EL 16 DE JUNIO llegó de Irlanda la madre.
El muchacho la abrazó, al bajar del tren, con toda la emoción de su alma. Luego retrocedió unos pasos y le hizo dar una vuelta completa. La encontraba hermosísima y, por supuesto, no comparable a ninguna otra mujer. Volvió a su lado y la abrazó de nuevo, sin decir una palabra.
En verdad que Eva estaba hermosa. Tenía cuarenta años. La cara se le había alargado un poco. Durante el invierno había adquirido un tono más pálido y traía muy apagados los ojos, pero ello comunicaba a su rostro un aire ausente, de encanto indefinible.
El matrimonio Gurrea había acudido también a la estación, y a la salida esperaba el fotógrafo, que sacó una placa al grupo. Al ser presentado a Eva, la diagnosticó en el acto que estaba bajo la influencia de Luna-Marte y que moriría de accidente.
Eva rehusó cortésmente la hospitalaria oferta del matrimonio y prefirió hospedarse en un hotel, rogando además a Miguel que fuera a cenar con ella.
Durante la cena, Eva y su hijo estuvieron locuaces y se estrechaban las manos por encima de la mesa. Él le contó mil incidencias de los dos cursos e infinidad de anécdotas sobre el fotógrafo, del que ella opinó que, a pesar de sus excentricidades, en el fondo debía de ser un gran tímido.
Por su parte, Eva habló de Irlanda en términos entusiastas. Dijo que era un país de raro contenido poético y narró para el muchacho varias leyendas que le encantaron, singularmente una que hacía referencia al incendio de un bosque, incendio que oleadas de pájaros suicidas consiguieron detener. «En Irlanda hay zonas sociales primitivas, pero esto sucede en todas partes. Y, en general, no hay malignidad.»
Después de la cena fueron al salón de descanso del hotel. El muchacho quería preguntarle por qué había decidido abandonar Francia e instalarse en Irlanda; pero era tan feliz aquella jornada que prefirió dejarlo para mejor ocasión.
—¡Sí, sí! ¡Lo prometido! —le dijo Eva—. Haremos un viaje durante el verano.
—Me dijiste que llevaríamos vida de salvajes…
—¡Y lo repito! No miraremos a nadie. ¡Tú y yo! No hablaremos con nadie más.
Entonces Eva manifestó que, viniendo de países de invierno brumoso, la ilusionaba en gran manera visitar el sur de España. Sacando un mapa Michelin propuso el itinerario a seguir: Burgos, Ávila, El Escorial, Madrid, Córdoba… «Y si nos da tiempo y no acabamos el dinero, cruzaremos el Estrecho y saltaremos a África…»
Miguel, desde el comienzo del itinerario marcado por su madre, la había estado mirando sin decir una palabra. Se había quedado súbitamente serio. Eva advirtió que algún reparo rondaba la cabeza de su hijo.
—¿Qué? —preguntó al cabo—. ¿Te gusta el plan o hay alguna objeción?
Miguel, sin perder su gravedad, dijo:
—Hay una pequeña objeción, madre.
—¿Cuál?
—Creo que deberíamos ir al pueblo de mi padre.
—¿Eh? —Eva se contuvo. El tono de Miguel era de una dignidad que no admitía réplica.
—Sí. Antes que nada deberíamos ir a Darnius.
—Pero… —objetó Eva, turbada—. Según creo… es un pueblo triste.
—No creo que a ti y a mí nos importe eso, ¿verdad?
—¡No, claro! Lo que pasa es que… no sé si lo sabes… Tu padre se marchó de Darnius porque riñó con su familia.
Miguel se había levantado. Se plantó frente a Eva y sin aludir a su última frase dijo:
—¿Cómo se llama la llanura donde está enclavado el pueblo?
—Ampurdán… Tu padre era ampurdanés.
Miguel movió la cabeza.
—Debe de ser un país duro, ¿no?
—¡No sé! —contestó Eva—. Tu padre siempre decía que es un país de hombres.
Miguel callaba.
—La llanura debe de ser preciosa —añadió Eva—: Además, la baña el Mediterráneo. ¡Buen mar para ti, que sabes latín!
Eva se esforzaba en facilitar la escena. Advirtió en Miguel una remota reserva y decidió no contrariarle.
—Eso que has dicho de la familia… —añadió Miguel, de pronto—, no importa. Iremos a verles.
—¡No, no! ¡Eso de ningún modo, Miguel! Tu padre me lo prohibió terminantemente.
—¿De veras?
