LA ESPOSA DEL NOTARIO se alegró mucho de alojar a Miguel en su casa. En seguida le cobró afecto. Vio en él al hijo que pudo haber tenido.
La señora Gurrea era, por lo ordenada, digna esposa de su marido. Su centro de gravedad radicaba en la cocina. En sus manos el plumero cobraba una vida alegre, intuitiva y eficaz. Pero de repente lo substituía por la gamuza, con la que frotaba intensamente, arrancando los secretos de los muebles.
No obstante, le ocurría algo gracioso, que llamó la atención de Miguel: la señora Gurrea soñaba. El contraste entre la escasa fantasía de que la señora hacía gala estando despierta con la que mostraba en sueños era deliciosamente cómico. Por lo visto, cada noche soñaba. Soñaba en batallas extravagantes, en el Purgatorio, o en viajes larguísimos y accidentados.
El notario le tenía advertido que no quería saber nada de las batallas, y menos aún del Purgatorio; pero que de ningún modo dejara de contarle, a la hora de comer, todos sus viajes. «A tus años, andar sola por el mundo no sería justo», le decía, mirando a Miguel, riéndose y frotándose las gafas con el pañuelo.
El muchacho cayó como granizo en la silenciosa y casi litúrgica casa del notario. Nunca llegaba puntual a las comidas, tocaba estruendosamente la campanilla, y su habitación, al cabo de ocho días, semejaba, según la señora, por lo barroca y repleta de trastos, una tienda de pueblo. Pero donde mayores estragos causó fue en el espíritu del señor Gurrea, espíritu apocado y angustiosamente escrupuloso.
Miguel, que aparte salir de paseo, no tenía nada que hacer, por lo que husmeaba con frecuencia en el despacho del notario, le planteó inmediatamente gravísimos problemas de conciencia relacionados con su profesión. No podía el representante de la Verdad contar en la mesa caso alguno referente a herencias u otros intereses en que hubiese estampado la firma, que Miguel no se llevara, horrorizado, las manos a la cabeza, y no le citara Encíclicas y las obras de Santo Tomás, para demostrar que aquella firma no tendría otra utilidad que la de permitir a unos terceros cometer atropellos a mansalva.
El señor Gurrea, en presencia de tan graves peligros acababa por palidecer; lo cual alarmaba de veras a su esposa, que lo interrogaba severamente con la mirada.
La casa era muy limpia y aseada. Estada en la calle Larramendi. El comedor era muy acogedor, con una enorme Cena de yeso, un espejo, un paisaje al óleo y un gran calendario, en cuyo encasillado la señora Gurrea apuntaba diariamente la cantidad que se gastaba.
La habitación de Miguel era espaciosa, con alcoba, balcón y ventana que daban a la calle, desde donde podía verse el Igueldo, un trozo de cielo y el sirimiri que iba cayendo a ración semanal.
Estaban en pleno verano, y Miguel reconoció en la Concha a sus dos antiguos amigos del hotel, los cuales continuaban yendo a misa todas las mañanas. Un día, recordando su infantil espionaje, les siguió de nuevo a la iglesia. Su sorpresa fue enorme cuando se dio cuenta de que los papeles se habían invertido. Ahora era el mayor el que oía la misa con devoción, y el menor el que fisgoneaba el techo, los altares y los confesionarios, sentándose en cuanto podía.
Continuaba gustándole al mar. Mucho más aún, pues comprendía mejor el misterio de su extensión, de su color y de su hondura, así como el de su jadeo eterno. Además, sabía que el agua podría conducirle sin escollos a Irlanda, a Donegal, y sorprender a su madre «cuidando los árboles frutales», como ella decía en la última carta. Se ganó unos cuantos amigos, algunos de los cuales iban a estudiar con él el próximo curso. En agosto se pasaba fuera todo el santo día haciendo excursiones por los montes cercanos, exaltándose con el viento de las cimas.
Sin embargo, en cuanto se encerraba, después de cenar, en su habitación, desde donde era lástima que no se viera el mar, sentía nacer en su alma una extraña melancolía.
