PARA QUE MIGUEL se reconciliara con su madre —se reconciliara con creces— fue necesario que muriera un hombre. Fue necesario que un hombre, tres días después de la marcha de Elena y el doctor Pawell hacia Galway en viaje de novios, empezara a toser a las dos de la tarde, y tosiera cada vez más dolorosamente, a las ocho tuviera una hemorragia y muriera a las doce de la noche, en el instante en que la luna arrojaba su lividez sobre las casas del poblado.
El profesor de guitarra de Miguel, murió al cuidado de Eva. Eva lo atendió, permaneció a su lado, fue secándole el sudor de la frente, tomándole el pulso, mandó buscar a un sacerdote, y esperó, sentada bajo un grabado que representaba a una mujer sacando agua de un pozo, a que de aquel ser humano se alejara el espíritu, abandonando en este mundo, sobre la cama, su corpora carcomida, amarillenta, con un extraño gorro en la cabeza.
También Miguel estuvo allí. Era la primera vez que veía morir a un hombre. Y la impresión que le causó fue muy potente. ¿Por qué ocurrían esas cosas? Pensó que la única herencia que legaba aquel hombre eran unos cuantos chistes que alguien repetiría durante un tiempo, y la veintena de lecciones que le había dado a él.
Por la tarde le llevaron al cementerio, señalando el lugar con una cruz de hierro; y Donegal continuó existiendo.
Pues bien, la abnegación de Eva reconcilió a su hijo con ella. Le reconcilió con ella y con todo el mundo. Incluso con la muerte. Sí, el recuerdo del hombre muerto le condujo a un peregrino pensamiento: entendió que la gente no era tan mala como se suponía, puesto que un día moría. Era una extraña argumentación que al pronto le satisfizo. Así razonaba el muchacho mientras recordaba el momento preciso en que su madre, en la habitación del enfermo, cerró los ojos e inclinó con respeto la cabeza.
Esta actitud de su madre se le había quedado grabada en la mente. Hasta que una noche le inundó de ternura el pecho y se levantó, acercándose a Eva por la espalda sin que ella lo advirtiera. Le tapó los ojos y le preguntó:
—¿A que no adivinas quién soy?
Su madre dejó el libro en la falda y contestó:
—Un hombre difícil de conquistar.
—¡No lo creas! —protestó él; y la besó los cabellos y las sienes.
Era una de las cosas que llamaba la atención de Eva: su hijo le besaba siempre en las sienes. Nunca se atrevió a preguntarle la razón, pues consideraba que ya es mucha felicidad que le besen a uno y que no hay por qué pedir, además, explicaciones.
Aquella escena inició para Miguel una de las temporadas más tranquilas de su vida. Porque si bien rechazó de plano la idea de trasladarse a París o a Londres a estudiar bibliografía para instalar más tarde un negocio de librería internacional, en cambio tomó una decisión: licenciarse en Historia, estudiando libre, es decir, sin separarse de su madre, separación que ahora no concebía. Estudiar libre y examinarse en la Universidad de Dublín, donde, naturalmente, debería matricularse cuanto antes y recoger los programas.
Cuantos esfuerzos hizo Eva para convencerlo de que la librería se adaptaría mucho mejor a su temperamento —además de que ella estaba dispuesta a abandonarlo todo y trabajar a su lado— fueron vanos. Miguel le dijo que había algo en el negocio de libros a que no se acostumbraría jamás: vender. «Comprar, todo lo que quieras. ¡Me encantaría! ¡Menuda biblioteca! Pero vender, jamás…»
Eva se llevó las manos a la cabeza. Pero, como siempre, acabó riéndose. Su hijo era un loco… inimitable. ¡En cuanto regresara el doctor Pawell le suplicaría que internara al chico en… Eva se rio. ¿Qué hacer si Miguel le estaba diciendo: «Por lo demás, madre, tú misma podrás darme lecciones, pues, si mal no recuerdo, asististe en la Sorbona a varios cursos de Historia…», lo cual era rigurosamente cierto?
