AÑO Y MEDIO, casi dos años, duró el entusiasmo de Miguel por la librería. En este tiempo duplicó, o poco menos, el valor real del fondo de libros, además de pagarse su manutención, sus caprichos y de ayudar exageradamente a la pléyade de artistas bebedores que le rondaban sin cesar, y que se sucedían unos a otros sin que el cambio se notara apenas. A Pierre Loubard le había dado participación en el negocio. Desde siempre él había entendido de este modo la organización patronal-obrera: como una empresa común, en la que los empleados, además de su sueldo, debían percibir una parte de los beneficios. No comprendía que el mundo no admitiera este principio de una manera general, y atribuía a ello el que el cinturón de París —Clignancourt, Levallois, etc.— fuera tan negro y hosco, oliera tan dolorosamente a promiscuidad y a revolución. Muchas veces, en Donegal, le habló de este modo a su madre, la cual le había contestado siempre que la Economía —sin exceptuar la economía de las fábricas de conserva— era una ciencia más compleja de lo que él, guitarrista aficionado, suponía. También en París, ahora, monsieur Couré le habló en iguales términos. Y, sin embargo, lo cierto era que por una vez que él se dedicó a negocios, aplicó la teoría y todo salió a pedir de boca. Contento él, satisfecho y agradecido Pierre Loubard, el cual hablaba sin angustia de casarse y tener hijos, y enseñarles a estos, desde muy chicos, a amar a los libros y a Miguel Serra, patrono excepcional.
Los caprichos que en estos dos años Miguel se había pagado consistieron, sobre todo, en conciertos de música, en espectáculos de ballet, en pipas, en cuadros, en pasteles para madame Piffard y para su hija Ivonne, y en cabarets. Esto último era lamentable; pero el chico no conseguía vencer su naturaleza. Lo menos tres noches por semana, después de cenar, se despedía de Ivonne —la cual era la encargada de servirle la mesa, lo que cumplía con esmero de mujer secreta, profundamente enamorada— y se dirigía en metro a la Plaza Pigalle, donde elegía itinerario. Comprendía muy bien que las temblorosas luces violeta de los cabarets comunicaban a sus ojeras y a su alma un aspecto cadavérico. Le constaba que los cumplidos de que era objeto nacían en la garganta. Tampoco el jazz le entusiasmaba, ni le divertía el espectáculo de unos cuantos caballeros de edad madura andando a gatas por los palcos; pero no conseguía vencer su naturaleza. A monsieur Couré le decía: «Cabareteo para olvidar». ¿Olvidar qué cosa? ¿Las estampas de la Biblia? Tal vez sí; pero también su incurable soledad. Él, un hombre del que todo el mundo —incluidos los fotógrafos— había profetizado que llegaría muy alto, he aquí que se pasaba la vida detrás —o delante— de un mostrador. ¡Por lo menos Pierre Loubard amaba a una mujer y gozaba, ya anticipadamente, de los hijos que esta mujer le daría! ¡Incluso el librero del Sena, el de los mapas, tenía en su casa compañía!: su padre, un hombre viejísimo que le legó el tenderete, que recomponía las cubiertas estropeadas de los libros y que había amasado una humilde colección de postales representando cascadas y saltos de agua. En cambio él no podía contar sino consigo mismo. Mejor dicho, con una parte de sí mismo: con la menos noble, con la carne. Porque su carne estaba siempre pronta a la efusión, a la fusión y al estremecimiento; en cambio su espíritu de repente se secaba como las plumas baratas de los sombreros de madame Piffard. ¡Si su padre hubiese coleccionado postales representando instrumentos de cuerda…! ¡Si él pudiese corresponder al amor que le profesaba, día tras día, obstinadamente, Ivonne…!
Se dejó ganar por la ironía. Dos años eran muchos años; la librería le fatigó. No siempre tenía uno buen humor, y era preciso disimular, ponerse la máscara, lo mismo que con él hacían en los cabarets; disimular incluso con aquellos clientes que le robaban a uno horas y horas para dejarle al final del trimestre un breve puñado de francos. Viajes en vano, realizados al conjuro de ofertas que luego resultaban sin interés. La mayoría de colegas, gente egoísta y millonaria de ignorancia, no conocían sino los títulos de los libros y pronunciaban defectuosamente los nombres de muchos autores. Era cómico oírlos, cómico y triste. ¡Y siempre el mismo decorado! La fachada, el escaparate, el mostrador, el altillo, el salón del fondo, que —este sí— cada día tenía más carácter. Calle Bonaparte. Conocía al dedillo el suelo de la acera —la suya y la de enfrente—, los letreros de las tiendas vecinas, los relojes que los anticuarios tenían interminablemente expuestos, los viejos relojes dorados en cuya barriga el tiempo se había detenido. ¡Frente a la librería, sentada en una silla, una vieja vendía flores! Cada día era un poco más raquítica, cada día sus flores se parecían más a flores de vieja muerta.
No. Todo eso era una excusa, y el desánimo pasajero. De repente Miguel entraba en la librería y trabajaba con más ahínco que nunca, cambiando esto y aquello, revisando catálogos, subiéndose a lo alto de la escalera corrediza que había mandado instalar y que le permitía viajes aéreos a lo largo de las guías. «¡Loubard, tome ese volumen y quite las manchas y las raspaduras!» «Loubard, ¿a quién podríamos ofrecer esa Historia Universal en veinticinco volúmenes?» «¡Loubard, tráigame las fichas de los compradores de libros de heráldica!…»
Espasmos. Los últimos disparos de su resistencia interior. Pierre Loubard se daba cuenta y hacía cuanto podía para estimularlo, para resucitar en él el primitivo interés. El Pintor de la Carne desengañaba al encargado. «¡Bah! Es natural. Es un inquieto. Un inquieto y un optimista.» Beyron, el jugador de ajedrez, al oír esto declaraba que Miguel, en los Estados Unidos, habría triunfado; pero que en Europa era imposible, debido a que todo se hacía con demasiada monotonía.
Los acontecimientos se precipitaron. La táctica de monsieur Couré fue errónea: en cuanto advirtió la incomodidad de Miguel, se dedicó a amonestarlo, a recordarle sus promesas y a intervenir por su cuenta en el control de la tienda. Entonces Miguel descubrió que, en cuestiones de negocio, el procurador era hombre objetivo, glacial. Para él no existía sino género vendible y género invendible. Con motivo de una oferta de láminas pornográficas, que Miguel rechazó de plano, tuvieron una fuerte discusión. Monsieur Couré le hizo observar que él no le había incitado a abrir un confesionario, sino una tienda.
Por si esto fuera poco, Miguel empezó a regalar libros. Regaló un buen lote —libros de arte— a sus camaradas de la Ciudad Universitaria, y mandó por correo otro lote —ciencias ocultas— al fotógrafo de San Sebastián. Esto último lo hizo porque acababa de asistir a un ciclo de conferencias sobre espiritismo que había organizado la Sociedad Geográfica de París. A decir verdad, no supo si los conferenciantes y los asistentes eran farsantes o seres de privilegio, orates o almas cósmicas; en cualquier caso, imaginó lo mucho que con ello hubiera disfrutado el fotógrafo y le hizo el regalo.
Monsieur Couré, que perdía la compostura cuando alguien establecía una escala de valores basada en la fantasía, se puso francamente nervioso. Miguel se dio cuenta de ello y se dedicó a desconcertarle más aún. La situación empezó a ser tirante. El procurador se las arregló para que Pierre Loubard le tuviera al corriente, hora por hora, de lo que Miguel hacía; y así se enteró de que el chico se levantaba a las once, de que por las tardes espaciaba cada vez más su presencia, de que algunos sábados desaparecía con ingenuos pretextos, como por ejemplo el de peritar una biblioteca o asistir a una boda fuera de París.
En realidad, Miguel se conocía lo suficiente a sí mismo para comprender que la suerte estaba echada. Le ofrecerían un incunable y no se movería de su cuarto, donde tocaba la guitarra, o no dejaría por ello de acudir a la Sociedad Geográfica de París. Por otra parte, comenzaba a considerar humillante dedicarse a una labor de simple intermediario. «¡Bien está escribir los libros! —le decía a Pierre Loubard—. ¡Editarlos, pase! ¡Pase el imprimirlos y estupendo el comprarlos y el leerlos! ¡Pero venderlos! Es una inútil operación.»
