472 D.C., CINCO AÑOS DESPUÉS
Roma
Durante meses, el emperador Antemio apenas se había movido de la oscura estancia. En días más felices, había sido su triclinium privado, la joya reluciente de un salón de banquetes situado al final del ala del palatium que ocupaban los aposentos particulares de la familia real. A Antemio le gustaba mucho el suelo de la sala: un asombroso mosaico que él mismo había diseñado, ejecutado por los mejores artesanos de Rávena. Destacaba una pasmosa plasmación del gran poeta Virgilio, con dos musas que flotaban en el aire detrás de él, lánguidas pero discretas. El poeta estaba arrodillado con la cabeza gacha, sujetando un grueso fajo de manuscritos ofrecidos en homenaje a una especie de dios, sentado ante él en un trono dorado, con el emblema romano de la loba amamantando a Rómulo y Remo estampado en relieve. Lo que más complacía a Antemio del magnífico mosaico era que el rostro del heroico gobernante que representaba al estado romano ostentaba un parecido no demasiado sutil con él, un hecho que le complacía cuando sus invitados lo comentaban, aunque él siempre fingía sorpresa y escepticismo. Sin embargo, los muebles habían sido dispuestos de tal manera que ni los asientos ni los pies de los invitados jamás se posaran sobre la cabeza del retrato.
Tres de las paredes estaban cubiertas de maravillosos frescos, los cuales empleaban una técnica moderna griega que permitía reproducir con exactitud los colores del suelo y las paredes contiguas, de manera que las líneas y ángulos naturales de la sala se prolongaban hasta la pintura. El efecto era tal que, visto a una luz tenue, o bajo el destello de las lámparas, daba la impresión de que la sala atravesaba las paredes y se alejaba hasta una distancia enorme, o bien que estaba rodeada por todas partes de espejos que se reflejaban mutuamente hasta el infinito. Para completar la asombrosa ilusión, habían pintado los murales con muebles y adornos iguales a los existentes en la sala, incluido el mosaico del suelo. En los frescos, los invitados estaban tumbados en sofás y cogían fruta de la mesa, imitando el comportamiento de los verdaderos invitados de las fiestas del emperador, halagando a sus compañeros de carne y hueso con su sola presencia, pues ningún romano había conocido a los invitados pintados que observaban la sala desde las paredes, desde más allá del tiempo y el espacio: Cicerón sonreía mientras inspeccionaba un garbanzo entre el índice y el pulgar, Sócrates miraba de soslayo una copa que tenía delante, Cleopatra estaba plasmada con sus mejores galas orientales y un áspid que asomaba por detrás de su cuello de cierva. Como ilusión óptica, era lo mejor que Antemio había visto, y los días que estaba solo le gustaba atravesar la puerta oculta que comunicaba con su dormitorio contiguo, entrar en la sala a oscuras y utilizar una pequeña vela para encender los candelabros con espejos, con los ojos entornados y sin atreverse a mirar a su alrededor. Después, con los candelabros encendidos, se quedaba en mitad de la sala, abría los ojos de par en par y observaba la deslumbrante compañía que le rodeaba.
No obstante, habían transcurrido muchos meses desde la última vez que se había permitido aquel placer, y ahora, sin la menor emoción, paseó la vista en torno a la sala a oscuras desde su asiento, mientras una sola vela iluminaba la sonrisa desdentada de Plauto desde un ángulo superior de uno de los murales. La claraboya de cristal faceteado, que en otro tiempo había bañado la sala de haces de luz centelleantes, los cuales magnificaban y difuminaban los rayos del sol, al tiempo que iluminaban los retratos incluso en días nublados, estaba cubierta con un pedazo de arpillera gruesa clavado de cualquier manera, caído perezosamente a un lado, como la túnica desaliñada de una furcia callejera romana. Observó distraído que habían empezado a formarse telarañas en un ángulo del techo, y que no habían limpiado ni sacado brillo al hermoso mosaico, que ahora exhibía la pátina mate del descuido. Hacía mucho tiempo que había prohibido al personal y a los sirvientes de palacio que entraran en la sala, ya que había pasado de ser un centro privado de esparcimiento a una simple sala de trabajo, que contaba con la ventaja añadida de estar al lado de su dormitorio, y cada mañana se sentía incapaz de ir más lejos debido a la depresión y apatía que se habían apoderado de él.
El suelo estaba sembrado de trozos de pergamino y notas, una mezcla aleatoria de planos militares y diversas anotaciones de su febril invención. La larga mesa de comer estaba cubierta de pergaminos y códices polvorientos, salvo por un pequeño espacio del extremo que conservaba libre de los restos para escribir, lo que hacía en una caligrafía diminuta y apretada en el mismísimo borde de la tabla de mármol. Libros y papeles estaban desparramados sobre las sillas y en los rincones polvorientos de la sala, donde se combinaban con bandejas de comida a medio consumir y prendas de ropa descartadas que había olvidado enviar a lavar, pues prohibía a sus criados vestirle, incluso acercarse a él o tocarle.
Durante los años transcurridos desde que había ascendido a la púrpura, todo se había podrido, todo se había venido abajo. Echó un vistazo al rey Midas, uno de los invitados pintados de la pared, quien en una antigua leyenda convertía todo cuanto tocaba en oro, y se le ocurrió la idea de que él, Antemio, era tal vez la imagen invertida del mítico rey, el anti Midas, cuyo solo roce creaba escoria. Sin embargo, incluso mientras reflexionaba sobre esta analogía, la consideró absurda, pues si el milagroso don había significado a la larga el sufrimiento y la perdición del antiguo rey, entonces Antemio, por ser su contrario, alcanzaría al fin la bendición y la gloria gracias a su toque putrefacto. Pero putrefacción era lo único que provocaba, y no le consolaba el hecho de que putrefacción era lo único que había encontrado al llegar a Roma. Roma era como una fruta maravillosa de piel inmaculada, pero que, una vez adquirida y saboreada, se descubría infestada de gusanos, y daba igual qué príncipe lograra al final el premio: los gusanos saldrían y la fruta se mustiaría y pudriría en sus manos.
La puerta se abrió con un leve crujido, y Orestes entró en la sala sin anunciarse ni presentarse. Cerró la puerta a su espalda y se abrió paso con cautela entre la basura diseminada sobre el suelo, hasta detenerse ante el emperador. Incluso a la luz de la única vela, y de los delgadísimos rayos que daban la impresión de penetrar por la fuerza a través del aire polvoriento de la arpillera suelta de arriba, Antemio dedujo de la expresión de su general que estaba muy preocupado.
—¿Es verdad, pues? —le preguntó el emperador con voz apenas audible, aunque no se oía el menor sonido en aquella ala abandonada del palatium.
La emperatriz, sus hijos y familias, así como sus criados, hacía mucho tiempo que habían huido a la seguridad de Nápoles, y los murmullos de los cortesanos habían sido sustituidos por el paso acompasado de las cohortes romanas que, junto con el emperador, eran ahora los únicos residentes del palacio.
—¿Han llegado? —insistió el emperador—. ¿Ricimero ha llegado?
Orestes le miró en silencio durante un largo momento.
—¿Deseas, pues, mi informe oficial?
Antemio se levantó de repente y estalló.
—¡Maldito seas, general! ¿Ha llegado o no? ¿Se encuentra Ricimero ante las murallas?
Orestes recibió la furia del emperador con una mirada fría.
—La situación es la que sabéis. Ricimero llegó anoche con las legiones de la guarnición de Milán y un ejército de auxiliares germanos. Al desviar tropas hacia aquí de la región de Burgundia, ha evacuado por completo las guarniciones del norte, y dejado las fronteras del Rin indefensas en la práctica. Solo es cuestión de tiempo que los bárbaros del norte empiecen a cruzar el río. De hecho, las guarniciones de Burgundia llevan cierto tiempo abandonadas, casi medio año, y por lo tanto cabe la posibilidad de que la invasión bárbara ya haya comenzado. Como sabes, no obstante, no hemos recibido comunicados de esa región desde hace tiempo…
—Tonterías, general. La situación del Rin no es tan grave como la de aquí, la de Roma, porque Roma es Roma. ¿Qué sabemos de las tropas de Ricimero?
—Han acampado al norte de la ciudad, en las orillas del Aniente, en el puente conocido como Pons Salarius. Nuestra Legión Segunda de Partia, estacionada provisionalmente en Ostia, los interceptó en ese punto, apoyada por la mitad de las cohortes urbanas. Nuestras fuerzas conservan el control absoluto del Tíber, tanto al norte como al sur de la ciudad.
—Y me han dicho que esa banda de rebeldes incluye cierto número de cohortes esciras, bajo el mando de un tal Odoacro. ¿Es eso cierto?
Orestes miró al emperador, algo sorprendido del alcance de su inteligencia. Acababa de enterarse de tal hecho, y el nombre de Odoacro, que emergió de su pasado como restos flotantes de un barco que creía hundido mucho tiempo atrás, le había provocado varias noches de insomnio. ¿Podía ser el mismo Odoacro al que había conocido años antes en Hunia? La lógica le decía que no, la coincidencia era demasiado grande, pero posteriores indagaciones habían disipado todas sus dudas. El perro mestizo, hijo de su antiguo rival Edecón, recordatorio de su pasado de traidor y profanador de tumbas, había resucitado, al parecer de entre los muertos, en busca sin duda de una venganza que había alimentado durante años. Orestes no le concedería tal satisfacción. Casi agradecía el hecho de que Odoacro marchara al frente de su banda de esciros: acabaría con él de una vez por todas, como lo haría con una plaga maligna, un mosquito o un tábano, que por fin había acorralado en un rincón.
—General —insistió el emperador con más vehemencia—, ¿es eso cierto?
—Es cierto, Augusto.
—¿No fuiste tú el oficial responsable de aniquilar a esa tribu hace años, general? Fieros guerreros, según me han contado. Arqueros mortíferos. Por tanto, ¿cómo es que ahora tenemos a cohortes enteras de esos bárbaros ante nuestras puertas, y luchando con armaduras de legionarios romanos, nada más y nada menos?
—Son escoria y desertores, nada más, Augusto. Vincularon su suerte a Ricimero hace años, y ahora están apostados en la orilla de un afluente cenagoso, millas arriba del Tíber. No han de preocuparnos.
—Y ahí se quedarán, ¿verdad? Ricimero no podrá romper nuestras defensas, ¿no? Las murallas del este y el sur de Roma tienen veintiuna millas de largo, inmunes a los arietes y al minado, ¿correcto? Y tus cohortes urbanas los han acorralado en el norte y el oeste, ¿no es cierto?
—Es cierto.
—Entonces, Ricimero, Odoacro y su banda de rebeldes pueden quedarse hasta que se pudran.
Orestes hizo una pausa y volvió a hablar.
—Ricimero cuenta con muchas tropas. Nuestras cohortes urbanas y la legión de Ostia son fuertes y bien entrenadas, pero están algo dispersas. Veintinuna millas de muralla, más los barrios del norte de la ciudad al otro lado del Tíber, es demasiado para una defensa permanente…
Antemio le interrumpió con grosería.
—¡Idiota! Fracasaste una vez en aplastar la desobediencia de nuestros súbditos bárbaros, y ahora esos mismos bárbaros han regresado para atacarnos. ¿He de buscar otro comandante para repeler este alzamiento? Bonifacio está en la ciudad, y el comandante Gilimero, de las cohortes urbanas…
Los ojos de Orestes destellaron de ira.
—Te estoy informando de la situación, Augusto. No puedo controlar veintiuna millas de muralla, más los barrios del norte. Gilimero se encontraría con el mismo problema.
—¿Y qué harías tú? —resopló Antemio—. ¿Capitular ya? ¿Invitar a Ricimero a una copa de vino y pedirle que no sea muy duro con nuestros muchachos?
—Nadie se burla de mí.
—No te queda otra alternativa. A un chasquido de mis dedos, te cesaré y nombraré a otro en tu lugar.
—¿En mitad de un asedio? Eso sería una locura.
—Lo que tal vez sea una locura es confiar en que un general godo se encargue de la defensa contra otro general godo.
—No más que un emperador de Roma ordene a sus cohortes urbanas que luchen contra sus propias legiones auxiliares romanas.
—No me tientes, Orestes…
Los dos hombres guardaron silencio, uno frente al otro. Orestes respiraba lenta y pesadamente, en un esfuerzo por controlar su ira, mientras que la cabeza de Antemio temblaba un poco, como alguien tan fatigado que apenas puede tenerse en pie. Al cabo de un momento, el emperador echó la mano hacia atrás, tanteó en busca de su silla y se sentó.
