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LOS ÚLTIMOS PÁRRAFOS de la carta decían así:

«Su hijo de usted es hombre destinado o bien a triunfar esplendorosamente o bien a perderse a sí mismo. Si aspirara a algo concreto, orientando sus esfuerzos, fructificarán los dones con que Dios le ha beneficiado; si no, es de temer que la vida le lleve de un lado para otro y que empiece muchas cosas sin terminar ninguna. ¿No podría usted procurar que se interesara por alguna de las bellas artes? A veces esto constituye un gran recurso para los corazones inquietos como lo es el de su hijo. No creo que la escultura, aunque le conviniera en cuanto a lección de humildad, se adaptara a su temperamento. Pruebe la pintura, o quizá mejor aún la música. La música es una expansión más directa y tal vez pudiera llegar a ser un excelente compositor de música sacra.

»Pido a usted que excuse estos consejos, movidos por el afecto y la consideración que su hijo mereció en esta Casa.

»La saluda atentamente, Firmado, el Padre Director del Noviciado de… Bélgica.»

La tarde era fría. Eva tenía las ventanas cerradas. Estaba sentada al lado de la lumbre, en un sillón de un confortable verde oscuro. Esperaba la visita del médico, pues tenía pendiente con él un desquite en el juego de las damas.

En cuanto terminó de leer la carta miró al fuego. La noticia no le había sorprendido en absoluto. El final lógico del arranque disciplinario de su hijo debía de ser aquel: o saltar la tapia o decir un día «no quiero». El asunto era desagradable en cierto aspecto. Pero, ¿cómo hubiera podido aquel día en Cadaqués demostrarle que cometía un error? De todos modos se alegraba de que el chico se hubiera convencido por sí mismo y hubiese cruzado aquella experiencia; aunque, como muy bien observaba el Director, su porvenir le preocupaba. ¿Y cuál habría sido el acto concreto que había motivado su expulsión? La carta no lo especificaba, y Eva imaginó un puñetazo en la nariz de otro novicio, o quizá, quizá, un discurso en el patio sobre las delicias de la libertad.

El caso es que… se alegró. En primer lugar, porque en el fondo echaba de menos a su hijo. Aquel invierno no había sido especialmente duro; pero estaba visto que, a la larga, resultaba poco estimulante, incluso para una mujer como Eva, levantarse por la mañana sin tener a nadie querido a quien preguntar qué tal había pasado la noche. ¡Claro que recibía visitas, y que la administración de sus asuntos económicos la ocupaba algún tiempo, además de que los alrededores de la casa eran realmente hermosos! Pero con frecuencia juzgaba desesperante que la fotografía de Miguel, colocada sobre la chimenea, no moviera los ojos, ni la lengua, no oyera, no diera de pronto un salto para abrazarla o para sentarse en el suelo y colocar la cabeza entre sus rodillas.

El segundo motivo por el que se alegró apuntaba hacia otra dirección. Se alegró porque tener un hijo religioso no significaba, como ella supuso en un principio, un descargo para la conciencia, sino que, por el contrario, la aludía constantemente. A Eva le pareció abrumadora la posibilidad de tener un hijo en constante progreso de perfección. Su imagen, con capucha o con faja, con sandalias o sencillamente con sotana, constituiría sin duda una perenne opresión.

En último término se alegraba por Elena. Elena era una muchacha de dieciocho años, de tez blanca y ojos claros, que vivía en una de las últimas casas del pueblo, a unos quinientos metros de la finca de Eva. Esta muchacha se había quedado sin padre y Eva sabía que pasaban necesidades. Había intentado ayudarla varias veces, pero temía humillarla ofreciéndole modestos quehaceres domésticos; además de que tampoco estaba segura de que sirviera para estos menesteres. Era una chica callada, aromáticamente callada, que había estudiado, pues en vida de su padre su posición le permitía aspirar a una carrera. Eva sabía que su pasión eran los idiomas y por ahí vio la posibilidad de ayudarla, pues Miguel, en cuanto ella hubiese ido a recogerle al noviciado, llegaría a Donegal sin saber una palabra de inglés.

Con ánimo más bien alegre salió en busca de Miguel. Entre trámites y viajes de ida y vuelta transcurrió un mes, de modo que Miguel no se despidió del Noviciado hasta mediados de abril y no pisó tierra irlandesa y no se apeó frente a la finca de su madre hasta primeros de mayo. A la hora de marchar el Padre Director había hecho entrega al muchacho de un paquete de cartas que durante aquellos meses se habían recibido de España, dirigidas a su nombre.

—Son unas cartas muy extrañas —le explicó el Padre—, y no me pareció prudente entregárselas a un novicio. Están firmadas todas «En la carretera de la desesperación» y desde luego están escritas por alguien que cree que la Compañía de Jesús está en íntimo contacto con toda clase de sectas espiritistas; esto aparte, es evidente que el autor le quiere a usted mucho.