—¿Por qué te he de mentir, hijo?
Miguel se quedó reflexionando.
—Bueno —concluyó por fin—. Pero iremos a Darnius.
Eva accedió, moviendo la cabeza. Hubo un silencio, que la madre de Miguel colmó plegando con lentitud el Michelin. Lo hizo con irónica delectación, despidiéndose especialmente de la franja que correspondía a las tierras del Sur.
—A Cataluña se ha dicho —rubricó. Luego, sin perder la calma, atrajo hacia sí a su hijo, le mesó los cabellos y añadió, en tono alegre—: Ampurdanés…
Permanecieron cuatro días en San Sebastián, pues Eva, pese a la impaciencia de Miguel por emprender el viaje, quiso probar suerte en el Casino, con la ruleta. El hado le fue modestamente propicio, lo cual le permitió obsequiar a la señora Gurrea con un espléndido florero de cristal tallado, y al notario con una flamante escribanía… ¡de cuero repujado!
El día 20 abandonaron la ciudad. En cuanto salieron de la estación, el corazón de madre e hijo empezó a latir vigorosamente. Se iniciaba el viaje largo tan hablado, durante el cual quedarían ellos dos frente a frente, persiguiendo la sombra del hombre que les unió.
Corría el tren cruzando ríos, pueblos, ahumando, asustando a centenares de árboles que se mecían desprevenidos a ambos lados y a lo lejos, bajo un cielo claro.
¡La sombra del hombre que les unió! Eva recordaba de este hombre detalles inverosímiles. Evocó en visión retrospectiva todas sus relaciones con él. Desde que quedó tendido y seco en el ataúd hasta el momento exacto en que le vio por primera vez, sentado en la habitación del hotel, haciendo sonar el violonchelo.
Ahora pisaría la tierra viva en que él creció y de cuyos frutos se sustentó. Estaba segura de que detalles mínimos justificarían repentinamente actitudes de aquel que ella no había comprendido.
Miguel se bebía el paisaje, consultaba la guía de ferrocarriles —iban lanzados hacia Barcelona—, se movía inquieto en el asiento… En las estaciones sacaba la cabeza y agudizaba el oído, esperando con impaciencia el momento de oír hablar en catalán.
Cuando sus nervios cedían, contemplaba a su madre, cuya sonrisa preñada de matices le resultaba difícil descifrar. Eva, de vez en cuando, sacaba por arte de magia un pulquérrimo y fresco vaso de aluminio, conteniendo agua mineral, y lo ofrecía al muchacho, el cual, después de tomarlo, deseaba que su madre quisiese fumar, para poder correspondería dándole fuego con el mechero que yacía a su lado, junto al paquete de cigarrillos.
Fue una pena que un alud de ruidosos viajeros invadiera el coche. Porque la ocasión era propicia para que Darnius tomara cuerpo, y sobre todo espíritu, a los ojos de Miguel, para que Eva saciara su inquietud contándole cuanto sabía del pueblo, situando en su centro a aquel ser alto, de retórico bigote, «Marcel» de mote, que en París sepultó el mapamundi bajo un mapa de la provincia de Gerona, y que en Darnius, en los días de la Fiesta Mayor, tocaba el contrabajo en la cobla de sardanas.
¡El contrabajo! Eva no pudo contarle a Miguel más que esto: que su padre consideraba el contrabajo instrumento fundamental para el buen sonar de la sardana, y que para tocar esta danza con sentimiento era preciso ser del Ampurdán. Algo más añadió Eva relativo al país al que se dirigían: algo relacionado con la falta de periódicos, el sol implacable, el reducido mundo, los restos de colonias fenicias y griegas y la maravilla del cielo azul; pero les fue imposible apurar el tema. Los viajeros, que Miguel llamó invasores, considerando, por una vez, que la humanidad formaba una cadena, no cejaron hasta imponer una rumorosa conversación general.
Por fin Miguel se adormiló, erecta la nuca, las manos cruzadas entre los muslos. El tren era lento y con lentitud afuera las sombras se apoderaban del mundo. La guía de ferrocarriles se deslizó de su mano al suelo; el muchacho despertó, y por el espejo frontal vio balancearse, en la redecilla, un extraño bolso que llevaba su madre.
A los pocos minutos se durmió de nuevo. En el coche se apagaron las luces. Eva fumaba. De madrugada llegaron a Barcelona.
La estancia en Barcelona fue corta. Miguel no podía soportar la espera. En el hotel les indicaron el trayecto a seguir: tren hasta Figueras, y de Figueras a… —¿qué pueblo dijeron?… ¿Darius?… ¿Darnius?…— confiar en la suerte.
