XVIII

AL DÍA SIGUIENTE recibió una carta del señor Nolan. Carta sensata, llena de buenos consejos. Miguel la leyó sentado en la cama, en un estado de ánimo colindante con el desprecio. Desprecio por sí mismo, por su caída. El señor Nolan hubiera llorado viendo el ademán de Miguel al término de su lectura. La carta sirvió para encender un pitillo. Fue una súbita llamarada que rozó las cejas del muchacho; luego se extendió en un rincón. A Miguel seguían gustándole el fuego, las hogueras, grandes o pequeñas.

Y, sin embargo, uno de los consejos del profesor de piano de Miguel hizo mella en este: el consejo de visitar a su procurador en París, monsieur Couré, el administrador del inmueble que Miguel había heredado de Eva en la ciudad. El señor Nolan aconsejaba al muchacho que le hiciera una visita para demostrarle que se preocupaba de sus asuntos y para agradecerle las atenciones que en vida de su madre había tenido con ella.

«¡Mi casa de París!», se dijo el muchacho. No la conocía. Se le hacía raro pensar que era propietario de un enorme edificio en la avenida de Villiers. Le picó la curiosidad. En el fondo, Miguel comprendía con dificultad que uno pudiera ser propietario de algo que no cupiese en el bolsillo o en la maleta.

Decidió visitar a monsieur Couré, el cual, según el señor Nolan, ocupaba el primer piso del inmueble y era hombre adicto y enérgico. Sin embargo, antes quería volver al cementerio. Era preciso expulsar la angustia pendiente, estar en paz con su filial responsabilidad.

Tomó el Metro, más gregario y a la vez más indivisible que nunca, y se apeó en la estación de Clichy. Esta vez consiguió entrar en el camposanto, pero sin resultado práctico. Resiguió docenas de tumbas sin dar con la de su padre. Indagó, habló con el encargado, releyó nombres, fechas y epitafios, todo en vano. Otro muerto, otro nombre, lo habrían suplantado. ¡Habían transcurridos tantos años! «Ya sabe usted —le dijo el encargado—, si no se pagan los impuestos… O tal vez desapareciera con la última reforma.»

Miguel se sintió penetrado por una espesa irritación. ¡Ah, la sociedad no repudiaba solamente a los pesimistas! También a los muertos. El municipio exigía de estos que siguieran cotizando. O los trasladaba por su cuenta —o los pulverizaba y aventaba— sin avisar… Sin avisar a las viudas y a los hijos que hubieren demostrado haberlos olvidado.

El comedor de la Ciudad Universitaria disipó sus sombríos pensamientos. Los pintores estaban eufóricos, pues los árboles, las plantas trepadoras de los pabellones y el parque de Montsouris recibían en sus nervios y en su carne el oro del otoño. Miguel dialogó con sus camaradas y con las muchachas suecas, las cuales conocían un sistema infalible para obligarle a sonreír: chapurrear el español. Miguel las había engañado con respecto al sentido de unas cuantas palabras. Por ejemplo, decían «Darnius» convencidas de que era una palabrota.

El comedor en pleno le despidió con un fenomenal repiqueteo de cucharas, pues se caló el sombrero antes de cruzar el umbral. Él se abrió paso y tomando un autobús se dirigió a la avenida de Villiers. Al apearse y localizar «su» casa cruzó la calzada para contemplarla desde la acera opuesta. Ello le produjo un raro placer. La conserje barría la entrada con decisión. El pensamiento de que aquella mujer cuidaba de sus intereses, y de que al oírle preguntar por monsieur Couré estaría muy lejos de sospechar con quién estaba hablando, le divirtió.

Salvó de nuevo la calzada, preguntó y subió al primer piso, avergonzándose un poco del mal estado de la alfombra que decoraba la escalera.

Monsieur Couré, al enterarse de la calidad de la visita, apareció personalmente en la puerta del despacho. Su sorpresa al ver a Miguel fue enorme, pues esperaba encontrarse con un niño.

