XX

MIGUEL, comerciante. Miguel, librero de viejo. ¡Todo cambió de aspecto! Incluso su indumentaria. Se compró un chaleco de pana y una docena de grandes pañuelos a cuadros, de pañuelos de campesino.

Y además se despidió de la Ciudad Universitaria. Le pillaba demasiado lejos y el trayecto exigía dos trasbordos lo menos. Monsieur Couré le procuró una casa particular situada entre la librería y la iglesia de Saint Germain; una casa antigua, de techos altos y nobles, aparadores con candelabros, y en el suelo mullidas alfombras. ¡No faltaban ni tan sólo libros de pergamino! La señora de la casa se llamaba Piffard, y vivía sola con su hija, Ivonne. Miguel estuvo tentado de proponerles en seguida la compra de los libros de pergamino; pero no se atrevió. No se atrevió porque Ivonne, la hija, era un ser dulce, misterioso, que inspiraba un gran respeto, que daba la impresión de considerar sagrado todo cuanto le pertenecía: un ser de alma y objetos invendibles. En cambio, la madre, madame Piffard, que todos los días exhibía un nuevo sombrero —siempre extravagante, siempre plumífero—, hablaba por los codos y se la veía poseída del espíritu del comercio.

Los amigos pintores se quedaron estupefactos y desconsolados al enterarse, por boca del propio Miguel, de su deserción. La habitación del muchacho en el pabellón japonés era su refugio intelectual y, no pocas veces, gastronómico. ¡Precisamente acababan de perder sus posibilidades de recoger papel, por haberse descubierto que carecían de la indispensable tarjeta de estudiante! Miguel les dijo que posiblemente desde su nuevo «puesto» podría serles más útil todavía, además de que en el fondo de la librería pensaba habilitar un saloncito para reuniones al que desde luego tendrían siempre libre acceso. Las muchachas suecas aplaudieron la iniciativa. Miguel las entusiasmaba porque era imprevisible. «Es increíble —le decían— pensar que estarás detrás de un mostrador, que pagarás contribución, que escribirás el Debe y el Haber en un libro gordo.» Miguel se defendió alegando que de la contabilidad cuidaría su encargado, Pierre Loubard.

¡Pierre Loubard! Soltero, treinta y cinco años, ojos oblicuos, continente grave, más bajo que Miguel, descuidado en el vestir, los bolsillos siempre rebosantes de lápices, cartas y agendas. A Miguel le causó una impresión excelente. En las tareas del inventario estuvo muy eficaz. Había sido cajista en una imprenta y más tarde dependiente en una librería de Bruselas. En la manera de tomar los libros, como acariciándolos, se le notaba que no eran para él artículo neutro. ¡Monsieur Couré temía incluso que los amara en exceso, que le costara esfuerzo desprenderse de ellos! Loubard miraba a Miguel con curiosidad. Se mostraba respetuoso y servicial. Su posición era delicada, pues debía enseñar a su amo. Enseñarle el oficio empezando por lo más elemental. Cuando Miguel bromeaba proponiendo escaparates surrealistas o la adquisición de una enorme cabeza disecada de toro que presidiera el local, Loubard sonreía con cierta dificultad, deseoso de conocer cuanto antes la psicología del patrón. ¡Este era tan joven! ¡Su cabellera tan rubia! ¡Sus pañuelos tan raros!

Pierre Loubard tenía ideas precisas: la base del negocio radicaba en saber comprar. Un solo libro, dos a lo sumo, debían valer lo que se pagaba por el lote entero. Miguel estimó la teoría algo exagerada; en cambio comprendió muy bien que se considerase esencial el saber distinguir entre género «viejo» y género «antiguo».

Monsieur Couré controlaría discretamente la marcha del establecimiento. Miguel de repente se había entusiasmado con el proyecto y el procurador se sentía orgulloso de su personal sentido de la estrategia. «El día de la apertura mande usted un telegrama al señor Nolan —le aconsejó a Miguel—. Estará contento.» Miguel aprobó la idea y prometió hacerlo. También tenía intención de invitar a sus camaradas de la Ciudad Universitaria a un vino de honor. Así lo hizo, Fue un vino alegre —más alegre que el de Jeanette— que roció las cabezas de los asistentes. Pierre Loubard se mantuvo en segundo término. Sonrió, pero no habló si no le preguntaron. En cuanto a monsieur Couré, las familiaridades que se tomaron los artistas y las señoritas nórdicas no le gustaron nada; y no perdió de vista al Pintor de la Carne, a quien supuso capaz de llevarse algún libro oculto bajo la sahariana.

