EN ESTO LLEGÓ el mes de los exámenes. Eva le dijo a su hijo que aquel año lo acompañaría a Dublín, y que si aprobaba, como era de suponer, le prometía un viaje.
Fue coincidente que el doctor Pawell —cuya esposa acababa de dar a luz un varón— tuviera que ir también a la capital.
Marcharon los tres a primeros de junio. Elena acudió a la estación a despedirles. Le dio un cálido beso a su esposo, ante cuya insistencia la joven madre juró que cuidaría del pequeño como si el médico fuera ella misma y no él.
Llegados a Dublín, se hospedaron en el mismo hotel, en la calle Jackville, en habitaciones contiguas. El doctor Pawell, que tenía la teoría de que todos los grandes hombres han sido y son locos, se paró ante la estatua de Nelson y les dijo, señalando la cúspide:
—¡Miren ustedes dónde colocan a mis enfermos!
El doctor Pawell fue un gran camarada para Eva y Miguel en los días de su estancia en la capital. El muchacho aprobó en la Universidad Real; estaban todos de excelente humor y cuidaron de divertirse de lo lindo. El doctor, que debía de ser hombre de gran fortuna, se empeñaba en invitarles y Eva no sabía cómo corresponder. Casi todas las noches cenaban en un sitio distinto y luego se iban a bailar o a ver los puentes, que a Miguel le fascinaban. A Eva le gustaba bailar con el doctor, pues tenía la impresión de que daba vueltas alrededor de un hombre completamente feliz. El doctor les presentó a varios médicos colegas suyos y de su misma especialidad o similar. Uno de ellos, psiquiatra, opinaba que la enfermedad no existe y que es pura cobardía de la Humanidad pecadora.
—¡Aplicad el cloroformo moral y desaparecerá el dolor! —sentenciaba.
—¿Dónde puede encontrarse este cloroformo? —le preguntó Miguel.
—En la Biblia —contestó el psiquiatra, limpiándose los lentes.
La noche del sábado el doctor empezó a echar de menos a su hijo. Nadie ni nada logró animarle. Hubo champaña, bailarinas. Él se pasó toda la noche tamborileando sobre la mesa con los dedos y tañendo las copas con una cucharilla.
—¡Mañana me marcho! —decidió por fin. Y, efectivamente, al día siguiente, domingo, se marchó, no sin antes aceptar de Eva el regalo de un magnífico caballo de cartón para el bebé.
Al quedarse solos, Miguel le recordó a su madre la promesa del viaje. «Lo prometido, prometido», contestó Eva. Estuvieron discutiendo dónde dirigirse. A ella le hubiese gustado ir a Inglaterra y, mejor, a Francia. El muchacho dijo que no tenía ganas de salir de Irlanda, y que lo mejor que podían hacer era ir a algún pueblo de la montaña desde donde pudieran hacer excursiones.
Después de pasarse una tarde entera consultando el mapa decidieron dejarse llevar por la intuición e irse a la región de Tipperary.
A Miguel el proyecto le entusiasmaba. Siempre había vivido más bien cerca del mar, por lo que la montaña propiamente dicha no la conocía sino de oídas.
—¡Explícame algo sobre la gente de montaña! —le preguntaba a su madre.
—La gente de montaña es como les corresponde ser —le contestó Eva—. Muy bruta y poco divertida; aunque vale la pena conocerla.
—De todos modos, en la montaña debe haber mucha paz —admitió Miguel.
Eva le miró y no se lo discutió, porque en aquel momento tenía mucho sueño.
Permanecieron aún una semana en Dublín. Todas las mañanas se iban al parque Fénix. Se entretenían largos ratos ante la colección zoológica, aunque Miguel decía que los animales enjaulados le causaban una impresión penosa y que aquellas exhibiciones le parecían detestables.
También visitaron el Jardín Botánico, a las orillas del Tolka, y la Biblioteca de la Sociedad Real, en la que pidieron un diccionario para ver el significado de la palabra Dublín, enterándose de que significa «agua negra».
Por fin se decidieron a marchar hacia la región de Tipperary.
