MIGUEL SE RESISTÍA a creer que el tan ponderado Ampurdán estuviese dignamente representado por Darnius. A la hora de la cena habló de ello con su madre. Interrogaron al fondista, quien les expuso una teoría concluyente: lo mejor del Ampurdán, Cadaqués.
¡Una vez más oían citar este pueblo! Les acuciaba la curiosidad y, a escondidas, la esperanza de resarcirse de su fracaso emotivo. Por otra parte, en Cadaqués estaba el mar, escoltado, al parecer, por un imponente semicírculo de montañas azules.
Madre e hijo, sin pensarlo más, acordaron salir a la mañana siguiente para Cadaqués.
—¡Llevaremos la vida de salvajes que nos habíamos prometido! —emplazó Miguel, bruscamente ilusionado.
—Y hablaremos de la carrera que has de seguir —concluyó la madre.
Al amanecer del día siguiente se trasladaron en tartana a Rosas. Ahí alquilaron una barca —«Blancaflor» de nombre— que les llevó a Cadaqués. Antes de doblar la punta de Santa Cristina miraron hacia atrás y contemplaron sin prisa el inmenso golfo de Rosas y el vaho casi transparente que exhalaba la llanura ampurdanesa.
Dos horas y media después dieron vista a la bahía de Cadaqués. El sol declinaba. Descubrieron el colosal anfiteatro de montañas y a sus pies, alineadas a lo largo de la playa, las casas blancas, apiñadas con increíble inocencia. La muerte del día fue esta vez casi instantánea. Multitud de nubes errantes se incendiaron y luego un brochazo negro eclipsó la bahía, que pronto emergió de nuevo, picoteada de luces. Desembarcaron, y el propio barquero les acompañó a una fonda —«Fonda el Cojo»— situada cerca de una plazoleta en la que se alzaban varios tamarindos.
El dueño de la fonda, «El Cojo», que a pesar de su pierna de palo caminaba con increíble soltura, los aceptó, no sin antes medirlos de pies a cabeza, y les garantizó dos habitaciones.
Madre e hijo querían ventana que diera al mar, pero uno de los dos estaba obligado a renunciar a ella. Se acercaron a una de las mesas del comedor y lo echaron a suertes con una moneda, ante los ojos atónitos del fondista. Le tocó a Miguel sacrificarse, y Eva sonrió.
A la mañana siguiente desayunaron manteca y leche de cabra. «El Cojo» chapurreaba un francés del Rosellón muy gracioso. Era un hombre de unos cincuenta años, con gruesos bigotes. Al mirar parecía descubrir en los demás graves defectos; pero luego resultaba incluso afable.
—¿Qué tal se vive en este pueblo? —le preguntó Eva.
—Unos bien y otros mal —contestó él, llevándose, renqueando, las tazas vacías a la cocina.
Salieron a la calle, ansiosos por ver a la luz del día el rincón de la tierra donde habían parado. El mar estaba encalmado, de un color más bien negro, y el pueblo, blanco y solitario.
Sin embargo, su soledad era opuesta a la de Darnius, tan insondable. Era una soledad poblada por pequeñas almas que deambulaban a lo largo del paseo y se escondían en el vientre de las barcas.
Caminaron sin plan fijo. Una de las calles, empinada y estrecha, desembocaba en unas vastas parcelas de olivares. Aquí y allí, terreno pizarroso. Casas derrumbadas convivían con otras enjalbegadas y alegres. De repente aparecía el mar y todo era hermoso. Allá arriba asomó la iglesia. Treparon hacia ella y entraron. Eva se cubrió la cabeza con un minúsculo pañuelo rojo. ¿Por qué no se cubriría en la iglesia de Darnius? Miguel juzgó que el barroco altar mayor era excesivamente suntuoso. Fuera, muy cerca, otra vez terreno pizarroso. Negro de la pizarra, blanco de las casas, gris perla de los olivares, el pueblo tenía misterio.
