IX

A PRIMEROS DE AGOSTO el asunto quedó decidido, pues la determinación de Miguel era inquebrantable. El muchacho, que en el verano anterior, al recibir la carta de su madre, hubiese roto con todo antes de continuar un curso más en el internado, ahora ingresaba voluntariamente en un lugar donde el propio criterio no contaba.

Eva decía de su hijo que cuando salía de casa nunca sabía si se dedicaría a ser bueno o malo, si torcería por la derecha o por la izquierda. Y que jamás comenzaba una frase sabiendo a ciencia cierta qué era lo que se proponía demostrar. Esto le había proporcionado señalados triunfos de tipo fulminante e inesperado; aunque también le había colocado en situación de defender causas ridículas y perdidas.

Esta vez, el muchacho decidió hacerse jesuita. La primera vez que pensó en ello fue a los once años, en el segundo curso, en el colegio de los capuchinos, un día en que fue a visitar al Superior y tuvo que esperarle largo rato en la celda. Miguel la inspeccionó de arriba abajo, sintiéndose un poco cohibido. Además de la cama, la silla, una mesa de escritorio y unos libros vio, adosado a la pared, un reclinatorio individual, y frente a él, colgado a la altura de los ojos, un crucifijo de talla, de tamaño bastante glande. Miguel no había tenido nunca un crucifijo de aquel tamaño entre las manos. Se acercó, lo descolgó con sumo respeto y lo sostuvo en posición horizontal. De tal forma le impresionó comprobar tan objetivamente, de tan cerca, la expresión de sufrimiento de Dios, y poder contar una a una las espinas de la corona, y, sobre todo, apretar contra ellas las yemas de los dedos sintiendo físicamente que de verdad se clavaban en la piel, que de pronto se consideró a sí mismo culpable, inmensamente culpable de algo, de frialdad, de desidia, de apego a cosas que no tenían aquella importancia, e intuyó por un instante la necesidad de hacerse religioso. Luego se distrajo. Y nunca más, ni los enormes crucifijos de los templos, ni los diminutos de los rosarios o de las cadenitas del cuello —ya fueran de marfil, plata, oro o simple latón— le impresionaron en el sentido que aquel del reclinatorio del Superior.

En alguna otra ocasión, especialmente un año en Jueves Santo, había sentido la punzada sobrenatural de la vocación; y también un domingo en San Sebastián, en que un seminarista le tradujo al castellano, una a una, las letanías de la Virgen, que hasta entonces había rezado de carretilla, sin fijarse ni poco ni mucho en su significado. Miguel se las copió en un papel y, al llegar a su cuarto, las estuvo recitando solo y en silencio, frente a una estampa de María: Torre de Marfil, Casa de Oro, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo, Estrella de la Mañana, etc… Así, comprendiendo los elogios, le parecieron de una emoción y delicadeza indescriptibles y silabeaba con delectación cada uno de ellos, contestando luego con un Ruega por nosotros que le salía del fondo del alma.

De los trece a los dieciséis años, hubo un compás de espera. Nada se definió en él; pero aquella tarde de la excursión al Cabo de Creus, al oír Miguel la tremenda seguridad con que el Portugués, metido entre cielo y mar, peludo, negro y remando como un energúmeno, hablaba de Dios, y de sus veinte años de tirar de la cuerda de la campana, el muchacho tuvo la certeza absoluta, inapelable, de que el pescador llevaba razón, de que su madre divagaba lamentablemente entre ironías de artificial cultura mundana y de que él, si no quería vivir y morir como un ciervo extraviado, debía hacerse religioso. Luego, tuvo lugar su confesión. La confesión del domingo, que llevó a cabo casi con lágrimas en los ojos. De rodillas, oculto tras la cortina morada, supuso que su madre le veía los pantalones y los zapatos. Un dolor intenso por sus culpas le invadió. El sacerdote lo advirtió y le dijo: «Hijo, vete tranquilo. Cuando Cristo perdona, perdona totalmente, absolutamente. Nosotros no tenemos más que abrir la puerta.» Todo ello le pareció un singular aviso del cielo, aviso que culminó con el primer relámpago que zigzagueó como un dios por la bahía de Cadaqués.