—Pero… ¡chico!… —Avanzó hacia él. No sabía si abrazarlo o no. Lo tomó del brazo y lo introdujo en su despacho. Lo invitó a sentarse, le dio un pitillo y le ofreció lumbre con su mechero.

Miguel advirtió en seguida que el procurador era hombre de ideas claras y definidas. Sus preguntas se dirigieron sin pérdida de tiempo a conocer la situación exacta de Miguel, los motivos de su presencia en París y sus planes para el futuro.

Las respuestas de Miguel pusieron pronto al buen hombre a la defensiva. El muchacho, de repente, sintió ganas de desconcertarle un poco. ¡Las cejas de monsieur Couré eran tan sumamente graves, tan serio su bigote!

Le dijo que estudiaba Historia en Dublín; que en París se encontraba de vacaciones, y que sus proyectos eran dos: dar un recital de guitarra a diez japoneses de la Ciudad Universitaria, y conseguir que alguna sala de exposiciones admitiera los cuadros de un grupo de pintores amigos de gran porvenir.

Monsieur Couré mascó lentamente su puro, y exclamó, mirando con fijeza a Miguel:

—Ya… —Después de un silencio inquirió—: ¿Así que quiere usted ser catedrático?

—Eso es.

—¿Y luego?

—Luego, veremos.

Monsieur Couré dio de nuevo lumbre a Miguel, cuyo pitillo se había apagado en una esquina de sus labios.

—Pero… ¿no habrá empezado ya el curso en Dublín?

—Eso es lo malo— respondió Miguel.

El procurador movió la cabeza reflexivamente.

—¿Y en Donegal —interesó después de una pausa—, quién cuida de todo aquello?

—El señor Nolan —contestó Miguel, con seguridad.

—¿Comerciante?

—No. Profesor de piano. —Ante la cómica expresión de monsieur Couré, añadió—: Era el mejor amigo de mi madre.

Monsieur Couré dio por terminada su creciente perplejidad. El procurador era hombre que cronometraba su tiempo y que consideraba absurdo no empezar las cosas por su base. A la vista de la actitud de Miguel se levantó inesperadamente, y ofreció:

—¿Quiere usted cenar conmigo esta noche? ¡Le invito de corazón! Me interesa hablar con usted.

Miguel le miró con fijeza, dudó unos instantes y terminó aceptando. Después de todo, ¿por qué no? Los blancos cabellos de su administrador, sus reconocidas fidelidad y buena fe, y el ambiente del despacho, abarrotado de archivadores y carpetas —archivadores y carpetas que contendrían cuentas suyas—, merecerían que aceptara.

—¡De acuerdo! —contestó, levantándose a su vez y sonriendo—. Tendré mucho gusto.

—Yo también —contestó monsieur Couré. Y lo acompañó a la puerta.

Monsieur Couré estuvo pensando que Miguel —el muchacho, a pesar de todo, le había gustado mucho— se parecía a su madre. ¡Ya lo creo que se le parecía! No había motivo para asombrarse. Sus reacciones eran heredadas. Miguel había heredado de su madre una insobornable inclinación a tratar con frivolidad las situaciones peligrosas. El procurador pensó: «¡Hay que hacer algo por él!»

No iba a ser fácil. La cena fue un constante forcejeo. Los esfuerzos del procurador para llegar a una conclusión de tipo práctico tropezaban con el desinterés de Miguel. Este contestaba que no veía la necesidad de forzar el ritmo natural de las cosas. «Estoy bien así. ¿Por qué he de cambiar? Lo único que me molesta es que el pitillo se me apague con tanta frecuencia.»

La frivolidad de Miguel se apoyaba en una creencia de exagerado optimismo: el muchacho estaba seguro de que con el dinero que tenía en Irlanda y con la renta que le producía la casa de París, en cuyo primer piso estaban cenando, le sobraba para vivir sin preocupaciones. Monsieur Couré, al oír tan peregrina afirmación, hundió el cuchillo hasta el fondo del pavo que se disponía a cortar.