En dos días de viaje, vadeando los montes Wicklow y muchos lagos, llegaron a los pies de los Galtees de Tipperary. Se instalaron en un pueblo próximo al río Suir, a unos diez kilómetros escasos del valle de Golden.
Llegaron de noche. Una mujer de edad les acompañó a una fonda a la que, no se sabía por qué, la llamaban la fonda del León. Esta denominación cobraba súbito interés al ver la cara del fondista, la cual, a partir de la frente, seguía en línea semicircular hasta la punta de la nariz, con lo que su perfil era exactamente el de un cordero.
Este pueblo estaba situado en las mismas estribaciones de aquel macizo montañoso, de modo que dominaba un estrecho valle con otros cuatro pueblos diseminados, el río y las laderas y la silueta del macizo opuesto, por el que trepaba un frondoso bosque hasta considerable altura.
La impresión que les causó el panorama, al día siguiente, cuando despertaron y abrieron las dos ventanas que les habían correspondido, fue extraordinaria. Con sólo alargar la mano Miguel tocaba las hojas de un manzano plantado en el patio de la fonda. El valle era de un verde intenso, pues llevaba en cada brizna toda la savia de la primavera. Se oía un rumor hondo, como de algún torrente que bajara a gran velocidad; y esquilas que anunciaban a los campesinos el grandioso hecho de que los animales estaban a su lado.
Miguel experimentó una alegría profunda e inmensas ganas de respirar.
—¡Qué paz! —exclamó, enlazando a su madre por la cintura.
Eva no se Lacia tantas ilusiones. Suponía que la vida en la montaña era más dura de lo que los ojos percibían de primer intento. Así se lo manifestó a Miguel. El muchacho la miró, y le preguntó:
—¿Lo dices por los insectos?
—¡Oh, por todo! Los insectos, el sol, el frío… qué sé yo…
En efecto, Eva desconfiaba en grado superlativo de la literatura bucólica, convencida de que se apartaba de la realidad. La experiencia de la madre de Miguel en materia de soledad y de paz era larga. Creía a pies juntillas que la montaña era una evidencia dolorosa, agotadora, y que en ella ni siquiera los corderos eran mansos, sino que embestían como endemoniados.
—Naturalmente —aclaró, hablando con Miguel—, me refiero a la reacción de personas como tú y yo y tratándose de una estancia prolongada. Así, de pasada, está muy bien.
Decir «bien» era poco decir. Miguel rechazó toda suerte de teorías generalizadoras y se dedicó a sorber lo que aquel mundo, inédito para él, le ofrecía.
Empezaron a salir por los alrededores. El valle era fértil y rico, al igual que toda la comarca. Era de lo mejor de Irlanda, con abundante pasto, trigo, avena y patatas. Prácticamente, excepto algunos casos de dejadez y poltronería, no había miseria, si bien el trabajo no era nada fácil y todos los cabezas de familia, al igual que sus mujeres, sabían lo que era el sudor, pues los métodos de cultivo eran bastante primitivos. Influidos por los libros de Kipling que habían llevado consigo, prestaron especial atención a los árboles. Eva, que tenía una marcada tendencia a racionalizar la Naturaleza, dogmatizó que los árboles se enviaban mensajes entre sí. Miguel permaneció largo rato mirando el bosque en que se encontraban. Se acercó a los troncos, los palpó, siguió el movimiento de las ramas y de las hojas, y escuchó su murmullo inimitable. Al final sentenció:
—¡Sí, se comunican, pero por las raíces! ¡Por el aire no, por el subsuelo!
Se entregaron por completo a aquella vida, como en Cadaqués se habían dado al mar. Cada paseo señalaba un descubrimiento.
La Naturaleza les subyugaba. Gustaban de tumbarse boca abajo, muy juntos, al lado del río, o en un prado, para descubrir lo que vivía y lo que ocurría en un palmo de terreno o en un centímetro de hierba. Eva, al término de estos análisis, decía siempre que en cuanto a complejidad, a esfuerzo de creación, era tan admirable el crecimiento de un solo árbol como el de la totalidad del bosque.
