino se presentó un día en el hotel de Inglaterra, esperó en el vestíbulo a que Miguel bajase la alfombrada escalinata, y al verle le dijo sin preámbulos:

—Señor, debería usted organizar una sesión de beneficio.

Miguel se paró.

—¿Qué dice usted? —preguntó—. ¿A beneficio de quién?

—De los niños pobres de la ciudad.

¡Válgame Dios! —el feliz empresario parpadeó—. Pero, no era cosa de dudar. Su director técnico tenía, como siempre, razón. Acaso aquello le valiera otro autógrafo.

—¡De acuerdo! —contestó—. Domingo por la tarde.

La noticia circuló por Múnich. La anunciaron, como siempre, los elefantes, los caballos, los monos, los músicos y los payasos.

—¡Domingo al circo! ¡Domingo al circo! —se decían unos a otros los niños pobres, leyendo los carteles. Las madres pensaban que aquel día los peinarían un poco mejor.

El domingo por la tarde todas las gradas del Sansón se llenaron de niños pobres —el verdadero Adán los contemplaba palmoteando—, sin que las taquillas hubiesen alzado sus puertecitas de guillotina.

—¡Hoy podré ver la sesión entera! —exclamó, contento, el padre de Ninón.

Miguel, desde su puesto de presidente, miraba una por una las cabezas y las caras de aquellos pequeños seres que se habían sentado con el alma en los ojos en las gradas del circo. Todos se frotaban sus pequeñas manos, se daban codazos, disponiéndose a reírse con sus rodillas desnudas, con sus cuerpos entecos. En las sillas de abajo se habían colocado los hospicianos —los huérfanos—, llevando uniformes azules, sin botones dorados.

¡Qué emoción la de aquel universo infantil cuando Rubens —el muchacho había reclamado para sí el privilegio— anunció el comienzo de la función! Todos creyeron que la barriguita del pintor formaba parte del programa. A él no le importó. Acto seguido irrumpió en la pista el ventrílocuo con su pareja de colegiales, ¡llevando uniforme azul! Los niños situados en las gradas superiores se cogían unos a otros de las manos para no caerse. Los había que cerraban un ojo, pensando que de este modo verían mejor.

Aquella tarde Miguel conoció la verdad del alma de Ruddy y sus payasos. Jamás habían alcanzado tan alto grado de humor, de chispa y de voluntaria humillación. Se tiraron al suelo cien veces, cien mil. Se abofetearon como bestias. Su jirafa mecánica se descompuso. Su vestidos se rompieron y los regueros de sudor les bajaban por la cara blanqueada, convirtiendo los polvos en pequeños grumos que aumentaban la cómica fealdad de sus muecas.

Miguel se había situado en la entrada, al lado de Jeanette, contemplando cómo los niños pobres de la ciudad arrancaban de sus estrechas cajas torácicas débiles gruñidos de risa, rojas sus caras de tanta emoción y felicidad.

—¿Por qué no sales tú ahora? —invitó Miguel a Jeanette, sintiendo remotamente que su corazón se esponjaba.

La muchacha alzó los hombros con pereza.

—¿Para qué? —contestó.

—Podrías darles aquellas imitaciones de los pájaros. Les gustarían mucho.

—¡Bah! Nadie cantaba entonces para mí.

Miguel sintió como si uno de los puñales del señor Finovitch le hiriera por la espalda. Miró a Jeanette con una mirada que penetró a la muchacha, pese al sólido collarete que la protegía. El empresario miró entonces a Rubens, quien se reía con la boca abierta, con una ingenua boca abierta en él desconocida. Vio a los cinco chinos preparando sus sombrillas. A los monos saltando, impacientes. A «Pablo» y «Virginia» dibujando, con sus trompas, un punto de interrogación. Al portugués preparando su conejo. Y de repente, preso de un extraño e irrefrenable ímpetu, apartó a Jeanette bruscamente, penetró en los vestuarios, entró en su despacho, descolgó la guitarra y volvió a salir a la rampa que conducía a la pista. En aquel momento bajaban por ella, revolcándose como pelotas humanas, Ruddy y sus cuatro payasos.

Oyó una ovación estruendosa dedicada a Ruddy. A Miguel se le antojó que estaban aplaudiendo todos los niños del mundo y que él mismo era un niño y estaba también en las gradas, acurrucado y pobre, aplaudiendo, esperando a que alguien saliera a hacer otra cosa, a ejecutar otro número, a pegarse o matarse o a tocar la guitarra.

Tomó una silla y, con la cabeza baja, se dirigió a la pista. Colocó la silla en el centro y miró. El circo entero había enmudecido. Densificando el silencio, él siguió mirando las hileras de muchachos y se detuvo en los hospicianos.

Toda la compañía había acudido a ver al empresario, pues descubrieron en él una expresión que no le era habitual. Jeanette, con las manos en los bolsillos, rechazó un pitillo rubio que le ofreció el hombre que parodiaba a Napoleón.

Miguel se sentó en la silla y rasgueó la guitarra. Empezó a tocar con un sentimiento doloroso. Tocó sin saber qué tocaba y al mismo tiempo pensaba que aquel día su padre le hubiese acompañado con su mejor arco. Los niños tenían la mirada fija en sus manos, pálidas a la luz de los reflectores, y en su cabeza despeinada.

De pronto, le pareció oír unos golpes duros, intermitentes, que resonaban a su espalda. Levantó la vista hacia los músicos y los vio inmóviles, los brazos cruzados, sin exceptuar el del tambor. Los ruidos no provenían de allí. ¿Qué ocurría? Entonces le pareció que largas sombras vertiginosas rodaban galopando a su alrededor, y que todos los niños, todos a un tiempo, se levantaban estallando en un «¡Oh…!» de admiración.

Descansó la guitarra en el suelo y al instante comprendió. Tres caballos alazanes bordeaban por dentro la pista, con la amazona de pie sobre el que galopaba en medio, blandiendo su gran látigo de color verde.

Miguel entonces se levantó y se quedó inmóvil en el centro, con la guitarra en una mano y la silla en la otra, ligeramente abiertos los brazos. Sentía vértigo. Tenía fija en sus ojos la mirada de dos niños, que se ocultaban con pánico cada vez que los caballos pasaban por su zona.

La amazona, de pronto, tiró de la brida, restalló el látigo y el trap-trap paró en seco. El Circo Sansón se sintió agujereado de aplausos. La muchacha, de un salto, cayó en la pista, rebotando al lado de Miguel. Este soltó la silla y tomó a Ninón de la mano, saludando con ella repetidas veces.

En aquel momento vio a Ruddy, ya vestido de paisano, aplaudiendo y riendo. Sin saber cómo, también se rio y se tiró cómicamente al suelo. El Circo rubricó su gesto con grandes carcajadas. Él dio una voltereta difícil, penetrando en la rampa y situándose en su nivel más elevado; y entonces, olvidando su impecable traje negro, fue rodando, rodando, por la otra vertiente, lo mismo que Ruddy, hasta caer agotado y sucio al otro lado de los cortinajes, ante el entusiasmo inenarrable de todos los niños pobres de Múnich.