—Pero, ¿sabe usted lo que está diciendo? ¡En diez años se lo come usted todo!

Miguel parpadeó. ¿Diez años? Le pareció que diez años eran, en efecto, un plazo muy breve y que el procurador le estafaba.

—¿Por qué vendió usted su parte de la fábrica de Donegal? —insistió monsieur Couré—. Su madre ganó con ella mucho dinero.

Miguel no oyó la frase.

—¿Qué dice usted?

El procurador repitió la frase.

El muchacho acercó su plato a la fuente en que monsieur Couré trabajaba. Luego contestó:

—Odio las latas de conserva.

Mousieur Couré era hombre de experiencia. No se amilanó. Se las compuso para arrancar de Miguel dos promesas, para arrancárselas antes de llegar a los postres: una, la de no regresar a Dublín para estudiar; la de quedarse en París estudiando libre. Otra, la de cenar con él lo menos una vez al mes.

El procurador entendió que, teniendo al muchacho al alcance de la mano, algún día podría sacar algo provechoso de su inteligente y rubia cabeza. Por otra parte, Miguel, en el transcurso de la conversación, había aludido al frustrado proyecto de su madre de instalarle, precisamente en París, una librería de viejo… Y el administrador, que al pronto rechazó la idea, luego la registró en su memoria como digna de ser tenida en cuenta. ¡Compraventa! Esta palabra mixta entusiasmaba al experto monsieur Couré. Mientras tomaban café hablaron de Bretaña, de la casa en que Miguel, por orden del médico, vivió cuando niño.

—Su madre de usted se aburría allá —comentó monsieur Couré.

Cada vez que el procurador aludía a Eva, sus ojos expresaban un vivo y nostálgico afecto. Miguel se dio cuenta de este detalle y se lo agradeció. ¡Excelente persona, monsieur Couré! Pese a su manía de hablar de negocios, era simpático.

De pronto, el frío arribó a París a caballo de fuertes corrientes atlánticas. El parte meteorológico señalaba que tales corrientes provenían de Irlanda, lo cual invitaba a Miguel a filosofar. Con el frío, escondida en su vientre, llegó la niebla. La Ciudad Universitaria se transformó en una ciudad fantasma. Los japoneses, al circular por entre las avenidas que conducían de uno a otro pabellón, parecían más raquíticos.

El brusco cambio de clima le trajo a Miguel complicaciones. Su habitación se vio materialmente asaltada, pues en el pabellón español, en el que residían sus amigos pintores, la calefacción no funcionaba. No le quedaba otro remedio que soportar durante horas al Pintor de la Carne sentado en su misma cama, cuando no tumbado en ella con las piernas en tijera y fumando. Llegaba un momento en que en el cuarto no cabía un alfiler más y en que la atmósfera era irrespirable. «¡Ah, si pudieras reducir el tamaño de los cuerpos!», le decía al miniaturista, hombre feliz, pues había ya conseguido los «diecisiete por veintitrés».

A primeros de marzo, Miguel, que se había parado ante un estupendo mapa de Francia en relieve que colgaba en el vestíbulo del pabellón canadiense, leyó en él: «Bretaña». Recordó la reciente conversación con monsieur Couré referente a su infancia. Una idea le vino a la mente: ¿Por qué no zafarse por unos días del frío de París y hacer una excursión por la templada península bretona? ¡En el fondo, en los últimos tiempos no hacía más que eso: no hacía más que alimentarse de su pasado!

Dicho y hecho, comunicó a los demás su proyecto. Todos, los pintores y todas las muchachas suecas manifestaron su decisión de marcharse con él. Miguel se opuso a ello. Se opuso con energía. Quería hacer el viaje enteramente solo. Era una peregrinación sentimental que le pertenecía por completo. «¿No comprendéis que me marcho precisamente para respirar?»