Miguel asentía, conmovido. Juraba para sus adentros que nunca más se dejaría impresionar por la cantidad de las cosas o por su espectacularidad. Entre dos piedras encontraba todos los días un hermoso caracol. Observaba su vida, sus desplazamientos, su sensibilidad. «Mi madre tiene razón —concluía para sí—. La existencia de este animal es tan múltiple como un cataclismo.»
Los habitantes de aquella región eran habladores y abiertos. Eva y Miguel, a los tres días de su llegada, recibieron una invitación de la familia rica del lugar, los señores O’Doney, para que fueran a visitarlos y a tomar posesión de su casa.
El edificio se alzaba en la parte alta del pueblo. Tenía una entrada con arco para que pasaran los carros y una espléndida caballeriza. Había muchos perros por los alrededores y una hamaca en un rincón de un patio enlosado.
La familia O’Doney se componía del abuelo, del cabeza de familia con su esposa y dos hijas.
Les recibieron con suma amabilidad y les condujeron a una terraza donde todos tomaron asiento y desde la cual se veía el meandro del río al entrar en el valle.
Pronto la conversación giró en torno de las realidades del país, que era el tema preferido de la familia.
El abuelo de la casa, hombre ya agotado y con voz afónica, sostenía que la tierra es de quien la ama. El cabeza de familia, que daba la impresión de ser un gran agricultor, le contestó con poca amabilidad:
—Eso no es ninguna solución, abuelo. ¿Qué significa amar la tierra? La tierra ha de ser trabajada. Entonces la hija mayor contó, dirigiéndose a Eva, que aquella discusión era corriente en su casa, y que los dos puntos de vista habían tenido influencia decisiva sobre el desarrollo del patrimonio familiar.
Por lo visto, el abuelo, que era hombre de cultura rutinaria, había hecho grabar en sus tiempos, en una placa de la fuente del jardín, esta frase: «Un necio cortó una rosa para plantar una col».
—Esta sentencia —añadió la nieta sonriendo— actuó sobre las propiedades como una plaga. Al cabo de unos años no había coles; y lo que es peor, tampoco había rosas.
El viejo se tocaba un casquete pardo que llevaba en la cabeza y la movía de arriba abajo con aire desesperado.
Al parecer, este abuelo discutía especialmente con su nieta mayor, muchacha enérgica y muy segura de sí misma, que escribía su «Diario poético» en inglés y que en cada página sentaba axiomáticas afirmaciones.
—¿Qué afirmaciones puedes hacer a tus veinticinco años? —le decía, indignado, el viejo—. ¡Deberías limitarte a hacer preguntas a tu padre, y para las cosas de tu Diario, a mí!
La muchacha apretaba los dientes y contestaba:
—¡Eso nunca, abuelo! En poesía, cuando se presiente una cosa, se afirma.
—Hija mía —intervino el cabeza de familia—, esto es una sentencia como la de la col.
Miguel estuvo muy callado durante aquella sesión. A menudo le ocurría que, ante seis o siete personas, se sentía tímido y no abría la boca.
Poco a poco fueron conociendo a otra gente del lugar. Al lado de la fonda vivía un matrimonio que no había tenido hijos, por lo que el marido estaba desolado, pues no tenía quien le ayudara en las faenas del campo. Nunca había visto al médico, pero el hombre estaba convencido de que la que no valía era su mujer.
Aquel pueblo era católico y contaba con una pequeña capilla. Un viejo sacerdote cuidaba del culto de los cinco pueblos del valle; tarea ardua a su edad y dada la distancia que separaba a dichos pueblos. Sin embargo, salía adelante. En todo el valle era muy apreciado, especialmente por su carácter alegre. Nadie recordaba haberle sorprendido en un momento de mal humor, ni siquiera en verano cuando llegaba chorreando, ni tampoco en invierno cuando entraba como una exhalación en la primera casa que encontraba para secarse o calentarse un poco.
