AL MONTAR EN EL TREN sintió por primera vez que su tristeza era absolutamente personal, y que a nadie le importaría nada. Aquello volvió a abatirle.
Al llegar a Dublín, le era forzoso esperar unas horas, según indicaba el horario de estación; dio mecánicamente una vuelta por la ciudad, por la parte de la Universidad.
Le molestaba el bullicioso trajinar de la urbe, pese a marchar con cierta inconsciencia. Ante el edificio universitario, pensó en su carrera, que había dejado de interesarle. Sin embargo, acaso se viera obligado a terminarla. Ahora bien, ¿quién le prepararía en Donegal para el último curso? ¡Cómo se le complicaban las cosas, al no poder contar con su madre! En todo caso tendría que establecerse en Dublín y estudiar oficialmente. Quiso acostumbrarse a la idea y miró con detenimiento el ir y venir de la gente, de los coches. Era sábado y el tráfico, abrumador. Muchas parejas cogidas del brazo y unos marinos cantando. ¡Ruido, ruido, ruido! Y sirenas, sirenas de barcos de desconocido nombre.
Se sintió incómodo. Estimó que aquella riada humana se movía por contagio y que en realidad no iba a ninguna parte. Parejas, marinos, viejos leyendo el periódico. Y los niños… ¿Dónde iban los niños? ¡Cómo se reían, porque llevaban un aro colgando del brazo! ¡Resultaba verdaderamente fácil reírse siendo niño con un aro colgando del brazo y desconociendo lo que era una linterna buscando en la noche el cuerpo del señor O’Doney y el de la propia madre de uno! ¡Magníficos edificios, a fe! ¡Ah! ¡Y la estatua de Nelson! ¡Cuarenta y un metros! ¿Dónde estaba el doctor Pawell? ¿Por qué elevaban tanto a la gente? ¡Cuántos héroes sin estatua debía de haber por ahí, cuántos bravísimos marinos de la pena de vivir!
Le invadió un calor sofocante. Pasó frente a una iglesia, cuyas puertas abiertas dejaban oír un canto de mujeres. Se paró y vio al fondo el brillo dorado de los cirios y del altar. Era una iglesia adosada a un convento. A la vista del edificio, pensó en el noviciado de Bélgica. La cabeza le dio vueltas. ¿Por qué no dejaba su incolora carrera de Historia y no se iba a Bélgica, y no se presentaba en el noviciado? «La vocación puede perderse por la indisciplina», «La vocación puede perderse por la indisciplina».
Un reloj dio nítidamente la hora, y con paso rápido se dirigió a la estación. Montó en el tren y se alejó de Dublín, con ganas de dormir, de dormir y no despertarse. Con ganas de que el tren no parase ya.
El martes por la mañana llegó a Donegal, después de efectuar varios trasbordos.
Se dirigió a casa del señor Nolan, quien al verle se le acercó, le cogió las dos manos y se las estrechó sin hablar, como un verdadero amigo. El señor Nolan quería que se quedara aquella noche en su casa, pero Miguel se empeñó en ir a la finca. De todos modos, al recordarle el profesor que no había sirvientes, el muchacho optó por cenar con él, aunque insistió en que iría a dormir a su casa.
Así lo hizo. La cena fue silenciosa y triste. Las cucharas sonaron estrepitosamente. Los manjares tenían aspecto de cosa rutinaria e inútil.
Miguel, después de cenar, encendió la pipa que le regalara el leñador.
—¡Hermosa pipa! —comentó el señor Nolan.
—Sí, me la dio un leñador.
Y los dos hombres, contemplando el humo, fueron plegando sus servilletas.
Luego el señor Nolan acompañó a Miguel a la finca. La noche era estrellada. El muchacho comprendía que se iba a conmover hondamente al entrar en casa. Al llegar frente a la puerta el señor Nolan le entregó las llaves que había guardado y Miguel abrió, con lentitud.
—Buenas noches, señor Nolan —dijo el chico, sosteniendo la puerta con la mano.
—¡Buenas noches, amigo mío!
Miguel entró, cerró y se quedó solo en la oscuridad del vestíbulo.
