LA EXALTACIÓN de Miguel se prolongó. Al mismo tiempo se prolongaba la enfermedad de Ivonne, lo cual no facilitaba las cosas. Ivonne ya se levantaba, pero su rostro acusaba el quebranto sufrido y le iba a costar lo suyo recobrarse. En realidad, daba la impresión de haber envejecido. Le dolían los oídos y el médico le había aconsejado atarse un pañuelo que los cubriera. Ello aplastaba su cabeza y constreñía su frente, descomponiendo los dulces rasgos que Miguel tanto había amado.
Y, además, le había dado por llorar. Miguel la encontraba siempre en el mismo sitio —sentada en el diván de su antigua habitación de huésped, la más íntima de la casa—, con un libro en la mano —siempre el mismo, un enorme libro titulado «Bellezas de España»—, y llorando, o por lo menos con los ojos húmedos. Llevaba un espléndido batín negro que la hacía más esbelta, y unas zapatillas rojinegras que Miguel le había regalado el día de su cumpleaños. No hacía el menor ruido, ni siquiera al levantarse. Era como una sombra triste que deambulase por el piso. Junto al diván, Miguel había colocado una esfera que se iluminaba por dentro, e Ivonne realizaba sobre ella imaginarios viajes en busca del perdido corazón de Miguel. En el rincón opuesto, debajo de un mapa de la provincia de Gerona que el muchacho había encontrado en un viejo cajón de escritorio en Donegal, brillaba un pequeño acuárium. Seis peces blancos con vetas negras —Miguel los llamaba cebras de agua— pasaban y repasaban, penetraban en las artificiales y diminutas cuevas instaladas para su regocijo y rodaban alrededor de un buzo tambaleante y gracioso residente en el fondo, de cuya escafandra brotaban eternamente burbujas que hubieran hecho las delicias de Jeanette.
Ivonne lloraba porque se daba cuenta de que había perdido a Miguel sin tener la culpa de ello, porque sí, con la siniestra fatalidad de los hechos simples. La esfera luminosa del tiempo dio una vuelta, y Miguel se cansó. Naturalmente, era lógico que esto sucediera un día u otro; pero podía no haber sucedido.
Pudo nacer un hijo, y entonces hasta el buzo del acuárium hubiese participado de la alegría y de la seguridad. Porque Miguel era voluble y frívolo; pero un hijo lo hubiera cambiado. A condición de salir sano, hermoso y sobre todo con una frente no comparable a la suya propia, sino a la abierta y despejada de Miguel.
«¡No estimulaba su pensamiento, no colaboraba con su cerebro!»; eso le dijo el Pintor de la Carne cuando ella se desahogó —a medias— con él. Sí, no negaba que fuese cierto. Hizo lo que pudo para superarse. Leyó libros —no sólo «Bellezas de España»—, puso la radio para enterarse de cosas, hojeó revistas; quería incluso aprender inglés; pero la evolución era fenómeno lento. No se penetraba en el mundo de la ductilidad mental con la desfachatez con que los peces del acuárium penetraban en las cuevas. Era algo denso, espeso que obligaba a horadar con paciencia de preso que abre una galería para escapar; excepto, naturalmente, en el caso de haber recibido de Dios, gratuitamente, los dones necesarios.
Ivonne lloraba, deambulaba como una sombra triste, pero no se declaraba vencida. ¡En cuanto pudiese quitarse aquel horrible pañuelo de la cabeza…! ¡Si el señor Nolan le escribiese a Miguel…!
Ivonne, no sabía por qué, tenía confianza en el profesor irlandés de piano, administrador de la finca de Miguel en Donegal. Miguel le había contado cosas de él, y sobre todo le había dado a leer varias cartas suyas, todas rebosantes de afecto y buen criterio. ¡Ah, si ella pudiera hablar con el señor Nolan! En su defecto, le había escrito. Le contaba su exacta situación, la austeridad de su comportamiento, su total entrega al muchacho; puntos a su favor, positivos, que contrastaban con la ligereza y la evidente peligrosidad de su rival. ¡Santo Dios, Ivonne se había enterado de la existencia de Jeanette!, y ahora era ella quien intentaba mantener el equilibrio. No se atrevió a desencadenar una escena de celos; no iba con su temperamento y prefería llorar. Pero el señor Nolan juzgaría. Ella le transmitió, con irreprochable fidelidad, la descripción que de Jeanette le hizo la esposa de Pierre Loubard.