Preguntaron por un pescador que durante su estancia en el pueblo se aviniera a acompañarlos en barca para conocer la bahía y sus alrededores. «El Cojo», a la hora del almuerzo, les habló de el Portugués, hombre al que colgaron este apodo porque en su juventud hizo un viaje a Portugal.
Cerraron trato en seguida, y aquella misma tarde el Portugués les llevó a las pequeñas playas dormidas a ambos lados de la bahía.
Eva y Miguel, mientras la barca se deslizaba, alternaban la contemplación del paisaje con el interrogatorio a el Portugués, hombre más bien bajo, muy moreno, que resumía su concepción del mundo diciendo que el pez grande se come al chico.
El Portugués interesó mucho a Miguel. Era servicial en la medida justa, sin adular. Parecía muy seguro de sí mismo y del pueblo. Oui madame, repetía siempre, mirando a Eva con sorprendente familiaridad.
Aquella primera salida de Eva y Miguel con el Portugués fue el inicio de una comunicación intensa con el mar, que iba a durar hasta que madre e hijo se marcharan precipitadamente de Cadaqués. Pasaron días emborrachándose de él. Por las mañanas el pescador les prestaba el bote y ellos, por su cuenta, remando por relevos, inspeccionaban la bahía en todas direcciones. Miguel se emocionó mucho la primera vez que cogió los remos, dio una brazada y vio que la barca avanzaba. Le pareció que participaba en cierto modo en el misterio oceánico, y por un salto acrobático del pensamiento encontró más razonable que existieran navegantes que con embarcaciones frágiles llegasen a América. También, si el día era muy bueno, se bañaban.
Por las tardes el Portugués, remando a ritmo perfecto y sin cansarse nunca, los conducía hasta muy lejos, por la parte de Rosas o por el lado de Port-Lligat. Se llevaban la merienda y merendaban en la misma barca o en la playa.
Acontecimiento memorable fue la excursión al Cabo Creus.
Todo el mundo les decía que valía la pena, que era preciso ir. El proyecto fascinaba principalmente a Miguel, pues el muchacho recordaba las veces que, estudiando geografía, había mencionado el nombre de este Cabo, al igual que el de Finisterre.
El día en que el Portugués consideró que el mar estaba a propósito para emprender la marcha, fue a la fonda a avisarles.
—Hoy se puede ir. Hoy no hay peligro.
—¿De veras?
—Pero tendremos que salir de Port-Lligat. Tengo el bote amarrado allá.
—¿A qué hora?
—Dentro de una hora. Podríamos comer en Culip. Tendrán ustedes que traer mi comida. Yo les esperaré en Port-Lligat.
A la hora justa embarcaron. La mañana estaba excesivamente limpia y clara para que el paisaje ofreciera un especial interés; el sol caía a chorros produciendo gran monotonía en los colores. A causa de ello, Eva y Miguel pronto se cansaron de mirar el agua y prefirieron platicar con el Portugués, quien los pilotaba remando y respirando como siempre a perfecto compás.
El Portugués había vivido en Cadaqués toda su vida. Conocía aquel mar a ciegas, desde Rosas hasta Puerto de la Selva. Las corrientes, las rocas, las profundidades, clases de pesca, el paisaje submarino, con bosques de algas y nácares. Todo le era tan familiar como sus propias manos. Conocía aquel mar y lo amaba. Lo amaba de tal modo que no concebía siquiera la vida en otro lugar.
—Una vez —les contó mientras Eva le liaba un cigarrillo— tuve que ir al Pirineo por un asunto de mi hijo, que estaba allá haciendo el servicio militar. Había hecho una tontería: había robado diez pesetas a un sargento. Fui allá con mi mujer. Me parece que el pueblo se llamaba Camprodón. Cuando me vi en aquellos caminos, solo, rodeado de aquellas montañas… «¡Chica —le dije a ella—, yo no sabré regresar, yo no veo el mar aquí!»
—¿Y su mujer?
—¿Ella? ¡A ella lo mismo le da esto que aquello! —Luego añadió, como monologando—: Algún día…
—¿Qué dice, Portugués?