Esta fue la base de su tranquilidad: el estudio lento y fecundo, en su casa, con su madre. Eva preparaba de noche, largamente, las lecciones, sentada en la cama. Lo hacía a escondidas. ¡Miguel no debía enterarse jamás de que en la Sorbona ella perdió el tiempo, y de que todo se le había olvidado bajo el peso de los años! Le costaba gran esfuerzo. Mucho más que a Miguel. Mordía la punta de los lápices como una colegiala. Era una lucha contra reloj, pues al día siguiente el muchacho devoraba en un santiamén sus enseñanzas.
Pero todo ello contribuía a que la amistad los uniera cada vez más. A Miguel le gustaba dar la clase en la propia habitación de su madre, ella sentada en la cama y él en el suelo, o viceversa. A veces salían al jardín, bajo los árboles. A veces paseaban por la carretera, en cuyo caso Miguel amenizaba cada pregunta de Eva con un punterazo al guijarro más próximo.
Por otro lado, el chico hacía notables progresos en el estudio de la guitarra, que ahora llevaba a cabo sin profesor; se aficionaba a beber vino; odiaba el bridge que se jugaba en su casa los domingos por la tarde; y de vez en cuando, con expresión de pasmo, fisgoneaba en los libros de la fábrica de conservas.
En cuanto a sus lecciones de inglés, se habían truncado para siempre. Elena estaba embarazada.
Hecho que provocó en Miguel una extraña reacción, basada en la repugnancia. Se sentía liberado.
Liberado hasta que, a final de curso, fue a Dublín a examinarse… Dublín le ofreció, ciertamente, un aprobado; pero también unos compañeros amantes de la cerveza y una muchacha inglesa que, para saludarlo, flexionó un poco las rodillas como si fuera a bailar un minué. Miguel se entregó por entero a esta muchacha, suponiéndola intacta. Y regresó a Donegal muy satisfecho de su hombría, y rota la coraza que defendía su castidad.
El segundo curso transcurrió con altibajos semejantes; al iniciarse el tercero, la cosa cambió de aspecto. Un día, Miguel preguntó a su madre por qué no se había vuelto a casar. Eva le contestó que ya bastó con probarlo una vez.
—¿Lo lamentas?
—Sí, claro, porque tuvimos poca suerte.
Entonces el muchacho le dijo que él lamentaba no tener un hermano.
Aquella conversación, aparentemente sin importancia, había de tenerla grandísima en el orden emocional. En efecto, Miguel no olvidó la respuesta de su madre. No sólo eso, sino que desde aquel momento no paró de darle vueltas. Recordó a su padre, como le ocurría tan a menudo; y de repente llegó a la conclusión de que era verdaderamente incomprensible que en la vida de una mujer como su madre no se hallase otro amor, especialmente a partir de su viudez. En resumen, asoció este pensamiento con el viaje mensual de su madre y se inquietó. Se inquietó de una manera absurda, sin motivo preciso, indignándose consigo mismo.
El caso es que se puso a vigilar a su madre con enfermiza meticulosidad. Luchando sin cesar con su innata nobleza, tenía intenciones enteramente desagradables, tales como abrir cartas, husmear tarjetas, abrir cajones, y sobre todo escuchar las conversaciones que Eva sostenía con varios caballeros que la visitaban «por asuntos de la fábrica», según ella decía.
Eva se dio cuenta muy pronto de que se había traído al mundo su propio centinela. Se sintió bastante lastimada. Hasta tal extremo, que le habló a Miguel sin temblores en la voz. Le habló un día de invierno, un día claro y frío como las uñas de un enfermo.
