EVA, al oír la declaración de su hijo, experimentó una emoción fortísima; no obstante, continuó peinándose con naturalidad, y, a excepción de su cabellera, nada ni nadie habría advertido que las manos le temblaban.
La calma era absoluta en Cadaqués.
—Tu decisión me parece un poco grave, hijo —habló la mujer al cabo de un rato—. ¿Puedo saber a qué es debida?
Pero su hijo no le contestó. Se había quedado cabizbajo y pensativo. Con la punta del zapato iba escribiendo en el suelo, uno tras otro, nombres de ciudades y barcas.
¡Quién sabe a qué se debía su vocación! Había sido una lenta herida en lo más recóndito del alma.
—Hay dos razones, madre, que me impulsan a hacerme jesuita —dijo Miguel en tono sereno—. Primero, me gustan los jesuitas; me parecen inteligentes, creadores. Su fuerza moral es inmensa. ¡Uno ha de trabajar a gusto con ellos! Segunda razón —añadió, bajando la voz y sonriendo con cierta tristeza—, es que no me queda otro remedio.
—¿Qué dices?
—Yo… aquí donde me ves, soy un loco, madre. ¡Soy un tipo horrible! Tú no me conoces. Es lo mejor que puedo hacer.
Eva, que creía que las órdenes religiosas eran refugio de gente amargada, se volvió hacia su hijo y le miró con insistencia; no sabía si era sincero o no. Por un lado juzgaba aquello como un exabrupto propio de su temperamento; por otro temía que obedeciese a un rencor sórdido y prolongado que le hubiese estado royendo el espíritu.
—¿Por qué dices que eres un tipo horrible?
—¡Oh, yo qué sé! Lo soy y nada más. A veces, ¡todo va bien! Te abrazaría a ti, abrazaría al «Cojo»… ¡hasta a la vieja del pañuelo en la barbilla! Al cabo de un minuto no siento nada. ¡Nada! No me conmueve nada ni quiero nada. Sólo que me dejen en paz.
—Esto le pasa a todo el mundo, querido…
—¿…Quieres decir que también te pasa a ti? —preguntó Miguel, con cierta indolencia.
—¡Claro! —contestó Eva—. ¡A mí y a todo el mundo! Y nadie llega a desesperarse por eso.
Miguel era entonces un muchacho más alto que Eva. De mirada intensa, equilibrada y persistente. La espalda, un poco curvada, le daba aspecto de tener más edad. Tenía una especial gracia en mesarse los cabellos con la mano izquierda, que fue el ademán que hizo al oír la rotunda afirmación de su madre.
Se mesó los cabellos y en el acto pareció agitarse. Por la frente le pasó como un halo de incertidumbre.
—Yo no soy como todo el mundo, ¿comprendes? —barbotó—. Voy de un extremo a otro, y a veces pienso que soy una pelota humana. ¡Desde que me despierto estoy dudando!
—Cuando seas mayor dudarás incluso cuando sueñes…
—¡Oh, soñando no importa! Los sueños no son nada. Yo, sí. Yo pienso al cabo del día más barbaridades que el fotógrafo.
—El mar da a veces estas cosas, hijo…
—¿El mar…? ¿Por qué te ríes? ¡Mira! ¡Ahora verás! Voy a enseñarte lo que ayer escribí para ti. Fue una pesadilla, no creas. No podía dormirme de ningún modo.
Eva se turbó. Miguel se dirigió a la mesilla de noche y abrió el cajón. Sacó una cuartilla, que mostró un momento a su madre, dejándola luego encima del tocador.
—Léela.
—¿Yo? —preguntó Eva.
—¡Sí, claro! Te convencerás.
Eva cogió el papel con sus dedos pálidos y lo miró un momento.
—Mira, ¿ves? —dijo, sosteniéndolo con respeto con las dos manos—. ¡Sea lo que sea, fíjate! ¡Uno, dos y tres…!
Y estampó tres besos consecutivos en el centro de la cuartilla. Luego, bajando un poco la cabeza, empezó a leer.
Miguel pareció desconcertarse. Se sentó en una silla y no supo qué actitud tomar. Recordó claramente lo que la cuartilla ponía; y cada palabra le dolía como si fuese una mala acción.
Eva leía con calma. La letra de Miguel era grande, cruzaba el papel de parte a parte y decía:
«Preguntas que hago a mi queridísima madre:
1.ª ¿Cree en Dios?
2.ª ¿Amó a mi padre?
3.ª ¿Qué ha hecho durante los diez años transcurridos desde su muerte?
4.ª No sé siquiera si me quiere a mí.»
Esto ponía la cuartilla. Eva permaneció mucho tiempo sin levantar los ojos. Las sienes le latían débilmente y advirtió que, en los bordes de la cuartilla, se quedaban marcadas, a causa del sudor de sus dedos, las huellas digitales.
Miguel vio que su madre se le acercaba y se levantó. Un momento pensó que le iba a pegar; luego creyó que haría todo lo contrario, o sea ponerle la mano en el hombro y besarle.
En ambas cosas erró. Mejor dicho, Eva le puso la mano en el hombro, pero no le besó; le preguntó:
—¿Quieres saber todo eso, hijo?
