XIX

REGRESÓ A RENNES alicorto. Su encuentro con Jeanette había obtenido un sorprendente e instructivo final. Volvió al mismo café, que ahora ya no era bosque. ¡Las tazas de chocolate y los platos vacíos de los picatostes estaban todavía allí, en la mesa del rincón! Se sentó en el ángulo opuesto, junto al ventanal.

Imposible alegrar su espíritu. Tuvo la sensación de que Bretaña se había agotado para él. La gente que pasaba por la acera era idéntica a la de otras partes. La finca de su infancia estaba siendo profanada, sujeta a la ley de la evolución. ¿Qué lazo, cadena o voluntario afecto le ataba a Rennes, le ligaba a aquella ciudad? ¡Jeanette! Pero Jeanette no pertenecía a Rennes. Jeanette pertenecía —¡qué barbaridad!— a su padre borracho. Sí, la experiencia bretona había terminado.

Al día siguiente regresó en tren a París. Durante el viaje, y siguiendo su costumbre, intentó dormir y, por fin, lo consiguió; no sin antes haber dado vueltas y más vueltas a la ruda figura de la muchacha, a la que definió como mujer instintiva y sin trampa, surgida directamente de la tierra sembrada.

Su sueño fue intranquilo e intermitente. Una suerte de niebla que empañaba su pensamiento, convirtiéndolo, como a la Ciudad Universitaria la niebla verdadera, en pensamiento fantasma. Ello no obstó, sin embargo, para que realizara un impresionante y rotundo descubrimiento: exceptuando a su madre, nunca había amado a ninguna mujer. Su vida amorosa describía una parábola excepcionalmente pobre. Empezaba con la hija del guarnicionero, en San Sebastián —un beso, un cansancio súbito, el hondo lamento del Cantábrico—, y pasando por Elena —ahora señora Pawell—, profesora de inglés en Donegal, y por la muchachita de Dublín, terminaba en la mujer ajada que, pocas semanas antes, en París, cerca del cementerio de Montmartre, se lo llevó taconeando victoriosamente.

¿Cómo era ello posible? ¿Qué le ocurría a su corazón que no acertaba a localizar un estímulo durable? Cada vez que el tren pitaba, Miguel despertaba sobresaltado, pues le parecía que era el silbido de Jeanette, que anunciaba en el café el comienzo de su actuación.

En la Ciudad Universitaria fue recibido con alborozo por sus amigos pintores. ¡Tenían buenas noticias que darle! En primer lugar, el tiempo en París había mejorado; en segundo lugar disponían de abundantes provisiones de material de pintura, de tabaco y de coñac. Por último le dejarían en paz… porque estaban muy ocupados.

Miguel no comprendió una palabra. ¿Cuál era su ocupación, cómo diablos habían podido, estando él ausente, adquirir aquellos productos? ¿Habrían colocado algunas telas, conseguido algún encargo, sacado la lotería? ¿Se habría recibido de Suecia algún cheque al portador? ¿Le habrían saqueado la habitación: trajes, pipas, guitarra?

Nada de eso. Recogían papel. Salían de madrugada a recorrer París en triciclo —alquilado— o tirando de un carretón y subían a los pisos a recoger papel. En los barrios burgueses eran bien atendidos, por ser estudiantes. A la noche lo vendían todo a cualquier mayorista judío. Un negocio redondo que había elevado la moral del grupo.

Oyéndoles, Miguel se sintió invadido por una tristeza repentina: incluso aquellos holgazanes ganaban con su propio esfuerzo algunas monedas. ¿Y él…? Ya la visita a monsieur Couré le había dejado a este respecto mal sabor de boca. El despacho del procurador tapizado de archivadores, las dos máquinas de escribir, las completísimas hojas de liquidación que le había entregado, todo le recordó que su situación se parecía excesivamente a la de un parásito. Por si ello fuera poco, apenas se quedó solo le trajeron una carta. Era una carta de su amigo el fotógrafo de San Sebastián. Estaba fechada «en la carretera del Tedio, en pleno invierno…»; y en ella el aficionado astrólogo le decía a Miguel que en la tierra todo seguía lo mismo, horizontal y monótono, el «rebaño», obedeciendo, y rebaño y pastores haciéndose retratar por vanidad.

