EVA, MIGUEL, el señor O’Doney y su hija salieron del pueblo, para una excursión hasta el anochecer, a las seis de la mañana. El señor O’Doney y Miguel llevaban sendas mochilas con la comida, un pequeño botiquín y accesorios de montaña. Aquel día fue nombrado jefe de excursión Miguel y a él correspondía llevar el piolet y las cuerdas.
Se reunieron los cuatro frente a la capilla y partieron del mejor humor, dando la espalda al pueblo y a la salida del sol.
Eva, para las excursiones, se ponía siempre la más rara indumentaria. Pañuelos en la cabeza o en el cuello, saharianas, calcetines y botas cuya existencia su mismo hijo desconocía. A menudo se ponía pantalón largo de golf. Miguel le decía que parecía un anuncio de turismo.
La hija del señor O’Doney vestía pantalón corto, jersey de cuello alto, calcillas y pequeñas botas con clavos.
—¡Ligero, ligero! —decía siempre.
El señor O’Doney era el perfecto montañero. No le faltaba detalle. Desde el cuchillo plegable en el que había incluso mondadientes, hasta el termo. Cantimplora, manta, saco de dormir, cerillas en una cajita impermeabilizada, prismáticos, cámara fotográfica con varios placas, y quien sabe si hasta brújula. Cuando hacía falta cualquier chisme, se oía: «¡el señor O’Doney llevará!», y, efectivamente, el señor O’Doney llevaba.
Miguel era lunático. Tan pronto superaba, si es posible, el grand complet del señor O’Doney, llevando incluso un par de alfileres por si alguien se clavaba una espina, como se presentaba a la buena de Dios, sin provisión de ninguna clase, como si en vez de subir a dos mil quinientos pies se tratara de ir a tomar un baño.
Aquel día todo el mundo salió bien equipado; la que menos la hija del señor O’Doney. De todos modos, la excursión no ofrecía ningún peligro. El proyecto era subir a unos dos mil pies, a un lugar donde había a un lado una cueva y al otro una roca suspendida sobre el abismo, que daba la impresión de que se podía lanzar al espacio con sólo un pequeño empujón, aunque la verdad era que pesaba un puñado de toneladas. Comerían junto a la roca, por la tarde realizarían con las cuerdas alguna pequeña escalada y regresarían al atardecer.
El amanecer era maravilloso. Entre la neblina se filtraba el sol, en rayos que tomaban todas las direcciones. Los altos picachos relucían. El aire era fresco, espeso y las hierbas y matorrales que crecían al borde del camino parecía que acababan de nacer.
Se pararon al vencer la primera cuesta y contemplaron el valle, que aparecía envuelto en la niebla blanca, pero abriéndose ya al sol como un grandioso libro policromado.
Por entre la niebla asomaba el pararrayos de la casa del señor O’Doney. A medida que subían, el camino se tornaba pedregoso. Miguel conducía la caravana, con el piolet a modo de bastón y vigilando de vez en cuando si todo el mundo seguía.
—¿Alguien se cansa? —preguntaba. Por toda respuesta, la hija del señor O’Doney volvía la cabeza y emitía un grito tirolés que rodaba por toda la comarca.
Junto a una cascada de unos diez metros de altura, que caía como una inmensa cabellera y que con el tiempo había ido ensanchando la grieta entre los dos bloques graníticos, se pararon para desayunar. El ruido del agua era atronador y les impedía oír las conversaciones. Por ello doblaron el recodo, en donde, por fenómeno acústico, reinaba el más completo silencio. Desayunaron entre risas y anécdotas campestres. Luego prosiguieron la ascensión. Y puesto que el sol andaba ya con libertad, empezaron a aligerarse de ropa, que apretujaron en las mochilas.
La montaña iba siendo cada vez más poderosa. Menos vegetación, más inmensidad, más abismos y algunos pajarracos cruzando el espacio.
Empezaron a encontrar pequeñas superficies de nieve helada, en las que para no resbalar era preciso pisar clavando el tacón. Miguel, sintiéndose responsable, utilizó un par de veces el piolet, ante la mirada de aburrida espera de la hija del señor O’Doney, la cual pasaba luego tan campante sin servirse de los peldaños que el muchacho había construido.
El señor O’Doney oteaba a menudo con sus prismáticos las lejanas cumbres de Sliewe Felim y Sliewe Bloom, y luego no decía nada, pues él era partidario de no hablar mientras se anda, así como de hacer los descansos muy breves, para no entumecer las piernas, y siempre en espacios de tiempos iguales. Miguel, en cambio, tan pronto les obligaba a reposar un cuarto de hora largo como apenas si les permitía sentarse.