Miguel consideró una ofensa que les obligaran a deletrear «Darnius». ¿Cómo era posible? En cambio todo el mundo parecía conocer otro pueblo del Ampurdán, situado en la costa, llamado Cadaqués.
El tren los llevó rumbo a Figueras, discurriendo por tierra feraz y exuberante. Al pasar por Gerona, los dos mayestáticos campanarios de la Catedral y San Félix saludaron a Miguel. Penetraron en el Ampurdán, abriéndolo en canal. Miguel salió al pasillo. Experimentaba una repentina añoranza, filial y sórdida. ¿Por qué tuvo que ser él quien propusiera este viaje? ¿Qué se les había perdido en las tierras del Sur…?
En Figueras alquilaron una tartana, pues no había coche de línea para el pueblo. Por un camino agotador, dando tumbos, fueron ganando los escasos quilómetros, pero su propósito de llegar con luz de día se vio frustrado. Cuando el carretero se apeó, diciéndoles que estaban en la plaza y en la puerta de la fonda, la noche había cerrado impenetrable. Bombillas. Solitarias bombillas aquí y allá.
Conducidos por una mujer un tanto azarada, pasaron, con las maletas, a un comedor obscuro, alto de techo. La mujer les dijo que les prepararía la cena.
—Para tres… —observó Eva, señalando al carretero. Este movió la cabeza, se estrechó la faja y sacó un puro.
La cena fue abundante. Les dieron incluso pescado. Miguel se quedó pasmado cuando el fondista les indicó que era del Cantábrico.
—Pero, ¿cuándo ha llegado? —preguntó, visiblemente alarmado.
—Esta tarde. Está muy fresco.
—¡Sí que lo está! —corroboró Eva, después de probarlo.
Después de cenar, advirtiendo que el fondista, hombre de aspecto hosco, permanecía de pie esperando, decidieron ir a dormir. Por una limpia escalera los acompañaron al piso, donde abrieron sucesivamente dos puertas. La dueña les dio una palmatoria a cada uno y se retiró.
Eva entró primero en la habitación de Miguel. La cama era de barrotes de hierro y altísima. En las paredes se veían litografías religiosas y una especie de calendario-anuncio que formaba bolsa y que servía para guardar las cartas.
Eva con la palmatoria en la mano tenía un aspecto algo amarillento y tétrico.
—Pareces un fantasma —observó Miguel.
—No lo creo —objetó Eva—. Los fantasmas de noche están despiertos y yo me caigo de sueño.
Luego Miguel acompañó a Eva al cuarto de esta. Idéntica austeridad. Las habitaciones eran contiguas, de modo que las camas de uno y otra estaban separadas por un simple tabique.
—Buenas noches, madre. Hasta mañana.
Eva se acercó a Miguel.
—¿Estás contento?
—Pues… sí. Un poco desconcertado.
Miguel hizo un amable ademán de saludo y se retiró. En cuanto estuvo solo en su cuarto, depositó la palmatoria en la mesilla de noche y empezó a desnudarse. Y al tiempo que lo hacía, iba advirtiendo que, en efecto, estaba desconcertado. Porque todo era distinto de como lo imaginó. ¡Estaban en la plaza de Darnius, y ni siquiera la plaza había visto! Y, además, no se sentía en absoluto emocionado. Al contrario, experimentaba como una sequedad interior. ¡Qué extraña cosa!
Se subió a la cama, hinchada por dos colchones enormes, y se metió bajo las sábanas. La temblorosa llama de la palmatoria cruzaba la pared de danzas negras. Miguel se incorporó levemente y, tensando los nervios del cuello, de un soplo la apagó. ¡Qué gran sueño…! Se persignó y cerró los ojos. Pensó en los capuchinos de Lecároz, y rezó. Rezó por él y por su padre. «Marcel», Ampurdán, contrabajo… Ampurdán, contrabajo, instrumento fundamental… ¿Qué estaría haciendo su madre, al otro lado del tabique?
¡Cómo le hubiera gustado verla aparecer, con la palmatoria, verla acercarse a su cama y arroparlo, como cuando era niño!
