V

EL DÍA PRIMERO DE JUNIO, en la puerta del Instituto, Miguel, con el título de Bachiller en el bolsillo y quince días por delante —los que faltaban para que llegara su madre—, se despidió de sus compañeros de curso. Hubo abrazos, apretones de mano, amistosos palmotazos y un griterío de mil diablos.

Al tiempo de despedirles Miguel fue observando por última vez a sus condiscípulos, uno por uno. Todos le saludaron en tono afectuoso; y en las formas más diversas, desde la tímida mueca hasta la vigorosa patada en los tobillos, le expresaron que, aun obligados a perderle de vista momentáneamente, no dejarían por ello de seguirle las huellas, ya que esperaban de él algo extraño en la vida, algo bueno o malo, pero, en cualquier caso, poco común.

Miguel les vio marchar, en grupos de tres o cuatro, los medio novios enlazados por el dedo meñique, el tontuelo del curso mirando a unos y a otros con el cuello estirado y expresión de gran desamparo, y presintió con pena que, a pesar del año de convivencia, ni uno solo de aquellos seres —ni siquiera el tontuelo— le habría legado resonancia espiritual.

Pensó que, en cuanto llegara su madre y se marchara, de la mayoría de ellos no se iba ya a acordar nunca más; y la posibilidad de este cruce estéril entre seres humanos le entristeció.

En la cocina de la señora Gurrea se notaba aquel día gran revuelo. El notario había ordenado a su esposa que festejara el acontecimiento; y la esposa cumplió. Fue una comida suculenta, casi excesiva. A los postres el notario, después de sonarse, se levantó y brindó, con una precisión oratoria que sorprendió gratamente a Miguel e hizo las delicias de la señora Gurrea.

Por la tarde salieron los tres, impecablemente trajeados. La señora se paró más que nunca ante las casas en construcción, lo cual era una de sus debilidades.

Hacia el atardecer estuvieron en el acuárium, donde el muchacho improvisó, en honor del matrimonio, un desfile verbal de peces fosforescentes, de peces con diminutos farolillos en la cola, que arrancó de la señora gritos de júbilo. «¡Esto lo sueño yo! —exclamaba—. ¡Esto lo sueño yo!» Luego fueron a la Concha, desde cuya barandilla contemplaron la crepuscular línea del horizonte, lechosa y rosada, que contrastaba con el azul intensísimo del agua.

A las ocho, iniciaron con lentitud el regreso a casa. La temperatura era cálida. Y ahí ocurrió lo absolutamente imprevisible. De pronto, Miguel recordó, con un realismo y una fuerza sorprendentes, que lo inmovilizaron en la acera, la imagen de una de las chicas que habían estudiado con él el último curso del Bachillerato. Una chica normal, ni guapa ni fea, que vestía en forma limpia y correcta, de la que nada llamaba la atención a no ser lo imprecisable de su edad; en efecto, tan pronto parecía una niña como llegaba a clase fatigada, con aire de tener veinticinco años lo menos.

Una chica a la que, para mayor rareza, Miguel no había dirigido apenas la palabra en todo el curso; que le había pasado por completo desapercibida, hasta el punto de no recordar con certeza su nombre de pila y de no figurar siquiera entre los condiscípulos de que se había despedido aquella mañana en la puerta del Instituto.

Miguel no acertaba a comprender el significado de aquel fogonazo. Sin ninguna razón que lo justificase, se sorprendió a sí mismo haciendo grotescos esfuerzos para recordar el timbre de la voz de la muchacha, así como algo de su vida externa, ya que no de su intimidad. Su actitud le dolía, por absurda y porque lo alejaba espiritualmente de los señores Gurrea, los cuales, sin embargo, a juzgar por la felicidad de sus semblantes, no habían advertido nada anormal.

Los esfuerzos de Miguel se vieron compensados: creyó poder afirmar que la muchacha era del propio San Sebastián, circunstancia que lo alegró, y que sus padres tenían una guarnicionería. Incluso parecióle haber oído comentar que ella trabajaba con suma habilidad el repujado de cuero.

Aupado por estos hallazgos, se las compuso para que sus acompañantes accedieran a dar un rodeo y a pasar por delante del Instituto. Allí entró a interrogar al bedel, el cual, a la vista del apellido de la chica, le facilitó en el acto sus señas. El notario, viendo que Miguel salía con un papelito en la mano, y que lo guardaba con fruición, comentó:

—¿Qué…? ¿Otro sobresaliente…?

El resto de la velada, en la calle Larramendi, se caracterizó por la inutilidad de los esfuerzos que el matrimonio realizó para conseguir interesar al muchacho. Los señores Gurrea, que hubieran deseado prolongar la situación jubilosa hasta muy tarde, terminaron por darse cuenta y lo atribuyeron a exceso de emociones, a cansancio.