Al cabo de cinco horas de marcha alcanzaron el lugar previsto, o sea la roca suspendida en el abismo. Miguel, no bien hubo descargado la mochila, se acercó a la mole de piedra y aplicando el hombro contra ella empujó con todas sus fuerzas como para tirarla; aunque en seguida disminuyó su esfuerzo, con íntimo pánico de que, efectivamente, la roca cediese, arrastrándole a él mismo al fondo del barranco.
Luego todos contemplaron el panorama, que era verdaderamente mayestático.
A su espalda se alzaban gigantescos picos de una tonalidad rosada, manchados de trecho en trecho por el blanco de la nieve y por estratos carboníferos. A su derecha una meseta árida, desierta, de forma redonda, que sugería la idea de un circo romano, con fieras despanzurrándose ante la impertérrita presencia de los picos alineados a su alrededor. A su izquierda, una inmensa cueva horadaba la montaña como para descubrir su alma negruzca, de tierra o de fuego; y frente a sus ojos ondulaciones sin fin, con valles y más valles, con el hilo de agua de los ríos, todo inmerso en una masa cromática verde, todo dormido, dilatado y profundo. Entraron en la cueva, que estaba muy húmeda y donde hacía un fresco que hirió de lleno las desnudas rodillas de la señorita O’Doney. Esta cueva se ensanchaba y se encogía alternativamente hasta una profundidad de cincuenta metros. En ella la voz humana sonaba como un órgano. Los nativos le llamaban la cueva de la Fuente, porque en su interior se oía claramente manar un chorro de agua, aunque jamás pudo localizarse el lugar exacto.
Luego salieron y cada uno se dedicó a inspeccionar la redonda llanura. El ciclópeo paredón que se levantaba ante sus ojos desafiaba al cielo. Miguel anduvo solo, golpeando, con el piolet cogido del revés, las rocas, tal un médico la espalda de un enfermo; procurando identificar las siluetas de las piedras con formas humanas conocidas; recogiendo de vez en cuando guijarros e intentando su clasificación mineral. Lo que mayormente le cautivaba de aquel mundo era su absoluta inmovilidad, que contrastaba con el incesante desplazamiento del mundo vegetal del valle.
En cuanto a Eva, a medida que la estancia allá se prolongaba, se sentía invadida por un visible malestar. Tanta monumentalidad la asfixiaba, se le antojaba monstruosa. Inútil hablar —¡pobre voz, qué hilo más tenue!—, inútil correr —¡pobres piernas, qué míseros vehículos!—, inútil pensar —¡cómo zumbaba el cerebro!—, inútil contemplar a distancia orgullosamente a su hijo —¡pobre hijo, qué punto insignificante, allá lejos, agachado, recogiendo no se sabía qué!
Un deseo la estimuló, por un momento: imaginó aquel paisaje a la luz de la luna generosamente derramada, y deseó contemplarlo algún día. «¿Pero por qué —se preguntó inmediatamente— mis deseos han de tener siempre un carácter de alucinación?»
La señorita O’Doney tenía mucha hambre y no cejó hasta que los cuatro excursionistas extendieron su mantel y sacando las fiambreras de las mochilas se sentaron en torno. Se comió bien, en frío, calentando el estómago con buen vino que Miguel llevaba en un botijo que no había desamparado desde su estancia en el país vasco.
Fue una comida silenciosa. Todo el mundo miraba a los valles, en tanto los dientes masticaban lentamente el pollo, la tortilla y el pan.
El señor O’Doney cuidó de recoger cuidadosamente los papeles, los huesos y todos los residuos y los enterró. Miguel se burló un poco de esta medida, pero ante la mirada de la señorita O’Doney dijo que estaba dispuesto, si ella lo deseaba, a enterrar incluso la mochila.
Después de comer cantaron. El señor O’Doney y su hija, una balada, de preciosas estrofas líricas sobre las plantaciones de lino; Eva y Miguel ensayaron varias jotas navarras y aragonesas, que les salieron muy mal, aunque el texto, que tradujeron, le gustó mucho al señor O’Doney, por su rudeza.
Luego contaron algunas anécdotas un poco subidas de tono, que fueron muy celebradas, especialmente por la señorita O’Doney, la cual reía y las contaba a su vez con la mayor naturalidad.
Después de la digestión intentaron pequeñas escaladas, que resultaban difíciles por lo cortado del terreno y, además, porque a Eva le daba un poco de vértigo. Miguel trepaba con agilidad pasmosa, ensanchando el pecho en cada conquista y emulando deficientemente los gritos tiroleses de la muchacha de piernas peludas.
A media tarde decidieron regresar, pues el pueblo se encontraba verdaderamente lejos, y aunque el día transcurría claro, no era de desear que les pillara la noche en el camino.