El señor Nolan se comportó con provinciana inhabilidad. Por un lado contestó a Ivonne que no existía sino un medio para retener a Miguel: darle un hijo. ¡Sutil descubrimiento! Miguel se había negado a ello rotundamente. Por otro lado escribió al muchacho en términos durísimos, pues el buen hombre no sólo había recibido los informes de Ivonne con respecto a Jeanette, sino que, por su parte, monsieur Couré le había puesto al corriente de la venta de la librería, de la grosería que el muchacho cometió con él, etcétera; añadiendo que últimamente se le veía con harta frecuencia gastando su dinero entre los fotógrafos de lujo y en los bares de los aeródromos.
El resultado fue nulo, contraproducente. Miguel encendió con la carta de su profesor de piano un pitillo; Ivonne guardó la suya una tarde y luego la tiró. ¿Qué hacer? Miguel seguía pasando a su lado la mañana entera. Ahora leía. Leía y tocaba la guitarra. Y suspiraba. A veces se levantaba, daba cortos paseos por la habitación y acercándose a la muchacha la tomaba de la barbilla para ver de cerca sus ojos llorosos. No era raro que un relámpago afectuoso cruzase su mirada. La memoria de los sentidos; la memoria, incluso, del corazón. ¡Si ella consiguiera retener aquel instante como retenía su mano…! Pero, de repente, Miguel se quedaba rígido, de una rigidez casi eléctrica; y ella no sé atrevía a abrazarse a sus piernas como le aconsejaba el instinto.
La imaginación de Miguel urdía mil planes. El Pintor de la Carne se había puesto en contra suya. El pintor había conocido a Jeanette un día en que coincidió con ellos en la escalera del estudio, y la muchacha le desagradó. Sus comentarios acerca de los desnudos que él tenía arriba le pusieron la carne de gallina. «Hermosa, pero imbécil». Esta fue su sentencia, que Miguel no acertaba a perdonarle.
Miguel tenía de Jeanette un concepto más halagüeño. «Los seres instintivos —explicaba—, cuando son alegres, dan la impresión de cometer locuras; pero bien pensadas las cosas, sus actos se parecen mucho a los que realizamos las personas cerebrales.» El pintor negaba. Argüía que él había superado con la niñez la necesidad de gastar bromas por teléfono. Miguel le replicaba que tal ingenuidad no era mucho mayor que la de arramblar con un emparedado y escondérselo en el bolsillo, creyendo que los dueños de la casa no se daban cuenta.
No. Miguel clasificaba simplemente a Jeanette en los encasillados de la Materia Bruta y de la Alegría. Le gustaba tal como era, y sobre todo tal como, bajo su influencia, podía ser. Respecto de Ivonne, no se decidía a romper con ella mientras estuviese enferma. No podía olvidar que la muchacha era huérfana, atributo sagrado para él y que privada de su ayuda se le plantearía un pavoroso problema económico que a toda costa había que resolver.
Así las cosas, Jeanette acudió una tarde al estudio con el semblante preocupado, y se dejó caer en el diván. Se le notaba a la legua que traía alguna noticia desagradable. Se pasaba la mano por la frente, ademán desacostumbrado en ella, y tensaba nerviosamente la punta del zapato.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Miguel.
—Sí, ocurre algo.
—¿Qué es?
Jeanette lo miró.
—Pues… muy sencillo. Que nos marchamos.
—¡Cómo! ¿Que os marcháis? ¿De dónde?
—De París.
—¿De París?
—Sí. El empresario acaba de decírnoslo.
Jeanette miró al suelo y no dijo más. Estaba excitadísima, y esperaba la reacción de Miguel. Este sintió un dolor en el espinazo. Aquello era inesperado. Aquello venía a herirle por un insospechado flanco. Todo el universo que había establecido con Jeanette tenía a París como centro de gravedad. Imaginó el circo desmontado, abatidas las lonas, desclavadas las tablas. Cada pieza le parecía que se iba llevando un trozo de Jeanette.
Miró a la muchacha y se sobresaltó. Se le nubló el pensamiento. Sintió claramente que no podría vivir, que no podría vivir de ningún modo si aquella mujer se marchaba de su lado.
La miró de arriba abajo, partiendo de la cabellera, en la que los ojos se detuvieron con complacencia, bajando luego amorosamente por la línea de su cuello, por los brazos bien torneados, hasta las piernas perfectas bajo las medias del mismo color que su tostada piel.