Si la temperatura era templada salía al balcón; y al encontrarse cara a cara con la noche sus sentidos se exaltaban, produciéndole aguda inquietud, semejante a un lejano dolor que se le fuese acercando.
Era característica de Miguel esa participación física en los «actos» de la naturaleza. Ante la noche se le agudizaban los oídos, se le abría el olfato, sus ojos insistían como enfermos en atravesar la oscuridad y las yemas de sus dedos percibían violentamente el frío de la barandilla del balcón o de cualquier objeto.
Especialmente la bóveda del firmamento estrellado ejercía sobre su cerebro una fascinación extrema. Su mayor ilusión era poder una noche contemplar el cielo con algún telescopio potente. Le habían dicho que la prueba era difícil, que mirar la luna cara a cara requería tener un corazón muy fuerte, pues\ el telescopio, además de acercarla con violencia inaudita, la iluminaba a trechos, la incendiaba de blancura, en forma exagerada y espasmódica. Y que las humildes estrellas se convertían en fulgurantes impactos que acribillaban el cerebro; pero todo ello no conseguía sino excitar a Miguel más y más. Desde su balcón se sumergía en el ignoto mundo planetario hasta que el cuello le dolía, el cuello y la espalda. Entonces bajaba la cabeza y su ser regresaba. Y contemplaba la obscuridad de la calle, cruzada de tenues y misteriosos reflejos, o intentaba inútilmente horadar con los ojos la imponente masa del monte Igueldo.
Muchas noches, al volverse, penetrar en su habitación y acercarse a la cabecera de la cama, se encontraba absolutamente solo e indefenso frente al Crucifijo.
En estas ocasiones, las más de las veces se sentía invadido por la fe y aun por el amor. Cuando esto ocurría cogía una postal y escribía unas líneas a su madre, dándole las gracias por haberlo traído a la vida.
Otras veces, en cambio, ante la cruz se encontraba a sí mismo, según frase suya, «un adolescente miserable». Entonces se desconcertaba y se sentía molesto. En este estado lo que hacía era introducir la cabeza dentro de un cubo de agua, si bien no conseguía con ello ahuyentar su voz interior.
Un domingo en que, cansado de estar en la playa, salió a pasear solo por la ciudad, encontró cerca del Casino a un fotógrafo ambulante. Viéndole corpulento y con sombrero de ala ancha, le sospechó amigo de la charla y se puso a hablar con él.
Miguel sentía gran respeto por las personas que respiraban la calle, que se sustentaban de ella. Opinaba que conocían la vida, puesto que asistían a los desplazamientos de los demás.
Y le gustaban sobremanera escuchar a los «charlatanes», ver cómo se las componían para colocar en pocos minutos docenas de malos paraguas y una gruesa de relojes sin noción de la hora exacta.
Con el fotógrafo corpulento congeniaron en el acto. Era un hombre de unos cuarenta años, aficionado a las que él llamaba «ciencias ocultas», nombre en el que incluía las más heterogéneas materias.
Trataba a todo el mundo de vos y dividía los hombres en dos bandos: los que se interesaban por la Grafología, Astrología, Espiritismo, Hipnotismo, etc. y los ignorantes.
Al indicarle Miguel que era estudiante y que por entonces andaba metido en historias del pueblo caldeo, cuna de la Astrología, el fotógrafo abrió sus enormes brazos en señal de afecto y le invitó inmediatamente a fumar, aunque Miguel rehusó, y a beber vino de un botijo que yacía en el suelo apoyado en el trípode.
El muchacho se agachó para recoger el botijo. Y al incorporarse vio que el fotógrafo había retrocedido un paso y le miraba con fijeza.
—¿Qué pasa? —le preguntó el chico—. ¿Quiere retratarme?
—¡Nada de eso! ¡Un momento!— y extendió el brazo.
Miguel se puso a reír, con curiosidad, esperando en qué paraba todo aquello. De repente el fotógrafo gritó:
—¡Sol, amigo! ¡Sol! ¡Influencia solar! ¡No cabe duda!
—¿Y eso qué significa?
—¡Triunfo!
—¿Por qué?
—¡El Sol os protege! ¡Conseguiréis fama y dinero!
—¿Sol significa triunfo?