A la mañana siguiente, Miguel experimentó una de las más profundas decepciones de su vida. Cuando su madre le tocó del brazo exclamando: «¡Anda, perezoso! ¡Son las once! ¡Has dormido doce horas…!», el muchacho abrió los ojos, sobresaltado. Y en cuanto se hubo lavado la cara en una inmensa jofaina azul, se acercó a la ventana dispuesto a mirar afuera. Era el momento importante: Darnius… Al otro lado de la ventana, ¡Darnius!…
Eso ocurrió. Vio una plaza grande, quizá grande en exceso, pero muy irregular y solitaria. Con árboles escuálidos y mucho polvo. Las fachadas desnutridas, sin encalar y gran número de persianas rotas. Un porche hondo, del que no se percibía el final, tenía acaso cierto encanto. Se oían ruidos como de martillazos en algún taller. Al fondo, un café. La desdibujada leyenda decía: «La Concordia».
Miguel se quedó inmóvil, No acertaba a comprender que Darnius, el centro vital del pueblo de su padre, tantas veces soñado, fuera aquella plaza, aquellas persianas, aquel porche. De visible malhumor, se retiró de la ventana y se acercó al espejo. Su madre lo sorprendió anudándose la corbata.
—Te espero abajo para desayunar.
Miguel pensó: «¿Habrá mirado mi madre por la ventana?»
El muchacho bajó, a no tardar, disimulando su estado de ánimo. Eva llevaba un vestido blanco, muy escotado y muy ceñido, que a buen seguro llamaría la atención. Miguel le hizo un cumplido, que ella agradeció.
En aquel momento apareció el fondista, trayendo el desayuno. Su aspecto no era el mismo de la víspera. Jovial, les preguntó si se marchaban o si se quedarían hasta el día siguiente. Eva titubeó y contó:
—Probablemente nos quedaremos…
Esta concesión estimuló sorprendentemente a Miguel, quien, de improviso, y rompiendo limpiamente el compromiso contraído al respecto con su madre, reveló al fondista la identidad de ambos, y le explicó las razones por las que se encontraban allí.
—Querríamos saber —dijo, terminando el relato— el paradero de nuestra familia, de la familia de mi padre. Un hermano y una hermana, tal vez casados.
El dueño de la fonda no pareció sorprenderse de las declaraciones de Miguel. Lo escuchó con suma atención; sosteniéndose el codo derecho con la mano izquierda, repitió varias veces por lo bajo: «Serra, Serra…», y luego preguntó:
—¿Qué tiempo hace que se marchó el padre de usted?
—Pues… unos veinticinco años.
—¡Caray!…
Eva, con el tazón de leche en alto, en el momento en que Miguel rompió a hablar había bajado los ojos y ahora no sabía qué determinación tomar.
El fondista, repentinamente iluminado, exclamó:
—¿Manuel…?
—¿Cómo…?
—¿Si se llamaba Manuel el padre de usted?
—¿Manuel…? ¡Sí, sí: se llamaba Manuel! ¡Manuel Serra…!
—Pues… creo que ya sé. Sí, la hermana se ha casado. ¡Claro, claro, Manuel Serra! Precisamente yo… ¡Bueno! El hermano vive en el mismo sitio, ahí en esa bocacalle, a la derecha.
—¿Qué número?
—Después de la rectoral, a la izquierda. Ya verán una puerta verde.
Eva, en aquel momento, se levantó. Miguel la miró, y tuvo la sorpresa de verla sonreír, aunque con cierta amargura. El muchacho luchó entre el remordimiento que le producía su exabrupto y las exigencias del amor propio, que en cierto modo le daba derecho a perseguir la puerta verde. Algo confuso, se levantó a su vez, y en tono amable invitó a su madre:
—¿Salimos…?
Su madre asintió con la cabeza, ladeándola ligeramente, y se dirigió a la calle, donde un buen puñado de vecinas se había congregado, con cubos en la mano.
Eva se sintió algo molesta. En el acto correría la voz y su vestido blanco sería el protagonista de la gran fiesta de la curiosidad.
Doblaron la esquina indicada por el fondista. En efecto, a unos cincuenta pasos, en el inicio de una breve cuesta, aparecía una puerta verde.
A Miguel le latió el corazón y olvidó por completo el incidente. Apenas si podía contenerse. La calle estaba desierta. Podía otear tranquilamente a medida que se acercaban. Eva miraba al otro lado, por cuya acera pasó renqueando un perro.
Unos pasos aún, y alcanzaron la puerta verde. Miguel se detuvo ante ella. Pensó que allá dentro, exactamente allá dentro, había nacido su padre, y vivido hasta que se peleó a matar con su hermano y su hermana, y decidió irse a Francia. Pensó que, al marchar, debió de salir por aquella puerta, de noche, bajando aquel pequeño peldaño que daba a la acera. Saldría a las afueras del pueblo, desde donde se divisaban ya las imponentes montañas del Pirineo.