«¡Cómo ha cambiado!», pensó recordando su aparición con el vestido de la molinera.
Jeanette había dejado de mirar al suelo y enviaba toda la potencia de sus ojos al muchacho.
—¿No me dices nada?
El muchacho contestó cabeceando:
—Pequeña… ¿Por qué es injusto el mundo?
Ella se levantó y se le acercó. Acabó sentándose a sus pies y apoyando ambos brazos en sus rodillas.
—Yo creí —dijo, con mucho tiento— que podríamos encontrar una solución.
—¡No es tan fácil! —contestó el muchacho—. No creas que sea tan fácil.
—¡Dime una cosa, hombre mío! Dime… ¿Tú podrías si yo me marchara…?
—¿Vivir?
Ella asintió con la cabeza.
—Creo que no.
Jeanette se separó y le miró un poco a distancia.
—Así, pues…
Pero Miguel no se decidió.
—Mira, Jeanette —dijo en tono reflexivo—. El asunto es grave, ¿comprendes? ¡Aquí no hay más que tres soluciones! O yo me voy contigo, o tú te quedas conmigo, o te vas con el circo y esto nuestro queda terminado. Tú sabes bien que te quiero como un loco, como un insensato. Te doy cuanto tengo y más, pero…
Jeanette le oía sin pestañear.
—Mira. ¡Hacemos una cosa! —añadió Miguel—. Te acompaño a la fonda y yo me voy a casa. Mañana por la mañana nos vemos y decidimos lo que sea.
Jeanette se alarmó. Creía a pies juntillas que Miguel le propondría que se quedara con él, que vivirían juntos. No contestó. Se levantó y le dio la espalda, con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
De repente se volvió con gravedad y dijo:
—No, querido. Tenemos que resolver esto ahora mismo.
—¿El qué?
—Este asunto.
—¿Y por qué ahora mismo?
—No podría soportar hasta mañana. Te quiero demasiado.
—Pero…
—Además, estoy decidida.
—¿Decidida? ¿A qué estás decidida?
—A marcharme.
—¿A marcharte?
—Sí, con el circo.
—Pero… ¿qué dices? —clamó el muchacho, levantándose y acercándose hacia ella—. ¿Por qué dices esta barbaridad? —Déjame, déjame…
—Pero, Jeanette… ¿qué te pasa?
—A mí me parece —dijo la muchacha, con evidente dignidad— que en las cosas del corazón no debe haber dudas. Por lo menos yo no las he tenido…
Miguel estuvo a punto de cogerla, de abrazarla, de inundarla de besos y decirle: «¡Te quedarás aquí y viviremos el amor más grande y más hermoso!» Pero pensó en Ivonne.
—Mira, Jeanette —intentó explicar—. El corazón no lo es todo, créeme. Debes comprenderlo.
Pero Jeanette no pareció dispuesta a prolongar la situación. Cambió de actitud. Sacó del bolso el espejo y las pinzas y arrancándose con fuerza un pelo de las cejas, le dijo en tono amable:
—Te comprendo muy bien, querido. Mañana por la mañana ven a buscarme.
—¿Estás convencida?
—Completamente.
—Pero, ¿por qué te vas? Es temprano.
—No, es tarde; y yo también quiero pensar.
Se despidieron efusivamente; y Miguel permaneció en el estudio, solo, sin saber qué partido tomar.
El silencio de los cuadros y la osadía de las mujeres desnudas que los habitaban le pusieron más nervioso aún; de modo que salió y se dirigió a pie a su casa. Era sábado y las calles bullían animadamente. Pasó frente a la que fue su librería y le sorprendió la facilidad con que consiguió no mirar para adentro. La florista no estaba allí. Los viejos relojes de los anticuarios, en cambio, sí estaban. Seguían en sus puestos, en los escaparates, pertrechados como burgueses, marcando la hora de la nostalgia perfectamente inútil.
En casa, Ivonne había mejorado de aspecto. ¡Fuera pañuelos! Había cesado de llorar. Se esforzaba en estar alegre y casi lo conseguía. Sostenía un tierno diálogo con las cebras de agua.
Miguel, contra lo que suponía, durmió toda la noche de un tirón. Despertó muy tarde, embotado. Desayunó de prisa, y se dirigió a pie en busca de Jeanette. En el hotel le informaron de que la muchacha había salido muy de mañana, lo cual le sorprendió.