—Anda, acuéstate —le dijo la señora— y mañana te quedas en cama hasta las doce.

Miguel se levantó y se dispuso a retirarse a su cuarto. No obstante, en el último instante se acercó a la señora Gurrea y le dio un beso en la frente.

Al día siguiente, a las doce, le sobresaltó un trapero de carro que todas las mañanas anunciaba su paso lanzando al aire un grito quejumbroso, interminable, con el que parecía querer enterar al mundo de la mugre de su oficio.

Sentado en la cama el muchacho paró atención para oírle de nuevo. El alarido del hombre le llegó otra vez, aunque más tenue, y se fue perdiendo calle arriba en un «pianísimo» perfecto.

Sin saber por qué se sintió vivamente impresionado por aquel lamento. Se notaba en un estado de hipersensibilidad.

¡Qué grandiosa sinfonía musical del dolor —pensó— podría componerse tomando como motivos básicos los gritos de los traperos! Luego se levantó y dibujó hasta la hora de comer. Por la tarde permaneció en casa balanceándose en un sillón, sin saber qué hacer.

Cuanto más evocaba el rostro de la chica, más convencido estaba de que al otro lado de su mirada incolora se ocultaba un ser sensible. La verdad era que la curiosidad no lo dejaba vivir. Por fin, cuando en el pesado reloj del comedor del notario sonaron las seis, se levantó, despeinado, y se echó a la calle. Estaba decidido a ir a esperar inmediatamente a la chica. Se sacó la nota del bolsillo y la releyó por tercera vez: «Teresa Echárriz, Colón, 17, Guarnicionería».

—¡Dios quiera que salga… sola! —exclamó, para sus adentros.

Pensó que, en este último caso, lo mejor sería simular sorpresa, hacerse el encontradizo. ¡No, no! ¡Qué absurdo! Le diría que el día anterior, en el acuárium… Pero, ¿por qué diablos había de hablarle del acuárium?

Al desembocar en Colón, miró la numeración de las casas y leyó: 39. Entonces se paró. Se hallaba frente a un café, en el que dos ancianos dormitaban.

«Pero, ¿es que voy en serio a ver a esa chica?», se preguntó, repentinamente alarmado. Tuvo la impresión de que se estaba metiendo en un lío irrazonable.

En aquel momento los dos ancianos del café despertaron y le miraron. Él se sintió molesto y reanudó maquinalmente la marcha. Los números de las casas desfilaban: 37, 35, 33… Aquello le sugestionó.

De pronto leyó: «Guarnicionería». Un letrero en letras blancas. No había duda: Colón, 17, Guarnicionería.

Una puerta verde, algo despintada, con vidrieras cuadradas, abierta de par en par, dejando oír el sonido de un martillo que golpeaba sobre una masa opaca. Contempló la tienda con detenimiento y cierta delectación. Era un taller que no carecía de sabor, por la antigüedad de la fachada y los trabajos propios del oficio amontonados en la acera en calidad de muestra. Un cartón colgado de la «G» del letrero decía: «Se remiendan colchones».

Miguel decidió situarse estratégicamente. En la acera opuesta, un poco más abajo, vio una iglesia, cuyo vestíbulo se presentaba acogedor. Le convenía cruzar con disimulo por delante del taller; y así lo hizo, aunque alzó demasiado los hombros, con lo cual presentó un cómico aspecto de corredor de marcha atlética.

En el momento de cruzar, del interior de la tienda le llegó al rostro una bocanada caliente, que al pronto le repelió. Olor a cuero, olor a guarnicionería.

A Miguel este olor se le entró por las narices hasta el cerebro; pero no le preocupó. Por más que de súbito sí le preocupó, pues fue la causa de que le asaltara un peregrino pensamiento. Pensó que Teresa, en la intimidad, debía despedir lógicamente aquel mismo olor. Teresa debía oler a cuero, a cuero tenso y engrasado, a cuero convertido por las manos de su padre en cinturones y en monturas para caballerías.

La idea de que Teresa podía acercársele impregnada de aquel olor alteró por completo la actitud del muchacho. Parecióle que el olor a cuero, al tomar contacto con el cuerpo de Teresa, cobraría una saludable humanidad. Aquello le excitó, le excitó en forma súbita y violenta, y deseó más que nunca que la muchacha saliera, aunque su interés no residía ya en la posibilidad de verla, sino sencillamente en la posibilidad de oler su cuello, su cuello de hija de guarnicionero, y sus vestidos y sus manos.

Todo aquello le inquietó y se sintió protagonista de una sensación psicológicamente culpable.