Sin embargo, faltaba el detalle, la chispa que determinara la toma de una irrevocable resolución; y esta chispa se produjo con la repentina muerte de madame Piffard. Madame Piffard murió una mañana lluviosa de febrero, en el momento en que Miguel se disponía a salir a la calle. El muchacho oyó, desde el pasillo, un sollozo hondo, prolongado, con desgarramiento, y reconoció en él a Ivonne. Con el sombrero en la mano acudió al aposento de donde el sollozo partía, y encontró a la muchacha de rodillas a los pies de la cama de su madre. «¡El corazón, el corazón…!», indicó Ivonne, desplomando su mejilla sobre la almohada, como disponiéndose a auscultar a esta y no a madame Piffard. Miguel se quedó como alelado. Comprendió. Madame Piffard había muerto tal como le correspondía: llevando un espectacular gorro de dormir en la cabeza, un camisón amarillo salpicado de lacitos, y sin previo aviso. ¡Ah, en la Sociedad Geográfica de París preguntaría por el paradero de su espíritu! A buen seguro que le informarían de que este arrastraba tras de sí un viento huracanado, una risita nerviosa y quién sabe si un plumífero capuchón. Total, que Miguel tuvo que cuidar de los trámites funerarios, e incluso presidir, al día siguiente, el entierro, codo con codo con monsieur Couré. El muchacho, que quería sinceramente a la madre de Ivonne, decretó incluso que la librería permaneciera cerrada: «Cerrado por defunción de madame Piffard». Pierre Loubard colgó el letrero con una expresión de inefable estupidez. Al regreso del cementerio, Miguel encontró en el piso a Ivonne sola, vestida de negro, de pie en el vestíbulo y esperándolo.
En aquel momento preciso el cerebro del muchacho decidió el traspaso de la librería a su encargado Pierre Loubard, concediéndole los plazos necesarios. Porque tuvo el presentimiento de que todo había cambiado, de que aquel piso era ahora muy ancho, lo suficiente como para que cupieran en él su inmensa sed de reclusión y de intimidad, y la gran tristeza de Ivonne. Sintió que ya la luz de las mañanas que se sucederían no le invitaría a dirigirse a la calle Bonaparte para efectuar aéreos viajes en lo alto de la escalera, sino más bien a permanecer allí, al lado de Ivonne, cuya soledad de repente había pasado a ser comparable a la suya propia, cuyo rostro se había quedado como definitivamente pálido, impregnado de una gran dulzura, tibia por causa del dolor, dotado del misterio propio del alma que teme amar sin esperanza, que mira interrogando, que calla diciendo: «He aquí que de ahora en adelante tendré que nutrirme de sólo mi ser que no me basta». Ivonne, en efecto, lo miró desde el fondo de una angustia que podía durar años. Llevaba tacón alto y su escueta pulsera de oro esposando la muñeca del jersey negro era la única sonrisa del mundo en aquel instante. Miguel se dio cuenta de que Ivonne, algo mayor que él, era hermosa. Hermosa y esbelta y con una extraña capacidad de inmovilidad y de mudez. El único grito y el único sollozo que le había oído en dos años habían sido aquellos legítimos de la víspera, el adiós a la mujer que la amó hasta el histerismo. ¿Cómo era posible que nunca la hubiera visto así, que más bien hubiera huido de su clandestina adoración?
Rebosante su espíritu, estuvo tres días sin presentarse en la librería. No se movía de su cuarto, adivinando que con ello prestaba un gran servicio a Ivonne. Pierre Loubard acudía después del cierre a pasar cuentas y Miguel lo escuchaba con visible desinterés. Por fin, una noche le comunicó su decisión, ordenando a su encargado que se la transmitiera a monsieur Couré.
Pierre Loubard se quedó boquiabierto. Por primera vez en su vida tomó un taxi; y visitó al procurador. Este se indignó con Miguel. Se negó rotundamente a intervenir en la cesión de poderes a Pierre Loubard, a quien Miguel quería lisa y llanamente traspasar la librería. Monsieur Couré, agarrado al teléfono, amenazó al muchacho con dimitir incluso de su cargo de administrador del inmueble de la Avenida de Villiers. Miguel, entonces, harto de discutir, le aceptó la dimisión. El procurador barbotó: «¡De acuerdo! Con la música a otra parte».
Miguel colgó el teléfono y, acto seguido, desobedeció al procurador. Recogió la indolente música de su corazón y llamó a Ivonne dispuesto a no moverse de allí en mucho tiempo.
Pierre Loubard se las compuso para encontrar el dinero de la entrega inicial. Él y Miguel firmaron la escritura y el nuevo dueño se casó. Se casó, y recibió del dueño anterior, en concepto de regalo de boda, el recibo que le correspondería pagar al final del primer semestre. Luego, puso a su esposa en la tienda, cambió el nombre comercial —en vez de Librería Franco-Hispana se denominaría Librería Francesa— y cerró para los artistas bebedores el saloncito interior.
No, este saloncito no oiría ya nunca más al marino chato exclamar, sonriendo y mirando a un ángulo del techo: «¡Ah, Shanghai…!» En cuanto al Pintor de la Carne, se vería obligado a perseguir emparedados y bebidas alcohólicas en locales expresamente dedicados a ello. Si bien la principal víctima iba a ser, sin género de duda, la vieja florista de la acera de enfrente, a la que Miguel, todos los días sin excepción, entregaba unas monedas y una palabra cariñosa.
Miguel respiró hondo sabiéndose liberado de comprar y vender. Y, además, por primera vez en su vida entendió que se había enamorado. Su parábola amorosa acababa de enriquecerse de un golpe, de una riqueza profunda y preñada de matices. ¡Todo ello era debido a la muerte de otro ser! Definitivamente, la existencia oscilaba siempre entre el beso y la llaga.
Miguel e Ivonne, sujetos a la ley de la soledad, llevaron pronto vida marital. Ivonne era, en realidad, poco instruida; pero su habitual y ahora acrecentada dulzura se abría paso hacia el corazón como la luz hacia el alba. La inesperada entrega que Miguel le había hecho de sí mismo bañó sus ojos y sus movimientos de un inexplicable, posiblemente azul, de un singular abandono nacido de la seguridad. Cuando se tendía en el diván que Miguel tenía en su cuarto, cobraba un súbito poder, sugiriendo la idea de un leopardo cansado y amante. Entonces Miguel se le acercaba, sintiendo que Ivonne, hasta en la cálida manera de respirar, era realmente una mujer.
¡Qué súbita iluminación! El huésped se había convertido en amo, el cuarto alquilado en alcoba, la fotografía de Eva en fotografía familiar. ¿Qué les ocurría, que no acertaban a separarse? Le gustaba a él el aliento de ella, y a ella los rubios cabellos de Miguel. Miguel tenía unos cabellos fuertes en sus raíces, que adelgazaban luego hasta deshacerse en las puntas con cierta tristeza.
La tensión de Miguel condujo sus ojos a un gran descubrimiento: al descubrimiento de los ojos de Ivonne. Unos ojos negros y húmedos, negros pero con irisaciones mojadas, con vetas amarillas, que aumentaban la transparencia de las niñas, en las cuales la vista se hundía con la sensación de que de un momento a otro iba a desembocar en la pura alma.
Sin que el encanto terminara ahí. Porque, cuando las pestañas de estos ojos caían lentamente, ocultándolos, Ivonne daba enteramente la impresión de haberse quedado dormida, y aun a veces parecía que llevara dormida mucho rato, horas o quizá días. Y era entonces cuando su respiración se producía con aquel ritmo sagrado, profundo, que obsesionaba a Miguel, quien no cesaba de contemplarla pensando que la belleza de Ivonne dormida recordaba la del agua en los lagos de la montaña.
Miguel e Ivonne vivieron unos meses de profana eucaristía, durante los cuales circunscribieron su mundo a las tres habitaciones de la casa que mantuvieron abiertas. A ella le gustaban grandemente las alfombras. Miguel las compró para todo el piso. E Ivonne se habituó a sentarse en ellas, a tenderse en ellas con las manos cruzadas en la nuca, soñando en no despertarse.
Apenas se hablaban, pues Ivonne, al hablar, perdía encanto. Era el suyo un amor silencioso, semejante a determinados campos de Donegal, los cuales, según Miguel, de repente se quedaban inmóviles en el centro de la mañana, hasta que de pronto un carro se decidía a cruzar por un camino, haciendo crujir y rodar sus ruedas apisonadoras.
Era un amor que se nutría de comprensión, la cual por su parte se anticipaba a los deseos. Con los ojos se decían en qué momento podía uno acercarse, en qué momento el otro debía separarse. Siempre daban con el matiz requerido de luz al correr o descorrer las persianas, con la cantidad de agua que precisaban en el vaso durante la comida, con la fuerza del nudo al abrocharse el uno al otro los zapatos. Era un amor hecho de detalles casi imperceptibles, de una sutileza exacerbada, que a lo largo del invierno iba adquiriendo una intensa riqueza sentimental.
Consiguieron malabarismos en el arte de adivinarse el pensamiento. Un día Miguel tomó la guitarra y se dispuso a tocar. Al momento, advirtió que Ivonne cerraba los ojos de determinada manera. Miguel, entonces, se dirigió a la habitación de al lado y tocó desde allí; días más tarde, Ivonne se lo agradeció.