A Miguel se le esponjó de ternura el corazón. Desde Barcelona, antes de ingresar en el noviciado, había escrito al fotógrafo comunicándole su decisión y dándole sus señas de Bélgica. ¡Cuántas cosas dirían aquellas cartas! Sobre la inmortalidad del alma, sobre las actividades jesuíticas, sobre las carreras de los astros. Durante el viaje de regreso le entretuvieron y aventaron por unas horas las sombras negras de su espíritu, torturado por la imbecilidad de su comportamiento en el noviciado y por lo humillante de la expulsión.

En una de las cartas, fechada en Lozoya, el fotógrafo le decía que de no recibir contestación en el término de quince días, daría parte a la Policía de que un amigo suyo había sido secuestrado por una secta ocultista de Bruselas.

Miguel le escribió, desde el mismo barco, contándole con detalle lo ocurrido y lamentando no poder poner, al final de la carta, ningún «¡Viva!» digno de los que él ponía en las suyas.

La impresión que le causó al muchacho la casa de su madre y el país circundante fue profunda, pues llegaron al amanecer, cuando el lago y el monte Errigay, que presidía el valle, tenían tonalidades de mano enferma.

Eva le acompañó a la habitación que le había destinado, habitación pequeña, pues sabía que al muchacho le inquietaba encerrarse entre muros de larga superficie.

Miguel se quedó en su cuarto y se desnudó, pues se encontraba cansado, y decidió dormir hasta la hora de comer. Dormir había de ser su principal actividad durante los primeros días de su estancia en el pueblo. Durmió horas y horas. Por la mañana se levantaba a las doce y muchas tardes las pasaba durmiendo. Vivía en un estado d absoluta ausencia. No quería pensar en nada ni acordarse de nada. Escogía para dormir las posiciones más inverosímiles, y cuando, al despertar, advertía que los brazos le colgaban o que estaba panza arriba o que las babas de su boca habían mojado la almohada, sentía una gran repugnancia por su propio cuerpo y creía que lo mejor que podía hacer era dormirse de nuevo.

Su madre no le pedía ninguna explicación, pues comprendía perfectamente el abatimiento del muchacho. Durante las comidas le hablaba poco y únicamente se permitía contarle alguna anécdota del lugar. Con frecuencia le hablaba del médico, hombre muy inteligente, que había sido director de un manicomio y que vivía allá retirado, cultivando un pequeño, huerto y hecho un sentimental.

Eva creía, con el Padre Director, que si algo podía liberar al muchacho había de ser la música. En consecuencia, le habló también del señor Nelson, profesor de piano, de quien dijo que andaba con el cuello ligeramente ladeado y que tenía ademanes femeninos. Este profesor había vivido en Alemania y era un exaltado admirador de aquella nación. Alemania y las paradojas de Oscar Wilde eran sus dos debilidades.

Miguel prestaba escasa atención a estos informes, y además pidió a su madre que mandara quitar los candelabros de la mesa, alegando que daban a las comidas un aire empaquetado y fúnebre.

Una de las dificultades con que se encontró fue, como Eva había previsto, el idioma. Dificultad acrecentada en su casa, pues si bien con su madre hablaba en francés, las dos sirvientas y el mozo, que eran hermanos los tres y que tan pronto se comían a besos como estaban una semana discutiendo y amenazándose, no sólo no conocían este idioma sino que ni siquiera hablaban inglés; hablaban irlandés, en el dialecto que correspondía a la provincia de Ulster.

A Miguel le ponía de mal humor necesitar intérprete y le dijo a su madre que debía despedir a aquellos sirvientes y tomar tres seres humanos con los que uno pudiera entenderse.

Hacia el 20 de mayo, Miguel empezó a salir. Moralmente continuaba deshecho, pero por lo menos se dignaba ya pasear y les hacía un poco de caso a los carros que pasaban cargados de lino para las fábricas tejedoras, a las montañas áridas y secas, al arbolado y, sobre todo, a las puestas de sol. Evitaba acercarse al lago, pues le recordaba la impresión que le causó su cara reflejada en el agua.

El 25 de mayo, Eva le presentó a Elena, en una visita que esta le hizo. La chica saludó a Miguel con sorprendente soltura, y él se la quedó mirando. La encontró más bien fea, pero admitió que algo muy dulce emanaba de sus ojos.

—Elena podría quizá enseñarte inglés, hijo —intervino Eva—. Es decir, si ella accediera.

—¿Cómo voy yo a dar clases, señora? —se excusó Elena, en un francés bastante correcto—. No sabría cómo empezar.

—¡No seas modesta, Elena! Yo sé lo que me digo.