—Sí.
—Pues espera.
Entonces arrugó un poco el papel, y con mucho cuidado, sirviéndose de los dedos pulgares e índice, fue rasgando los bordes de la palabra «queridísima», hasta que logró desprenderla, arrancarla entera, como una partícula de cuartilla.
—Mira, ¿ves? —dijo, mostrándole la palabra a Miguel—. ¡Se lo preguntaré a mi corazón! —Y se llevó la partícula de papel a la boca y comulgó con ella, ingiriéndola sin masticar.
Miguel estuvo a punto de pedirle perdón. Los labios le temblaban y, por un momento, pareció un viejo. Eva se dio cuenta y sintió un poco de lástima por el muchacho. Se apartó de él, yéndose hacia la ventana, intuyendo que la distancia le libertaría. Y en cierto modo ocurrió así, aunque no fue nada fácil. Miguel permaneció cabizbajo, como buscando en el suelo los nombres que había escrito de ciudades y barcas.
Toda la vida se le presentó al muchacho en un instante. Su origen como ser humano le pareció angustioso, pues vio, con realismo escultórico, la imagen de su padre doblada sobre el violonchelo. Oyó también su música enferma, lenta, que se dirigía a los sentimientos de los que andan sufriendo por el mundo. Sintió que él no sabía nada de su padre, excepto que era de Darnius y que decía que era desgraciado; como tampoco nada de su madre, excepto que estaba frente a él, sin contestarle las preguntas. Sabía que nació de un hombre ampurdanés, alto, de nariz gruesa, que había amado a su madre como a sí mismo; pero no recordaba la vibración de su voz, ni el sonido de sus pasos, ni ninguno de esos innumerables detalles que humanizan la ausencia. ¡Cuánta sangre paterna le circulaba por las venas! Tuvo la seguridad de que la angustia que agarrotaba su ser en aquel instante era angustia heredada de su padre, transmitida por misteriosa ley. ¿Cómo era posible que su madre no le hubiese hablado de él constantemente? ¿Por qué no llevaba luto, un luto negro como la noche? ¡Nada son diez años ante la muerte, que no tiene fin! —Dime, madre —habló, con la voz quebrada, alzando la vista—. ¡Dime qué has hecho durante estos años! ¡Dime en qué me parezco a mi padre y por qué murió! Estoy seguro de que soy como él, de que su piel era como la mía y de que a él le hubiese gustado que me hiciera sacerdote. ¡No te molestes conmigo! ¡No hablo para molestarte, te lo juro! Te hablo porque no me pegaste y porque has comulgado con una palabra que mi mano te había escrito. ¡Yo soy horrible!, ¿comprendes? Ni yo mismo me entiendo, ni sé explicarme. Hasta mi cerebro me pesa en la cabeza. ¿Verdad, madre, que también me parezco a ti? ¡Tal vez llegue a hacer algo grande en la vida, aunque no sé! Ya es difícil el solo hecho de vivir. Yo no escribí aquellas preguntas porque sí, créeme. Deberías contestármelas y quedaríamos en paz.
Oyéndole, Eva advirtió que su hijo estaba huérfano. Jamás había presenciado un caso tan patente de orfandad. Orfandad del espíritu, orfandad total. Su hijo estaba huérfano hasta de esos objetos que se llevan en los bolsillos y que, con los años, adquieren carta de naturaleza.
Le vio solo, desasosegadamente solo en el centro de la habitación. Y lo que le ocurría era de todo punto lógico. ¡Es muy difícil hablarle a un hijo huérfano! El muchacho quería saber. Además hablaba de Dios, desplazaba su tristeza hacia la religión, y en este campo Eva se sentía molesta. ¿Por qué le preguntaba si creía en Dios? ¡Todo el mundo cree en Dios! Si no se cree en Él, ¿cómo comprender que, después de morir, la vida sigue existiendo para los demás? Eva no pensaba en quién le había dado los ojos, pero pensaba que no le servían siquiera para dar una respuesta a su hijo. Naturalmente, aquel era un problema de amor, como todos entre los hombres.