«¡Ahí nació mi padre!», se repetía sin cesar; y entretanto tuvo que seguir andando, pues Eva no se paraba. La casa había quedado atrás. Por la calle se acercaba, cabeceando, un caballo enorme, un caballo alto y gordo, solo, sin que nadie le condujese.
El caballo, al cruzar, dividió a madre e hijo, uno en cada acera. Se reunieron un poco más allá, hasta que llegaron a una bocacalle a la derecha, donde oyeron nuevamente martillazos como de una herrería.
Doblaron la esquina. El muchacho, un momento antes se volvió, pero sin atreverse a quedar rezagado. Una vez en la otra calle le pareció que se encontraba ya infinitamente lejos de la puerta verde. ¡Qué absurda situación! ¿Por qué no podían entrar? ¡Ah, si viviera el abuelo! Tenía entendido que era un hombre muy alegre y picante, al que todas las chavalas del pueblo iban los domingos a dar un beso. ¡Si viviera el abuelo, nadie le impediría dar media vuelta y llamar a la casa, o entrar sin llamar!
Habían llegado a una mal llamada carretera, al otro lado de la cual vivían unos olivares. Con lentitud fueron subiendo hacia un pequeño cerro desde donde debía dominarse el pueblo.
—¡Ahí tienes Darnius! —dijo Eva, en tono ambiguo, volviéndose.
Miguel se volvió y contempló Darnius. Le pareció realmente duro e inhóspito. El sol les molestaba mucho y se aplastaba en los tejados de las casas; por otra parte, por aquel cerro zumbaban toda clase de insectos.
Continuaban sin hablarse. Al muchacho le invadió una gran pesadez, sin aroma de melancolía.
«¡Qué extraña cosa el mundo! —pensó—. ¡Cómo cambian de aspecto las emociones, deseadas o vividas en la realidad!»
Oyeron la campana tocar claramente las doce; y al extinguirse el sonido les pareció que el sol encendía más aún aquel pueblo silencioso y el Ampurdán entero.
—¿Continuamos? —sugirió Eva.
—Sí —admitió maquinalmente el muchacho. El paisaje era un poco abrupto. Se veían más olivares. La carretera ascendía levemente, pero de pronto bifurcaba de ella una gran pendiente polvorienta que entraba en el pueblo por otro lado.
—¡Qué mal organizado está esto! —comentó Eva.
Miguel, en tono que le salió inesperadamente violento, replicó:
—Aquí está mal organizado todo.
—¿Por qué lo dices?
—Esa gente vive sin tener nada en cuenta —desarrolló Miguel—. Ni el frío, ni el calor, ni el barro… ¡ni la electricidad!
Tanta era la gravedad del muchacho, que Eva la consideró exagerada, casi cómica.
—Anda, reprímete un poco —dijo—. No exageres.
—¿Exagerar…? ¿Para qué les servirá esta pendiente cuando llueve?
Eva levantó los hombros.
—¡Qué quieres! —respondió—. Es otro sistema. Tal vez nosotros nos acostumbráramos también a él. —Miró a su vez la pendiente polvorienta—. Es posible que, cuando llueve, esto llegue a ser hasta divertido y práctico.
Miguel negó, negó con la cabeza. Y acto seguido afirmó que el único sistema divertido y práctico era la civilización.
—¡Uy, hijo…! ¿Qué es la civilización?
—Saber vivir.
—Exacto. ¿Y no te fijaste en la demostración del carretero?
—¿Del carretero…?
—Sí. Deberías estar más atento. El carretero se fumó un puro antes de cenar, y después de cenar se fumó otro.
Miguel se detuvo, desconcertado.
—Pero eso…
—Luego salió a tomar el aire —prosiguió Eva, que se había animado considerablemente—. Yo lo vi desde la ventana. Se sentó en el suelo, sin prisa, reclinó la espalda en la pared y se puso a mirar el firmamento, que tanto te gusta a ti.
Miguel no veía claro. Comprendía que su madre sofisticaba la situación con ánimo de distraerle. Pero él no le temía a la verdad. ¡Darnius…! Por un momento comprendió incluso que su padre huyera, e incluso pensó que no debió de huir por sus hermanos sino por la pésima organización.