Llegado el buen tiempo, decidieron salir. Hacían excursiones por las afueras y a ella le gustaba llevarse la comida de casa y comer en el suelo al lado de un árbol. Con frecuencia se trasladaban a Fontainebleau, a los regios bosques que tanto excitaban a Miguel. Se adentraban, cogidos de la mano, por entre los millares de troncos, y a veces tenían que pararse porque les parecía oír muy cerca pisadas de caballos. Eran bosques de los que Miguel aseguraba que habían presenciado la creación del hombre y los grandes despertares de la Historia. Sus sendas se entrecruzaban a ras de suelo como a media altura los dedos de las manos del muchacho y de Ivonne. Bajo el ardoroso runruneo de la vida vegetal y gigantesca yacía un momificado silencio. Correr, ocultarse, gritar, reír, les proporcionaba un placer directo, sin contaminación.
En París, visitaban lugares al margen de los itinerarios de moda. Iglesias de ritos orientales; teatros guiñol; excavaciones de Cluny; el cementerio de perros de Asnières. En alguna ocasión habían entrado, de noche, en algún local en que se bailase en la penumbra, y allí habían permanecido hasta la hora de cerrar, caídos los brazos a lo largo del cuerpo, girando lentamente sobre sí mismos.
Ivonne hubiera querido tener un hijo con Miguel. No se lo pedía, pero él se daba cuenta. La muchacha, a la que el espejo no mentía, sabía que era mayor que él y este hecho la inquietaba dolorosamente.
¡Un hijo! La idea penetró en el cerebro de Miguel como un bisturí. Se quedó atónito al sentir en sí mismo la posibilidad de provocar el milagro; y recordó el parto de la mujer del leñador.
Pero de pronto su pensamiento retrocedió. Le aterrorizó la idea de tener un hijo, porque se consideraba un ser inconcreto y le parecía que lo que de él saliera sería algo híbrido, una masa de carne llorona y flacucha.
Ivonne, en cambio, reaccionó de la manera más opuesta. Mentalmente, dotó a su hijo de una vida intensa, tierna y apasionada; con un breve corazón rojo que ya en las entrañas comenzara milagrosamente a latir y a expeler sangre hacia sus extremidades contraídas.
Miguel lo imaginaba desnudo, cabrioleando en el centro del lecho, con las piernas al aire; Ivonne lo veía arropado, arropado junto a su cuerpo cubierto de pieles, dormido y sano, chupando de su seno la savia de vivir.
Aquella idea del hijo flotaba entre Miguel e Ivonne como un rayo de luna que se hubiese quedado a hacerles compañía. Hasta tal punto, que el muchacho se iba familiarizando con la idea de casarse con aquella mujer.
Sí, estaba enamorado de Ivonne. Su sola proximidad lo hacía feliz. Ya nunca más sentiría envidia de las parejas amantes que se subían a la torre Eiffel para desde allí creerse el Amor Único. Ya no envidiaría ni a Pierre Loubard ni al doctor Pawell. Había conseguido que su emoción se pusiera íntegramente en movimiento. Mucho mejor, aquello, que entregarse al sueño, a la ironía o a diez mil volúmenes de vida no real, sino impresa.
Fue entonces cuando tuvo lugar la inesperada llamada a la puerta del piso de Miguel. Ivonne se había retirado a descansar. Eran las cinco de la tarde. Miguel oyó la llamada. Se encontraba tumbado en el diván, fumando aquella pipa con cabeza de pastor. Se levantó, introdujo sus pies en las zapatillas, se acercó a la puerta y abrió.
Cinco años habían transcurrido desde su excursión a Bretaña. Miguel había cambiado mucho. Tenía varias arrugas en la frente, exageradamente profundas para su edad. Los ojos eran igualmente brillantes, pero más concentrados. Su aire era de vivir en un mundo aparte.
Pero no importaba. La muchacha le reconoció en el acto. Lo miró con divertida atención. Luego, ladeando el cuello, preparó sus labios y de pronto imitó, con absoluta perfección, el canto del ruiseñor.
Miguel abrió los brazos y no acertó a articular palabra. Solamente, al reconocer el vestido que Jeanette llevaba puesto —un vestido raquítico, azul—, preguntó, torpemente:
—Pero… ¿no devolviste… el vestido… a…?
Ella hizo un mohín coqueto y cortó:
—¿No me dejas entrar?
Miguel vaciló un instante; luego exclamó:
—¡Entra, Jeanette! ¡Entra, por Dios!
Y ocurrió que una vez en el cuarto de Miguel, Jeanette se sentó también sobre la alfombra.
¡Ah, le había costado lo suyo dar con el paradero de Miguel!: fonda de Rennes, Ciudad Universitaria, calle Bonaparte. Una vez localizada la librería, Pierre Loubard en persona la había acompañado hasta la misma escalera del piso.
—Jeanette… —murmuraba Miguel, contemplándola con creciente alegría—. ¡Cuéntame! Pero, antes que otra cosa, dime lo del vestido…
—Quise darte una sorpresa y fui a comprado a la molinera.
—¿Y te lo vendió?
—Me lo regaló.
—Pero, ¡qué raro que tú hicieras eso…! ¡La muchacha más…!
—¿Más qué?
—No sé. No me hiciste el menor caso.
—¡Que te lo crees tú! Pruebas te doy, ¿no te parece?
—¡Bah, bah! Y dime, pequeña, ¿qué es de tu padre?
—¿Mi padre? ¡Oh…! Se suicidó.
—¿Eh?
—Sí. Se colgó de un árbol. Hace dos años.
—¡Pobre Jeanette!
—No era malo, te lo juro. Pero se emborrachaba demasiado.
—Así, pues… ¿estás sola?
—Sí. Es decir, trabajo en un circo.
—¿En un circo? ¿Aquí?
—Sí, aquí, en París. ¡Ya tenía ganas de conocer París!
—Pero… ¿qué haces en el circo? ¿Los silbidos, como siempre?
—¡No seas tonto! Equilibrista.
—¿El alambre?
—Eso es.
—¿Y no te caes?
—¡Nunca! Yo nunca me caigo, te lo juro. Miguel no conseguía aclimatarse al cambio que se había operado en Jeanette. Nada quedaba de aquella chica reservada, hosca, que conociera en la llanura de Rennes. Parecía alegre, habladora y despejada. Acaso los cabellos… Los cabellos, lacios, parecían estar empapados todavía. Los cabellos y el color de la piel. Sí, el mismo color tostado, mate, de buena madera encerada. En conjunto, era sin duda una mujer mucho más agradable.
Estuvieron charlando cerca de media hora. Miguel se sentía un poco inquieto ante la idea de que Ivonne despertara, entrase en la habitación y encontrara aquella muchacha sentada en la alfombra.
Aunque hubiese deseado no moverse, se levantó y permaneció de pie.
—¿No necesitas nada de mí?
—¡No, no! Estoy muy bien. ¿Es que quieres que me vaya?
—¡Nada de eso, Jeanette!
—Oye. Dime una cosa… ¿Estás casado?
Miguel advirtió que en la respuesta se jugaba algo.
—No —contestó—. ¿Y tú?
—¿Yo? Yo no me casaría sino contigo.
—¡Ja! Mala adquisición, créeme.
Jeanette se levantó. Retrocedió un paso; y de pronto le dijo, con voz segura:
—Sabiendo que eres libre, te espero… Tenemos el circo emplazado en Montmartre. Circo Sansón. —Luego añadió, sonriendo—: Sesiones tarde y noche.
—¿Circo Sansón? ¡Oye! ¿Adónde vas?
Jeanette había ya abierto la puerta de la habitación. Luego se oyó la de la entrada y el golpe al ser cerrada. ¡Qué criatura! Miguel se quedó inmóvil, repitiendo: «Circo Sansón…»
Entró Ivonne —que ya se había levantado— y Miguel salió de su ensimismamiento. Tomó en brazos a la mujer y la hizo dar dos vueltas. Ivonne se reía, desperezándose y bostezando de puro sueño y de pura felicidad.
—¡Qué amable eres!
—¡Y tú qué sueño tienes! Casi tanto como yo…
Nada cambió. Miguel e Ivonne prosiguieron su diálogo entrañable. Por aquellos días habían vuelto a su anterior sistema de vida, que consistía en no salir apenas del piso. Las dos únicas visitas que recibían era la de la mujer que los servía y limpiaba la casa, y la del regordete Pintor de la Carne. Este —que iba consiguiendo salir adelante, poseyendo ya un estudio particular— acudió porque Miguel se había empeñado en que pintara un retrato de Ivonne. «¡Por una vez —le había dicho al tratar del asunto— pintarás a un ser humano vestido!» El pintor se había reído, e Ivonne ruborizado un poco más.
