XI

¡GRANDIOSO OTOÑO el de Donegal! Otoño de colores encendidos en el cielo, ocre en los árboles, verde sucio en la tierra. En el lago, el agua quieta y niebla al amanecer. El frío empezaba a rondar la finca de Eva, las cunetas de la carretera; se subía a los tejados del pueblo como un gato de cien pies. Eva preparaba la ropa de invierno; el mozo en la cocina se daba a los demonios con sus hermanas, y Miguel se encerraba en su cuarto pensando en sí mismo.

Aquel otoño, Miguel empezó a pensar en sí mismo, en su situación, en su vida, en su estado espiritual y sacó en claro dos cosas. Primera, que tenía dieciocho años, y en cuanto ser humano, una misión que cumplir; segunda, que, tocante a esta misión, lo único que hacía era estudiar la guitarra y pasar sus manos por sobre la piel de una muchacha que ni siquiera era hermosa.

Amigo, ninguno. Un excondiscípulo hijo de padres vegetarianos, en Bélgica, un fotógrafo y un notario en San Sebastián, el Portugués en un pueblo mediterráneo. Pero allá en Donegal, amigo de su edad y condición, con quien hablar, compartir proyectos y a quien pegar libremente palmadas en el hombro, ninguno. Tenía a su madre, la cual tampoco parecía que concretase nada.

—Lo más difícil en la vida —se dijo Miguel con indolencia— es concretar.

Espiritualmente, su estado seguía siendo de absoluta desorientación. En cuanto a puntos de referencia íntimos que le impidieran desflecarse como un fantoche, tenía aquel instrumento de cuerda, las cartas de un loco y el recuerdo de una excursión al Cabo de Creus.

La religión le resultaba ahora molesta, pues se interponía entre Elena y él. Su Navidad mística le parecía lejana, más lejana que la primera palabra que pronunció. Procuraba ahogar las voces angélicas como las brujas de Cadaqués ahogaban a los niños que nacían con ojos azules.

Decidió hablar con su madre, un poco para expansionar su angustia y un poco porque sentía la necesidad de volver a pensar en su futuro. La verdad era que no sabía qué hacer y ya empezaba a dudar que sus aficiones le durasen más de lo que tarda el trigo en convertirse en pan. Si estudiara una carrera… ¿Qué carrera? ¡Otra vez el problema de la elección! ¿Por qué ninguna inquietud se le aproximaba a los ojos para siempre ocultando todas las demás? ¡Cualquier cosa menos aquella incertidumbre!

Después de cenar le dijo a su madre que quería hablar con ella. Eva llevaba aquel día un vestido gris, escueto, y un peinado alto. El detalle propio, intransferible, era aquel día un cinturón ancho, de cuero, con una figura repujada que representaba un ciervo. Por lo demás, aquel verano había enflaquecido y esto la favorecía.

Por su parte, el muchacho había adelgazado. Tenía los brazos largos y algo caídos. Los rubios cabellos se le escapaban por el aire. El timbre de su voz era aún variable.

—Madre, estoy cansado de no cansarme —le dijo, en tono a la vez zumbón y triste—. ¿Por qué no te las arreglaste para que naciera de otro modo?

Eva hizo un gesto de asentimiento y sonrió.

—Exactamente esto le había preguntado yo varias veces a mi madre —contestó—. ¡Con una diferencia! —añadió—. Ella no pudo contestarme y yo sí.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me vas a contestar?

—Te contestaré que no hay nada perdido, absolutamente nada. Lo único que te ocurre es que no concretas.

¡Válgame Dios! ¡Jamás una madre y un hijo habían estado tan de acuerdo! Miguel levantó los hombros y por un momento perdió las ganas de proseguir la conversación.

—No es que haya pensado demasiado en lo tuyo —continuó Eva—, pues me gusta que resuelvas por ti mismo tus propios asuntos. Y prefiero no contrariarte, aun cuando casi siempre tus decisiones me parecen un poco calenturientas; pero, no obstante, creo que debes hacer algo práctico, y que entre los dos podemos dar con ello. Dieciocho años es la primera pincelada del cuadro. ¡Una cosa, desde luego, me parece mal en ti! Nunca me has preguntado de dónde saco el dinero, ni cómo están nuestros intereses. ¿No sabes que el dinero es lo primero que se necesita para poder dedicarse a la mendicidad? ¡Bueno! ¡No pongas esa cara! Sólo quiero que entiendas que el dinero es esencial y que por lo visto tú crees que tenemos una fortuna que no se acaba nunca y que podemos vivir sin hacer nada.

Eva había acertado tan sólo a medias. Miguel había pensado más de una vez en la cosa económica. Nunca en serio, claro está; y si no había preguntado había sido por pereza y por despreocupación. Él tenía entendido que su madre vivía de renta y con esto se daba por satisfecho.

Al oír las palabras de Eva experimentó deseos de saberlo todo, de conocer exactamente cuál era su posición. Y su estupefacción no tuvo límites al enterarse de que la base actual de su patrimonio eran unos intereses, importantes desde luego, que tenían en una fábrica de conservas.

—¿Qué dices? —exclamó—. ¿Fábrica de conservas?