—Nada.
Y siguió remando sin prolongar el asunto.
Eva llevaba unos minutos ensimismada en la contemplación de la sinuosa costa que avanzaba hacia Cap de Creus. Habían salido ya de la bahía de Port-Lligat y se encontraban en pleno mar. Lejos, frente a sus ojos, enfuraba en el Mediterráneo el imponente brazo de tierra del Cabo y un poco a la derecha, como un gato a sus pies, yacía el islote Morro d’Or.
A la madre de Miguel le encantaba la voz de el Portugués. La voz, los ademanes sobrios, su manera de mirar y de llevar la gorra calada hasta las cejas, y algo de indefinible seguridad que emanaba de su persona.
—¿Es usted católico, Portugués? —se oyó de repente.
El marinero fijó la vista en la madre de Miguel y contestó, en tono seguro:
—Sí.
—¡Qué raro! —comentó Eva.
—¿Raro? ¿Por qué?
—¿Por qué te parece raro? —preguntó Miguel a su vez.
—Porque no creo que la gente de estas comarcas lo sea. En todo caso —añadió después de un silencio—, lo serán por superstición.
—Madame… —intervino el Portugués, cambiándose el cigarrillo de lado—. Cada cual es cada cual, ¿no le parece?
—Sí, naturalmente. Cada cual es cada cual.
Dos brazadas después el marino prosiguió:
—¡Soy el campanero de la iglesia desde hace veinte años!…
Eva le miró con irónica curiosidad.
—¿Habla usted en serio?
—Oui, madame…
Eva encendió un cigarrillo, con expresión ambigua. El marino quiso insistir, y dijo, con cierta agresividad:
—El que vive en la mar y no cree en Dios, está loco.
Eva echó una bocanada de humo.
—Los demás pescadores de Cadaqués… ¿son como usted?
—¿Los demás…? ¡Bueno! ¡Allá ellos!…
—Eso no es contestar.
—Pues… le diré. Casi, casi… estoy solo.
Acto seguido añadió, guiñándole un ojo a Miguel:
—Pero yo les conozco… Yo he salido a la mar con ellos, ¿comprende? Días buenos y días malos.
Miguel oía a el Portugués sin perder una sílaba. El hombre remaba sin fatiga, pero aquella conversación le ponía visiblemente nervioso.
—¿Y qué ocurre, Portugués…?
—¿Qué…? Cuando se ven la mala… ¡boooh! ¡Allá verían credos y la señal de la cruz! ¡Vengan Cristos y santos!
Al decir esto tiró la colilla al agua y pareció considerar el tema agotado. Volvió la cabeza hacia Cap de Creus. Se encontraban ya muy cerca del peñón y era necesario remar con sumo cuidado.
Miguel se sentía vivamente impresionado. Miraba a ambos lados con singular excitación. La mole del Cabo, frente a la cual su pequeña embarcación debía de parecer un insecto, se erguía sobre sus cabezas con fuerza de monumento granítico, eterno. El color del agua era impreciso. Verde, verdinegro, según la intensidad de la vegetación submarina. Doblado el Cabo, y en el pequeño estrecho que se producía entre la costa y un islote, el mar estaba quieto en absoluto, parecía como planchado, y el chap… chap de los remos cortaba con suavidad el silencio.
En aquel momento el Portugués soltó los remos y se puso en pie.
—¡Francia!… —indicó, señalando con el índice la lejana línea costera, que aparecía envuelta en neblina.
Miguel se levantó haciendo balancear imprudentemente la barca. Eva miró la dirección indicada por el Portugués con mirada absorta e inmóvil.
—¡Francia, madre! —repitió el muchacho.
Ver aparecer desde el mar el país amado esponjó el alma de Miguel. Miguel no había estado en Francia desde hacía cuatro años, y en un instante se le agolparon en la mente multitud de recuerdos, cada uno de los cuales pugnó por aflorar. Recordó imágenes sin conexión. Su casa de Bretaña, la biblioteca de su madre, un puente —no sabía de dónde— nevado… Nada más. Su corazón intentó en vano magnificar la evocación.
