II

EVA, AL ENVIUDAR, pensó en ampliar el círculo de sus amistades y el negocio de pintura. Proyectó obras en la sala de exposiciones para ganar espacio. Mejoró las instalaciones de luz y rodeó su persona de una cierta melancolía que flotaba indolentemente a lo largo de los damascos.

Por otra parte, siendo, como era, alta y esbelta, el luto la favorecía mucho. Ella, al darse cuenta, decidió dar sentido a su nuevo estado. Se situó ante la viudez como ante un juramento que se aleja. Un día, el mapa de la provincia de Gerona desapareció del despacho del piso y fue enrollado y guardado en un cajón. Aquel acto estaba destinado a cerrar la historia matrimonial de Eva y había sido meditado a conciencia; pero algo se había de oponer a su realización completa. La independencia se quebró porque el cuerpo de Miguel, en cuanto llegó el otoño, empezó a adelgazar de una manera alarmante. El chico no tenía apetito; en cambio se hubiese dicho que a él le comían la carne.

El médico dictaminó la urgente necesidad de abandonar París y llevar el niño al campo. Sospechó que su padre habría besado alguna vez a Miguel o supuso que ambos habrían bebido en el mismo vaso.

Eva le escuchó con suma atención, aunque pareció vacilar. El médico, entonces, apuntó que ninguna urbe, ni siquiera París, valía lo que una vida humana.

Eva, al oír esto, se dirigió inmediatamente al cuarto de Miguel, quien dormía en la cama un sueño profundo. Le miró un minuto largo y luego, pasándose con dolor la mano por la frente, fue a dar órdenes para llevárselo el día siguiente a su finca de Bretaña, junto con dos criadas y algunos muebles indispensables.

La finca estaba situada en medio de la llanura, a dos kilómetros escasos de Rennes. Tenía un jardín inmenso, aunque muy descuidado. Eva instaló la casa como mejor pudo, le dio un lustre personal, acondicionó dos habitaciones para Miguel; y en cuanto se hizo de noche advirtió que no había olvidado a su marido, cuya música oyó gemir, en el jardín, entre las ramas vencidas.

La estancia en Bretaña de madre e hijo duró mucho más de lo previsto. Duró cuatro años, debido a que Miguel no consiguió mejorar sino con extrema lentitud. Eva, desterrada del trajín humano, a medida que pasaban los meses fue considerándose también a sí misma una rama vencida.

En estos cuatro años el cuerpo de Miguel dio un estirón enorme. Era un muchacho inteligente, aunque un tanto huraño y de una sensibilidad complicada y anárquica. Se rebelaba íntimamente contra la ñoñería de su infancia. Por otra parte, el campo le aburría, porque él no era fuerte ni cruel.

Eva, viendo que el aislamiento se prolongaba, dudó entre dedicarse a arar la tierra y criar animales o encerrarse en la biblioteca. Por vanidad eligió esta última solución. Leyó sin cesar, hasta obsesionarse, intentando sepultar su propio mundo bajo los mundos impresos en aquellos papeles. Acabó agotándose, y entonces anunció a una amiga suya de París que se proponía escribir un tratado sobre la Angustia.

Miguel había heredado de su madre su porte elegante y sus mismos cabellos, sedosos, del color de la cerveza. Las facciones, en cambio, especialmente la nariz, eran de su padre, así como su mirada, un tanto soñadora, excepto cuando estaba alegre. Durante todo este tiempo tuvo un maestro particular. Hombre metódico, de gran tenacidad, que no perdía ocasión de hablar mal de las mujeres. Miguel le obligaba siempre a hacer una salvedad: la de su madre, a la que, por no conocer apenas a otra mujer, consideraba un ser excepcional.

Acaso no fuese Eva excepcional, pero sí sabía inclinar la cabeza, al sentarse, con maravilloso cansancio. De repente bajaba los párpados y Miguel la veía sonreír. El chico no decía nada, no le preguntaba nada, y se encogía con ternura; a veces osaba acercársele de puntillas; aunque al ir a besarla, ella abría los ojos y, viéndole de pie, le hacía cosquillas debajo de la barba, o en el vientre, o en las blancas rodillas. Había mucho de inspección recíproca entre los dos seres. Un análisis que, pese a ser de algún modo sagrado, obstaculizaba el acceso a la definitiva intimidad.