—Perdona, general. Apenas puedo pensar últimamente, ni decidir quién es mi amigo y quién mi enemigo. ¿Algún hombre ha sido tan acosado como yo, y encima por mi propio yerno? ¿Qué favores he negado a Ricimero? ¡Cuántas provocaciones he tenido que soportar! Entregué mi propia hija a un godo, sacrifiqué mi propia sangre por la seguridad de Roma.
Orestes compuso su expresión.
—No hay nada que decir, Augusto. Ese hombre es un traidor y un canalla, y como tal será castigado.
Antemio le miró interesado.
—¿Cuál es tu plan de acción?
—Muy sencillo. Todavía controlamos la costa oeste y gozamos de acceso a Ostia con la flota de Miseno, y por lo tanto Roma está protegida. Además, las ciudades del este y el sur son leales, y pronto enviarán milicias en nuestra ayuda, y la flota de Rávena sigue bajo control. Ricimero está aislado. El tiempo obra en nuestro favor. Bastará con dejarle morir de inanición, y le aplastaremos en el momento apropiado.
—Hazlo así. La suerte de Roma está en tus manos. Ve a ocuparte de la defensa.
Orestes saludó, giró en redondo y salió, dejando al emperador solo de nuevo, derrumbado de agotamiento a la luz de una sola vela.
Fuera, le estaba esperando el comandante de las cohortes urbanas, el veterano godo Gilimero, que se había distinguido en muchas batallas y había perdido tres dedos de la mano con la que blandía la espada, cercenados por una hoja vándala en la invasión de dos décadas atrás. Circulaba la leyenda entre sus hombres de que la herida había enfurecido tanto a Gilimero que, incapaz de sujetar la espada, había saltado sobre su atacante y le había estrangulado con la mano izquierda, utilizando la sangre que manaba de la otra para cegar a su enemigo. Cuando Orestes observaba la fría conducta y absoluto control sobre sus hombres del godo, no dudaba de que la historia fuera cierta.
—Tribuno Gilimero —llamó, e indicó al oficial con un gesto que se acercara.
Gilimero saludó lacónicamente con la mano mutilada.
—Quiero que se doble la guardia de los aposentos del emperador, esta noche y durante la duración del asedio —dijo Orestes en voz baja, al tiempo que desviaba la vista hacia la puerta del triclinium.
Gilimero miró a los guardias.
—Señor, ya he dispuesto turnos de ocho hombres en todo momento. Además, vamos escasos de tropas, con tantas encargadas del asedio. ¿Temes un ataque contra el emperador?
Orestes escudriñó con atención el rostro del tribuno, pero los ojos grises del oficial no traicionaban el menor desafío. Se trataba de una simple pregunta.
—No, es por un motivo muy diferente. Informa a tus guardias de que el emperador no debe abandonar sus aposentos. Hay que impedirlo por la fuerza, en caso necesario.
—¿Y si el emperador ordena a mis hombres que le liberen?
—Yo ordeno que se quede, y tú obedecerás mis órdenes, tribuno, no las del emperador.
Al oír esto, Gilimero enarcó levemente las cejas. No intentó protestar, pero tampoco se alejó para dar la orden. Las cohortes urbanas constituían una fuerza poderosa en Roma (de hecho, la única fuerza de Roma), y Orestes comprendió de repente que tendría que ofrecer a su comandante mayores justificaciones para desobedecer al emperador.
—El emperador está indispuesto, tribuno. No es consciente del peligro que corre Roma, y no debe saberlo por su propia seguridad. No le permitirás visitas, ni salir de sus aposentos.
Gilimero reflexionó un momento, y después asintió.
—¿Dónde encontraré los hombres adicionales que necesito para esta guardia? ¿Me obligarás a reducir las fuerzas destacadas en el Aniente, o las patrullas de las murallas?
—Sacaremos las cohortes urbanas del Aniente y las trasladaremos a este lado del Tíber. Las defensas se integrarán con hombres del interior de las murallas y del río.
—¿A este lado del río? ¿Vamos a abandonar los barrios al otro lado del Tíber?
—Es nuestra única oportunidad de conservar la ciudad. Cederemos a los rebeldes las colinas del Vaticano y del Janículo, al norte del Tíber. Que Ricimero tome posesión de ello como le convenga.
—De modo que nuestras tropas…
—Solo necesitarán defender dos travesías: el Pons Milvius, en la zona norte del otro lado del Tíber, y el Pons Aelius, que comunica el Mausoleo de Adriano con el Vaticano. Dos puentes son mucho más fáciles de defender que ocho millas de barrios a los que se puede acceder sin obstáculos. Que Ricimero se apodere del Vaticano. Desde un punto de vista táctico, no nos beneficia. Que confiese sus pecados en la basílica. Tal vez el obispo le imponga ayuno a modo de penitencia, porque eso dotará de significado a su muerte por hambre, al menos. Yo todavía retengo la ciudad y el puerto de Ostia.
La comisura de la boca de Gilimero se torció en lo que Orestes consideró una sonrisa, y el comandante de las cohortes volvió a saludar antes de dar media vuelta y alejarse. Orestes echó un vistazo por la ventana del pasillo y vio una sección cercana de la muralla, lo cual le confirmó que las murallas estaban fuertemente patrulladas en toda su extensión.
—Bien, Odoacro —murmuró, con la vista clavada en la lejanía, donde sabía que las legiones enemigas estaban concentradas—. Has sido lo bastante estúpido para volver a retarme. Esta vez, terminaré el trabajo que dejé a medias antes.
—Si no lo veo no lo creo —dijo Odoacro, mientras se aferraba a los escalones de la torre de vigilancia construida a toda prisa por sus hombres. Aquella mañana, Ricimero había recibido informes en su tienda de mando de que las cohortes urbanas de Roma estaban abandonando sus trincheras al norte de la ciudad, protegidas por el Tíber a su derecha y las murallas de las fincas del Janículo a la izquierda. Al principio, había desechado la noticia como meras ilusiones, o tal vez una añagaza o ejercicio de las tropas de la ciudad: propiedades valiosas, como las del Janículo, no se entregan con tanta facilidad. Pero cuando llegaron más informes confirmando que la retirada se llevaba a cabo no con prisas o de cualquier manera, sino en un orden lento y disciplinado, Odoacro pensó que había llegado el momento de reconocer la posición con sus propios ojos. Ricimero se mostró de acuerdo con él, pero temeroso de una trampa se abstuvo de acompañarle y se quedó en el principal campamento rebelde, a orillas del Aniente, el pequeño río que corría hacia el oeste y desembocaba en el cercano Tíber.
Odoacro continuó subiendo por el precario andamio y notó que la estructura oscilaba bajo su peso, pero no le concedió importancia mientras estiraba el cuello para mirar por encima de la loma hacia la lejana ciudad. Los exploradores estaban en lo cierto, por supuesto. El día anterior, el suelo sobre el cual se había erigido la torre de vigilancia estaba patrullado por las tropas del emperador. A su alrededor veía los muros caídos de los jardines, los cobertizos y las casas que habían sido ocupados y destruidos en parte por los soldados de Antemio cuando construían sus fortificaciones. Justo debajo de la torre vio lo que, gracias a los planos, sabía que era el Pons Milvius, el puente Milvio, cuyo revestimiento de piedra caliza de los altos arcos brillaba bajo la luz del sol, mientras el plácido Tíber corría poco a poco por debajo, a unas dos millas río arriba del centro de Roma.
El río lanzaba destellos azules, un brazo de agua engañosamente hermoso del que Ricimero había prohibido a sus tropas beber, por temor a contraer alguna enfermedad. Incluso aquí, lejos de la ciudad, advirtió, aunque las aguas aparecen transparentes y frescas, ocultan misteriosos humores que enferman a quienes no son romanos, y por lo tanto inmunes a sus venenos.
Algunas millas río abajo, después de que el río emerja de la muralla sur de Roma y desemboque en los suburbios y el puerto de Ostia, y por consiguiente en el mar, ni siquiera los romanos beberán de él, pues al atravesar la ciudad el agua se ve emponzoñada por la basura y las aguas fecales del millón de personas que habita sus orillas. Durante siglos, el río había sido fuente de vida. Ahora, para quienes lo beben, se convierte en causa de fallecimiento, y para los muertos se convierte en algo más, porque cementerios y estatuas conmemorativas son caros, mientras que el río se deshace de sus víctimas sin cobrar. De ahí que la playa de Ostia fuera el cementerio más grande de Italia, pues cada día varaban unos veinte cadáveres o más, cuerpos de los viejos y olvidados, o de los recién nacidos rechazados, sepultados en la zanja cada día más larga mantenida por las autoridades sanitarias municipales.
Pero los ojos de Odoacro estaban enfocados en el puente Milvio. Un siglo y medio antes, el rebelde Constantino había librado una cruenta batalla en aquel lugar, bajo una bandera de fuego portada por ángeles celestiales que anunciaban su victoria sobre las fuerzas de Roma. Odoacro imaginó qué aspecto habría presentado el sanguinario tumulto del puente, entonces, atestado de soldados en frenética huida, y ahora, invadido por una turba de refugiados desesperados. La leve brisa transportaba sus gritos hasta él, y cuando forzó la vista creyó distinguir personas concretas, sobre todo mujeres y niños, muchas cargadas con fardos envueltos en tela sobre la cabeza, otras empujando carretillas abarrotadas de objetos domésticos y abuelos ancianos. De vez en cuando vislumbraba brillos metálicos y destellos carmesí, tropas imperiales que intentaban abrirse paso entre la muchedumbre, o que quizá la estaban azuzando para que avanzara como si estuviera compuesta de ganado. Al cabo de un momento, llegó a la conclusión de que era esto último, pues vio que los guardias se habían apostado a intervalos regulares a lo largo de los caminos que conducían al puente, así como entre las multitudes que se dispersaban al otro lado, y que en lugar de moverse animaban a los fugitivos a darse prisa.
Odoacro miró al explorador esciro que le acompañaba en el andamio.
—¿Qué te parece? —le preguntó en su antiguo idioma.
El explorador se encogió de hombros y escupió.
—¿Quién sabe lo que esos perros romanos hacen a su propio pueblo? Las cohortes urbanas nos atacan, nosotros atacamos a las cohortes urbanas, y las cohortes urbanas atacan ahora a sus campesinos. Orestes sirvió a Ricimero, ahora sirve al emperador, a quien Ricimero ataca, en tanto Orestes…
—Silencio —gruñó Odoacro—. No he pedido tu opinión sobre estrategia. Te pregunto por este puente.
El explorador apretó la mandíbula, ofendido por la reprimenda, pero su silencio no duró mucho.
—No pasa solo aquí —dijo.
—¿A qué te refieres?
—En el segundo puente, el Pons Aelius, dos millas río abajo, sucede lo mismo. Atestado también de refugiados.
—¿El Pons Aelius? —Odoacro cerró los ojos y trató de reproducir en su mente el plano de Roma que había estado estudiando durante tantas horas en la tienda de mando—. Ese es el puente que comunica el Vaticano con la ciudad. ¿Quieres decir que las tropas de Antemio también están abandonando el Vaticano?
—Eso parece. —El explorador paseó la vista a su alrededor, y contempló las fortificaciones abandonadas y los escombros que hasta hacía muy poco habían estado ocupados por las tropas imperiales—. ¿Por qué hacen eso, señor? Ocupaban posiciones sólidas sobre este montículo. Ni la puta de Satanás habría podido romper sus líneas. Con facilidad, al menos.
Odoacro miró el puente Milvio, y después río abajo, hasta el recodo en forma de herradura del río. Su mente bullía de pensamientos. ¿Qué mostraban los planos en el extremo del Pons Aelius del lado del Vaticano? El Mausoleo: el mausoleo de Adriano. Había oído hablar de él, uno de los grandes edificios de Roma, una torre enorme y gruesa más alta que cualquier otro edificio de la vecindad, una fortaleza que tan solo unos pocos hombres podían defender de todo un ejército.
—¿Qué has dicho?
—He dicho, ¿por qué han abandonado estas murallas? Nos habría resultado difícil…
—No tanto como nos resultará ahora. Se han recluido detrás de la muralla más grande de todas: cuatrocientos pies de río. Con solo dos puentes para entrar en la ciudad, el Milvius y el Aelius.