Ahora Eva, después de interrogar de nuevo a su hijo, entendió que aquello iba, por lo menos temporalmente, en serio; por lo que, teniendo en cuenta la posición expugnable en que ella había quedado a causa de su larga exposición de sentimientos, optó por acceder a sus deseos, y, al efecto, suspendieron inmediatamente sus planes de permanecer en Cadaqués hasta fines de agosto y prepararon la marcha.

En aquellos días llovió mucho, estuvo lloviendo todas las tardes; hacia la noche escampaba, y los viejos del pueblo podían gozar a placer de su sobremesa de estrellas.

El Cojo lamentó que la madame y el muchacho se marcharan sin poder oír su sardana onomatopéyica.

—¡Vuelvan ustedes el próximo año! —les decía—. ¡Verá usted, madame, verá usted!

También Eva lamentaba abandonar Cadaqués. Pensó que acaso nunca más vería aquel pedazo de tierra ya definitivamente ligada a su porvenir.

El día 2 de agosto, hacia las diez de la mañana, la Blanca-flor les llevó mar adentro, hacia Rosas. A medida que las casas del pueblo se desdibujaban a su vista, la mujer se decía a sí misma que era muy cierto que el destino humano se quebraba a menudo en el lugar más impensado, y que en un metro cuadrado cualquiera del planeta, en Cadaqués o en el condado de Donegal, vivían y latían las mismas viejas, enconadas, inmortales pasiones.

Miguel había insinuado la posibilidad de ingresar en el noviciado de Veruela, Navarra, el cual, desde 1877, estaba ocupado por la Compañía de Jesús; pero Eva prefería que el muchacho estudiara en Francia o en Bélgica, para estar más cerca de él en caso necesario. Decía eso porque en su fuero interno calculaba que Miguel no soportaría más allá de unos meses, un año a lo sumo, el reglamento del convento.

Finalmente se pusieron de acuerdo y determinaron solicitar el ingreso en un noviciado belga.

El trajín a que, durante unos días, les obligó la tramitación de los papeles necesarios, y el mismo viaje a Bélgica, todo les parecía irreal, de tal forma se habían precipitado los acontecimientos.

A Miguel le gustaba mucho realizar aquel viaje; no sólo por la ilusión de comenzar una nueva vida, sino por la oportunidad que le brindaría de entrar en contacto con un idioma francés algo más depurado que el horrible que les había servido el Cojo durante su estancia en el pueblo.

En París efectuaron el consiguiente enlace de trenes, bajo un diluvio que les impidió ver la capital, y llegaron a Bruselas el 15 de agosto.

Todas las dificultades para que Miguel fuera admitido, dificultades de informes, exámenes, etc., se allanaron durante el resto del mes. Eva se dedicó con entusiasmo a solucionar aquel asunto, además de que se esmeró para que nada le faltara a su hijo. En realidad, Miguel dispuso del más completo ajuar que el reglamento permitía.

Por fin llegó la fecha del ingreso y madre e hijo se despidieron. Eva partiría el día siguiente para Irlanda, que en aquella época próxima al otoño estaría, a buen seguro, más hermosa que nunca, especialmente su casa, desde donde se veía el Errigay.

La despedida entre uno y otro fue breve aunque llena de emoción, que el sentido del humor cuidó de dulcificar.

—Si te vas a tragar, madre —le dijo el muchacho—, todos los «queridísima» que te escribiré, te voy a dar trabajo, te lo prometo.

—Pues mira, chico. Lo que me conviene es descansar…

—¡No seas tonta! —Y tú no seas tonto.

—Adiós, madre.

—¡Adiós! Estoy contigo… —Y Miguel le besó la mano a Eva y le volvió la espalda encontrándose frente a un ayo que le condujo, a través de interminables pasillos, a la que había de ser su celda de novicio.