Miguel estaba presente en todas las sesiones, que eran largas y un poco monótonas. El Pintor de la Carne trabajaba con bastante lentitud, a pesar de que Ivonne era una modelo perfecta, que podía estarse quieta horas y más horas. Miguel, entre tanto, leía. Siempre que su mirada se cruzaba con la de Ivonne, esta le guiñaba el ojo y el Pintor de la Carne protestaba: «¡Por favor! He de pintar a una mujer y no a una paloma enamorada.»
A los ocho días de haber sido empezado el retrato, Miguel se aburrió. La sonrisita del pintor le fatigaba. Tomó una brusca decisión: salir a dar una vuelta. Buscó una excusa y se lo dijo a Ivonne.
—¿Me vas a dejar…? —inquirió, sorprendida, la muchacha.
—Sí. Perdóname…
El tono de Miguel dio a entender a Ivonne que no debía insistir.
—Bueno, prométeme que regresarás pronto…
—Prometido.
Miguel se le acercó, le dio un beso y se marchó.
Era la primera tarde que se separaban después de muchos meses. El muchacho, al encontrarse fuera, en la calle, experimentó una rara sensación. ¿La Ciudad Universitaria…? ¿La florista de la calle Bonaparte…? ¡Qué extraña libertad! Pasó frente a la iglesia de Saint Germain. Y de pronto se acordó de Jeanette. El combate duró pocos segundos. Paró un coche y ordenó al conductor que lo condujera a Montmartre. Estaba decidido a buscar el emplazamiento del Circo Sansón.
Montmartre estaba muy lejos y en el camino se arrepintió de haber dejado a Ivonne sola con el Pintor de la Carne. Por más que todo aquello era natural.
El conductor consiguió depositarlo a la entrada del Circo, sobre la que se elevaba el grandioso toldo circular.
Miguel se apeó y se dirigió a la taquilla, materialmente sepultada bajo una aureola de carteles con narices de payaso y cuadrigas romanas corriendo a toda velocidad.
Entró, y al instante se quedó deprimido. El público era muy escaso. En las sillas de abajo, escasamente media entrada.
Y en las gradas de general, la gente se había agrupado a ambos lados de la salida de pista, dejando la zona opuesta totalmente vacía.
Miguel se sentó, solo, en esta zona vacía, eligiendo la grada más alta. Su cabeza rozaba el toldo.
El tablón de madera era duro e incómodo. El espectáculo había empezado un cuarto de hora antes, por lo que temió que Jeanette hubiese ejecutado ya su número. La pista daba una marcada impresión de pobreza, y el mismísimo anunciante iba deplorablemente vestido.
Salieron unos chinos, que se tiraron de cabeza por entre unos aros claveteados de cuchillos. Luego un niño de diez años, que se subió a una mesa y se dobló por la espalda hasta coger con la boca un vaso que le habían colocado entre las piernas.
—¡…Ahora, respetable público, el domador Bresty… con sus monos amaestrados!
Salieron los monos con la cara afeitada. El domador les había dispuesto una mesa con merienda y ellos desplegaron la servilleta, metieron la cucharilla dentro la taza, disolvieron el azúcar y se tomaron el líquido. Luego se levantaron y patinaron por la pista. Al más pequeño le dieron biberón, distinción que él agradeció dando dos saltos mortales, asido por una mano al domador.
En conjunto, a Miguel aquel número le pareció repugnante, aunque fue el que más éxito tuvo, pues la gente se rio mucho y aplaudió a rabiar.
—¡Caramelos, bombones!… ¡Caramelos, bombones!… —anunciaba un chiquillo con una cesta en la mano.
Inmediatamente salieron unos mozos con uniforme caqui y colocaron, entre gran ruido de hierros, los aparejos para el número de la maroma, tensando con fuerza los alambres.
—¡Distinguido y respetable público! ¡Les presento a la gran estrella…! ¡¡Jeanette!!
La cortina que daba a los camerinos se abrió. La orquesta de cinco profesores, cinco, atacó una marcha a ritmo de fiesta y Miguel y el respetable público vieron aparecer, adelantándose hacia la pista, una cabellera negra, un maillot reluciente como ascuas, cuajado de estrellas plateadas, y dos piernas perfectas sobre unas zapatillas verdes, de goma.
El cuerpo de Jeanette era realmente joven y maravilloso. Llegó al centro de la pista y saludó doblando las rodillas y abriendo los brazos. Miguel se sentía subyugado. Jeanette se subió a la plataforma del andamio y con las dos manos probó la consistencia de las sujeciones.
La orquesta de cinco profesores cesó repentinamente de tocar. Se hizo un gran silencio. Jeanette adelantó su pie derecho hacia el alambre y dio el primer paso en el vacío. Entonces el tambor inició un redoble monótono. Jeanette avanzó hasta el centro, retrocedió, dio media vuelta sobre sí misma, pidió una silla, se la dieron, se sentó, se levantó, dejó caer la silla, se dobló hasta tocar el alambre con la rodilla, se irguió de nuevo, volvió a dar media vuelta y de súbito, con pasos rapidísimos, cruzó como volando hasta la plataforma opuesta, donde saltó, agitada, cara al público, gritando «¡Hupi!…» y oyendo, en premio, unas cuantas palmas esporádicas.
—¡…Y ahora, señores, la inconmensurable amazona «Ninón» con sus caballos de fuego…!
Los mozos retiraron la maroma. Y en el acto aparecieron tres caballos al galope, conducidos por una amazona joven, bellísima, que saltaba de uno a otro con agilidad increíble. Los caballos rodaban por la pista endiabladamente, echando aliento. ¡Hop, hop! El látigo restallaba y, por un momento, el circo pareció avivarse.
Miguel, abstraído en el número de los caballos, no vio a Jeanette, hasta que la muchacha, despojada ya de su hábito de diosa, se sentó a su lado, sobre el tablón de madera, fingiendo no mirarle.
—¡Jeanette…!
—¿Ahora te das cuenta?
—¡Oh, perdona!
—Te gusta más la amazona… ¡Qué le vamos a hacer!
—¡No, no! ¡Nada de eso! ¿Cuándo me viste?
—En el momento en que has entrado.
—Te felicito por tu número. Aunque, de todos modos, aquel de los pájaros…
—Oye una cosa. ¿Qué prefieres? ¿Mi camerino o salir?
—¡Oh! Es que… ¡No sé si puedo! He de recoger a un amigo.
—¿De veras…?
—¡Bueno! No te lo tomes así. Puedo estar contigo un rato.
—¿Vamos al camerino?
—Habrá mucha gente.
—Se irán marchando. Esto termina.
—Pues vamos. Pero… ¿a qué le llamas tú camerino?
—¡Sí, ya sé que es un circo pobre! ¿Me compras unos bombones?
—¡No faltaba más!
Finalizado el número de la amazona, Miguel y Jeanette bajaron de las gradas y se dirigieron a los vestuarios. El muchacho sentía curiosidad por penetrar en el interior del circo.
Jeanette apartó la cortina y entraron. Miguel vio a dos chinos sentados sobre una caja; al domador Bresty discutiendo con una mujer baja y desgreñada; a dos mozos con uniforme liando lentamente un cigarrillo. La amazona se peinaba ante un espejo roto. El anunciante llevaba una enorme alpargata, que sin duda algún payaso había dejado caer.
Los departamentos y cortinas olían a caballos y a sudor. Se veía escasa actividad y un general cansancio y abandono. El camerino de Jeanette era simplemente un cuartucho, con un viejo quimono que hacía las veces de puerta. En el interior, había una caja con dos almohadones verdes para sentarse, otra caja que hacía de tocador, un espejo, un biombo y un perchero.
—¡Siéntate! —invitó la muchacha a Miguel.
El muchacho obedeció. Estaba un tanto excitado. Oía a Jeanette cambiarse de ropa, al otro lado del biombo.
—¡Qué bien te sienta el maillot! —dijo—. Estabas maravillosa.
Jeanette se rio y sacó coquetonamente un brazo. El cuarto era tan pequeño que Miguel, sin moverse de su asiento, casi lo alcanzó.
—¡Por favor…! —amonestó Jeanette.
Miguel encendió un pitillo. En aquel momento de espera pensó en la promesa hecha a Ivonne de regresar pronto a su lado. Jeanette salió muy pronto, abrochándose una blusa ligera y blanca.
—Tengo un cuarto de hora —le advirtió Miguel.
—¿Un cuarto de hora…? Es muy poco.
Poco para una criatura menos vital que Jeanette; para ella, no. La muchacha en aquellos minutos se comportó como una fierecilla salvaje. Se acercaba a Miguel, se subía por detrás a su asiento, bajaba, retrocedía, le miraba, se miraba al espejo, se reía, se ponía un sombrero de plumas.
—¡Sombrero de plumas, no, te lo ruego!
—¿Por qué no?