—Estás un poco excitado, hijo —le dijo—. Deberías escucharme. Cuando se es inteligente no es nada fácil vivir; y cuando además se es sensible, entonces hay días en que todo nos pesa como una losa. ¡Me ha gustado la cuartilla!, te lo juro; y no se me ha indigestado lo más mínimo. Yo quisiera ser perfecta, más que para mí, para ti. Pero, ¡qué quieres! Me educaron de una forma rara y estudié demasiado. Me pareció que el mundo era mío y que se componía de cosas que se podían comprender; como luego vi que no era así, y que todo gira a su capricho, me dediqué a hacer las cosas según la ley del mínimo esfuerzo. ¡Yo creo en Dios, no faltaba más! pero como no siento que esté en mí, me cuesta creer que está en todas partes. Habiéndote educado en los Capuchinos te parecerá desagradable lo que te digo, pero no hay otro remedio. En cuanto a tu padre, yo no le amé. Le respeté mucho íntimamente y más le respeto a medida que tú creces. ¡Sí, hijo! tienes su misma piel y sobre todo los mismos ojos y las mismas manos. Pero, ¡santo Dios!, eres mucho más insondable. ¡A mí me hubiera gustado casarme con un hombre como tú! ¡Mira lo que son las cosas!… Preferiría, a que seas mi hijo, que fueras mi esposo. ¡Sí, sí, te lo digo de verdad! Si quieres saber, además, lo que he hecho durante estos diez años, te lo resumiré, si puedo. ¡Ya ves que me he leído la cuartilla! Cada letra me parecía un hueso; uno de mis huesos, o uno de los tuyos, no sé. Durante estos diez años he estado ausente. Ausente de todo, entiende, incluso algo ausente de ti. En París recibía visitas. Trataba gente de la que se llama culta. Esta gente me había impresionado mucho; entonces yo creía aún que la vida empieza donde acaba la ignorancia. ¡Qué tontería! Te aconsejo que oigas a gente como el Portugués, aunque el hombre no me sea nada simpático, tal vez porque tiene los ojos excesivamente juntos. En Irlanda, estos dos inviernos, ya me reía de aquellas frases. En nuestra casa de Donegal, en «tu» casa, porque es tuya, recibía ya otro tipo de personas. Con estos irlandeses del norte charlaba de cosas más sencillas y hacíamos música. Ya les conocerás. Vivía de este modo, alimentándome de cerveza y de conversaciones. No pensaba en nada. Muchas veces, jugando al bridge, al cantar «corazones» me acordaba de tu padre y de ti. ¡Ridículo si quieres, pero es así! Nada hace pensar tanto en cosas grandes como vulgaridades. Si alguna noche me preguntaba a mí misma qué objeto tenía mi vida, no sabía qué contestar; pero me consolaba pensando que nadie puede contestarse a sí mismo esta pregunta. ¡Por eso me gustaría ser católica como tú, hijo, para tener un objeto de vida! A temporadas volví a escribir. ¡No me gustaría que lo hicieras, en serio! Escribir endurece el corazón. Todo pasa a ser un simple tema y acabas viviendo de anécdotas. Por eso no he querido estar contigo, ¿comprendes? Son mejores personas los capuchinos que tu madre; aunque yo te quiero, Miguel. Y si lo dudas, piensa que jamás había imaginado que le contaría a alguien lo que acabo de contarte. Si a veces me distraigo, has de perdonarme. Creo que ni siquiera la luna, que no tiene nada que hacer, está constantemente atenta a lo que pasa aquí abajo. Tu decisión de hacerte jesuita en parte me gusta, porque a mí también me parecen gente inteligente y de gran fuerza moral, además de que de este modo sentiría descargada mi conciencia; pero me temo que tu vocación no sea tal vocación, sino un arranque un poco literario, si me permites decirlo. Los jesuitas tienen como base la disciplina. ¿Cómo te las arreglarás para dejar tu personalidad en la puerta del noviciado? Lo malo en el mundo es que hay que obedecer. A quien sea, pero hay que obedecer; aun así, en la vida seglar puede uno hacer otras cosas, pero un jesuita no; un jesuita tiene que obedecer y nada más.
Miguel se sentó y se llevó las manos a la cabeza. Eva no supo si lloraba o no. No quiso prolongar la escena y salió silenciosamente de la habitación. También ella sentía necesidad de estar sola. Su confesión la había agotado mucho más de lo que podía esperar.
En cuanto al muchacho, tuvo miedo. La sensación que le quedó fue de miedo. El lenguaje de su madre, deliciosamente frío, le había conmovido. Comprendió que ninguna fórmula podía solucionar las apetencias del corazón.
Al levantar la vista vio los ángeles. Los ingenuos, los gordinflones, los mal dibujados ángeles de la policromía que pendía en la pared del cuarto. Se les acercó para verles los ojos; nada. Eran unos ojos redondos, con un punto negro en el centro, sin expresión.
Se sentía en extremo cansado y se tumbó en la cama de su madre. Sin moverse, a través de la ventana, miró afuera. Le pareció que el cielo había vuelto a ennegrecer. ¡Qué país aquel Ampurdán! ¡Cómo había hecho reventar su piel! Con el Portugués, con el Cap de Creus, con los hombres batiéndose a remo, con el Cojo tocando la trompeta bajo los tamarindos, con las viejas bailoteando, con los relámpagos cruzando el mundo. ¡Qué pueblo, Cadaqués! Pueblo blanco y negruzco, luz grisácea, altar barroco, ¡meros de veintitrés quilos!
Le pareció oír el organillo que volvía a tocar. Unos gritos de mozas que debían de cruzar el paseo, salvando los charcos. ¿Dónde estaba su madre? «Muchas veces, jugando al bridge, al cantar corazones me acordaba de tu padre y de ti». ¡Jesuita, jesuita, jesuita! ¡Dios, Dios, Dios! «Lo malo en el mundo es que hay que obedecer.» Ah, pero pudiendo llorar, nada era malo. Ni siquiera obedecer. Ni siquiera querer dormir y no poder. Ni siquiera querer oír la voz del alma, y oír el vals de un organillo tocado por un vagabundo humilde.