Oyó los pasos del señor Nolan que se alejaba y, luego, el silencio. Permaneció un minuto parado. ¡Qué absoluta quietud la de la finca! Cogió las cerillas del bolsillo y abrió la caja para encender el farol que debía colgar aún al lado de la puerta. Pero no se atrevió a rascar la mixtura. Es decir, no se atrevió a dar la luz. Se sintió incapaz de soportar la visión del reloj de péndulo del vestíbulo, del arca, de las armas cruzadas en la pared, de la barandilla de la escalera por la que tantas veces vio subir a su madre. Y volvió a meter el fósforo en la caja, volvió a cerrarla, se la puso en el bolsillo y empezó a andar a tientas por la negrura del piso. Iba palpando los muebles, reconociéndolos uno por uno. Tocó por fin la barandilla y doblando la curva del pedestal empezó a subir los peldaños. Cerraba los ojos cuanto podía. Alcanzó el vestíbulo superior y fue abriendo las puertas hasta llegar a su cuarto. Se encerró en él. Olía a poca ventilación. Palpó la cama y notó la colcha húmeda. Se desnudó y fue plegando la ropa y depositándola en la silla. Debajo de la almohada halló un pijama; y se metió por fin en el lecho, con singular excitación. Entonces pensó que la vida de los ciegos debía ser agotadora. Luego perdió la noción del lugar donde se hallaba; y al final se durmió, aunque despertó a medianoche y se encontró sollozando.
Al día siguiente recibió varias visitas de pésame, que al muchacho le molestaron sobremanera, excepto la del señor Pawell, por lo sincera y efusiva. El doctor se mostró desolado. Elena fue a verle. Le dio la mano y Miguel se la estrechó.
La esposa del señor Nolan acompañó a la finca a una muchacha, recomendándola a Miguel como sirvienta. El muchacho la aceptó. De repente le había entrado una gran ternura hacia las personas humildes. Le preguntó cómo se llamaba y ella dijo que Isabel. Era una muchacha baja, de hombros un poco deformes.
Por la tarde le visitaron dos caballeros, vestidos impecablemente. Los reconoció en el acto. ¡Los socios! Ellos le saludaron y le dieron el pésame, con mucha corrección. Se mostraban dispuestos a marchar sin hablarle para nada de negocios, por estimarlo inoportuno. Él creyó que les vería brillar los ojos si iniciaba la conversación; pero se quedó muy chasqueado, pues lo intentó y ellos insistieron en que tiempo habría de arreglar los asuntos, y se le ofrecieron en un tono que parecía del todo sincero.
Luego pasó unos cuantos días con cierta inconsciencia. Veía únicamente al señor Nolan y sostenía largas conversaciones con su sirvienta, interesándose por los más nimios detalles de su vida y de su familia. La chica se sentía feliz y parecía vivir los días más claros de su existencia.
—¿Por qué no toca la guitarra el señorito? —le dijo una noche la pobre muchacha.
Nadie en el mundo que se lo hubiera pedido hubiera conseguido que Miguel hiciera sonar música en aquella casa; pero con la deforme Isabel, era distinto. La miró y la vio con los hombros tan sumamente caídos y la boca abierta con tanta expectación, que dijo:
—Démela, Isabel.
La muchacha corrió a buscar la guitarra, y se la dio. Miguel se sentó en la misma cocina. Cerraron la ventana y el chico empezó a tocar. Tocó largo rato, una canción tras otra, con tristeza, y luego improvisó acompañamientos, inspirándose en motivos de sardana. De vez en cuando miraba a Isabel y esta sonreía. Pensó que hubiese sido maravilloso acompañar con la guitarra a su padre, este con el violonchelo. Y al cabo de mucho rato volvió a mirar a la sirvienta, y vio que la chica se había dormido, con la cabeza baja, las manos en la falda, los pulgares apoyándose mutuamente.
Se acercaba el principio de curso. Era cuestión de decidirse y de arreglar las cuestiones de la finca y de la fábrica. Llamó al señor Nolan y le dijo que le nombraba su tutor y consejero, pues a él no le interesaban nada los negocios. El profesor le hizo unas cuantas reflexiones encaminadas a demostrarle que en la vida, a pesar de los contratiempos, y tal vez a causa de estos, era preciso tener un sentido práctico.
—Con un poco de sensatez —le dijo— tienes para vivir y no ha de faltarte nada.