—¿Y qué tiene de particular, muchacho?

Miguel era tan sumamente alado en estas cosas, y tenía un sentido tan estrecho de la realidad, que le pareció imposible que una mujer como su madre, que había leído tantos libros, pudiera dedicarse a fabricar conservas.

—¡Estás en un error, hijo! —le atajó aquella—. ¡Lo importante es tirar adelante! ¡Lo mismo da fabricar esto que clasificar trapos, o curar locos, como el doctor Pawell!

Miguel se palpó la sien.

—¡Si, sí, claro…!

Luego, Eva le enteró de que aquella finca, con toda la tierra circundante, que sumaba dos hectáreas, era también suya. Además, como último regalo, le enteró de que poseían la casa de París, donde él había nacido.

—Pero… —insistió Miguel—, ¿tú cuidas de la fábrica de conservas?

—En cierto modo, si —contestó Eva—. Es una sociedad y no están descontentos de mis opiniones.

—Pero… ¿y cuándo vas tú allá?

—¡Oh!, ir a la fábrica, una vez al mes; excepto cuando me tomo unas vacaciones, como este verano. ¿No te acuerdas de que todos los meses he salido alguna vez? Las otras semanas vienen a verme aquí; y si quieres, te enseñaré los libros de cuentas.

—¡No, no…!

—La verdad es que en la fábrica yo me limito a esto —prosiguió—. Vivir, prefiero vivir aquí. Me pasa un poco como a ti, ¿comprendes? Prefiero el olor de la paja al de las latas de aluminio. Aunque… ¿te interesa de verdad el olor de la paja?

Miguel se sintió un poco humillado. Por un momento admitió que no le interesaba nada. De pronto su rostro se iluminó. Se veía claramente que estaba pensando en algo divertido.

—¡No estaría mal! —exclamó, por fin, pegando un puñetazo en el sillón—. ¡Fabricaré conservas!

Su madre lo atajó. Acudió en su ayuda, pues advirtió que su hijo se hallaba sumido en la más grande perplejidad. Lo demostraba la catarata de profesiones posibles que vertió sobre la mesa, en cuanto Eva le hizo saber que en la fábrica, de momento, no era necesario. Miguel, siempre dispuesto a crear alegremente cualquier juego, se entretuvo entonces en crear el de su porvenir, en proponer oficios, negocios, situaciones, mordiéndose cada vez el labio inferior y tocándose con el índice la nariz.

Juego que terminó siendo doloroso, y que a Eva le dio la medida de la formidable irresponsabilidad de aquel hijo que ella había educado.

—¡No, hijo, no!… —acabó, cortando de una vez—. ¡Nada de eso! ¡Estás diciendo barbaridades! La profesión no se elige así como así, al azar, en un momento y ateniéndose a la resonancia de las palabras. Ser diplomático es una vocación, y lo mismo ser ingeniero o transportista. Hay que pensar, ¿comprendes? Primero hay que pensar con tenacidad…

En cuanto Miguel se hubo calmado un tanto, Eva añadió:

—Yo tengo algo pensado para ti… Pero te lo diré más adelante.

Miguel se levantó y se puso serio.

—¿Qué es ello, madre?

—¡No, no!… Hoy, no. Tal vez mañana, si estás en condiciones…

—¿Mañana…? —habló Miguel—. Bueno…, mañana —aceptó inesperadamente.

Y abandonando su actitud, dio unos pasos hacia la puerta. Antes de cruzar el umbral se volvió y dijo:

—De todos modos… es preciso que pueda quedarme aquí. Quiero estar contigo. —Por último concluyó—: Y con mi guitarra… Y no obstante, un incidente impidió que al día siguiente Eva revelara su secreto. Eva recibió la visita de la silenciosa Elena, la cual le anunció que se casaba… ¡Y se casaba, además, con el doctor Pawell! Todo había sido planeado en silencio, sin que nadie en la localidad lo sospechara.

La madre de Miguel, en cuanto Elena se hubo marchado, llamó al muchacho y le comunicó la noticia. Pero, al hacerlo, no acertó a dominar su ironía y cometió un grave error, que enturbió por un tiempo la paz en la finca de Donegal. Se lo comunicó de forma que Miguel comprendió que su madre estaba al corriente de la calidad de sus relaciones con Elena. Sin lugar a dudas. Lo leyó en sus ojos y en el tono de cada palabra.

La reacción de Miguel ante el hecho, fue compleja. Por un lado, admiró la perspicacia de su madre; por otro, sintió hacia ella un gran desprecio y no pudo soportar la idea de que hubiera espiado sus impurezas y hasta aquel momento no hubiera hecho sobre ellas ningún comentario. Se sintió totalmente al descubierto ante su madre, la cual, al advertir la exasperación de su hijo, comprendió su gran torpeza.

Durante unas semanas las relaciones entre madre e hijo fueron tirantes. El muchacho eludía conversar con ella y todos los subterfugios de que se valía Eva para subsanar su inhábil comentario eran vanos.

Por lo demás, Elena, al comunicar por su parte la noticia a Miguel, añadió:

—Pero de momento no te preocupes. Puedo continuar dándote clase.