En Metro se fue a Montmartre. Se apeó en Guy Moquet y tomó la dirección del circo, que quedaba bastante apartado. En el camino iba pensando que aquel encuentro marcaría definitivamente su próxima situación. ¿Jeanette quería quedarse con él? ¡En el fondo no había motivo alguno para hacerse mala sangre, en el fondo todo aquello resultaba halagador! En cuanto la viera, ¿qué actitud adoptaría la muchacha? En cuanto la viera… ¡Ah, era difícil matar con otra la imagen ya antigua de Jeanette en el camerino sacando su desnudo brazo por detrás del biombo! Miguel andaba en aquellos instantes por las mismas calles que su padre recorriera, muchos años antes, llevando en la mano el estuche del violonchelo. Y al igual que a su padre, le ocurría que no acertaba a concretar.
¡Y el circo estaba ahí, al doblar de la esquina! No, el circo no estaba ahí… Miguel dobló la esquina y recibió un golpe en el pecho: no quedaba ni rastro de la inmensa mole del Sansón. La plazoleta estaba vacía, y por el lugar del emplazamiento cruzaba una mujer llevando un niño en cada mano.
No podía creer lo que veían sus ojos. Se acercó al lugar: hoyos groseramente rellenados con tierra y escombros, paja, trozos de madera, clavos y papeles, muchos papeles, restos de carteles, de bolsas y pedazos de cartón. Varios traperos trabajaban afanosamente en clasificar los materiales. Miró a derecha y a izquierda, con la esperanza de ver aparecer a Jeanette; pero sólo vio a la mujer y a los dos niños que se alejaban.
Le entró una terrible sospecha que rechazó. Sin embargo era evidente que Jeanette le dijo: «Yo también quiero pensar…» ¿Cómo era posible que hubiese resuelto…?
Dio vueltas a la plaza, situando mentalmente la pista, las gradas, los vestuarios. Calculó con precisión el lugar que debió de ocupar el camerino. ¡Ahí! Con el pie señaló el lugar. La tierra, removida, dibujaba absurdas divisiones. «¡Ahí estaba el tocador!», pensaba. «¡Ahí la caja de los almohadones!» «¡Ahí el biombo!» El biombo… Levantó la cabeza y en vez de la lona vio la bruma espesa de París que envolvía el mundo inmenso y al mismo tiempo su propio corazón.
Permaneció mucho rato midiendo el imaginario círculo, en espera de Jeanette. Los traperos mordían cada vez más en la realidad. Por la tarde repitió el trayecto, y luego se dirigió al estudio, donde encendió la lumbre, siempre esperando. Sabía que era inútil, que montaba guardia a su soledad; pero ninguna cosa le hubiera sido posible. Absurdas metáforas ocupaban su pensamiento; imaginaba que Jeanette partió con el circo, pero no en los camiones, sino volando sobre ellos en helicóptero.
A la noche regresó a casa. Era preciso disimular, no ensañarse con Ivonne. Ivonne seguía de buen humor. La sorprendió de pie frente al mapa de la provincia de Gerona, que colgaba de la pared, trazando en él también imaginarios recorridos. «No me canso de contemplarlo», dijo la muchacha con naturalidad. Miguel se acercó a ella y, obedeciendo a un impulso poderoso, tiró suavemente de su brazo, obligándola a dar media vuelta. Ivonne sonrió. Miguel, acto seguido, sin reflexionar el alcance de su acción, la besó con fuerza inusitada. Ivonne, vencido el primer susto, pues tiempo hacía que no ocurría nada parecido, le rodeó el cuello con agradecimiento infinito. Todo el ser de Miguel quiso aprisionar con el beso, aun a riesgo de sentir que le temblaban las piernas y que estaba próxima a desfallecer.
Aquella escena fue el inicio de otras muchas, y muy parecidas, que se habían de suceder a lo largo de una semana. Ivonne no conseguía arrancar apenas una palabra de Miguel y ello la puso en guardia. Sin embargo, nunca obtuvo tan avasalladoras caricias; y por otra parte, no podía olvidar que quien primero amó el amor silencioso fue ella, no él. ¡Tal vez se tratase de un retorno, del movimiento cíclico de los corazones!
