III

TRANSCURRIERON los cuatro primeros años del Bachillerato, con escasas variaciones. Eva permanecía en París al frente de su negocio, orientado hacia escuelas pictóricas modernas. Cada verano iba a buscar al chico a Navarra, haciendo el viaje muy a gusto, pues en verdad echaba de menos a su hijo. Cada año lo encontraba más crecido, más parecido a su padre, excepto en los cabellos, que seguían siendo de color cerveza.

Pasaban unas vacaciones en San Sebastián y otras en Biarritz. Eva había acabado por aprender perfectamente el español. Uno de los veranos hicieron un viaje a lo largo del Cantábrico, llegando hasta Galicia. Trataron a mucha gente: en los trenes, en los hoteles, en todas partes. Eva no se perdía detalle, registraba la más insignificante reacción. A la vuelta, dijo que España era un país naturalmente hermoso y espiritualmente incomprensible. «Nada se puede prever aquí —opinó—. Las personas no creen que todos juntos formamos una cadena.»

Las relaciones entre madre e hijo eran ahora vehementes, sobre todo por parte de Miguel. Miguel quería a su madre con locura; y a un compañero suyo del colegio que no tenía madre, siempre le decía que no comprendía que pudiera reírse alguna vez.

Durante el curso le escribía largas cartas en las que le formulaba infinidad de preguntas. Las preguntas se referían, por lo general, a inquietudes que el muchacho sentía, desconociendo su causa. Las que afectaran a la moral o a los estudios, allá estaba el profesor para sacarle del atolladero; pero, ¿cómo atreverse, por ejemplo, a contarle al fraile, que cada vez que al pasar le rozaba uno de sus compañeros de clase, chico navarro, experimentaba un asco indefinible, como una sacudida que le revolvía el estómago? ¿Y a quién contar, sino a la madre, que de repente las cabezas de la gente, vistas a cierta distancia, le parecían frutas que de un momento a otro se iban a caer?

Eva le decía siempre que tenía una exagerada preocupación por la constitución del cuerpo humano; y que hay que mirar a los ojos como prodigios de perfección y como espejos del alma, y a la boca como parte principal de la sonrisa, que hace el trato de las personas agradable y correcto.

—Sí, sí… —admitía Miguel—. Pero… ¿y las orejas? ¿No son algo absurdo? ¡Si vieras las orejas del padre sacristán!

—La oreja es otro órgano maravilloso, te lo juro. Y, además, ¡ahora me doy cuenta!… ¿Tan feas te parecen las mías? —le decía Eva, simulando enfado, separándose los cabellos.

Miguel se acercaba a su madre y acababa confesando que no, que ella tenía unas orejas bonitas, pequeñas, finas, que recordaban el interior de las nueces maduras partidas por la mitad.

Con frecuencia Miguel aludía a su padre. No se hacía a la idea de que no habría de conocerle.

—¿Por qué murió, sin esperarme? —preguntó un día, casi llorando.

—Fue una desgracia, hijo —contestó Eva, asiéndole por la muñeca.

Él añadió al cabo de un rato:

—Era un gran músico, ¿verdad?

En los capuchinos, aparte algún que otro acto de indisciplina, estaban contentos con él. Era el primero de su curso, compartiendo los honores con un muchacho soriano, bajo, con gafas.

Cuando Eva iba a buscarlo, los profesores le advertían que más tarde tuviera cuidado con el muchacho, puesto que a esos cerebros exaltados lo mismo puede darles para el bien que para el mal.

—¡O Jesús o el Anticristo! —sentenciaba el organista.

La influencia moral de Miguel sobre sus condiscípulos era evidente. Además, les desconcertaba. Tan pronto era el más crío de todos dejándose pegar y ser objeto de cualquier broma, como se volvía orgulloso, diciendo que hay que ser muy comedido y que el simple gesto de levantar la mano a una altura superior a la cabeza es falta de educación. Los chicos, al oírle, en el patio y a la hora de recreo, se contenían unos segundos, durante los cuales más que patio parecía aquello una celda de retiro; hasta que uno cualquiera se decidía a dejar la urbanidad para mejor ocasión y la colmena infantil volvía por sus fueros.

Al iniciarse el quinto curso del Bachiller, Miguel recibió una extensa carta de su madre en la que le daba una noticia que le dejó estupefacto. Le decía que había hecho una decisión grave: vender la casa de Bretaña y su negocio de exposiciones de París y trasladar todos los muebles a Irlanda, donde adquiriría una finca que le habían ofrecido, situada en el condado de Donegal.

