VIII

475 D.C., TRES AÑOS DESPUÉS

1

Roma y los campamentos del Danubio

Padre, ¿quién es Julio Nepote?

Orestes bajó la pluma y alzó la vista, y parpadeó debido a la luz de la lámpara que bañó su estudio cuando su hijo entró. Mientras sus ojos se adaptaban, miró con ternura a Rómulo, un muchacho alto y guapo con la tez clara y el pelo rubio de su madre, una noble romana, del norte de Italia que había muerto tiempo atrás, y con los miembros largos y la complexión robusta de su padre. Las apariencias lo eran todo en la corte romana, y por lo tanto Orestes sabía que su hijo era un líder nato del imperio, y como a tal le había educado. Su educación en el arte militar, la retórica y la historia había empezado cuando era muy pequeño, y en conocimientos de armamento y equitación no le superaba nadie. Sin embargo, Orestes no consideraba prudente precipitarse, y por ello había mantenido al muchacho aislado lo máximo posible de las maquinaciones de la corte, y hasta le había disuadido de acompañarle en casi todas sus campañas militares, con la excepción de la invasión naval de África unos años antes.

Sonrió. Rómulo no tardaría en alcanzar la mayoría de edad. Tal vez había llegado el momento de acabar con su estilo de vida protegido.

—Es un asunto complicado, hijo…

—Tengo quince años, ya no soy un niño. Todo el mundo habla de él, los tutores, los esclavos, incluso los hijos de los esclavos. No es bueno que parezca un ignorante.

Orestes se frotó los ojos y asintió.

—Es cierto, ¿has acabado los deberes, terminado la clase de esgrima? ¿No tienes más trabajos?

—Lo he terminado todo. Bien… ¿Julio Nepote?

—Julio Nepote. Muy bien. Como ya sabes, cuando regresamos a Roma después de la rebelión, el senador Olibrio fue nombrado emperador. No estuvo mucho tiempo en el poder…

—Una vez oí a un eunuco decir que tú le habías matado. ¿Es eso cierto?

Orestes parpadeó sorprendido, y después lanzó una carcajada.

—¿Yo, matar a Olibrio? No, hijo, yo no. Muchos grandes emperadores han ido y venido durante los últimos años, la mayoría muertos a manos de sus jefes militares…, pero Olibrio no fue uno de ellos. Murió por causas naturales, de una apoplejía repentina, según dijeron los médicos. Provocada sin duda por una vida poco sana. Estaba muy gordo, si te acuerdas…

—Y era muy rico.

Orestes volvió a reír.

—Eso también…

—¿Cómo llegó a ser tan rico? He oído rumores…

—No hagas caso de los eunucos —interrumpió Orestes—. Hablan mucho, pero no saben nada. Olibrio tuvo… un repentino golpe de suerte económico poco después de ser nombrado emperador.

—Pero tú luchaste contra él, ¿no? —preguntó Rómulo, confuso.

—Un trágico malentendido —replicó su padre—, por culpa de un bárbaro sediento de poder que escapó aprovechando la confusión del asedio.

—Así que te reconciliaste con Olibrio…

Orestes asintió.

—De hecho, nos interesaba que Olibrio permaneciera en el poder —dijo—. Aunque al principio no estaba de nuestra parte, resultó que… compartía nuestras opiniones. Siempre aceptaba mis sugerencias acerca de la forma de gobernar.

—Y después, cuando murió, el general Glicerio accedió al poder.

—Sí, Olibrio reinó menos de un año. Glicerio también fue un buen gobernante para nosotros. Tal como debía, pues era mecenas de Gilimero, quien lo propuso. El Senado le proclamó emperador enseguida, por supuesto, a recomendación mía, porque era patricio romano, y además senador.

—Entonces, ¿por qué renunció?

—Ah, ese es un gran misterio, hijo. Experimentó una conversión religiosa mientras ocupaba el cargo, y por lo visto expresó su disgusto con la política laica al Santo Padre, quien le ofreció el obispado de Salona…

—¿Prefirió ser obispo a emperador?

Orestes sacudió la cabeza.

—¿Quién sabe lo que pasa por la mente de un cristiano cuando abraza la religión? Como si no contara con más oportunidades de servir al pueblo siendo emperador que obispo.

—Pero anunció su abdicación hace meses, y partió para Salona hace tan solo unos días.

—Le presioné para que se quedara un tiempo más, con el fin de conceder tiempo al Senado y a mí para encontrar un nuevo candidato a emperador. Es difícil en estos tiempos encontrar un romano de noble cuna, aceptable para todas las partes, y que al mismo tiempo desee el cargo…

—¿Y elegiste a este tal Julio Nepote?

—¡No! —contestó bruscamente Orestes, lo cual sobresaltó a su hijo—. Nepote no es el hombre que Roma desea. Al menos, el hombre que el Imperio romano de Occidente desea. Fue nombrado para el cargo por ese entrometido de Constantinopla, León, quien considera una prerrogativa ocupar todas las vacantes que aparecen en la mitad de nuestro imperio. Por eso terminamos con ese loco de Antemio hace años.

—¿Nepote es un romano de Oriente?

—Un griego de pies a cabeza. Sobrino del emperador León, pues está casado con su sobrina Verina, quien siempre ha procurado promover a sus familiares a nuestras expensas. Hasta el momento, el Senado no ha aprobado el nombramiento de Nepote. Mientras yo siga al mando, no lo aprobará.

—Pero los criados dicen que Nepote viene a reclamar su título. ¿Va a venir? ¿Qué harás?

—Ya lo creo que viene —contestó Orestes—, pero aquí no, a Roma no, el grandísimo cobarde. Su tío León y él han designado una vez más Rávena capital del imperio, y hasta ahí llegará, junto con una fuerza de tropas orientales. Por lo que yo sé, es posible que ya haya llegado. Da igual, porque no se atreverá a salir de esa ciudad. E incluso allí, tendrá que encerrarse dentro del palacio por su propio bien. Estoy seguro de que los habitantes de Rávena tolerarán su presencia todavía menos que los habitantes de Roma.

—Pero eso no puede prolongarse —protestó el muchacho—. Roma no puede tener un emperador que no sea proclamado por su propio pueblo, prisionero en su propio palacio. ¡Has de encontrar un verdadero emperador!

—Eso está hecho, muchacho —contestó Orestes, al tiempo que recuperaba la calma.

—Pero ¿quién? Eso es lo que quiero saber. Tengo quince años, ya es hora de que esté mejor informado que el personal de palacio, padre.

Orestes miró a su hijo con aire pensativo.

—Tienes razón. Me alegro de que hayas venido. Me voy mañana.

El muchacho le miró con aire inquisitivo.

—¿Mañana? ¿Adónde?

Orestes levantó la pluma y volvió a sus papeles.

—A Rávena, naturalmente.

—¿Solo?

—Me llevo a tres legiones de cohortes urbanas, su artillería y tres alae de caballería. Voy a preparar un buen recibimiento a Julio Nepote.

—¿Y…?

Rómulo le miró esperanzado.

—¿Y? —Orestes no cambió de expresión mientras volvía a levantar la vista con fingida impaciencia.

—¡Padre! —protestó el muchacho.

Orestes sonrió.

—Haz el equipaje, muchacho. Esta vez vienes conmigo.

2

Odoacro experimentaba la sensación de que los tres últimos años habían transcurrido como en un sueño: meses y estaciones atropellándose unos a otros, un tiempo desdibujado, un frenesí de actividad. La asignación a la Décima de Vindobona, que había fraguado a toda prisa para él y sus hombres después de abandonar la corte de Olibrio, le había granjeado el anonimato entre las ingentes filas de confoederati, las legiones de extranjeros apostadas de mala gana en las fronteras norte y este del imperio, casi desmoronadas. Aquí, se hallaban a salvo de la atención o el interés de Orestes, quien había asumido al mando supremo de todas las fuerzas militares del Imperio romano de Occidente después de la muerte de Ricimero, aunque no escapaba a Odoacro la ironía de que la legión a su mando era una de las que había destruido su reino esciro apenas una docena de años antes. Aquí, en las llanuras barridas por el viento del valle del Danubio, casi en el mismo emplazamiento de su antiguo hogar, patrullaba una región que comprendía cierto número de pequeños establecimientos comerciales y guarniciones fronterizas, al mando de una legión incompleta de germanos poco adiestrados y esciros veteranos, además de un puñado de tropas de caballería reclutadas Dios sabía dónde, pues apenas podía entender el fuerte acento latino de aquellos diminutos jinetes de piel oscura que afirmaban proceder de una remota región de Asia Menor, a los que había heredado tras llegar a esta tierra familiar pero melancólica.

La capacidad combativa de sus tropas era escasa. Los esciros eran los únicos soldados avezados, si bien eran leales a Odoacro en extremo, pues sentían devoción por el jefe que les había convertido en una fuerza de combate efectiva de su tribu tantos años antes. No obstante, estos hombres eran pocos en comparación, apenas varios cientos, una pequeña proporción de la Décima, y la mayoría se estaban acercando a la edad de la jubilación. De las demás tropas de Odoacro, los germanos eran jóvenes y fuertes, pero solían estar más borrachos que sobrios, y no estaban interesados en la disciplina y la instrucción que Odoacro intentaba imponerles. En cuanto a los jinetes de Calada (o Pisidia, Bitinia, o de dondequiera que dijeran ser), estaban satisfechos con entrenarse solos, a lomos de sus andrajosos pero robustos ponis, y en tanto fueran leales y competentes, Odoacro permitía que emplearan sus métodos. Onulf era el responsable de una cohorte mestiza de esciros y germanos, a quienes manejaba bien. Y los comandantes de las otras tres cohortes de Odoacro exhibían diversas pero adecuadas aptitudes.

No obstante, la incompetencia de los confoederati no parecía despertar la alarma de los superiores de Odoacro, ni en el centro de mando del Danubio en Lauriacum, ni mucho menos en el cuartel general de Roma, pues en años recientes la región del Danubio había llegado a ser tan yerma y despoblada que hasta los invasores del norte (tribus germanas no asimiladas, desalentados restos de los hunos, bandas de asaltantes eslavas) parecían evitar la zona. Los pueblos del río carecían de interés para los atacantes, las granjas y propiedades eran apenas más ricas que las aldeas, y lo poco que había de valor en la región estaba protegido de manera adecuada, aunque esporádica, por la legión de Odoacro. Por lo tanto, pese a la falta de experiencia y capacidad global de la unidad, poco peligro corría de ser atacada, al contrario que las unidades acosadas del Rin, y en consecuencia escapaba a la atención de los oficiales de mayor rango.

Y debido a esa falta de retos, tanto de enemigos como del mando superior de Roma, la Décima funcionaba de manera autónoma, tal como Odoacro prefería. Porque pese a su duro trabajo, y al apoyo leal de Onulf y sus esciros, le dolía el corazón. Su mente estaba poblada de fantasmas que le acosaban, las voces de su nación huna, de sus súbditos esciros enterrados en el pantano y los bosques, prácticamente ante la puerta de su tienda, de las tropas romanas que había conducido a la batalla hacía poco, todos los cuales estaban perdidos, muertos para él. Durante los cuarenta y cinco años de Odoacro, no había logrado otra cosa que sobrevivir, y la supervivencia carecía de significado cuando había sido a costa de tantas muertes, de la pérdida de amigos y familiares, de ciudades enteras que dependían de él. Veinte años antes había sido un príncipe huno y comandante de una unidad de élite de jinetes de las llanuras. Ahora, cansado y cubierto de cicatrices, había perdido a casi todos los hombres con los que había cabalgado. Aunque todavía era un comandante, lo era de una chusma de extranjeros y mercenarios en una tierra que había sido suya, pero que ahora era ajena. Y el hombre culpable de sus desdichas, de la destrucción de sus ambiciones, de la muerte de su padre y su abuelo, este hombre, Orestes, seguía con vida y, según todas las informaciones, prosperaba felizmente. Odoacro sabía que el demonio de la amargura y la venganza le estaba devorando. De hecho, recordaba con frecuencia la conversación que había sostenido con Severino sobre este tema, tantos años atrás. Pero sin duda aquel hombre santo ya estaría muerto. Al menos, Odoacro no había oído hablar de él desde su regreso a estos parajes, aunque debía admitir que no había hecho el menor esfuerzo por localizar al ermitaño, porque eso significaría aventurarse de nuevo en las regiones deprimentes del pantano y de sus propios recuerdos.

Onulf observaba las acciones de su hermano en silencio, consciente de que dicha actitud solo podía perjudicar las perspectivas de futuro que Odoacro pudiera albergar. De hecho, Onulf hablaba a menudo con Odoacro de sus preocupaciones. Estas se habían acrecentado en el curso de los últimos meses debido a las noticias llegadas de Roma, noticias de mal agüero para los hermanos. El circo del nuevo liderazgo de Roma desde la muerte de Olibrio y la abdicación de Glicerio daba la impresión de haberse estabilizado por fin. Esto significaba que pronto terminarían las distracciones entre los escalones superiores del ejército, y el alto mando empezaría de nuevo a prestar atención a las amenazas contra las fronteras y los despliegues. Más todavía, les había llegado la noticia de que Orestes había reunido a casi todas las cohortes urbanas y legiones de Italia para marchar contra Rávena, un descarado desafío al pretendiente Julio Nepote, quien había huido al exilio. No hacía falta un genio militar para darse cuenta de que, con las guarniciones domésticas ocupadas en la defensa contra posibles represalias, pronto serían llamadas y desplegadas de nuevo unidades remotas, con el fin de asegurar la vacilante lealtad de otras ciudades italianas y la protección de Orestes del ofendido León.

Era solo cuestión de tiempo, dijo Onulf a su hermano, que hasta las mal consideradas unidades de confoederati del Danubio recibieran la orden de trasladarse, y Orestes y el alto mando empezarían a planificar y evaluar las capacidades de la tropa, no solo en términos de recursos humanos y armamento, sino de la capacidad de liderazgo de sus comandantes. Y una vez más, el nombre de Odoacro acudiría a la mente del comes. Si bien no existía lugar más anónimo en la tierra que las legiones romanas, cuando el alto mando estaba distraído con maniobras de poder en la capital, no había lugar más desprotegido en tiempos de guerra. Y las señales de que esto ya estaba sucediendo, de que León enviaría su ejército a Occidente para restaurar a Nepote, eran cada vez más claras. Como anticipándose a esta acción y obligar a León a intervenir, al precipitar la veloz huida de Nepote, Orestes había instaurado de inmediato en el poder a su hombre de confianza. Apenas habían entrado las cohortes urbanas en Rávena y ocupado el palacio del emperador, así como los edificios gubernamentales, Orestes había convocado una asamblea popular en el enorme foro de la ciudad y anunciado el nombre del nuevo emperador del Imperio romano de Occidente, el descendiente de una larga y distinguida dinastía de nobles y cónsules romanos.

Rómulo Augusto, el perplejo vástago de quince años de Orestes.

El nombramiento del muchacho como emperador asombró a las tropas. Era un golpe de tal codicia y nepotismo sin disimulos, que todos los hombres de las filas, incluso los leales a Orestes y al mando supremo romano, se sintieron indignados.

En Rávena, Orestes procedió con diligencia a sosegar a sus poderosas cohortes urbanas con un enorme donativo de oro saqueado de los cofres de Nepote, que había huido de la ciudad abandonando el tesoro traído como regalo de León, tan solo unas semanas antes. Con dinero en la mano, las tropas de la capital aceptaron el nombramiento a regañadientes. Orestes se instaló en el palacio del emperador de Rávena para garantizar la permanencia y seguridad de la nueva posición de su hijo, y de, su legado histórico, aparte de planear la defensa del ataque que, sin duda, llegaría desde Constantinopla.

Sin embargo, ningún donativo se ofreció a los confoederati germanos de las remotas guarniciones del Danubio. Era tradición que el donativo de un emperador se repartiera entre todas las tropas, ya fueran esciras, sirias o de origen romano, no solo entre las unidades más visibles por estar apostadas en la capital, Roma. El ascenso de Rómulo al poder ya fue calamitoso, pero la injusta distribución del donativo (cantidades inmensas para algunas unidades, y ninguna para otras) fue motivo de indignación.

Vagas amenazas de rebelión circularon entre las tropas, flotaron planes ominosos en el aire, pero ninguno pareció tomar cuerpo, ningún hombre dio la impresión de poder canalizar la rabia hacia una acción concreta. Mientras Odoacro caminaba entre las hogueras de cocinar y las cabañas de invierno por las noches, los hombres guardaban silencio cuando se acercaba. Daba la impresión de que las conversaciones se interrumpían de repente ante su presencia, preguntas sin respuestas colgaban en el aire. Debido al lejano nombramiento de un emperador niño, el vínculo entre Odoacro y sus hombres, el vínculo de lealtad y devoción que databa de hacía años, se tensó. El lazo de confianza se hizo tenue, una barrera erigida entre ellos. Los hombres miraban a Odoacro con aire inquisitivo. ¿Era todavía uno de los suyos? ¿Compartía su rabia contra el nombramiento de Rómulo como comandante en jefe? ¿O estaba de parte de Orestes? ¿Apoyaba al emperador niño? ¿Les había traicionado (no, la palabra traición era demasiado fuerte), les había engañado, fingido ser un hombre que, debido a sus particulares ambiciones, estaba dispuesto a consentir un fraude contra el prestigio de las legiones, contra su seguridad y supervivencia?

Las preguntas exigían una respuesta, pero Odoacro, en su aturdimiento, parecía incapaz de hacerlo. Onulf no podía extraerle una respuesta, apenas podía convencer a su hermano de que se quedara quieto un momento para entablar conversación. Odoacro continuaba trabajando, de día y de noche, como si no pasara nada. Lo que, en el pasado, había cimentado la lealtad de sus hombres (los incansables esfuerzos en su favor, su disposición a ocuparse de cualquier tarea, por servil que fuera, su impaciencia por luchar en la vanguardia y arrostrar cualquier peligro), ahora se había convertido en una barrera, un impedimento para pensar, para planificar, para responder. Daba la impresión de que Odoacro estaba poseído por el demonio de la actividad incesante, tan frenéticos eran sus esfuerzos, sus movimientos físicos, sus viajes. Las preguntas de las tropas fueron en aumento y su moral disminuyó, al parecer en proporción directa a la cantidad de sus esfuerzos. Hombres que le habían seguido fielmente durante años, que habrían sacrificado sus vidas a la menor amenaza contra la suya, ahora dudaban. Y Odoacro continuaba sin ofrecer respuestas.

Y debido a la negativa de Odoacro a escuchar las advertencias de su hermano, Onulf se vio obligado a empezar a considerar opciones de su propia cosecha. Su cerebro empezó a trabajar por los dos, y se convirtió en la imagen inversa de su hermano, silencioso, melancólico, temeroso de la noche, rechazando el sueño en lugar de darle la bienvenida. Los hombres empezaron a hablar del extraño comportamiento de los dos hermanos, de las diferencias que habían empezado a aparecer entre ellos, de que tal vez los conflictos internos y las tensiones que estaban presenciando desde lejos entre los altos mandos de Roma se reflejaban en su microcosmos, en el conflicto local entre los dos líderes de la legión.

Los hombres observaban y se hacían preguntas, y empezaron a perder la confianza en sus jefes, en sus exigencias y desafíos. Y mientras Odoacro perdía la confianza de su legión, la legión empezaba a perder el rumbo.

Tras la última inspección de los puestos avanzados fronterizos, Odoacro terminó temprano sus rondas, y casi sin pensarlo se desvió con su caballo de la ruta principal paralela al río, en dirección a las ruinas de la antigua capital escira. Era un trayecto que había evitado durante mucho tiempo, pues estaba atormentado por sus recuerdos juveniles. El emplazamiento era ahora un montón de cascotes y troncos carbonizados, fríos e inanimados, habitados solo por jabalíes y el bosque usurpado. Supo de inmediato que la visita había sido una equivocación. En cuanto llegó, su mente se llenó de visiones del pasado, de pesar por lo que podía haber hecho, por lo que no había logrado hacer. Las ruinas estaban desiertas, pero habitadas por espíritus, por recuerdos a medio formar. Dondequiera que fuera notaba ojos clavados en él, aunque ninguno era visible, y voces que le llamaban, aunque no se oía ninguna. Encaminó su caballo hacia el gran pantano y se detuvo en el borde, reticente a continuar adelante por temor a extraviarse o, quizá, encontrar lo que no deseaba ver. Entonces, dio media vuelta, pues no quería pensar más en aquellas cosas, ni volver a visitar aquel lugar.

A la mañana siguiente, justo cuando las cornetas despertaban a las tropas, una llamada a la puerta le despertó de su sueño, aturdido y de mal humor. Se incorporó con un gruñido, se frotó los ojos y se pasó la mano por el pelo.

—¿Qué pasa? —rezongó.

Onulf abrió la puerta, se quedó un momento en la entrada para adaptar sus ojos a la oscuridad, y después habló sin alzar la voz.

—Hermano —dijo, mientras miraba hacia atrás, a la zona iluminada del vestíbulo—, hay un visitante que desea hablar contigo. Un anciano. Dice que te conoce.

Odoacro se derrumbó sobre su almohada con un gruñido, al tiempo que se tapaba los ojos con los brazos. Todos los desconocidos que solicitaban audiencia con él afirmaban «conocerle», y tal vez era cierto. Este hombre tal vez habría intercambiado saludos con Odoacro durante un desfile en Roma, o le habría vendido una naranja cuando atravesaba una ciudad de provincias. Una simple mirada se habría convertido, a los ojos del desconocido, en una relación personal. O quizá se trataba tan solo de alguna autoridad de la zona que quería un salvoconducto para atravesar el territorio de la guarnición. Odoacro suspiró y se sentó, y después miró a Onulf con impaciencia.

—Bien, hazle entrar.