El Pintor de la Carne se mostraba, al respecto, menos optimista. Miguel le había devuelto la llave del estudio sin darle explicaciones; pero el pintor, para quien la vida de Miguel constituía un soberano e instructivo espectáculo, se las compuso para conocer la verdad. Miguel le dijo que jamás comprendería que Jeanette hubiese renunciado tan alegremente a todo lo que él significaba. «Su paciencia no duró doce horas. ¡Increíble! ¡Edificante!».
El Pintor de la Carne no disimuló su regocijo. Le divertía que Miguel fuera a la vez tan espectacular y tan ingenuo. «¿No comprendes que lo ha hecho porque está segura de que tú terminarás abandonándolo todo y reuniéndote con ella? ¡Aquí no hubiese conseguido eso nunca! En París, Ivonne hubiese pesado en ti siempre, porque te consta muy bien que la que vale es ella, y no Jeanette.»
Miguel barbotó algo ininteligible y se lanzó escaleras abajo. El Pintor de la Carne era un ser primitivo que se suponía dotado para desnudar también a las almas. ¡Pensar que en la Ciudad Universitaria lo alimentó durante meses, que lo presentó en sociedad, que pagó por él toneles enteros de bebidas estimulantes!
El muchacho no pudo dormir. Las palabras del escamoteador de emparedados le zumbaban en los oídos. Otra semana aún, y el verbo se hizo carne, las palabras se convirtieron en acto. Miguel se enteró por una agencia de informaciones del paradero del Circo Sansón, y despidiéndose de Ivonne —por un par de días— con una excusa que no alcanzó a ser siquiera correcta, se dirigió a la estación del Norte y tomó billete para la ciudad belga de Mons.
¡Mons! Corto trayecto. En ferrocarril, no en helicóptero. Miguel recordó su viaje a Figueras, con su madre, cuando las ruedas chirriantes repetían: «Ampurdán».
Al pararse el tren y leer «Mons», se levantó, bruscamente sorprendido. ¡Qué rara sensación! En aquel lugar desconocido habría izado su bandera el «Sansón». Allí estaría Jeanette imitando a pájaros imposibles.
Se apeó con su maletita y por un momento imaginó que era viajante de algo y que llevaba las muestras de su mercancía. Alineado junto con los demás viajeros que iban saliendo cada uno con su equipaje, pensó que él no era sino un número de la gran caravana que recorría las ciudades y los caminos.
Preguntó por el Circo Sansón. No fue fácil dar con él. Unos guardias le informaron: estaba al otro extremo de Mons, en la plaza Europa. Le convenía tomar un coche.
Todas las paredes de la ciudad, incluso aquellas en las que estaba prohibido, rebosaban de carteles del circo. «¡Hoy, sesión tarde y noche! ¡Circo Sansón! ¡Catorce atracciones internacionales!» Una de las atracciones internacionales era Jeanette.
La plaza Europa apareció y, con ella, la mole del circo. Estaban terminando la sesión de tarde. Miguel lo dedujo de la música que berreaban en aquellos momentos los cinco profesores. Unos chiquillos intentaban colarse por los espacios abiertos de las lonas.
Entró. Todo abarrotado. ¡Qué sorpresa! Las gradas, repletas, y en la pista el señor Bresty dando el biberón. Sentóse como pudo entre dos hombres gordos que parecían gemelos y que se reían en plural.
El programa había sufrido alteraciones, puesto que inmediatamente salió un ventrílocuo que Miguel no había visto nunca, y luego un hombre ya maduro de cejas diabólicas, cuya cabeza fue rebotando por una escalera bajando uno por uno sus peldaños. El número final estuvo a cargo de tres volatineros más que discretos.
Miguel contempló con emoción el desalojamiento del circo. De pronto no tuvo espera y pegando un salto se dirigió a los vestuarios. Penetró en ellos tras los músicos. Dentro vio a la amazona, pero no a los chinos sentados en la caja.
A la izquierda del angosto corredor, en el sitio de costumbre, el quimono que daba entrada al camerino de Jeanette. El corazón redoblaba en su pecho como el tambor de la orquesta cuando los trapecistas cruzaban suicidamente el espacio. Aplicó el oído conteniendo la respiración. Nada. Repentinamente decidido apartó el quimono y pasó.
En el perchero, un maillot de estrellas plateadas. A los pies del biombo, las zapatillas verdes. Sobre la caja-tocador, una pulsera de oro y un portarretratos con su propia efigie soñadora; y en la caja de los almohadones, prolongada por una silla a la misma altura, un cuerpo humano tendido, sepultado entero bajo una manta.