Fue una prueba dura para ambos, sobre todo para Miguel. Porque el muchacho contaba con suficientes reservas de curiosidad y de fidelidad para neutralizar la situación; pero Eva, no. Era evidente que Eva consideraba el tema agotado y que se aburría, aun cuando luchara lo indecible para disimular.
Esto descorazonó a Miguel, quien realizó un sobrehumano esfuerzo para comprender a su madre. Pensó que acaso una razón profunda, que él ignoraba, determinase su actitud; sin embargo, sus espíritus estaban distanciados.
El forcejeo continuó sin descanso a lo largo del día. Después de almorzar, Eva quiso echar una siesta y Miguel se dirigió, solo, al café de la plaza, café «La Concordia», donde estuvo contemplando a una tranquila masa de darniuenses jugar a la baraja —partidas de cuatro, sobre el tapete verde— con repiqueteo de nudillos en las bases finales y ademanes de disimulada satisfacción. ¿Cuántos hombres, entre los jugadores y los mirones, habrían conocido a su padre, serían amigos suyos, condiscípulos, habrían trabajado el corcho a su lado? Si de repente él, Miguel, se levantara de su silla y gritara: «¡Eh, señores…!», o, mejor: «¡Eh, hombres…! ¡Soy hijo de Manuel Serra, el que se marchó hace veinticinco años, el que tocaba el contrabajo!», ¿qué ocurriría? Una docena de voces lo menos se alzarían diciendo: «¡Vaya…! Acércate, muchacho. ¡Caray, eres su viva estampa! Tienes el café y la copa de ron pagados». Ya, sin haber dicho nada, todos y cada uno iban mirándole con excitante complicidad, y hasta de hacerse el distraído era fácil oír el deletreo de su apellido. ¿Por qué su madre se perdió tal escena, prefirió irse a su cuarto y rodearse de litografías?
Más forcejeo a media tarde, cuando Eva, ahora con un vestido gris, propuso a Miguel visitar la iglesia, para lo cual era preciso salvar el porche, bajo el que los pasos resonaron. Era una iglesia de un carácter rústico un tanto neutro, que no les cautivó, excepto el color de oro que tomaba la fachada al recibir los rayos del sol. Sin embargo, Miguel descubrió, en su interior, la pila bautismal. Y preso de repentino entusiasmo, decidió que allí había sido bautizado su padre. Se esforzó en imaginarlo pequeño, recibiendo el agua en la cabeza, en la misma piel. Preguntó a su madre:
—Además de Manuel, ¿qué otros nombres llevaba…?
Eva, sofocada, contestó:
—La verdad, no lo sé… —E inmediatamente añadió—: Pero apuesto a que tú no conoces tampoco los míos…— Forcejeo aún en el cementerio, breve excursión que Miguel se empeñó en realizar. Estuvo buscando insaciable las tumbas de sus antepasados, en un lugar donde los apellidos se repetían hasta el infinito. Ahí su madre le ayudó, obstinadamente, pero el desamparo del lugar condenaba cualquier intento. Incontrolados hierbajos sepultaban a los muertos. No había flores ni coronas. Eva dijo:
—No conozco otro cementerio más cruel.
Por fortuna, inopinadamente el forcejeo cesó y sobrevino la reconciliación, cambio de decorado muy del gusto de Miguel. Reconciliación entrañable, que se operó gracias al paisaje y a la solemnidad del atardecer, cuando, a la salida del cementerio, treparon a una colina desde la que se divisaban varios planos de la cordillera pirenaica, cada uno de los cuales recibía en su vientre distinto impacto de luz, luz que brincaba de una a otra ladera o que, a medida que el sol descendía, se deslizaba oblicuamente, cautamente, por los barrancos, como buscando dónde ocultarse, creando, ante los asombrados ojos de Eva y Miguel, un diálogo formal que neutralizó su anteriormente agitada respiración. Claudicaron frente al milagro de la dramática agonía, dramática porque tuvo lugar con extrema lentitud. Madre e hijo, instintivamente, enlazaron sus manos. Fue una inmersión total. La manera cómo murió el día les hizo perdonar la muerte —por desamparo— de los muertos, el olvido de los apellidos en la pila bautismal, la puerta verde y todos los equívocos nacidos desde la llegada a Darnius.
En aquel instante uno y otro se dieron cuenta de que aquella era la sola imagen que debían guardar del pueblo: la del lugar en que estaba enclavado, su grandiosidad. Era la única visión cierta, objetiva, que debían razonablemente ofrecer a la memoria; en cuanto a las mezquindades que la precedieron, podía muy bien tratarse de guiños, de puntos de vista, de finas trampas del espíritu.