—Porque no.
—¡Lástima que no tengamos champaña!
Todos sus movimientos eran verdaderamente graciosos. Miguel, recordando la torpe chiquilla de Rennes, estaba asombrado.
El tiempo pasaba. Miguel pensaba: «¡Qué bien me encuentro aquí! Es increíble». Pero el muchacho estaba decidido a cumplir con Ivonne. Por ello, en el momento en que Jeanette se arrodillaba a sus pies blandiendo entre los dedos un lápiz de bermellón, Miguel se levantó y le dijo, asiéndola afectuosamente de la muñeca:
—Pequeña… tengo que irme.
—¡No te vayas! ¡No te vayas!
—Es preciso. Me están esperando.
—¿Sí? ¡Pues toma! —Y le embadurnó la mejilla.
—¡No seas loca! —exclamó Miguel; pero acabó riéndose, pues Jeanette, subiéndose sobre el diván, gritaba:
—¡Mírate al espejo! ¡Mírate al espejo!
Miguel se miró y, cogiendo un trapo, agua y jabón que había en el tocador, se lavó la cara. Al volverse encontró a Jeanette de centinela al lado del quimono.
—¿Cuándo volverás?
—No sé. No te lo puedo decir.
—¿Mañana?
—Mañana creo que no.
—¿Pasado?
—No sé. En cuanto pueda.
—¡Adiós! —y dobló el quimono para dar paso a Miguel. Este, al cruzar, le tocó la nariz.
—Dale recuerdos a tu amigo… —gritó ella, desde la puerta.
—Adiós, «alambrista»…
Miguel saludó también a los dos chinos, que continuaban sentados sobre la caja, y salió, bordeando la pista, a la calle libre.
Tomó un coche y regresó a casa. El Pintor de la Carne se había ido hacía mucho rato. Ivonne no le preguntó nada.
Cenaron temprano, hablando más que de costumbre, pues aquella separación les había dejado como un vacío de cariño, que querían recuperar.
Después de cenar tuvo lugar entre Miguel e Ivonne una escena extremadamente afectuosa. Habían encendido la lumbre y las llamas estaban quietas. Miguel dijo que aquella noche el fuego parecía respetuoso.
—No quiere distraernos —añadió Ivonne.
—¿Te gusta el fuego?
—A mí, sí. ¿Y a ti?
—Siempre me ha gustado. Ya desde niño.
—Nunca me hablas de cuando eras niño.
—Entonces no te conocía.
—¿Qué quieres decir?
—Que no me lo perdono.
—¿De veras…?
—Conocía a capuchinos, a notarios, ¡qué sé yo! Pero no a ti.
—No sigas, por favor…
Y así estuvieron hasta que en el comedor dieron las doce.
A las doce se dirigieron a la alcoba. En la alcoba había algo que desasosegaba a Miguel: una pequeña fotografía de madame Piffard. Miguel estimaba a la ausente, y comprendía que era la madre de Ivonne. Sin embargo, entendía que la fotografía de aquel rostro sonriente y dinámico le sometía a una excesiva dependencia espiritual. Y esto, no. Apagó la luz con cierta precipitación. Ivonne le dijo:
—¡Cuánto me gusta estar así, a oscuras, sabiéndote a mi lado!
Miguel no contestó.
Algo ocurría. Dos días después, apenas el Pintor de la Carne llegó al piso dispuesto a reanudar su trabajo, Miguel repitió su cantinela. «Lo siento, pero hoy también he de salir», dijo. Ivonne protestó, pero el muchacho la tranquilizó fácilmente.
Salió, y automáticamente se dirigió a Montmartre y al Circo Sansón. Entró en él; nada había cambiado. Volvieron los chinos a pasar por entre los aros, el señor Bresty dio de nuevo el biberón al benjamín de los monos.
—¡Ahora, señores, tengo el gusto de presentarles a la maravillosa… Jeanette!
Apareció de nuevo la cabellera negra y el maillot de estrellas plateadas.
Miguel contempló a su «pequeña» sosteniéndose increíblemente, sin experimentar vértigo. La idea del vértigo y de la posible caída le recordó la caída de su madre; y por un momento le pareció que el brillo del traje de Jeanette oscurecía.
Y salió del circo en cuanto ella, entre los mismos pobres aplausos del primer día, desapareció tras la cortina.
Tres tardes acudió Miguel a las gradas a contemplar el número de Jeanette, marchándose luego sin hablar con la muchacha. La tercera tarde, no obstante, no le dio tiempo. Jeanette, en cuanto saltó del andamio a la pista, volvió el rostro hacia el sitio que el muchacho ocupaba, y por señas le rogó que la esperara.
Miguel accedió, pues en realidad se moría de ganas de hablar con ella de nuevo. Jeanette no tardó más de cinco minutos en reunírsele. De momento les fue imposible en tenderse, porque el galope de los caballos que rodaban por la pista mataba las voces. Sin embargo, en cuanto el látigo de la amazona cedió, y los mozos se llevaron a los tres brutos, Jeanette tomó al muchacho de la mano, obligándole a bajar de prisa por entre los peligrosos maderos.
—¡Vamos al camerino…! Hoy no te escaparás…
—¿Me viste ayer? —le preguntó Miguel.
—¡Claro! Y también anteayer.
—Creí que no.
—¿Por qué vienes, dime, si luego no me esperas?
—Porque me gusta verte en maillot.
—¿De veras…?
Entraron en los vestuarios. Aquel día el señor Bresty discutía con uno de los payasos. Al llegar frente al camerino de Jeanette, esta suplicó a Miguel:
—¡Espera, no entres aún!
Miguel obedeció, contemplando de soslayo a la amazona, la cual, por dentro del espejo, le miraba insistentemente.
A los tres minutos oyó la voz de la fierecilla salvaje:
—¡Ya puedes entrar!
El muchacho entró y se quedó inmóvil en el umbral. Jeanette, en su honor, se había puesto el maillot dorado, el de las grandes solemnidades, se había soltado la cabellera y llevaba zapatillas también doradas.
Miguel recordó el momento en que la vio sin ropa en la acequia, chapoteando en el agua. Entonces parecía una niña. Ahora el muchacho no acertó a hablar. Jeanette le guiñaba alternativamente los dos ojos, los cuales centelleaban como las estrellas que cubrían su cuerpo.
Miguel se le acercó, sin decir una palabra. Jeanette, entonces, cerró los ojos, esperándolo. Hasta que Miguel, de pronto, la cogió de los brazos y la besó en el cuello una, dos, diez veces.
Su apasionamiento era tan grande que optó por separarse y tomar asiento en la caja de los almohadones verdes, junto al perchero. Jeanette no preguntó nada. Miguel la miraba.
—¡No mires, que voy a desnudarme! —gritó de pronto.
Miguel volvió la cabeza hacia la puerta. Poco a poco recobraba la serenidad. A los pocos minutos, Jeanette se acercaba de nuevo a él, vestida con el traje de calle. Se sentó a su lado y cambiando el tono de voz dijo:
—¿Sabes…? Me parece que voy a quedarme sin trabajo.
—¿Por qué lo dices?
—Esto se va.
—¿El qué? ¿El circo?
—Sí. No se recauda ni para los gastos.
—¡Qué pena! —exclamó Miguel—. ¿A qué crees que es debido?
—Al empresario, que es un bestia.
—¿No os trata bien?
—¡Eso… lo mismo da! Pero no reúne buen cartel y no sabe presentar las cosas.
—¿No es buen negocio el circo?
—¡Claro que lo es! Antes, el Sansón ganaba dinero. ¡Y mucho! Pero ahora es un asco.
Miguel miró a Jeanette con simpatía.
—¿Tú qué cobras? —le preguntó.
—¿Yo? Para comer. —Luego añadió—: Para comer mal, claro.
—¿Y los demás?
—La que más cobra es la amazona.
—¿Y eso por qué?
—¡Tú dirás…!
A Miguel aquello le dolía. Le dolía que Jeanette no hubiese hallado aún un sitio donde resarcirse de las privaciones de su infancia.
—Un día hablaremos de tu asunto —le dijo.
Ella, oyéndole, pareció recobrarse. Se le acercó y se sentó a su lado en el diván. Le cogió una mano y jugó con sus dedos. Luego le miró con ternura y al final le abrazó y le dio un beso, quedándose con la cabeza apoyada en su hombro.
Miguel no se atrevía a moverse. Le invadió una inexplicable lasitud. Sentía que iban transcurriendo los minutos y únicamente oían las intermitentes patadas de los caballos, que sesteaban al otro lado del tabique.
Jeanette se levantó de pronto y dijo:
—Tengo hambre… Me voy a cenar.
—¡Sí, yo también!
—Podemos salir, si quieres.
—¿Dónde cenas?
—Ahí mismo, muy cerca. Aunque, si me invitas, iré adonde tú digas.