—No puedo —contestó Onulf—. Se ha quedado al borde del campamento y se niega a entrar, y también a marcharse hasta que no accedas a verle.

—Pues deja que se pudra ahí, a mí me da igual.

Onulf asintió y se dispuso a marchar, pero Odoacro le detuvo de repente.

—Onulf.

Su hermano se volvió.

Odoacro hizo una pausa antes de continuar, mientras observaba su aliento helado en el aire frío, incluso dentro de la cabaña.

—Hace mucho frío fuera.

—Terrible. He dado permiso a los centinelas para encender fogatas.

—¿Por qué se niega el viejo a entrar en el campamento?

Onulf sacudió la cabeza.

—Dice que no está acostumbrado a la gente. Que ha vivido solo durante muchos años, y que la gente, sobre todo los soldados, le pone nervioso. En su favor, puedo decir que parece muy santo.

Odoacro reflexionó, y una idea empezó a formarse en su mente.

—¿Cuál es su apariencia? —preguntó.

Onulf se encogió de hombros.

—Pelo ralo, barba larga. Su túnica está tan podrida y remendada que es indescriptible. Le daré un poco de pan y le diré que se vaya. Puede que sea un lunático.

—No —contestó Odoacro—. Iré yo.

Aún vestido de pies a cabeza de la noche anterior, se levantó y se calzó las botas que había dejado al pie de la cama, y después se puso la capa que había tirado sobre una silla.

—¿Te acompaño? —preguntó Onulf.

—No. Volveré antes del desayuno.

Odoacro parpadeó cuando salió a la luz, atravesó el vestíbulo y salió.

Se estremeció cuando el frío viento atravesó su capa de lana militar, y para calentarse hizo girar los brazos deprisa y aceleró el paso. El trayecto hasta el portón le llevó tan solo unos momentos, y lo atravesó sin detenerse, no sin saludar con un cabeceo a los soldados acurrucados junto a las hogueras a ambos lados de la entrada. Sin embargo, miró a su alrededor y no vio a nadie más. Perplejo, se volvió hacia los guardias.

—¿Habéis visto al anciano que preguntaba por mí?

Uno de los guardias señaló hacia un bosquecillo cercano.

—Dijo que te esperaría allí. Parecía cansado. Supuse que su campamento estaría allí.

Odoacro caminó sobre la tierra helada hacia los árboles, pues sabía que rodeaban un riachuelo cenagoso donde sin duda habría acampado el hombre, si el agua no se había helado. Sin embargo, al llegar a la orilla del río no encontró señales de vida y se quedó perplejo, mientras se preguntaba dónde más podía mirar.

—¿Tus heridas han curado bien?

Odoacro se volvió. La voz parecía proceder de detrás de él, y pese a su ronquera, la habría reconocido en cualquier parte.

—¿Severino? ¿Dónde estás? No juegues conmigo.

Una risita surgió de la base de un árbol situado a su derecha, y al acercarse más vio al anciano acuclillado en la misma postura que le había visto tantas veces en la cueva cercana a la antigua ciudad escira, a la vista de todo el mundo y vigilante, pero invisible, como un animal del bosque. Su ropa, incluso la piel que se veía, era del color de la tierra o de la corteza del árbol que tenía detrás, y su pelo y barba parecían fundirse con las hojas y ramitas circundantes. Solo sus ojos brillantes se destacaban de su entorno, pero si los cerraba, para dormir o meditar, era casi invisible. Odoacro le observó un momento.

—¿Te niegas a entrar en mi campamento, viejo amigo? ¿Te escondes de mí?

Severino sonrió, sin dientes y cansado, pero sus ojos destellaron.

—¿Esconderme? ¿Me escondo? Mi cueva está a unas pocas millas de aquí. Te vi ayer cuando patrullabas, pero te marchaste, sin querer presentarte ante mí. No soy yo quien se esconde. Yo estoy siempre al alcance de los que me buscan.

—Me alegro de verte, pero no te buscaba.

—Ah, ¿no? Una vez sí me buscaste, sin saberlo. Te curé cuando estabas enfermo, pero eso careció de importancia. Lo fundamental fue que te impulsé a seguir el sendero de tu destino.

—¿Mi destino? —Odoacro sonrió con amargura—. ¿Es esto mi destino? Perdona que no llore de gratitud.

La sonrisa de Severino se desvaneció.

—Aún continúas perdido. Me han dicho que continúas perdido.

—¿Dónde has oído eso? —preguntó Odoacro irritado.

—¿Imaginas que solo porque tú no vienes a verme, nadie lo hace? Qué presuntuoso.

—¿Peregrinos? —preguntó Odoacro sorprendido—. ¿Has vuelto a recibir peregrinos?

—Sí —contestó el anciano—, y también de tu campamento. A algunos los conocí de jóvenes, como a ti. Me han hablado de tus problemas, de tu movimiento en una dirección dudosa.

—Así que me reprochas no haber ido a verte para que me guiaras de nuevo por el buen camino, ¿eh? ¿Es así? Estoy demasiado ocupado para eso, amigo mío. Y tú morirás congelado si no entras y te calientas.

—No te hago reproches. Te elogio. Has venido a buscarme.

—¿Que yo qué?

—No tenías que abandonar tus deberes, venir a este bosque helado en busca de un viejo ermitaño. Pero lo has hecho, y te lo agradezco. No estás perdido del todo. Por más que un hombre se haya apartado de su destino, por más que se haya alejado de su camino, si aún desea volver a encontrarlo no está perdido del todo.

Odoacro desvió la vista hacia el sol frío y estéril, todavía bajo en el horizonte, pero que empezaba a filtrarse débilmente entre los árboles. No tenía paciencia para hablar en clave, ni para seguir la corriente a un viejo.

—Las noticias que has recibido de mí son erróneas —replicó con un suspiro—. No me muevo en una dirección dudosa. No voy en ninguna dirección. Floto en posición vertical, como hice en el pantano el día que me encontraste, y así lo prefiero. He perdido: batallas, camaradas, oportunidades de vengarme, todo excepto la vida. ¿Qué dirección esperas que tome?

Severino le miró inexpresivo. Después, apartó la vista y se estremeció en su delgada capa.

—Acompáñame a la guarnición —continuó Odoacro—. Tomarás un baño caliente y desayunarás, y mi intendente llenará tu bolsa de galletas para tu viaje de regreso…

—¿Recuerdas la parábola de los criados y los talentos? —le interrumpió Severino.

Odoacro le miró sin comprender.

—¿Parábola? Perdona, pero no la recuerdo. Ya sabes que no soy un hombre religioso. Cuando has visto lo que yo he visto, cuesta creer en Dios.

—Ah. —El anciano asintió y guardó silencio, mientras Odoacro continuaba mirándole.

—¿Severino?

El hombre levantó la vista con una expresión confusa, como si acabara de despertar. Concentró su mirada en Odoacro y sonrió.

—Habla, hijo mío.

Odoacro suspiró, poco dispuesto a disimular su exasperación.

—Has caminado millas con este frío para verme, ¿y ahora deseas recitar las Escrituras? ¿Los criados y los talentos, has dicho?

Los ojos de Severino se nublaron de confusión un momento, y después sonrió al recordar la referencia.

—¡Sí, el libro de san Mateo! Una parábola maravillosa, maravillosa. ¡Gracias por recordármelo! Los cuatro criados y los talentos de oro.

Odoacro asintió resignado. La verdad era que poco tenía que hacer en la guarnición, y el anciano le había salvado la vida en una ocasión. Lo menos que podía hacer por él era escucharle durante una hora. Se acuclilló, extrajo un pedazo de pedernal del bolsillo de la capa, junto con un fragmento de yesca. Lo frotó contra el cuchillo hasta que saltaron chispas y arrojó un puñado de ramitas y corteza a la pequeña llama, y mientras prendía, se alejó un momento para recoger ramas más grandes. Al cabo de unos momentos había encendido un fuego chisporroteante, y Severino suspiró de satisfacción, mientras se frotaba las manos para calentarlas y se apoyaba contra el árbol. Odoacro atizó el fuego con un palo, y después se acomodó también con un codo apoyado sobre el suelo helado, de cara al anciano.

—Cuéntame la parábola, amigo mío, o recuérdamela, porque sin duda ya me la habrás contado antes. Casi siempre recuerdo aquellos días como si fuera un sueño. El dolor, las drogas que me diste… apenas puedo diferenciar lo que me dijiste de lo que son simples imaginaciones.

El anciano asintió.

—Y tal vez, al final, escasa es la distinción entre ambas cosas, porque gran parte de lo que digo es fruto de mi imaginación. Muchos años de vivir solo consiguen que cueste distinguir entre imaginación y realidad, entre necesidad y deseo, a veces incluso entre vida y muerte. En ocasiones pensaba que habías muerto, de tan inmóvil que estabas. Pero un parpadeo o una herida que sangraba me decían que habías pasado de un lado al otro.

—Yo también experimento la sensación de haber muerto muchas veces. O mejor todavía, de haber vivido muchas vidas. Una vez viví como huno, después como príncipe esciro. En los últimos tiempos he sido romano, pero ya no lo siento. No puedo decir lo que soy. Añoro muchas cosas de los días en que era huno y creía que gobernaba el mundo: la confianza, la certidumbre de saber qué camino debía seguir. Todo estaba claro, y ni siquiera temía a la muerte. Ahora, por lo visto, el mundo sigue adelante, indiferente a lo que un hombre haga o deje de hacer, y es absurdo decantarse por lo que sea, pues al final solo consigue aumentar sus sufrimientos y, como culminación de su vida, muere. Irónico que la muerte sea la culminación de la vida, ¿no? Tal vez debería hacerme ermitaño también. No me cabe duda de que sería mejor que tú, Severino.

El anciano enarcó las cejas.

—Te deseo lo mejor, pues, porque no hay que tomar ese camino a la ligera. Te ruego que expliques a este obtuso anciano cómo llegarías a ser un ermitaño tan bueno.

Odoacro sonrió.

—Ay, no es nada que hayas hecho tú, viejo amigo, pues tus actos son intachables. Se trata de tus intenciones, pues aunque también son intachables, tal vez incluso santas, considero que son demasiado inocentes. Inocentes hasta el punto de ser inútiles. Pese a tu avanzada edad, Severino, todavía no has aprendido la lección de la inutilidad. Has llevado a cabo un gran esfuerzo para verme esta mañana, por lo tanto está claro que no comprendes lo inútiles y nimios que son los esfuerzos de un hombre.

Severino le miró en silencio durante un largo momento, y después desvió su vista hacia el horizonte, hacia la fría luz del sol, el rostro relajado, henchido de gozo, y Odoacro pensó al mirarle que, si los santos existían en la tierra, debían parecerse a Severino.

—Es como un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda —dijo el anciano, y cerró los ojos complacido cuando las palabras centenarias resbalaron de su lengua, sin el menor esfuerzo, como brota una canción de los labios de un niño—. A uno dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno, a cada cual según su capacidad, y se ausentó. Enseguida, el que había recibido cinco talentos, se puso a negociar con ellos y ganó otros cinco. Igualmente el que había recibido dos ganó otros dos. En cambio el que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.

»Al cabo de mucho tiempo, vuelve el señor de aquellos siervos y ajusta cuentas con ellos. Llegándose el que había recibido cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes otros cinco que he ganado".

»Su señor le dijo: "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor".

«Llegándose también el de los dos talentos dijo: "Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes otros dos que he ganado".

»Su señor le dijo: "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor".

«Llegándose también el que había recibido un talento dijo: "Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso tuve miedo, y fui y escondí en la tierra tu talento. Mira, aquí tienes lo que es tuyo".

»Mas su señor le respondió: "Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí; debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver, habría cobrado lo mío con los intereses. Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos. Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el chirriar de dientes".

Severino guardó silencio de nuevo, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios, mientras Odoacro aguardaba paciente. Por fin, convencido de que el anciano se había quedado dormido, le dio un suave empujón.

—Severino, ¿no dijiste que había cuatro criados? ¿Qué fue del cuarto?

Severino abrió un ojo y miró a Odoacro.

—Ah —dijo—. ¿Has pensado en la suerte del cuarto criado?

—Severino, no había cuarto criado en esa parábola.

El anciano se mordisqueó el labio un momento en silencio.

—Pero ¿y si lo hubiera habido? —dijo por fin—. ¿Y si le hubieran entregado, digamos, tres talentos, que invirtió con diligencia como los dos primeros criados, pero perdió todo el dinero y no pudo ofrecer nada a su amo? En ese caso, su comportamiento habría sido peor todavía que el del criado que enterró el dinero. ¿Qué le habría hecho el amo?

Odoacro reflexionó.

—Supongo que, como el hombre que enterró el dinero fue condenado por su amo, el cuarto criado habría sido ejecutado al punto.

—No —contestó Severino—. No creo que le hubieran ejecutado, ni siquiera condenado, como al tercer criado. Sospecho… No, creo, teniendo en cuenta lo que sé del Amo, que habría sido ensalzado y se le hubiera concedido otra oportunidad, para aprender de sus errores y obrar el bien.

Odoacro le miró perplejo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó por fin—. Dios no recompensa a los malos inversores.

Severino negó con la cabeza.

—No, hijo mío. Dios protege a quienes aprovechan las oportunidades que se les conceden. Las oportunidades son bendiciones, como la buena salud, una esposa fiel o el vino que nos alegra. Aceptar oportunidades implica fracasar de vez en cuando, quizá con frecuencia, porque los hombres son falibles y la fe débil. No obstante, son bendiciones.

—No puedo creer que Dios se alegre del fracaso.

—No se alegra del fracaso, sino del intento. Aceptar una oportunidad implica tener fe en Dios, en la munificencia de Sus dones. Implica gratitud por Su generosidad, amor por Su misericordia. Pero no aceptar una oportunidad, ni siquiera intentarlo, significa lo contrario: una falta de fe, un alejamiento de Dios, a la postre un orgullo y una arrogancia heraldos de que no confiamos en los dones que Dios deposita en nuestro regazo. Nosotros, como hombres, sabemos más que Él, confiamos en nosotros más que en Él. De ahí el castigo del tercer criado, que ni siquiera lo intentó. Pese a su, en apariencia, humilde disculpa, y la devolución del único talento, ese criado fue el más arrogante y desafiante de todos. Fue tímido y timorato con sus dones, y por tanto los desaprovechó. Ese criado merecía el castigo.

—Pero el cuarto criado perdió los recursos de su amo… —interrumpió Odoacro.

—Pero no los desaprovechó —continuó el anciano—. Aceptó la oportunidad, corrió el riesgo, invirtió de buena fe… y los perdió.

—Tal vez era un estúpido.

—Tal vez, pero eso no es un pecado. Dios no castiga la estupidez. Castiga el orgullo, la falta de resolución y la timidez. El orgullo y el miedo son con frecuencia uno y el mismo.

Odoacro reflexionó sobre estas palabras.

—¿Y has venido para decirme esto? Anciano, sean o no ciertas tus palabras, tu devoción me ha levantado los ánimos. Ven. No puedes quedarte aquí, acampado al frío, sin comida. Te daré un camastro en mi propia habitación esta noche, y mañana hablaremos de dónde te puedes instalar. Habrá más días fríos. Enviaré algunos hombres a tu cueva para que recojan tus cosas.

Severino negó con la cabeza.

—No deseo molestar a tus hombres.

Odoacro se levantó y sacudió su capa.

—En ese caso, yo iré allí por la noche con algo de cenar.

Severino se encogió de hombros.

—Como desees —se limitó a decir.

Aquella noche, Odoacro siguió el antiguo sendero que corría junto al borde del pantano, con un par de hombres y una mula. Sabía que todas las posesiones de Severino cabrían en un bolsillo de su túnica, y que no costaba nada transportar al anciano a lomos de una mula hasta la guarnición de legionarios. No obstante, habría sido grosero demostrar que era consciente de la pobreza y debilidad del anciano, y por eso se llevó a los dos hombres. No obstante, cuando llegaron a la cueva, Severino no estaba. Un par de sobresaltados peregrinos que descansaban y rezaban en el rústico refugio afirmaron no haberle visto desde primera hora de la mañana, pero comentaron que a menudo desaparecía durante días, cuando hacía la ronda de las aldeas cercanas.

Odoacro y sus hombres esperaron unas horas en la cueva sin que el ermitaño apareciera, y después, decepcionados, regresaron a la guarnición. Odoacro decidió hacer caso omiso de Severino y de sus excéntricos desplazamientos y discursos, convencido de que eran distracciones propias de un hombre tal vez santo, pero sin duda medio loco. Sin embargo, no podía alejar de su mente las palabras de Severino, y se pasó la noche en vela, meditando sobre ellas.

Talentos… ¿Cuáles eran los talentos de Odoacro? ¿Qué riesgos corría? ¿Dónde podía invertir sus recursos, qué pérdidas debía evitar? Sentado en su habitación, y mientras reflexionaba sobre sus acciones de los últimos años, los cambios y acontecimientos que habían provocado, la cabeza le dio vueltas, pero por una vez no fue para zambullirse en el caos o en la inercia, sino para alcanzar una sorprendente lucidez. Palabras y pensamientos se solidificaron, las opciones empezaron a diferenciarse de lo que solo eran vagos presentimientos. El estado de ánimo cada vez más hostil de la guarnición, las advertencias de Onulf, los murmullos de los hombres, los rumores que llegaban desde Rávena acerca de un nuevo despliegue… Todo empezaba a adoptar una pauta, una pauta que había descuidado durante muchos meses, pero que ahora le impelía a actuar. Las palabras de Severino le aguijoneaban: ¿dónde estaban sus talentos, qué había escondido bajo tierra durante los últimos años?

Emergió de sus pensamientos al cabo de muchas horas, se acercó a la ventana de su cabaña de mando y miró fuera. A juzgar por el ángulo de la luna y los sonidos del campamento, sabía que pasaba de la medianoche. No obstante, aunque pareciera extraño, se sentía como nuevo, incluso pletórico de energía, y cuando se volvió hacia la habitación, experimentó la sensación de haberse quitado un gran peso de encima, como si los fantasmas que le habían estado agobiando desde su llegada a esta tierra embrujada hubieran perdido el poder de oprimirle. Sonrió, pero no era la sonrisa de haber tomado una decisión, porque no había tomado ninguna. No sabía lo que iba a hacer, ni siquiera había tenido tiempo de considerar o identificar sus opciones, de analizar la situación, de comentar los acontecimientos de Roma y de la guarnición con su hermano. Su sonrisa no era resultado de haber hecho algo, porque era demasiado pronto para eso.

Su sonrisa era resultado de saber que tenía una oportunidad, y que Dios bendeciría su intento de aprovecharla. Apenas sabía cuál era (en realidad, era más una vaga sensación que una verdadera certeza), pero sabía que la oportunidad existía, que era preciso entrar en acción, y que lo iba a hacer. No era la certeza de que iba a hacer algo concreto lo que henchía su corazón, porque se trataba de una fase demasiado avanzada para él en este momento, sino de que iba a hacer algo.

Incapaz de dormir, desechó la cama y volvió a su silla, convencido de que el punto muerto había sido superado. Tanto si presentaba a su Amo el doble de lo invertido como una pérdida irreparable, sus esfuerzos recibirían la bendición.

3

Qué pasa ahora, Gilimero? ¿Qué quieren los hombres?

Orestes lanzó una mirada hostil a su lugarteniente, el tribuno con el que había conducido a las legiones desde Roma hasta Rávena, la capital del norte de Italia, con el fin de derrocar a Julio Nepote. El viaje apenas había durado dos semanas y no había sido necesario asediar la ciudad, porque Nepote había huido como un perro al otro lado del Adriático, a la protección de las tropas de León. Había sido causa de gran celebración entre las tropas de Orestes. No obstante, desde la ocupación de Rávena, el descontento hervía a fuego lento entre las tropas.

Gilimero clavó la vista en la inmensa sala de justicia vacía del emperador. Orestes se había proclamado presidente de la magistratura, y luego se había reunido con las principales autoridades, ciudadanos y comerciantes de Rávena para reforzar su autoridad, vinculando el cargo a las posiciones cruciales de hombres en cuya lealtad podría confiar. La primera semana de Orestes en Rávena había concluido, y había despedido al último peticionario unos minutos antes. La sala estaba desierta, la luz que entraba por las inmensas claraboyas del techo había menguado, y no se habían encendido antorchas ni velas en el interior. Gilimero apenas veía nada en la tenebrosa estancia, pero avanzó con paso lento y acompasado por el pasillo hasta el magnífico estrado de la parte delantera, donde sabía que Orestes estaba sentado.

—Hace tres días que intentaba reunirme contigo, comes —dijo con calma Gilimero, y su voz resonó en las columnas de mármol y las paredes de mosaicos como si estuviera en una caverna. Las botas militares de suela gruesa resonaron también en el suelo mientras andaba—. Los hombres están impacientes.

—¿Y por qué? —La voz de Orestes le llegó con brusquedad desde las sombras—. El mismo día que entramos en Rávena, antes de que hubiera transcurrido una hora, anuncié un donativo para los hombres mayor del que habían recibido de cualquier emperador anterior, y durante los últimos años los hombres han recibido muchos. Cinco libras de oro prometidas a cada centurión. ¡Cinco libras! ¡Y la mitad de eso para cada soldado raso! ¡En generaciones anteriores, si un soldado recibía una parte de tal premio, aunque fuera una sola vez a lo largo de su carrera, moría feliz! Ahora, ¿qué ocurre? Las legiones de mercenarios germanos analfabetos exigen hercúleas recompensas cada seis meses, o amenazan con amotinarse. Las únicas personas felices de Rávena son las putas. ¿No te puse al mando de las cohortes urbanas, tribuno?

—Sí, comes —contestó Gilimero, que continuaba avanzando con parsimonia.

—Eso incluye la disciplina, ¿no?

—Sí, mi señor.