—Hijo —dijo—, tú me dijiste un día que dudabas desde que te despertabas. Yo… ¡cómo te he de explicar! Tu madre no hace otra cosa que componérselas consigo misma e ir viviendo. ¡No, no! ¡No hace falta que me digas nada! Sé perfectamente que si me pillaras en falso no me lo perdonarías nunca. ¡Tal vez estuvieras en tu derecho! Aunque he de advertirte que la vida es muy extraña y que a menudo hacemos las cosas sin saber el motivo. ¿Por qué no me perdonarías? En fin, lo importante es que ya te he dicho el qué y que espero vendrás a darme un beso ahora mismo.
Miguel no se movió. A veces se le paralizaban las piernas; y aunque el corazón les ordenase avanzar, no avanzaban ni un paso siquiera.
—Sí, sí, madre… ¿Por qué me hablas en ese tono?
—Y yo te pregunto por qué no vienes a besarme.
—¡Oh! ¡No hay inconveniente, te lo prometo!
Entonces el muchacho estampó un beso en la palma de su propia mano y soplando sobre ella se lo envió por el aire.
—¡Eso es lo malo que tienes, hijo! —exclamó Eva, desconsolada—. Que en los momentos de duda todo lo haces a distancia. ¡Cuando te preocupe algo dilo al oído! Tú haces como los niños, y no puede ser, pues ya vas por los veintiuno…
—Eso es una tontería, madre. Te lo prometo. No hay razón para insistir en esto. ¿Abrimos una botella? ¿Qué te parece? ¡Vamos a liquidarla mano a mano!
—Antes quisiera que me dijeras una cosa…
—¿Qué?
—Me gustaría que me dijeras qué entiendes tú por pecado.
Miguel no se levantó. Adoptó un aire irresoluto.
—Es muy difícil contestar a esto —habló, un poco grave—. Me parece que esto no se puede contestar sino a la hora de morir.
—¡No lo creas! —objetó Eva—. Yo no me voy a morir y creo que podría contestarlo.
—¿Sí? ¿Por qué no lo haces?
—No tengo inconveniente. Yo creo, hijo, que los pecados… se cometen de la cintura para arriba.
—¡No entiendo!…
—¿No? Pues deberías entenderlo. El pecado, sí no sale de aquí —y se tocó la frente con la mano—, no es pecado.
—¿La frente?
—¡Bueno! Yo me refería a la cabeza, al cerebro.
Miguel se quedó reflexionando.
—Esto que acabas de decir —admitió luego— está bien. De veras, está muy bien.
—Celebro que lo admitas, hijo. Es la segunda vez que me veo obligada a hablar así.
Miguel miró con fijeza a su madre.
—¿Es que mi padre también dudaba?
—¡No, hijo, no! ¡Tu padre no dudó jamás! Pero tampoco sabía lo que es un pecado.
Entonces tocó una campanilla que había sobre la mesa y ordenó a la sirvienta que les trajera una botella de champaña.
En aquel momento entraba a verles el señor Nolan, abrigado como si fuese a atravesar Rusia.
—¡Pase, señor Nolan, pase! ¡Llega usted a tiempo! ¿Qué prefiere, dulce o seco?
—Siempre he preferido las cosas dulces.
—Entonces no tenga un hijo como el mío, señor Nolan —contestó Eva con voz alegre, invitándole a sentarse.
—¡Dios me libre! —exclamó el profesor de piano—. Este caballero está demasiado delgado para ser dulce.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! —respondió el señor Nolan, dejando el abrigo, los guantes y la bufanda y sentándose junto a la lumbre—. Las personas gruesas son más felices que ustedes. Yo creo que no piensan tanto.
Eva, descorchando la botella, continuó:
—A mí déme usted personas delgadas, señor Nolan. Dan más disgustos, desde luego, pero son más transparentes.
Miguel se echó a reír.
—Así, pues… ¿el doctor Pawell no es un hombre transparente? —preguntó el profesor.