—Hoy no puedo, Jeanette… Estoy comprometido.
—Pero… ¿cuántos amigos tienes tú?
—¡Muchos!
—Cuándo me tendrás sólo a mí… Ah, cuándo…
Salieron del camerino y cruzaron el Circo por la pista, que estaba casi a oscuras.
Miguel se paró un momento en el centro y fue rodando la vista por las gradas solitarias. Imaginó que estaban abarrotadas de público y que se encontraba él solo, él solo y disfrazado de clown, en la pista. ¿Cómo hacerlo, Dios santo, para que el público se riera? ¡Cuán difícil le pareció aquel trabajo! ¡Cuán difícil ser artista de circo!
—¿En qué piensas?
—En lo difícil que ha de ser pasar la maroma.
—Lo que más cuesta es pasar de la mitad.
Salieron a la calle. Miguel la acompañó hasta la fonducha en que la muchacha comía.
—¿Hasta cuándo vais a actuar en París?
—Creo que toda esta temporada.
—Bueno. Antes del sábado volveré.
—¡Oh, tienes que volver mañana! —protestó ella, cogiéndole las dos manos—. ¿Me lo prometes?
Miguel se rio, tan cerca estaba de sus ojos suplicantes.
—Prometido, pequeña. ¡No sabes lo que hoy he roto ya por ti!
A Ivonne la extrañó sobremanera el retraso de Miguel.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Me entretuve más de la cuenta.
Ella intuyó algo anormal, pero no insistió.
Aquella cena fue silenciosa. Únicamente, a los postres, Miguel preguntó, de sopetón:
—¿Qué opinas, Ivonne, del circo?
—¿Del circo…? ¿Quieres decir si me gusta?
—Claro…
—Pues… sí. ¿Por qué no había de gustarme?
Entonces Miguel se puso a mirar a Ivonne con insistencia, Ella se dio cuenta y se inquietó nuevamente. ¿Qué le ocurría? Ivonne bajó los párpados.
Después de cenar volvieron, como siempre, al lado de la lumbre.
—¿Tú crees —le preguntó Miguel— que si te esforzaras conseguirías algún día cruzar la maroma?
—¿La maroma? —dijo Ivonne, sorprendida—. ¡No sé! Mantener el equilibrio… ¿Por qué me lo preguntas?
—¡Oh, por tu estatura!
—Es más difícil si se es alto, ¿no?
—Tal vez me equivoco; pero creo que sí.
—De todos modos —añadió Ivonne, al cabo de unos segundos—, ensayando, ensayando y repitiendo una cosa mil veces, acaba por saberse hacer.
—¿Tú crees?
—Hay cosas que no, desde luego; pero…
—¿Qué cosas?
—¡Qué quieres que te diga! —exclamó Ivonne, un poco molesta por el interrogatorio—. Yo, por ejemplo —añadió, dulcificando el tono— por más que ensayara no sabría no quererte.
—¡Dime otra cosa!
—Y tú, por más que ensayaras, hoy no sabrías poner cara de buena persona.
—¿De veras? ¡Oh! —Y el muchacho ensayó una sonrisa, que vino a dar la razón a Ivonne.
Miguel fue mirando el fuego, ensimismado. Sentía a su lado la inquietud de Ivonne, quien procuraba no moverse, ni causar el más leve ruido. De repente, el muchacho se volvió y le planteó un problema absurdo, absurdo desde todos los puntos de vista. La miró con extraña agitación y le dijo:
—¿Tú sabrías, por más que ensayaras, imitar el canto de los pájaros?
—¿Qué dices?
—Si sabrías algún día imitar el canto de los pájaros.
—¿Imitarlos? ¿Con la garganta?
—Claro.
—No sé. Creo que no. ¡Nunca había pensado en esto! ¿Qué te pasa?
La actitud azorada de Ivonne aumentó la excitación del muchacho.
—¡A ver…! —dijo Miguel, al cabo de un silencio un poco violento—. ¡Hazme un favor!
—¿Cuál?
—¿Podrías recordar el canto del ruiseñor?
—¿Del ruiseñor? —Ella se esforzó en recordar—. Creo que sí. Es un canto…
—Pues bien. ¡Hazme este favor! ¡Procura imitarlo! ¡No, no! ¡Hablo en serio! ¡Abre la boca y procura gorjear como el ruiseñor!
—Pero… —suplicó Ivonne—. ¡Esto es grotesco, me parece! ¿Qué quieres que salga? ¿Cómo quieres que lo haga?, La muchacha daba pena. Se la veía asustada y tenía necesidad de humedecerse los labios continuamente.
Entonces Miguel consiguió dominarse. Reaccionó. Levantó la cabeza y se acercó a Ivonne.
—No te preocupes —le dijo, dándole una lenta palmada en la mejilla—. Ha sido un capricho.
La tensión había cedido. Sin embargo, era el primer incidente que ocurría entre los dos y a Ivonne la había dejado agotada.
Después de unos minutos afectuosos ella propuso irse a descansar; el muchacho dijo que la acompañaría en seguida, pero que quería quedarse unos minutos aún al lado del fuego.
—Pues hasta ahora, querido.
Y Miguel se quedó solo. En cuanto le pareció que había pasado el tiempo suficiente se levantó y se acercó al espejo. Una vez frente a él abrió la boca, bajó la mandíbula inferior e intentó por su cuenta imitar al ruiseñor. Le salió un gruñido horrible, y, sin más, se fue también a la cama.
Pasó la noche dando vueltas. No podía dormir. De vez en cuando encendía la luz; Ivonne dormía, con su habitual placidez, cerrados sus grandes párpados amoratados.
Sólo una vez despertó Ivonne. Despertó súbitamente sobresaltada. Miguel le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—Me siento mal —dijo ella—. Creo que tengo fiebre.
—Debe de ser el calor.
—Tal vez.
No, no era el calor. Ivonne estaba enferma. Una gripe fortísima, acaso el tifus. El termómetro subió muy alto y a media mañana subió más aún. Miguel, desconcertado, no sabía qué hacer. Los ojos de la muchacha le miraban implorantes. La más leve delicadeza —arreglarle el embozo de la sábana, llevarle un vaso de agua con limón— y estos ojos, desde el fondo de la fiebre, le sonreían agradecidos.
Miguel pensó en pedir ayuda a la esposa de Pierre Loubard, y así lo hizo. La mujer acudió al instante y se mostró partidaria de llamar al médico. El médico diagnosticó gripe, no tifus, pero advirtió que sería preciso tener gran cuidado. La esposa de Pierre Loubard dijo; «Yo puedo quedarme».
Miguel aceptó, sin apenas agradecerle el favor que aquello significaba. De repente se había sentido tan lejos —tratándose de Ivonne— de la ternura, que secretamente le echaba en cara aquella contrariedad. «Realmente, ha estado inoportuna», se decía.
A media tarde llegó el Pintor de la Carne, preparado para rematar el retrato de Ivonne. Lamentó el percance.
—¡Qué pena! ¿Podré verla?
Miguel no disimuló su malhumor y el pintor lo trató de injusto.
—Esa mujer te adora —le dijo—. Ello le da derecho a tener gripe.
Miguel admitió el razonamiento, pero no dulcificó su actitud.
—Yo no sirvo para enfermera, ¿comprendes?
El Pintor de la Carne le miró con fijeza. Fue una mirada que inquietó a Miguel. Sin decir nada, se acercó a su tela. Miguel sostenía en su fuero interno un duro combate. Algo impreciso pugnaba por salir de su más genuina intimidad. Miraba a su regordete camarada, y este se daba cuenta de lo que ocurría.
—Sí —comentó el pintor, retrocediendo para contemplar el cuadro—. Te molestan los microbios, ¿verdad?
Miguel se puso las manos en los bolsillos, ejercicio que más de una vez le había valido dominarse. Temió que el pintor anduviera demasiado lejos en sus deducciones y se propuso atajarlo:
—No vayamos a exagerar —dijo.
Y, no obstante, quien poco después exageró fue él. Al pintor le bastó con dirigirse sin prisa a la cama, encender un pitillo, tumbarse en ella, adoptar un aire irónico y esperar. El violento torbellino que giraba y giraba en el interior de Miguel terminó por abrirse paso, desgarrando un pedazo de piel. Miguel le confesó que llevaba unos días notando cierta falta de oxígeno, lo cual no le gustaba nada.
—Algo inacabado —dijo—, como esa pintura tuya, que por cierto es bastante mala.
A su entender, Ivonne era demasiado sumisa.
—Le gustan las alfombras, ¿comprendes? En el fondo tiene un poco espíritu de alfombra.
Pero, no. Lo que ocurría era que la misma vida era complicada.
—Yo soy un ser pensante, entiéndeme. Necesito colaboración intelectual.