Eva y Miguel hicieron frecuentes excursiones acompañados por el señor O’Doney y, a veces, por su hija mayor. El señor O’Doney era, tal como les pareció el primer día, todo un señor, que se movía siempre con perfecta naturalidad. En cuanto a la hija mayor, era un caso gracioso. Tenía las piernas peludas como un hombre, y además trataba por un igual a los hombres y a las mujeres. A Miguel lo miraba con una indiferencia total. Por otra parte, andaba por la montaña mejor que un guía.
Su hermana era el lado opuesto. Se ruborizaba por cualquier motivo y se pasaba horas y horas cosiendo sin experimentar fatiga.
A las dos semanas de permanecer en el valle, Miguel había de vivir una de las más serias emociones de su vida, gracias a una invitación que le hizo el médico del valle, el cual, lo mismo que el cura, tenía a su cargo los cinco pueblos, con la diferencia de que el médico hacía los trayectos montado en un asno y el cura los hacía a pie.
Este médico, que les había sido presentado por la familia O’Doney, era un hombre brusco, pero muy servicial. La base fundamental de su terapéutica era la dieta, y su mayor afición, disparar contra los pájaros.
Miguel gustaba de hablar con él. Y un día en que el doctor se lamentaba de la falta de especialistas en los pueblos, lo cual obligaba a los médicos rurales a tratar las dolencias más diversas, Miguel le confesó que una de sus ilusiones era presenciar un parto.
—He visto vivir y morir a la gente —explicó en tono de experiencia—. Ahora me falta verla nacer.
El doctor, partidario de los hombres valientes, le prometió avisarle para el primer parto que hubiese, añadiendo que para justificar su asistencia, lo presentaría como estudiante de Medicina.
—Por cierto, en casa del leñador Macfarlan no puede tardar en haber novedad —recordó—. Ahora bien, como se maree usted, lo mato.
Y a las dos semanas hubo novedad en casa del leñador Macfarlan. Miguel esperó al doctor a la salida del pueblo y ambos se dirigieron a la casa.
El muchacho no las tenía todas consigo, pues temía que los interesados descubrieran su inexperiencia. Le suplicó al doctor que durante el trayecto ilustrase un poco su entendimiento, pues ignoraba incluso cómo se sostenía una palangana.
—¡Hala, hala! —decía el doctor—. ¡Usted mire lo que yo hago!
—Pero…
El doctor se paró un instante.
—¡Adelante! —decidió Miguel, acelerando las zancadas. Y a los pocos minutos entraban en casa del leñador.
—Aquí, un estudiante de Medicina… —dijo el doctor, doblándose las mangas de la camisa y dirigiéndose como un rayo a la escalera interior.
—¡Muy bien, muy bien, doctor!… ¡Pasen! ¡Por aquí!
Miguel subió los peldaños detrás del médico, doblándose a su vez, con gesto profesional, las mangas de la camisa.
La paciente tenía ya dos hijos, uno de cinco años y otro de dos, y al ver al doctor hasta se sonrió un poco, con expresión maravillosamente tierna.
Miguel resistió bien los primeros trances, atento a las mínimas manipulaciones del doctor, al que en aquellos momentos estaba dispuesto a ayudar, jugándose la vida si fuese necesario.
De repente sintió un extraño temblor y notó que el corazón le latía con una violencia sumamente dolorosa. Ante sus ojos un nuevo ser se asomaba a la vida. Miraba a la esposa del leñador con un respeto inmenso y él mismo se sentía copartícipe de un milagro, pareciéndole increíble que el mundo entero no estuviese presente alrededor de la cama.
Sin embargo, el muchacho se mareó. Ridículo, pero se mareó. La frente se le cubrió de sudor y se sintió invadido por una extraña debilidad. Se mantuvo erguido hasta que se dio cuenta de que no dominaba su cabeza como era preciso en aquellas circunstancias, y entonces, desafiando el ridículo, dio unos pasos por la habitación, acercándose con disimulo a la puerta.
—¡Uno que se marcha! —dijo el doctor en el momento en que Miguel llegaba al umbral y lo cruzaba—. Y otro que llega —añadió luego, entregando a la hermana de la paciente un pulposo varoncito.