Llegado el verano en que el muchacho iba a por los diez años, el médico consideró que estaba ya sano y fuerte y que podían regresar a la capital. Eva, abriendo la ventana, dio un suspiro de caminante que descubre una luz cercana. Mas también esta luz se apagó y ello a causa de una circunstancia inesperada. Miguel, de pronto, descubrió que, siendo español, no había pisado siquiera tierra de España. En vista de ello, el chico rogó con insistencia a su madre que, antes de regresar a París, lo llevara a pasar dos meses —julio y agosto— a San Sebastián.

Eva cerró la ventana y se mordió los labios; pero no acertó a oponer objeción razonable.

A primeros de julio se despidieron de Bretaña, cruzaron la frontera y se instalaron en un confortable hotel de la Concha, desde el cual Miguel vio por primera vez el mar. Lo contempló en silencio, sin moverse; de repente se volvió hacia su madre y con gesto decepcionado le dijo que había imaginado d mar mucho mayor y más azul.

Al día siguiente, al bajar a la playa a primera hora de la mañana, encontraron, medio enterrado en la arena, un perro muerto. Miguel, sin estupor, lo cogió por una pata y lo tiró al agua, y estuvo viendo cómo las pequeñas olas, ayudadas por la resaca, despellejaban lentamente al animal.

La visión de aquel perro; la multitud que inundaba la playa y las avenidas de San Sebastián; los incesantes ruidos y la altura de los edificios exaltaron al muchacho. Sus diez años cobraron un sentido nuevo y frenético para él.

Descubrió intuitivamente que el mundo era más pasional y denso que aquel pedazo de llanura de Bretaña en que había vivido; y empezó a hacerle preguntas a Eva que mostraban ser fruto de una honda curiosidad espiritual. Esta curiosidad se dirigía con preferencia hacia todo cuanto, siendo fenómeno visible, tenía difícil explicación: por ejemplo la seguridad de las islas, la seguridad de la isla de Santa Catalina, plantada inconmovible en la bahía donostiarra. Raramente, en cambio, el muchacho se interesaba por etéreos cuentos de hadas o por historietas de guerras que no habían tenido fin.

Pronto, pese a la dispersión de las vacaciones, se ganó unos cuantos amigos de su edad, con los que al principio le resultaba difícil entenderse, pues él no hablaba una palabra de español. Se interesó vivamente por sus juegos, singularmente por los que exigían cierta rudeza. Observaba sin cesar a sus compañeros y siempre los invitaba a subirse a los acantilados y a tirar gruesas piedras montaña abajo. Su madre le decía, riendo: «Preferiría que orientaras tus juegos en sentido inverso, de abajo arriba. Por ejemplo, haciendo volar cometas».

Sus dos más asiduos camaradas fueron dos hermanos madrileños, que se hospedaban en su mismo hotel, los cuales, además de ir a misa todos los días sin excepción, se persignaban siempre antes de meterse en el agua.

Sintió hacia ellos una curiosidad infinita, pues no acertaba a explicarse su manera de proceder. En el plano religioso, la educación del muchacho había sido muy escasa, debido a que Eva, de suyo indiferente, hasta entonces había considerado totalmente secundario este aspecto de la formación.

Una mañana esperó a que los dos muchachos salieran del hotel, les siguió y entró en la iglesia tras ellos. Durante la ceremonia estuvo espiándoles sin perder detalle. El menor permaneció quieto, recogido y devoto; al mayor, en cambio, pareció que le clavaran alfileres. Cambió de postura sin cesar, fisgoneó todo el rato de un lado para otro, sentándose rápidamente en cuanto los pasos de la misa lo permitían.

A Miguel le extrañó sobremanera la opuesta reacción de los dos hermanos. Se quedó estupefacto, y en el desayuno le dijo a su madre que por lo visto en la vida había gente de todas clases, que unas personas se persignaban de un modo, otras de otro, y que muchas ni tan sólo se persignaban.

Este pequeño comentario, que Miguel hizo mirando con insistencia a su madre, fue para esta el toque de alarma. Su hijo necesitaba de unas cuantas reglas fijas… so pena de tolerar que sus juegos continuaran orientándose de arriba abajo.