—Pero acaban de entregarnos las colinas del Janículo y el Vaticano —arguyó el explorador—, con todos los barrios. Eso es valioso, aunque solo sea por el saqueo. ¡Por la comida! —Dirigió una mirada furtiva a las casas medio en ruinas, y sus manos aferraron el andamio con tal fuerza que sus nudillos se tiñeron de blanco —. Desde hace una semana no como más que galleta.
Odoacro asintió. Sabía que, en cuanto diera la espalda, el hombre saldría corriendo hacia su compañía, pidiendo a sus camaradas que le ayudaran a registrar las casas y los almacenes de los barrios abandonados.
—No te molestes —dijo.
—¿En qué? —preguntó el explorador con semblante de culpa.
—En saquear. No queda nada.
—¿Cómo…?
—Esta retirada ha sido planificada. Los romanos ya se han apoderado de toda la comida que han podido encontrar a este lado del Tíber antes de retroceder. Y aún pueden recibir provisiones desde el sur, desde el puerto de Ostia. La ciudad será capaz de resistir durante meses, cuando no años.
—Y nosotros sin otra cosa que galleta, y viviendo en tiendas medio podridas.
—Bien, al menos tu suerte ha mejorado. Es posible que se hayan llevado toda la comida, pero no han quemado todos los edificios. Los hombres podrán dormir en casas esta noche, en lugar de al raso.
El explorador empezó a bajar por el andamio con semblante hosco.
—Me comería una buena pierna de cordero en cualquier momento, sobre un suelo seco en el que dormir.
Odoacro descendió tras él.
—Coge lo que puedas, soldado. Da gracias por no ser un refugiado.
El explorador saltó al suelo y miró hacia arriba.
—Ya fui refugiado —replicó—. Sé lo que se siente cuando los romanos te tratan como a ganado.
—Yo también —dijo Odoacro mientras saltaba al suelo—. Y el látigo de Orestes es duro. Antes de revivir esos días, uno de los dos habrá muerto.
Ricimero estaba derrumbado en una silla de los espartanos aposentos del obispo de Roma, contiguos a la basílica dedicada a san Pedro, que coronaba la cumbre de la colina vaticana. Tenía los ojos hundidos y cansados. Cuando Odoacro le miró, pensó que Ricimero había envejecido diez años durante los últimos días del asedio, aunque no obstante la sombra de una sonrisa afloraba en sus labios.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Odoacro, mientras se dejaba caer cansado en un banco de madera que había al otro lado de la habitación. Se preguntó por un momento si su aspecto delataría lo mal que se sentía, y en ese caso, por qué Ricimero no le había enviado a descansar a la tienda médica. Su cuerpo protestaba como si no hubiera comido en dos semanas o dormido en tres (¿o era al revés?), pero lo más irritante era escuchar los sonidos de jolgorio procedentes de la ciudad, justo al otro lado del río, y percibir los olores de los guisos y el humo de las hogueras, aunque sabía que la situación en Roma empezaba a degradarse. Los espías habían traído noticias de extremas privaciones, de enfermedades y hambre por doquier, incluso de un caso de canibalismo, si bien era imposible confirmar qué era cierto, qué eran simples rumores, y qué eran rumores inventados por los romanos con el fin de desmoralizar a sus atacantes.
—¿Te encuentras mejor? —repitió—. ¿Los médicos te han dado alguna medicina?
—El dolor viene y va —dijo malhumorado Ricimero—. Piedras, me dicen… En el riñón, la vejiga o algún órgano similar. Dolencia de rico, como la gota. Experimento la sensación de tener la punta de una lanza clavada en la espalda, y ahora la estoy meando.
Odoacro frunció el ceño.
—¿Piedras? ¿Eso es posible?
—Muy posible, te lo aseguro. Engarzaré una en un anillo de comandante para ti, y así me recordarás cuando haya muerto.
Odoacro se encogió.
—¿Qué necesitas para curarte?
—Eupatorio, perejil… Los médicos lo mezclan con leche. Repugnante, pero dicen que ayuda. Y ayuno, por supuesto…
Odoacro se encogió de hombros.
—Es difícil encontrar leche, pero ayuno… Es lo único que no falta en este ejército.
—¿Cómo está la moral de los hombres?
—Bien, teniendo en cuenta la situación. Están calientes y secos, la mayoría duerme en el suelo de las iglesias, y los oficiales se alojan en casas particulares. He ordenado que las tropas hagan instrucción todos los días, y hemos distribuido artillería a lo largo de toda la orilla derecha del Tíber entre los dos puentes. Por la noche, disparamos bolas de fuego contra los barrios fluviales de la ciudad. A estas alturas, la mayoría de los edificios de la orilla izquierda han sido abandonados o quemados. Mantiene nervioso al populacho, y les obliga a alejarse del río hacia el centro de la ciudad, lo cual aumenta sus privaciones.
—Has logrado muchas cosas.
Ricimero se encogió cuando otra oleada de dolor le invadió. Odoacro hizo una pausa para observarle, y después continuó su informe.
—No lo suficiente.
—¿De qué carecemos?
—Ya sabes de qué carecemos. El enemigo todavía controla los dos puentes clave sobre el Tíber, y sobre todo el Mausoleo, en nuestro lado del Pons Aelius. Por lo visto, existe un espacioso jardín en lo alto de esa torre, donde el enemigo ha dispuesto cierto número de armas de artillería. Onagros, balistas. La única vez que intentamos tomarla, dejaron caer piedras del edificio sobre nuestros hombres. Mataron o hirieron a cincuenta. La fortaleza es inexpugnable.
—¿Podemos rodearlos y rendirlos por hambre?
—Es posible que la torre contenga provisiones para años. Además, está comunicada con la cabeza del puente, el Pons Aelius, de manera que los defensores pueden recibir suministros desde la ciudad. Mientras Roma coma, la torre comerá.
—¿Y Roma come?
—No hemos podido bloquear todas las rutas que conducen a la ciudad. Desde Ostia todavía llegan algunos cargamentos. Nos han dicho que los padecimientos de la ciudad son grandes, pero no fatales.
—¿Y nuestros hombres?
—Esa es otra cuestión. Hemos requisado todos los suministros y alimentos en un radio de cincuenta millas. Por otra parte, el populacho ha escondido sus almacenes, y no podemos destinar hombres suficientes a atacar ciudades tozudas sin debilitar el asedio de Roma.
Odoacro guardó silencio. Ricimero esperó expectante un momento, y después se puso en pie con un esfuerzo y camino hacia él.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Tal vez no me he expresado con suficiente claridad, señor. Nuestro avance está paralizado, bloqueado por el Tíber y los dos puentes. Los hombres están agotados, y nos han llegado informes de una fuerza hostil que marcha contra nosotros desde la Galia en apoyo del emperador. Lo peor de todo…
—Lo peor de todo es el problema de la comida. Nos estamos muriendo de hambre. ¿Es así?
—Sí. Pero la ciudad continúa comiendo. Comes Ricimero, no aguantaremos mucho más tiempo.
—El problema de la comida, amigo mío, ha sido solucionado, gracias a una visita que he recibido esta mañana.
Odoacro le miró con escepticismo.
—¿Una visita? ¿Te refieres a Olibrio?
—¿Lo conoces?
—Bah. Llegó ayer de Rávena, y mis hombres le escoltaron desde la vía Salaria. No es más que un antiguo senador romano caído en desgracia. No posee el menor control sobre los avituallamientos.
La comisura de la boca de Ricimero se torció en una leve sonrisa.
—Desconoces la política de Roma, y no esperaba que conocieras toda la historia.
—¿Y cuál es?
—Que está casado con Placidia, la hija del antiguo emperador Valentiniano…
—Ah, sí —dijo Odoacro en tono despectivo—. Eso le convertiría en un heredero del trono razonable, si es eso lo que andas buscando. Después de que Antemio haya sido destronado, el pueblo necesitará alguien a quien seguir.
Ricimero asintió.
—Muy perspicaz. Ordenaremos a nuestras tropas que le aclamen como emperador mañana, como rival de Antemio, y enviaremos mensajes a la ciudad para anunciarlo a las cohortes urbanas y al pueblo. También anunciaremos que Olibrio está dispuesto a entregar un generoso donativo, si se le permite entrar en la ciudad y ascender al trono.
Odoacro miró a Ricimero un momento, y después cruzó la habitación y miró por la ventana.
—No estoy seguro de que comprendas la verdadera situación.
—¿Y tú sí? Ilumíname, te lo ruego.
Odoacro no hizo caso del sarcasmo de Ricimero.
—No existirá ninguna dificultad en convencer a nuestras tropas de que aclamen al senador Olibrio. Necesitan un emperador.
—Exacto. Continúa.
—Pero lograr que el pueblo de Roma lo haga será imposible. La situación en Roma es mala, pero no lo bastante mala, después de tres meses de asedio. Muy pocos ciudadanos se han pasado a nuestras fuerzas, y ninguna cohorte urbana. Antemio conserva el control por mediación de Orestes, y el pueblo no seguirá la bandera de Olibrio, aunque sea un político popular. Y pese a la oferta de un donativo.
—¿Eso es todo?
—¿No te parece bastante?
—No has dejado que te contara toda la historia.
—Continúa, te lo ruego —replicó Odoacro, imitando el anterior tono burlón de Ricimero.
—Más importante que el parentesco de Placidia es su familia. Placidia fue en un tiempo cautiva del bárbaro Genserico, y el viejo bastardo todavía retiene a su hermana, Eudoxia, que ha regalado a su hijo, además del hijo que tuvo de él. Cuando el senador Olibrio se distanció de Antemio hace unos años, Genserico le devolvió a Placidia solo para mofarse del emperador. Ahora, Olibrio, si es nombrado emperador, se ha ofrecido a solicitar la ayuda de los vándalos, como una especie de favor familiar.
Odoacro abrió los ojos de par en par.
—¿El senador Olibrio es el cuñado de Genserico?
Ricimero reflexionó un momento.
—Bien, sí, más o menos.
—De modo que, al proclamar emperador a Olibrio, estamos invocando una alianza con…
Ricimero asintió.
—Reúne tropas para esta tarde. No hace falta retrasarlo hasta mañana. Encuentra un lugar en la orilla del río, lo bastante cerca de la ciudad para que puedan oírlo, y fuera del alcance de las balistas del maldito Mausoleo. Las aclamaciones serán oídas a lo largo y a lo ancho, y Olibrio ya ha traído suficiente oro en su arcón de viaje para un adelanto del donativo.
Odoacro se volvió para salir, pero cuando llegó a la puerta le asaltó otro pensamiento.
—Casi es mejor que el senador retrase la distribución de fondos. En cualquier caso, en el campamento no hay nada que comprar. Los hombres se lo gastarán en el juego, lo cual provocará disensiones en las filas.
—¿Nada que comprar? —preguntó Ricimero—. Eso me recuerda algo. Anuncia a las tropas una celebración para dentro de cuatro días.
—¿Una celebración? —preguntó Odoacro sorprendido—. ¿Es eso prudente?
—Más que prudente, es necesario. Por cierto, Odoacro…
Odoacro se volvió, perplejo, y vio la mueca de dolor en la cara del comes.
—Resérvame un poco de leche.
—¿Los vándalos han hecho qué? —repitió Antemio, estupefacto.
—Han capturado el puerto de Ostia —replicó Orestes, que mantenía la calma gracias a un gran esfuerzo, aunque todo su cuerpo temblaba de rabia—. Nuestro escuadrón naval de la flota de Miseno, que lo custodiaba, ha sido destruido.
—¿Es que no controlas a Genserico? —exclamó Antemio—. ¿Es ese hombre un Hércules, o un Mitrídates? ¿No hay ningún soldado en Roma capaz de plantar cara a un carroñero vándalo de noventa años?
—Te recuerdo, Antemio, que yo no tenía autoridad sobre la flota…
—¡Tu autoridad era la defensa de Roma! Estaba claro que eso incluía su única fuente de aprovisionamiento por mar. ¡Y eso significaba estar al mando de la flota! ¿Eres un traidor, o solo un idiota?
Los ojos de Orestes se entornaron de furia.
—¡Patético inválido! —rugió—. Tirado aquí, en esta sucia y oscura habitación, contemplando tus pinturas y devorando la fruta que te traen mis soldados en bandejas de plata, mientras las calles de la ciudad están llenas de basura y tu pueblo se muere de hambre.