Se paseó por el vestíbulo de la iglesia, besó la mano de un sacerdote, contó cinco veces los peldaños, hasta que por fin, cuando en el campanario de la iglesia dieron las siete, Teresa salió. Salió sola, con un vestido de color azul y llevando un paquete debajo del brazo. Su aspecto era jovial y parecía, desde luego, muy joven.

Había salido muy de prisa y en el acto advirtió la presencia de Miguel.

Al observar que el muchacho hacía ademán de acercársele se paró, un tanto sorprendida.

Miguel llegó a su lado, e intentó adornar su rostro con una sonrisa.

—¡Hola, Teresa! —saludó.

—Hola —contestó ella con voz reposada.

—Te estaba esperando.

—Sí, ya lo veo. ¿Qué ocurre?

—Quería hablarte.

—¿A mí?

—Sí. ¿Te sorprende?

—¡Claro!; pero tú dirás. Aunque, si no te importa, vamos andando. Me están esperando.

—Bueno. ¿Hacia dónde?

—Yo voy hacia el muelle.

—¿El muelle? ¡Oh! ¡Yo también he de ir hacia allá!

Echaron a andar, uno al lado del otro.

—Oye, Teresa —comenzó él al cabo—. He venido para pedirte perdón.

—¿Perdón, a mí? ¿Por qué?

—¡No sé! Durante el curso apenas si te he hablado. No me explico cómo he podido hacer eso.

Era tal su expresión de sentimiento que la muchacha le miró con atención.

—Pero eso… —dijo—, ¿a qué viene? Explícate.

—Nada… ¡En fin!, te diré la verdad. El caso es que ayer, en el acuárium, me hablaron de ti.

—¿De mí? ¿En el acuárium?

Miguel pareció recobrarse.

—Sí. Me dijeron que la mayoría de personas están ciegas por dentro; pero que tú no, que tú llevas en el alma un pequeño farolillo.

—¿Yo? ¡Caramba! ¿Y quién te dijo estas cosas?

—¡Oh! ¡Qué importa eso! A mí me interesó. ¡Me interesó mucho! Porque… yo estoy solo aquí, ya sabes; y a veces me parece que soy una calamidad.

—Calamidad, no sé —comentó ella—; pero, desde luego, eres bastante raro. ¡En fin! Ya te explicarás.

—Dime… ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Yo también. Es una extraña edad, ¿no lo crees? A los diecisiete años no se sabe nada. ¿Por qué nos han aprobado? A mí me gustaría que un catedrático de la vida me explicara quién soy yo.

Teresa hizo un gesto vago.

—Hijo, no soy catedrático de nada. Siento no podértelo explicar.

—Tengo un amigo fotógrafo que me dice que soy un hipócrita —prosiguió él, absorto—. Yo no lo creo así. Lo que me pasa es que tengo miedo.

—¿Miedo? ¿De qué?

—¡Ah, no lo sé! —exclamó, levantando la cabeza. Luego añadió—: Creo que me da miedo llegar al muelle y quedarme solo.

—¿Sí? ¡Pues mira allá abajo! Estamos llegando.

—De todos modos, no importa, porque vas a seguir conmigo.

—¿Cómo?

—¡Sí, sí, no pongas esa cara!; pienso invitarte a cenar.

La muchacha se paró un momento.

—¡Y voy a recitarte ahora mismo el menú! —siguió Miguel, sin hacerle caso, y dando una marcada lentitud a la situación—. Si en algo no estás conforme, me avisas. ¡Primer plato!: paseo por las rocas, al lado del mar. ¡Segundo plato!: comentarios sobre la luz de tu alma, y, si quieres, sobre la luz de la mía; en cuanto a los postres, tú elegirás, pues es la primera vez que ceno contigo.

Teresa miró a Miguel, y de repente se rio. Se rio con asombro en los ojos. El muchacho dijo aquello con tanto aplomo que salvó la situación. Precisamente en aquel instante asomaba el mar por encima de las casas bajas del barrio de pescadores. Llegaba la venerable hora del atardecer y la cara de Teresa, y sobre todo sus cabellos, se encendían de los rojos reflejos del crepúsculo.

Cinco minutos antes, Teresa hubiera considerado totalmente absurda la idea de aceptar la invitación de Miguel. Sin embargo, se había quedado mirándole, y le parecía que el eco de sus palabras repercutía jubilosamente en su interior. Sin saber por qué, en acto puramente instintivo, acabó moviendo la cabeza en signo de afirmación. Luego, viendo que Miguel continuaba andando, ella le siguió. Cruzó el muelle a su lado, en un estado de sorpresa e inconsciencia espiritualmente inefable. No acertaba a explicarse cómo, de súbito, la voz del muchacho la arrulló, la encantó, la hizo desear seguirlo donde él se dignara señalar, hacia el mar, o más lejos, si así se lo pidiera.

