DARNIUS es un pueblo catalán, arenoso y triste, situado entre Gerona y el Pirineo, en pleno Ampurdán. Por su proximidad a la frontera tiene, y sobre todo tenía, influencias francesas, en costumbres, indumentaria y giros de idioma. Mucha gente de Darnius ha ido a Francia para una temporada o se ha establecido allá, especialmente por negocios del corcho.
A primeros de siglo un darniuense, un tal Serra, por haber reñido con su familia, pasó, a pie, la frontera, llevando algo de dinero, y se trasladó a Perpiñán, donde tenía algunos conocidos. Vivió un mes entre ellos, un poco a la buena de Dios, sin preocuparse excesivamente por lo que haría. Hasta que un día, un poco cansado de todo aquello, miró el mapa de Francia y decidió ir a París.
—¿Qué harás en París?
Serra encendió un pitillo negro y se encogió de hombros.
Llegó a la capital y se dedicó a callejear alegremente, sin saber cómo se las iba a arreglar. En Darnius había sido siempre un hombre que concretaba; en cambio, en París, acaso por ignorar cuántos días cenaría, daba la impresión de descubrir con agrado fórmulas de existencia más imaginativas.
No obstante, recordando que en el pueblo, además de taponero era músico, por afición —tocaba el contrabajo en la cobla de sardanas—, y que su abuelo, hombre de alguna que otra lámina en la Banca de Figueras, había incluso compuesto alguna cosilla, fue dándole vueltas al asunto, y pensó que la música podía dar para vivir. Sin embargo, el contrabajo le gustaba poco, entre otros motivos porque le obligaba a tocar de pie; y se decidió por el violonchelo, instrumento en el que gastó sus ahorros, que estudió con obstinación y que al cabo de unos meses le pareció que interpretaba mejor su vida, la cual, en cierto modo, también gemía.
El caso es que tenía personalidad. Se incorporó a un quinteto cuya calidad musical fue siempre juzgada relativa; pero gracias a él se relacionó, ganó para comer, y fue perfeccionándose. En dos años Serra se transformó desde luego en un músico de primer orden y un día recibió una propuesta para tocar en un quinteto de postín, cuyos componentes se levantaban a saludar al final de cada pieza.
Aceptó. Tuvo que comprarse otra ropa y aun ponerse algo de brillantina en los cabellos. Siempre pensaba que la gente de Darnius se quedaría estupefacta si le viera en París rasgando el arco en un café de lujo, vestido con impecable traje negro y pajarita en el cuello.
Era alto. Su figura quedaba un tanto rústica y sus facciones, más bien gruesas, eran acusadas, singularmente la nariz. Sin embargo, no carecía de cierta distinción, sobre todo en sus movimientos, ampulosos, pero con cierta vaguedad que le sentaba muy bien.
Total, que al cabo de cinco años Serra parecía un señor, o tal vez lo fuese. Se ganaba su existencia y aun le sobraba dinero. Hablaba un francés bastante correcto, y llevaba una vida muy bohemia y muy desabrochada, con algunas mujeres de por medio. Algunas de estas mujeres, al saber que no era francés, le tomaban, en atención a la música, por polaco, o en vista de su aparente gravedad, por ruso, cosa que a él le hacía mucha gracia pensando en Figueras y en el Ampurdán.
Lo cierto era que sus lamentos con el violonchelo habían adquirido cierta fama. Además de dirigir por su cuenta un quinteto al que bautizó «Emporium», era requerido para acompañar en casas particulares a cantantes amateurs, e incluso para dar, solo, algún recital.
Gracias a las amistades, las fiestas y los conciertos, y a su innata capacidad para adaptarse, adquirió una dosis crecida de mundología. El darniuense Serra se había superado. Incluso sus dedos de taponero se le habían alargado un poco; aunque no mucho, desde luego, y acaso, prestando atención, nada en absoluto. Pero lo importante no eran los dedos. Lo importante era que lo llamaban «Marcel», que se movía con gran soltura, que sabía encorvarse y besar las manos y que con este movimiento hasta se le caía a veces un mechón de pelo sobre la frente, lo cual aumentaba sin duda alguna la calidad de su música.