—¿Y de quién es la culpa, general? ¿De quién es la culpa de que las cohortes urbanas de Roma estén escondidas detrás de las murallas, de que los barrios del río hayan sido reducidos a cenizas, de que el obispo de Roma haya acampado en mi propio atrio porque una tropa de auxiliares rebeldes ha ocupado su basílica del Vaticano? ¡Yo no he perdido este asedio! Deposité mi confianza en mis generales, quienes me dieron garantías de su competencia…
—Ya te he informado de que las legiones galas vienen en nuestra ayuda. Mis exploradores me han informado de que están atravesando los Alpes. Llegarán dentro de tres semanas y…
—¡Tres semanas! ¡Hace tres meses que estamos sometidos a asedio! ¡Mira el río por la ventana, mira!
El emperador descorrió las pesadas colgaduras de lana que cubrían la ventana de la torre y la luz inundó la sala. Orestes parpadeó, y el emperador se encogió como un búho, pero se recuperó de inmediato y corrió hacia la ventana.
—¡Mira el río! —chilló—. ¡Cadáveres! ¿Habías visto alguna vez el Tíber en ese estado? ¡Cadáveres!
Orestes sabía muy bien lo que estaba viendo. El río estaba sembrado de cadáveres. En una ciudad del tamaño de Roma, cientos de personas morían cada día por causas naturales, pero en tiempos de asedio, con las enfermedades y el hambre, las cifras de muertos se duplicaban y triplicaban, sobre todo entre los muy ancianos y los niños de tierna edad. Y debido al perímetro cada vez más reducido y el consiguiente abarrotamiento de la ciudad, no había sitio para deshacerse de los cadáveres. El expediente ancestral de dejarlos flotar hasta Ostia para enterrarlos ya no servía. Su enorme cantidad significaba que los cadáveres eran arrastrados contra las murallas y muelles de la ciudad, daban vueltas perezosamente en los remolinos, se atascaban en el rompeolas de Tiberina, la isla en forma de barca que había en el centro del río, como si buscaran camaradas que compartieran su destino, emitían un hedor horroroso y contribuían a aumentar todavía más el miedo de la gente. Unas semanas antes, Orestes había destinado una compañía de hombres a bordo de barcazas para pescar los cuerpos hinchados de las aguas, pero el trabajo se había convertido en una tarea cada vez más agobiante y desmoralizante, y ya no era posible apartar a más hombres de la misión de patrullar las murallas. En días recientes, los cadáveres se habían acumulado a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, y en algunos lugares su volumen casi obstruía el río y asfixiaba a la gente con su hedor.
—¡Míralo! —gritó el emperador, con voz cada más aguda—. ¿A qué bando estás aniquilando, general? ¡Ordenaré que te detengan por traición! ¡Ordenaré que te detengan! ¡Guardias! ¡Guardias!
Orestes estaba harto. Aunque los guardias de la puerta estaban bajo sus órdenes, no debían sospechar que el emperador le había retirado su apoyo. Mientras Antemio gritaba con la voz ronca de un viejo, Orestes avanzó con calma y apoyó la mano sobre el cuello del emperador, de manera que sus dedos flacos y huesudos casi lo rodearon. Ahogó al instante su voz y su aliento, y los ojos del emperador se dilataron por el asombro, con la boca todavía abierta y los labios en movimiento, como si continuara chillando o jadeando en busca de aire. Orestes lo condujo a rastras hasta el otro lado de la sala y lo depositó sobre el sofá donde solía sentarse en pensativo silencio. El anciano adoptó la posición fetal, sin dejar de gemir y jadear, las manos aferradas al cuello, mientras Orestes volvía hacia la ventana y corría los cortinajes, de modo que la sala volvió a sumergirse en las tinieblas. «Maldito sea este viejo loco —pensó—. Maldito sea Odoacro, que es la causa de todos estos problemas». Paseó una última mirada por la estancia, se encaminó hacia la puerta y salió.
Echó el cerrojo a la puerta, dio un vistazo a su alrededor y descubrió a los guardias congregados cerca, mirándolo con ojos desorbitados.
—Creímos oír algo, general —dijo uno de ellos—. Creímos oír gritar al emperador…
—Gracias por vuestra preocupación, caballeros —repuso con calma Orestes—. El emperador es un hombre muy enfermo, muy enfermo, y estaba gritando de dolor y alucinaciones. Tú —señaló al guardia de mayor edad, el que parecía más de confianza—, ve a buscar al médico de palacio. Infórmale de que el emperador vuelve a tener fiebre y necesita un sedante.
El hombre saludó y se dispuso a dar media vuelta, pero Orestes le detuvo.
—Soldado —dijo—, a partir de este momento tú y los tuyos volveréis a la muralla. No nos sobran hombres para custodiar al emperador. Por consiguiente, informa al médico de que él se quedará con el emperador, y de que el sedante ha de ser potente. Muy potente. No deseo que molesten al emperador con noticias del exterior hasta que el médico y yo hayamos decididos a la par que se encuentra lo bastante bien para saberlas. Vete ya.
El soldado recorrió un pasillo hasta llegar a los aposentos de los criados, donde se alojaba el médico de palacio, mientras Orestes se marchaba en dirección contraria, seguido por las miradas de los boquiabiertos guardias. Tras las puertas cerradas del emperador reinaba el silencio más absoluto.
Hace semanas que esperábamos una mañana así —dijo Ricimero, todavía reclinado en su banco de los aposentos del obispo, mientras contemplaba la oscuridad previa al amanecer por la ventana. Tenía la cara exangüe y los ojos hundidos, pero un brillo de emoción destellaba en ellos a la tenue luz.
—Sí, mi señor —admitió Odoacro, quien se asomó a la ventana y miró desde lo alto de la colina vaticana.
Cerca, a la pálida luz de las estrellas y la fría luna en cuarto menguante, todo estaba claro y reluciente, tan visible como un dibujo al carboncillo sobre pergamino blanco. A lo lejos, no obstante, donde la elevación descendía hasta el río, la situación era diferente. En la base de la colina, los bordes inferiores de los barrios estaban envueltos en una espesa capa de niebla, que colgaba baja y densa sobre toda la longitud del Tíber hasta perderse de vista en ambas direcciones, de forma que el río semejaba una larga franja imprecisa de nubes algodonosas que flotaba entre las colinas de la ciudad. La niebla pendía espesa sobre los paseos entarimados y zonas pantanosas de la orilla derecha, y ocultaba incluso los braseros que Odoacro había ordenado encender cada cincuenta pasos a lo largo de la orilla, con el fin de iluminar las lóbregas noches de los guardias que patrullaban la orilla, y permitir así que se calentaran las manos durante sus fríos turnos. La isla Tiberina, al sur, y el Pons Aelius, justo debajo, que en circunstancias normales se veían a la perfección desde la ventana de la mansión del obispo, en lo alto de la colina vaticana, estaban también envueltos por completo en la densa niebla. Solo la gran torre circular, el Mausoleo, era visible. La nube ocultaba sus plantas inferiores, pero las superiores surgían de la niebla como un peñasco nevado de los Alpes, y Odoacro vio a los soldados de Orestes patrullar la terraza del tejado con tanta claridad como a la luz del día, mientras acariciaban nerviosamente los cabestrantes de sus balistas, alertas a cualquier señal de peligro.
—Condiciones así no se presentan cada día —musitó de nuevo Odoacro—. Ordenaré despertar a los hombres con sigilo, sin toques de clarín, y que tomen un desayuno completo. Carne fría, huevos, galleta, todo cuanto puedan encontrar.
Ricimero le miró impaciente.
—¿Desayuno? Es un lujo que no podemos permitirnos. Los vándalos han organizado una ruta de aprovisionamiento, eso es cierto, pero la comida no sobra. Y cuando los hombres hayan acabado de desayunar, es posible que las condiciones hayan cambiado. No, no debemos hacerlo ahora.
—Me has ordenado que dirija el ataque, y esta será mi primera orden. Necesitamos estómagos llenos. No solo sorprenderemos al enemigo, sino que lo sorprenderemos con el estómago vacío. Al principio, la ventaja no saltará a la vista, pero si la batalla dura más de dos horas, ganará el ejército que haya desayunado.
—Lo aprendiste de Atila, ¿verdad?
—Si algo aprendí de Atila, fue eso.
—Y como huno, ¿no aprendiste a negociar con otros bárbaros? ¿No puedes convencer a los vándalos de que luchen a nuestro lado?
Odoacro miró fijamente a su comandante en jefe.
—Genserico está reticente. Insiste en que la ciudad no contiene nada de interés que sus tropas no saquearan la primera vez, y no les obligará a correr el riesgo. Le satisfizo dispersar la flota romana en Ostia como un favor a Olibrio, además de enviarnos suministros, pero no hará nada más. Estamos solos.
—En ese caso, procede con rapidez. Y dile al criado que tire esa condenada leche.
—¿No te gusta? El médico ordenó…
—Al infierno el médico —gritó Ricimero.
Tiró a un lado la colcha, se levantó y avanzó tambaleante hacia la ventana, cogiendo de paso una cantimplora del ejército que había sobre una mesa. Odoacro le dejó pasar y vio que cojeaba hasta el antepecho, sobre cuyo borde apoyó las manos. Se asomó a la ventana, miró a un lado y a otro del río hasta donde abarcaba la mirada.
—¡Vete! —ordenó Ricimero—. Y recuerda, hay que capturar vivo a Antemio y traerlo a mi presencia.
—Me acuerdo.
—Y dile a las tropas…
Se llevó la cantimplora a la boca y bebió a grandes tragos su contenido, disfrutando del fuerte vino de los soldados mientras descendía por su garganta. Algunas gotas resbalaron por la comisura de su boca y quedaron colgando en la barba de varias semanas como gotas de sangre. Por fin, dejó la cantimplora con un golpe sordo sobre el grueso antepecho de la ventana y sonrió, después hizo una mueca y se estremeció, mientras su mano izquierda aferraba el estómago.
—Dile a las tropas… ¡que brindo por su éxito!
Con un chasquido audible y un silbido apagado, una docena de onagros lanzaron su carga hacia el centro del puente Milvio, cuyo emplazamiento habían deducido los artilleros siguiendo su intuición, obstaculizados por la capa de niebla que cubría el río y remolineaba serenamente sobre las murallas de ambas orillas. Los misiles ardientes (barriles de nafta) surcaron el aire, y el ruido del impacto sobre piedra sólida, seguido del brillante destello de llamas anaranjadas que atravesaban la capa de niebla, demostró que algunos de los disparos habían alcanzado su objetivo. A una orden de Onulf, los encargados de los onagros ajustaron las posiciones de sus armas, que habían quedado atravesadas a causa del retroceso, bajaron con el mecanismo de torsión los largos brazos similares a los de un insecto, y cargaron nuevos barriles en las cucharas. Trabajando como autómatas, todos los músculos concentrados en la tarea que les ocupaba, indiferentes a los lejanos aullidos de dolor de sus blancos que transportaba la niebla, los hombres fijaron en su lugar las máquinas, bajaron los brazos y cargaron; y una vez más, fijaron, bajaron y cargaron.
El ritmo solo se rompía cuando cada brazo había sido bajado por completo, cuando se había ajustado la puntería y el disparo era inminente. Después, con un movimiento casi sincronizado, los portadores de antorchas surgían de la oscuridad previa al amanecer, prendían fuego a la carga y esperaban a que el fuego se esparciera alrededor del perímetro de los barriles de nafta cubiertos de alquitrán. No demasiado poco, para que las llamas no se extinguieran durante el vuelo del proyectil a través del aire cargado de humedad, pero tampoco mucho, para que las duelas de madera de los costados de los barriles (mucho más delgadas que en un barril normal de vino o aceite) no se quemaran y desparramaran su abrasador contenido sobre la cuchara del mecanismo de lanzamiento y estropeara toda el arma. Después de esperar a que terminara la cuenta atrás, el paquete ardería y la velocidad de su trayectoria propagaría el voraz fuego. Tras el impacto, el barril estallaría, dispersaría su contenido y cubriría hombres, animales y edificios de las cercanías de gotas imposibles de apagar: gotas ardientes de fuego fundido que se aferraban a la piel y el pelo, y que no podían eliminarse ni apagarse hasta que se hubieran enfriado y endurecido, lo que causaba un sufrimiento insoportable a las víctimas.
