XVII

MIGUEL, que estaba desesperado, invitó a su amigo protestante, que también había recibido el sobre con dos papeles, al igual que los cuatro restantes miembros del «Club», a pasar unos días del verano en Donegal. Su amigo accedió, y después de un viaje silencioso —no se hacía a la idea del suspenso— llegaron a la finca a fines de junio.

Su propósito era permanecer en el pueblo un mes y luego irse a París con Ernesto, que así se llamaba su compañero de infortunio. Ernesto tenía en París un hermano catedrático, casado con una muchacha que traducía textos latinos y griegos por cuenta de una Editorial. En septiembre regresaría a Dublín para repetir el curso.

Miguel había decidido contar al señor Nolan la verdad, comunicarle lo del suspenso y los motivos que lo ocasionaron. Sin embargo, fue tan cordial el recibimiento del profesor, el cual lo abrazó exclamando: «¡Bienvenido el nuevo licenciado!», que el muchacho no se atrevió a defraudarlo y lo abrazó a su vez, sin abrir boca. Luego, ya no hubo manera de desvirtuar el equívoco, lo cual obligó a Miguel a mentir embrolladamente durante todo el mes.

Isabel, la sirvienta de cuerpo deforme, y su hermano Octavio cuidaron con toda solicitud de los dos muchachos. Ernesto, en la casa, era huésped fácil. Todo lo doméstico le era indiferente, y apenas comía, lo cual contrastaba con el insaciable apetito de su cerebro, de su sensibilidad.

A lo largo del mes de julio, él y Miguel dieron, juntos, interminables paseos, a veces llegando al mar. Se respetaban mucho el uno al otro, pero el respeto no les conducía a la intimidad, acaso porque Ernesto prescindía enteramente de sí mismo. Todo se le iba en pensar en su país y en la Humanidad.

A menudo comentaba el incidente de la Universidad. Miguel decía que su desenlace demostró hasta qué punto la sociedad repudiaba a los pesimistas, se defendía de ellos.

—¡Uno viene obligado a estar alegre! ¡Ya lo ves! Uno ha de reírse aunque sea huérfano.

Ernesto replicaba que desde luego merecieron sobradamente el suspenso.

—Es inadmisible —decía— hacer del pesimismo una bandera social. ¡Conduciría al suicidio en masa! —Luego añadía—: No me explico cómo pude yo caer en ello.

A fines de julio emprendieron el viaje a París. La perspectiva de atravesar el Canal de la Mancha y pisar tierra francesa ilusionaba a Miguel. Por otra parte, Donegal, contrariamente a lo que supuso, no había conseguido sosegar su ánimo. El recuerdo del suspenso lo irritaba. Así que deseaba vivamente desembarcar en una gran ciudad, sumergir en su tumulto la acidez de su espíritu.

Por si esto fuera poco, no había estado en París desde niño, y recordaba que su madre decía siempre que París era clima ideal para la cicatrización.

En París hacía un calor inusitado. El hermano de Ernesto y su esposa los recibieron con auténtica alegría, en su hogar próximo al parque de Luxemburgo, hogar pequeño, abarrotado de libros griegos y latinos y presidido por un busto de Sócrates.

Ambos se desvivieron por acompañarlos; por desgracia, los textos griegos y latinos los seguían a todas partes como perro fiel, viniera o no a tono, fatigando a Miguel, quien pronto advirtió que aquella pareja veía con ojos ajenos, sin acertar a imprimir en nada un sello personal y revelador.

Miguel se aburría con ellos, ya que su acritud le obligaba a contenerse y a comportarse como un personaje honorable. Prefería salir a solas con Ernesto, deambular a su lado sin rumbo fijo, especialmente por barrios poblados por estudiantes o por población doliente, A Ernesto le encantaba la Ciudad Universitaria, la diversidad de sus pabellones y los prados verdes en los que chicos y chicas de todas las nacionalidades se tendían al sol y organizaban corros e intercambiaban pensamientos. «¡Ahí está la solución! —exclamaba el protestante idealista—. ¡Los pueblos deberían tratarse unos a otros, conocerse!» Miguel lo arrastraba también hacia Montparnasse, donde una «troupe» de bailarines flamencos tamborileaban en su corazón, y a visitar las Catacumbas, en las que seis millones de cráneos, mondos y lirondos y alineados formando figuras necrológicas, terminaron por sumir al muchacho en un estado de insensibilidad total.