—Bien, pues ¿dónde está su disciplina? Párate ahí. Puedes sentarte en el banquillo de los jurados.

El rítmico resonar de los pasos de Gilimero cesó. Miró a un lado y descubrió un banco de mármol de respaldo recto en la primera fila de la sala en forma de anfiteatro, cada asiento separado por un apoyabrazos muy trabajado. Gilimero se desvió del pasillo y tomó asiento con frialdad, posó una pierna sobre el apoyabrazos y miró el rostro furioso de su líder, a quien veía ahora mirándole desde el estrado a la tenue luz.

—Eres de sangre germana —dijo Gilimero con serenidad—, al igual que yo, y aunque vinculaste por matrimonio con la nobleza romana, opino que eso no cambia tu ascendencia.

—Continúa.

—También opino que la disciplina funciona en ambos sentidos.

Siguió un largo silencio, mientras Orestes contemplaba al soldado veterano arrellanado con insolencia en el banco, delante de él.

—¿Te das cuenta, tribuno Gilimero, de que tus palabras rozan la traición? Tal vez uno o dos años en galeras mejorarían tu actitud. Mis guardias están al otro lado de la puerta.

—También los míos, general. Puede que tus guardias te obedezcan, pero puede que los míos me obedezcan a mí. O viceversa. Sugiero que no les mezclemos en nuestra conversación. El resultado no quedaría claro. Ya es mi tercera opinión de la noche. Es hora de avanzar en la conversación.

Una vez más, Orestes miró a su subordinado en silencio. Por fin, volvió a hablar.

—No soy yo quien se anda con rodeos. Las primeras palabras que te dirigí fueron: «¿Qué quieren los hombres?».

Gilimero le devolvió con calma la mirada.

—Los hombres creen que no se les trata con justicia.

—¡Que no se les trata con justicia! —rugió Orestes—. ¡Disfrutaron de un plácido paseo de dos semanas desde Roma, entraron en Rávena sin sufrir ni una sola baja, y se les entregó el más grande donativo de la historia del Imperio romano! La tesorería está vacía… ¡Es a mí a quien no están tratando con justicia! ¡Ahora soy más pobre que Nepote, que ha sido empujado al exilio!

Gilimero asintió.

—Es posible, pero todo es relativo. Las tropas han observado que sus camaradas de otros puntos del imperio, sobre todo los confoederati de África e Hispania, han recibido concesiones de tierras. Inmensas concesiones de tierras, en algunos casos distritos y provincias enteros, que podrán administrar con autonomía. Es este…

—No seas estúpido, Gilimero —interrumpió Orestes—. ¿No has explicado a los hombres que las concesiones de tierras fueron utilizadas en esos lugares, antes que dinero, solo porque los administradores romanos de esas lejanas provincias no tienen acceso a grandes cantidades de oro y plata? La tierra abunda, el efectivo no.

—No obstante —continuó Gilimero—, las tropas han decidido que prefieren la tierra al dinero. Sobre todo nuestras tropas de origen bárbaro, para quienes la riqueza ha sido más apreciada tradicionalmente en forma de tierra y propiedades que en monedas. El oro les sirve de poco.

—¡Demonios, Gilimero, si no quieren dinero, diles que compren tierras con él!

—No es tan sencillo, general. Tales adquisiciones serían por necesidad una solución de compromiso, y encima cara. Una parcela aquí, una granja allí, aisladas unas de otras. Eso no es lo que los hombres desean.

—¿Qué es, en concreto, lo que desean? —repitió Orestes exasperado.

—Recompensas como las que han recibido sus camaradas de tierras lejanas. Territorio. Autonomía.

La cara de Orestes se ensombreció de rabia.

—¿Autonomía? Solo los bárbaros pensarían en algo semejante. ¿Se dan cuenta de en dónde están? ¡En Italia, el corazón del imperio, territorio de Roma durante mil años! No estamos en alguna duna de arena abandonada de África, que puede ser cedida a un centurión jubilado con igual facilidad que se abandona o se cede al enemigo. ¡Estamos en Italia! Y quieren…

—Una tercera parte —continuó Gilimero con serenidad.

Siguió otra larga pausa, y a continuación llegó la réplica estupefacta de Orestes.

—¿Qué has dicho?

—Una tercera parte de Italia —repitió Gilimero—. Las tropas consideran que es la recompensa justa por servir bajo…

—¿Por servir bajo mis órdenes? —gruñó Orestes en tono amenazador—. ¡Un germano, como ellos, que ha llegado al pináculo del poder del Imperio romano! ¿Protestan por servir bajo mis órdenes?

—No, señor. No protestan por servir bajo tus órdenes, sino bajo las del nuevo emperador.

—¿Mi hijo? Rómulo Augusto es el emperador más cualificado desde hace una generación, mucho más que Antemio, ese simio de Olibrio que Ricimero nombró, o el cobarde de Nepote. No habría puesto a mi hijo en el trono si no pensara que se lo merece. Tiene…

—Quince años de edad…

—Maldición, ¿es que acaso no sé la edad de mi propio hijo?

—Es una simple marioneta, general. Tú lo sabes, y las tropas lo saben. Los hombres consideran un insulto y una desgracia servir a las órdenes de semejante emperador. Puede que tu donativo haya sido el más generoso de la historia, pero no ha sido suficiente para convencer a las tropas de que sirvan de buen grado a las órdenes de un muchacho cuyas mejillas todavía son imberbes. Exigen más.

—Una tercera parte de Italia.

Gilimero asintió.

—Una tercera parte. Que será administrada de forma independiente por autoridades que elegirán entre ellos a ese propósito.

Orestes lo miró fijamente, con ojos fríos e inexpresivos.

—¿A cambio de lo cual servirán con obediencia a las órdenes de su nuevo emperador, Rómulo Augusto?

Gilimero asintió, y Orestes se reclinó en su asiento.

—¿Una tercera parte de Italia, solo por servir al emperador, tal como juraron hacer cuando ingresaron en las legiones? ¿Una tercera parte de Italia, por mantener una promesa que ya han jurado cumplir?

Gilimero se abstuvo de asentir, pues ya sabía, a juzgar por la tensión de la voz de Orestes, y las pausas largas y escepticas, cuál sería el resultado de la discusión. Se puso de pie y volvió al pasillo central.

—¿No esperas a saber mi respuesta? —preguntó Orestes, mientras Gilimero se disponía a salir de la sala—. ¿Te vas sin escuchar mis propuestas para lidiar con estos disidentes, con estos imbéciles reblandecidos y castrados que desean violar y saquear Italia, tal como sus compatriotas han hecho ya en África e Hispania? ¿No deseas escuchar…?

—No necesito escuchar tu respuesta. Ya la sé.

—¡Desde luego! —rugió Orestes, al tiempo que se levantaba del trabajado trono de magistrado sobre el que había estado sentado—. ¡Desde luego!

Gilimero salió de la sala sin mirar hacia atrás.

—¡Diles que se vayan al diablo! —bramó Orestes—. ¡Que esa es mi respuesta! Una turba no me amilanará. ¡En nombre del emperador Rómulo Augusto, di a esos cobardes extorsionadores, a esos matarifes germanos, que se vayan al infierno!

La puerta se cerró con estrépito al salir Gilimero, y Orestes volvió a quedarse en la oscuridad y el silencio de la cámara desierta.

4

Los hombres se han reunido, hermano. Quieren verte.

Odoacro levantó la vista de la silla donde había estado sentado en la oscuridad, delante del brasero. Los postigos de la ventana estaban abiertos lo justo para dejar escapar el humo del carbón, sin que el frío se colara. Aunque la noche estaba avanzada y ya había entrado la segunda guardia, apenas había reparado en el paso del tiempo y hacía horas que no salía, ni siquiera para despedir el día con las tropas. Pocos oficiales se habían dado cuenta, pues Odoacro trabajaba con frecuencia en su habitación, pero Onulf sí, porque su hermano se había mostrado muy pensativo desde que el día anterior fuera a ver a Severino. Cuando Onulf entró en la habitación, observó que Odoacro no había encendido ni una lámpara. Volvió a salir, pidió un poco de sebo a un centinela y regresó.

—Los hombres se han reunido —repitió—. Te esperan.

Odoacro parpadeó a consecuencia de la luz.

—Esta es la rebelión que se rumoreaba desde hacía semanas, ¿no? Desde que Orestes nombró a su hijo emperador. ¿Qué esperan de mí?

—Eres su comandante.

—Soy comandante de una legión romana, y por lo tanto represento la jerarquía del liderazgo, al emperador contra el que se rebelan. Si ellos se rebelan, con suerte conservaré la cabeza intacta. Al igual que tú.

Onulf hizo una pausa.

—Eso no es cierto. Te consideran uno de ellos, no uno de esos bellacos de Rávena. Al menos, ese es su deseo. Para los esciros de la tropa tú eras su príncipe, su gobernante heredero. Para los demás, eres un soldado respetado cuyo honor y carrera han sido insultados, como los de ellos, por el nombramiento de un emperador niño. Esos hombres te han seguido al infierno, y te han seguido hasta esta tierra inhóspita. Continuarán siguiéndote a una palabra tuya. Eso es lo que están esperando.

—¿Esperan que les guíe? ¿Que guíe a una tropa de confoederati mal preparados a rebelarse contra un imperio?

—Ellos harán lo que les dé la gana. La decisión no está en tus manos.

—Ah. Pero hemos de hacer algo, ¿verdad? —replicó Odoacro—. Rechazarles o aceptarles. ¿Servirá de algo? ¿Ya han tomado la decisión? No parece que mi presencia vaya a ser necesaria en esta importante reunión.

Onulf le miró con dureza.

—Puede que no sea necesaria, pero quieren que vayas. Puedes rechazarlos o aceptarlos, como te plazca, pero no puedes ignorarlos.

Odoacro hizo una pausa durante un largo momento, mientras reflexionaba sobre las palabras de su hermano.

—O sea, que tú también me prohibirías esconder esas cosas bajo tierra.

Onulf le miró perplejo.

—¿Qué has dicho?

Odoacro le observó durante un largo momento más, y después una tenue sonrisa acudió a sus labios.

—Nada —contestó.

Se puso en pie con agilidad, cogió la pesada capa de lana de oficial que había dejado sobre una silla cercana, y después, tras pensarlo un momento, se acercó a un pequeño cofre que descansaba sobre el suelo en una esquina, donde guardaba sus distintivos de rango. Lo abrió y encontró de inmediato lo que estaba buscando: la pesada cadena de oro llamada torque, la medalla al valor con la que Ricimero y Olibrio le habían recompensado tras el asedio de Roma.

Cuando se la puso alrededor del cuello, Onulf le miró con curiosidad.

—Nunca te la habías puesto. ¿Por qué ahora?

—Es una reunión importante, al menos eso me has dicho. Tal vez sea mejor hacer gala de mi autoridad. Guíame.

Los hermanos salieron juntos, y vieron de inmediato la enorme hoguera encendida en la plaza central del campamento. Sin decir palabra, se encaminaron hacia ella.

Casi toda la guarnición se había congregado ya alrededor de las llamas, y Odoacro observó que tropas de algunos puestos fronterizos habían acudido también para la ocasión. Esto contravenía las regulaciones militares. Cuando estaban fuera de servicio, los hombres destinados a los fuertes tenían prohibido abandonarlos, salvo por motivos urgentes. En su actual estado de ánimo, no obstante, Odoacro no pudo enfurecerse, de modo que decidió hacer caso omiso de la infracción. De hecho, los soldados desobedientes no intentaron ocultar su presencia, y algunos incluso le saludaron con un cabeceo y sonrieron, como si dieran por sentada su complicidad.

Un hombre estaba acabando su discurso, al tiempo que uno nuevo se levantaba para ocupar su lugar. Odoacro reconoció al dacio Peleo, uno de sus centuriones de mayor rango, el primus pilus de la legión, quien siempre había tenido fama de competente y de lealtad inquebrantable. Odoacro se preguntó a quién otorgaba ahora su lealtad el dacio. ¿Al imperio? ¿A la legión? ¿A Odoacro, como jefe? Onulf y él miraron interesados desde el perímetro del círculo de luz proyectado por el fuego, mientras Peleo se ponía en pie y carraspeaba.

—Hombres —gritó el centurión, alzando la voz para hacerse oír por encima del chisporroteo y el crujido de las llamas, tan altas que los hombres de la primera fila ya estaban congestionados y sudorosos a causa del calor, pese al frío reinante—. Hombres, todos me conocéis. He luchado con las legiones durante veinticuatro años, y tengo esa edad en la que ya se cuentan los días que faltan para la jubilación. He dado al imperio lo mejor de mí, incluso he perdido una oreja por él… —Se volvió poco a poco a la luz del fuego, para que todos pudieran ver la rabiosa cicatriz que serpenteaba sobre un lado de su cabeza y atravesaba una zona blanca y carente de pelo, donde antes había estado la oreja—… y he recibido un agujero en el pulmón.

Se levantó sin pudor la túnica hasta el cuello para exhibir el verdugón rojo justo debajo del pezón derecho, donde le había alcanzado una lanza o una flecha.

Los hombres guardaron silencio, y los reclutas más jóvenes abrieron los ojos de par en par ante aquella exhibición de lo que les aguardaba durante las dos siguientes décadas de su carrera en la legión. Antes de dejar caer la túnica, el veterano soldado se volvió a la luz del fuego para enseñar la espalda a las tropas.

—¡Y observaréis que no tengo cicatrices en la espalda —gritó—, salvo de las uñas de la furcia con la que me acosté en Virunum el mes pasado!

Después de estas palabras, el solemne silencio se rompió, y los hombres lanzaron carcajadas y silbidos. Hasta Odoacro y Onulf sonrieron. Peleo alzó las manos para pedir silencio, que solo logró restablecer con cierta dificultad, pues habían aparecido cierto número de cantimploras y odres de vino, que pasaban con avidez de mano en mano.

—Como ya he dicho —continuó el soldado—, he llegado a una edad en la que ya cuento los días que me faltan para la jubilación. Y esto es lo que pienso: he entregado lo mejor de lo que tenía, mi oreja, mi pulmón, más de veinte años de mi vida… y Roma está en deuda conmigo. ¡Está en deuda conmigo!

Los murmullos de los hombres aumentaron de intensidad cuando manifestaron su acuerdo.

—¿Y qué me debe? ¿Qué vale la vida de un hombre? Si hubiera muerto pronto, Roma me habría dado un entierro, y nada más. Un entierro. A estas alturas, ha recibido de mí dos décadas de trabajo y algunas partes de mi cuerpo, ¡así que está en deuda conmigo! Puse una X en el contrato cuando me alisté, un contrato que sospecho leonino, pero un recluta de veintidós años no sabe nada de nada, no sabe cuánto valen dos décadas de trabajo, de manera que pone su marca en el contrato y pasa a ser propiedad, en carne, huesos y alma, durante el resto de su vida, o si tiene suerte, solo durante veinticinco años. Sí, yo lo hice, y cumpliré mi parte del trato, y apuesto a que Roma lo superará. Cuando me jubile, Roma me entregará seis acres de tierra de labranza en las provincias y una pequeña cabaña en alguna aldea vecina, y allí me dedicaré a desenvainar las judías que cultivo en mi propia tierra y a contar mentiras a mis nietos sobre la cicatriz de la cabeza y esos diez arañazos de mi espalda.

»Pero ya sabéis, hombres, que esos seis acres no valen nada. En mi opinión, no valen ni el pergamino en que firmé. Sí, Roma está en deuda conmigo, ¡pero me paga una mierda!

Los hombres guardaron un silencio absoluto, y Odoacro continuó sentado inmóvil sobre el tronco en el que Onulf y él habían encontrado un hueco. Estaba ajeno a todo cuanto le rodeaba, excepto a las palabras del centurión, palabras que jamás había oído en labios de un centurión, y por las cuales un hombre podía ser detenido y azotado, además de ser expulsado de las legiones sin derecho ni a una moneda de cobre.

—Cuando me alisté para combatir por Roma —continuó el veterano—, ¿estaba pensando en seis acres de tierra en Noricum un cuarto de siglo después? ¡No, demonios! ¿Algún joven se apunta a las legiones por eso? ¿Algún hombre se alista pensando en su mortalidad, en que tal vez, casi con toda seguridad, habrá muerto al año siguiente, o al cabo de diez años, en la guerra o de una enfermedad? ¿Que si consigue sobrevivir veinticinco años en la legión será uno de los pocos que lo consiguen? Y si sobrevive, aquellos seis acres serán una compensación mísera por todo lo que ha tenido que aguantar a lo largo de los años. ¿Piensa algún hombre en eso? Tú —el viejo soldado señaló a un joven soldado de la primera fila, que no debía tener más de dieciocho o veinte años, sin duda reclutado hacía muy poco—, ¿te alistaste para conseguir una jubilación miserable en tu vejez?

El muchacho le miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Lo hiciste, muchacho? —bramó Peleo—. ¿Lo hizo alguno de vosotros?

Gritos dispersos de «¡No!» se alzaron de la muchedumbre, y el centurión dejó que crecieran y adquirieran ritmo y cadencia propios, hasta que un estruendoso cántico de «¡No! ¡No! ¡No!» vibró en el aire. Alzó las manos y echó la barbilla hacia atrás, con la vista clavada en el cielo, como un anciano adivino o sacerdote que intentara adivinar el sentido de las estrellas. Cuando el cántico alcanzó un tono estridente e irregular, dejó caer la cabeza y las manos, y empezó a pasear de nuevo ante el fuego, mirando las hileras de tropas, hasta que se hizo de nuevo el silencio.

—¡No! —repitió—. Para eso no os alistasteis en las legiones, y para eso no me alisté yo en las legiones. Fui a combatir por los mismos motivos que Aquiles: para que mi nombre no fuera olvidado, para ganarme mi parcela de inmortalidad llevando a cabo hazañas inmortales. Para ello sacrificaría una feliz pero anónima vejez, rodeado de mis nietos, en favor de una brillante carrera militar por el imperio. Pues si moría joven, más gloriosa sería mi muerte.

»Bien. —Hizo una pausa, y todos los ojos le miraron con avidez—. No puedo decir que mi carrera haya sido gloriosa, ni que haya accedido a la inmortalidad. Más bien creo lo contrario, que si muriera ahora, mi nombre se olvidaría con tanta rapidez como si muriera en una granja en pleno sueño, rodeado de vainas de judías. Pero sí sé esto: con independencia de lo gloriosa que haya sido mi vida, todo lo que hice lo hice por Roma. Luché por ella, me desangré por ella, dormí con las putas por ella, recé por ella. Todos mis recuerdos son de ella, aunque solo he estado una vez en la ciudad de Roma en toda mi vida. Y lo que las legiones me han dado, lo que Roma me ha dado, es mi honor de legionario. Mi título de primus pilus, el centurión de mayor rango de esta legión. Cuando me jubile y pasee por una calle, tanto si es una calle con adoquines de oro de Constantinopla, como un callejón enfangado de la más patética y miserable aldea de Dalmacia, podré llevar la cabeza bien alta porque serví y sobreviví en las legiones romanas. ¡Tengo honor! Y eso, amigos míos, vale mucho más que seis mil acres de tierra de labranza en el corazón de Italia, vale más que todo el oro y las mansiones de cualquier patricio romano que heredó su riqueza de su padre, o los robó al pueblo mediante impuestos. Tengo honor… ¡y eso no me lo pueden arrebatar!

Paseó la vista a su alrededor con ferocidad, y miró de uno en uno a los hombres. Estos guardaban un silencio de muerte, respirando apenas, mientras escuchaban las palabras del veterano.

—¿O sí? —preguntó sin alzar la voz—. ¿Pueden arrebatarme el honor? ¿Y si cambian de emperador cada seis meses, para saber cuál es el menos adecuado para el cargo? ¿Y si os arrojan enormes donativos cada vez, para comprar vuestro silencio y acallar vuestras quejas? ¿Y si se les acaba el dinero y entregan el oro a las cohortes de niños mimados de la ciudad, y se olvidan de las legiones destacadas en las fronteras, que duermen en el barro cada noche y se convierten en blanco cada día de los germanos que atraviesan a nado el río? Y después, cuando creáis que ya no pueden decidirse más insensateces en los palacios dorados de Rávena, ¿y si nombran a vuestro nuevo emperador, a vuestro nuevo comandante en jefe, y descubrís que es un niño de quince años con granos en la cara, quien se jacta de poder dirigir a las tropas porque es diestro con la espada de madera?

»En ese caso, ¿dónde queda mi honor? Cuando pasee por esa calle pavimentada de oro con la cabeza bien alta, ¿la gente me hará reverencias y me respetará?

—¡No! ¡No! —sonaron de nuevo los gritos dispersos de las tropas.

—¡No, infiernos! —exclamó con amargura Peleo—. Se reirán de mí: «Sirvió bajo las órdenes del Augustulus», dirán, y encerrarán en casa a sus hijos pequeños para que no se les meta en la cabeza alistarse también en las legiones. Cuando camine por el callejón enfangado de la miserable aldea de Dacia, ¿se acercarán a mí con reverencia, me pedirán que me quede en su humilde pueblo, que me convierta en un ciudadano respetado?

—¡No! —rugieron las voces con más fuerza.

—¡Exacto! —bramó el veterano soldado—. Los niños me arrojarán bolas de tierra, se jactarán de que, cuando sean mayores, se harán bandidos o contrabandistas. «¿Qué tiene eso de honorable?», les preguntaré, pero ya sabré la respuesta. «¿Qué tiene de honorable servir bajo las órdenes del Augustulus?», me contestarán, y saldrán corriendo para ir en busca de más bolas.