Cuando los artilleros pusieron manos a la obra, Onulf dio media vuelta y cabalgó río abajo un breve trecho, hasta el punto de la orilla derecha donde había desplegado tres compañías de arqueros, sobre la cercana base del puente, en la periferia de la niebla. Dio una orden y los arqueros apuntaron a la capa de nubes, a lo largo de lo que, según sus cálculos, era la base del puente, situada a cien pasos de distancia, cerca del límite superior de su alcance. Mil flechas con punta de hierro hendieron el aire, desgarraron la niebla sin dejar huella, impactaron en las piedras y las barricadas, rebotaron con un tono vibrante en los cascos de hierro macizo, golpearon con un ruido sordo las armaduras de malla, atravesaron eslabones de hierro o se hundieron en las capas de roble y bronce de los escudos.
Los sonidos eran nítidos y amenazadores, incluso desde lo alto de la colina de la orilla derecha, pues tal como sabían los antiguos el sonido se transmite bien sobre el agua, y con mucha más eficacia a través de la niebla. Sin embargo, eran las flechas silentes las que despertaban el regocijo de los arqueros de Onulf, y provocaban que los romanos del puente se acuclillaran todavía más detrás de las barricadas. Eran las flechas que se clavaban en carne blanda, las que impactaban en una cara desprotegida, inmovilizaban una mano desafortunada en un poste de apoyo o, tras describir un arco elevado, perforaban un empeine y lo clavaban en el barro. Al cabo de unos momentos, chillidos de dolor y el llanto de los civiles atrapados en el fuego cruzado entre los artilleros atacantes rasgaron el aire, y abrasadores resplandores de proyectiles ardientes iluminaron la oscuridad a todo lo largo del puente.
Al otro lado del Tíber, los defensores romanos no tardaron en superar su sorpresa inicial y presentaron una firme resistencia, en la forma de arqueros y piezas de artillería igualmente equipadas. Cuando ambos bandos aumentaron la intensidad de su fuego en la niebla, el puente y las barreras de ambos lados se convirtieron en un torbellino de llamas y flechas sibilantes. El comandante romano del puente, decidido a impedir que el enemigo cruzara el río, ordenó que sonaran las cornetas, y su frenético estruendo se impuso a los chillidos de los moribundos y convocó a los guardias de la muralla en ayuda de los defensores del puente. Llegaron tropas a toda prisa desde los perímetros este y sur de la ciudad, donde estaban patrullando en vistas a una maniobra o ataque en aquellas zonas, y los vigiles, las brigadas de bomberos y policía, se movilizaron para colaborar. Orestes, que había corrido al escenario de los hechos, se quedó sorprendido al principio por la ferocidad del ataque, aunque también se sintió aliviado: semejante embestida solo podía significar el final del largo asedio. Sabía que sería ahora cuando la batalla (y su cuenta pendiente con el huno Odoacro) se decidiría. Por lo que podía distinguir a través de la niebla, los atacantes estaban lanzando todas sus fuerzas contra el puente Milvio, y al igual que Constantino un siglo y medio antes, estaban buscando una victoria decisiva en aquel punto. Los pensamientos se agolparon en la mente de Orestes. Supuso que Odoacro quería debilitar a los defensores con una lluvia de fuego y flechas, antes de lanzar a su ejército por la antigua construcción y arrollar a las mermadas defensas. Y Orestes sabía que, llegado ese momento, sus hombres serían la única barrera contra la definitiva destrucción de la ciudad. Sonrió para sus adentros. Debido a que había adivinado los planes del enemigo, sería aquí donde él, Orestes, opondría resistencia, donde su nombre quedaría grabado en la lista de los gigantes de la historia. Sería aquí donde salvaría a Roma de la brutalidad y barbarie de esta horda rebelde. Orestes se volvió y ordenó que enviaran heraldos a las calles, con el fin de movilizar a todos los hombres sanos de la ciudad para que corrieran al lugar de la batalla y defendieran Roma de la destrucción. Mientras él viviera, Odoacro el huno no pisaría la ciudad. El puente Milvio sería donde Orestes igualaría la fama del gran Constantino, uno el defensor, el otro el atacante, y donde alcanzaría la inmortalidad.
No obstante, al otro lado del Tíber, donde la lluvia de fuego de los onagros rebeldes continuaba sin respiro, Odoacro detuvo su caballo y se quedó inmóvil. Parado en la ladera de la colina, justo encima de la línea de niebla perfectamente delimitada, observó a las fuerzas de artillería mientras disparaban proyectil tras proyectil hacia el puente. Entre un disparo y otro escudriñaba la niebla, escuchaba con cautela por encima de los juramentos y gruñidos de los hombres encargados del manejo de los onagros, quienes manipulaban con gran esfuerzo sus desgarbadas armas. Y por encima del clamor de la artillería, oyó lo que deseaba al otro lado del río: la frenética llamada de las cornetas, los gritos de los hombres al desplegar sus defensas, el retumbar de los cascos de caballos y, por fin, el tronar de cientos de pies cuando las cohortes urbanas que habían sido llamadas de otros barrios de la ciudad empezaron a llegar. Y después, él también sonrió, consciente de las medidas que Orestes estaba tomando para concentrar sus fuerzas…, pues no era aquí donde Odoacro pretendía dejar su impronta.
Cabeceó en dirección a un tribuno que se encontraba cerca, a las órdenes de una cohorte de reclutas nuevos concentrados en este punto la noche anterior.
—Ahora —dijo Odoacro, y el tribuno saltó sobre su caballo.
—¡Al puente! —gritó el oficial, y con un rugido, la unidad de novatos ocupó sus puestos y se alejó al trote hacia la cercana base del puente Milvio. Al cabo de un momento habían desaparecido en la niebla, sin dejar otra huella de su presencia que el sonido de sus sandalias claveteadas, que puntuaba el avance de los quinientos hombres hacia su objetivo. Odoacro se detuvo a escuchar, contando en silencio, mientras imaginaba la calle adoquinada que descendía hasta el río, cada cruce y edificio que encontrarían en su camino antes de llegar a las barricadas que impedían el acceso al puente. En su imaginación, tachó las calles que cruzarían, los callejones que dejarían atrás, hasta que la senda se estrechara y las primeras flechas empezaran a volar desde los arqueros defensores; flechas, Odoacro sabía, que serían disparadas con pánico hacia la niebla, con tan solo una posibilidad entre mil de herir a sus hombres. «Allí —dijo para sí mientras imaginaba la escena—, allí está la vanguardia de los defensores, tal como vimos ayer desde las colinas circundantes. Parecen fuertes, pero son pocos. No significan una gran amenaza, ni tampoco era esa su intención. Fueron desplegados solo para retrasarnos, aunque fueran unos momentos, para permitir que el grupo principal de defensores tuviera tiempo de congregarse en el puente y al otro lado, para atraernos a una trampa de la que no conseguiríamos salir. Allí, las flechas están empezando a volar, y mis tropas reaccionarán, ¡ahora!».
Y tal como había planeado, un clamor se elevó del punto de la niebla al que habían llegado sus tropas. Era un rugido de tan solo quinientas voces, pero tan alto y decidido que parecían cinco mil, acompañado por el retumbar de los pies que marchaban, y corrían, tan estruendoso que sonaba como si otros cinco mil soldados se dispusieran a atacar el puente. A lo lejos, oyó la reacción de las cohortes urbanas.
—¡Más tropas! —Oyó las órdenes del enemigo, que llegaban a sus oídos desde el otro lado del río transportadas por la niebla—. ¡Más tropas! ¡Una legión está atacando el puente! ¡Enviad las reservas a las murallas! ¡Más tropas!
Odoacro asintió satisfecho. La treta estaba funcionando, los soldados bisoños se habían detenido justo antes del punto de peligro, tras fingir un ataque de tal envergadura que los puestos avanzados del enemigo habían retrocedido presa del pánico, y en lugar de salir tras ellos se habían detenido en la calle, ocultos en la densa niebla, sin que amigos o enemigos pudieran verlos, armando el mayor estrépito posible: golpeaban los escudos con las astas de las jabalinas, pateaban ruidosamente las losas, intercambiaban gritos y juramentos, creaban el ruido y el caos de toda una legión en la niebla y la oscuridad.
Tras confirmar el efecto, dio media vuelta y bajó al galope por la carretera paralela al río, casi ciego en la niebla que envolvía el paseo, rezando para que su caballo no resbalara en las gastadas losas y, sobre todo, para llegar a tiempo a la posición donde había desplegado el grueso de sus tropas: a escasa distancia del Pons Aelius, aquel amplio puente de tres arcos que comunicaba el Vaticano con el corazón de Roma, eclipsado por la amenazadora torre circular del Mausoleo de Adriano.
Cuando llegó a las primeras filas del despliegue, tiró de las riendas del caballo. La niebla era espesa como barro a su alrededor, aunque el aire pronto empezaría a clarear y teñirse de gris cuando el pálido sol se elevara a su izquierda, al otro lado de la ciudad. Sabía que quedaba poco tiempo. La capa de niebla se disiparía al cabo de una hora, y entonces, los guardias de la torre, ya alarmados por los gritos y el estrépito que oían en el Milvio, verían lo que estaba ocurriendo justo debajo de ellos, en la base del Mausoleo, donde las tropas de Odoacro se habían concentrado en silencio bajo la protección de la oscuridad y la niebla. Ya en este momento, los defensores situados en lo alto del enorme edificio circular sospechaban una celada. Proyectiles y ladrillos arrojados desde las alturas se estrellaban en el suelo entre las tropas, sobresaltaban por igual a hombres y caballos, y de vez en cuando un soldado se desplomaba, aplastado por una piedra del edificio o atravesado en vertical por el ángulo agudo de una flecha lanzada a ciegas. No obstante, seguía reinando un silencio casi absoluto, y ninguno de los defensores de la torre, ni de los que continuaban sobre el Pons Aelius y al otro lado, tenían idea de lo que se agazapaba en la niebla, los diez mil soldados veteranos que se disponían a invadir el puente.
Con gestos silenciosos, Odoacro buscó a Gundobar, el comandante burgundio, sobrino de Ricimero, a quien nunca había visto en acción, aunque Ricimero le había asegurado que era el equivalente de un general romano. Lo encontró montado en su caballo, mirando angustiado hacia el este, donde el cielo estaba clareando cada vez más. Odoacro le estudió un momento, evaluó la presencia del hombre, su estado de ánimo. Para ser germano era pequeño, de corta estatura y nervudo, con los largos bigotes caídos típicos de los hombres de su tribu, pero provisto de la cota de malla de un general romano. Casi todos los germanos auxiliares que Gundobar había traído exhibían también el atavío romano, más o menos completo. Odoacro sabía que estos soldados, adiestrados bajo las órdenes de Ricimero, no carecían de nada en lo tocante a valentía y habilidad.
Gundobar estaba conferenciando en voz baja con un par de oficiales a pie, y entonces, como si intuyera que le estaban observando, se volvió en su silla y miró a Odoacro durante un largo momento antes de reconocerle. Uno de sus bigotes se agitó como en señal de reconocimiento, y las gotas de agua que se habían formado sobre él como consecuencia de la niebla circundante cayeron sobre su pecho.
—¿Onulf ha iniciado la maniobra de distracción? —susurró impaciente Gundobar.
—Sí —confirmó Odoacro—. Ya oyes el estruendo en el Milvio. Concederemos a Orestes un momento más para que dé la alarma. Está desviando tropas hacia aquí desde todos los puntos de la ciudad.
—Ya no podemos esperar más —dijo Gundobar, al tiempo que alzaba la cabeza hacia el cielo blanquecino y enviaba otra diminuta lluvia de gotas sobre la túnica empapada que cubría su cota de malla—. Los guardias de la torre no tardarán en descubrir nuestro despliegue.
—No olvides tus órdenes. Hay que capturar vivo a Orestes. Yo me encargaré de él en persona. Al emperador también, porque el comes Ricimero tiene una deuda pendiente con él. Pero sobre todo, a Orestes.
—Lo sé. Las tropas han recibido instrucciones. Pero recuerda: en el encarnizamiento de la batalla puede ocurrir cualquier cosa.
Odoacro lo fulminó con la mirada.
—Hay que capturar vivo a Orestes, ¡sin falta! ¿Has desplegado a todos los hombres? ¿Las dos legiones?
Gundobar se encogió de hombros.
—He dado órdenes de desplegarlos, pero estando en apuros, ¿quién sabe? Confío en mis oficiales. Como tú debes confiar en los tuyos.