Eva permaneció unos minutos sin pronunciar una sílaba; por fin exclamó, en tono grave:
—¡Qué gran país, el mío…!
El Portugués movió casi imperceptiblemente la cabeza. Eva lo advirtió y le preguntó, sonriendo:
—¿Por qué mueve la cabeza, Portugués?
—Por nada… —contestó él, al cabo de un rato.
Tampoco esta vez se pusieron de acuerdo Eva y el pescador. Eva improvisó un canto a Francia, muy a tono con el poético lugar, pero el Portugués iba diciendo: «Oui, madame» en un tono tan impertinente que la madre de Miguel optó por callarse, si bien se quedó mirando para Francia en actitud simbólica.
Comieron en la cala Culip. Eva y Miguel, antes de comer, se bañaron; el Portugués se negó a echarse al agua, para no romper un hábito que databa de su juventud.
Miguel no cesaba de inspeccionar a su madre, a la que notaba algo indefinible, como de mal humor o nervosismo.
Dentro del agua la invitó a mil juegos, con el propósito de que gozara de la infinita alegría del mar. La chapuceaba, se hacía el muerto, creaba a su alrededor con el movimiento de los pies la hermosa mentira de la espuma. Ella se reía, pero no se reía con el corazón, como Miguel hubiese querido.
Mientras hablaba con el Portugués la había estado oyendo, y había decidido tener con ella una larga conversación. Esperaría el momento oportuno, en la fonda, o donde fuese. Su madre era un ser complicado, como él mismo, y era preciso que entre los dos no hubiese secretos. ¿Por qué no se consolaban mutuamente?
En aquel momento la vio salir del agua, hermosa, goteándole los cabellos, la nariz, la barbilla, pegado el bañador a su piel blanca como la leche, con aquella su manera de andar firme, de paso concreto, más bien reposado, y notó que la quería con todas sus potencias. El sol encendía el agua en su cara, y le encendía los cabellos, dándole un aspecto vivo y palpitante, muy a tono con la naturaleza que les rodeaba.
Después de la merienda miraron los tres al mar, largo rato, sin decir nada; hasta que el Portugués indicó la conveniencia de regresar.
De regreso doblaron el Cabo. Miguel, sentado a popa, iba recordando anécdotas de su vida pasada; de Bretaña, de San Sebastián. Evocó los vestidos que había llevado su madre y cómo había cambiado muchas veces de peinado. Este simple detalle le pareció indicar que era una mujer que no se sentía de ningún modo feliz. ¡No, no! ¡Ella no hacía estas cosas por coquetería! Ella cambiaba de vestido y de peinado por alguna íntima vacilación.
Entonces la miró. Eva estaba de perfil y en aquel instante liaba otro cigarrillo para el Portugués. La indolencia con que realizaba aquella sencilla operación engendró en su mente, en el acto, un angustioso temor. Temió que su madre, en el fondo, no se interesase por nada, no amase nada. Temió, incluso, válgame Dios, que no le amase siquiera a él.
En un minuto de presión interior sofocante se sintió invadido por una estela de dudas, como la que la barca en que navegaban iba dejando tras de sí. Se dio cuenta, al evocar los años de separación en que habían vivido, que, en realidad, no conocía en absoluto a su madre. Ignoraba elementales circunstancias de su existencia anterior. De su vida en París, de sus relaciones y matrimonio con su padre, de su vida en Irlanda, de sus amistades. ¿Cuándo se habían mostrado el uno al otro las grietas del alma? ¿Hasta qué punto había llorado la muerte de…? ¡Oh, siempre le decía que su padre era un gran músico!; pero nada más. Y en realidad, al pasar frente a la puerta verde, tras la cual su padre había nacido, ella miró hacia la otra acera, por donde cruzaba un perro renqueando.