—¡No! ¡No! ¡No! —se reanudaron los gritos. Todos los hombres se habían puesto en pie, y su oleada de ira había rebasado el círculo de hombres que rodeaban la ardiente hoguera, y también el campamento, e incluso resonó en la otra orilla de las plácidas aguas del río, hasta llegar a los campamentos de colonos y cazadores ilegales del otro lado, quienes despertaron en la oscuridad y miraron hacia el resplandor del campamento romano, intrigados.

No obstante, lo más importante era que el cántico se transmitió en la oscuridad a todo el campamento, a todos los hombres, y al corazón de Odoacro, y de repente comprendió el significado de la parábola de Severino, que el hombre que no actúa es el hombre más detestable, incluso más que el hombre que actúa y fracasa, y supo que, tanto si su destino era triunfar como fracasar, había llegado el momento de actuar.

Odoacro se puso en pie, y los hombres que le rodeaban guardaron silencio cuando avanzó. Otros también bajaron la voz, y mientras los cánticos y gritos enmudecían a su alrededor, Odoacro caminó hacia la hoguera.

Se paró ante las llamas, notó el calor a su espalda, y de pronto se sintió mareado, aunque no supo si a causa del estómago vacío o de la intensidad de las emociones que estaba experimentando en aquel momento. El silencio era absoluto, salvo por el rugido y el chisporroteo de las llamas, y miró a los hombres que tenía delante con ojos vacíos, sin verlos, porque se había recluido en sí mismo, meditando sobre las palabras del viejo soldado, y lo que Severino le había dicho el día anterior.

Permaneció inmóvil, pero debido a la leve oscilación de su cuerpo, mientras contemplaba los rostros de sus hombres, cientos de rostros, cuyas facciones parpadeaban y oscilaban a la luz del fuego, se emborronaban y diluían como las líneas de un retrato a tiza bajo la lluvia, se intensificó la sensación de ingravidez onírica que estaba experimentando. Cerró los ojos para pensar, para concentrarse, pero su mente estaba vacía. No había planeado nada antes de levantarse y caminar hacia el fuego.

Pero de repente, tan seguro como que sabía su nombre, tan seguro como que sabía que era el hijo de Edecón y el hermano de Onulf, y que Orestes era el enemigo que se interponía entre él y la venganza por la sangre derramada de su padre, tan seguro como que sabía esto, Odoacro supo lo que debía hacer. En aquel mismo instante sintió el calor del fuego alzarse a su espalda, un ímpetu que le prestaba una energía y una lucidez que no había conocido desde hacía muchos meses, y cuando volvió a abrir los ojos, todo estaba claro, todos los rostros de los hombres, hasta las cicatrices de sus mejillas, la barba de varios días, el tosco tejido de la tela y las capas que colgaban sobre sus hombros. De pronto, todo estuvo claro.

—Amigos míos —habló Odoacro con voz rasposa, y todos los hombres estiraron el cuello de manera inconsciente y avanzaron unos pasos para no perderse las palabras de su jefe.

»Amigos míos, Peleo ha hablado con la voz de la verdad, con tanta sabiduría y filosofía como cabía esperar de un hombre que ha dado mucho más a las legiones que músculo y sudor durante muchos años. Y a mí, al menos, no me ha dejado indiferente su queja, la de que Roma le debe por encima de todo no una miserable jubilación, sino esas recompensas intangibles por las que luchamos cada día, sin las cuales dinero, tierra o posesiones carecen de todo valor. Estoy hablando de honor, de la dignidad y del buen nombre de un soldado romano.

»Habéis vitoreado a Peleo, y con todo el derecho, porque al nombrar emperador a un niño, Orestes se ha mofado de nosotros y nos ha insultado. Nos ha dicho que nuestra lealtad y esfuerzos no valen más que la forzada obediencia de un esclavo a los caprichos de su amo. Al nombrar a un crío como gobernador del imperio, Orestes nos ha dicho que somos un imperio de esclavos o pazguatos, que pueden estar bajo las órdenes de ese crío. Ha devaluado la única moneda que valoramos de verdad, la única moneda que no pensábamos que nos pudieran arrebatar: el honor. Y aunque hubiera ignorado el insulto de haber sido dirigido únicamente contra mí, ahora que he visto el grave perjuicio que ha causado a mis hombres, ya no puedo ignorarlo más. Tanto si me vitoreáis como si me condenáis, me da igual. No pido que ningún hombre me siga, ni tampoco castigaré al hombre que no lo haga. Actúo solo, sin persuasiones ni coacciones, que tampoco aplicaré a mis hombres. Pero esta noche…

Odoacro desabrochó con cuidado la fíbula de la capa de lana de oficial y la colgó sobre un brazo. Poco a poco, muy concentrado, se quitó del cuello la pesada cadena de oro con el torque, lo dejó sobre la capa, y después formó un bulto con todo el conjunto.

—Pero esta noche, amigos míos, ya no puedo servir en un ejército regido por Orestes. Renuncio a mi mando de las legiones romanas.

Odoacro se volvió, avanzó hacia la hoguera y arrojó la capa plegada, con el torque dentro, a las llamas chisporroteantes.

Los hombres lanzaron una exclamación ahogada pero audible, y todos se pusieron en pie y corrieron hacia delante, y Odoacro retrocedió un momento, temeroso de un motín, de que le arrojaran a las mismas llamas que estaban devorando sus símbolos de mando. Una docena de manos le sujetaron y alzaron en el aire, para luego ser izado a hombros de un par de corpulentos legionarios de la primera fila. Los vítores eran ensordecedores, tan desorientadores y desconcertantes como el silencio absoluto de un momento antes, y Odoacro sintió de nuevo que oscilaba y se mareaba, aunque sujeto esta vez por fuertes manos y por las sonrisas de dientes rotos de mil rostros entusiastas, algunos de los cuales lloraban emocionados por lo que acababan de presenciar. De pronto, sintió una mano sobre el hombro, incluso a la altura en que se encontraba sentado, a hombros de dos gigantes, volvió la cabeza y vio al veterano centurión cuyo discurso había precedido al de él, y que también había sido izado por sus camaradas, otro héroe, aunque de discurso más elocuente y más merecedor de honores que él, pensó Odoacro.

Peleo aferró el antebrazo de su comandante, mientras Odoacro asía el brazo del centurión a su vez. Los dos hombres se miraron un momento, y después sonrieron, y los vítores se multiplicaron. Se soltaron y levantaron las manos al unísono, a la manera de los campeones de una carrera olímpica. El tumulto era incontenible, hasta que el centurión pidió por gestos que le dejaran hablar de nuevo. Los hombres no le hicieron caso durante un largo momento, pero poco a poco las aclamaciones se calmaron lo suficiente para que la voz del centurión, tan áspera y clara como un gong, debido a los años de gritar órdenes en la plaza de armas y en el campo de batalla, pudiera oírse.

—Hombres —vociferó Peleo—. Hombres, ya habéis oído al comandante. Nuestros nombres, nuestro honor como soldados de Roma, están en juego. Y mañana los redimiremos. ¡Mañana los recuperaremos!

Silencio y confusión siguieron a estas palabras, mientras los hombres miraban perplejos al veterano.

—¿Cómo? —gritaron algunos—. ¿Dónde, Peleo? ¿Dónde los redimiremos?

Peleo oscilaba sentado sobre los hombros de sus camaradas, y miraba orgulloso a su alrededor con una amplia sonrisa.

—¿Dónde? —gritó—. ¿Cómo podéis preguntarme eso? ¡Ya sabéis dónde!

—¿Dónde? ¿Dónde? —corearon los soldados, y más sonrisas empezaron a aparecer entre la multitud, y de nuevo se alzaron vítores por los aires.

—¿Dónde? —gritó, para animar a las masas—. ¿Me preguntáis dónde?

—¿Dónde? —fue la respuesta unánime, una combinación de pregunta y aprobación, de preocupación y celebración.

—¡Seguiremos a nuestro comandante! —gritó Peleo—. ¡Seguiremos a Odoacro… hasta Rávena!

Antes de haber pronunciado la última sílaba, los gritos exultantes de los hombres ahogaron su voz, y se lanzaron de nuevo hacia delante, arrollando a los del centro, comandante, centurión y porteadores. Odoacro miró por encima de la multitud y vio a Onulf cerca, con los brazos cruzados sobre el pecho, silencioso pero sonriente. Cuando reparó en que le miraba, Onulf avanzó y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre hacia Odoacro. Al cabo de unos momentos consiguió aproximarse, agarró el hombro de uno de los legionarios que cargaban con Odoacro y llegó al lado de su hermano, al que hizo señas perentorias. Odoacro se inclinó lo máximo que pudo.

—¡Hermano! —gritó Onulf en huno. Odoacro apenas podía oírle por encima del rugido de las tropas, pero sabía que, en cualquier caso, nadie les entendería.

—¡Odoacro! —gritó—. ¿Lo harás? ¿Conducirás a estos escasos hombres, a esta única legión, y desafiarás a la mismísima Roma?

Odoacro frunció el ceño y se sentó sobre los hombros de los soldados, pero Onulf tiró de él hacia abajo y le gritó prácticamente en el oído.

—¡Odoacro! —continuó—. No hay que vacilar. ¡Has de comprometerte, de una vez por todas! ¡Aún eres el jefe de estos hombres, y te seguirán adonde tú les guíes, incluso a la muerte si es necesario! ¿Lucharás contra Orestes?

Al oír el detestado nombre, Odoacro supo que su decisión, si bien parecía espontánea, era aquella a la que su vida le había conducido durante dos décadas. Sin un momento de vacilación, supo (¡supo!) que su decisión era la correcta. Si triunfaba, podría conquistar el mundo, su honor, satisfacción por la sangre derramada de su padre…, y si fracasaba, solo perdería la vida.

E incluso si fracasaba, su nombre, Odoacro, hijo de Edecón, príncipe heredero de los esciros, quedaría redimido, porque al menos lo había intentado.

Se volvió hacia su hermano y, como obedeciendo a una señal invisible, ambos hombres sonrieron.

—Onulf, ¿estás conmigo? —gritó.

—¡Hasta el final!

—Entonces… ¡a Rávena! —bramó Odoacro por encima del tumulto.

Y se enderezó de nuevo mientras los legionarios avanzaban, portándole a hombros en su jubiloso desfile alrededor del perímetro de la guarnición. Antes de perderse de vista, miró a Onulf, quien ya no se esforzaba por hacerse un hueco entre la muchedumbre, sino que se había quedado solo al borde del círculo de luz que arrojaba el fuego. Se miraron a los ojos de nuevo, y mientras Onulf levantaba el puño a modo de saludo, ambos supieron lo que estaba pensando el otro. Ya no eran la presa, la víctima. Por primera vez en veinte años, ellos serían los cazadores.

5

La noticia que recibimos hace una semana mediante señales de humo desde el Danubio Superior parece ser cierta, mi señor —dijo Gilimero a Orestes.

El comes continuó su veloz recorrido a través del campamento de la guarnición erigido ante Rávena, en dirección a la plaza de armas. Rómulo, que seguía paso a paso el ritmo frenético de su padre, miró al viejo veterano con aire inquisitivo, y después clavó sus ojos grises en su padre.

—¿De qué hablas, del motín de las tropas fronterizas? —contestó Orestes—. Descontentos, nada más. Algunas cohortes, cuyos tribunos aplicaron excesiva disciplina, o a las que el invierno aburría.

—No, señor —continuó Gilimero—. Un correo del mando de Noricum y Panonia acaba de llegar. Parece que es algo más que eso. Toda una legión, la Décima de Vindobona, confoederati germanos y esciros.

El paso de Orestes desfalleció un momento, de forma casi imperceptible, y después aceleró de nuevo.

—¿Esciros? —preguntó—. Cada vez que creo haber borrado a esa tribu de la faz de la tierra, vuelve a aparecer. Y esta vez, a mi servicio, nada más y nada menos. ¿A las órdenes de…?

Gilimero echó un vistazo al pedazo de pergamino que sujetaba.

—A las órdenes del general Odoacro, señor. Como recordarás, tramitó el traslado a las fronteras del norte para él y sus hombres justo antes de que recuperaras el poder.

—Sí, le recuerdo —contestó tirante Orestes—, y albergaba la intención de ocuparme de él después de reorganizar las legiones, antes de que me distrajeran con este asunto de Rávena. Por lo visto, da la impresión de que el problema es un poco más complicado.

—¿Se ha producido una rebelión, padre? —interrumpió Rómulo—. Como emperador, yo no vacilaría en conducir un destacamento hacia el norte para aplastarla…

—Ahora no es el momento —replicó Orestes impaciente—. Has de aprender muchas cosas sobre el mando. Si reaccionas a cada provocación sin importancia, no solo dilapidarás la energía de tus tropas, sino que también debilitarás tu autoridad, y pondrás a prueba la paciencia de tus hombres. Un asunto como este se evaporará como hielo en primavera. Las rebeliones no duran demasiado si exigen que los soldados anden muchas semanas bajo un frío feroz, sobre todo si carecen de comida y cobijo.

—¿No vamos a hacer nada?

—Exacto. Odoacro se engaña. Es un loco que ignora su demencia, siempre en pos de cosas inalcanzables para él. Cada día se ven lunáticos de su calaña en las esquinas de las calles: enclenques que se jactan de poder levantar pesas, hombres pobres de dilapidar tesoros, cobardes de poder derrotar a gigantes. Y ahora, este campesino huno, Odoacro, que se cree Marte. Gilimero, envía la orden al mando de Noricum y Panonia de que corten los suministros a las guarniciones periféricas. Dejemos que estos esciros prueben algunas semanas de hambre, acuclillados sobre su río de fango helado. Eso curará enseguida sus ganas de amotinarse.

Gilimero miró de soslayo a su superior.

—Perdona, señor, pero luchamos contra Odoacro y sus tropas en Roma. Son hombres duros, que no se dejan amilanar con facilidad. Tal vez cortar sus suministros de provisiones no sea suficiente. Puede que necesitemos otros…

Orestes se detuvo de repente, lo cual obligó a los demás a detenerse también. Fulminó con la mirada a Gilimero.

—¿Osas contradecirme, poner en duda mis órdenes, delante de mi hijo?

Gilimero sostuvo la mirada de su comandante.

—Solo busco la mejor forma de hacer frente a esta rebelión.

—Olvidas tu lugar, Gilimero. Se trata de un simple motín, como ocurre cada semana en otros puntos del imperio, entre las fuerzas mal adiestradas e indisciplinadas de las fuerzas fronterizas. No existe otra «rebelión» que la tuya, contra mi autoridad, y si vuelve a producirse, la aplastaré con igual rapidez que a este pequeño motín del Danubio. ¿Me he expresado con claridad?

Los ojos de Gilimero destellaron de rabia, y abrió la boca como si fuera a hablar, pero después se mordió la lengua. Con un rápido saludo, dio media vuelta y se alejó hacia el palacio del gobernador, que Orestes había transformado en cuartel general para él y sus oficiales, poco después de llegar a Rávena unos meses antes. Orestes miró hacia atrás, mientras Rómulo y él continuaban caminando hacia los terrenos de instrucción, donde ya se oían los sonidos de los hombres al formar.

—Un oficial competente, Gilimero —explicó Orestes a Rómulo—, pero propenso a cuestionar a sus superiores delante de los demás, cosa que no debe tolerarse. Hay que tratarle con mano dura, Rómulo, tal como has presenciado. Has de tratar a todos los hombres que están bajo tus órdenes con mano dura, incluido yo.

—¿Incluido tú? —preguntó Rómulo sorprendido.

—Incluido yo, al menos en público. Tienes que ejercer tu autoridad, incluso de manera exagerada, al menos al principio. Gilimero ha servido para dar ejemplo. Como sabes, existen vacilaciones y dudas entre las tropas acerca de tu capacidad para mandar…

—¿Mi capacidad? ¡He entrenado con los instructores del ejército! ¡Me han dicho que manejo la espada mejor que casi todos los veteranos!

—Es posible, pero eso no compensa tu falta de edad o experiencia. La única forma de que puedas conquistar la confianza de los hombres es demostrando tu autoridad sobre ellos, como un lobo macho sobre los demás de la manada. Y eso exigirá medidas duras al principio, hasta que los hombres se den cuenta de que, incluso a tu edad, no deben jugar contigo. Hoy será una buena oportunidad.

Rómulo reflexionó un momento.

—Pensaba que no existían dudas sobre mi ascensión al trono. Ya han transcurrido algunas semanas, y no se han producido quejas.

Orestes se burló.

—Oh, se han producido quejas, bastantes, aunque no estridentes. Murmullos. Que hoy aplacarás durante tu presentación.

—Me dijeron que solo sería mi presentación oficial a las tropas. La entrega de la vara de mando, una proclamación oficial.

—Lo será, pero este pequeño motín exige algo más del acontecimiento, algo que no hemos tenido tiempo de comentar. Un emperador ha de ser ducho en todo, no solo con la espada, sino también en el aula. Te he visto declamar. Tienes las aptitudes adecuadas, tanto como los mejores emperadores que he conocido, y mejor que muchos.

—¿Declamar? ¿Esperas que pronuncie un discurso?

—No muy largo, tan solo algo que asegure a las tropas de que estás informado de la situación en el norte y de que la tienes bajo control…, y de que será mejor que no sientan tentaciones de sumarse a ese motín.

Doblaron una esquina y apareció ante su vista la plaza de armas, donde estaban congregadas las dos legiones de cohortes urbanas de Roma apostadas en Rávena. Rómulo paró en seco cuando vio el numeroso grupo de tropas, formado con armadura completa, capas carmesíes bajo malla reluciente, que prestaban una atmósfera alegre y colorida a la escena. Orestes avanzó unos pasos más, para luego volverse y mirar expectante a su hijo.

—Ni siquiera he sido presentado a esos hombres —dijo con calma Rómulo, aunque su voz tembló un poco—. Sin embargo, esperas que me invente un discurso y ejerza mi autoridad sobre más de diez mil veteranos.

Orestes miró a su hijo sin expresión.

—Harás lo que yo te ordene —replicó con sequedad—. O tu reinado como emperador será muy breve.

Una semana de marcha a través de la nieve y el hielo, incluso por las calzadas con firme que corrían paralelas a la orilla derecha del Danubio, habían hecho mella en los hombres. Hacía mucho que Odoacro había desmontado de su montura y ordenado a sus oficiales que lo imitaran, no solo para dar ejemplo a las tropas de infantería, sino porque la travesía era difícil para los animales. El camino era resbaladizo, y tan sembrado de socavones que varios caballos se habían roto las patas delanteras y habían tenido que ser sacrificados. Mientras caminaba dificultosamente por la carretera, y escuchaba el crujido del hielo bajo sus botas militares, reparó en manchas rojas diseminadas sobre la nieve. Aunque ninguno de los hombres se quejaba, sabía que algunos padecían, a causa del calzado inadecuado, principios de congelación u otras dificultades que un soldado podía padecer durante una larga marcha. Dolor y heridas eran de esperar, pero el efecto se multiplicaba cuando la temperatura era tan baja que la orina de un hombre se congelaba casi antes de llegar al suelo, y cuando la carne se teñía de un blanco ominoso y empezaba a desprenderse tras escasas horas de exposición a los elementos.

Para sus adentros, Odoacro maldecía a Orestes y a las maniobras de Rávena que le habían obligado a llegar a estos extremos. Durante las últimas semanas, el mando central de Panonia y Noricum había cortado todo tipo de suministros a los rebeldes. Fue preciso utilizar calzado gastado, remendar capas y mantas devoradas por las polillas, y apretarse los cinturones. Habían prohibido a las ciudades vecinas suministrar comida a los rebeldes, y solo podían vivir de las exiguas existencias que contenían los almacenes del campamento la víspera de la gran hoguera. Había que elegir entre atrincherarse en sus aposentos y morir de hambre, o salir a la carretera y morir de frío. Para Odoacro, la elección había sido sencilla: mejor morir de pie, como un verdadero guerrero, que de hambre y postrado en la cama.

Hasta el momento, las tropas habían apoyado sin flaquear su decisión, y Odoacro se maravillaba de su fortaleza. Por primera vez en su vida, había tomado el mando de un ejército por iniciativa propia. En el pasado, la batalla siempre había sido bajo las órdenes de otro: Edecón en su juventud, su abuelo durante su estancia en tierras esciras, y luego Ricimero. Al final, todos los hombres han de asumir la responsabilidad de su propia vida, de sus decisiones, incluso en su lecho de muerte. Al rebelarse, Odoacro había aceptado el reto que los cielos le habían lanzado, y los hombres le seguían agradecidos. Sin embargo, reflexionaba Odoacro, su vista distraída de nuevo por una larga franja rosada en la carretera y una depresión en la cuneta nevada, donde un cuerpo se había reclinado exhausto… Sin embargo, Dios habría podido facilitarle un tiempo más clemente para su iniciación.

El suave crujido de cascos de caballo más adelante interrumpió sus pensamientos, y antes de mirar hacia el frío y grisáceo ocaso que estaba descendiendo a toda prisa, supo que era el correo enviado horas antes, el único hombre de la fuerza al que se le permitía continuar montado, con el fin de cubrir mayor distancia. El caballo aminoró la velocidad a medida que se aproximaba, mientras el jinete buscaba a su comandante entre las tropas envueltas como fardos en sus ropas, los oficiales tan andrajosos como los soldados. Odoacro levantó la mano y silbó para llamar al joven jinete.

—¿Has divisado Virunum? —preguntó, con cuidado de no traicionar la fatiga y la impaciencia de su voz—. Todos los mojones han sido quemados o destruidos… Temía que te hubieras extraviado.

—La ciudad está cerca —anunció el correo, mientras desmontaba y caminaba con su caballo al lado de Odoacro—. Dos o tres millas.

—Eso está bien. Pero…

—Pero ¿qué, señor?

—Eso te pregunto yo. La noticia no puede ser buena por completo, de lo contrario ya la habrías anunciado a las tropas de la vanguardia y exhibirías una sonrisa en la cara. ¿Cuál es la mala noticia, correo?