«Me conviene descansar —le explicaba, entre otras razones—. Además, la ocasión para vender ha sido magnífica. ¡Verás tú qué verano pasaremos en Donegal! Te gustará aquel país. Ya sabes que a Irlanda la llaman la Verde Erín. Ten en cuenta también que en Bretaña no teníamos tierra para cultivo. En esa finca de Donegal hay una extensa huerta, con muchos árboles frutales, que tanto te gustan a ti. ¡Ya sabes, pues, hijo! Me escribes a la dirección que te pongo abajo. X… Condado de Donegal, Irlanda.»

Miguel no comprendió una palabra. Lo primero que hizo fue coger un Atlas y mirar el mapa de Irlanda. Buscó Donegal. Estaba allá arriba, al noroeste de la isla, pintado de amarillo. También vio que «el granito en Donegal era turmalinífero», lo cual no le consoló en absoluto.

No comprendía lo que había podido inducir a su madre a abandonar Francia, con lo que ella quería a su país… Además, le molestaba que lo hubiera hecho sin consultarle. «A los quince años un hijo es ya algo más que un hijo», se dijo, en tono ambiguo. Le escribió una larguísima carta pidiéndole explicaciones detalladas; pero Eva se limitó a contestarle que llega un momento en que las personas sienten necesidad de cambiar de aires. «¡Qué bien se está en Donegal! —añadía—. La finca es magnífica, y en el vestíbulo hay un reloj de péndulo antiguo precioso, con caja de talla. A una hora de camino está el Atlántico y por aquí pasan continuamente carros cargados de lino.»

Miguel acabó encogiéndose de hombros y pensando que la gente tenía sus misterios y que su madre no era excepción.

«¡Quién sabe! —se dijo—. ¡A lo mejor en París había algún sujeto que la fastidiaba tanto como ese navarro a mí!»

Y el caso es que hacia el final de curso su madre le escribió diciéndole que aquel verano no podría ir a buscarle, pues no estaba en condiciones para un viaje tan largo.

«No es que esté enferma; pero tengo unos asuntos aquí que no puedo abandonar de ningún modo. Si quieres —añadía—, puedes estudiar libre el último curso. Comprendo que estés un poco harto de la encerrona. Tu edad empieza ya a darte derecho a pisar fuerte. Podrías estudiar en San Sebastián. No creo que nuestro amigo el señor Gurrea se negara a que te hospedaras en su casa. Ya sabes el aprecio en que nos tiene. Yo podría escribirle y él mismo iría al colegio a recogerte. Al terminar el curso nos reuniríamos y haríamos un viaje largo, llevando una vida salvaje, viviendo el uno para el otro; y acaso ya no tendríamos que separarnos nunca más.»

Miguel se pasó dos días leyendo y releyendo la carta. ¡San Sebastián! Guardaba un buen recuerdo de la ciudad. En cuanto a su amigo el señor Gurrea, era notario y muy buena persona. Se rio pensando en él, pues era un hombre muy ordenado, con una exacerbada preocupación por la limpieza. Si se le caía un lápiz al suelo lo cogía con el pañuelo y lo frotaba por todos lados antes de usarlo de nuevo.

Después de larga vacilación terminó por aceptar. Escribió a su madre en este sentido y estuvo esperando los acontecimientos. Los últimos días del internado fueron una pesadilla para Miguel. Finalizado ya el curso, la mayoría de chicos se habían marchado, por lo que el convento estaba solitario. Recorría los pasillos jugando a no pisar las junturas de las losas. En el patio se entretenía con las hormigas, siguiendo sus caminatas negras. Iba a la capilla, oscura y vacía. Se arrodillaba y, a veces, rezaba. Rezaba por su madre, para que no la acechara ningún peligro; y rezaba un poco por el señor Gurrea. Pero de repente le parecía que algún santo le miraba con extraña fijeza, y salía de prisa, yendo hacia el patio a contemplar las hormigas otra vez.

El día primero de julio, puntualmente, el señor Gurrea, notario, con sombrero hongo y paraguas en el brazo, fue al convento, con una autorización de Eva que presentó al Padre Director, a recoger a Miguel Serra, quien se despedía del internado.

Hubo una escena un tanto cómica cuando, ya en la salida, oyeron unos pasos precipitados. Se volvieron y vieron llegar, sudoroso, al organista, con un paquete en la mano.

—Esto para ti, Miguel —le dijo con cierta timidez. Y se retiró.

Una vez fuera, el chico, muy sorprendido, abrió el paquete y se encontró con una caja de madera llena de bombones. Sostuvo un momento la caja, sin saber qué pensar.

—Se ve que este profesor te quiere mucho —dijo el notario.

Miguel lo miró. Y de pronto, tiró la caja entera a la cuneta. El señor Gurrea se quitó las gafas y se las volvió a poner.