Miguel salió un instante de su abstracción, y advirtió que el Portugués le miraba escrutadoramente. Quiso disimular, pero no acertó. Entonces tuvo la certeza de que aquel hombre duro, primitivo y analfabeto estaba leyendo sus pensamientos hasta lo más recóndito; y dudó, por segunda vez en la jornada, que él y su madre pudiesen luchar con probabilidades de éxito contra aquellos cuyos libros se limitaban a la directa observación de la realidad.
—Malos vientos, amigo —le dijo el Portugués.
—Cierto, malos vientos —admitió Miguel.
Eva, al oír esta respuesta y el tono con que fue pronunciada, advirtió que pensamientos sombríos inquietaban a su hijo y, aun sin necesidad de mirarle, supuso que muy bien podía ser ella la causa. Entonces, con suma habilidad, prolongó durante unos minutos su aire ausente, hasta que, con intermitentes comentarios sobre la grandeza de aquella hora crepuscular, condujo poco a poco la atención de los dos hombres hacia el espectáculo que tenía lugar en el cielo, por el que se extendían, una vez más, haces de nubes errantes tocadas de rojo.
Miguel dirigía los ojos, ora a su madre, ora al sol agonizante, como queriendo zafarse del encantamiento de que estaba siendo objeto; pero Eva, así, como al paso, le llamó dos veces «hijo…», infundiendo a su voz un hálito tan naturalmente amoroso, que el muchacho, un tanto agotado por el ardimiento anterior, optó por contemplar la muerte del día orando para sí y para que sus dudas murieran con el sol.
Luego desembarcaron el Portugués amarró la barca. Madre e hijo regresaron en silencio a Cadaqués. Había anochecido, y a su alrededor los olivos de Sant Baldiri semejaban fantasmas. A mitad de camino, Miguel sintió que el brazo de la mujer le rodeaba la cintura. Al llegar al pueblo oyeron el lamento de un perro.
El Cojo les esperaba con excelente buen humor y les dio la cena. Les preguntó si habían visto la Cueva del Infierno, y Miguel le contestó que sí, aunque añadió que juzgaba una tontería ponerle nombres tan siniestros a la Naturaleza.
Después de cenar, el muchacho pretextó cansancio y se retiró a su cuarto.
—Hasta mañana, madre.
—¡Hasta mañana, Miguel!
Por su parte, Eva, que estaba por completo desvelada, salió a la puerta de la fonda y se sentó en la acera, con la espalda reclinada en la pared y las manos en las rodillas. Permaneció largo rato mirando a la noche, a los tamarindos escuálidos del paseo, al firmamento. Le llegaba el rumor del mar.
De pronto sintió frío. Entró en la fonda y subió hacia su cuarto, cerrando la puerta. Pasándose la mano por la frente se acercó al espejo y se miró profundamente a los ojos, en cuyas niñas vio su imagen reflejada en miniatura. Entonces recordó que llevaba años sin llorar e inmediatamente después pensó que era muy difícil vivir si el alma no lloraba de vez en cuando.
Se tumbó en la cama en un estado de debilidad mental que casi la torturaba, pues le parecía que su cerebro era transparente y que unos ángeles que había en un cuadro que colgaba de la pared leían ávidamente en él.
Se durmió pensando en su hijo, cuyo corazón latía al otro lado del tabique. ¿Por qué no podía reducir toda su vida al amor de su hijo? ¿Y por qué no se amaba tampoco a sí misma?
Le hubiera gustado tener una palmatoria, entrar con ella en la habitación de Miguel, acercarse a su cama y arroparlo… Pero no se atrevió.
La mañana siguiente era domingo. Al despertar abrió la ventana cuyo derecho le había ganado a su hijo en buena lid y vio ya muy alto el sol. Vistióse de prisa y bajó al comedor, donde encontró a Miguel esperándola.
Eva estaba de excelente humor. Todo lo pensado la noche anterior se le antojaba una pesadilla.
Miguel, en cuanto se secó los labios con la servilleta, le dijo a Eva:
—Si no te importa, me iré en seguida. Tengo algo que hacer.