Miguel bajó la escalera con rapidez, con el pañuelo en la mano.
Abajo se encontró con el leñador, que estaba sentado en el primer peldaño.
El hombre, al ver al muchacho, se quitó la gorra y le miró con ojos ansiosos.
—Todo bien, todo bien… —le tranquilizó Miguel, que al ver la luz de la calle empezaba a recobrarse.
—¡Gracias, doctor! —musitó el leñador, siguiéndole—. ¡Muchas gracias!
En cuanto se hubo aireado fuera, y dado un par de vueltas a la casa, Miguel deseó vivamente subir de nuevo para presenciar las últimas operaciones. Le temía al médico, pero su sed de saber venció y volvió a entrar. El leñador al verlo se levantó otra vez con respeto.
Ya en la escalera oyó claramente los primeros lloriqueos. Entró con cautela en la habitación. El doctor se secaba los brazos y manos con una enorme toalla, y sobre la cama, como un animalito rosado, yacía el varón.
—¡Suspenso, amigo! —le dijo el doctor. Pero Miguel no le oía. Miraba con fijeza al nacido y a la madre, que sufría horrores.
Estaba tan exageradamente impresionado que llegó a pensar que aquel nuevo ser humano, sin duda alguna, alcanzaría a ser santo o sabio, a medida que se fuese desarrollando. Le pareció que le quería como si él hubiese intervenido de algún modo y decidió pedir al leñador que cada año le fuese mandando noticias del pequeño.
Aquello terminó y a los pocos días tuvo lugar el bautizo. El leñador le estaba muy agradecido a Miguel porque el muchacho se negó a presentar la nota de los honorarios. El hombre decidió hacerle un obsequio, aunque no sabía qué elegir. Por fin le regaló una pipa tallada al boj, que representaba la cabeza de un pastor.
Por lo demás, fue un mes de julio muy tranquilo para Eva y Miguel, Se estaban enamorando de aquella región. En las excursiones encontraban todavía nieve por los picos, pues la niebla cerraba el paso del sol, impidiendo el deshielo. Miguel demostraba ser un gran andarín, y Eva no se quedaba atrás.
Cuando el señor O’Doney los acompañaba, el muchacho no se atrevía a cometer ninguna excentricidad. Sin embargo, varias veces en que salió solo o con su madre, al encontrarse en plena naturaleza y sintiendo que toda la sangre le circulaba a la perfección, se exaltó y le dio por saltar y gritar, escuchando luego si le respondía el eco, cosa que casi nunca consiguió.
Una tarde cometió una gran locura. Se apostó detrás de una roca y empezó a tirar piedras contra un rebaño de ovejas que cruzaba un prado. Su madre se encolerizó y no sabía cómo explicarse aquella acción. El muchacho le dijo simplemente que le molestaba de los rebaños el aire que se daban de temas inmortales.
Otro día le pidió al leñador que le proporcionara una esquila. El hombre, muy extrañado, la consiguió de un vecino y se la prestó. Aquel día salió él solo por el monte, subiendo a una colina desde donde se divisaba el valle entero. Permaneció unos instantes erguido, y de pronto se colgó la esquila al cuello, respiró hondo, como si fuera un extraño ser del bosque que se hubiese extraviado o estuviese malherido, y se lanzó monte abajo salvando obstáculos en forma inverosímil. La esquila, al saltar, le rebotaba contra el pecho, produciendo un sonido opaco y sordo. La pendiente era muy fuerte, por lo que la rapidez lo excitaba más y más y le parecía que una manada de lobos lo perseguía y que se convertía en ciervo o cabra montesa. De repente, al llegar a la falda del monte, el muchacho se encontró frente a una muchacha que, con una caña en la mano, conducía unas vacas. La chica, casi una niña, que se había parado, le miró embobada, con la caña al aire. Entonces Miguel se quitó la esquila con torpeza y dijo, intentando sonreír:
—¡No es nada! Era una prueba… —Y emprendió el regreso al pueblo.