Miguel fue considerado inmediatamente un novicio modelo. Su compostura, su atención, su inteligente respeto y su amor al estudio hacían las delicias de sus superiores. El plan de vida era muy riguroso, pero el muchacho obedecía como si en sus dieciocho años no hubiese hecho otra cosa que esto, que obedecer. Fiel a su temperamento, no cesaba de observar a cuantos le rodeaban: profesores y alumnos. Y al cabo de unos días advirtió, con ingenuo sobresalto, que, a imitación del fotógrafo, dividía a las personas en dos bandos: los merecedores de su afecto, y los otros.

Antipatía la sentía, y muy grande, hacia el Padre Director. Este era un hombre alto, vigoroso, con rasgos de pensador. Se notaba su proximidad o su presencia aun sin verle ni oírle. De su figura emanaba algo que recordaba el desdoblamiento o el don de la ubicuidad.

Simpatía, también muy grande, la sentía hacia un muchacho novicio como él, italiano, con el que había cruzado unas palabras durante los escasos ratos de recreo que les estaban permitidos.

Este muchacho le había contado a Miguel que sus padres, que vivían en la región napolitana, eran vegetarianos y que a él lo que más le chocaba del internado era la comida.

Miguel procuraba por todos los medios espirituales a su alcance vencer su antipatía hacia el Padre Director. Oraba, se mortificaba la mente, lo adornaba con toda clase de perfecciones, se argumentaba a sí mismo que mucho debía valer cuando ocupaba aquel cargo dentro de la Orden; pero algo más fuerte que él le repelía. Muchas veces pensó que lo que en realidad le molestaba de su superior era que, al sonreír, mostraba exageradamente las encías. Aquello le parecía una verdadera tontería, pero podía más que sus fuerzas. Aparte este detalle, que le hacía sufrir mucho el estado espiritual del muchacho era de una total atención por las nuevas formas de vida que la Compañía de Jesús exponía ante sus ojos. Le parecía que estas formas, basadas en la fe, la obediencia y la sabiduría, le inyectaban, por supremo arte pedagógico, las tres virtudes a la vez. Anteriores dudas, los delirios de su barroca infancia, sus grotescos sueños, los granos purulentos que a intervalos habían poblado su rostro de adolescente, su repentino pánico ante la existencia, la astrología, la bahía de Cadaqués, todo se había quedado muerto de frío en la puerta del noviciado.

Aquel ambiente de seriedad de las celdas, de la capilla, de los claustros, de los ojos de los novicios, le había subyugado hasta el punto de conducirle a la vivencia de que todo, al otro lado de las tapias que circundaban aquella Casa, era mentira. La verdad, la verdad del mundo, su centro de gravedad estaba allá, en aquella Casa, lo guardaba en su celda el Padre Director, el cual era infinitamente sabio y movía hacia un fin perfecto toda aquella congregación de aspirantes a santos.

Al mes exacto de su internado, tuvieron lugar unos intensos Ejercicios Espirituales, de una semana de duración. Durante esta semana, una palabra invadió el inmenso edificio, aleteando por los pasillos, posándose en cada rincón: la palabra Silencio. Miguel creía saber desde muy niño lo que el silencio significaba; silencio de las noches en su casa de Bretaña; silencio de las horas de estudio en los capuchinos; silencio del firmamento contemplado desde el balcón del notario señor Gurrea; silencios de su madre; silencio de su corazón. Pronto advirtió que nada anterior podía compararse al de estos Ejercicios. Porque lo que en realidad le inundó de este silencio fue su continuidad, su persistencia, su duración. Llegó un momento en que nada podía ya quebrantarlo, porque el silencio existía por sí mismo, de una manera triunfal y autónoma, ahogándolo todo, ahogando el intermitente ruido de los platos y cubiertos a la hora de la comida, la voz del predicador en la iglesia, el murmullo hondo y cansado del rezo colectivo. Llegó un momento en que todo fue silencio, en que todo formó parte de él: incluso estos ruidos, incluso este rezo colectivo. Miguel comprendió que, al modo como en el mundo había sepulturas de hombres, en el noviciado los Ejercicios habían cavado una inmensa sepultura de ruidos.