—El espectáculo de un solo cráneo es patético —comentó luego, bajo la mirada de Sócrates—. Pero seis millones, nada. Pierden todo interés.

Al hablar del cráneo único pensó en el suyo propio, y en la bola terrestre que en la clase de Geografía estalló dentro de sí; y asimismo, por un momento, en el de su madre, alineada también debajo de la tierra. Pero rechazó la evocación. Era preciso no hablar de muerte, sino de vida. ¿Quién diablos le llevó a las Catacumbas? Su enfermiza curiosidad. Ernesto declaró: «Pues a mí, chico, me han impresionado. ¡Seis millones! Una Ciudad Universitaria para los que terminaron ya la carrera.»

El hermano de Ernesto conocía las Catacumbas muy bien. «Si me hubierais advertido —dijo— habría podido traduciros las inscripciones.» Al oír esto, Miguel le contestó en tono descortés, casi violento. «¡Traducir, traducir! —exclamó—. Vamos a ver cuándo andaréis por el mundo utilizando vuestra propia sangre.»

Fue un exabrupto que Ernesto no le perdonó. Sus relaciones se enfriaron sin remisión. La pareja erudita quedó desconcertada; en cuanto a Ernesto sintió tal pena, que automáticamente todo su interés en regresar a Dublín en compañía de Miguel se desvaneció. Miguel era, no cabía duda, la anarquía; lo contrario de la deseable armonía universal.

El 4 de septiembre Ernesto regresó, solo, a Irlanda. Miguel, sorprendido ante la reacción de su amigo, y enamorado de París, cambió bruscamente de planes. Nada de repetir el curso; se quedaría en París, se instalaría en la capital. La despedida de los dos muchachos en la estación fue breve y triste.

¡Solo! Miguel dudó entre acomodarse en una pensión lujosa o en la Ciudad Universitaria. Fue a rumiar sus dudas al Bosque de Bolonia, hermoso bajo la iniciada luz otoñal. Alquiló una barca y remó románticamente por el lago, recordando sus primeras brazadas en la bahía de Cadaqués y el ritmo acompasado de el Portugués cuando los llevó de excursión al Cabo Creus. El Bosque de Bolonia era más amable, más sometido por el hombre. ¡Más organizado! Ya era hora. Rechazó la idea de la pensión por temor a la soledad. La solución estaba al otro extremo: en la Ciudad Universitaria. Pensó que la Ciudad Universitaria había sido fundada para hombres como él, que necesitaban color, juventud y prados verdes en los que tumbarse o tocar la guitarra, o la gaita, o la armónica, o el acordeón…

Se instaló en el pabellón japonés. Estaba casi vacío. Sólo unos diez muchachos orientales habitaban aquel pintoresco edificio, lleno de cristales policromados, faroles y biombos, sin apenas rastro de occidentalismo. Lo admitieron sin grandes requisitos. Excepto en los pabellones coloniales franceses, en los demás reinaba la más completa democracia, y los estudiantes eran intercambiables.

La indiferencia de los estudiantes japoneses para con él era absoluta. Se cruzaban en los pasillos y en los vestíbulos sin saludarse.

Su centro de contacto fue el comedor colectivo de la Ciudad, radicado en el Pabellón Internacional. En él cada estudiante era dotado de una bandeja individual, sobre la que le eran depositados los platos del día, los cubiertos y el pan. El lugar para sentarse podía ser elegido libremente. Miguel caracoleó en seguida entre las mesas, alternando con muchachos y muchachas de todas partes. Su guitarra le hizo popular. Por entonces llevaba un extraño sombrero, regalo del señor O’Doney, que todos los días desencadenaba en el comedor un formidable repiqueteo de cucharas, pues estaba prohibido penetrar en él con la cabeza cubierta. Miguel se hacía el distraído, hasta que de pronto se quitaba el sombrero en ademán amplio, generoso, saludando; ademán al que las cucharas correspondían callándose súbitamente.