—¿Algo que hacer?
—Sí. Querría ir a confesar.
—¡Ah! Muy bien, hijo.
Eva notó en su hijo una singular seriedad. Por lo visto el sueño, si lo hubo, no le había disipado el mal aire. Pensó que era necesario ceñir las relaciones con el muchacho. Miguel no era ya ningún crío y poseía una imaginación fértil que podía llevarle a Dios sabe qué conclusiones.
Pensó que aquella mañana, al salir de misa, podrían hablar. O tal vez fuera más a propósito hablar por la tarde… Lo mismo daba. Lo que importaba era encontrar el momento oportuno, y encontrarlo pronto.
Miguel se marchó.
Poco después las campanas tocaron la primera señal para el oficio solemne de las diez. Eva subió su cuarto y se arregló para asistir a él. Entendió que a su hijo le gustaría verla en la iglesia, que lo juzgaría un acto de delicadeza.
Salió. Las calles estaban muy animadas. La gente del pueblo, algo envarada, olía a domingo. El sol hacía brillar el agua de la bahía.
Trepó hacia la iglesia, penetró en ella —esta vez el pañuelo que le cubría la cabeza era verde— y se arrodilló. Inmediatamente buscó a su hijo recorriendo el templo con la mirada. En seguida lo reconoció por los zapatos, por el color del pantalón y sobre todo por la manera de colocar los pies, tacones separados, las puntas convergentes. Estaba en el confesionario, con la cabeza y la espalda ocultas bajo una cortina morada.
Este acto de humillación le pareció a Eva aquel domingo algo insólito. Ella juzgaba más racional la confesión que tenía lugar directamente entre el alma y Dios.
Luego pensó que, probablemente, su hijo le estaba contando al sacerdote, a quien no conocía, intimidades que jamás le contaría a ella, que lo había engendrado. La explicación dogmática según la cual el sacerdote en aquellos instantes era Dios no la satisfizo. Eva era orgullosa y le costaba mucho conceder privilegios a los demás mortales. Que existiera el Ángel de la Guarda, lo estimaba probable y, en cierto modo, necesario; pero que un hombre perdonara los pecados no le cabía en la cabeza.
Por el contrario, Miguel, al levantarse del confesionario, sintió que había sido perdonado. Lo sintió con una fuerza y evidencia que lo inmunizaba contra toda dialéctica.
Vio a su madre y se le acercó, arrodillándose a su lado. Poco después el oficio empezó. A Eva la mareó el temblor de los cirios del altar y la luz difusa del templo; pero permaneció en su puesto como centinela de algo importante.
A la salida del templo, el sol caía ya a plomo. Eva y Miguel bajaron hacia el paseo y entraron en el estanco a comprar tabaco, papel y cerillas. Luego observaron con interés el trajín festivo de los cadaquesenses. Varios pescadores sentados en un banco discutían sobre un mero de veintitrés kilos que acababa de ser traído a la playa. También decían que en alta mar una traina de Rosas había visto una ballena.
En una pizarra que pendía en la pared del Casino ponía: «¡Atención! ¡Hoy, a las doce, sardanas en la plaza!»
¡Sardanas!…
Madre e hijo se miraron con emoción. Miguel tenía una idea vaga de lo que la sardana pudiera ser. Pero su padre no dejó nunca de hablar de ella, y aquello le bastaba.
Faltaba una media hora para empezar, y la plaza se iba animando. Empezaban a llegar los músicos, quienes iban ocupando las sillas colocadas en dos hileras contra la pared del café. La orquesta era la local y se componía únicamente de siete profesores.
Eva y Miguel se llevaron una sorpresa al comprobar que entre los músicos figuraba el Cojo en persona, que en aquel instante probaba la trompeta con buenos labios y mejor pulmón. Toda la orquesta probaba los instrumentos, en una algarabía tan desafinada como simpática y prometedora.