—¡Claro! Mi enhorabuena, amigo. Por aquí hay pocos «solares».
Miguel, interesado, le hizo varias preguntas. El fotógrafo dijo que en el mundo la mayoría de la gente son Tierra, son terrenales.
—¿Y eso qué significa?
—Materialismo; y por lo tanto, fracaso.
—¡Qué raro! Yo también soy materialista.
—¿Vos…? ¡Bah! ¡No digáis tonterías! No estaríais hablando conmigo.
A Miguel le pareció que la contestación era acertada y redobló el interés por el fotógrafo; aunque este se vio obligado a atender a una señora que quería retratar a su hijo sentado sobre un balón, y el pobre crío resbalaba y se caía.
Miguel se despidió en el momento en que el astrólogo enfundaba su cabeza dentro de la cámara obscura; y andando hacia Larramendi fue pensando en el Sol, en la Tierra, en el triunfo y en aquello del cráneo que le ocurrió en la clase de, Geografía.
Al llegar a su casa miró fijamente, durante toda la cena, al señor Gurrea y a su esposa. Quería establecer su clasificación astral, si bien carecía de preparación científica para ello. Escudriñaba las frentes de aquel pacífico matrimonio, el óvalo de sus caras, la nariz y no sacaba nada en claro. ¡Lástima no tener el fotógrafo a mano! Pensó que debía haberle invitado a cenar.
En esto llegó el comienzo del curso. Miguel se matriculó y comenzó a estudiar. Sus compañeros le parecieron mucho más alegres que los de los capuchinos. La libertad les daba otro aire. Daban la impresión de tener más experiencia.
Se entregó de lleno a los libros. El señor Gurrea estaba encantado con él. La pasión por la geografía había cedido paso a la pasión por la zoología y, sobre todo, por la historia. La historia había empezado a obsesionar a Miguel Serra, hijo de ampurdanés. Escribió a su madre, diciéndole que, a juzgar por lo que estudiaba, el saber humano había avanzado siempre por un camino sin esperanza, ya que cada conquista había creado una nueva incógnita. Su madre le contestó que hasta entonces así había sido, pero que acaso llegara un día en que la humanidad científica alcanzara la primera razón de las cosas.
Miguel llevaba una vida eficaz. Únicamente salía de paseo los domingos. Por la mañana, a ver al fotógrafo, el cual le decía siempre que era un hipócrita redomado; por la tarde, con el señor Gurrea y su mujer. También algunos sábados, al salir de clase, se iba solo o con otros condiscípulos a ver el Cantábrico, desde la misma playa o con preferencia desde Urgull.
Había hecho cierta amistad con dos o tres chicas del curso, cuyo horizonte mental juzgó extremadamente reducido. Así se lo dijo a los amigos, uno de los cuales le contestó que lo importante de las chicas era que tuvieran un cuerpo deseable.
Miguel se calló. Un íntimo pudor, en el que intervenía de alguna manera el respeto que le inspiraba su madre, le movía a no rubricar jamás tales comentarios. Por otra parte, en materia sexual detestaba las bravuconadas. La revelación de su personalidad instintiva no le pareció jamás motivo de jolgorio, antes bien algo dramático, contra lo cual le sería forzoso combatir.
Su temperamento se evidenciaba individualista. La Historia le enseñaba que los individuos habían movido las multitudes a capricho, que uno valía por un millón. Esta teoría era compartida por su amigo el fotógrafo, quien a la masa la llamaba «el rebaño»; añadiendo que, a pesar de ello, cada uno de los componentes del rebaño un día u otro se hacía retratar con aire de emperador.
Entretanto se acercaba el final del curso. Miguel estaba ilusionadísimo, pues ello significaba, además de] título de Bachiller, la llegada de su madre y el viaje que esta le tenía prometido. En la última carta Eva le decía que llegaría a mitad de junio, pues no podía resistir por más tiempo la separación.
Los exámenes constituyeron un éxito para el muchacho. «¡Basta, basta!», le dijeron varias veces los profesores, cortando sus precisas y rápidas respuestas. Él, entonces, para sus adentros, cruzó la mano en el pecho y encargó una fotografía.