Iniciaron la bajada con menos disciplina que la subida. Miguel y la chica iban delante, Eva y el señor O’Doney detrás. Una vez vencidos los pasos difíciles, los dos jóvenes se detuvieron unos minutos, mordidos de nuevo por el apetito; y Eva y el señor O’Doney, sin hacerles caso, siguieron bajando a buen tren. Miguel y la muchacha permanecieron bastante rato sentados, pues habían dado con un tema que apasionaba a la señorita O’Doney: los animales. Miguel, que había estudiado Zoología con mucha afición, intentaba decir lo suyo, pero pronto advirtió su inferioridad. La muchacha conocía a los animales del campo por la práctica. Sabía de ellos lo inimaginable: caballos, yeguas, burros, mulos, bueyes, gallinas, cerdos, ovejas, conejos, saltamontes, etc. Era una ametralladora de datos, que suministraba con un realismo palpitante y sin prejuicios.
Luego reemprendieron la marcha, en dirección al pueblo, viendo cómo Oriente se iba ya oscureciendo un poco. El sol declinaba y atrás quedaban las montañas eternas.
No veían a Eva y al señor O’Doney, que debían de haberles tomado una buena delantera. Los llamaron a coro, pero en aquellas solemnidades el grito quedaba absorbido en el barranco. Aceleraron el paso lo más que pudieron, comentando con extrañeza que sus padres no los hubieran esperado en algún recodo del camino.
Todavía anduvieron un largo trecho, hasta que alcanzaron el montículo desde donde, por la mañana, habían contemplado el valle. Tampoco allá vieron a sus padres y supusieron, puesto que la senda era única y no había pérdida, que habrían llegado al pueblo.
Se lanzaron por la última pendiente y alcanzaron las primeras casas en el momento en que el día agonizaba. Preguntaron si habían visto pasar al señor O’Doney y a la señora Eva, y les dijeron que no. Miguel y la muchacha se miraron y, sin decirse nada, volaron materialmente hacia la fonda. Tampoco los habían visto. El corazón les rebotaba y no se atrevían a hablarse. Llegaron a casa del señor O’Doney y no sabían nada, no habían llegado; entonces Miguel y la muchacha palidecieron.
—¿Cómo es posible? ¿Qué ha pasado? —preguntó con ansia la madre de la chica.
—¡No sé! ¡No se asuste! ¡Deben estar viniendo!
—Pero… ¿iban ellos delante?
—Sí, claro…
¡Santo Dios! La mujer se llevó las manos a la cabeza.
—¡Se habrán caído! ¡Se habrán despeñado!
—¡No, no! ¡Nada de eso!
—¡Uno de los dos se habrá caído!
Miguel y la muchacha estaban como paralizados. Se miraron, y con los ojos se comunicaron el uno al otro el mismo temor y la misma decisión. Era preciso hacer algo.
—¡Vamos hacia allá! —dijo Miguel.
—Sí, pero está anocheciendo…
En aquel momento llegó el fondista y en seguida el leñador. Se les veía muy alarmados y, prescindiendo del pánico de la señora O’Doney, dijeron claramente que había que salir a buscarles como fuera, con linternas y parihuelas, por si estaban heridos.
La noticia corrió por el pueblo como la pólvora y en un cuarto de hora estaban reunidos frente a la casa unos quince hombres. Miguel estaba muy sereno y daba instrucciones muy precisas. La muchacha cuidó de improvisar un botiquín y salió inmediatamente un cuñado del leñador para el pueblo vecino a buscar el médico.
Miguel llamó a este enlace y le dijo que fuera a buscar también al cura.
El sol se hundía en el horizonte y el equipo de salvamento se puso en marcha, con cuerdas, seis linternas, palos y toda clase de enseres que pudieran ser de utilidad.
Miguel y la muchacha iban en cabeza para señalar el punto donde se habían cruzado últimamente. El silencio era espeso, de una majestad impresionante, que los pasos herían, así como el sonido metálico de las linternas.
Iniciaron la cuesta y las sombras se extendían por el valle. Miguel hubiese pedido con toda su alma el milagro de detener la luz, y nunca como en aquellos instantes le pareció fría y despiadada la Naturaleza.
Entonces el leñador sugirió la conveniencia de dividir la comitiva.
Unos debían seguir ascendiendo por el camino y los demás entrar en el barranco y avanzar por él, aprovechando que estaba seco, e inspeccionar desde abajo las laderas, pues no todo el trayecto estaba cortado a pico.
Así lo hicieron. Miguel se quedó con los que irían por abajo: el leñador y nueve hombres, y la muchacha con los que seguirían el camino, entre los que había el fondista y seis hombres más. Miguel llevaba una pistola y el fondista otra, para orientar a Eva y al señor O’Doney, o para avisarse mutuamente.
Se dividieron, pues. El equipo de Miguel avanzó con ciertas dificultades, por la cantidad de piedras y matorrales que llenaban el barranco. Habían quedado en que cualquiera de los dos equipos que les encontrara dispararía tres tiros; y si era para avisar a los desaparecidos, dos.