Miguel y Eva iban observando uno por uno los músicos y los instrumentos. ¡El contrabajo!… Lo tocaba un hombre viejo, viejo y esquelético, que quedaba casi oculto detrás de la panza del instrumento. Sus manos hacían zumbar las cuerdas arrancándoles sonidos opacos y profundos. Eva imaginó a su marido allá, de espaldas a la pared. Experimentó cierta melancolía, pues la preparación de la sardana había comunicado a la gente de Cadaqués un brillo espontáneo de gran acontecimiento.
Miguel, por su parte, repartía su emoción. El contrabajo le sugería una idea más bien triste; en cambio, el fiscorno le hacía verdadera gracia. El hombre del fiscorno soplaba. Se le hinchaban los carrillos y en el acto quedaba rojo como la grana.
En esto, la sardana comenzó, empezaron a formarse los ruedos y Eva y Miguel oyeron y miraron con el alma prendida en un hilo. La tenora se dirigió al cielo en un tono profundamente sentimental y digno. ¡El contrabajo le respondió! Duró sólo un instante, dos compases; pero ellos bastaron para enardecer a Miguel, quien lamentaba no saber bailar. Y aun sin saber, estuvo a punto de levantarse y meterse en uno de los ruedos; pero no se atrevió, porque todos bailaban tan perfectamente —cuerpos tensos, brazos sostenidos en alto y entrecruzando continuamente los pies— que comprendió que debía respetarlos.
Dos sardanas y ya no hubo más. Los músicos enfundaron sus instrumentos y la gente se repartió por el paseo y la playa.
Eva y Miguel, muy emocionados, se aproximaron al Cojo y le felicitaron por lo bien que tocaba. El Cojo parecía allá otro hombre, mucho más jovial.
—Si se quedan unos días por aquí —les dijo en tono confidencial—, es posible que oigan una sardana mía…
—¿Compuesta por usted?
—Sí. La titularé Las olas.
Luego les contó que en ella intentaba imitar, a base de trompetas, tiplas y tenoras, los bramidos del viento, y a base de fiscornos y contrabajo, los ruidos más sordos del mar.
Charlaron con El Cojo mucho rato, hasta la hora de comer. El almuerzo transcurrió sin novedad. Eva buscaba la ocasión propicia para hablar con Miguel, pero este la rehuía, sumido casi siempre en una reflexión hermética.
La tarde se presentó bochornosa. Iba a tener lugar una regata entre dos pescadores, ancestrales adversarios en el arte de remar, uno representando la fuerza bruta, el otro el espíritu científico. Los cadaquesenses invadieron la playa con fervor, contagiando a Eva y Miguel. Fue un bellísimo combate, en el que venció la fuerza bruta. Luego se anunció, por medio de una pancarta andante, el baile. Baile entre los tamarindos, a pleno aire. Las mozas, después de vitorear al vencedor, se dirigieron a la plaza llevando vestidos adornados con fauna floreal.
Miguel dijo que le encantaría asistir al espectáculo. Eva, recordando con hilaridad las disonancias que lanzaban al espacio el Cojo y su orquesta, acogió la idea de buena gana. Pero se quedó chasqueada, pues al pronto se adueñó del aire un potente organillo, que arrancó grandes muestras de alborozo de la juventud de Cadaqués allí congregada.
Mozos y mozas se enlazaron, unieron los pies, y levantando inmensas cantidades de polvo empezaron a bailar bajo los tamarindos, al compás del organillo, cuya manivela estaba al cuidado de un individuo de cara hosca y bigote negro.
Un muchacho sacó a bailar a una vieja de pañuelo atado a la barbilla y la risotada fue general. Del organillo brotaban polcas, mazurcas, lanceros y, sobre todo, valses. Los valses rápidos gustaban mucho y eran bailados epilépticamente.
En uno de estos valses Miguel sintió que le cogían de la cintura y le invitaban a danzar. En la respiración reconoció a su madre. Levantó la cabeza y la vio sonreír, un tanto despeinada.
—¡No sé bailar! —dijo el muchacho, asiéndola numéricamente, con torpeza.