Traspaso, adquisición de los seis mil volúmenes existentes, reformas —un altillo, el saloncito del fondo y la fachada—; compra de nuevos libros, pues Pierre Loubard juzgó indispensable remozar la mercancía; gastos iniciales —limpieza, propaganda, comisión a pagar a monsieur Couré, etc.— sumaron una cantidad respetable. Esta cantidad fue transferida por el señor Nolan, a través del Banco de Inglaterra, a la cuenta corriente de monsieur Couré, y significó un mordisco considerable en el capital que Miguel poseía a consecuencia de la venta de su participación en la fábrica de conservas. Sin embargo, el señor Nolan estaba tranquilo. Tenía de monsieur Couré los mejores informes; y además, Miguel le mandó, no sólo el telegrama, sino una carta explicativa y sensata que terminaba diciendo: «Creo que por fin encontré lo que me convenía. Es curioso que siempre me cueste años realizar los sueños de mi madre.»

Sí, Miguel se entregó a la librería con ardor. Pierre Loubard le contaba a su novia que nunca había presenciado un caso tan patente de adaptación. En pocos meses Miguel adquirió la cualidad misteriosa que, según el encargado, distinguía a los buenos libreros de viejo de los malos y que hasta entonces no había creído que se pudiera improvisar: el olfato. Olfato para comprar, olfato para conocer al buen cliente, olfato para encontrar el volumen con que completar una colección, olfato para intuir que a tal libro le faltaba una hoja, que tal edición era príncipe, que tal encuadernación fue posterior, que tal fondo que les era ofrecido tendría salida, etc. ¡Un prodigio! Prodigio al que Miguel no concedía la menor importancia. «El olfato no es un problema de nariz —decía—, sino de prestar atención.»

Problema de prestar atención, y de sensibilidad. Madame Piffard aseguraba a sus amistades que Miguel Serra —su distinguido huésped— era un hombre de sensibilidad. ¡Bastaba con observar la manera cómo trataba a su hija Ivonne, como si fuera una reina! Es decir, por el hecho de residir en su casa pagando —y pagando con esplendidez— no se consideraba con derecho a impertinencias, a malas caras en la mesa y a portazos. Por el contrario, no hacía el menor ruido, tenía para con ellas entrañables delicadezas —con frecuencia pasteles, que a madame Piffard la volvían loca, o localidades para algún espectáculo—, les entregaba el dinero dentro de un sobre —¡qué maravilla!—, y si algún día se le antojaba tocar la guitarra les pedía permiso para hacerlo. ¡Cómo no había de triunfar en todas partes: en la vida, en la sociedad, en la librería!… Verle comer era una pura delicia. La cama era raro que diese la impresión de haber sido rozada. El chaleco de pana le sentaba mejor que a muchos caballeretes el smoking. ¡El smoking! Una noche alquiló uno con lacito negro para asistir a un baile y demostró que era todo un señor. ¡Válgame Dios, ella y su hija Ivonne, desde que Miguel Serra había entrado en aquella casa, habían recobrado su antiguo amor por las buenas maneras! Que Dios le diera suerte en los negocios… Sí, que Dios bendijera a su distinguido huésped.

A juzgar por la marcha de la librería, Dios atendía los ruegos de madame Piffard. El negocio prosperaba. Miguel y Pierre Loubard formaban un frente único que empujaba el vehículo casi vertiginosamente bajo la complacida mirada de monsieur Couré.