El correo hizo una pausa antes de contestar.

—La mala noticia es que todas las puertas están cerradas. Todos los residentes de la campiña han sido evacuados al interior de la ciudad, y los puestos avanzados de guardia me prohibieron acercarme más para hablar o incluso identificarme, bajo amenaza de recibir una andanada de flechas. Por órdenes de Arderico, su jefe, dijeron. Vi las murallas a lo lejos, pero no pude acercarme, así que regresé.

—Bien hecho —dijo Odoacro—. Dame tu caballo. Iré a ver Virunum con mis propios ojos.

Odoacro tomó las riendas y se izó sobre la silla. Dio media vuelta y condujo al animal con cuidado entre las tropas, hacia la parte delantera de la larga columna.

Llegó una hora después, justo cuando estaba cayendo la oscuridad. A través de los remolinos de diminutos copos de nieve, como motas de polvo, que estaban empezando a llenar el aire, distinguió las luces parpadeantes de los faroles de los centinelas que patrullaban las murallas de la ciudad.

—Hemos llegado —anunció con satisfacción a las primeras tropas que se le sumaron poco después, tambaleantes, y que emitieron una fatigada pero entusiasta aclamación—. Esperad aquí, hasta que el resto de la legión haya llegado. Nos acercaremos en formación de unidad.

Los hombres dejaron caer sus fardos y se derrumbaron sobre la cuneta nevada. Durante el tiempo que tardó en llegar toda la columna, se hizo de noche por completo, y los hombres encendieron antorchas de pino, con ramas de los árboles muertos del bosque circundante.

—¡A formar, hombres! —gritó Odoacro—. Los puestos avanzados de Virunum han sido replegados al interior de la ciudad, y nadie nos ha plantado cara.

—Precaución, hermano —dijo Onulf en huno. Odoacro no le había visto acercarse durante la formación de las tropas—. Puede que la ciudad sea hostil. Nuestros hombres no están preparados para combatir esta noche.

Sin mirar atrás, Odoacro agradeció la advertencia de su hermano.

—Conozco al comandante de la guarnición, Arderico —dijo—. Me encontré con él en la conferencia del alto mando de Lauriacum el otoño pasado. Es un buen hombre, poco propenso a tomar decisiones precipitadas.

—Motivo de más para ser prudente —contestó Onulf—. Un hombre así no cambia de lealtades con facilidad.

—Tienes razón —admitió Odoacro, al tiempo que apretaba la boca hasta formar una fina línea—. Hay que conquistar a Arderico para la causa. —Alzó la cabeza y llamó a las tropas—. Nos acercaremos en son de paz, pero preparados para combatir.

Los hombres asintieron, ciñeron la armadura y quitaron las fundas de cuero de sus escudos.

—Ahora —gritó Odoacro al cabo de unos momentos—, en filas de centurias hasta que nos acerquemos a la ciudad, y después en formación de desfile bajo las murallas, lejos del alcance de sus flechas. ¡Oficiales!

Se gritaron órdenes y el golpeteo bajo de un tambor atacó un brioso ritmo. La legión inició la marcha, y al cabo de unos momentos se había congregado bajo las murallas, a doscientos pasos de distancia.

Odoacro se acercó con cautela e inspeccionó las puertas, que estaban cerradas a cal y canto. Centinelas armados patrullaban las murallas, que apenas podía distinguir a través de la espesa nieve que remolineaba alrededor de su cara. Se le ocurrió que tal vez los guardias de la muralla no habían conseguido identificarle, ni tampoco a sus hombres, en la oscuridad, creyendo tal vez que eran agricultores o refugiados de los campos circundantes. No es frecuente que cinco mil hombres armados surjan del bosque, por la noche, bajo una tormenta de nieve. Apenas había cruzado aquel pensamiento por su cabeza, cuando un destello anaranjado en lo alto de la muralla le informó de que los guardias estaban muy alerta, y el silbido de la flecha que rozó su oído le advirtió que no debía acercarse más.

—¡Alto! —gritó Odoacro en latín hacia la muralla, sin saber si el silbido del viento permitiría que sus palabras se oyeran—. ¡Dad la bienvenida a la Décima de Vindobona, que solicita refugio detrás de vuestras murallas!

El viento transportó hacia él sonidos de voces, pero no pudo distinguir las palabras.

—¡He dicho la Décima de Vindobona! —repitió—. ¡Nuestros hombres se están helando! ¡Solicitamos refugio!

Oyó una voz, clara pero todavía poco definida.

—¡Saludos, Décima de Vindobona! ¿Quién es vuestro jefe, Décima?

Odoacro hizo una pausa, sin saber si la noticia de la rebelión les había precedido, ni si dependía de su nombre que dieran cobijo de la ventisca a sus tropas para pasar la noche. No había nada que hacer. Volvió la cabeza hacia la muralla, mientras el viento azotaba su cara.

—¡El general Odoacro se halla al mando de la Décima!

Siguió otra pausa, y se oyeron voces poco definidas en lo alto, antes de que volviera a oír la voz estridente del heraldo.

—Odoacro el huno… ¿El que llama a rebelarse contra Roma?

Odoacro hizo una pausa, con el corazón acelerado. Carraspeó.

—¡El mismo!

Al oír estas palabras, se hizo el silencio en lo alto de la muralla, o tal vez cambió la dirección del viento y se llevó la respuesta. Lo único que Odoacro sabía era que le habían dejado esperando en silencio, que no podía avanzar ni un paso más sin recibir permiso, y que sin la promesa del asilo que brindaban las murallas no podía regresar a sus tropas en la oscuridad. Agachó la cabeza, inspeccionó el hielo que estaba empezando a cubrir el lomo sudoroso de su caballo como escarcha, se subió la capa sobre la cabeza para protegerse de la nieve y esperó.

—¡Valientes hombres de las cohortes urbanas —gritó Orestes a las tropas congregadas en el campo de armas situado en las afueras de Rávena—, os presento al emperador y comandante en jefe del Imperio romano de Occidente, Restaurador del Mundo, siempre victorioso, nuestro Rómulo Augusto!

Aclamaciones dispersas se elevaron de la multitud, puntuadas por gritos de «¡Augustulus! ¡Augustulus!», y risas desdeñosas de los que estaban cerca. Los gritos fueron adoptados al instante como cántico burlón, que amenazaban con aumentar de intensidad, hasta que Orestes miró iracundo a los jefes de centuria y les ordenó con un gesto cortante que ahogaran el arrebato de los hombres, cosa que lograron con una serie de puñetazos y golpes de pomo de espada bien distribuidos. Las tropas guardaron un silencio desganado, mientras Rómulo avanzaba.

—Amigos y camaradas —gritó el muchacho, con voz sorprendentemente fuerte y segura, aunque las palabras que había elegido provocaron risas disimuladas entre los soldados veteranos, pues no podían tolerar que un crío de quince años se refiriera a sí mismo como «camarada».

»¡Acudo a vosotros en este día para daros las gracias por vuestra proclamación, y para alabar vuestra determinación y valor al expulsar de nuestras sagradas orillas a ese falso emperador, Julio Nepote, ese griego que nos impusieron desde la corte oriental, quien habría usurpado la autoridad y acumulado todo el poder en su persona, convirtiéndonos en esclavos del tirano de Constantinopla, títere de eunucos! Os aseguro, por la autoridad de mi padre, vuestro comandante militar y veterano de muchas batallas por la causa del Imperio de Occidente, que no permitiremos a esos extranjeros gobernarnos. Al aclamarme como Augusto, continuáis la estirpe patricia de los nobles emperadores de Roma, por mediación del linaje senatorial de la familia de mi madre. Además, habéis…

—¡El donativo! —gritó alguien desde el fondo, mientras los centuriones estiraban el cuello y escudriñaban las filas para identificar al culpable.

—¿Dónde está nuestra recompensa? —se alzó otra voz—. ¿Y nuestros territorios? ¿Somos menos que las legiones africanas?

Surgió otra voz, esta vez más cerca de la vanguardia.

—¡Ellos recibieron territorios!

Se elevaron gritos, y esta vez los centuriones no pudieron reprimirlos. Desde todas partes llegaba la cantinela inconexa.

—¿Dónde está nuestra recompensa? ¿Dónde están nuestros territorios? ¡Al infierno con tu linaje!

Rómulo alzó las manos sobre la cabeza, sin el menor éxito, porque las tropas se pusieron a gritar a pleno pulmón, aunque esta vez sin la menor apariencia de estar coordinados o entonar el mismo cántico. La proclamación estaba degenerando en un motín.

El muchacho miró impotente a su padre, parado justo detrás con un pequeño grupo de oficiales. Orestes avanzó y levantó las manos para pedir silencio. Al cabo de un momento, las tropas obedecieron a regañadientes, y sus gritos y silbidos se transformaron en un rumor bajo. Orestes les miró con furia, el rostro congestionado.

—¡Vuestra recompensa! —gritó—. ¡Vuestra recompensa! ¿No os he prometido vuestra recompensa? De todos los emperadores que se han sentado en el trono desde que estoy al frente de vosotros, ¿alguna vez habéis dejado de recibir vuestra maldita recompensa?

Algunos de los hombres de las primeras filas agacharon la cabeza.

—¡Jamás se os ha denegado vuestra justa recompensa! —continuó Orestes—. Ni lo será ahora, por mi honor de comandante en jefe, y el honor de mi hijo como emperador. No obstante, ¿puedo sacar territorios del bolsillo? ¿Posee el emperador autoridad para transferir inmensas extensiones de tierra y gentes a nuevos propietarios?

Se alzaron murmullos ante él.

—¡No! —rugió Orestes—. Vuestra recompensa no se ganó de manera instantánea, ni tampoco puede concederse de manera instantánea. Habéis luchado muchos años al servicio de Roma, al servicio de los emperadores, y hay que reflexionar a fondo sobre vuestras merecidas recompensas, no fuera que se devaluaran y se convirtieran en un insulto a vuestros esfuerzos. Por consiguiente…

—¿Cuándo? —llegó un grito airado desde atrás, coreado por otros—. ¿Cuándo?

—Los preparativos están en marcha —mintió Orestes—. Se van a repartir las tareas. Enviaremos magistrados y topógrafos al norte de Italia después de que las carreteras se sequen en primavera, con el fin de inspeccionar el terreno y negociar un cambio de administración sobre las zonas elegidas. Además, nos estamos enfrentando a un pequeño levantamiento, un motín, si queréis, de ciertas tropas fronterizas desagradecidas del norte, lo cual demuestra que vuestros confoederati y otras legiones lejanas no están siendo tratadas mejor que vosotros. Hay que aplastar este levantamiento antes de poder identificar vuestros territorios en paz y tranquilidad. Solo entonces podrá llevarse a cabo una transferencia eficaz.

Más murmullos se elevaron de las tropas, una mezcla de indignación y confusión. Orestes, sin embargo, no les dio tiempo para calcular sus ganancias y pérdidas.

—Esta es mi oferta —gritó de inmediato—, el donativo más generoso que las legiones hayan recibido jamás. A cambio del cual proclamaréis de forma incondicional a mi hijo, Rómulo Augusto, vuestro emperador y jefe supremo. Tomadlo o dejadlo. Quienes lo dejéis, abandonaréis las legiones y la ciudad de Rávena hoy mismo, y no seréis perseguidos por deserción. Vuestra sombra nunca más volverá a caer sobre una tienda de legionario, tanto si hayáis servido veinte años como dos meses. No obstante, si después de caer la noche oigo hablar de traición o falta de respeto al emperador entre vuestras filas, seréis detenidos y juzgados ante un tribunal militar. ¡Esta es mi oferta!

El silencio se apoderó de las tropas mientras meditaban sobre aquella extraordinaria transacción. De manera individual al principio, y después cada vez más al unísono, se alzaron gritos de aclamación.

—¡Rómulo Augusto! ¡Rómulo Augusto!

Orestes miró a su hijo, quien avanzó y alzó las manos en el aire, agradeciendo su decisión.

—¡Rómulo Augusto! ¡Rómulo Augusto!

No fueron necesarias más palabras. Al cabo de un momento, Orestes y Rómulo se volvieron y, acompañados por un pequeño grupo de oficiales, regresaron por las calles de la ciudad hasta la sede del Estado Mayor, situada en el palacio del gobernador, mientras las cohortes urbanas se dispersaban para ocuparse de sus tareas respectivas.

Una orden ininteligible llegó a sus oídos por encima del aullido del viento. Odoacro miró hacia las empalizadas de la guarnición y vio que la puerta se abría poco a poco. Antes de que pudiera reaccionar, una compañía de hombres armados a caballo salieron del recinto y cabalgaron a toda velocidad hacia él bajo la densa nevada. Al cabo de un momento, dos hombres le flanquearon y extendieron faroles para iluminar la zona circundante, mientras los demás continuaban hacia sus tropas, que esperaban en la fría oscuridad detrás de él.

—¡Salve, Odoacro, comandante de la Décima de Vindobona! —dijo uno de los hombres en un germano perfecto, y cuando Odoacro le miró a la escasa luz, vio que saludaba marcialmente.

—¿Arderico? —preguntó con cierta sorpresa, cuando pensó que había reconocido la cara del comandante de la guarnición.

—El mismo —contestó el hombre, al tiempo que asía el antebrazo de Odoacro—. Bienvenido a mi guarnición.

—Mis hombres… —empezó Odoacro, casi muerto de fatiga y confusión—. Mis hombres aún están en la linde del bosque…

—Mis jinetes les acompañarán a la ciudad. Los exploradores nos advirtieron de que os acercabais, aunque no estábamos seguros de si eran tus tropas o legiones imperiales enviadas desde Italia o Dacia para detenerte, de ahí nuestra reticencia a abrir las puertas hasta estar seguros de tu identidad.

Arderico chasqueó la lengua para animar a su caballo, y los tres hombres empezaron a trotar hacia las murallas.

—¿Estás enterado, pues, de nuestro «movimiento»? —preguntó Odoacro con cautela.

Arderico lanzó una carcajada.

—¿Enterado? La noticia se ha extendido por todas las provincias. La única nueva que ha alterado más a los hombres fue la precedente, cuando nos enteramos de que el comes Orestes había nombrado a su hijo nuestro emperador y jefe supremo. Las tropas estuvieron a punto de amotinarse.

—Sí, también las mías —murmuró Odoacro.

—Pero tuviste los redaños de entrar en acción. Canalizaste la rabia de tus hombres hacia esta rebelión. Tú solo, Odoacro, de todos los comandantes del imperio, has tomado el control de la situación.

—Tengo mis motivos —replicó con cautela Odoacro—, que no están relacionados con asuntos de estado ni de política. Orestes y yo hace muchos años que nos conocemos. Pero si yo soy el único comandante del imperio que se ha rebelado, seré también el único que perderá la cabeza cuando nos capturen.

Arderico volvió a reír.

—No estés tan seguro —dijo, mientras atravesaban a caballo las murallas de Virunum.

La ciudad estaba iluminada por cientos de antorchas, como si estuvieran celebrando alguna fiesta, aunque las calles estaban casi desiertas. Los tres hombres recorrieron la avenida principal hasta el pequeño foro, donde Odoacro se quedó sorprendido al ver a toda la guarnición, una legión al completo, congregada en formación de desfile, pese a lo tardío de la hora y la intensa nevada.

—¿Qué es esto? —preguntó Odoacro estupefacto—. ¿Están castigados los hombres?

Antes de que pudiera terminar, sus palabras fueron ahogadas por aclamaciones ensordecedoras, cuando las tropas le dieron la bienvenida a voz en grito, al tiempo que golpeaban rítmicamente los escudos con las lanzas.

—Al contrario, amigo —explicó Arderico sonriente—. Te están aclamando como defensor de las legiones. Tus hombres se quedarán aquí con nosotros. Cuando supimos que os habían cortado los suministros, empezamos a pedir comida de más y a racionar la nuestra, sabiendo que en el futuro nos aguardaba lo mismo. Nuestros almacenes están a rebosar, y alimentarán a nuestras legiones durante muchas semanas, incluso meses, hasta que las carreteras se sequen y empecemos la marcha.

—¿Empecemos la marcha? —repitió Odoacro, mientras se preguntaba si había entendido bien a Arderico, debido a los gritos de las tropas—. ¿Empezar la marcha? ¿Os uniréis a nosotros? Debo advertirte, amigo mío, de que incluso con nuestras fuerzas combinadas, nuestras tropas son muy escasas en comparación con las que el emperador podría reunir contra nosotros…

Arderico le miró.

—¿Cuánto hace que salisteis de vuestra guarnición?

—Una semana, bajo la nieve.

—¿Y no has recibido noticias en todo ese tiempo?

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo iba a recibir noticias en esas montañas dejadas de la mano de Dios?

Arderico se inclinó sobre su caballo y gritó en el oído de Odoacro para asegurarse de que le oía por encima del tumulto.

—¡General, has provocado el caos en el imperio! Los correos viajan por docenas entre todas las guarniciones para intercambiar información. ¡Todas las unidades ribereñas del Danubio y el Rin han manifestado su apoyo a tu iniciativa! Es solo cuestión de tiempo que recibamos noticias de las legiones de la Galia y el norte de Italia. Hasta las de Dacia y Dalmacia vacilan, sin saber a quién ofrecer su lealtad.

Odoacro le miró estupefacto, y entonces oyó que gritaban una orden a su espalda y el sonido de pies. Se volvió y vio que sus hombres (desaliñados, sin afeitar, agotados, cojeando de dolor) acababan de atravesar la puerta principal, guiados por los jinetes de Arderico. Las tropas de la ciudad rompieron filas y rodearon a los asombrados hombres de Odoacro, mientras les daban palmadas en la espalda y les entregaban odres de vino y pedazos de carne seca. Al cabo de unos momentos, los recién llegados se habían recuperado de su asombro y se mezclaban con sus camaradas de Virunum como si estuvieran celebrando una gran victoria.

Odoacro se volvió hacia Arderico.

—He traído a toda mi legión. Eso hace dos legiones en total, en un campamento construido para albergar a una sola.

—Mis hombres harán sitio en sus propias cabañas, y mañana enviaremos partidas a cortar troncos para construir más. No solo estamos haciendo sitio para tu legión, general. Todas las legiones del norte están convergiendo hacia este punto, y cuando corra la voz de que estás en Virunum, todas acudirán aquí. Tu momento ha llegado, general.

—Exageras.

—¿Eres capaz de dudarlo? Tú eres el hombre a quienes las tropas aclaman como comandante. Tú eres el hombre que conducirá la marcha hacia Rávena. Eres tú quien de Volverá su buen nombre a las legiones, tras años de que los emperadores nos hayan sobornado e insultado con la incompetencia de sus nombramientos.

—¿Y qué pasará después? ¿Qué pasará cuando lleguemos a Rávena, seguidos de cinco o seis legiones? ¿A quién seguirán las tropas? ¿A quién ofrecerán su lealtad, cuando Orestes empiece a arrojarles dinero y tierras, y yo no tenga otra cosa que ofrecer que mi nombre? ¿Qué clase de movimiento crees que estoy liderando, Arderico?

Una sombra pasó sobre el rostro del comandante de la guarnición, pero solo por un momento, mientras miraba hacia el mar de hombres que abarrotaban las calles y el foro.

—Tus motivos —dijo—, tus cuentas pendientes con Orestes, son asunto tuyo y de él, y también de Dios, si deseas mezclarlo en el asunto. En cuanto a las tropas, no existe la menor vacilación. Los hombres te seguirán.

Los dos hombres guardaron silencio un largo rato mientras contemplaban la celebración de las tropas bajo la nieve que caía.

6

El sol de finales de agosto caía sin piedad sobre las tropas germanas que, poco acostumbradas a un calor semejante, se habían desprendido de casi todas sus prendas de abrigo con las que habían marchado hacia el sur desde sus puntos consolidados a lo largo del Danubio. Descubrieron que la lana gruesa era insoportable bajo el asfixiante sol, sobre todo con la armadura de malla que Odoacro había insistido en que utilizaran en todo momento desde que habían entrado en Italia. Los escudos cóncavos que cargaban a la espalda aumentaban el efecto del sol, así como las pesadas mochilas con correas para colgar de los hombros, que se clavaban en su piel con más fuerza cuando estaba almohadillada por la lana. Antes de que el sol hubiera llegado a su meridiano el primer día después de dejar atrás los Alpes, las cunetas de la carretera se llenaron de las ropas desechadas de los hombres, y durante los días posteriores fue motivo de gran hilaridad entre los soldados observar la expresión aterrorizada de los habitantes de aquella región, cuando veinte mil hombres atravesaban sus aldeas cubiertos con poco más que los taparrabos y la armadura de combate.

Con la inevitable aparición de quemaduras y ampollas en la piel blanca del norte, agravadas por la incomodidad de los enjambres de mosquitos y moscas que les atormentaban cuando descendieron a las tierras bajas del norte de Italia, muchos soldados se arrepintieron de haberse deshecho con tantas prisas de sus prendas de lana, por más que picaran. Los sofocados germanos se apoderaron de perplejos transeúntes y aldeanos, y les despojaron de su ropa, sobre todo si era de hilo u otras telas livianas, y la utilizaron para cubrir sus cuerpos quemados por el sol. Después de que Odoacro prohibiera dichos saqueos, las sufridas tropas poco pudieron hacer, salvo untarse de aceite y rociarse con el polvillo rojo acumulado en la cuneta, en un pobre intento de proteger su piel en carne viva. Los resultados no fueron ineficaces: debido tanto al polvo como al color de su piel, las tropas llegaron a ser conocidas como los «hombres rojos», y casi todo el mundo, salvo los más robustos o curiosos, huían cuando se acercaban.