—Ya hablamos de esto anoche. La formación es fundamental. Los hombres han de invadir el puente formando un frente estrecho. Solo tiene diez brazos de anchura. Si atacan como una turba, quedarán embotellados y se aplastarán mutuamente, y los defensores los abatirán como esclavos en galeras. Solo tenemos una oportunidad, Gundobar. Ha de conseguirse a la primera.
—Lo hemos ensayado. Montamos un puente improvisado al otro lado del Vaticano y lo invadimos.
—Lo sé.
—Entonces, has de confiar en que los hombres sepan lo que han de hacer.
—Eso espero —replicó Odoacro—, pero no sé cómo podré confirmarlo.
—La niebla no te puede favorecer en todo. Ciega al enemigo, pero también a nosotros.
Odoacro reflexionó sobre estas palabras durante un largo momento.
—Al final, los oficiales servimos de poco, ¿verdad?
Gundobar volvió a encogerse de hombros.
—O confías en los hombres o no, y ellos sabrán si es que no. Confía en ellos, e infórmales de que es así.
—No envío a la batalla a hombres en los que no confío.
—En tal caso, procedamos.
Odoacro asintió.
—Ahora está en nuestras manos.
Gundobar sacudió la cabeza y señaló a las tropas.
—No. Está en las de ellos.
Desde el triclinium, donde ahora vivía día y noche, Antemio apartó los pesados cortinajes de lana que cubrían la ventana y escudriñó la oscuridad. Su sueño ligero había sido interrumpido por los sonidos de la lucha librada al norte de la ciudad, órdenes emitidas por las cornetas, gritos de hombres. Eran sonidos a los que, a estas alturas, ya debería estar acostumbrado, porque cada noche los rebeldes lanzaban algún ataque, en algún punto de las extensas líneas. Sondeaban, buscaban. El emperador sabía que no cesaban de buscar un punto débil en las líneas defensivas, una distracción, un hueco en el muro por el que poder irrumpir. Su táctica había acabado con sus fuerzas (hacía meses que no dormía de un tirón), y mantenía a toda la ciudad nerviosa. ¿Cómo podía Roma descansar, sabiendo que un ejército invasor estaba acampado al otro lado del río, ocupando lo que hasta hace poco habían sido sus barrios acaudalados?
Pero Antemio no estaba afligido, porque la única ventaja del constante acoso del enemigo era mantener vigilantes y disciplinadas a las cohortes urbanas. No había tiempo para los politiqueos y las maquinaciones que tanto parecían obsesionar a sus oficiales durante los períodos de paz. Los hombres no tenían ocasión de aburrirse ni de bajar la guardia. Si bien tan solo el ancho de un río separaba a Roma de la destrucción, Antemio no se había sentido nunca más seguro que durante los meses de asedio, porque jamás sus tropas se habían encontrado en un estado tal de preparación.
Pero esta noche era diferente. Lo intuía.
Los sonidos de la lucha lejana eran iguales, como el tumulto de los hombres que corrían por las calles para converger en el punto del ataque enemigo. El brillo de la luna era débil, pues arrojaba una luz escasa y mezquina. Solo era visible el contorno negro y delgado de su mole, la más ínfima insinuación de que aquel gajo en forma de cuerno recobraría, dentro de dos semanas, su brillante redondez sensual.
¿Qué le había despertado? ¿Por qué temblaba solo de apartar las colgaduras para mirar por la ventana que dominaba el plácido Tíber?
El Tíber… ¿Dónde estaba el Tíber? Estiró más la cabeza por encima del antepecho de la ventana. Allí abajo estaban las calles y foros familiares que había contemplado a diario durante los últimos meses. Se frotó los ojos, dio media vuelta y paseó la vista en torno a él. A la tenue luz de la única vela contempló las familiares pinturas de las paredes. La sonrisa traviesa de Horacio, la flexión de los inmensos hombros de Hércules. Todo estaba intacto, como era debido. Se volvió hacia la ventana. Las calles, los edificios, los inmensos muros del cercano Circo Máximo que se alzaba sobre sus arcadas justo debajo de su torre, que dominaba todo cuanto abarcaba su sombra. Escudriñó la negrura, envió el ojo de su mente hacia el norte, hasta el recodo del río en forma de herradura, donde sabía que se alzaba el antiguo y hermoso Pons Aelius, el único acceso al centro de la ciudad. Reprodujo el puente en su imaginación, mientras meditaba sobre la suave pendiente que empleaba para atravesar la anchura del río sobre los tres arcos que abarcaban su luz. Sabía que eran tres porque en numerosas ocasiones había subido a las murallas que dominaban el puente, asombrado de su impasible simetría romana, de sus proporciones clásicas intemporales, incluso si, esta vez, ni siquiera podía divisar el río…
¿No podía divisarlo? Se asomó un poco más, y los dedos de sus pies abandonaron el delicado mosaico del suelo cuando apoyó el pecho sobre el ancho alféizar. Se esforzó por concentrar su mente, filtrar los estímulos que se disputaban su atención, los sonidos de la distante batalla, los hombres y caballos que corrían por las calles, las luces parpadeantes de miles de diminutos faroles, cuando los hombres (soldados, mirones, guasones y saqueadores) recorrían las calles como enjambres de luciérnagas arrastradas por las ráfagas de viento, todos en dirección a los barrios del norte de la ciudad, en dirección a la inminente batalla. Aminoró con cautela la velocidad de su respiración, apretó los nudillos contra los oídos para amortiguar el sonido y miró hacia el río… hacia donde estaba el río… hacia donde debería estar el río… Nada. Había desaparecido. No se veía agua. Se paró a pensar. El puente Milvio, dos millas al norte, era el origen del alboroto, a juzgar por lo que deducía de los gritos y órdenes que ascendían hacia él desde las calles. Era el punto hacia el que corrían todas las tropas, y si aguzaba el oído, hasta podía distinguir los tenues sonidos de la lejana batalla, transportados hasta sus oídos por el aire nocturno: los chillidos de los caballos, el impacto de los proyectiles sobre la piedra. Y no obstante, el Pons Aelius, mucho más cercano a su ventana que el Milvio, y mucho más vulnerable, no atraía la menor atención, ni el menor sonido de batalla, ni órdenes de reforzar las líneas. Y de repente supo, lo supo con más certeza que su nombre, lo que Odoacro estaba haciendo. Se alejó de la ventana y se quedó inmóvil, tembloroso, mirando aturdido hasta que su respiración se calmó lo suficiente para recuperar la voz.
—¡Niebla! —chilló—. ¡Niebla sobre el río! ¡Orestes! ¡Es una emboscada! ¡Guardias…!
Corrió hacia el fondo de la sala, agarró el pomo de la robusta puerta de roble y trató de abrirla por la fuerza, pero solo consiguió lanzar un gemido de dolor cuando estuvo a punto de descoyuntarse los hombros. La puerta no se movió.
—¡Orestes! —volvió a bramar, mientras tiraba como un demente del pomo, hasta terminar jadeante y ronco.
Tras reconocer que la puerta estaba cerrada a cal y canto por fuera, llegó a la conclusión de que se había cometido una terrible equivocación. Levantó el puño y golpeó la puerta con todas sus fuerzas, pero sus débiles esfuerzos contra la gruesa madera se le antojaron penosos incluso a él, y al cabo de un momento estaba arrodillado, presa de la desesperación, contra la pared, con los hombros temblorosos a causa de la frustración, mientras se lamía la sangre de los nudillos. De pronto, una idea acudió a su cabeza: ¡los bancos! ¡Los pesados bancos de madera para comer!
—¡Guardias! —llamó de nuevo, pero su voz era tan débil que comprendió que no le oirían. Aferró un banco, lo arrastró hacia la puerta, lo puso vertical y ajustó su posición de tal manera que la sólida bola del pie, sujeta por una garra de animal tallada, quedó a la misma altura del gozne superior. Con un gruñido, echó hacia atrás el banco y después lo empujó contra el gozne. El impacto de metal sobre metal produjo un sonido satisfactorio, mucho más intenso que sus débiles gritos. Inspeccionó el gozne. Algo curvado, como si los clavos hubieran quedado torcidos dentro del marco. Levantó de nuevo el banco y lo descargó contra el gozne. Se movió de nuevo, y esta vez apareció un hueco entre la puerta y el marco, como si las pesadas tablas de madera se hubieran combado. Lo golpeó una y otra vez, hasta que al fin, con un crujido de madera forzada y metal desfalleciente, el gozne se soltó y la puerta cedió, sujeta precariamente tan solo por el gozne inferior y lo que fuera que la mantenía cerrada.
Introdujo sus manos ensangrentadas en la rendija, tiró y la puerta se movió. La barra que la sujetaba no debía de ser muy fuerte. La sala no estaba pensada para ser una fortaleza, la barra no era más que un complemento posterior, instalado por órdenes de Orestes. Otro tirón y la puerta cayó hacia dentro con estruendo, con los goznes arrancados de raíz todavía colgando de la jamba.
Antemio experimentó una oleada de energía y furia.
—¡Guardias! —llamó, en voz más alta—. ¡Guardias!
Pasó por encima de la puerta y salió al pasillo. Se sorprendió al no ver a nadie, ni siquiera una luz. Se habían llevado todas las antorchas, y la única lámpara de aceite encendida en una esquina casi se había apagado. Se apoyó contra el maltrecho marco de la puerta y clavó la vista en la oscuridad.
—¡Guardias! —llamó una vez más, se llevó las manos al cuello y aferró la bata de seda bordada, aunque mugrienta, que llevaba. La desgarró en un ataque de frustración, disfrutando del placentero gemido de la tela al romperse y la corriente de aire frío sobre su cuerpo, mientras iba rasgando la vestimenta desde el cuello a los pies en breves y desesperados ataques de ira.
—¡La niebla! —gritó—. ¡Emboscada!
Pero nadie le oía, y solo él conocía el plan del enemigo. Se quitó los restos de la bata y corrió hacia delante. Notó el pulido suelo de piedra bajo los pies. Con los ojos clavados en la oscuridad y las manos extendidas para impedir estrellarse contra una pared o una columna, avanzó paso a paso y tiró sin querer la diminuta lámpara, aunque el aceite del depósito estaba tan vacío que la llama no se propagó, sino que se extinguió.
—¡Guardias! —sollozó, pero nadie le oía, y el emperador de Roma recorrió el pasillo dando traspiés, desnudo y ciego, llamando a sus legiones.
Ciñéndose al plan, se utilizaron grandes tambores galos para indicar el momento del ataque en lugar de cornetas militares, cuyo sonido agudo y metálico se habría transmitido con más facilidad sobre el río y alertado antes a los defensores. Cuando los tambores cobraron vida, su retumbar profundo fue percibido por las tropas que aguardaban como una vibración visceral en sus estómagos. La línea de ataque se formó al ritmo de los tambores, centurias en columnas de a ocho y de diez en fondo, la anchura del Pons Aelius. Seguía a la primera unidad un escuadrón de doce jinetes, desplegado en filas de cuatro, y otra unidad de infantes acompañados de caballería, cincuenta centurias en total, una legión, dispuesta en una fila larga que serpenteaba a través de la niebla siguiendo la orilla del río. Era la primera falange en la que los hombres luchaban, tal vez la primera formada desde que esta sanguinaria formación había caído en desgracia siglos antes. Era un ariete humano, pero lejos de aterrorizar a las tropas que servían en su mortífera vanguardia, las henchía de júbilo, y anhelaban el honor de ser los primeros en cruzar el puente. De los ocho hombres de la primera línea, cuatro eran centuriones, y una docena más de dicho rango les seguían de cerca. Si algún hombre debía dar ejemplo en el temerario despliegue, ningún centurión del ejército admitiría ser destinado a la retaguardia.
La primera unidad avanzó, y siguió con cautela la ancha avenida que atravesaba los jardines que rodeaban el Mausoleo circular, con sus enormes puertas de bronce cerradas y atrancadas por dentro. Un silencio absoluto reinaba en las ventanas superiores y el tejado, que desaparecía sobre ellos en la niebla, aunque las tropas sabían que una numerosa compañía lo defendía. Marchando al ritmo rápido pero acompasado de los tambores galos, apretaron las filas hasta casi tocarse los hombros, y después, cuando sintieron una repentina corriente de aire frío al ascender la breve pendiente donde se estrechaba la calle, pisaron el puente y se adentraron en la zona de niebla más espesa. La visibilidad disminuyó hasta el punto de que un hombre apenas podía distinguir las espaldas de los soldados de dos filas más adelante. Las primeras filas avanzaron los primeros doce pasos en un silencio sepulcral, sin la menor oposición de los defensores, y por un momento abrigaron la esperanza de que el ataque utilizado como señuelo en el Milvio había tenido tanto éxito que habían apartado todas las fuerzas enemigas del Pons Aelius, y que atravesarían el puente sin obstáculos y entrarían en la ciudad.