Miguel no intervino. Continuaba mirando a los ojos de la chica, la cual no se inmutó por ello. Hasta que, por fin, Elena se despidió.

Al quedarse a solas con su madre, Miguel le dijo que sí, que aprender inglés le era indispensable y que debía hablar con Elena del asunto.

A medida que pasaban los días al muchacho se le iba curando el abatimiento. Se le curaba el abatimiento, pero le roía otro microbio peor: el insomnio. La expulsión del noviciado se le presentaba como un hecho injusto; es decir, empezaba a considerar injusto que él, que había logrado aclimatarse a la inefable virtud de la obediencia y que había sentido sobre su cabeza, durante varios meses, el aliento del Espíritu Santo, se hubiera quedado como clavado en un camino el día del cumpleaños del Padre Director y se hubiera puesto a hablar con un gitano que no le importaba para nada. ¿De qué fibras estaban compuestos sus miembros y qué clase de abonos le habían metido en la sangre al nacer?

Notaba que su vocación había sido un espejismo, y ello le dolía. Acostumbrado a la idea del alma ascendente, ahora se sentía desplazado y como si se hubiese abierto un vacío blanco, más blanco que la leche, a su alrededor.

Eva pensó que lo mejor era dejar transcurrir el verano sin hablarle de la nueva carrera que, a su modo de ver, debía elegir. Por más que no se trataba de ninguna carrera, sino más bien de un oficio. ¡Ah, pero un oficio intelectual!… Era algo inesperado, uno de esos cohetes que sorprenden el espacio y lo inundan de estrellas multicolores. Librero, librero de viejo, una librería en París o Londres, de tipo internacional. Eva creía que si un negocio en el mundo podía adaptarse al temperamento de su hijo era este. Comprendía que se hacía difícil, así, de pronto, imaginar que el proyecto se realizaba, entre otros motivos por la poca edad del muchacho; pero, llegado el caso, esto quedaría resuelto gracias a los años de aprendizaje, tres o cuatro lo menos, precisamente en una de aquellas dos capitales, estudiando bibliografía y sobre todo el lado práctico del negocio.

¡Miguel, librero de viejo…! En todo caso, su físico infundía verosimilitud al sueño de la madre. Ya el pelo —cortado en el noviciado— iba creciendo nuevamente, derramándose alrededor de su frente despejada. Su aire displicente, más acusado aún que antes. Su inimitable manera de tocar los objetos, curvando los dedos por el centro —¡con qué nobleza tomaría los libros y acariciaría los lomos y las tapas!—. ¡Y su indumentaria! Desde su llegada a Donegal rehusó enérgicamente «endomingarse». Prefería algo rudo, botas con clavos, chaleco de pana.

En este momento exacto —primeros de junio— la naturaleza de Miguel estalló. Pareció querer resarcirse de su anterior y prolongado sometimiento. El agente estimulante fue Elena, profesora de inglés…

Las primeras lecciones transcurrieron con normalidad. Las tomaba en casa de la muchacha, en el despacho, sentados frente por frente en el escritorio. Miguel tenía ganas de estudiar y, naturalmente, facultades. Los ojos de Elena seguían pareciéndole extrañamente dulces y licuosos; pero sin más.

Hasta que una tarde, a mitad de la lección, oyeron en los cristales de la ventana un ruido de nudillos que llamaban, o de viento que azotaba. Elena se levantó y vio que se había alzado el viento en Donegal. Un viento de gran ímpetu, huracanado, bajo un cielo denso y estival.

Optaron por cerrar los postigos de la ventana y por encender, en vez de la luz eléctrica, el quinqué de petróleo.

Y he ahí que, con el súbito cambio de luz, el despacho cambió también de clima. Pareció más antiguo y, sobre todo, más amable. Del mismo modo el rostro de Elena cobró extraña belleza. Su mirada adquirió un brillo desconocido y su respiración se agitó, aunque levemente.

Miguel sintió en su espalda como un escalofrío. Notó que se distraía y como si estuviese mareado. Elena, con las manos sobre el libro abierto, se dispuso a continuar la lección.

Pero no pudo. De pronto su mano izquierda sintió la presión de la mano derecha del muchacho, el cual le oprimió los dedos, como si quisiera estrujárselos.

Elena no dijo nada. Miguel tampoco habló. Los labios se le secaron. Y por temblar, temblaba todo su ser.

—¡Por favor…! —habló, por fin, Elena.

Pero Miguel se levantaba ya, y daba la vuelta a la mesa. Elena esperó; y de repente algo tibio y violento se acercó a sus labios y los selló, y unos brazos largos, largos como el viento, la rodearon los hombros y el cuello y la apretaron como si la quisieran hacer desfallecer.