Fue entonces cuando sintió renacer su antiguo espíritu de concreción. Serra pensó que había llegado el momento de concretar. Con ello se refería a labrarse un porvenir, un porvenir que podía ser casi brillante, teniendo en cuenta las fortunas flotantes que circulaban por París. La perspectiva de la vida hogareña lo abrumaba desde luego; pero en el fondo era bastante sentimental y empezaba a hastiarse de tanto hotel y de tanto lecho alquilado.
«Si encontrara yo una mujer que, además de ser rica, incendiase mi corazón…» El hallazgo —el incendio— se reveló fácil. Tal mujer apareció con milagrosa prontitud. Vivía al lado del hotel y muchas veces abriendo la ventana se ponía a escuchar a Serra cuando este ensayaba en su cuarto.
Serra la veía, acodada en el alféizar, los índices apretados al final de las manos, inmóvil sin afectación, exhibiendo siempre distinto traje y distinto peinado, aureolado su semblante con algo indefinible que el hombre atribuyó a la soledad.
Era una muchacha que acababa de perder a sus padres, pero que no había convertido esta circunstancia en un manantial de lágrimas. Algo positivo emanaba de su tristeza, una firme voluntad de fecundar con ella su existencia, de vigorizarla. «Marcel», ante semejante comprobación, se rascó con entusiasta perplejidad el retórico bigote. Más aún, olvidó su nostálgica promesa a las mujeres de su pueblo, y se enamoró de esa mujer.
Se enamoró y, además, medio año después se casó con ella, un poco como se había ido a París: sin saber lo que iba a pasar.
La muchacha había heredado un patrimonio considerable. Un inmueble de cuatro pisos en París, una gran finca en Bretaña, cerca de Rennes, y un paquete de láminas mucho más nutrido que el que el abuelo de Serra tenía en Figueras. Se llamaba Eva, y era muy inteligente y educada, con gran fuerza de carácter y temperamento. La súbita muerte de sus padres le dio un cabal conocimiento de lo que el mundo contiene de implacable y hostil. Entendió que era preciso compartir con un ser fuerte todas las cosas, y a los efectos le pareció que las duras facciones de aquel hombre que ensayaba en el hotel eran una garantía. O sea que el darniuense Serra andaba equivocado creyendo que se llevó a Eva en gracia al mechón de pelo sobre la frente y en gracia al violonchelo; Eva se casó con él más bien por su nariz gruesa y por sus manos un tanto cuadradas.
En realidad, la muchacha se consideraba a sí misma persona de experiencia, y le gustaba un hombre ya mayor; a pesar de lo cual un amigo de ambos pronosticó que aquel matrimonio andaría un poco a la mala, por considerar que Eva era demasiado intelectual.
Serra era, desde luego, un tipo de hombre no común, capaz, en ocasiones, de iluminar pintorescamente la vida, debido a la insobornable independencia de sus actos y a su acrobática escala de valores, basada no en la jerarquía sino en el impacto sentimental. Por de pronto, Eva estaba encantada con él. Nadie como Serra podía mezclar, con naturalidad, en un solo saludo, la jovialidad, el sentido crítico y la ternura.
Por si esto fuera poco, poseía el don de la paradoja, don que encontró amplio campo de desarrollo en el confortable entresuelo que alquilaron, cerca de los Inválidos. Por tácito acuerdo cada cual llevó al piso lo que fuere de su gusto; el resultado fue un divertido juego de contrastes, compensador, en parte, de la falta de unidad. Por ejemplo, Eva había colgado en el despacho un diminuto mapamundi; al día siguiente Serra colgó al lado un gigantesco mapa de la provincia de Gerona, que había encontrado en casa de un anticuario.
A los seis meses de matrimonio, se produjo la eclosión. Al regreso de un concierto del «Emporium», Eva anunció a Serra la maravillosa noticia del hijo en las entrañas. Serra la cogió en brazos y la paseó por todo el piso, hasta pararse ante el mapa de Gerona y obligar a su mujer a que clavara una banderita en donde, en letras cursivas, ponía: Darnius.
—¿Y eso por qué? —preguntó Eva.