Aquella misma noche preparó su equipaje. Y a la madrugada, mientras la Ciudad Universitaria dormía y la niebla ganaba con el alba una densidad ofensiva y pegajosa, se dirigió a la estación y tomó billete para Brest.

De Brest se trasladó a Rennes. Y apenas llegado, el espectáculo de las casas de madera le indicó que pisaba terreno familiar. Recordó estas casas, y las calles sombrías, y las veces que, siendo niño, había penetrado en la ciudad por el casco antiguo prominente de su finca, que distaba de los barrios extremos unos tres kilómetros escasos.

No tuvo espera. Dejó el equipaje en una fonda limpia y céntrica y tomó la dirección de su antigua residencia campestre. Quiso hacer el trayecto a pie, pues a pie lo hacía en su infancia, caminando detrás de su madre algo rezagado.

Vencidas las últimas casas, salido a campo libre, mil detalles del paisaje, hiriéndole con rotundidad, retomaron a su memoria. Los reconocía como si nunca se hubiera alejado de allí. La llanura seguía siendo maravillosa y fértil gracias a la fresca humedad de que estaba siempre penetrada. Miguel se sintió estimulado y sólo con dificultad conseguía caminar despacio.

De pronto distinguió a lo lejos, claramente, el edificio que buscaba. Se acercó a él, ya con rapidez, y al llegar a la puerta de entrada experimentó un fuerte sobresalto. Un equipo de albañiles lo estaba transformando por completo, engrandeciéndolo y levantando por la parte trasera una gran tapia, sin duda para prolongar el jardín.

Aquello le disgustó profundamente. Reprochó a quienquiera que fuese el propietario el no haber respetado la casa. Miró de nuevo y comprobó que todo estaba casi irreconocible. Ni siquiera se dignó dar la vuelta entera al edificio. Estaba decepcionado. Llegaban dos camiones cargados con desafiantes vigas de hierro; otro maniobraba henchido de material de derribo.

Miguel no soportó la situación. Encendió un pitillo y, manos en los bolsillos, emprendió el regreso a Rennes. ¡Ah, ahora se le antojaba que incluso los verdaderos árboles, los árboles antiguos, le habían sido escamoteados!

Así anduvo, hasta que a un kilómetro escaso de la finca oyó, por el lado de los trigales, y en el silencio de la tarde y del paraje, unos gemidos como de persona herida. Se paró y prestó atención. Nada se oía; sin embargo, tenía la certeza de no haberse equivocado. Salvó la cuneta de un salto, internándose en lo que era propiamente campo. Entonces distinguió una ronca voz de hombre que blasfemaba e increpaba a alguien a quien debía pegar y de quien era de suponer que habían partido aquellos gemidos. Orientándose por las voces fue avanzando.

Al llegar al extremo opuesto del campo de trigo se ofreció a su mirada un espectáculo incomprensible. Las hierbas formaban allí un rectángulo de llamas verdes y en el centro se veía, arrodillada, a una muchacha de unos veinte años, convulsa como un animal presto al sacrificio. A su lado, de pie, un hombre peludo y rubio derramaba lentamente sobre ella una jarra de vino que le colgaba de la mano.

La muchacha jadeaba. El vino le caía en los cabellos, le resbalaba por la cara y se introducía en su pecho por el escote. A veces, al encogerse, la chica doblaba el cuello y entonces le entraba en la espalda por la nuca.

Todo su cuerpo se iba empapando, y en el suelo, en la hierba aplastada, se formaba poco a poco regueros como de sangre viva. De pronto el hombre soltó el jarro. Hizo que abofeteaba a la chica; luego se contuvo y acabó hundiendo los dedos en sus cabellos, inundados de vino, revolviéndolos sin sentido y sin dejar un momento de blasfemar.

Entonces el borracho advirtió la presencia de Miguel, el cual se había plantado a cinco pasos de distancia. Se tambaleó para atrás e inmovilizó el cuello. La muchacha, agotada, se desplomó, sollozando. Miguel sintió brotar en el pecho una rabia potente e implacable. Lentamente fue acercándose al tipo. Pareció que este iba a decir algo o a recoger el jarro. Entonces Miguel dio un salto, extendió el brazo y le derribó de un terrible puñetazo al rostro.