Empezaron por el asunto de la fábrica. Miguel decidió vender su parte y en esto no dio el brazo a torcer. El señor Nolan, al que Eva tenía al corriente de todo, le aseguró, y quiso demostrárselo con números, que era un buen negocio, un estupendo negocio, y además le dijo que los dos socios eran excelentes personas y honradas a carta cabal. Miguel decidió venderlo y además le dijo al señor Nolan que lo mejor era que se lo comprase él. El hombre sonrió, diciéndole que su posición era muy modesta y que vendiendo todo cuanto poseía, incluidos el piano y la lámpara del comedor, no reuniría la centésima parte del capital que se necesitaba. Entonces Miguel le dijo que se lo pagara a plazos, pero el señor Nolan se negó, recomendándole además muy en serio que no tratase los asuntos económicos con tanto altruismo, pues en Irlanda y en todo el mundo sobraban manos que le deshojarían el patrimonio en un santiamén.
—¡Pues me lo comprará el señor Pawell! —dijo Miguel; y se empeñó en verle. El doctor le contestó que tenía bastantes quebraderos de cabeza con enseñar a hablar a su hijo, el cual no hacía más que llorar y romper todas las gafas que podía agarrar. Finalmente el señor Nolan y Miguel sacaron cuentas, de acuerdo con los libros de Eva, y se dirigieron a la fábrica.
Los dos socios se quedaron con la parte, aunque ellos hubiesen deseado que el muchacho entrara en el negocio a ayudarles.
A Miguel le correspondió en metálico una cantidad verdaderamente importante; y en el momento de la firma le pareció que tenía más edad.
En cuanto salieron de la fábrica el muchacho le dijo al señor Nolan:
—Usted me guardará el dinero, señor Nolan. No crea que he querido realizar mi parte en metálico porque sí. Tengo mis proyectos para cuando haya terminado la carrera.
La casa de París la tenía alquilada. Una banca en la planta baja e inquilinos en los pisos. Eva tenía nombrado un procurador, un tal monsieur Couré, que cuidaba de la administración y que trimestralmente le mandaba la liquidación. Le escribieron dándole instrucciones, en el sentido de que remitiera los fondos a nombre del muchacho.
Luego quedaba la finca. El terreno cultivable era muy poco, y estaba descuidado. El edificio, sí valía. Era regio, francamente regio y amueblado y decorado como correspondía a una señora como Eva. Puesto que Miguel estaba decidido a marcharse a estudiar el último curso a Dublín, quería que el señor Nolan se instalara en la casa, incluso para mejor conservarla, pues su voluntad era no venderla, desde luego, y mandar a buscar un hermano de Isabel, casado, para que cuidara de la tierra y de algunos animales que se podían adquirir.
El señor Nolan se negó también a instalarse en la finca; de todos modos, llegaron a un acuerdo con Isabel, cuyo hermano, Octavio de nombre, anunció su inmediata llegada.
Estos trámites distraían a Miguel durante el día; sin embargo, por la noche pensaba en su madre y entonces se encogía de hombros, indiferente a todo. En realidad, comprendía que tomaba decisiones más para complacer al señor Nolan que para velar por sus intereses y posición.
Durante aquel tiempo había estado en contacto epistolar con el fotógrafo, del que a veces recibía ocho cartas en diez días, si bien de repente estaba dos meses sin recibir ninguna. Miguel recordó muchas veces que el hombre, con todas sus bromas, había profetizado que su madre moriría de accidente. Pensó que algo impreciso y superdotado acompañaba a aquel ser extravagante; y aunque no se dejó influir supersticiosamente, no por ello dejó de escribirle una larga carta, explicándole lo ocurrido.
Lo cierto es que a menudo había echado de menos a aquel hombre; y una voz secreta le decía que, andando la vida, volverían a encontrarse.
También escribió al notario; y al Cojo de Cadaqués, aunque esta última carta no llegó a echarla al correo, pues comprendió que no había motivo para ello.
Así las cosas, a fines de septiembre marchó a Dublín para matricularse y estudiar.
Quedaron en que buscaría una pensión cómoda y en que el señor Nolan le iría mandando mensualmente lo que necesitase. Durante el viaje pensó que tal vez le fuera útil visitar a algunos de los médicos que les había presentado el doctor Pawell.
Así lo hizo. Visitó al doctor Breen, que le recibió con mucha amabilidad, así como su esposa. No les habló de su madre muerta, pues estaba cansado de oír lamentaciones. Entendió que por menos de un céntimo aquel matrimonio se lo hubiesen quedado en casa, pero Miguel prefirió vivir con independencia y se hospedó en una pensión de la calle Irlanda con habitación que daba a un pequeño parque silencioso.