El quinto día después de bajar de las montañas, antes de iniciar su recorrido final siguiendo la columna vertebral de Italia hacia el oeste, en dirección a Rávena, se acercaron a la guarnición militar de Ticinum Papiae. Odoacro dio orden de detenerse y montar el campamento, fuera del alcance de posibles proyectiles lanzados desde las murallas fortificadas. Perplejos, pues era primera hora de la tarde, pero sin cuestionar la oportunidad de acortar las veinte millas que recorrían cada día, los hombres rompieron filas, pero sin alejarse de sus armas y suministros, por si la guarnición romana atrincherada detrás de las murallas decidía lanzar un ataque por sorpresa. Mientras los centuriones medían a pasos el trazado del campamento que iban a erigir, los hombres descansaban a la sombra de un bosquecillo cercano, y Odoacro ordenó que levantaran un toldo en un claro situado a cierta distancia. Allí convocó una reunión con sus principales oficiales, Arderico, Gundobar, Onulf y un puñado de los que se habían sumado a sus tropas desde su llamada a las armas de la primavera pasada.

Cuando los oficiales llegaron unos momentos después, miraron a Odoacro con aire inquisitivo, pues habían transcurrido varios días desde que habían celebrado una asamblea general del Estado Mayor. Lo primero que deseaban era saber el motivo del alto, debido a lo cerca que se encontraban de Rávena y de la confrontación definitiva que allí les esperaba. Ticinum era un lugar inusitado para detenerse, pues ya habían dejado atrás poblaciones armadas similares desde que habían descendido de los Alpes, incluido el gran centro administrativo de Milán, tan solo dos días antes, pero ninguno había tentado a Odoacro a detenerse y combatir, ni tampoco había supuesto ninguna amenaza para el avance de las tropas. Daba la impresión de que Ticinum no era diferente.

—Vamos a tomar esta ciudad —anunció Odoacro sin más preámbulos después de que los oficiales se hubieran reunido—. No dejaremos atrás Ticinum Papiae sin que haya capitulado.

Los oficiales intercambiaron una mirada de sorpresa, y Gundobar fue el primero en hablar.

—Odoacro, ni siquiera nos detuvimos para tomar Milán hace dos días, sino que obligamos a las tropas a dar un rodeo. Esta ciudad es mucho más pequeña, una guarnición carente de importancia, pero asediarla nos costaría días. Eso prolongaría la ausencia de nuestras tropas del Danubio y el Rin, donde las fronteras ya están debilitadas en caso de una invasión. Recuerda que las legiones que hemos dejado atrás son leales, pero su fuerza se ha reducido a la mitad. Solo es cuestión de tiempo que las tribus apostadas al otro lado del río se den cuenta de su oportunidad.

—Además —continuó Arderico—, eso concede a Orestes más tiempo para fortalecer las defensas de Rávena. Cuanto más nos quedemos aquí, más difícil será nuestra tarea cuando lleguemos por fin al objetivo. Estamos a menos de una semana de marcha de la capital. Continuemos.

Odoacro miró a sus oficiales.

—Parece razonable —respondió—, salvo por una cosa. Orestes ya no está en Rávena. Está aquí.

Sus hombres le miraron sorprendidos.

—¿En Ticinum? —preguntó Onulf—. ¿Lo sabes con certeza?

—Tenemos un huésped. Hasta es posible que algunos lo conozcáis. Aunque no es de nuestro ejército, es uno de los nuestros, por idioma y por intenciones.

Odoacro se volvió y lanzó un silbido. Cuatro guardias cercanos alzaron la vista y, cuando Odoacro les hizo una señal, se encaminaron hacia el toldo bajo el cual los oficiales estaban reunidos. Cuando se acercaron, Onulf y los demás vieron que escoltaban a un quinto hombre entre ellos, un oficial romano con uniforme de batalla completo, excepto por la túnica carmesí que los romanos llevaban bajo la malla. Por lo visto, él también había sucumbido al calor, y solo vestía una camisa de hilo ligera, como las utilizadas para dormir.

—Caballeros, os presento al tribuno Gilimero, comandante de las cohortes urbanas bajo las órdenes de Orestes, y ostrogodo de nacimiento. Llegó a mi tienda de mando esta mañana antes de partir, después de convencer a nuestros puestos avanzados de que le dejaran pasar, incluso matando a un guardia que no accedió. Afirma haber acompañado a Orestes hasta Ticinum hace una semana, y que las cohortes urbanas que ha traído con él han triplicado el volumen habitual de la guarnición estacionada aquí. Las autoridades civiles han colaborado con ellos, y han proporcionado a las tropas de Orestes comida, armas y provisiones. Las murallas de Ticinum albergan ahora una fuerza poderosa y bien armada, y Orestes tiene la intención de atacarnos por la retaguardia cuando pasemos de largo…, si pasamos de largo…

Los oficiales contemplaron al recién llegado durante un momento de estupefacto silencio, antes de prorrumpir todos a la vez en gritos y discusiones. Odoacro hizo un ademán para que guardaran silencio, y después, Gundobar alzó la voz.

—¿Por qué te has creído esta absurda afirmación? —barbotó—. Fíjate en las murallas. No hay indicios de que hayan apostado una guarnición triple. Orestes ha enviado a este hombre para que nos entretengamos aquí, para retrasar nuestra llegada a Rávena, para conseguir más tiempo con el propósito de preparar sus defensas.

Odoacro asintió.

—Quizá. Yo también lo he pensado. He informado a Gilimero de que, si descubrimos que esta información es falsa, será ejecutado, lo cual ya sabía antes de acudir a mí. No obstante, lo hizo, a sabiendas de que yo investigaría y descubriría la verdad, la cual sospecho que es la que afirma él. Si solo pretende ganar tiempo para Orestes, sacrificaría su vida en el intento. Me cuesta creer que alguien pueda aceptar el martirio voluntariamente para servir a Orestes.

Arderico miró al prisionero con escepticismo.

—Con frecuencia, los hombres arden en deseos de morir por una causa, o por otros incentivos. Tal vez Orestes retenga a su familia como rehenes, o le fuerce a hacerlo por algún otro motivo.

Gilimero habló por primera vez.

—Tal vez mis motivos no sean tan nobles como proteger a mi familia. General —dijo con desdén—, quizá se deba a un simple desacuerdo con mi comandante. Suele pasar.

—Si no puedes convencernos de tus motivos, ¿por qué vamos a creerte?

—Porque tenéis mucho que ganar si lo hacéis, y poco que perder.

—¿Cómo es eso? —preguntó Onulf.

Gilimero suspiró y miró de soslayo a Odoacro, quien contestó en su nombre.

—Gilimero tiene razón —explicó Odoacro—. Si Orestes se hubiera quedado en Rávena, habría convocado a la mayor parte de las tropas de las guarniciones para reforzar a sus cohortes urbanas. En guarniciones como la de Ticinum solo quedarían unidades exiguas. Si atacamos y descubrimos que vencemos con facilidad, en uno o dos días, por ejemplo, sabremos que ese es el caso, que sus hombres han sido enviados a Rávena. Una guarnición de pocos hombres confirmaría que Orestes se ha quedado en Rávena con el emperador y las cohortes urbanas, y entonces podremos borrar a nuestro amigo Gilimero de la lista de quienes reciben raciones alimenticias…

—No obstante —continuó Onulf, quien había comprendido lo que su hermano estaba insinuando—, si Ticinum opone una fuerte resistencia, más de la que cabría esperar de una guarnición con pocos hombres, sabremos que está protegiendo algo importante, o planeando una emboscada.

—Exacto —confirmó Odoacro.

—No —dijo Arderico, y todos los ojos se volvieron hacia él—. Sigue siendo absurdo. ¿Por qué dejaría Orestes al emperador sin protección, en una capital despojada de la mitad de sus fuerzas? Si supiéramos que lo había hecho, ¿por qué no íbamos a pasar de largo de Ticinum a toda prisa, y caer sobre Rávena de inmediato? Ten cuidado, Odoacro, no dejes que tu cuenta pendiente con Orestes nuble tu mente. Eres responsable de veinte mil hombres, tus hombres y mis hombres, y no hay que tomarse a la ligera sus vidas. Tu misión no es conquistar a tu enemigo personal, sino capturar Rávena, y después apoderarte del emperador niño.

—No, idiota —rugió Gilimero, y todos los hombres se volvieron hacia él, sorprendidos de que un prisionero osara interrumpir con tal audacia a un comandante—. El Augustulus no es vuestro objetivo. Puede que sea el emperador, y el hijo de Orestes, pero no es más que un simple títere. El verdadero poder del imperio reside en Orestes, y si su hijo es depuesto, se limitará a nombrar a otro hombre de paja. Sin Orestes, Rávena carece de importancia. Es un palacio vacío, mosaicos frivolos, nada más. Escúchame, Odoacro: tu objetivo no es una ciudad. Es un hombre. Y ese hombre está aquí.

Los demás guardaron silencio, mientras paseaban la vista entre Odoacro y Gilimero.

—¿Asediamos Ticinum Papiae, pues? —preguntó Odoacro a sus oficiales.

Uno a uno, los hombres asintieron, al principio de mala gana y después con más determinación. Odoacro se volvió hacia los guardias que habían custodiado a Gilimero.

—Llevadle al calabozo —ordenó.

—No tenemos calabozo, señor —respondió uno de los guardias.

—Pues construid uno —replicó Odoacro—, con estacas afiladas o lo que podáis encontrar. Este hombre ha de ser encadenado y encerrado. Si tomamos Ticinum al primer asalto, será ejecutado, como castigo por habernos retrasado innecesariamente. Si el asedio es más difícil, lo traeréis a mi presencia. ¿Comprendido?

Los guardias asintieron, agarraron con rudeza al prisionero por los brazos y volvieron al campamento principal, donde las tropas, ya descansadas, habían empezado a cavar trincheras.

Una vez, años antes, Odoacro había subido a una pequeña elevación y contemplado nervioso las obras para el asedio que los invasores, a las órdenes de Orestes, habían construido alrededor de su ignorante ciudad de Soutok. Ahora, la inversión de la situación le proporcionaba cierto sombrío placer.

Durante los dos días siguientes, las tropas de Odoacro cavaron la exacta contrapartida de las zanjas, terraplenes y barreras de empalizadas que en otro tiempo habían rodeado la capital escira. Cuando recreó en su memoria aquellas fortificaciones, ordenó que talaran árboles, cortaran tablas de sus troncos y las desbastaran, con el fin de servir como puentes sobre las barreras cuando llegara el momento de asaltar las murallas de la ciudad. Algunos hombres protestaron, aduciendo que tales medidas eran innecesarias si la ciudad iba a ser conquistada tras un ataque relámpago, tal como estaba previsto, pero Odoacro no quería correr el riesgo de que una gran fuerza enemiga surgiera de repente de las murallas y asaltara su campamento, en algún punto débil identificado desde sus torres de vigilancia. Sus veinte mil hombres apenas eran suficientes para la invasión. Un movimiento en falso podía costarle la mitad de esos hombres. Incluso perder una cuarta parte haría insostenible la empresa.

A medida que progresaban los trabajos de las trincheras, más convencido estaba de que la historia de Gilimero era cierta. Si se ponía en el lugar de los centinelas de la ciudad, del comandante de la guarnición, o del propio Orestes, se daba cuenta de que, si la ciudad estaba tan mal defendida como había esperado, sería un suicidio no rendirse cuando sus comandantes vieran la extensión de las fortificaciones y el número de las tropas que la asediaban. De hecho, las murallas de la ciudad no eran muy sólidas (relativamente bajas, de piedra desnuda), y por lo tanto no existía posibilidad de escapar a la derrota que los defensores, sin duda, sabían que se avecinaba. A menos que Gilimero estuviera en lo cierto, y hubiera tal cantidad de tropas en el interior que la guarnición fuera capaz de repeler el ataque e infligir pérdidas fatales a los atacantes.

El cuarto día se oyeron unos trompetazos en la ciudad, la puerta se abrió apenas y salió un heraldo, solo y a caballo, vestido con el uniforme completo de las cohortes urbanas y con las insignias de un tribuno de caballería. Con un banderín blanco que ondeaba con decisión sobre su cabeza, sujeto a una lanza, empezó a dirigirse con cautela hacia las filas de los invasores. Cuando se acercó, toda actividad cesó en las obras. En cien pasos a la redonda, los hombres se pusieron a correr a lo largo de la empalizada hacia el punto al que el jinete solitario dirigía su montura. Odoacro, que estaba trabajando con el escuadrón de arqueros de Recia en erigir un andamio para los francotiradores sobre una colina poco elevada, se volvió y empezó a acercarse con los arqueros. Al cabo de unos momentos, las empalizadas estaban abarrotadas de hombres. A veinte pasos de distancia de la trinchera, el tribuno se detuvo, golpeó el suelo con la lanza y soltó un cuerno de toro de la correa que llevaba al cinto.

—¡Compatriotas romanos! —gritó el oficial por mediación del cuerno, y los murmullos intrigados de las tropas germanas enmudecieron.

»¡Soldados de Roma! Aunque venís de tierras lejanas, de Noricum y Panonia, de Dalmacia y Recia, e incluso de más lejos, de la Galia y de Hispania, sois soldados de Roma, como yo, como mis camaradas apostados tras las murallas. En nuestra común identidad, amigos míos, somos hermanos, sin pleitos entre nosotros, entre vosotros y nosotros.

»Vengo a hablar con vosotros para pediros que miréis a vuestro comandante, pues lo veo de pie ante mí, con los brazos cruzados en actitud desafiante, como un propietario que vigila a sus esclavos, que miréis a vuestro comandante y os preguntéis por qué os ha sacado a rastras de vuestras frías y verdes tierras, por qué os ha traído a este abrasador y polvoriento país, por qué os ha convertido en "hombres rojos" semidesnudos, obligándoos a comer galleta seca y a cavar zanjas bajo el ardiente sol.

Las tropas escuchaban en silencio, y en algunos puntos de la multitud de hombres desnudos, cubiertos de tierra, cuyos pechos todavía subían y bajaban debido al esfuerzo de cavar, se elevaron murmullos de indignación, aunque era imposible saber si protestaban por las audaces palabras del heraldo o si compartían el resentimiento que expresaba por sus privaciones. Todos los ojos se volvieron hacia Odoacro, quien continuaba inmóvil, con los brazos cruzados, en la misma postura de la que se había mofado el heraldo, mirando con furia al tribuno que le plantaba cara bajo el banderín blanco de tregua.

—¡Mirad a vuestro comandante! —bramó de nuevo el heraldo—. Preguntadle, y preguntádselo ahora, antes de volver a levantar las palas, antes de añadir otro tronco a las empalizadas, preguntadle por qué os ha traído aquí. ¿Qué os ofrece? ¿Qué ganancias pensáis conseguir con esta locura, con este ataque a vuestros compañeros de armas? ¿Contra quién lucháis, y para quién lucháis?

Los murmullos de los germanos aumentaron, y un par de piedras fueron lanzadas en dirección al heraldo, aunque no lo alcanzaron, si bien provocaron que su caballo brincara asustado. El romano recobró el control de su montura y alzó de nuevo el cuerno de toro.

—¡Habéis recorrido toda esta distancia hasta Italia para nada! ¡Para nada, os lo aseguro, si seguís a este hombre! Hace años, cuando era un príncipe esciro, se negó a reconocer la autoridad del general Orestes, y su pueblo pagó el precio de su locura. ¡Ahora, una vez más, comete el mismo trágico error! Pero no todo está perdido para vosotros. Mi comandante me ha autorizado a deciros que vosotros también compartiréis el donativo concedido a las cohortes urbanas, con ocasión del acceso al trono del emperador Rómulo. Vosotros también, y todas las legiones, incluso los confoederati, recibiréis una parte de los inmensos territorios que serán repartidos entre estos hombres, ¡entre nosotros!, que con tanta valentía hemos derramado nuestra sangre y sacrificado los mejores años de nuestra vida por el imperio. Magistrados y topógrafos están ahora viajando a lo largo y a lo ancho de la península italiana, requisando una tercera parte de las tierras de las familias nobles, una tercera parte de sus propiedades. ¡Vosotros recibiréis esta tierra, estos ricos y fértiles territorios! ¡Seréis los beneficiarios del nuevo emperador Rómulo Augusto!

Un silencio de muerte cayó sobre las tropas, y de nuevo todo el mundo miró a Odoacro, quien seguía tan inmóvil como antes, con los dientes apretados, el rostro ensombrecido de furia por las palabras del heraldo.

—¡Seréis ricos si deponéis las armas y os unís a vuestros hermanos romanos de la guarnición! —continuó el heraldo—. Pero vive Dios —rugió, al tiempo que se alzaba en su caballo y lanzaba la lanza ante él, clavando su banderín blanco en la tierra blanda y seca—, vive Dios que seréis hombres muertos, no solo desprovistos de vuestro donativo, sino también de vuestras demás posesiones, si insistís en esta demencial empresa, en este ataque a vuestros compañeros, en esta traición al propio emperador Rómulo Augus…

Sus palabras fueron interrumpidas por una flecha, disparada con tal fuerza y velocidad que casi nadie la vio volar hacia él, antes de que se hundiera en su boca entre un chorro de sangre. La punta de hierro, con más de la mitad del astil, sobresalía de su nuca, como si el cráneo y el casco de metal no hubieran presentado más resistencia que la piel de un melón verde. El impulso de la flecha levantó al hombre de su silla y le lanzó hacia atrás, hasta que cayó hecho un guiñapo detrás del animal, muerto antes de tocar el suelo de tierra. El caballo gimoteó aterrorizado y huyó a toda velocidad.

Los hombres, estupefactos, siguieron la trayectoria de la flecha hacia atrás, hasta que sus ojos se posaron de nuevo en Odoacro, quien sostenía un arco, todavía vibrante, que había arrebatado a uno de los arqueros que le acompañaban. Paseó una feroz mirada a su alrededor y se adelantó para hablar a los hombres.

—El heraldo dijo la verdad en una cosa, y solo en una —gritó Odoacro. Las tropas guardaron silencio, con el cuello estirado hacia delante expectantes.

»El donativo del que habló sigue en pie. Los magistrados y topógrafos, en el caso de que estén llevando a cabo su tarea, continuarán haciéndolo, y si no han empezado todavía, yo me aseguraré de que lo hagan. Vosotros, hombres, legionarios, fieles a Roma, heredaréis no solo su riqueza, sino sus ideales, que no deben ser corrompidos por el tribuno y los de su calaña. Pero lo más importante es que, al derrotar a esos hombres, conseguiréis lo que Orestes no puede ofreceros. ¡Vosotros, que habéis marchado desde las frías y lejanas fronteras del imperio, conquistaréis el nombre y el honor, el honor incorrupto y sin tacha, de los verdaderos romanos!

Las tropas prorrumpieron en vítores que se propagaron en oleadas circulares hasta el extremo de las obras de las trincheras, resonaron en las murallas de la ciudad y llegaron hasta los campos y bosques del otro lado. Al principio, fue un simple rugido incoherente que ahogaba todas las palabras, la pura expresión del apoyo de los hombres a su comandante, pero pronto se transformó en el cántico rítmico que Odoacro había estado esperando.

—¡Roma! ¡Roma! ¡Roma!

Mientras el cántico resonaba, Onulf se acercó a su hermano.

—La información de Gilimero era correcta, estoy seguro —se limitó a decir en huno.

Odoacro miró por encima del hombro de Onulf hacia la figura que yacía muerta en la hierba al otro lado de las trincheras, con el astil emplumado de la flecha que sobresalía de su rostro y vibraba suavemente por obra de la brisa.

—Conocía a ese hombre —dijo con semblante sombrío—. Paulo Domicio. Sus palabras eran veneno para las tropas. Puede que fuera un heraldo, pero arrojó su bandera de tregua, la bandera de tregua de Orestes. Declaró la guerra, y ahora es su primera baja. Orestes será la siguiente.

Odoacro dio media vuelta y se agachó para recoger un pino joven que acababan de derribar y descortezar. Apoyó un extremo sobre su hombro y empezó a arrastrarlo hacia el andamio de los arqueros, con el fin de añadir otra pieza de material a la torre de los francotiradores, cada vez más alta.

7

En el momento más oscuro de la noche, justo antes del alba, unos dos mil hombres, la mitad de la cohorte urbana que había en la guarnición, salieron en fila por la puerta principal de Ticinum y siguieron las murallas exteriores, agachados y aplastados contra la estructura. A doscientos pasos de distancia, en la primera línea de las fortificaciones del asedio recién cavadas, todo estaba en silencio, y los centinelas de la guarnición pudieron confirmar desde las torres de vigilancia que las hogueras para cocinar del campamento enemigo se habían apagado. El único movimiento era el ocasional destello de una antorcha o lámpara a través de los muros de las empalizadas situados detrás de la trinchera, cuando los centinelas de los invasores efectuaban sus rondas del campamento con parsimonia. Las mejores tropas de la guarnición, con el rostro y la ropa cubiertos de grasa negra para camuflarse, se reunieron bajo la muralla sur, frente al punto donde habían observado que la presencia de los invasores tras las trincheras era más débil, y el más alejado del cuartel general de Odoacro, en el lado norte. En el extremo sur, aunque las trincheras se habían terminado de cavar, la empalizada aún no había sido erigida por completo, y solo una delgada línea de tropas de infantería germana estaba apostada detrás, apoyada por un pequeño escuadrón de arqueros y algunos jinetes. De día, tal presencia era suficiente para rechazar un ataque, para repeler cualquier incursión de las tropas de la guarnición hasta que una fuerza más numerosa pudiera llegar desde el campamento principal, distante media milla. Pero Odoacro había considerado improbable tal ataque, pues las murallas de Ticinum carecían de puertas en ese lado. Todos los indicios señalaban que cualquier movimiento de las cohortes urbanas fuera de las murallas debería iniciarse en el norte, lo cual proporcionaría a las tropas de Odoacro tiempo suficiente antes de que pudieran romper las secciones débiles de las trincheras.