Al momento la chica empezó a vomitar. Miguel se agachó, la cogió en brazos, sin que ella ofreciera la menor resistencia, y se la llevó, andando con gran esfuerzo, hacia una acequia que, a unos veinte metros, cruzaba el campo.

La acequia era ancha y el agua pasaba rápida, clara, cloqueando. Asió la cabeza de la chica y la sumergió, lavándole con fuerza los cabellos y el cuello. Luego le lavó la cara. La chica respiraba aún con fatiga y no cesaba de sollozar.

—¡Dame, dame las manos! —dijo Miguel. Y se las lavó y le refrescó también los brazos.

—¿Quieres escucharme un momento? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Sí? ¡Pues espera aquí! ¡No te muevas!

Y Miguel se dirigió, corriendo, hacia un molino que se alzaba cerca, del otro lado de la acequia.

Llamó y salió una mujer gorda de aspecto sano. Miguel le contó lo ocurrido señalando con el índice en dirección a la muchacha. La mujer le mandó pasar, y sin darle importancia al suceso sacó de un arca un raquítico vestido azul y unas alpargatas. Miguel le prometió devolverle las prendas en cuanto pudiera y salió disparado.

Encontró a la chica zambullida casi por entero en la acequia, en la que se había sentado. Debajo del agua iba quitándose el vestido.

—¡Tira, tira este trapo! —gritó Miguel—. ¡Mira, te traigo esto! —Y le mostró su botín, que extendió sobre la pared de la acequia.

Ella, inmersa en la alegría del agua clara, no se ocultaba excesivamente. Chapoteaba y se fregaba el pecho y los hombros.

Miguel, por respeto, se alejó, acercándose al borracho, el cual yacía aún exánime. Miguel lo contempló.

Apenas transcurridos unos minutos oyó un silbido y dio una cómica media vuelta sobre sí mismo. La muchacha estaba frente a él, limpia, los cabellos pegados a su cráneo, planchados. Llevaba el vestido de la molinera, que apenas le alcanzaba a las rodillas.

Era una muchacha morena, un poco agitanada, pero dulce. En las caderas y el pecho se le notaba que había crecido a pleno aire, pues su desarrollo había sido libre y excesivo. El color de los ojos era cálido y la línea de la boca, triste.

—Me llamo Jeanette —dijo—. ¡Muchas gracias!

Miguel, al pronto, se quedó turbado. Luego preguntó:

—¿Quién es ese hombre?

—Está borracho. Es mi padre.

Al muchacho le extrañó el tono de naturalidad de la chica. Le preguntó si eran del país y dónde vivían; ella le contestó que eran artistas ambulantes.

—¿Artistas?

—Sí. Vamos por los cafés.

—¿Y qué género de artistas sois?

—Yo imito el canto de los pájaros.

—¿Tú…?

—Sí. De quince clases de pájaros.

El muchacho tuvo un movimiento de simpatía.

—¿Y tu padre?

La muchacha hizo un gesto ambiguo.

—Él hace apuestas, para ver quién resiste más bebiendo.

El muchacho cabeceó, preocupado. Sentía un súbito y extraño interés por aquel ser que parecía resignado con su suerte.

Le preguntó si su padre la trataba siempre de aquel modo, y ella le contestó, con un punto de miedo en los ojos:

—Algún día me matará.

Le dijo que debería huir, pero ella afirmó que sería peor y que, además, no sabría dónde ir.

—¿No sabrías adónde ir?

—No tengo a nadie.

Entonces el muchacho se le acercó. Ella sonrió por primera vez; y de repente Miguel, sin pensarlo más, le propuso algo absurdo, algo inverosímil.

—¿Por qué no te vienes conmigo? —le dijo.

—¿Adonde? —exclamó la muchacha con estupor.