Varios pintores, entre los que se contaban dos españoles, y a los que siempre acompañaban un grupo de muchachas suecas, fueron sus camaradas más adictos. Uno de estos pintores se llamaba a sí mismo el «pintor de la Carne» y era un exaltado. Sólo le interesaban los desnudos y no creía en el dibujo; sólo en el color. Otro muchacho, de edad indefinida, sólo podía sostener el pincel con dos dedos, a consecuencia de una parálisis. Se dedicaba a sacar copias en tamaño miniatura de cuadros famosos. Exhibía unas «meninas» y una «Giocconda» en telas de dieciocho centímetros por veinticuatro, y aseguraba que iba a intentar los diecisiete por veintitrés. El «Pintor de la Carne» se mofaba de su manía de reducir el mundo y prefería mil veces llenar telas enormes con los cuerpos de las muchachas suecas. Otros pintores embadurnaban lienzos con tenacidad, deseosos de incorporar a su temperamento racial las sugerencias de la Babel artística que París era.

Miguel experimentaba un raro placer con el trato de aquellos pintores, casi todos becarios, pobres, insensatos y chorreando alegría y entusiasmo. Porque no podía olvidar que su propia madre tuvo en París, durante años, una sala de exposiciones, cuyo local había sido suplantado ahora por una tintorería.

¡Cuántas veces habría ella recibido la visita esperanzada de muchachos idénticos a sus actuales camaradas! ¡Cuántas veces, a la vista de sus telas, de sus álbumes de apuntes, habría movido negativamente la cabeza!… ¡A cuántos pintores catecúmenos habría dado la mano, habría abierto camino!…

Un pensamiento le angustió: el de que su madre hubiese alguna vez posado para algún colega del «Pintor de la Carne»… Experimentó como una recóndita punzada, como una absurda y repentina seguridad de que ello había acaecido, de que en alguna colección particular, o en alguna trastienda de arte de París existía algún cuadro representando a su madre desnuda. Tal idea le horrorizó. Por un lado, hubiera deseado lanzarse a la búsqueda de la para él dramática obra, no cejar hasta localizarla; por otro, no se sentía capaz de resistir, llegado el momento, la impresión. El resultado fue que nació en su ánimo un extraño resentimiento por el «Pintor de la Carne», del que este no era de ningún modo responsable. El pensamiento de que su amigo habría aceptado con exaltación jubilosa el encargo de pintar a una señora de la categoría de su madre le bastaba para su irritación. Era el suyo un sordo rencor por el pecado posible.

En el fondo, todo aquello era un problema de soledad. Estar «junto a» no significaba nutrirse de consuelo. La Ciudad Universitaria no le resolvía su angustia mejor que lo hubiera hecho una impersonal pensión. En la impasibilidad de los diez orientales del pabellón en que dormía descubría a veces la caricatura de lo que su corazón podía esperar del mundo, y de lo que el mundo podía esperar de él. No, no iba a ser fácil la cicatrización. Se daba cuenta de ello en el Metro. Iba siempre abarrotado, y, obligadamente, su rostro se encontraba rodeado de otros rostros, su cuerpo pegado a otros cuerpos y casi sostenido por ellos. ¡Y, sin embargo, cuán distantes los espíritus! No sólo la piel, los trajes eran ya aislantes absolutos. En París cada cabeza era una isla. El miniaturista, que se pasaba muchos ratos contemplando a Miguel, le decía: «No seas bobo, haz lo que yo hago: mételo todo en un puño». Miguel, avanzando penosamente en la fila formada para entrar en el comedor, o tendido en uno de los prados verdes, sonreía con escepticismo.