Todos los días iba a la Universidad y, a la salida, se iba a su casa a estudiar. Los dos primeros meses rehuyó el trato con sus compañeros de curso, pues se sabía inconstante en la amistad.
Únicamente se abrió un poco a un muchacho bastante mayor que él, protestante. Este chico parecía muy serio y se interesaba mucho por la Sociología y por lo que él llamaba el porvenir de la Humanidad. A Miguel le hacía gracia que el porvenir de la Humanidad le preocupara tanto y le decía que los hombres no pintaban nada en el mundo y que todo iba dando vueltas como una noria.
—¡No, no! —exclamaba su camarada—. ¿Y el cristianismo? ¿Y la Revolución Francesa? ¿No alteraron el concepto universal?
Miguel se paraba y le decía:
—A mí me parece que lo importante es aficionarse a algo concreto, aunque sea a un pequeño instrumento de cuerda.
El protestante se mesaba los cabellos, con cuyo gesto a menudo se le caían al suelo los libros que llevaba debajo del brazo.
En la pensión no abría boca. La regentaban unos italianos, aunque el matrimonio estaba siempre en la cocina y los huéspedes trataban exclusivamente con la hija. El comedor era pequeño y los comensales comían en mesas de a dos, excepto Miguel, que impuso como condición el comer solo. La hija se llamaba Flora y llevaba los cabellos materialmente volcados sobre la frente. Parecía bastante lista y muy rápida en replicar a las impertinencias de los huéspedes. Sin embargo, Miguel descubrió que estas impertinencias eran siempre las mismas y las frases de Flora un cuestionario aprendido de memoria.
En la Universidad, su figura llamaba la atención. Sus condiscípulos, extrañados, intentaban sonsacarle algo de su vida, máxime teniendo en cuenta que no era irlandés. Él contestaba con evasivas y se iba a la pensión, despidiéndose de ellos con una sonrisa melancólica.
Su actitud extrañaba especialmente a las chicas, varias de las cuales lo invitaban a reuniones y fiestas, sin conseguir que aceptara.
El escepticismo de Miguel adquirió tal relieve, que un día una comisión de estudiantes de su mismo curso fue a visitarlo a la pensión para proponerle algo pintoresco. Él les recibió en su propio cuarto, con exquisita corrección, invitándoles a ginebra y llamando a Flora para que trajera unas pastas.
Los chicos inspeccionaron por turno la habitación. Vieron la guitarra y dos o tres retratos de una gran señora, que en el acto supusieron que debía de ser su madre.
La proposición que llevaban tenía por objeto la fundación de un Club.
—Queremos formar el «Club de los Optimistas» —le dijeron— y venimos a ofrecerte la presidencia.
Miguel captó sobradamente la ironía; no obstante, mostró gran calma y les contestó simplemente que él no podía aceptar, ni siquiera formar parte del Club, porque no era optimista por ningún lado.
—¡Entonces formemos el Club de los Pesimistas! —sugirió el portavoz de la Comisión.
—En este sí me alistaría —contestó Miguel—, siempre y cuando mis consocios fueran pesimistas de verdad.
—¡A nosotros lo mismo nos da ser una cosa que otra! —opinó un tercero—. Por lo tanto, cuenta con nosotros.
—¡No, no! —cortó Miguel, con seriedad—. ¡En el mundo se es optimista o pesimista! ¡Se nace de un modo o de otro! Vosotros no podéis haber cambiado en un momento.
—¿Por qué no fundamos, pues, el Club de los Irónicos? —propuso el portavoz, viendo que la cosa se ponía mal.
—¡Uy, amigo…! —opinó Miguel, pasándose la mano por la sien—. Para ser irónico se necesita poseer un grado de inteligencia del que nosotros, por desgracia, carecemos.
En cuanto se hubieron marchado, Miguel miró el retrato de su madre y luego, asomándose a la ventana, contempló el parque silencioso, por el que pasaba un viejo con una niña de la mano, los cuales debían de regresar a su casa, pues la tarde se moría.