De noche, sin embargo, las tropas de Odoacro eran incapaces de ver las maniobras que tenían lugar a tan solo doscientos pasos de sus trincheras, protegidas por la sombra oscura de las murallas de la ciudad. El extremo sur, que contaba con escasas fuerzas, representaba el punto débil que necesitaban las cohortes urbanas para abrir una brecha en el ejército desplegado contra ellas. Y estaban provistas de las armas más formidables: tablas de madera.

Cien tablas, arrancadas de casas y cobertizos de Ticinum el día anterior, cortadas de vigas de techos, desprendidas de las paredes y cabañas de los pobres. Casi todas las tablas eran lo bastante estrechas y ligeras para que un hombre las pudiera cargar con cierta dificultad, o dos sin ninguna. Algunas eran cortas, y habían sido atadas o sujetas con clavos entre sí para formar tablas más largas. Algunas eran simples escaleras. Todas medían como mínimo seis brazos de largo, suficiente para que las tropas de la guarnición pudieran pasar por encima de la trinchera recién cavada.

Cuando oyeron un silbido bajo, recogieron sus tablas y atravesaron corriendo el claro a oscuras en dirección al punto donde sabían que estaban las trincheras. Moviéndose como una masa apretada y sin portar luces, los atacantes pintados de negro llegaron a la zanja sin ser advertida su presencia hasta el último momento, cuando el ruido que hicieron al colocar las tablas alarmó a los guardias de las empalizadas inacabadas, quienes levantaron sus antorchas y escudriñaron las tinieblas. Era demasiado tarde. Mientras forzaban la vista en dirección a la ciudad, una docena de flechas atravesaron a cada centinela antes de que pudieran emitir alguna señal, flechas lanzadas a bocajarro justo desde debajo de ellos. Las cohortes urbanas rebasaron las delgadas defensas que protegían el campamento sur de Odoacro.

Fue solo entonces, cuando los atacantes treparon por el muro de tierra amontonado al otro lado de la zanja, y empezaron a abrirse paso entre las estacas de madera a medio erigir, cuando sonó la alarma, y el ruido despertó a las pocas tropas germanas acampadas en ese extremo de las obras del asedio. Centuriones y oficiales salieron corriendo de sus tiendas, se ciñeron a toda prisa la armadura y se pusieron los cascos, mientras gritaban a las tropas que formaran y se defendieran. Al cabo de unos momentos, las tropas de la guarnición habían saltado las trincheras y atravesado las empalizadas, y cruzaban el campamento como una exhalación, despejando el camino para los hombres que les seguían y, si el ataque se saldaba con éxito, el resto de los camaradas que esperaban expectantes detrás de las murallas de la ciudad.

A media milla de distancia, en el lado este de las obras de las trincheras, en el mismo perímetro del campamento principal, Odoacro despertó sobresaltado, escuchó un momento los gritos lejanos que el aire sereno de la noche transportaba hasta sus oídos y saltó de su camastro.

—¡Onulf! —bramó, al tiempo que se ponía la malla y asía el casco y el cinturón con la espada que colgaban de un poste. Salió corriendo por la puerta de la tienda y vio que el campamento ya se había convertido en un caos—. ¡Onulf! —volvió a gritar, y esta vez su hermano apareció, procedente de una tienda de oficiales contigua, al tiempo que Gundobar llegaba desde la dirección opuesta, cojeando entre muecas de dolor, todavía convaleciente de los efectos de las quemaduras recibidas en el asedio de Roma.

—¡El enemigo ha abierto una brecha en nuestras trincheras! —gritó Gundobar, mientras señalaba hacia el fragor de la batalla, casi ahogado ahora por los gritos de los hombres que les rodeaban—. ¡En el flanco sur!

—¡Reunid a las tropas, deprisa! —ordenó Odoacro—. ¡Las legiones de Noricum y Panonia, deprisa! ¡Orestes está intentando romper nuestras líneas y escapar! ¡Onulf, llévate a las dos legiones a las trincheras del sur! ¡Gundobar, reúne a tus burgundios!

Los dos oficiales asintieron y empezaron a correr hacia los alojamientos de las tropas, cuando Odoacro saltó de repente tras ellos.

—¡Esperad!

Volvieron hacia Odoacro, quien les estaba mirando con los ojos abiertos de par en par, tras haber comprendido lo que estaba sucediendo.

—¡No! ¡No llevéis esas fuerzas al lado sur! ¡Orestes no quiere escapar!

—¿Qué estás diciendo? —exclamó Onulf—. Hermano, deja que reúna a las tropas…

—¡No! ¡Eso es lo que quiere que hagamos! Si quisiera escapar, ya lo habría hecho, puesto que tenemos pocas tropas en el extremo sur. No, escucha… Allí aún siguen combatiendo. ¡La cohorte urbana se detuvo ahí para luchar! Eso solo puede significar una cosa…

Gundobar intervino al punto.

—Orestes quiere luchar. Quiere que enviemos tropas allí desde el campamento principal, dividir nuestras fuerzas…

—Para poder atacarnos en el campamento principal con el resto de su guarnición —continuó Onulf—. Aquí, contra nuestro punto más fuerte. No lo esperaríamos…

—Pero ya no sería nuestro punto más fuerte si enviáramos la mitad de nuestras fuerzas a su trampa —dijo Odoacro—. Nos dividiría, con la ventaja de la sorpresa y la oscuridad, nos rodearía por detrás, nos aplastaría…

—¡Señor! —jadeó un centinela sin aliento que acababa de llegar corriendo a la tienda de mando en la oscuridad—. ¡Señor! Las compañías de la línea sur han sido atacadas. Mi centurión suplica refuerzos.

—¿Cuántos atacantes, soldado? —preguntó Onulf.

—Más que nosotros, y somos una cohorte entera… Eramos una cohorte entera…

Odoacro ya había oído suficiente.

—Puede que haya mil o más. Gundobar, tus burgundios.

—Solo tengo quinientos… —contestó Gundobar.

—Suficientes. Son buenas tropas. No necesitamos derrotar a los soldados de la guarnición, solo detenerlos. Ni siquiera eso, simplemente retrasarlos. Erigid una barricada. Impedid que lleguen al campamento principal. Llévate también caballería, cien caballos, acósales desde los flancos, contenles…

Gundobar asintió y salió corriendo antes de que Odoacro hubiera terminado. Onulf miró a su hermano.

—¿No deseas que le preste refuerzo, que contenga el ataque?

—Necesitamos aquí todos los hombres disponibles. ¿Qué hay preparado, Onulf? ¿Armas de asedio, catapultas? ¿Onagros u otras piezas de artillería? ¿Qué tenemos?

—Todavía nada. Durante los dos últimos días, todos los hombres han sido destinados a las trincheras y las empalizadas, y algunos a construir las torres de los francotiradores. Los onagros aún no están montados. Solo tenemos las escaleras, pues fue lo más fácil y rápido de construir, y las necesitábamos para la torre…

—Prepárate para atacar ahora mismo —interrumpió Odoacro—. Venceremos a Orestes con sus propias armas, atacaremos su fortaleza mientras sus tropas quedan divididas. ¿Escaleras, has dicho?

—Cuarenta, tal vez cincuenta, y pueden fabricarse más enseguida, con las estacas utilizadas en las empalizadas.

—Pide voluntarios. El primer hombre que llegue a lo alto de cada escalera recibirá un año de sueldo, y el primer hombre que salte la muralla, cinco años de sueldo.

Onulf sonrió sin humor.

—¿Cinco años de sueldo? Ya sabes que no es el oro lo que motiva a las tropas. No les has pagado en todo el año, pero todavía continúan luchando.

—Las tropas saben que soy hombre de palabra —gruñó Odoacro—. Sobre todo después de conquistar Rávena.

Al cabo de unos momentos, Onulf había movilizado un numeroso escuadrón de arqueros, marchado con ellos sobre las trincheras hasta un espacio abierto cercano a la muralla este de la ciudad, y arrojado una lluvia de flechas devastadora que despejó las murallas enemigas de centinelas y defensores. Los arqueros habían formado y tomado posiciones con tal prisa que, incluso después de que las primeras filas hubieran empezado a lanzar sus flechas, muchos de sus camaradas todavía estaban saltando las trincheras y corriendo para reunirse con ellos. La infantería regular recibió la orden de empezar a recoger las flechas sobrantes, e incluso las armaduras y escudos de los arqueros que no habían tenido tiempo de ponérselas antes de correr hacia las murallas. No había tiempo para la perfección. El caos era la norma, y la velocidad la exigencia.

Apenas habían sido lanzadas las primeras flechas, cuando la infantería empezó a formar detrás de los arqueros, al principio organizada por centuria y cohorte, pero cuando quedó demostrado que eso consumía demasiado tiempo en la confusión, solo por bloques de cien hombres, los que fueran, con independencia de las unidades a las que estuvieran asignados. Odoacro, que había rechazado montar a caballo por temor a que el animal tropezara y cayera en la oscuridad, corría de un lado a otro de las líneas que se iban formando. Con voz ronca a causa de la sed, llamó a sus tropas cuando salían a toda prisa del campamento, mientras se esforzaban por ceñirse la armadura y el casco, con el fin de alinearse en la formación improvisada que sus oficiales estaban organizando.

—¡Formad filas, hombres! —rugió, al tiempo que golpeaba a un rezagado con la cara de la hoja, y mascullaba para sí cuando estuvo a punto de pisotear a un soldado que había caído sobre uno de los puentes improvisados para salvar las trincheras—. ¡A formar! Nuestros arqueros están asaeteando las murallas. ¿Quién será el primero en subir por las escaleras?

Un coro de gritos contestó a su pregunta, y entre las filas apareció un puñado de escaleras, transportadas desde el punto del campamento principal donde las estaban montando, arrojadas por encima de la empalizada para no estorbar el paso de la infantería que acudía sobre los puentes de tablas, y asidas por manos ansiosas al otro lado. Al cabo de unos momentos, cuatro escaleras más aparecieron.

—¡Onulf! —bramó Odoacro. Su hermano, que se estaba encargando de la misma tarea unos cien pasos más arriba de la trinchera principal, se acercó corriendo.

—¿Cuántos hombres has reunido?

Onulf escudriñó la oscuridad y sacudió la cabeza.

—No sabría decirlo… La situación es confusa. Dos mil, puede que más. Pero están formando muy deprisa. Cuenta hasta cien y el número se duplicará.

—No hay tiempo. ¿Escaleras?

—Vi que arrojaban seis u ocho sobre las barricadas en mi extremo.

—Y yo he visto una docena aquí. Eso hacen veinte. ¡Ordena que ataquen ahora!

—Los cornetas y correos no han llegado, los oficiales se han dispersado, la formación es caótica…

—Todo depende de las escaleras. Más hombres no nos servirían de nada, no cabrían en las escaleras. Vuelve a las trincheras y ordena el asalto, yo haré lo mismo aquí. ¡Escaleras, hombre, pide más escaleras!

Onulf recorrió la línea a toda prisa, pidiendo a gritos más escaleras, y vio que otras tres pasaban de mano en mano por encima de la trinchera. En el ínterin, Odoacro agarró del brazo a un soldado que pasaba corriendo a su lado y le obligó a volverse.

—Los burgundios, soldado —gritó—. ¿Qué sabes de los burgundios?

El soldado se detuvo un momento, miró a su comandante y se puso firmes.

—No sé nada, señor. Su escuadrón tenía la tienda al lado de la mía, su comandante les llamó y salieron corriendo como ciervos hacia las fortificaciones del sur.

—Pero ¿no ha vuelto ninguno? ¿El campamento ha sido atacado por ese lado?

—No, señor, al menos desde que yo me fui, hace unos momentos.

—Buen muchacho. ¿Te dan miedo las alturas?

—¿Las alturas, señor?

—¡Las alturas! ¿Ves las escaleras?

El soldado echó un vistazo a una escalera que cargaban algunos camaradas y comprendió enseguida. Se volvió hacia Odoacro con una sonrisa.

—¡Te veré al otro lado de las murallas, señor!

Corrió detrás de los hombres que cargaban la escalera y desapareció en el caos.

Odoacro volvió a la posición de los arqueros.

—¡Arqueros, mantened el ritmo! ¡No paréis ni un instante, ni siquiera para apuntar! Disparad lo más deprisa posible, tan deprisa como os lleguen los suministros de flechas. ¡No permitáis que el enemigo suba a las murallas!

Sin esperar la respuesta, corrió hacia las primeras filas de infantería, que estaban corriendo sin moverse del sitio en la oscuridad, impacientes.

—¡Moved las escaleras hacia delante! ¡Allí! ¡Cincuenta hombres detrás de cada escalera! ¡Preparados! ¡A la carga!

De inmediato, las tres primeras escaleras, cada una cargada por media docena de hombres, distribuidos a lo largo de sus nueve brazos de longitud, se inclinaron hacia las murallas. Detrás de cada una, cincuenta hombres formaron a toda prisa y corrieron tras ellas. Odoacro no veía otra cosa en la oscuridad que los hombres más cercanos, y solo pudo rezar para que Onulf estuviera dando las mismas órdenes al otro lado de la línea.

—¡Más escaleras! —aulló, y otras cuatro pasaron de mano en mano, llegaron a los hombres de las primeras filas, y ellos también siguieron a sus camaradas de un momento antes hacia las murallas. Sobre sus cabezas, las andanadas de flechas del escuadrón de arqueros zumbaban como un enjambre de avispas, y un constante repiqueteo metálico, producido por las puntas de hierro al rebotar en las paredes de piedra, señalaba la posición y distancia de las murallas en la oscuridad.

—¡Más escaleras! —gritó con voz ronca Odoacro, y más escaleras aparecieron y pasaron sobre sus cabezas, procedentes de la formación de detrás—. Cincuenta hombres en cada escalera. ¡Adelante!

Con rugidos de entusiasmo, cada escalera que llegaba a las primeras filas era sujeta por manos ansiosas y transportada hasta las murallas, seguida de una pequeña turba de enfervorecidos infantes, mezclados entre las legiones y sus centuriones, pero todos deseosos de una sola cosa: ser los primeros en saltar sobre las murallas y entrar en combate con el enemigo que les esperaba.

Odoacro tuvo una idea repentina: ¡los arqueros! Sus tropas ya habían apoyado las primeras escaleras contra las murallas, y seguirían más en pocos momentos. ¡La andanada de flechas disparadas en la oscuridad mataría a sus propios hombres! Corrió hacia la posición del escuadrón y gritó en el oído de un hombre que parecía ser su capitán, aunque en el caos nada era seguro.

—¡Arqueros, cesad de disparar!

El oficial lo miró con aire inquisitivo.

—Pero, señor, los centinelas enemigos…

—¡No podéis verlos! ¡Alcanzaréis a vuestros compañeros! Avanza con tus tropas hasta que veáis a los hombres que trepan por las escaleras, y si es necesario os detenéis directamente debajo de las murallas. Entonces, disparad a discreción contra las posiciones de los centinelas.

El capitán de los arqueros comprendió, y apenas había gritado la orden cuando todo el escuadrón, ya nervioso al ver a su infantería, y a los hombres que cargaban con las escaleras, pasar corriendo en dirección a los blancos contra los que habían estado disparando, cesaron de hacerlo. Los arqueros se llenaron los brazos de flechas y Odoacro les condujo a toda la velocidad de sus piernas hasta llegar a tan solo treinta pasos de las murallas, desde donde podían ver las escaleras, aplastadas contra la piedra, y la hilera de hombres que empezaba a subir por las oscilantes estructuras.

Cuando la lluvia de flechas paró con el fin de efectuar la maniobra, las murallas volvieron a llenarse de defensores enemigos, quienes corrieron a las posiciones donde estaban apoyadas las escaleras. Mientras el escuadrón de arqueros volvía a formarse en el suelo, Odoacro alzó la vista impaciente. Observó consternado que dos soldados de la guarnición apoyaban sólidos ástiles de lanza bajo el peldaño superior de la escalera más cercana, las apuntalaban contra el borde de piedra de la muralla como si fuera un fulcro y hacían palanca para alejar la escalera de la muralla. Desaparecido el punto de apoyo superior, si bien alejada tan solo un palmo de la muralla, la escalera osciló debido a la pérdida de equilibrio, y el peso de los diez hombres que la escalaban sobre los ya forzados largueros provocó que se partiera con un ruidoso crujido.

Sucedió tan deprisa que nadie pudo hacer nada para evitarlo. El primer escalador, que casi había llegado a su objetivo, gritó aterrorizado cuando la escalera desapareció bajo sus pies y se precipitó hacia delante. Consiguió agarrarse al borde de la muralla con ambas manos, se izó y cayó sobre la gruesa muralla de piedra sobre el pecho y el estómago, mientras las piernas colgaban detrás de él sobre el borde del muro. Antes de que pudiera darse la vuelta, un defensor le hundió la espada en la espalda y le cercenó las vértebras. Su grito de dolor murió con brusquedad en su garganta. Al instante, tres golpes más cayeron en el mismo sitio, le partieron el tronco, y la parte inferior de su cuerpo se desplomó sobre los hombres que habían caído de la escalera un momento antes, todos ellos tendidos con heridas de diversa consideración al pie de la muralla. Con un rugido de rabia, el defensor de la muralla saltó sobre el grueso borde del muro, plantó una bota claveteada en la cara del hombre muerto y empujó de una patada la parte superior del cuerpo para que se reuniera con los miembros restantes.

Sin embargo, el romano no tuvo tiempo de disfrutar de su alegría. Mientras emitía un rugido de triunfo, su voz fue enmudecida de repente por una flecha disparada casi directamente desde debajo de él, la cual perforó su garganta y emergió por encima del casco de bronce. Muerto al instante, él también saltó por encima del muro, y su cuerpo y miembros fueron a reunirse con los del hombre que había matado un momento antes.

Mientras los arqueros encontraban sus objetivos, las tropas de la guarnición apostadas en la muralla se agacharon de nuevo, sin poder exponerse, ni siquiera levantar un dedo, para impedir que los atacantes apoyaran las escaleras contra las murallas y las tropas de Odoacro las escalaran. Abrirían una brecha en la muralla (ya nadie podía detener a los asaltantes), y Odoacro, sin quedarse a confirmar u observar los resultados, volvió corriendo hacia la infantería que seguía formada delante de las trincheras.

Cuando llegó, Arderico salió a su encuentro.

—Por Dios, Arderico —exclamó Odoacro, aliviado al verle—. ¿Has dormido bien?

Arderico hizo caso omiso de la pulla.

—Las tropas de la guarnición acaban de irrumpir en el campamento principal desde el sur —informó a toda prisa—. Habrán arrollado a nuestras defensas en ese extremo…

Una creciente sensación de inquietud revolvió el estómago de Odoacro.

—Envié a Gundobar y sus burgundios…

—Que lucharon con ellos en cada momento —interrumpió Arderico—. Los burgundios fueron arrollados, pero los muy bastardos eran demasiado tontos o duros para morir. Caminaban hacia atrás, y cada uno abatía a dos o tres soldados de la guarnición por cada uno de los suyos que caía. Cuando llegaron al borde del campamento principal, se mezclaron con nuestras líneas y siguieron luchando codo a codo con mis hombres.

—¿Agrupaste las tropas en el campamento, pues? —inquirió Odoacro.

—Desvié a cada escuadrón que pude encontrar. Al principio no fue suficiente, pero aún continúan en formación y el ataque ha sido contenido, de momento. Tengo a un tribuno y dos centuriones al frente de ellos, y he venido corriendo a buscarte: necesito más hombres. Aquí tienes cinco mil, tal vez diez, y hay más formados… ¿Qué demonios ha sido eso?

Toques de trompeta interrumpieron sus palabras cuando la puerta principal de Ticinum se abrió de pronto. A través del hueco, vio toda la ciudad iluminada por antorchas y hogueras. Justo cuando el horizonte empezaba a iluminarse hacia el este con la promesa de la aurora, se habían abierto las puertas, y las fuerzas restantes de la guarnición se habían lanzado a la batalla, en un esfuerzo final por dividir y desbordar el flanco de las tropas germanas enemigas. Con un atronar de trompetas y un rugido coordinado, los dos mil soldados de la cohorte urbana que todavía quedaban en la ciudad atravesaron las puertas, con la armadura de batalla centelleante y los cascos de bronce relucientes, como preparados para un desfile en el patio de armas, a la luz de las antorchas.

Era la respuesta a las oraciones de Odoacro. Sin hacer más preguntas a Arderico, sin ni siquiera pararse a pensar, se volvió hacia sus hombres, que tenían todavía los ojos hinchados de sueño, los cascos torcidos y la armadura colgada de cualquier manera sobre sus cuerpos quemados por el sol y asaeteados por los mosquitos. Alzó la voz sobre el clamor de los romanos que cargaban, apenas a cien pasos de distancia, y lanzó su desafío.

—¡Hombres, la ciudad es vuestra!

Los soldados, ansiosos por sumarse a la batalla cuyo estruendo oían al otro lado de las murallas, frustrados por no haber recibido permiso para seguir a los portadores de escaleras, emitieron un grito de desafío. Saltaron hacia delante, sin ni siquiera formar o recibir órdenes de sus capitanes, alzaron las espadas y se abalanzaron sobre los romanos que, al darse cuenta de la magnitud de la fuerza enemiga, que les triplicaba en número, pararon en seco y adoptaron posturas defensivas, acuclillados, con los escudos en alto, espadas y lanzas preparadas. Los germanos se estrellaron contra las tropas romanas con un estruendo ensordecedor y los arrollaron como una ola. Las primeras filas derribaron a los defensores gracias al tamaño de sus cuerpos y el ímpetu de su carga, y las filas que les seguían pasaron como una tromba sobre las montañas de muertos y heridos debido a su elevado número. En tan solo un momento, la fuerza romana principal había sido aniquilada, de tal manera que solo quedaban algunas unidades de la retaguardia, que al ver la suerte de sus camaradas de la vanguardia huyeron aterrorizadas hacia la ciudad. Las tropas germanas, mugrientas a causa del polvo de la carga y la sangre de la batalla, mal armadas y peor preparadas, les persiguieron. Abrieron por la fuerza las puertas que ya habían empezado a cerrarse y se sumaron a los soldados que habían trepado por las escaleras, los cuales ya habían descendido de las murallas e invadido las calles de la ciudad, abarrotadas de mujeres y transeúntes aterrorizados.