Miguel se acercó al improvisado lecho con el alma a punto de estallar. Se inclinó y tomó con los dedos una de las extremidades de la manta. En aquel momento temió que aquel cuerpo no fuera el de Jeanette. Parecía más pequeño, excesivamente pequeño y pensó si no correspondería a uno de los chinos.
Dio un tirón rápido y se quedó inmóvil. Vio un rostro de mujer durmiendo apaciblemente, enmarcado por una hermosísima cabellera color de fuego.
Miguel contempló aquel rostro largo rato, en silencio, sonriendo con gran ternura. Tenía los ojos húmedos y la sensación de gozar una de las emociones más sinceras de su vida.
Tosió un poco, por si Jeanette despertaba. Nada. La sacudió tímidamente. Tampoco. Por fin le tapó la nariz con los dedos en pinza y la muchacha se incorporó, alocada, con gracia inimitable.
La sucesión de muecas de su cara al ir reconociendo poco a poco a Miguel pagó con creces las desventuras del muchacho. Sospecha, certeza, asombro, otra vez sospecha, otra vez duda, otra vez asombro, y al final una alegría sin límites y un grito.
—¡Merecerías que te matara!
—¡No, por Dios; ahora, no!
Y se abrazaron con frenesí, en un abrazo interminable, sollozando los dos de pura felicidad.
—¿Cómo te has enterado?
—Muy fácil. Por una agencia.
—¿Y cómo viniste?
—¿Cómo? A pie.
—¡No seas bobo!
—En el tren.
—¡Qué alegría, hombre mío!
—Sí, ahora ya no te escapas.
Volvieron a abrazarse y Jeanette se rio como una loca cuando el muchacho le contó el miedo que pasó de que ella no fuera ella, sino el chino. Luego le preguntó por la cabellera y ella le dijo que se la había teñido.
—¿Y por qué?
—¡No sé! Quería cambiar todo mi aspecto.
—Pues te sentaba mucho mejor antes.
—Ya lo sé.
Luego le explicó que había realizado su número en la primera parte del programa.
—¿Por qué no han salido los caballos?
La muchacha puso una cara de súbita gravedad.
—Algo desastroso —dijo—. Una verdadera catástrofe para el «Sansón». De los tres, uno ha muerto, y el otro morirá hoy probablemente.
—¡Cómo! ¿Qué ha pasado?
—No sé. No se sabe. El empresario habla de un sabotaje, o no sé qué.
—¿Y de qué han muerto?
—Tétanos.
—¡Válgame Dios!
—Los caballos eran el número puntal del espectáculo.
—El empresario está desesperado. No tiene dinero para comprar otros. Esta vez sí que creo nos va a despedir.
—Pero ¡si estaba lleno el circo esta tarde!
—Sí, ya sé; pero dura dos días. Después, ¿qué?
—¿No hay buen cartel?
—Nada. Peor que en París.
—¿Dónde están los caballos?
—Ahí al lado. ¿Quieres verlos?
—Sí, me gustaría. Luego iremos a cenar.
Salieron del camerino y se metieron en la cuadra. El empresario estaba allá, hablando con el señor Berty y la amazona. Al ver a Miguel se quedaron muy sorprendidos. Le reconocieron en el acto.
El empresario le saludó con la cabeza, y entonces Jeanette hizo las presentaciones. La amazona no le quitó un instante la vista de encima.
—¡Ya ve usted! —exclamó el empresario, señalando los dos caballos, uno de los cuales estaba tendido, moviendo lentamente la cola.
—Sí, ya me dijo Jeanette. ¿Qué ha pasado?
—Chi lo sa!
—¿No le van a poder salvar?
—Es inútil.
—¿Y qué va a hacer, pues?
—¿Que qué voy a hacer? Pues… ¡se acabó! —dijo, encogiéndose de hombros—. ¡Ya estoy harto de este asunto y de perder dinero!
—Pero… puede sustituirse todo esto, ¿no?
—Nada, nada. ¡Aquí una sola solución: un cartelito que ponga: «Circo Sansón, en venta»!
—¿Y quién se lo va a comprar?
—¡Qué sé yo!
—Algún otro circo, quizá.
Entonces intervino por primera vez la amazona. Restalló coquetamente su látigo y dijo a Miguel:
—¿Por qué no lo compra usted si tanto le gusta el circo? Si hay dinero, es un buen negocio…