Miguel, al cabo de un rato, disparó dos veces. El sonido de los disparos retumbó en la hondonada en forma durísima. Poco después volvió a disparar.
—¡Eeeeeeh! ¡Eeeeeeh! —gritaban a coro; y luego se paraban a escuchar. Pero no oían el menor ruido. Y entonces las linternas reanudaban su avance.
Al cabo de dos horas penosas el equipo del barranco, que se había subdividido por la pendiente que trepaba hacia el camino, encontró el cuerpo del señor O’Doney. El leñador fue el primero en verle e inmediatamente le vio Miguel. Los dos hombres se precipitaron sobre el señor O’Doney, alumbrándole con la linterna. Tenía la cabeza ensangrentada y la mochila destrozada a su lado. Estaba caído boca abajo. Le dieron media vuelta y advirtieron con inmensa esperanza que el corazón le latía. Miguel se irguió y disparó tres veces, con una emoción indescriptible. Desde arriba acusaron el aviso disparando dos veces. Por la dirección del sonido comprendieron que el equipo de la muchacha había avanzado bastante más.
Entre el leñador y dos hombres colocaron al señor O’Doney, que respiraba débilmente, sobre unas parihuelas. En el pecho no presentaba ninguna herida, pero sí en la cabeza, que le vendaron con torpeza, después de limpiarle un poco la sangre. Además, debía de tener un pie roto, pues le colgaba como un pingajo.
Miguel disparó otras tres veces para orientar al equipo de arriba, al tiempo que todos levantaban cuanto podían las linternas. Pronto se les oyó, y vieron sus luces. Con mucha dificultad fueron bajando hasta reunírseles.
Inmediatamente cinco hombres se llevaron al señor O’Doney hacia el pueblo. Se les unió la muchacha, que había abierto como una loca los brazos ante el cuerpo de su padre, abalanzándose sobre él, entre sollozos ahogados. En cuanto le dijeron que estaba vivo lanzó un gemido desgarrado, que pareció en cierto modo una carcajada y que se clavó como un cuchillo en el cerebro de Miguel, quien con los dientes apretados pensaba en su madre.
Quince hombres se quedaron para buscar el cuerpo de Eva. Empezaba a brillar la luna en cuarto creciente. La noche era estrellada, pero oscura en el barranco. A dos metros del lugar donde encontraron al señor O’Doney la vertiente caía verticalmente a más profundidad. Iluminaron aquella área de terreno y no vieron a Eva, por lo que todos quedaron suspensos, mirando el nuevo precipicio. Miguel, que también había mirado, levantó los brazos y disparó horrorizado un tiro al aire. El fondista se le acercó y le quitó con delicadeza la pistola, dándole una linterna.
—¡A ver! ¡Bajemos! —dijo el leñador, en tono enérgico. Y dando un gran rodeo descendieron unos metros, mientras Miguel les seguía, tropezando a cada paso.
No había forma de encontrar a Eva. Unas nubes cubrieron la luna y la noche oscureció más. Las linternas subían y bajaban inútilmente. El frío empezaba a clavarse en los huesos de aquellos hombres, que se iban desanimando.
—¡Madre…! —gritó el muchacho una vez.
—No hay más remedio que esperar al amanecer —confesó el leñador, vencido ante lo escarpado del terreno. Nadie contestó y fueron sentándose uno a uno.
Miguel continuó buscando unos minutos, pero se rindió. Acercó la linterna a sus ojos y vio la llama titilante, a punto de consumirse. Dejó caer la linterna, agotado. El cristal se rompió; y el muchacho se tumbó, apoyando la cabeza sobre una piedra helada, cuyas aristas se le clavaban en el rostro.
Le invadió un extraño letargo. Abría los ojos levemente y veía a los demás hombres sentados, algunos fumando; y el resplandor de las luces daba a sus rostros un color entre anaranjado y negro.
Miguel, en estado de inconsciencia, se durmió un momento. De pronto despertó, sobresaltado, y se levantó, en el instante en que el fondista se aprestaba a taparle con una manta. Entonces volvió a callar y a sentarse.
Y de este modo fue caminando por el cielo la luna, y fue transcurriendo con lentitud infinita la noche. Todos los hombres tiritaban y Miguel se sentía en el más absoluto desamparo. Pensaba en su madre, la veía con sus pantalones de golf, con su pañuelo azul en la nuca, indefensa en medio del circo romano. Pensó en aquellos valses de Cadaqués y le pareció que el firmamento daba vueltas. «¡Muerta!», se decía. Tenía la seguridad de que estaba muerta; y no erraba.
Cuando empezó a clarear, encontraron a Eva a cinco metros escasos del lugar donde tan inútilmente habían buscado.
Tenía la cabeza destrozada y los ojos abiertos y helados; en cambio, el resto del cuerpo estaba intacto.