—Yo te enseñaré… —contestó ella, poniéndole la mano en el hombro y dándole un fuerte impulso.
Y, en efecto, debía de ser maestra egregia, pues a los pocos compases Miguel se encontró girando sobre sus pies con asombrosa facilidad, mezclado entre las parejas.
Ya ni siquiera se movieron del centro de la plaza. En cuanto el manubrio cesaba se secaban el sudor, suspiraban, se volvían un instante hacia el mar cuyo horizonte se iba ennegreciendo como alma de pecador y, de improviso, ¡vuelta a empezar! ¡Otro vals y otra polka, y otra mazurca!
—¡Qué bien bailas, madre…! ¡Qué bien…!
—Porque bailo contigo, hijo…
Y, de repente, un relámpago amarillo cegó la vista a todo el pueblo de Cadaqués.
—¡Jesús! —exclamó alguien con horror; y la vieja del pañuelo en la barbilla se santiguó.
Toda la plaza de los tamarindos calló, esperando el trueno.
Y el trueno llegó, cabalgando sobre las montañas wagnerianas que estrangulaban el pueblo. Fue un trueno profundo, a la vez lejano y muy próximo, como una detonación que se hubiera ahogado en el mar.
Ante los ojos atónitos de la muchedumbre endomingada se alzó en el paseo un torbellino de viento que expelió a los cuatro costados puñados de arena, hojas de árbol, briznas negras y papeles.
Un nuevo relámpago cruzó el espacio. Y en el acto empezaron a caer gotas pesadas, gotas como de plomo derretido, convirtiendo en tambores los tejados de las casas.
La gente huyó despavorida, refugiándose en el Casino, en las entradas, en cualquier hendidura de las paredes capaz de resguardar un cuerpo humano; Eva y Miguel alcanzaron, dando enormes saltos, la fonda del «Cojo», en el instante exacto en que una cortina de agua caía sobre el paseo, sobre el pueblo, sobre el mar y sobre los olivares.
—¡El hombre del organillo nos ha traído la mala! —dijo un viejo, que se pasaba horas sentado en la puerta de la fonda.
Eva y Miguel, para ver la tempestad, subieron corriendo al cuarto de aquella y contemplaron a través de los cristales la indescriptible densidad del cielo.
Poco a poco la lluvia aclaró. Comenzaron a divisarse las siluetas de los árboles y de las barcas. Luego, muy vagamente, la superficie del mar; cuando apareció en la lejanía gris la curva ascendente del Pañí, en el ánimo de todos se dio por vencida la cólera del espacio.
Alguna de las brujas del pueblo barrería las nubes pocos minutos después. Un extraño rayo de sol arrancó de un pedazo de latón que yacía en el suelo de la plaza un brillo caliente y violáceo.
Madre e hijo abrieron la ventana y se sintieron penetrados por el aroma fuerte de la tierra mojada. La atmósfera había refrescado y la calma y la puesta de sol infundían a la bahía de Cadaqués un punto de belleza y de misterio.
La vida había cesado en el pueblo. Todo estaba en silencio: las personas, los balcones y los charcos.
Todo estaba en silencio, excepto los corazones de Eva y Miguel. Era la primera vez que el muchacho entraba en esa habitación de su madre, y aun cuando al entrar, acuciado por la tempestad, no viera la cama, ni el espejo, ni los objetos del tocador, presentía a su espalda la entrañable intimidad de aquellas paredes entre las que su madre dormía y soñaba.
Eva se retiró de la ventana y se colocó ante el espejo para peinarse. Miguel se volvió y estuvo mirando como absorto la imagen real y la imagen reflejada.
Entonces Eva, sin dirigirle la vista, le dijo:
—Podríamos hablar de lo de la carrera, hijo. Concretamente, ¿has pensado en alguna?
El muchacho al pronto no se movió. Continuó en la ventana, mirando afuera.
—He pensado en una carrera larga, madre —contestó por fin, volviéndose hacia ella—. Quiero hacerme jesuita.