Por otra parte, septiembre se acercaba con rapidez. Era preciso tomar una determinación. ¿Por qué no mandar el chico a un internado…? La idea penetró certeramente en el cerebro de Eva. Casaba a las mil maravillas con la particular atracción que París volvía a ejercer sobre la madre de Miguel. Un internado… católico. ¡Exacto! Ahí le suministrarían ¡hasta qué punto…! las reglas fijas… Y de este modo, sin dejar de cumplir con la pedagogía, ella recuperaría de golpe la libertad.

Dicho y hecho. Pidió informes y varias personas le hablaron con entusiasmo de los capuchinos de Lecároz, Navarra. La opinión general era que se trataba de una institución perfecta.

Eva habló con Miguel, confiada en que el muchacho no ofrecería la menor resistencia. Así fue. Miguel se mostró encantado, pues ello significaba entrar en un mundo nuevo y además la posibilidad de rematar su aprendizaje del español.

—Que te examinen de ingreso, y si apruebas, empiezas el Bachillerato.

Miguel preguntó, de pronto:

—Pero… ¿tú qué harás, madre?

—Yo regresaré a París.

El tiempo fue refrescando. Llovió frecuentemente. San Sebastián cobró color de acero que se fuese derritiendo.

Mucha gente desfiló. El día 28 de septiembre les llegó el turno a Eva y Miguel. Se despidieron de Igueldo, de la isla de Santa Catalina, de las amistades y emprendieron la marcha hacia Navarra. El viaje les pareció duro, por el paisaje, que era abrupto y grandioso, como el corazón del muchacho.

En el convento todo estaba preparado. Tuvieron que despedirse sin demora en la sala de visitas, ante la sorpresa de Miguel, quien no se hizo a la idea de que tenía que separarse de su madre hasta que ella se le acercó para darle un abrazo.

El chico entonces se emocionó enormemente y sintió que le caían las lágrimas. Lloró mucho y le extrañó en gran manera que su madre no hiciera lo propio.

Eva regresó aquel mismo día a San Sebastián y, al día siguiente, cruzó la frontera en dirección a Bretaña. Su casa de Rennes le pareció desolada. Subió a la biblioteca y al encontrar sobre la mesa su manuscrito se dijo que lo que importaba no era escribir tratados sobre la Angustia, sino zafarse de ella, huir de ella como los peces huyen del aire. Y prosiguió el viaje a París.

En París se puso otra vez al frente de la sala de exposiciones, la cual, durante su ausencia, había sido atendida por un alemán. Durante todo el invierno, que fue vertiginoso para Eva, ganó mucho dinero. Se trasladó a un piso del barrio de Passy, pues el anterior era para ella un museo de recuerdos tristes. Lo amuebló a su gusto y vivió, desde luego, con cierta ostentación. El mundo de la pintura, henchido de ricos coleccionistas, de artistas melenudos, con su carga de ideas siempre renovada, excitó hasta lo indecible su íntima soledad. Trató a mucha gente y anduvo de un lado para otro otorgando un sentido profundo a la palabra audacia e incluso a la palabra placer. Su éxito fue espectacular debido a su belleza —apreciable en varios desnudos— y a su espíritu cultivado. Gastó excesivamente, y varias veces le ocurrió llegar al final de una carta escrita para Miguel sin haberse acordado de ponerle la íntima, la inefable frase: «Hijo mío, cuídate mucho».

Miguel, en los capuchinos, con sus flamantes diez años a cuestas y el primer curso de Bachillerato estampado en la portada de cada libro, iba abriendo los ojos a la vida del internado.

La disciplina que reinaba en él se le hacía más soportable de lo que creyera en un principio, pues quedaba compensada por la curiosidad y por su afición al estudio. Se esforzaba cuanto podía en aprender español, figurándose que rendía con ello un homenaje a su padre, del que apenas recordaba nada, excepto que fue músico, que estaba enfermo y que siempre decía que era muy desgraciado.

Los profesores, además de considerarlo excelentemente dotado, sintieron por él un particular afecto. Todos le quisieron en seguida: todos, excepto uno: el organista. El organista, que no cesaba de vigilar a Miguel, le profetizó un día ante varios condiscípulos que andando la vida el orgullo le echaría a perder.