—Pues… ¡a Rennes, primero! ¡Y luego a París! —Luego añadió, al ver la expresión de la chica—: ¡En París, silbando, ganarás dinero!

—¡No, no! —negó la muchacha con voz segura—. Mi padre me perseguiría. Sería peor.

—¿Quieres… que le denuncie a la Policía? —dijo Miguel.

—¿Por qué? —cortó la muchacha—. Estaba borracho.

Miguel se sentía perplejo y se dijo que el hombre se acostumbra a todo, incluso a que le derramen sobre el pellejo jarras de vino.

—De todos modos —insistió, lanzando el último cable—, es preciso devolver el vestido a la molinera. Si quieres, vamos a Rennes. Te compraré ropa y calzado y podrás comer algo.

Al oír esto último, Jeanette no vaciló.

—¡Bueno! —accedió—. Pero deja un aviso a mi padre.

—¿Cómo?

—Escribe algo. Sabe leer.

—¿Seguro?

—¡Claro! Dile que le traeré comida; de este modo me esperará y no me dirá nada.

Miguel cogió un trozo de papel de la cartera y con una punta de lápiz que encontró en su bolsillo escribió: «Si puedo convencer a Jeanette para que me siga, no volveréis a verla. Sois un ser repugnante.» Dejó el papel al lado del borracho y puso una piedra encima.

Inmediatamente, y sin que Jeanette se molestara en leer lo escrito, ganaron la carretera e iniciaron el viaje a Rennes andando a buen paso.

El sol estaba muy alto aún. La temperatura era agradable. Por toda la llanura se oían intermitentes ladridos.

Jeanette parecía haber olvidado por completo el accidente.

—¡Cuántos perros! —comentó. Y no habló más.

En diez minutos se plantaron a las puertas de la ciudad. Bajaron hacia el centro. Jeanette miraba sin curiosidad. Miguel la condujo a la fonda y subió a buscar dinero, mientras la muchacha le esperaba en la acera de enfrente. El muchacho se le reunió al poco rato y la llevó a una tienda próxima donde ella eligió rápidamente un vestido con que cubrirse.

—Ya me cambiaré allá —dijo, señalando con el mentón la lejanía de los trigales.

Luego buscaron una alpargatería y compraron en ella dos pares de alpargatas.

—¡Tengo hambre! —exclamó Jeanette al salir.

—¿Te gusta el chocolate?

—Sí.

—Tomarás chocolate y leche. Entremos en ese café.

Entraron en un local céntrico muy concurrido. Pidieron chocolate, café con leche y abundantes bizcochos. Jeanette devoró cuanto le pusieron delante.

—¿Quieres más?

—Un poco más de leche.

Una vez satisfecha mejoró su humor. Su mirada pareció más alegre y comenzó a interesarse por su protector.

De repente, al ver que el camarero se les acercaba con la evidente intención de pasar cuentas, dijo a Miguel:

—¡Espera! Ahora verás.

—¿Qué ocurre?

Ella se había levantado ya y con enérgico ademán le ordenó que no se moviera del sitio que ocupaba.

—¡Ven aquí! —llamó Miguel, temeroso de que se marchara.

Ella no le hizo caso. Llegada al centro del café se paró. Entonces se introdujo dos dedos en la boca y emitió un terrible silbido que logró el silencio instantáneo en el local.

Todo el mundo se volvió hacia ella e instintivamente los que estaban en pie desplegaron en abanico. El aspecto de Jeanette era muy gracioso con su corto vestido azul y sus cabellos planchados.

Entonces la muchacha empezó su maravilloso trabajo. Primero imitó al ruiseñor y acto seguido al jilguero. Con increíbles movimientos y contracciones de labios y lengua, su garganta lanzaba al aire, con precisión absoluta, los más puros trinos y los más sutiles gorjeos. El café, por un momento, se transubstanció. Se convirtió en un bosque frondoso y habitado por seres ocultos. El público, ganado por la sencillez y el arte de la muchacha, en el acto le perdonó el silbido y comenzó a aplaudirla al término de cada imitación. Estas imitaciones eran en su mayoría muy breves y a veces iban acompañadas de extraños movimientos de dedos con los que Jeanette parecía ayudarse a sí misma.