El pintor seguía inmóvil. Le divertía el esfuerzo que Miguel hacía para arquitecturar su incomodidad.
—Mi madre era intelectual. Eso era importante. Un día me dijo que ella y yo habríamos hecho una excelente pareja.
El pintor, al oír esto, volvió lentamente la cabeza hacia la fotografía de Eva y sopló una bocanada de humo. Miguel, en reacción mimética, miró también a su madre.
—A lo mejor —añadió el muchacho—, lo que a Ivonne le falta es eso: colaborar conmigo en este aspecto, estimular mi pensamiento.
Entonces el pintor se decidió a hablar.
—Todo eso está bien —admitió—. Muy bien. Sin embargo, hay algo ahí que falla, que falla por entero.
—¿El qué?
—¿Tienes un emparedado? Para hablar de eso necesito un emparedado.
—Lo tienes donde siempre. Tómalo tú mismo.
—Eso es. Muchas gracias. Pues sí —añadió, tirando el pitillo, recogiendo un paquete de la mesilla de noche y mordiendo en él—, todo eso estaría bien si la otra mujer fuera una traductora del Dante o algo así; pero, amigo…
Miguel sacó las manos de los bolsillos.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Tú sabrás…
Miguel no conseguía coordinar.
—¿A qué te refieres?
—A la equilibrista —sentenció el pintor, con naturalidad—. No creo que sepa latín.
Miguel empequeñeció sus ojos, ganado por un súbito rencor. ¿Cómo era posible que…? Estuvo a punto de levantarse y agarrar al pintor de la solapa. Sin embargo, comprendió que era inútil seguir fingiendo y que con un pájaro de tan largo vuelo llevaría las de perder. Optó por jugar a inofensivo ladrón descubierto, a lo que el pintor se avino fácilmente, pues en el terreno de la amoralidad se sentía a gusto.
—Está visto que los pintores tenéis cuatro ojos —confesó Miguel.
—¡Bah! —rio su interlocutor—. París es pequeño.
Miguel notaba que con la revelación pública de su gran titubeo este había dejado de serlo y se convertía en decisión. Sintió una repentina prisa por ver a Jeanette y por concretar con ella las cosas. Allá, en la alcoba situada en el extremo opuesto del piso, Ivonne, con sus cuarenta grados, hablaba de gigantescos árboles que la esposa de Pierre Loubard no había visto jamás, puesto que la enferma aseguraba que habían presenciado la creación del hombre. Ahora bien, ¿dónde ver a Jeanette en condiciones de no ser estorbado por los chinos, los monos con biberón, el empresario o los payasos…?
El pintor acudió en ayuda de Miguel. Ya eran mayorcitos para andarse con cumplidos. Él tenía un estudio. Lo ponía a su disposición.
—Ahí tienes la llave.
—¡Claro! Tú no conoces esto. Tú has vivido siempre, ¡qué sé yo! Pues, mira. Ahí está. ¿Cuándo he tenido yo lavabo? ¡No me vas a decir que sólo sabes ser señorito! ¿Quieres ver el colchón? Yo no lo he mirado aún, pero imagino lo que hay. ¡Toma! El diablo te dirá quién ha dormido aquí. Y debajo del colchón, mira. Mi ropa interior. Así la plancho. Y lavarla, en la palangana. Y secarla, en esta cuerda. ¿Ves este tabique que no llega al techo? Al otro lado vive un negro que se pasa la vida golpeando su aparato de radio. Si no le da golpecitos no funciona; y si funciona, peor para mí. No puedo pagarme otro hotel. Lo que más me molesta es que de noche siempre alguien grita, y que en el pasillo siempre hay cola… ¡Sí, no pongas esa cara! Hay cola para desahogarse. ¿Eso te sorprende? De todos modos, cada ocho días quitan la basura de las habitaciones y la depositan en la escalera. Y, desde luego, prefiero dormir aquí que en el circo, a pesar de todo; en el circo los animales no se pueden aguantar. Y también prefiero esto a dormir al raso, que era lo que hacía con mi padre. Qué, no te imaginabas esto, ¿verdad? Pues ya lo ves. ¿Sabes por qué aprendí con facilidad lo del alambre? Porque anduve tantos años descalza y tenía los pies y los tobillos fuertes. Conque, ya lo sabes. Seguro que corbata y sombrero como los que tú llevas no habían entrado nunca aquí. Por otra parte…
Miguel no quiso oír una palabra más. Le interrumpió el discurso. Aquello no venía a cuento y además llevaba las cosas por derroteros peligrosos. Simuló ofenderse gravemente y le espetó a Jeanette que él no era culpable ni de que el tabique no llegara al techo, ni de que ella lavase su ropa en una palangana. Añadió que él era un hombre que se movía con naturalidad donde la vida lo puso, y que quién sabía dónde le tocaría dormir algún día. Repitió esta frase y le pareció que, gracias al tono empleado, surtía efecto. Añadió que si su presencia la molestaba se iría; y que si, por el contrario, ella quería acompañarlo, tanto mejor. Millares de personas en París vivían peor que ella, y establecer comparaciones sería una historia sin fin. Lo mismo daría que los monos pensaran que podían haber nacido caballos, y los caballos hombres. Al fin y al cabo, ella tenía los pies —y los tobillos— fuertes —a la esposa de Pierre Loubard siempre le dolían—; tenía un oficio, y era hermosa. Más que hermosa: era una espléndida mujer. ¡Qué cosas no tendrían derecho a decir las muchachas deformes, enfermas o paralíticas! «La vida empieza para ti, Jeanette, y estás hablando como si no tuvieras ninguna esperanza.» Él se puso aquella corbata, simplemente porque creyó que a ella le gustaría; y en cuanto al sombrero, lo llevó consigo para, al verla a ella, poderla saludar…
Jeanette, oyéndolo, comprendió que ya se le había pasado el mal humor. ¿Por qué le contaría lo de la cola en el pasillo? Miguel se había colocado de perfil, el cual se recortaba neto contra la plancha de aluminio, que hacía las veces de cristal en la parte inferior de la ventana.
Miguel siguió hablando. Fue a buscarla con la intención de llevarla a un estudio. Un estudio en un ático, cómodo, con un diván enorme, sillones, caballetes, esculturas de barro a medio hacer, y teléfono, y una ventanuca desde la que se veía el trozo del parque de Luxemburgo, en que tenían lugar las grandes batallas de criquet. ¡Le gustaría! Por lo menos, eso esperaba él. No era suyo el estudio; se lo prestaba aquel pintor que… ¡Bueno, ya lo conocería! Él sólo había llevado allí, en preparación de su visita, pastas y dos botellas de champaña.
Al oír la palabra «champaña», Jeanette pegó un salto. Ya todo pasó; volvió a ser la chiquilla alegre de siempre. Miguel respiró satisfecho y salió al pasillo. Jeanette le rogó que esperara un segundo; quería ponerse un lacito rojo en el pelo. Pronto, en efecto, la muchacha se reunió con él, bajaron la maloliente escalera y por fin desembocaron en la calle abierta, donde Miguel, por primera vez, la tomó del brazo, incrustando en él más y más las uñas a medida que avanzaban.
Sí, el estudio gustó a Jeanette. Le gustó más, si cabe, de lo que Miguel había supuesto. Sus comentarios fueron pintorescos, puesto que de los jugadores de criquet que se divisaban desde la ventana opinó que de ser ella el árbitro de tan latoso juego los obligaría a que se dieran unos a otros mazazos en la cabeza, y de las esculturas de barro a medio hacer que el Pintor de la Carne tenía allí, aseguró que su autor no debía de ser un hombre, puesto que un hombre que lo fuera de verdad, cuando empezaba una cosa, la terminaba. Eso dijo, acercándose a Miguel y tocándole la barbilla.
El muchacho disimuló. Estaba ocupado en descorchar la primera botella de champaña. ¡Oh, el champaña! A Jeanette la transportaba a otro mundo. Miguel le sirvió una copa, luego otra, y otra, y mientras la veía beber pensaba en el patético discurso que la muchacha le había dedicado, discurso que era verdadero de la primera a la última sílaba, y que infundía un especial matiz a las palabras «… la gran estrella… Jeanette», que pronunciaba todos los días el empresario del circo, así como un especial brillo a sus espectaculares maillots de reina. ¡Miguel y Jeanette bailaron! Al compás de la música de su sangre joven.