Su reacción, vencido el primer desasosiego, fue de fidelidad a la consigna del confesor de Cadaqués: abrir la puerta. Esta puerta estaba situada en su pecho; lo abrió. Por ella penetró en su alma el hambre de ser bueno, de Dios. En su banco de oyente gregario, su espíritu se irguió por cuenta propia, personalizándose. Personal e indivisible, se dejó penetrar por el significado de cada plegaria, de cada ornamento sagrado, de cada símbolo litúrgico, de la más sutil insinuación de sacrificio. El momento más importante era el del ofrecimiento de la misa al Dios-Padre. Y luego, el de la Comunión del Dios-Hijo. Sostenía en su lengua plana la diminuta Hostia, retardando a propósito el momento de ingerirla para dar tiempo a que su boca se purificara enteramente. Por fin la absorbía, y el pensamiento de la fusión de la divinidad con su carne interior temblorosa, con sus jugos ácidos y miserables, lo paralizaba y lo reducía al miedo vivo de no ser más que un pobre hombre. Con los pulgares se tapaba los oídos, y con los ocho dedos restantes se apretaba la frente hasta sentirla zumbar.

¡Dios, de pronto advertía que todo el mundo se ponía en pie! El sacrificio había terminado. Era el último Evangelio. «… Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Mas, a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de hacerse hijos de Dios…»

Los novicios menores que él, oscilando entre los doce y dieciséis años, tenían los ojos puestos en su comportamiento, en su manera de moverse. Su autoridad moral era notoria, y ellos aceptaban esta autoridad como un hecho consumado. Con sólo dos excepciones: un muchacho holandés, con la cara llena de pecas, y otro que fingía timidez y era capaz de las más clandestinas audacias. Estos individuos, que eran inseparables, le llamaban, no se sabía por qué, «el gallo», y siempre procuraban gastarle bromas, sobre las que Miguel derramaba una sonrisa afectuosa.

¡Una sola mancha en el firmamento de Miguel!: las encías del Padre Superior; lo demás, como un río caudaloso. Estudiaba, estudiaba sin cesar. ¡Cómo le gustaban los libros! Tenía unas ganas inmensas de saber latín, de dialogar en latín con la facilidad y soltura que lo hacía en francés. El solo hecho de pensar que era el idioma usado por los papas perfumaba misteriosamente las declinaciones.

En los tres meses que llevaba allá había escrito tres postales a su madre y había recibido otras tantas respuestas. Le decía que era feliz y que, al terminar los Ejercicios, había visto con mucha claridad «quién coloca los ojos». Las cartas de su madre rezumaban invierno. Había un hálito de soledad incluso en la manera de espaciar las palabras sobre el papel. Miguel no conocía nada de grafología, pero ante aquellos espacios creyó, con más solidez que cuando se lo juraba el fotógrafo, que este estudio no era un entretenimiento hueco, sino que respondía a una base real y humana.

No obstante, controlaba incluso sus sentimientos de afecto hacia su madre. Cortar toda raíz plantada en el exterior. ¡Resultaba doloroso! Pero útil. Ello le predisponía a prestar atención a los mil detalles de la Casa: a los tomos giratorios en los que a veces hubiera querido esconderse para ser descargado cómicamente al otro lado, en la cocina; a la curiosa manera que los novicios tenían de pasear, que consistía en oponer dos filas, una de las cuales avanzaba mientras la otra retrocedía —¡qué difícil resultaba, al principio, andar para atrás!—; a la invencible tentación mimética de ocultar las manos en las mangas; al contagioso olor de la enfermería; al frontón del patio, en el que se veía obligado a hacer honor a sus prolongadas estancias en San Sebastián; a su barba rubia —bozo casi imperceptible— que estaba tomando cuerpo y vigor.