Todavía imitó al canario y a la codorniz.

Su éxito fue espectacular. Al terminar pidió una bandeja al camarero e hizo el recorrido por todo el café, persona por persona. Recogió bastante dinero y se acercó luego a Miguel, colocando el contenido de la bandeja sobre su mesa.

El muchacho estaba atónito y advirtió que la gente le miraba con extrañeza, pues su aspecto e indumentaria no concordaban con la figura de Jeanette. Comprendió que lo tomaban por un explotador de la garganta de la muchacha.

Por lo demás no le fue posible pagar las consumiciones. Jeanette se empeñó en pagarlas ella de su dinero y, más aún, le obligó a que se quedara con el resto, que sumaba la mitad o poco menos de lo que habían costado en la tienda el vestido y las alpargatas.

De nada le valió a Miguel protestar. Jeanette depositó el dinero en manos del camarero y el sobrante en el bolsillo del muchacho, reservándose sólo unas pocas monedas con que comprar comida para su padre.

Hecho esto, la chica, que no había vuelto a sentarse, se acercó a uno de los grandes ventanales del café y miró afuera. Miguel se situó junto a ella.

—Tengo que regresar al trigal —dijo—. Mi padre me necesitará.

El muchacho le suplicó que esperara un rato todavía. Tenía realmente la intención de proponerle de nuevo que se marchara con él.

—¿No te da miedo volver allí?

—Ya te dije que llevándole comida no me gritará.

—De todos modos —insistió Miguel—, deja por lo menos que te acompañe.

—¡Bueno! —accedió Jeanette—. Pero te quedarás en la carretera.

Salieron, entre la curiosidad de los parroquianos del café. Entraron en varias tiendas y compraron pan, judías hervidas, huevos, higos secos y un poco de vino.

Empezaba ya a obscurecer en las calles y cruzaron Rennes, saliendo a las afueras por la parte vieja.

En la llanura el concierto de perros era aún mayor.

—¡Qué raro que no nos siga ninguno! —comentó Jeanette. Se veía que los perros le gustaban mucho.

A medida que se acercaban al lugar donde esperaría el borracho, la inquietud de Miguel iba en aumento. La sangre fría de la chica le desconcertaba.

—Ya sabes en qué fonda estoy alojado —le dijo antes de separarse—. Si me necesitas, ve a verme.

Habían llegado al trigal. Salvaron la cuneta y Miguel seguía andando.

—¡Adiós, y gracias! —susurró Jeanette; y prosiguió el camino sola, bordeando la acequia, y ordenando al muchacho que se rezagara.

Sin embargo, Miguel penetró hasta casi el límite del trigal, donde se ocultó entre las espigas, agachándose, dispuesto a presenciar la escena y a intervenir por segunda vez si fuese necesario.

Desde su escondite vio al borracho sentado bajo una acacia, fumando y mirando al suelo. Jeanette se le acercó, lanzando un silbido. Él levantó la cabeza. La muchacha llegó a su lado y le dio un beso en la sucia y peluda cara, depositando luego los víveres a su lado. Miguel estaba estupefacto y no se movió. Vio que el hombre rubio le enseñaba a la chica el papel que él había escrito. Jeanette hacía ademanes de indignación y miraba hacia la carretera. Su padre acabó dándole una cariñosa palmada.

A poco fueron recogiendo ramaje seco y encendieron una hoguera. El hombre rubio canturreaba, mientras Jeanette, en unos platos de aluminio, le preparaba las judías, los huevos, el pan y los higos.

Por fin Jeanette se sentó también. Le contó infinidad de cosas a su padre, mientras la llanura de Bretaña enrojecía al sol agonizante, y Miguel se levantaba rascándose el cogote.