—El doctor Pawell pesa noventa y cinco kilos, ¿no es eso? —prosiguió Eva—; ¡pues mire qué sorpresa da! ¿Creía usted que se iría a casar con una pimpolla de veinte añitos? En cambio… mi hijo pesa sesenta y yo casi podría profetizar con quién se casará.
Entonces la botella de champaña estalló en un ¡pum! que debió de asustar a la futura esposa de Miguel, pues la pobre desapareció por el resto de la velada. Se llenaron las tres copas hirvientes de espuma y se brindó por las personas delgadas y para que el señor Nolan no se resfriara al salir.
Fue una deliciosa velada. El señor Nolan era un hombre poco brillante, pero de gran sentido común.
Miguel vivía entonces en la época del sarampión. Le gustaba hablar de cosas terribles y difíciles como la muerte, el arte, la Revolución francesa y la lucha entre el hombre sabio y el hombre ignorante. El señor Nolan le atajaba poco a poco, con mucho sentido práctico. Decía que él no creía excesivamente en lo abstracto y citó a Goethe, quien, según dijo el señor Nolan, no creía en la Humanidad, sino en los hombres. Miguel se dignaba oírle, pues el profesor no cometía la imprudencia de concluir sus intervenciones diciendo: «Cuando tenga usted más experiencia ya verá, ya verá…» Pero el muchacho le tomaba un poco el pelo.
—Es usted demasiado sensato, señor Nolan —le decía—. La sensatez, y perdone, acaba por dejarle a uno agotado.
—¿Qué quiere, pues? ¿Decir tonterías?
—¡Y hacerlas!
—¡Bah, bah! En el piano, a mí me gustan las cosas bien construidas.
—En el piano, pase, señor Nolan; pero en la vida…
Entonces Eva dijo que nada existía tan bien construido como la vida y que ella estaba convencida de que cada uno tiene lo que se merece.
—¿Incluso los que mueren jóvenes? —preguntó Miguel, con rapidez e intención.
—Estamos hablando de los que viven, hijo —anotó Eva—. ¿Más champaña, señor Nolan?
Aquella velada tranquilizó en cierto modo el espíritu de Miguel. Se acabó el espionaje. Y a medida que transcurrían los días se convencía más y más de que todo era infundado y producto de su frenética sensibilidad.
El invierno fue duro en la comarca. Cada mañana aparecían helados los caminos y morían infinidad de plantas. El paisaje se iba secando y los muchachos, al ir temprano al colegio, con las manos en los bolsillos, veían cómo los árboles, desnudos, tiritaban y clamaban al cielo con nudoso dramatismo.
Durante todo el mes de febrero estuvo lloviendo. Llovió mucho, llovió horrores, convirtiendo la tierra en charcos. Fueron días pésimos para la gente modesta cuyo hogar no reunía condiciones. El empapelado de las habitaciones se pudrió, aparecieron goteras, los listones de las persianas se desclavaron, y hasta el papel del calendario del comedor se encogió, como la misma alma de los que allí moraban.
En la finca de Eva fue otro cantar. Hubo fuego en cada habitación. En la entrada, una estera y serrín advertían a los visitantes que tuvieran buen cuidado en limpiarse las botas y en no ensuciar las alfombras de la casa. El fuego bailó día y noche. Miguel lo alimentó sin cesar con leña seca y demostró suma habilidad en la colocación de los troncos. Desde la finca de Eva resultó hasta hermoso ver como afuera llovía. Es lo que decía el señor Nolan: «¡Es muy soportable ver una cortina gris cruzando el mundo si uno tiene salud y dinero!» A veces, Eva, después de cenar, contemplaba a su hijo tocando la guitarra, y pensaba: «Curioso destino el mío. La música de cuerda, siempre la música de cuerda, sonando a mi alrededor.» Y cuando Miguel, cansado, abandonaba en el suelo el instrumento, entonces Eva dirigía de nuevo sus oídos a la melodía del agua que caía en el exterior.
Hasta que, a medianoche, se despedía y se encerraba en su cuarto a preparar la lección.