Miguel, una vez dejada atrás la ciudad, inició la subida hacia lo alto de los acantilados. Teresa ascendía tras él en silencio, con una brizna de hierba entre los labios. Al llegar a la cumbre la muchacha se sentó para descansar y mirar; y al poco rato notó demasiado aire. Miguel se le aproximó para resguardarla con su cuerpo; y en esta posición contemplaron como los tibios dedos de la tarde descendían con lentitud por las laderas.

Miguel no decía nada y, no obstante, Teresa sentía crecer entre los dos una llama de intimidad. ¡A gusto hubiera reclinado su cabeza sobre el hombro del muchacho!; pero ante el solo pensamiento se mordió los labios.

Miguel, sumido en una extraña embriaguez, sentía físicamente la presencia de la muchacha, pero permanecía inmóvil, como retardando con sutileza el momento de dar solución a su propia emotividad.

Y entonces ocurrió que la naturaleza entera encalmó; Miguel, pareciéndole que Teresa temblaba, se volvió hacia ella y, en el acto, se encontró inexplicablemente próximo a sus ojos y a su boca. Permaneció unos segundos resiguiendo sus contornos con la mirada; y, finalmente, sin darse cuenta, con suavidad que les paralizó a ambos el corazón, se unieron en un beso interminable.

Un lengüetazo de aire salino les separó. Se miraron, atónitos y suspensos, con los labios entreabiertos aún. Les invadió por unos instantes una sensación de fatiga. Por último, Teresa, súbitamente decidida, se levantó.

—Tengo frío —dijo, con voz temblorosa—. ¡Vámonos! —Tenía la cara enrojecida y el peinado prodigiosamente intacto.

Pero Miguel no se movió. Una extraña pereza se adueñó de sus músculos. Miró a Teresa y le pareció que había envejecido. Su mirada adquirió una repentina dureza, que la muchacha no advirtió.

—¿Vámonos? —insistió ella.

—Yo me quedo —declaró el chico.

—¿Te quedas? ¡Qué dices! ¿No me vas a acompañar?

Él tardó unos segundos en contestar.

—Perdona, pero… creo que no.

Miguel, colocado de perfil, dirigía hoscamente la vista al mar, que en aquella hora comenzaba a agitarse y a rugir. Teresa sintió que enrojecía y que las piernas le temblaban.

Apretando los dientes volvió el rostro hacia la ciudad, sobre la que flotaban las primeras sombras; y luego, con los brazos cruzados a causa del frío, suspiró con rabia e inició a paso lento el descenso hacia el muelle, en un estado de absoluta confusión espiritual.

Al cabo de unos pasos, acuciada por la esperanza, volvió la cabeza y vio la silueta de Miguel destacarse en la cima; y se indignó consigo misma, pues por un momento admitió que el aspecto del mozo era realmente soberbio.

Luego se hundió en la ciudad y notó con cierto pánico que los más insignificantes ruidos le rebotaban en el cerebro como si fueran martillazos. Antes de llegar a su casa vio balancearse el pequeño colchón que pendía de la G de «Guarnicionería».

Entretanto, Miguel continuaba en la cima, sentado, apoyando las manos en el suelo con los brazos extendidos hacia atrás, rodeado por las más grandiosas creaciones de la Naturaleza.

A medida que la noche iba cayendo sobre el agua, su pensamiento se tomaba por contraste clarividente, como si en vez de empaparse de oscuridad recibiera por gracia la luz de la primera estrella que acababa de aparecer. Esta luz iluminó zonas de su interior que le produjeron tristeza. No se sentía de ninguna manera orgulloso. ¿Por qué no había acompañado a Teresa? Hubiera deseado ser más normal, más pueril y, sobre todo, menos insondable. Se complicaba, al modo que un gato con un ovillo, los actos más sencillos y naturales de la existencia; por lo que pocas veces le era dado entregarse a la pura alegría de vivir.

Recordó que, con frecuencia, en medio de sus quehaceres ordinarios, el más insignificante suceso: un cojo cruzando la calle, un silbido, el tono de su propia voz, el color de las gafas de un transeúnte, le sumían de repente en la indiferencia, en la angustia o en la cólera. ¿Por qué no controlaba su humana facultad de reír o llorar?

Entretanto, el viento le traía olores salubres…, que le recordaron el olor a cuero de las guarnicionerías. Se levantó, molesto. Se acercó hasta el borde de las rocas y miró. La noche había cerrado y ascendía el rugido de las olas profundas. Retrocedió unos pasos, sufriendo horrores a causa de los latidos de su corazón; pero su cerebro se impuso entonces con sorprendente facilidad. Sacó su pitillera. Y a los pocos minutos emprendió serenamente el camino de regreso.