A Miguel le fascinaba el momento de comprar. El momento de ver aparecer por la puerta a una persona cargada con libros, o, mejor aún, el de echar el primer vistazo a una biblioteca que le había sido ofrecida. Aquel primer vistazo contenía una densa carga emotiva, pues lo mismo podía descubrir libros vulgares que una hilera de joyas bibliográficas. En este último caso, apenas si acertaba a disimular su alegría, pensando, sobre todo, en el brillo que luego, al leer los títulos y la fecha de impresión, despedirían los oblicuos ojos de Pierre Loubard. De este había aprendido la manera insinuante de acariciar los lomos y las tapas. Miguel había conseguido encontrar en ello un hondo placer. Los nervios de los lomos eran pequeños obstáculos que los dedos vencían con morosidad táctil. Cada encuadernación —cada piel o clase de cuero o pasta— tenía su secreto que sólo la palma de la mano era capaz de captar. ¡Libros impresos siglos antes con caracteres de época, regias márgenes, noble papel, picado aquí y allá por breves motas de orín —segregación del tiempo—, grabados al boj, composición perfecta! ¡Libros miniados, copiados por amanuenses, con iniciales de purpurina, representando escenas patriarcales, religiosas o caballerescas que habrían hecho las delicias de madame Piffard! ¡Libros románticos, con ilustraciones al acero, con orlas encuadrando las páginas a modo de red sutil que envolvía a un corazón! Ejemplares únicos, libros enormes, libros minúsculos, libros impregnados como de un jugo de sabiduría acumulada. Comprar, comprar era el incomparable goce espiritual, cuya descripción reiterada producía en las cejas de monsieur Couré espasmódicos movimientos de alarma.

Algo menos —¡cómo podía no ser así!— le fascinaba a Miguel el vender, a menos que se tratara de mercancía objetiva, de libros sin importancia. En el caso contrario, le ocurría lo que a Loubard, el cual se apegaba a determinados libros, como el fotógrafo de San Sebastián a determinados planetas. Sí, le costaba desprenderse de ellos. Y aunque no se tratara de género especial, raramente le seducía el cálculo del lucro. Le gustaba, desde luego, pasar cuentas a fin de semana y comprobar la copiosidad de los beneficios; pero prefería que estos se tradujeran cuanto antes en nuevos libros. El espectáculo de los billetes le dejaba perfectamente frío.

En cambio, de la operación de vender le interesaba lo que esta tenía de lucha, de combate. Miguel trataba a la gente de una manera personalísima. Nunca se situaba detrás del mostrador; la muchacha sueca se había equivocado. Parecía más bien un amigo de la casa. De todos modos convertía el acto en dialéctica. Y le gustaba interrogar a las personas, descubrir las causas que las movían a desear tal libro, el destino que le darían, sus pequeñas manías. Observó que buen número de estas personas eran notoriamente tímidas, lo cual le obligaba a disfrazar de confesión su interrogatorio. La seguridad que le daba el saber que la mirada de Pierre Loubard abarcaba sin cesar el local entero le permitía concentrarse en cada caso ante el cliente que atendía. En cada uno descubría una vida íntima, secreta e intransferible, y los clientes también la descubrían en él. A la legua se notaba que no era avaro, y ello le dio popularidad. Se movía por impulsos, de modo que muchas veces los compradores se encontraban con un paquete de libros debajo del brazo sin haber tenido ocasión de preguntar por el precio. Miguel, riendo, les aseguraba entonces que este detalle carecía de importancia. Y así lo creía él sinceramente.

Compraba mucho y vendía mucho. La biblioteca más importante que consiguió fue la de un abogado que vivía en un palacio de la avenida Foch, conocido bibliófilo, que no tocaba los libros sino con guantes. El hombre murió y sus dos hijos decidieron liquidar la colección tan penosamente conseguida. Miguel se presentó en la casa, miró, y preguntó: «¿Cuánto piden ustedes por la totalidad?» El mayor de los dos chicos se ruborizó un poco y le contestó: «Le hablaremos con franqueza. Mi hermano y yo queremos comprar una barca de vela. Si nos da usted lo que necesitamos, trato hecho.» Miguel aceptó, y al llegar a la tienda le dijo a Loubard: «¡A eso se le llama tirar los libros al agua!»

Madame Piffard le daba a veces direcciones de amigas suyas pensionistas, viudas de guerra en su mayoría, con la sana intención de ganarse una comisión. Miguel eludía en lo posible el compromiso, pues casi siempre se trataba de personas que valorizaban los libros según el amor y la nostalgia que sentían por el hombre que, en vida, fue su propietario.

Le gustaba mantener relaciones con Madrid. Con Madrid y con Barcelona. Con frecuencia recibía la visita de bibliófilos españoles; en este caso, Pierre Loubard no se perdía una palabra, pues siempre aseguraba que le hubiera encantado hablar español. A menudo se sacaba una agenda del bolsillo y anotaba algún vocablo.