Miguel subió a su habitación, se encerró por dentro, se tumbó en la cama; con un fósforo prendió fuego a la carta y con la carta encendió un pitillo. El grifo del lavabo gorgoteaba. La cosa estaba clarísima: el fotógrafo… también trabajaba. Era un loco, pero trabajaba. Así, pues, trabajaban hasta los locos. El único que holgaba era Miguel Serra, hijo de ampurdanés, huérfano, jesuita frustrado, fabricante frustrado, catedrático de Historia frustrado, guitarrista, pesimista científico, protector de menores, habitante de un hermoso pabellón japonés, rentista, y hombre guapo amante de las hogueras. ¡Ah, estuvo a punto de romper a llorar! El retrato de su madre, que presidía la habitación, y del que el miniaturista había sacado una copia a todo color, constituía el peor de los reproches. Por fortuna, sus camaradas —¡detalle exquisito!— le habían dejado en la mesilla de noche, descorchada, pero entera, una de las botellas de coñac de su bien ganada despensa.

Miguel había dejado de cumplir una de las promesas hechas a monsieur Couré: no había estudiado nada, ni siquiera había sacado la matrícula. Y ello a pesar de que el ambiente de la Sorbona le atraía y que en ella habría encontrado toda clase de facilidades. En todo el invierno, que ya tocaba a su fin, no había abierto un libro ni leído un periódico. Vivía completamente al margen de los acontecimientos. De lo que ocurriese en Irlanda, en España, en Francia, en el Japón… no sabía nada. Se había limitado a presidir tertulias, a pasear y a soñar. Las tertulias le habían agotado, los sueños también; en cambio había sacado fruto de los paseos, pues estos le habían proporcionado un conocimiento del París urbano nada superficial. Había conseguido clasificar mentalmente los barrios con bastante precisión, dándose cuenta de que desde que los recorrió por primera vez en compañía de Ernesto él había evolucionado. Los barrios de «población doliente», como entonces los denominaron los dos muchachos, se habían distanciado de su espíritu. Fábricas, obreros, norteafricanos, judíos, exiliados, enfermos, dramático cinturón de París, oliendo a grasa, a dolor y a promiscuidad, le sugestionaron al principio, creándole la ilusión de que era hermano de los que sufrían. Pero fue una participación epidérmica, comparable a la que en diversas ocasiones dedicó al mundo infantil o al mundo de las raquíticas plantas.

Poco a poco abandonó sus periféricas incursiones a Clignancourt, a Levallois, a Belleville, a Issy y desplazó su curiosidad hacia los barrios lujosos, céntricos… Sus relaciones con los de abajo se circunscribieron a la fauna estudiantil. Sí, cierto que a veces, como en el caso del Jeanette, le penetraba por los poros la angustia de los que luchaban sin apenas esperanza; pero siempre a condición de que algún detalle colorista —imitar pájaros— anima la situación. La miseria desnuda y simple, prolongada y en serie le sorbía muy pronto sus disponibilidades de compasión.

En resumen, se había aburguesado, sin tener consciencia de ello. Pensaba en el Louvre y en las grandes perspectivas. En la Plaza de la Concordia y en Notre-Dame. Deseaba que se intensificara cada vez más la iluminación nocturna de la capital y hubiese querido que de la Torre Eiffel descendiera, los domingos, una inmensa cascada multicolor. El eco del París que gemía llegaba a su corazón como una ola ya exhausta.

Por ello no olvidó la segunda de las promesas hechas a monsieur Couré: la de cenar con él una vez al mes. Apenas abril asomó en los calendarios, trayendo consigo un cielo despejado y rutilante que disipó notablemente la depresión del muchacho, llamó al procurador por teléfono y le dijo:

—Aquí, Miguel Serra. ¿Qué tal si nos comiéramos juntos otro pavo?