Sin previo aviso, sin ni siquiera una lejana voz de mando de algún oficial, un silbido penetrante hendió el aire inmóvil, como si la falange hubiera topado con un nido de víboras. Una cortina de flechas, disparada por arqueros situados en la cabeza del puente, silenciosos e invisibles, perforó la espesa niebla. El impacto de los proyectiles, que ninguna orden de fuego había acompañado, provocó que las primeras filas disminuyeran el ritmo de su paso. Algunos hincaron una rodilla tras la protección de sus escudos rectangulares, tal como habían hecho en su instrucción durante muchos años, y tal como habían adiestrado a sus hombres, repitiendo la maniobra en tantas ocasiones que se había convertido en algo automático, como un reflejo.
Pero no era un reflejo compatible con una falange. Detrás de la primera fila, la segunda y la tercera continuaron avanzando, y sus escudos empujaron la espalda de los hombres situados ante ellos. Al sentir la presión, los primeros se pusieron en pie, con los escudos erizados de flechas, y más proyectiles pasaron zumbando, formando una nube ominosa. Un par de hombres del centro recibieron heridas en la pierna, cayeron y fueron pisoteados por los soldados de atrás, quienes fueron incapaces de detenerse o desviarse de su camino predeterminado, presionados por las filas que les seguían. Otros dos soldados de la primera fila fueron alcanzados. Uno, con la garganta atravesada, tropezó y cayó de bruces en silencio; el otro, alcanzado en el brazo con el que manejaba la espada, y consciente de que no podía seguir luchando, saltó hacia la balaustrada de piedra del lado del puente, rodó sobre la barrera y cayó al agua. Durante el breve instante en el que alzó el escudo, quedó expuesto a la mortífera nube de flechas, su cuerpo fue asaeteado media docena de veces, y a pesar de la velocidad de la caída ya estaba muerto antes de llegar al agua.
Los atacantes continuaron avanzando con terquedad entre la cortina de proyectiles de los defensores. Odoacro, montado a caballo en la retaguardia de la primera centuria, abrumado también por la presión de los arqueros, mientras las flechas rebotaban en su casco y se hundían en el escudo, se hizo cargo de lo difícil de la situación, y de que sus hombres solo contaban con unos pocos segundos para doblegar la andanada de flechas o ser doblegados. Ya no eran necesarios ni el silencio ni la sorpresa. Se volvió en la silla y gritó hacia su grupo de oficiales.
—¡Cornetas! ¡Tocad a la carga!
Cuando las agudas notas perforaron la oscuridad y llegaron a los oídos de los soldados que avanzaban, algunos pararon y se volvieron sorprendidos. La línea de hombres que avanzaban en el puente, ya visiblemente vacilante, dio la impresión de titubear todavía más, y Odoacro notó que su caballo había aminorado la velocidad. Se volvió hacia delante, alzó la voz y bramó en la penumbra.
—¡Cargad hacia el puente! ¡Adelante hacia la victoria!
Los hombres que iban delante de él aceleraron el paso, pero también aumentó el volumen de flechas. Odoacro desmontó y sus pies resbalaron en el río de sangre que descendía por la pendiente del puente, de modo que hincó la rodilla un momento. Recuperó al instante el equilibrio, dio una palmada en las ancas del caballo para alejarlo y empezó a abrirse paso entre las tropas paradas delante de él.
—¡Adelante, hombres! —rugió—. ¡Corred! ¡Corred!
El ritmo aumentó, y mientras Odoacro avanzaba volvió a tropezar, esta vez con un cadáver tendido sobre los adoquines. Continuó abriéndose paso sin hacer caso del obstáculo y pasando por encima de un número cada vez mayor de cadáveres erizados de flechas, hasta que cayó en la cuenta de que ya no estaba pisando baldosas, sino una sólida y húmeda alfombra de carne. Esto no podía suceder. Después de haber avanzado tanto en su empeño, un simple puente no podía derrotarle en este punto.
—¡Corred, corred! —bramó Odoacro de nuevo.
Solo zambulléndose en la lluvia de flechas, para luego saltar por encima de los arqueros enemigos y atacar a la masa de hombres de infantería que, sin duda, estarían desplegados detrás de ellos, tendrían sus hombres alguna posibilidad de tomar el puente. Esos arqueros también estarían entorpecidos por el angosto espacio, no más de diez o doce podrían acuclillarse en fila en la base del puente, una docena más de pie detrás, y tal vez una tercera docena que disparaba desde los peldaños. Treinta, cuarenta arqueros, ni uno más…, pero si eran diestros, cada uno podía disparar sin cesar, una flecha cada dos respiros, contra las tropas atacantes, que solo podían formar un frente de ocho hombres. La desigualdad era enorme, pero los arqueros enemigos estarían tan cansados como sus tropas, apuntarían a ciegas en la niebla, su resistencia física menguaría, su temor aumentaría…
¡Su temor! No veía a los defensores, pero ellos tampoco podían verlo a él. En la niebla, no podían saber quién les atacaba, cuántos hombres estaban avanzando hacia ellos, si su lluvia mortífera de flechas obraba algún efecto. El enemigo solo sabía que algo se acercaba, a juzgar por el redoblar de tambores y el sonido estridente de las trompetas. Pero ¿qué exactamente? ¿Cien hombres? ¿Quinientos? ¿Cinco legiones? ¿Se trataba del ataque principal, o una distracción del ataque que tenía lugar río arriba, en el Milvio, que por lo que ellos sabían podía comportar una fuerza todavía mayor? Su miedo debía ir en aumento, aún más que entre sus hombres. Era preciso aprovechar su miedo…
De pronto, Odoacro oyó a su espalda un fuerte impacto, seguido de varios más, como de objetos grandes que cayeran. Se detuvo un instante. ¿Debía continuar adelante, lanzar a sus tropas contra la lluvia de artillería? Otro impacto interrumpió sus pensamientos, esta vez acompañado por bramidos de rabia y dolor de hombres y caballos. Su mente barajó todo tipo de posibilidades. ¿Podía ser un ataque contra sus flancos, o contra la retaguardia de sus tropas? ¿Cómo podía haberle adelantado el enemigo, teniendo en cuenta la escasez de puentes sobre el Tíber, y encima con la espesa niebla nocturna? No obstante, a juzgar por los gritos de terror que oía a su espalda, Odoacro sabía que no debía hacer caso omiso de lo que estaba sucediendo: tenía que dar media vuelta.
Los hombres que le rodeaban le miraban de soslayo, conscientes de la terrorífica matanza que sus compañeros de la vanguardia estaban padeciendo, y de que no tardarían en verse alcanzados por ella. El número de cuerpos erizados de flechas que estaban pisoteando iba en aumento, y después descubrieron que no solo los estaban pisoteando, sino que trepaban sobre ellos. El avance era más lento y los cuerpos estaban empezando a amontonarse delante de los atacantes, de forma que sus propios camaradas formaban una barricada involuntaria. De derecha e izquierda llegaban sonidos de chapoteo, cuando los soldados heridos saltaban por encima de la balaustrada para no estorbar a las tropas que llegaban por detrás, y tal vez para salvarse de ser pisoteados hasta morir. Odoacro vio por el rabillo del ojo que hasta soldados ilesos abandonaban la formación y se precipitaban hacia el lado del puente, preparados para saltar incluso antes de ser heridos. Mientras tanto, permanecían acurrucados detrás de sus escudos, y de vez en cuando echaban un veloz vistazo por encima del filo para escudriñar la niebla, para sondear el origen y la distancia de la mortífera andanada de flechas que diezmaba sus filas, pero temerosos de exponer el rostro demasiado rato, no fuera que un proyectil se les clavara en los ojos…
Enfurecido y frustrado, incapaz de abrirse paso entre las filas debilitadas de soldados a pie que tenía delante, y consciente de que debía regresar a la retaguardia para investigar el creciente caos que intuía, Odoacro alzó la voz en un grito sin palabras, un rugido gutural que dio la impresión de resonar en la piedra circundante, en la calle, en los muros del puente, incluso en los lejanos edificios de delante que envolvía la niebla. Al oír aquel sonido, los hombres que le rodeaban saltaron sorprendidos, y después, como azuzados por el aguijón de un conductor de bueyes, se, precipitaron hacia delante, clavando de nuevo los escudos en la espalda de los camaradas que les precedían, introduciendo los hombros y la cara en el hueco más cercano, empujando con las gruesas sandalias de cuero que calzaban, decididos a aferrarse a la ensangrentada superficie que pisaban, afirmar las suelas y avanzar, de tal forma que impidieran a los de delante retroceder o escabullirse por los costados.
Al mismo tiempo, incluso antes de que su grito se hubiera desvanecido, los hombres que lo rodeaban aceptaron el desafío, y un bramido idéntico se elevó de las tropas cercanas, y después de las tropas de más allá, y todavía más lejos, de delante y de atrás, hasta que el rugido ensordecedor invadió el espacio circundante, y supo que se había propagado hasta el final de la hilera de legiones, hasta la oscuridad invisible que aguardaba al otro lado del puente, y pronto se escucharía en toda la ciudad, pero lo más importante, lo escucharía el medio centenar de arqueros que había en el extremo del puente. Esos arqueros ahora sabrían que, lejos de refrenar el ataque, su mortífera lluvia de flechas había enfurecido a la bestia, fortalecido la determinación de los atacantes que corrían por el puente, y que por más enemigos abatidos por flechas lanzadas a ciegas entre la niebla, por más hombres pisoteados hasta morir por sus propios camaradas y compañeros de rancho, por cada hombre que cayera, diez ocuparían su lugar, cincuenta o cien se internarían en la brecha, y los disparos de los arqueros, pese a su intención asesina, serían inútiles a la postre.
Cuando el grito de guerra improvisado se alzó en el aire, los hombres se precipitaron hacia delante, con un ímpetu y un impulso que les arrastró en su camino con tanta seguridad como que su grito se había transmitido por encima del Tíber, rebotando sobre la superficie como una piedra lanzada por un niño. El ritmo aumentó. En realidad, ya no era el lento arrastrar de pies de un momento antes, de hombres conscientes de que estaban caminando sobre cadáveres. Ahora se había convertido en un verdadero avance, un trote, mientras los hombres se apresuraban a llenar los huecos abiertos en las filas de delante. Odoacro notó el cambio incluso bajo sus pies: el número de caídos, que en algunos puntos formaba capas de tres o cuatro cuerpos, había disminuido. El pie encontraba incluso puntos de apoyo donde no había soldados abatidos, al principio uno o dos pasos aquí y allí, pero después la distancia aumentaba, hasta que los hombres pudieron correr varios pasos sin pisotear ningún miembro ni chapotear en charcos de sangre.
El efecto fue fascinante. El grito áspero que había surgido de las gargantas de los hombres les había envalentonado, y ahora que eran conscientes de su avance más rápido y de que el número de bajas había disminuido, alzaron todavía más la voz, y casi dio la impresión de que saltaban en el aire. Al mismo tiempo, la andanada de flechas decreció y, al cabo de un momento, desapareció por completo. ¿Se habrían quedado sin proyectiles los defensores? No era probable, pensó Odoacro. Habían vivido meses de inactividad, encerrados dentro de las murallas de la ciudad, y se habrían dedicado a la fabricación de flechas. La comida escasearía, el sueño y el descanso serían todavía más escasos, pero no habría escasez de armas. Sabía la respuesta: miedo. Era el miedo al enemigo lo que se había adueñado de ellos, miedo a la fuerza desconocida que les atacaba desde la oscuridad neblinosa, miedo exacerbado por el enorme grito que había surgido de la nada, la encarnación audible de la ferocidad contenida que se iba a desatar sobre el puente. Era el miedo lo que se había impuesto, no las nubes de flechas, ni la brutal determinación de los atacantes de avanzar contra viento y marea. El ejército más atemorizado había perdido. Odoacro sabía, sin ni siquiera ver al enemigo, sin ver más allá del casco del hombre que tenía delante, sabía que los arqueros del otro extremo del puente habían arrojado sus arcos y huido, dejando el campo de batalla a sus camaradas, soldados de infantería que se habrían congregado para oponer resistencia, esparcidos por la calle como un muro sólido, varios pasos más allá del extremo del puente, y sabía que al menos en este enfrentamiento inicial, en este primer desafío para superar el miedo en estado puro, sus hombres habían vencido.