Por la tarde, a la hora del cierre, hacían su aparición en la librería los pintores, las señoritas suecas y otras personas con las que Miguel había entrado en relación. Las reuniones se celebraban en el saloncito del fondo, en cuyo centro aleteaba una estufa. Miguel disponía siempre de emparedados y de alguna; bebida fuerte, pues sabía que con ello reconfortaba cuerpos y espíritus. Los tertulianos que no lo eran de plantilla, que lo eran sólo de paso, infundían a las conversaciones un estimulante tono de sorpresa. Todos sentían afición por los libros, en una u otra forma, y entre ellos abundaban los casos extravagantes. Por ejemplo, un hombre serio que iba recuperando, con flema modélica, los ejemplares que su esposa, clandestinamente, iba vendiendo.

Asiduo concurrente era un marino bajito, chato, que a pesar de llevar en los costillares novecientos días de navegación era incapaz de contar nada del mundo. «¡Cuéntanos algo de Shanghai…!», le invitaba Miguel. El marino, sosteniendo su vaso en alto, sonreía, miraba a un ángulo del techo y exclamaba: «¡Ah, Shanghai…!» Y de ahí no pasaba. Y lo mismo le ocurría si era preguntado sobre Río de Janeiro o Vladivostok.

Otro adicto era el jugador de ajedrez Breyon. Curioso individuo. Cuando la conversación le aburría se sacaba un tablero de bolsillo y se ponía a combatir consigo mismo, peón adelante, caballo para atrás. Sólo levantaba la cabeza si oía hablar de los Estados Unidos. En cuanto sonaban las palabras «Estados Unidos» soltaba una apología encendida de este país, añadiendo que Europa andaba de capa caída y que desaparecería.

Heterogéneas concentraciones, que ponían en guardia a monsieur Couré, a quien Miguel contestaba que no sólo de pan vive el hombre.

A veces, cuando todo el mundo se iba, el muchacho cerraba por dentro. Y al encontrarse solo entre sus diez mil libros perfectamente alineados, clasificados, repasados y engrasados por Pierre Loubard, experimentaba la sensación de encontrarse en un lugar apartado y antiguo, en un lugar noble, donde no prendía la frivolidad y en el que los libros, bajo su apariencia de inmovilidad, tenían vida propia y estaban elaborando en silencio alguna obra magna para el saber humano.

De pie y reclinado en el mostrador, iba leyendo títulos y más títulos y pensando al paso en lo que cada materia le sugería. Era el gran viaje del pensamiento, que avanzaba hasta Napoleón, retrocedía hasta los primeros mártires del Cristianismo, se paraba unos minutos en la enfermedad del cáncer, llegando luego a una guía de Italia o lanzándose con Milton en persecución de un Paraíso Perdido, ilustrado por Gustavo Doré.

En estas ocasiones, siempre terminaba por dirigirse al estante en que figuraban, juntas, las Biblias. Las Biblias le obsesionaban y pensaba muy en serio en dedicarse a coleccionarlas. Tomaba los ejemplares uno tras otro y los abría. Los grabados representando escenas del Antiguo Testamento le estimulaban. Las mujeres que habían tomado parte en estas escenas le llenaban el corazón de un extraño sentimiento dulce. Casi todas llevaban una ánfora en el costado. Repetía sus nombres: Ruth, Lot, Raquel, Sara, Rebeca, Lía, Dina, Asenet… Leía párrafos enteros. Se imaginaba a los hombres que habían sido sus dueños. Los imaginaba con larga barba, voz rotunda, un bastón y unas sandalias. Al final, se detenía siempre un buen rato en la contemplación de la primera de estas mujeres, de aquella de la que todas las demás descendían: Eva.

¡Qué vuelco le daba el corazón! Eva —de la tierra—. Mil representaciones de Eva. Prefería los grabados que la representaban con el pelo recogido. El pelo recogido se ajustaba mucho más a «su» realidad. Llegaba un momento en que el mostrador estaba lleno de libros abiertos en la página que representaba a Eva. Hasta que el muchacho se conmovía excesivamente y los cerraba uno tras otro. Cada libro sonaba, al cerrarse, de una manera peculiar, según su espesor y constitución. Los más grandes resonaban como el interior de una tumba. Cada libro que se cerraba era una Eva que moría. La última, no obstante, huía del libro y penetraba incisivamente en el pecho de Miguel, instalándose en su centro, dispuesta a no moverse de allí, a vivir allí eternamente.