Un día pensó, bruscamente: «¡Y mi padre está enterrado aquí, en París…!» Su corazón le dio un golpe en el pecho. Se levantó. Era cierto. Estaba enterrado en el cementerio de Montmartre, lo recordaba. Recordaba las dos o tres visitas que le había hecho en compañía de su madre. Un desfile de imágenes cruzó con violencia su memoria: las Catacumbas —la tumba de su padre era individual—, los desnudos de su madre —su piel habría quedado de este modo perpetuada, qué curiosa compensación—, el pequeño cementerio de Donegal…

Solo en su habitación, sintió un nudo en la garganta. Un imperioso deseo de visitar la tumba de su padre le invadió. En un santiamén se arregló el nudo de la corbata, se peinó y se lanzó escaleras abajo, haciendo tambalear al paso los frágiles biombos.

Frente a la estación del Metro tomó un taxi. «Al cementerio de Montmartre», dijo. Recordaba que estaba situado a ambos lados de un puente, en plena ciudad. Su padre estaba enterrado a la izquierda, en la parte baja. ¡De repente, en el confín de su memoria le pareció ver una fotografía enmarcada! Una fotografía apoyada en la cruz de piedra. En el interior del coche Miguel no podía reprimir el desbordamiento de su emoción. Porque el muchacho no había guardado, no llevaba sobre sí una mala fotografía de su padre; si bien, a pesar de ello, lo recordaba perfectamente: con su aire ausente, su mirada entre indolente y maliciosa, sus cabellos derramados, su cuello blanco con lacito de artista. Alto y siempre en actitud irónica.

Llegó al puente y a través de los cristales del taxi vio alzarse, a la derecha, las cruces. Se apeó, y al instante advirtió que por sobre los tejados de pizarra de París se extendía el gran milagro de las nubes errantes y súbitamente ennegrecidas, pues la tarde moría. Se acercó a la barandilla del puente y miró. ¡Imposible penetrar en el camposanto! Estaba cerrado ya. La hora a propósito también había muerto. El tiempo era implacable, lo eran las llaves. El reglamento municipal no podía prever que de repente los hijos sentirían la necesidad imperiosa de arrodillarse a los pies de sus padres violoncelistas.

Su mirada inquisitiva e inútil iba posándose sobre aquellas losas de mármol, sobre las cruces, sobre los presentidos nombres grabados, sobre las breves plantas que se erguían allá al fondo. Las tumbas formaban pequeños caminos, un mosaico de sendas que sólo las sombras invasoras se atrevían a pisar. Detrás de Miguel, rozando casi su espalda, pasaban por el puente camiones de gran tonelaje, hombres y mujeres. Miguel comprendió hasta qué punto su impotencia era absoluta. Le caían las lágrimas, las cuales regaban su ser, pero no lo que a su ser rodeaba. La característica de cuanto le rodeaba era la sequedad.

Levantó la cabeza, dio media vuelta y se fue. ¡Adiós, cruz buscada, existente sin ninguna duda, ilocalizable al cabo de tantos años desde aquel lugar! ¡Adiós, fotografía probable, con cabellos derramados y lacito negro sobre cuello blanco! Adiós, fecha de nacimiento, fecha de muerte, nombre y apellido amados y heredados.

Miguel caminaba lentamente, flanqueado por una multitud entre la que abundaban los norteafricanos. Se encendían todas las luces de la capital, fijas la mitad, temblorosas la otra mitad. Sin darse cuenta, se encontró en la plaza Blanche. Uno de aquellos norteafricanos se le acercó y le ofreció postales pornográficas. Él le miró con desprecio.

Y, sin embargo, el ademán clandestino de aquel hombre, la insinuación de su mano oculta y retorcida a la altura del muslo, determinó la rúbrica que Miguel le daría a la jornada. El muchacho, de pronto, consideró que todo aquello era injusto, que era injusta su orfandad, que lo eran la muerte de su padre y el despeñamiento de su madre en los montes de Tipperary. Maldijo el cierre de los cementerios, la extinción del día, al Pintor de la Carne y el tumulto de la gran ciudad.

Sus nervios fueron cediendo, cediendo… Y sin saber cómo se sorprendió a sí mismo del brazo de una mujer ajada, mucho mayor que él, que lo conducía por una acera estrecha taconeando victoriosamente.