Aquella noche estuvo pensando en la sugerencia de aquellos muchachos. ¿Por qué no fundar el Club de los Pesimistas? Naturalmente, no podía contar con ellos, pero sí con su amigo el protestante y con otros tres o cuatro condiscípulos a los que se veía un poco amargados.
Maduró la idea; y un día de enero húmedo y gris, que invitaba desde luego a aceptar, reunió en su habitación a los seis candidatos, y en un tono de absoluta seriedad les habló de lo que hacía al caso.
Cuatro aceptaron en el acto, absorbidos de pies a cabeza por el tono empleado por Miguel; el quinto sugirió el peligro de terminar labrándose su propia infelicidad a fuerza de hablar de ella. Miguel le contestó que no se trataba de hablar de la infelicidad, no de combatirla, por el sencillo procedimiento de aceptarla como un hecho puramente natural y biológico.
Aquel juego de palabras le dejó al chico turulato. Entonces intervino el protestante, diciendo que él militaría en aquellas filas con entusiasmo, siempre y cuando viese en su misión una finalidad política.
Miguel objetó que, por su parte, en cuanto extranjero que era, no podía de ningún modo hacer política en Irlanda; pero que consideraba que la mejor política de un aspirante a político como su amigo era formarse ideas propias y permanecer hasta los cincuenta años observando lo que ocurría a su alrededor.
Al cabo de dos horas de debate quedó constituido en Dublín el «Club de los Pesimistas», presidido por Miguel Serra, hijo de ampurdanés. Pensaron incluso en alquilar un local, pero luego decidieron reunirse en la habitación del presidente, pues tres de los candidatos no hubieran podido contribuir al pago del alquiler.
Durante una semana se reunieron a diario para redactar el Decálogo, que al final quedó aceptado en los siguientes términos:
1.er Punto. El rey del mundo es el dinero; sin embargo, los ricos se condenan.
2.º Punto. La vida carece de sentido, excepto para el hombre religioso, para el artista o para el hombre primitivo.
3.er Punto. Ni siquiera estas excepciones son enteramente válidas, pues el hombre religioso no aspira a ser feliz sino después de muerto, el artista sufre constantemente para crear y el hombre primitivo no está capacitado para comprender su situación de privilegio.
4.º Punto. Es grotesco reír, pues a nuestro lado el prójimo sufre y existen la enfermedad y la muerte.
5.º Punto. Los intelectuales son los seres más desgraciados del Universo, pues son los que más ardientemente desean ser Dios.
6.º Punto. El amor no es solución, pues cada sexo exige que el contrario le proporcione la felicidad; y se crea una, pantanosa tierra de nadie.
7.º Punto. Punto. La bondad de la Naturaleza es un mito. El sol quema, el rayo mata, el mar daña los pulmones.
8.º Punto. El cuerpo del noventa por ciento de las mujeres es horrible.
9.º Punto. La satisfacción de los instintos conduce a la pena.
10.º Punto. Desesperarse es tonto, pues ninguna mejora se consigue, por lo que lo que importa es ir viviendo.
Repartieron mil ejemplares del Decálogo por toda la Universidad. En el reverso del papel figuraban las caricaturas de los seis miembros de la Junta, disfrazados de mendigos y con la mano en actitud de pedir limosna.
Todo aquello distrajo a Miguel por espacio de un par de meses. Sin embargo, pronto se cansó, pues en el Club no surgían ideas nuevas.
Uno de los catedráticos lo llamó aparte y le dijo que aquellas octavillas eran francamente desagradables, preguntándole luego qué se proponía con ello. Miguel se encogió de hombros y le replicó que compadecía a quien en la vida se proponía algo. El catedrático lo miró con seriedad y se despidió con un gesto ambiguo.
Hasta el final de curso se dedicó a estudiar fuerte, pues el programa era duro. Escribió al señor Nolan, diciéndole que una vez conseguido el título iría a pasar el verano en Donegal.
Llegaron los exámenes. Hubo inmenso ajetreo en la Universidad. Miguel hizo unos exámenes brillantes. Tuvo unos momentos de gran lucidez mental.
A los tres días anunciaron que las papeletas estaban a la disposición, y Miguel, un tanto emocionado, pues aquello significaba la licenciatura, fue a recoger la suya.
El bedel le entregó el sobre. Dentro se encontró con dos papeles. Uno era el suspenso de todas las asignaturas y el otro un ejemplar del Decálogo del «Club de los Pesimistas».