El procurador aceptó. Y aquella segunda cena había de tener agradables consecuencias. Porque monsieur Couré no había perdido el tiempo. El plazo transcurrido desde la primera visita de Miguel lo había empleado en cartearse con el señor Nolan para tener datos precisos con respecto al capital disponible del muchacho, y en documentarse a fondo sobre las perspectivas económicas que podía ofrecer la industria de los libros viejos. Y su impresión había sido favorable. Una librería bien montada, bien nutrida, bien administrada, con periódico reparto de catálogos, con un buen fichero de compradores y relación constante con libreros de otros países podía constituir un negocio de envergadura. Naturalmente, la indolencia de Miguel le tenía sobre ascuas. Pero ¿y si lograra interesarle? ¡El aspecto poético que indudablemente tenía la empresa libresca tal vez obrara el milagro!

Y no se equivocó. En cuanto Miguel, apenas apurado el primer plato, escuchó la propuesta del procurador, endureció su semblante. ¡El mismo sonsonete de Donegal, cuando su madre se empeñaba en mandarlo a París o a Londres a estudiar bibliografía! Pero muy pronto se prestó a reflexionar en serio sobre lo expuesto por monsieur Couré. Este había tenido la astucia de presentarle el asunto partiendo de los libreros instalados a lo largo del Sena, cuyos tenderetes escoltaban románticamente el paso del río. A Miguel estos libreros le encantaban y a uno de ellos le había comprado algunos mapas y grabados antiguos que ahora decoraban su celda. Por otra parte, ¿hasta cuándo prolongaría su ocio insoportable? ¿No pasaba de la raya que los amigos intuyesen que la palabra «tedio» debía escribirla con mayúscula? Y ¿no era cierto que aquel negocio presentaba aspectos verdaderamente atractivos? ¿No sería estupendamente nuevo gobernar un local abarrotado de libros, comprar a un precio y vender a otro precio más alto? ¿No era archisabido que en las librerías de viejo se constituían núcleos minoritarios de coleccionistas raros, de hombres cultos, de buscadores de especies desaparecidas? ¿No se daba por descontado que entre las hojas de los viejos libros aparecían a veces excitantes tesoros: diarios íntimos y sentimentales, grafología para eruditos, documentos que iluminaban un pedazo de historia?

Monsieur Couré leía en el pensamiento de su invitado. Le expuso su situación financiera —papel relleno de cifras escritas a máquina—, y le dio a conocer el resultado de sus gestiones de sondeo. Si se decidía, estaba a punto de producirse en París una excelente oportunidad: el traspaso de una librería situada en la calle Bonaparte, en pleno Barrio Latino. Un local con buena entrada, grande y susceptible de ser ampliado aún. Porque lo dificultoso de una empresa de aquella índole era partir de cero, encontrarse con las estanterías huecas; en cambio abrir las puertas de este modo, respaldado por seis mil volúmenes que llegaban al techo…

¿Seis mil volúmenes? Miguel parpadeó. Miguel, hablando con monsieur Couré, se encontraba con frecuencia en situación de tener que parpadear. El administrador, en aquel momento, se acariciaba el blanco bigote. Era el triunfo de la edad y de la cadena de oro cruzando el vientre. ¡No, la objeción de desconocer el funcionamiento práctico del negocio no era válida! Existía en París un hombre honrado que se había criado entre libros, que era un amante de ellos y un auténtico experto, que se pondría a las órdenes de Miguel en el caso de que este diera su conformidad. Se llamaba Loubard. ¡Ah, el experto Loubard era una fuente de sugerencias! Opinaba que el campo era ilimitado y que el conocimiento que Miguel tenía del idioma español podía ser básico para orientar el negocio hacia el intercambio con España y Sudamérica. Loubard había incluso sugerido el nombre comercial de la librería: «Librería franco hispana, antigua y moderna».

Monsieur Couré era el mismísimo diablo. Así se lo juró Miguel al despedirse de él y estrecharle la mano en prueba de consentimiento.