Hasta que la muchacha oyó los pasos de su madre que se acercaba por el pasillo, no dieron por terminado su primer pecado. Fue un descubrimiento que redujo a Miguel al estado de esclavitud. El idioma inglés se volatilizó en su espíritu, el cual cedió el paso al instinto. Una y otra vez, este se adueñó del despacho y de los jóvenes corazones que estudiaban en él. Fue una peregrinación insistente y repetida a lo largo de la carne. Siempre que en el pasillo había silencio, se iniciaba la torpe caída. Con un detalle singular: Elena no pronunciaba jamás una palabra, ni siquiera para reclamar una frase afectuosa, y mucho menos para justificar la situación. Gozaba con que todo ocurriera en silencio, como cumpliendo un rito diario, natural, ineluctable.

Había días en que Miguel entraba en el despacho, y salía al cabo de un rato, sin que entre los dos se hubiese cruzado una sola palabra.

—¡Poco avanzas, hijo! —le decía Eva a su hijo, cuando, de vez en vez, intentaba dialogar con él en inglés. Al muchacho entonces le parecía que su madre le estaba adivinando.

Pero no le importaba. Tenía la impresión de que no le importaría que su madre lo supiese. Su desconcierto había rebasado el mundo de las conveniencias. Le advertirían sobre un gran peligro y él no se movería de su silla, pegada a la de Elena, junto al quinqué de petróleo.

Entretanto, el muchacho tomaba también lecciones de piano con el señor Nolan. En casa tenían un Bucher, pequeño, de color castaño, de dudoso sonido pero apto para estudiar con él. El hecho de haber cursado tres años de solfeo en los capuchinos le capacitó para atacar inmediatamente las teclas.

Su buena disposición era evidente. No obstante, se produjo un choque temperamental. El señor Nolan era partidario de la técnica y el mecanismo, dejando para más adelante las expansiones sentimentales. Miguel, en cambio, a las pocas semanas quería tocar adaptaciones conocidas. Su exaltación a causa de Elena era tan grande que le urgía poderla expresar, darle salida por algún lado. «¡Si no puedo lanzarme con la música tendré que contárselo todo a alguien!», se decía muchas veces, al marcharse, el señor Nolan.

La escala cromática y los arpegios no conseguían disciplinar su mente.

Ni siquiera el interés que su madre mostraba por sus progresos consiguió canalizar su fervor. Eva se le acercaba sigilosamente y pulsaba una tecla de la octava más alta, o, con las manos en la espalda, le besaba los cabellos, permaneciendo luego en esta actitud, bellamente reflejada en el barniz frontal del piano; pero Miguel no se conmovía. Los besos que no lo fueran de Elena se le antojaban hojas secas, objetos neutros, subproductos. Lo que él exigía era algo que lo absorbiese, que lo encabritase hasta olvidarse de sí mismo.

En esto, un día oyó, prominente de la cocina, el sonido de una guitarra. Se acercó allí y descubrió que el mozo rasgueaba este instrumento, mientras sus dos hermanas preparaban la cena. Se plantó frente a él para calibrar su destreza. En el acto se dio cuenta de que el mozo tocaba muy mal. Aquello no sonaba de ningún modo. La guitarra en sus manos parecía más bien un crío afónico de tanto llorar.

En aquel instante preciso, Miguel decidió estudiar aquel instrumento. Supuso que con él podría tocar, ¡rápidamente!, algo concreto, y aún improvisar, que era lo que más le seducía.

El señor Nolan no disimuló su disgusto. Le dijo que si fuera alemán tendría más paciencia; y le advirtió que aprender la guitarra le costaría también lo suyo, tanto o más que el piano.

—¡Uy, amigo! —le dijo—. Para tocar sin haber estudiado no hay más que un remedio: comprarse un gramófono.

Cuando Eva se enteró de la brusca decisión de Miguel se mordió los labios con descorazonamiento. ¡Todo aquello era una barbaridad! Llamó al muchacho y le profetizó las peores cosas a causa de su inconstancia. «Estoy desconcertada, hijo. No sé qué hacer, ni qué pensar». Miguel, cabizbajo, no respondió. Recordaba que también su madre, sin que jamás le hubiera explicado los motivos, de pronto, bruscamente, había vendido la finca de Bretaña y su negocio de París y se había instalado en aquel islote del océano…

Eva, a fuerza de mirarle, adivinó su pensamiento. Y en el acto cambió de expresión. Poco después encargó al señor Nolan que consiguiera una guitarra para Miguel.

El señor Nolan cumplió con diligencia. El muchacho abrió el estuche. El instrumento yacía en su interior, flamante y lleno de posibilidades. En cuanto al profesor, Elena dio con él: un pariente suyo, tuberculoso, que vivía en la misma calle; un virtuoso, a causa precisamente de su enfermedad, cuya honda tristeza la guitarra interpretaba fielmente.

Miguel lo visitó, lo escuchó y dio su beneplácito.