—Porque quiero que nazca allí.
Pero las cosas no habían de suceder así. A poco Serra cayó enfermo, de una enfermedad lenta e incurable. Su mujer se quedó desolada. Miraba a su hombre y no sabía qué hacer.
Serra, al saber que no podía curar, se desesperó. Se pasaba las horas mesándose los cabellos y mordiendo la almohada.
Siempre decía que había tenido una suerte perra y que más le hubiera valido no reñir con su familia y no haberse marchado de Darnius.
Esto lo decía porque estaba loco por su mujer y creía que la hacía desgraciada.
Les nació un varón, al que, en recuerdo del abuelo, Serra quiso ponerle el nombre de Miguel. La desesperación del padre fue en aumento, pues veía que poco a poco se iba debilitando y que no alcanzaría a ver crecer a su hijo.
Él hubiese querido tener el crío continuamente a su lado, sentado en la cama, haciéndole bailar y enseñándole a hablar, además del francés, su idioma nativo; pero al parecer los médicos habían dado órdenes severas y en seguida acudía Eva, o una criada, y se lo quitaban.
Naturalmente, se planteó el problema del dinero, ya que Serra no ganaba nada y gastaba mucho, y no era cosa de aventar bonitamente las reservas. Eva pensó con seriedad en el asunto y no vio más solución que invertir capital en algún negocio. Aficionada a la pintura, y contando con buenas amistades en el ramo, pronto se le presentó una oportunidad: una sala de exposiciones instalada en la calle Duroc, que andaba de capa caída. ¿Por qué no darle un empujón en metálico y en iniciativas? Hizo la propuesta de sociedad a la dueña, y fue aceptada, por lo que Eva, a partir de entonces, se veía obligada a permanecer muchas horas fuera de casa.
En la sala se la veía un poco retraída, sin que reaccionara, aun cuando los meses iban pasando.
—Lo que tú necesitas es airearte un poco —le decían las amigas. Y ella pensaba en su hombre y en su vida conyugal sin perspectivas.
Serra se dio cuenta de la trayectoria que seguía su mujer. Se dio cuenta de que andaba royéndola la idea de que todo aquello era injusto a su edad y con su hermosura. En la sala se organizaba alguna velada y ella empezó a llegar a casa con aire más alegre y optimista.
—¿Es que puedo curarme? —le preguntó el enfermo al médico. Este movió la cabeza con escepticismo, y entonces Serra pensó que había acertado y que su mujer se iba creando un mundo aparte.
Lo que hizo fue querer más a su hijo y comunicar su dolor a su amigo el violonchelo. Lo cierto es que tocaba muchas horas y que acabó tocando maravillosamente. Con frecuencia, especialmente al despertarse por la mañana, se levantaba, se sentaba en un sillón, con una manta sobre los hombros, pedía el instrumento y se ponía a improvisar, mientras en la calle la gente trabajaba. Improvisaba motivos de su país, muy hondos y melódicos, y a veces motivos un poco árabes, bajos y monótonos. Su mujer, a pesar de saber que aquella posición encorvada le dañaba, no decía nada, en parte porque se sentía a menudo fascinada por aquella música, hasta el punto de quedarse muchas veces a escucharla, sentándose de espaldas, un poco distanciada de su marido.
Un día ocurrió que Miguel, el crío, que tenía ya tres años, había cogido el arco del violonchelo y jugaba con él. Y habiendo ido su madre a buscarlo la esperó y con el arco le dio un preciso e increíblemente fuerte golpe en la cabeza. Eva no supo contenerse y lo amenazó con pegarle; el enfermo, que la contemplaba, pensó entonces que su mujer no quería al muchacho tanto como él.
Todo transcurrió de este modo hasta la noche en que Miguel cumplía los cinco años. Era diciembre y se acercaba Navidad. Eva volvió a casa un poco tarde y se encontró a su marido muerto, doblado sobre el violonchelo. Se quedó aterrada, sin poder llorar, ni gritar siquiera. El brazo colgante del músico estaba pálido y parecía enteramente el de un hombre mucho más joven.
En cuanto al instrumento, a Eva le pareció que le faltaba una cuerda.