El problema religioso fue el que más hondamente afectó al muchacho durante su primer curso. Los rezos colectivos, de un modo especial los nocturnos, se le metían en el alma como si un puñado de ángeles se hubiesen acurrucado en los bancos de la capilla para susurrarle una nueva doctrina.

De hecho su madre le había acompañado a la iglesia varias veces, y otras muchas la criada; pero nunca había oído de Eva que existiese una vida llamada sobrenatural, que tuviese más importancia que la salud y que la misma muerte. Prestó mucha atención al significado litúrgico de cada ceremonia. Hacía continuas preguntas a uno de los profesores, que era un hombre muy místico, que cogía una simple vela con la máxima unción, y que gustaba de enseñar el tema, tanto como Miguel de aprenderlo.

Al llegar Semana Santa la situación espiritual de Miguel era de una fe acendrada, que aceptaba con naturalidad, no sólo todos los misterios implícitos en el dogma católico, sino incluso los piadosos relatos perpetuados en virtud de la tradición. Entre estos relatos le seducían especialmente los milagros adscritos a los santos mártires en el momento del sacrificio: cuerpos ininflamables, tres fuentes brotando de la tierra romana cuando por tres veces botó en ella la cabeza seccionada de San Pablo.

—Procura —le decía aquel profesor— que entre tu infancia y Dios no haya barrera de ninguna clase.

Y, desde luego, no la había. Creía en Dios y lo imaginaba omnisciente, irguiéndose sobre un mar de nubes, dirigiendo con la diestra el coro de los ángeles. Y era curioso que su alma infantil no distinguiese entre ángeles, arcángeles y serafines. Para Miguel no habitaban la gloria sino los ángeles. Alrededor del Señor, ángeles, con túnicas azules —no blancas— y en actitud contemplativa.

Al imaginarse a Dios imaginaba siempre al Padre. Raras veces a Jesucristo. A Jesucristo lo humanizaba en exceso. La Trinidad monopolizaba en su espíritu la majestad y el poder. Incluso en la evocación del triángulo con el ojo en el centro descubría vastas posibilidades de adoración. El rigor geométrico le sugería la infinita seguridad. De la vida de Jesús le encantaba especialmente que se hubiera deslizado sobre las aguas y lavado los pies de sus inferiores.

Una ineptitud de la mente lo desasosegaba: no acertaba a entrever en qué podía consistir la felicidad en el Cielo; y el misterio que intelectualmente más le preocupaba era el de la Resurrección de la Carne, aunque le parecía de una grandiosidad poética incomparable.

Sus aficiones eran múltiples e intermitentes. Los juegos siguieron apasionándole, y no sólo los rudos, sino también el ajedrez, en el que pronto venció a todo el mundo, incluido el organista, al que en cierta ocasión anunció un mate con tres jugadas de anticipación.

Una vez fue al colegio un operario, con una caja de herramientas, a arreglar un estropicio en la cocina. A la hora del recreo, Miguel se las compuso para acercársele y poder hablar con él. Le preocupaban mucho las razones que inducían a un hombre a elegir determinado oficio y le preguntó al operario qué le había inducido a elegir aquel y dedicarse a arreglar cocinas. El hombre le contestó secamente que uno hace las cosas porque sí y que él se dedicaba a aquello como habría podido dedicarse a otra tarea cualquiera.

Aquella respuesta le tuvo al muchacho ensimismado durante todo el día. Hasta el punto que, a la mañana siguiente, visitó de nuevo al operario y le preguntó gravemente si estaba seguro de lo que había dicho. El operario le miró con fijeza, contestándole que la cosa no era tan seria y que en la vida valía más tomárselo todo un poco a broma.

Entonces Miguel hinchó los carrillos y fue hacia el patio, abstraído en hondas meditaciones.

Tocante al estudio, la asignatura que más le subyugó durante el curso fue la Geografía. Y más que la Geografía, los mapas. La vista se le iba de continuo hacia las paredes laterales de la clase, en las que pendían inmensos mapas policromados, con un delgado listón de madera en su parte superior.