La vida seguía. Los tres meses transcurridos habían situado a Miguel y al Noviciado ante la fiesta de Navidad. Esta fiesta se celebró en la Casa con un esplendor especial. La adoración a Jesús-Niño tuvo lugar acompañada del canto de los aleluyas más vivos, más verdaderamente gozosos y gozados que Miguel oyera en su vida. No obstante, el novicio experimentó cierto malestar al advertir que la imagen de Jesús-Niño le enfervorizaba en mucho menor grado que la imagen de Cristo-moribundo. ¿Por qué atribuir más contenido espiritual al dolor que a la alegría? Sería preciso consultar aquello…

Otra fuerte impresión para Miguel: la ceremonia de fin de año. Cuando se acercaban las doce horas, todos estaban en la capilla, de rodillas y en actitud recogida. En el momento en que sonó la primera campanada todos a una se echaron al suelo y lo besaron, a compás, doce veces, sellando su creencia en el misterio de la muerte corporal.

Luego, enero y febrero pasaron, cabalgando sobre el frío. Nevó varias veces, con intensidad. La nieve mudó los contornos de la Casa de Dios y también el estado de ánimo de Miguel. Porque jamás la nieve le había parecido a Miguel una cosa alegre. Decía que la nieve era demasiado blanca para ser alegre y que una solitaria huella de zapato impresa en un paraje nevado bastaba por sí sola para provocar un doloroso estremecimiento.

Estas ideas, y otras muchas, y su infinita curiosidad, y su rapidez de reflejos, y su mirada noble e inteligente, hacían que en el fichero de la Casa el nombre y los dos apellidos de Miguel figuraran en lápiz de color especial. Todos los profesores esperaban de él algo notable. Unos lo profetizaban predicador insigne; otros, misionero; quienes, confesor; algunos, teólogo. Sólo el Padre Superior, que desde su celda gobernaba «la verdad del mundo», verdad que en aquella Casa se circunscribía a los novicios, no perdía de vista al muchacho y conocía ya al dedillo los pormenores de su vida anterior, así como las circunstancias concurrentes en su madre.

La vida anterior de Miguel, su educación, sus improvisaciones, mantenían al Padre Director a la expectativa. Era un hombre que prefería la frialdad y el tesón a las densas efusiones. Consideraba que la excesiva emotividad agostaba el alma, haciéndola vulnerable.

Uno de los primeros días de marzo, los novicios, para celebrar la fiesta onomástica del Padre Director, salieron de paseo por las afueras, formados en filas de a dos. El paisaje era muy bello, pues al otro lado de la frondosa dehesa que circundaba el edificio se extendía un lago. Caminaban sin prisa, charlando y mostrando sorpresa ante los más nimios detalles de la Naturaleza. La tarde era fría. Todos llevaban bufandas y guantes; Miguel, unos guantes espectaculares, regalo de su madre, con la figura de un ciervo en el dorso de la mano.

Primero treparon a una colina, desde donde contemplaron el valle, envuelto en luz de oro, y luego, descendiendo por la otra vertiente, emprendieron el camino del lago, alegres porque el ayo les había prometido dejarles mirar sus caras reflejadas en el agua.

De repente, a unos cincuenta metros a la derecha del sendero que les conducía, advirtieron que se alzaba, crepitante, una hoguera, y que el humo se enroscaba entre los árboles.

Todos fijaron la vista en aquel lugar, ladeando la cabeza como si desfilaran frente a la tribuna de un general. Era una especie de campamento. Se veía con claridad la silueta de un carro, y, alrededor del fuego, unas cuantas figuras humanas, cinco o seis o tal vez más.

Se les acercó un perro ladrando frenéticamente y brincando de acá para allá. También les pareció oír que alguien gritaba, aunque tal vez estuviese cantando.

—Son gitanos —dijo uno de los internos.

—¡Sí, es verdad!

—¡Son gitanos…! —Todos fueron repitiendo: ¡son gitanos!, como si fueran coleccionistas de razas y aquella significara para ellos una excelente adquisición.

Miguel, que iba el último de la comitiva, repitió para sí, escuetamente: «Son gitanos…» Pero el muchacho, sin encontrarle a ello explicación alguna, había sentido, al ver las llamas rojas del campamento, como si le pegaran un golpe en la nuca y que sus piernas de novicio le temblaban.

Le pareció el campamento tan justa, tan maravillosamente emplazado en aquel lugar, que se paró y estuvo pensando que aquellos árboles y aquella hierba debían de haber crecido para eso, para esperar a que un día fueran aquellos gitanos y encendieran en medio su gran hoguera y comieran brezas en sus platos de aluminio.