El champaña y el obscuro pasado de Jeanette obraron el gran milagro. Ivonne, solícitamente atendida por la esposa de Pierre Loubard, la cual se comportaba como una santa, intuía que algo ocurría, pero nunca podía imaginar que se trataba de una absoluta suplantación, que ella, indefensa en la cama, acababa de ser derrotada por una humana encarnación de la juventud. Miguel se había cansado del aspecto solemne de Ivonne; eso era todo. Y la espontaneidad de Jeanette, su picardía y su salud lo tenían embebido. Le fascinó, sobre todo, la posibilidad en que Jeanette lo situaba de descubrirle el mundo a un ser adulto. Porque era increíble el reducido número de cosas de que el espíritu de Jeanette había tenido hasta entonces noticia. Su radio de acción fue siempre de un primitivismo exacerbado. No sólo desconocía la vida en general, y estrechando más el cerco, París en particular, sino que ignoraba hechos básicos, experiencias de todo punto naturales. Ahí radicó la gran sorpresa de Miguel, la sorpresa y el encantamiento. ¡Era hermoso saber que, al llegar a la cúspide del Arco del Triunfo, la muchacha miraría abajo y gritaría: «Oh, mira, los adoquines forman una estrella!» ¡Era conmovedor imaginar que, al encontrarse en las catacumbas, la vela que llevaría en la mano se pondría a temblar misteriosamente, por ser aquellos cráneos los primeros cráneos que Jeanette contemplara en su vida!…
Miguel comprendió que los regios bosques de Fontainebleau no se adaptarían a la crispada sensibilidad de Jeanette. En realidad, los grandes espacios la mareaban; lo cual no dejaba de ser curioso tratándose de una equilibrista. Jeanette prefería el mundo de las cosas pequeñas, breves. Almohadones pequeños, lacitos pequeños, besos cortos, diminutivos, sensaciones rápidas, pajaritos, la fugacidad. Por eso aseguraba que la entusiasmaban los relámpagos. De las tormentas, los relámpagos; y del champaña, la espuma. Hundía la boca en la espuma para que las burbujas reventaran en sus labios con secos, breves, inaudibles estampidos.
Así, pues, Miguel se vio obligado a partirse el alma por la mitad. La muda súplica de Ivonne le sorbía sus restos de compasión y de hipocresía; se pasaba a su lado, sentado en la cama, gran parte de la mañana, abandonada su mano en las manos de la enferma, la cual aplicaba a ella su mejilla prolongadamente, o se la besaba, como si aquel espacio de Miguel fuese un océano en que bañar su enfermedad, su temor, su cuerpo pesado y lacio. La tarde se la dedicaba a Jeanette, cuya vitalidad estimulaba su sangre, que entendía el amor como cuadrilátero de caprichos, sin previa seguridad, sin programa; que si se daba a Miguel, ello ocurría siempre como premio de una persecución casi cruel, persecución de la que algunas de las esculturas a medio hacer del estudio podían dar testimonio cumplido, pues habían sido derribadas al paso, con las consiguientes explosiones de alegría por parte de Jeanette.
Miguel comprendió estas cosas y obró en consecuencia. «La ciudad —París— está a tu disposición —le dijo a la muchacha—. Elige lo que quieras.» Y la muchacha, después de mojarse en los labios la punta del dedo índice, inició su catálogo de sorpresas. No eligió ni el traslado a un hotel de lujo, ni paseos en coche de caballos, ni una serenata de acordeón; eligió, sin más, bañarse en una bañera. Sí, Jeanette confesó a Miguel que nunca se había bañado en una bañera y que ello había de hacerla feliz. Que al lado de su padre había conocido dos mares —el Atlántico y el otro—, y sobre todo todos los riachuelos y todas las acequias de Francia; pero que una bañera con agua caliente graduable, con jabón y esponja y una toalla inmensa, nunca.
Miguel se rio y satisfizo su ruego. ¡Los grifos! Los grifos entusiasmaron a Jeanette. La muchacha se encerró en el cuarto de baño, disparó todos los grifos a un tiempo y se emborrachó de cascadas de agua, de ruido ensordecedor y de vapor que se acumulaba. ¡Por fin! Descubrió una ducha de chorro horizontal y potente y le presentó su potente cuerpo desde la pared opuesta. Descubrió que el jabón se deslizaba por sobre el mosaico mojado y se entretuvo en pegarle puntapiés. Luego, y de pronto, creó el silencio y se introdujo en el agua tibia y allí permaneció, manos en la nuca, contemplándose en el otro confín de la bañera los pulgares de los pies. La inmensa toalla la encantó más tarde y hubiese querido salir a la calle con ella. ¡Y qué delicia el limpiar de un manotazo el empañado espejo y ver aparecer en el óvalo su cara, sus cabellos empapados y sus ojos enrojecidos! ¡Y qué extraños estertores —sobre todo al final— los del tubo de desagüe, estertores que imitaban a desconocidos pajarracos!
Todos los días Miguel tuvo que acompañarla al baño. Jeanette lo aprovechaba, además, para hacer allí sus ejercicios de gimnasia, para conservar su cuerpo elástico y en forma, pues en cuanto se descuidaba un poco, en el circo pasaba no pocos apuros.
Luego eligió el teléfono. Telefonear. Telefonear a personas desconocidas y gastarles bromas. Sentada en el diván del estudio, cerraba los ojos y con el dedo meñique —no con el índice— trazaba círculos en cualquier página del boletín de abonados hasta detenerse en un punto. «¡Aquí!» Leía el número, lo marcaba, y al oír la voz al otro lado inventaba una inverosímil historia que casi siempre hacía referencia a un muchacho rubio que pretendía curar la gripe de la gente tocando la guitarra por las mañanas, y que invariablemente terminaba con un exaltado canto a las excelencias del Circo Sansón, emplazado en Montmartre. A veces les preguntaba si eran jugadores de criquet.
Luego eligió el aeródromo. Miguel tenía que acompañarla muy a menudo al aeródromo, lo cual no era fácil. Jeanette, con un gran bolso como de viaje y envuelto el cuello en una piel que, a pesar de todo, aceptó de Miguel, se sentaba en un sillón del interior del hangar y desde allí contemplaba el despegue y el aterrizaje de los ángeles metálicos. Los grandes aparatos le gustaban, los cuatrimotores, sobre todo si lucía el sol y los rayos arrancaban de sus vientres reflejos cegadores y se proyectaban en el suelo sus sombras como lagartos. O cuando llovía lentamente y la cabina, las alas y la cola lloraban sobre la pista desamparada. Pero si un día acertaba a evolucionar por sobre el campo un helicóptero, su júbilo se convertía en algo incontenible. Siempre decía que aquel artefacto le recordaba a los saltamontes, con que tantas veces había jugado —y que tantas veces se había comido— en el campo mientras su padre dormitaba su vino tinto. ¡Le hubiera gustado montar en un helicóptero! Montar en él y fumigar los bosques atacados de parásitos, sembrar riqueza o depositar en el Circo Sansón a los reacios, a los espectadores que podían ir y no iban ni siquiera a gradas de general.
Luego quería retratarse. ¡Ah, el fotógrafo de San Sebastián tenía, una vez más, razón! Jeanette quería retratarse en todas las posturas imaginables y con la más variada indumentaria. A Miguel este capricho le costaba un dineral. De perfil y cabellera suelta. De frente con improvisado flequillo. Sentada en el suelo con la falda del vestido revoloteando a su alrededor. En maillot —¡las fotografías de propaganda del circo eran tan deficientes!— y en traje de calle. Descalza. Sólo las manos. Sólo los pies. Pies y tobillos. Con fondo de Nótre-Dame. Contemplando en los andenes a un mendigo. ¡Del brazo de un librero, del librero de los mapas y grabados antiguos! Rodeada de los monos del domador señor Bresty. Subida a los hombros de uno de los chinos acróbatas. Abrazada a Miguel.
Nada que París poseyera en exclusiva interesaba a Jeanette. Las grandes perspectivas urbanas la dejaban indiferente; le gustaban, eso sí, el pabellón japonés y el cementerio de Montmartre, del cual decía que aunque el nombre del padre de Miguel hubiera sido borrado, era seguro que alguna de las plantas nacidas allí era suya, había brotado de él. Miguel consentía a sus pequeños deseos, y a veces se veía obligado a jugar al escondite en algún inmenso almacén —«El Barato», «La Samaritana»—, o a sentarse en un puente para contemplar el paso de Jeanette, erguida esta en la proa de alguna de las golondrinas que transportaban turistas a lo largo del Sena.
Era una extraña manera de exprimir los minutos, y de gozar agotándose. ¡Y qué sustos le daba la muchacha! Porque cualquier accidente del terreno le valía para demostrar su destreza en lo que constituía su profesión. Se sostenía increíblemente en el alféizar de cualquier ventana, sobre una pirámide de sillas, en el borde circular de un estanque, sobre una valla, ¡en el alero del tejado del estudio! Al menor descuido, Miguel se la encontraba subida al más modesto pedestal, o corriendo alocadamente a lo largo de una barandilla. «Lo que tú quieres es humillarme —le decía el muchacho—, elevarte más que yo.» Por eso, y porque la quería tanto que no concebía ya separarse de ella, no accedió nunca a que Jeanette subiera a la Torre Eiffel.