Odoacro fue arrastrado por las turbas. Solo después de atravesar las puertas y adentrarse en las calles de la ciudad pudo desviarse por un callejón, al que poco después llegaron Arderico y otros oficiales. El saqueo de la ciudad estaba fuera de control. Al cabo de un momento, una figura demacrada, sin armadura, con un desajustado casco sobre la cabeza que debía de haber recogido en el campo de batalla, y una espada manchada de sangre en la mano, entró también en el callejón. Cuando Odoacro le vio, llevó la mano a su espada.

—Gilimero —dijo, y Arderico se volvió y desenvainó su espada—. ¿Qué…?

—¿Dónde están sus guardias? —preguntó Arderico.

—Tus guardias obedecieron tus órdenes —contestó Gilimero a Odoacro en idioma germano—, y me enviaron ante tu presencia. La cohorte urbana de Orestes estaba aquí, tal como yo te dije. Yo he cumplido mi promesa. Acabemos de una vez.

Odoacro le miró con suspicacia, sin apartar la mano de su arma.

—¿Qué quieres?

—Lo mismo que tú: sangre romana. De alguien en particular.

—Si hablas de Orestes, es mío, y hay que capturarlo vivo. No permitiré que el oficial romano de mayor rango muera en un callejón como un perro.

Gilimero sonrió, asintió y regresó a la calle, donde fue engullido por la multitud de hombres enloquecidos.

8

Dos robustos guardias condujeron a Orestes a la oficina semidestruida del prefecto, sujetándole por los brazos. Uno de sus ojos estaba cerrado por completo a causa de la hinchazón, y un reguero de sangre seca brillaba en la comisura de su boca. Sin embargo, las heridas que había sufrido no daban la impresión de haber amansado su energía germana, ni tampoco la furia nacida de la derrota, porque se debatía en vano con sus captores cuando le entraron en la habitación. Les seguía Gilimero, con la espada incrustada de joyas de Orestes en una vaina que colgaba de su cinto, los ojos clavados en la nuca de su antiguo amo.

Odoacro contemplaba la escena desde un rincón en sombras, observando al hombre que no había visto de cerca desde el strava de Atila en Hunia, muchos años antes. Sabía que su apariencia no era menos bárbara, pues su piel estaba quemada y aguijoneada por los mosquitos debido a la larga marcha desde el Danubio, su armadura y ropas colgaban en jirones, y el hedor de la sangre y el sudor sin lavar flotaban sobre él como una niebla fétida. Después de tantos años, no había pensado que su reencuentro con Orestes sería así (de hecho, no sabía muy bien qué esperaba a ese respecto), pero al final, se dio cuenta de que no había mejor forma de que dos rivales se encontraran, así, con su rostro, piel y olor revelando la tensión de las batallas y esfuerzos que habían padecido a lo largo de los años. En realidad, Odoacro se quedó maravillado de la ferocidad de Orestes cuando le obligaron a entrar en la habitación, sin dejar de maldecir, y confió en que también él, cuando llegara a esa edad, continuara siendo tan obstinado. No obstante, pronto dejó de pensar de esta guisa, porque cuando emergió de las sombras para plantar cara a su némesis a la luz de las antorchas, solo pudo experimentar desprecio y odio por aquel hombre. Y Orestes, cuando intuyó que una persona importante había entrado en la limitada esfera de visión de su único ojo sano, dejó de forcejear de repente, se irguió en toda su estatura y miró a Odoacro.

Durante un largo momento ambos hombres sostuvieron la mirada, se examinaron y retaron, en busca de señales de la firmeza que les había atormentado mutuamente durante tantos años. Inmóvil e inexpresivo, Orestes volvió la cabeza a un lado para mirar de uno en uno a los oficiales que acompañaban a Odoacro, pero solo fue al cabo de un momento cuando su ojo sano se desvió de la mirada decidida de Odoacro y se concentró en los hombres uno por uno; en Onulf, a quien reconoció con expresión desdeñosa, por lo visto imperceptible para todos salvo para aquel a quien iba destinada; en Gundobar, con expresión algo perpleja cuando vio las facciones ennegrecidas del germano, pero al que reconoció de una antigua relación familiar o tribal al escudriñar los penetrantes ojos grises y el bigote que casi caía sobre el pecho del hombre; en Arderico, con una expresión de desprecio por este hombre que, tras años de servir como oficial de las legiones romanas bajo las órdenes de Orestes, se había rebelado contra su propio comandante. Por fin, su mirada se posó en Gilimero, quien se había parado al lado de Odoacro, aunque la mirada de Orestes no se demoró en él lo suficiente para expresar desdén. Reunió fuerzas desde lo más profundo de su pecho para escupir una bola de flema manchada de sangre que aterrizó a los pies de Gilimero. Este saltó hacia delante enfurecido, pero Odoacro y Arderico le retuvieron, mientras uno de los guardias de Orestes soltaba su brazo el tiempo suficiente para asestarle un potente revés en la boca con el antebrazo protegido por la malla, de forma que partió el labio de Orestes y le rompió los dos dientes delanteros. Orestes se derrumbó un momento contra el otro guardia, y luego levantó los ojos llorosos, sacudió la cabeza y dibujó una sonrisa despectiva con su boca ensangrentada.

Odoacro ya estaba harto.

—Solo lamento que no estemos solos —dijo en huno—, pues de lo contrario te mataría lentamente, aquí mismo, tal como mereces. En cambio, como ciudadano romano y oficial imperial, serás sometido a juicio, declarado culpable y solo entonces ejecutado. Prolonga lo inevitable para todos nosotros. ¿Qué le vamos a hacer?

—Y yo lamento no haberte eliminado hace veinte años —rugió Orestes entre sus dientes rotos—, en lugar de pagar a Ellac para que se ocupara de mis asuntos.

Odoacro y Onulf le miraron, y aunque los demás hombres presentes no entendían el lenguaje áspero y gutural, comprendieron que algo enorme se había dicho y guardaron silencio, sin dejar de observar a los antagonistas. Orestes escupió más sangre y continuó.

—Ellac no logró matarte, casi no logró matar al perro de tu padre, ¡y ahora, el imperio romano, nada más y nada menos, está siendo castigado por esta estupidez, por haberte dejado vivir!

—No —musitó Odoacro de manera casi inaudible, con los ojos echando chispas contra su enemigo, quien le dirigió una ensangrentada sonrisa de triunfo—. No, no todo el imperio está siendo castigado. Solo tu casa, la Casa de Orestes. Y tú, traidor, por haber conspirado contra tus superiores. Y tu patética prole, el Augustulus, por haber tenido la desgracia de haber sido engendrado por ti…

Antes de que pudiera terminar, Orestes saltó hacia delante, tras soltarse las manos de los dos guardias, cuya presa se había aflojado debido a la estupefacción causada por el intercambio de palabras entre prisionero y comandante. A una velocidad vertiginosa, golpeó la cara de un guardia con el codo, de forma que al mismo tiempo le rompió la nariz, le cegó y le dobló en dos en una explosión de sangre y dolor. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Orestes lanzó la mano derecha hacia la espada del guardia reducido y con un único y veloz movimiento la desenfundó, dio media vuelta y asestó un mandoble en el antebrazo desprotegido del guardia de su derecha, atravesando músculo y tejido con la ancha espada hasta hundirse en la articulación del hombro. El guardia cayó de rodillas, sorprendido y presa del dolor, y se aferró el hombro herido, mientras brotaba sangre entre sus dedos engarfiados.

Orestes no esperó a que le redujeran de nuevo. Se abalanzó sobre Odoacro, quien se apartó mientras pugnaba por desenvainar su espada, que se había enredado en un fragmento de malla hecho trizas que colgaba sobre su vaina. Orestes intuyó la finta y trasladó su peso de un pie al otro, aunque no consiguió alcanzar su objetivo con la espada, que hendió el aire y golpeó el suelo de piedra con la punta entre una lluvia de chispas. Su impulso le lanzó contra Odoacro, quien emitió un gemido cuando el hombro de Orestes se hundió en su pecho, y los dos hombres cayeron al suelo. Rodaron de un lado a otro de la sala enzarzados en su lucha. Los oficiales les siguieron, pero como costaba asestar un mandoble a Orestes sin herir a su jefe vacilaron en atacar, pues corrían el peligro de ser alcanzados por la espada de Orestes, que remolineaba en el aire, y no pudieron interponerse entre los combatientes para alejar a Odoacro.

Por fin, los antagonistas fueron a parar contra la pared de piedra del otro lado de la sala y detuvieron su desesperada lucha. Odoacro, aunque se había visto sorprendido al principio, era un hombre más fuerte y veinte años más joven que Orestes, y al final se aprovechó de su ventaja. Dejó caer todo su peso sobre el pecho de Orestes, oyó un chasquido y notó el fuerte grito de este al sentir el dolor de las costillas rotas. Mientras el brazo de la espada vacilaba, Odoacro lanzó sus caderas hacia delante y plantó la rodilla sobre el codo de Orestes, aplastándolo contra el suelo de piedra hasta que oyó otro chasquido y el sonido de la espada al caer al suelo detrás de él. Miró a un lado y vio que Orestes ponía el ojo sano en blanco y su rostro se retorcía de dolor, mientras se esforzaba por aspirar aire bajo el peso del cuerpo de Odoacro sobre sus costillas rotas.

Por un momento, toda la sala guardó silencio, y Odoacro, tendido de costado sobre el torso de su rival jadeante, contempló el rostro de Orestes, la boca partida y ensangrentada con la lengua colgante, la barbilla prominente y el cuello de toro, que conservaba toda su fuerza y energía pese a la edad y las heridas. Los ojos de Odoacro se sintieron atraídos hacia la cadena que colgaba alrededor del cuello de su rival, un cordel de oro grueso, del que pendía un medallón hundido en el hueco entre las clavículas. Un medallón que podría llevar cualquier otro hombre, un sencillo disco de oro con figuras grabadas que casi se habían borrado, nada capaz de atraer la atención…

Pero algo sí atrajo su atención, mientras Odoacro jadeaba igual que su adversario. Algo atrajo sus ojos hacia el pequeño disco dorado, y al cabo de un momento, tras asegurarse de que la espada no volvería a alzarse para hundirse en su espalda, levantó un poco la cabeza para ver mejor el medallón.

Era una moneda, con un agujero por el que pasaba la cadena. Una moneda de oro, que nunca se había visto en el imperio. Una moneda oriental. La moneda de Atila.

Por la que había muerto el padre de Odoacro.

De repente, tomó conciencia de que reinaba un gran alboroto en la sala, los espectadores proferían gritos, los dos guardias heridos lanzaban aullidos de dolor, y los oficiales de Odoacro corrían hacia los dos antagonistas. Gilimero fue el primero en llegar, con los ojos lanzando chispas de furia, y apoyó la bota sobre la garganta de Orestes, lo cual provocó que este padeciera arcadas y se le salieran los ojos de las órbitas, momento que aprovechó Odoacro para soltar al prisionero y levantarse. Mientras se ponía en pie, el rostro congestionado a causa del esfuerzo y la ira, Gilimero desenvainó su espada, todavía cubierta de sangre.

—¿Me concedes el privilegio?

El significado de sus palabras era evidente. Odoacro asintió en silencio, y sin que ninguno de los hombres presentes en la sala protestara, Gilimero alzó su espada y la bajó una, dos, tres veces, hasta que el cuerpo que se retorcía dejó de moverse y la cabeza de Orestes rodó a un lado y descansó contra la pared en un charco de sangre.

Odoacro dio media vuelta.

—Nos vamos de inmediato —dijo—. No deseo pasar la noche en esta ciudad, ni que las tropas se demoren en mujeres y saqueo y pierdan la disciplina. Ordena a los hombres que formen en el foro. Partimos a mediodía.

—¿Y la ciudad? —inquirió Onulf—. Es una propiedad valiosa, con las murallas todavía intactas.

—Marchamos hacia Rávena. Carecemos de los hombres necesarios para ocupar esta guarnición, o cualquier otra que podamos conquistar, y por lo tanto solo tiene valor para las tropas que quedan de la cohorte urbana, que podrían regresar para volver a ocuparla. Quemadla.

—¿Todo?

Odoacro se volvió y miró a Onulf.

—¿Te acuerdas, hermano, de cómo conquistábamos las ciudades y tribus que osaban rebelarse contra Atila?

Onulf asintió poco a poco.

—Hasta el último edificio reducido a cenizas —continuó Odoacro—. Casas, tiendas, iglesias. El estilo huno. El estilo de Atila. Su venganza definitiva, del hombre que se burló de él y profanó su tumba, y de los ciudadanos que ayudaron a ese hombre.

Los oficiales empezaron a salir; Odoacro fue el último en marchar, pero se detuvo justo cuando empezaba a cruzar la puerta. Dio media vuelta y entró en la sala de nuevo. Se paró un momento para pasear la vista a su alrededor, para revivir en su mente la confrontación que acababa de tener lugar, los últimos momentos de Orestes, la venganza de Gilimero. Se acercó al cuerpo sin vida que yacía contra la pared, pisó el charco de sangre, que debido al calor ya se estaba coagulando sobre el suelo poroso, y se apoderó de la moneda y la cadena de oro, que se deslizó con facilidad del muñón mellado del cuello. Secó la sangre residual con el borde de su túnica, las guardó en su cinturón y atravesó de nuevo la sala para salir al sol de la mañana.

Después de la fresca penumbra de la sala que acababa de abandonar, el sol sofocante cayó sobre él como un horno al rojo vivo, pero apenas se fijó. El aire vibraba con los sollozos y los aullidos de las mujeres cuyos hombres habían muerto en la furia del ataque, y que ahora estaban siendo expulsadas de sus hogares con la orden de abandonar la ciudad. En el foro cercano, una columna de humo negro ya estaba empezando a elevarse e invadía las calles con un olor acre y asfixiante. No había que demorarse más. Entró poco a poco en la calle lateral más cercana, se encaminó hacia las puertas de la ciudad, que ahora estaban desiertas y abandonadas, y salió al campo, donde las tropas ya estaban empezando a congregarse.

—Orestes ha muerto y pronto capturaremos al Augustus. Es hora de pensar en quién será el siguiente emperador.

Los dos hermanos estaban uno al lado del otro en la plataforma de la torre de francotiradores de su campamento, observando a las tropas salir por las puertas de Tícinum, abriéndose paso entre la multitud de mujeres y prisioneros, mientras detrás de ellos se alzaba humo negro de los principales edificios y casas. Las llamas que surgían de las ventanas de las torres y torreones más altos se veían por encima de las murallas, y Odoacro supo que toda la ciudad se convertiría en un infierno al cabo de pocos minutos. El calor de los edificios en llamas contiguos a la parte interior de las murallas ya estaba transformando el yeso del muro en polvo, y se estaban abriendo profundas fisuras en diversos puntos, acompañadas por fuertes crujidos y gemidos de las piedras sometidas a repentina presión. No quedaría nada de la ciudad antes de que llegara la noche, ni un edificio en pie, ni un muro, ni un huerto que no estuviera cubierto de cascotes, tejas rotas y los restos carbonizados de las vigas de los techos. Ticinum Papiae seguiría el destino de tantas otras ciudades, como Cartago en el pasado lejano, o Soutok la década anterior. Odoacro no tenía compasión.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

Onulf miró a los hombres congregados a su alrededor, que hedían al aceite rancio con el que habían cubierto sus cuerpos bajo la capa de tierra, los «hombres rojos», aunque muchos parecían tan negros como si los hubieran chamuscado sobre un fuego, y en realidad era el fuego, y el humo de los edificios que ardían en la ciudad, lo que había añadido esta capa adicional a su piel. En algunos, la capa era tan gruesa que solo era posible identificarles como hombres gracias a los ojos grises y los bigotes caídos, en lugar de demonios del averno. Los hombres se habían reunido alrededor de la torre, al principio vacilantes, y después con más entusiasmo, jubilosos por su reciente victoria, exultantes entre el hedor del humo, el olor a destrucción y muerte, satisfechos de los pequeños tesoros que habían recogido antes de que las llamas hubieran dado cuenta de todo, ansiosos por consumar la victoria final, por embarcarse en la marcha hacia el supremo objetivo, hacia Rávena, para derrocar al emperador, el último símbolo que quedaba de su rabia. La muchedumbre de hombres creció y se extendió, y sus vítores se elevaron desde una esquina alejada y se propagaron como una ola hasta el centro, y después hasta el otro extremo, atravesando la base de la torre de los francotiradores como si fuera una caña o una hoja de hierba.

—He dicho que ha llegado el momento de proclamar a un nuevo emperador —continuó Onulf—. El Augustus será derrocado en cuanto lleguemos, si no lo ha sido ya, y el ejercicio de la autoridad no puede paralizarse.

—No quiero tener nada que ver con el nombramiento de un emperador —replicó Odoacro asqueado—. No me dedico a fabricar reyes, ni a manipular a los hombres, como Orestes y Ricimero.

—No es necesario que nombres a uno. Los hombres no lo aceptarían en ningún caso. Tú has de serlo.

Odoacro miró a su hermano.

—¿Yo? ¿Emperador?

—¿Por qué no?

Odoacro resopló.

—Yo no soy romano. No tengo linaje romano, ni rango, ni parentesco. Tú no comprendes esta civilización, hermano. El pueblo no aceptaría a un emperador semejante.

—¿El pueblo? ¿A quién le importa el pueblo? Necesitas el apoyo de las tropas, y cuentas con él. Durante años has sido su jefe, primero como príncipe de los esciros, después como general, y ahora como…

—No puedo ser emperador —insistió Odoacro—. Es imposible.

—Los hombres se han congregado abajo. Están a la espera de aclamarte.

—¿Aclamarme como qué? Como emperador no.

—Como su jefe, como su gobernante.

—No tengo tiempo para juegos de palabras. Soy su comandante, y con eso basta. Hemos de iniciar ya la marcha sobre Rávena, antes de que el Augustus se entere de nuestra victoria y huya de la ciudad.

—¡Odoacro, mira a tu alrededor! ¡Mira tus tropas! Estos hombres no permitirán que te vayas sin ser proclamado, sin que recibas el reconocimiento de esta gran victoria, de la derrota de Orestes. Para ellos sería un insulto que lo hicieras. Aceptar sus honores es tan importante como aceptar su obediencia.

—Como emperador no, no puedo…

El cántico había cambiado, de ritmo y de letra. Ya no eran gritos aleatorios y desorganizados, los bramidos incongruentes de una turba ebria de victoria. Ahora, veinte mil voces se alzaron al unísono, las lanzas golpearon los escudos con un ritmo ensordecedor, todos los ojos clavados en los dos hombres erguidos en la torre de los francotiradores, en una aclamación unánime.

Odoacro Rex! ¡Viva el rey!

Odoacro bajó la vista, y por primera vez aquel día dio la impresión de que veía a sus hombres, los veía de verdad. Sus rostros se mostraban ansiosos, entusiastas, pese a la mugre, la sangre y las picaduras de insectos, hombres que gritaban su nombre, no por obligación, sino regocijados, alborozados de proferir una palabra que no se oía en Italia como aclamación desde hacía más de mil años, el grito unánime de un ejército conquistador.

Rex, Rex, Rex!

Y mientras Odoacro contemplaba la masa de hombres, y el humo se alzaba de la ciudad moribunda, el aire se llenó de repente de una nube de cenizas levantadas por el viento, que flotó hacia ellos y lo cubrió todo, hombres, caballos, tiendas y zanjas, lo cubrió todo con una capa blancuzca de polvo, de un blanco inmaculado, que disimulaba los horrores de la destrucción llevada a cabo aquel día. Miró a través de la nube de cenizas y dejó vagar su mente, imaginó una escena, una nueva era: una época de paz y prosperidad, libre de emperadores codiciosos, libre de rivalidades con los romanos de Oriente, libre de senadores decrépitos de nobleza diluida que hacían las veces de Augusto, libre de sus asesinatos y sustitutos, de donativos ruinosos, de falsos descendientes de linajes imaginarios, de herencias inventadas, legadas por los mismísimos Rómulo y Remo.

Rex, Rex!

Había llegado el momento de una nueva sangre, un nuevo hombre, un nuevo jefe… un nuevo título. Onulf tenía razón. No podía negarse. Avanzó sobre la desvencijada plataforma, alzó las manos en señal de agradecimiento; el rugido de las tropas creció y lo envolvió como una ola. Los hombres prorrumpieron en vítores, y sobre las mejillas ensangrentadas de algunos resbalaban lágrimas, que dejaban surcos en la mugre, mientras Odoacro agradecía sus aclamaciones. Notó que Onulf también había avanzado, notó que su hermano levantaba los brazos, y oyó que el estruendo de la multitud disminuía, lo suficiente para que la voz de Onulf pudiera escucharse en todas partes.

—Os presento… —gritó, y las voces de los hombres disminuyeron todavía más de intensidad—. ¡Os presento a Odoacro I, soberano rey de Italia. Rex Italiae! La Roma de los emperadores ha muerto. ¡Viva el rey!

Y toda la muchedumbre supo que en aquel preciso momento, en el mismo instante que se pronunciaba la fatídica palabra «Rex», una era de mil doscientos años había llegado a su infausto final, cubierta de humo negro y sangre, y una nueva era, como una frágil capa de polvo blanco, había descendido sobre ellos.