Por lo demás, él conocía las costumbres de aquella gente mejor que sus compañeros. Aquello que se oía era, efectivamente, un canto; y hasta distinguió que bailaba, junto al carro, una vieja retorciéndose y cimbreándose.

Total, que permaneció clavado en el sendero. Este acto tenía importancia, pues la comitiva seguía su camino, y él no podría de ningún modo alegar que estuviera soñando.

El ayo se le acercó y le reprendió, en tono afable. También su amigo el napolitano le estuvo haciendo señas para que se incorporara al grupo; pero Miguel no tenía en absoluto ganas de andar.

Entre tanto, un gitano, moreno y rizado, iba a su encuentro, acompañado del perro, que le lamía el pantalón.

—¿Qué te pasa, payo? —le gritó—. ¿Nos vas a dar unas perras, o te has muerto de frío?

A Miguel le pareció que, a su lado, el ayo se cuadraba, que le zarandeaba el brazo y le decía algo sobre falta grave de disciplina; mas él lo apartó con suavidad, haciendo concreto ademán de que esperara.

—¿De dónde son ustedes? —le preguntó al gitano.

Chi lo sa…! —contestó el hombre, encogiéndose de hombros.

—Buena hoguera.

—Se hace lo que se puede.

—¡Oiga! Si un día van ustedes para España, les dice que me acuerdo mucho de todo aquello.

Entonces el gitano soltó una estentórea carcajada.

—¿Por qué no te vienes con nosotros, cura? —dijo—. ¡Ven! ¡Nos vas a bautizar…!

¡Santo Dios! Al oír aquello Miguel se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Se volvió hacia el ayo y le vio a su lado, inmóvil, con los ojos de acero; y a unos veinte metros, agrupados como en una fotografía de fin de curso, vio a todos los novicios contemplándoles con expectación.

—Perdón… —murmuró, mirando al ayo—. ¡No sé lo que me ha pasado! Perdón, señor.

Mientras, la vieja retorcida se había acercado al gitano.

—¿Quién era ese? —le preguntó.

—¡Qué sé yo! Un payo.

El ayo mandó formar nuevamente de dos en dos y ordenó proseguir la excursión. Todos los novicios estaban nerviosos, sin exceptuar al holandés de las pecas y su amigo el tímido.

Miguel miraba a su prefecto de soslayo. El alcance de su acción se le escapaba, pero no podía esperarse nada bueno.

Llegaron a la orilla del lago y el ayo dijo a los novicios que podían acercarse al agua; pero ninguno se decidió. La alegría del cumpleaños del Padre Director se había quemado en la hoguera de los gitanos. El único que se acercó fue Miguel, para animar a los demás o tal vez para simular que estaba tranquilo. Se acercó, e inclinándose miró su cara reflejarse en el agua. Vio una imagen realmente horrible, pues el agua se movía. Se volvió hacia el prefecto y, sin darse cuenta, sonrió. El prefecto palmoteo, y volviendo la cabeza dio orden de regresar al convento. Jamás los juncos del lago habían presenciado una escena tan triste.

Miguel se pasó todo el camino de regreso imaginando lo peor. Un atajo les permitió eludir el campamento. Llegaron al convento a la hora de merendar, y después de merendar bajaron a la capilla para el rosario.

A Miguel le parecía que aquellos muros eran de otro color, que el altar estaba excesivamente iluminado, que todo el mundo le miraba de reojo, y su corazón se sentía forastero. No podía reflexionar. No había forma de reconstruir los hechos, de concentrarse, de trazar un plan. Por más que ¡bien cuidaría el prefecto de trazar el suyo, y de realizarlo! ¡Y el Padre Director…!

Tardó muy poco en cerciorarse de que no se había equivocado. Antes de cenar oyó la voz inevitable:

—El Padre Director le espera en su celda…

Mientras subía por la escalera hacia la celda se sentía desasosegado. Lo que menos le importaba era el castigo, como tal castigo; lo importante era su presentimiento de que se le avecinaba una catástrofe moral.