Moviendo imperceptiblemente el dedo índice, seguía con la imaginación itinerarios fabulosos a través del mundo; aunque siempre acababa por aterrizar en Francia, donde estaba su madre, o en España, donde estaba él.

Esta pasión por los mapas le llevó a una extraña situación que dejó en Miguel una huella visible. Ello tuvo su origen en la inesperada aportación a la clase de Geografía de un globo terrestre que un buen día el profesor depositó encima de la mesa. Miguel, al terminar la clase, se acercó a la esfera y la hizo dar unas cuantas vueltas, contemplando el desfile de países y océanos. La forma redonda de aquel artefacto le reveló al instante, con gran fuerza, un hecho vulgar, que los mapas planos de la clase no le habían sugerido: que la tierra era una bola flotante en el espacio, suspendida en él.

Los mapas planos pronto dejaban de interesar a Miguel. Los viajes a través de ellos se le hacían largos y monótonos, pues la horizontalidad convertía los continentes en estepas; ante el globo terrestre, redondo y giratorio, experimentó con mucho más poder la emoción de abismo, y al propio tiempo le pareció más profunda la desolación de los mares. Especialmente la mancha azul del Pacífico derramándose desde Alaska hasta el polo Sur, cobró en su ánimo una inmensidad casi trágica.

A partir de aquel descubrimiento, todos los días Miguel se rezagaba en la clase de Geografía y se quedaba un rato estudiando la esfera. Aquella idea de la tierra considerada como bola rodando en el espacio le impresionaba en grado sumo, porque le situaba al hombre, en relación con el Universo, en un punto de inaudita pequeñez.

Un día en que el cielo amenazaba tempestad, Miguel, escapándose del recreo, se refugió en la clase, solo, y se sentó frente a la tarima del profesor, cogiendo el globo terráqueo entre las manos, palpándolo y acariciándolo, como era su costumbre. Al cabo de un rato experimentó una extraña alucinación. Pensó de súbito que aquella esfera debía de tener el tamaño exacto de su cráneo. La soltó y se tocó instintivamente la cabeza; y entonces le pareció que la esfera comenzaba con lentitud a dar vueltas por sí misma. Era evidente que el eje metálico chirriaba y que ante sus ojos giraban cada vez más de prisa los mares y los contornos de las cinco partes del mundo.

Presa de pánico, se levantó, haciendo retroceder la silla. Le asaltó la impresión de que la tierra, la tierra enorme y habitada, iba a estallar de un momento a otro dentro de aquel artefacto. Apretó los puños y lanzó un gemido, que nadie oyó. Luego abrió los ojos y sintió que su alma se aquietaba. Vio la esfera tendida e inanimada sobre la mesa, y entonces pensó que aquello había sido una tontería y que lo único que había girado, sufrido y amenazado estallar en el ámbito del Universo había sido su pequeño cerebro de hombre.

Toda la época de internado de Miguel estuvo plagada de sensaciones de esta índole, que le agotaban y que en varias ocasiones le habían inducido a desear ser músico, como su padre, para poderlas expresar.

También le obsesionaba el fuego, así como el recuerdo del mar. A veces, entre sueños, mezclaba los dos elementos, o los situaba frente a frente, imaginando un combate apocalíptico en el que las llamas surgían del agua y a su vez inmensas olas surgían de un mar de fuego.

En el convento, sus compañeros de los cursos superiores le hablaron de la noche de San Juan, de la gigantesca hoguera que levantaban afuera. Estuvo meses esperando el acontecimiento. Fue, desde luego, el alumno que más cargas llevó para la fogata. Se pasó el día entero buscando cosas que echar al fuego.

La hoguera de aquel año, gracias a su labor, fue la más monumental de que se guardaba recuerdo. Miguel se quedó como paralizado oyendo crepitar el mundo y alzarse las lenguas hacia el espacio amarillento.

No sabía lo que le ocurría. Se quedó el último de todos.

Y cuando se desplomó el palo que sostenía la hoguera, y se vio él solo frente a los rescoldos, se sacó del bolsillo una oveja de belén que había pintado por Navidad, y la echó al fuego, sin saber a ciencia cierta por qué.

Luego echó a correr, pues todo el mundo estaba ya en la capilla rezando el rosario.