Se decía que, aunque no le castigaran, ni le humillaran, ni le expulsaran, ni se viera obligado a guardar silencio durante un mes, él llevaba ya su herida.

El Padre Director no pareció enojado. Un poco grave, como no podía menos de ser. Con todo, la escena fue brevísima:

—¡Siéntese!

—Gracias, Padre.

—Siéntese, y óigame. Usted es un muchacho inteligente y me va a comprender. Le hablo a usted como Padre Director; y mi obligación, sin preámbulos, es decirle que su falta ha sido grave.

—Sí, Padre.

—Bien, mi deseo es no turbarle. Lo que más me entristece de su acción es que no tiene explicación lógica. Ya sabe que lo esencial aquí, en la Compañía, es la disciplina. Hay que obedecer, porque esta es la ley de Dios y el reglamento; y porque así se fortifica la vocación.

—Sí, Padre.

—Su confesor —añadió con más lentitud— que cuide de sosegar su espíritu; en cuanto a mí, he decidido no expulsarle. Ahora bien, he de castigarle duramente. Por de pronto, no hablará usted durante el resto del curso con sus compañeros. Esto, en lo que se refiere a castigo público. En privado vendrá usted aquí a verme todos los días, a esta hora, durante un mes, y con la cabeza baja recitará esta frase: «La vocación puede perderse por la indisciplina». Ahora váyase y reúnase abajo con los demás.

—Gracias, Padre.

—Que Dios le guíe.

Y Miguel se fue y se reunió con los demás. A partir de aquel momento hasta la hora de dormir se movió como autómata. Cenó, rezó, subió en fila india hacia su celda, abrió la puerta y la cerró igual que lo hubiera hecho un sonámbulo.

Y se pasó la noche entera soñando que bautizaba miles de gitanos y que un perro le ayudaba vestido de monaguillo.

Entre los novicios pronto corrió la voz de que Miguel había sido castigado a silencio. Al día siguiente notó que le miraban con cierta timidez y compasión. Alguno le hacía señas recomendándole resignación y a todos se les veía deseosos de mostrarle que contaba con sus simpatías.

Pero lo que más le dolió fue eso: que no cumplieran su palabra. Al cabo de ocho días se habían acostumbrado ya a prescindir de Miguel. En cuanto las palmadas del ayo anunciaban la hora del recreo se levantaba el gallinero de los novicios hacia el patio, sin mirar apenas al relegado. Jugaban, charlaban, se reían como si en el mundo no hubiese un hombre, llamado Miguel Serra, que sufría pena de aislamiento.

Al muchacho le iba entrando como un sordo rencor. Todos los días, después del rosario, subía las escaleras y llamaba a la puerta del Director. Este le abría: el novicio entraba y bajando la cabeza recitaba: «La vocación puede perderse por la indisciplina».

Llevaba veinticinco días repitiendo la misma fórmula. Veintiséis, veintisiete. Tres días más y habría cumplido la condena.

Entonces ocurrió un incidente inesperado, que le recordó una frase que varias veces había oído en boca de su madre: «Hay brujas que se cuelan de rondón en los libros». Al abrir el libro de latín se encontró con un papel escrito que decía: «La vocación puede perderse por la indisciplina», y en el margen se veía, torpemente dibujado, un novicio sin cabeza.

Miguel se mordió el labio inferior y dirigió una mirada inquisitiva, muy próxima del odio, a todos sus condiscípulos; pero sus condiscípulos estudiaban, absortos en sus lecciones.

Luego, sobrevino lo imprevisible. Miguel se pasó toda la tarde en un estado de dolorosa excitación, pareciéndole que en aquella Casa, en vez de silencio, había un pájaro en cada agujero que le cantaba la canción del amor propio. Por último, un maligno espíritu se adueñó de él, en virtud del cual aquella noche, antes de cenar, al encontrarse frente al Padre Director y bajar la cabeza con más unción que nunca, en vez de «La vocación puede perderse por la indisciplina», dijo: «Padre, estoy harto ya de este asunto…»