Odoacro bajó el escudo, se apartó a un lado, apretó su cuerpo contra el muro y dejó que hombres y caballos le adelantaran, hasta que se abrió un claro en las líneas y pudo seguirles. Al hacerlo, se quedó sorprendido cuando vio lo mucho que había avanzado en un período de tiempo tan breve. La acción había sido tan intensa, tan veloz, que casi había llegado ya a la mitad del puente. Las primeras unidades pasaron a toda velocidad, seguidas por sus correspondientes escuadrones de caballería, y otro hueco apareció, en el cual se detuvo para mirar atrás, y entonces pasaron al trote varias centurias más, pero un tercer claro se abrió, lo bastante amplio para no poder ver por culpa de la niebla hasta dónde habían llegado las siguientes filas de tropas, aunque el aire vibraba con el sonido de los enfrentamientos y los hombres enfurecidos, tanto delante como detrás de él. Sabía que las tropas de vanguardia ya habían entrado en contacto directo con los defensores del otro lado del puente, y estaban combatiendo con furia para romper las defensas y entrar en la ciudad. No obstante, sus esfuerzos solo se verían coronados con el éxito si tropas de apoyo continuaban invadiendo el puente, para sumarse a la presión ejercida sobre las líneas enemigas. Grandes cantidades de soldados (miles de soldados) tendrían que cruzar el puente si querían que el ataque triunfara. Sin embargo, él continuaba parado en tierra de nadie, en mitad del puente, después de que un millar de hombres hubiera pasado de largo, y tal vez otro millar estuviera muerto a sus pies o flotando en las aguas del río…, sin que tropas de apoyo surgieran de la oscuridad. Respiró hondo y bajó corriendo la rampa hacia el extremo cercano del puente, saltando sobre los muertos y sin hacer caso de los gritos de los heridos.
Corrió sin ver nada a través de la niebla y siguió el sonido de las trompetas, que seguían llamando al ataque a un ritmo irregular, puntuado por los chillidos de los hombres y los sonidos del caos y los enfrentamientos. Saltó de la rampa a la base del puente, pisó la amplia avenida que corría paralela al río, bajo el muro frontal de los jardines del Mausoleo, y casi volvió a resbalar con los adoquines cubiertos de sangre y agua. Recuperó el equilibrio y se detuvo un momento. La avenida habría tenido que estar invadida de soldados, tras ascender por la rampa del puente en formación de falange para apoyar el ataque contra la ciudad, pero solo quedaban unas cuantas unidades dispersas, tan confusas como él, separadas de sus centurias y sin saber si avanzar sobre el puente o retroceder en busca de sus camaradas rezagados. Cuanto más rato continuara abierto el hueco entre las tropas, más probabilidades existían de que sus tropas de vanguardia fueran arrolladas por las poderosas defensas del otro lado del puente. Peor todavía: la aurora se estaba acercando, y si bien la niebla no permitía ver más que a unos cuantos pasos de distancia, empezaban a distinguirse formas vagas. El sol no tardaría en salir, y entonces la niebla se disiparía. Quedaba poco tiempo. Odoacro se abrió paso entre las confusas tropas, sin dejar de seguir el sonido de las trompetas. Cuando vio un caballo, aferró las riendas y llamó al oficial.
—¿Dónde está la falange? —gritó—. ¿Dónde está Gundobar?
El oficial miró confuso a Odoacro, pues al principio no le había reconocido, y cuando se miró, Odoacro cayó en la cuenta de que estaba cubierto de sangre de los cadáveres con los que había tropezado, su escudo estaba erizado de flechas, y sus insignias de oficial se habían borrado. En el caos de la batalla, el hombre no sabía quién le estaba hablando. Se quitó el casco y gritó de nuevo.
—¿Qué está pasando aquí? —rugió—. ¿Dónde está Gundobar?
El hombre le reconoció de repente y señaló vagamente hacia atrás.
—En la retaguardia —gritó—. Las tropas han retrocedido. ¡Gundobar quedó atrapado en la arena!
—¡Arena! —bramó Odoacro—. ¿Qué demonios…?
—¡Arena fundida! —gritó el oficial—. ¡El enemigo la está arrojando en barriles desde el tejado! Se estrellan contra la calle al rojo vivo y estallan sobre nuestras tropas…
Odoacro comprendió al punto.
—¡Desmonta del caballo y ayuda a que las tropas vuelvan a formar!
—¡Pero señor! —gritó el oficial, mientras desmontaba a toda prisa—. ¡Los hombres no pueden pasar del Mausoleo! El enemigo está arrojando…
—¡Los hombres pasan pasando! —rugió Odoacro—. El enemigo está tan cegado como nosotros. ¡Vete ya!
Los dos hombres alejaron al caballo con una palmada y corrieron en paralelo al largo muro del jardín, hacia los toques de trompeta y los gritos. Nada más llegar a la esquina, una llama brillante se materializó en la oscuridad sobre ellos. Odoacro se arrojó instintivamente a la cuneta y patinó sobre los duros adoquines cuando cayó en el riachuelo de aguas residuales teñidas de sangre que corría junto al bordillo elevado como un arroyo inmundo. El oficial que le acompañaba no reaccionó con idéntica rapidez. El objeto flamígero lanzado desde el techo del Mausoleo se estrelló en su camino, y la velocidad de su carrera le precipitó hacia delante mientras el barril empapado en nafta estallaba en fragmentos, escupía arena y limaduras metálicas al rojo vivo hacia su cara y en treinta pasos a la redonda.
Al oír el aullido de dolor del oficial, Odoacro alzó la vista un momento, pero se agachó de inmediato y zambulló la cabeza en el riachuelo cuando una lluvia de chispas rojas descendió sobre él. Las zonas de su cuerpo que no protegía la cota de malla (la parte superior de los brazos, las pantorrillas, la nuca) estallaron de dolor cuando los diminutos granos se hundieron en su piel con un silbido. Se retorció con la cara agachada, en un esfuerzo por no levantar la cabeza hasta que la lluvia de partículas hubiera disminuido de intensidad, y después se cubrió la cara con las manos para protegerse de los fragmentos erráticos que continuaban cayendo, al tiempo que rodaba sobre su espalda para aplacar el dolor mojando el otro lado de su cuerpo en el riachuelo. Pero no había tiempo. No había tiempo para esquivar bombas surgidas de la oscuridad, para vadear en el agua inmunda. Se puso en pie y echó un vistazo al punto donde el barril se había estrellado. Las duelas de madera se estaban consumiendo en un charco de líquido flamígero. El oficial estaba tendido de espaldas, mientras sus miembros se retorcían en su agonía, el rostro poco más que carne pulverizada, con un hueco bostezante en el lugar de la boca. Odoacro hizo una pausa para calmar las náuseas y el dolor de sus extremidades, y luego continuó su lento trote alrededor del muro del Mausoleo de Adriano.
Dobló la esquina y se topó sin previo aviso con una inmensa multitud de hombres, desplegados todavía en formación cerrada como si se prepararan para cargar: la mitad posterior desaparecida de la falange. Los hombres que se hallaban más cerca de él, y que podían verle con más claridad pese a la niebla blanquecina, le miraron boquiabiertos, debido a la cara ensangrentada y el cuerpo empapado de la mugre de la cuneta donde había caído.
—¡Gundobar! —gritó Odoacro—. ¿Dónde está Gundobar?
Los hombres le miraron un momento, y después señalaron a un lado, donde cierto número de soldados heridos se habían congregado en diversos estados de gravedad, algunos postrados como si estuvieran muertos, otros teniéndose en pie a duras penas. Las diversas partes de su cuerpo que habían sido alcanzadas por los fragmentos voladores de arena y metal presentaban el mismo aspecto de la cara destrozada del oficial que había acompañado a Odoacro un momento antes. Uno de ellos se adelantó, la cara y los brazos cubiertos de sangre, con una mirada penetrante en los ojos grises. Los largos bigotes, teñidos de rojo, eran inconfundibles.
—Dios mío… —exclamó Odoacro—. ¿Gundobar?
El germano se acercó, con una mueca de dolor pero todavía capaz de caminar.
—Solo son rasguños superficiales —gruñó—. ¿El ataque ha tenido éxito?
—Todavía no —contestó Odoacro—, y fracasará a menos que reforcemos la falange.
—¡Pues vamos! —rugió el germano. Se volvió con movimientos rígidos hacia las primeras filas de la columna que tenía detrás y alzó el brazo ensangrentado con el que blandía la espada—. ¡Hombres, al ataque!
La columna se precipitó hacia delante, y a punto estuvo de arrollar y derribar a Odoacro y Gundobar antes de que pudieran dar media vuelta y empezar a correr al lado de los hombres, con el propósito de rodear los muros circulares del Mausoleo y dirigirse al pie del puente. Alertados por el grito de guerra, los guardias de la terraza empezaron a arrojar sus infernales barriles con renovado vigor, y se oyeron horrísonos impactos en algunos puntos de la columna de soldados, aunque los hombres continuaron su avance como si no pasara nada. Chillidos de agonía resonaron de nuevo en el aire, acompañados por los gritos de los soldados circundantes que animaban a llenar los huecos dejados por los heridos. Los guardias de la terraza estaban limitados tanto por el número de barriles que podían preparar como por la niebla que les cegaba, de manera que muchos proyectiles erraban su objetivo y estallaban contra los lados de los edificios vecinos o caían en las zanjas, donde el río de aguas residuales aminoraba sus efectos. La larga columna de hombres rodeó el perímetro del Mausoleo y avanzó hacia la rampa de entrada al puente, desde donde llegó a sus oídos el estruendo de la feroz batalla que tenía lugar al otro lado.
—¡Gundobar! —gritó Odoacro, al tiempo que asía del hombro a su camarada—. ¡El puente está cubierto de bajas! Los hombres no podrán mantener la falange…
—¡Pues que rompan la formación! No es necesaria, siempre que no queden atascados.
—Les conduciré al otro lado y recuperarán la formación, con el fin de reforzar las posiciones conquistadas. Tú…
—¡No! Ya has paladeado la gloria hoy, y te necesitamos para ponerte al frente del resto del ejército —respondió Gundobar con ojos llameantes—. ¡Yo conduciré a los hombres al otro lado!
—No estás en condiciones de…
Pero antes de que Odoacro pudiera terminar, Gundobar había dado media vuelta y ya corría hacia el puente, con la espada remolineando sobre la cabeza, la boca torcida en un grito que resonó sobre las piedras y llegó a todas las tropas, tanto las que esperaban su momento, como las que estaban en la vanguardia, y cuyo momento ya había llegado.
—¡Al ataque!
Las tropas lanzaron un rugido ensordecedor y dejaron atrás a Odoacro, quien se pegó contra la balaustrada del puente para evitar que le arrollaran o pisotearan.
Las tropas invadieron el puente y saltaron sobre las montañas de cuerpos. Los vivos gimieron de desesperación al ser pisoteados de nuevo por sus camaradas, y los muertos proporcionaron solícitos un punto de apoyo seguro para los hombres que cargaban sobre las piedras resbaladizas de sangre. Odoacro descubrió un hueco en las filas, se fusionó sin problemas con el torrente de atacantes y acomodó el paso al de sus camaradas, cada vez más furiosos al escuchar el estruendo de la batalla que se libraba al otro lado del puente.
Y de repente, justo cuando coronaba el arco, el clamor enmudeció. El impulso de los hombres lo arrastró a toda la velocidad de sus piernas rampa abajo hasta llegar a la enorme puerta practicada en la gruesa muralla de la ciudad, el Murus Aurelianus, que era el rompeolas de la orilla izquierda. Odoacro intuyó a través de la niebla grisácea la presencia de las dos torres defensivas, envueltas en sombras, que se cernían sobre él, pero fue incapaz de alzar la vista por temor a tropezar en su frenética carrera y morir pisoteado bajo los pies de los hombres que le seguían. Ya no era el comandante en jefe, su voz ya no estaba investida de autoridad, porque apenas podía oírse sobre los rugidos de los hombres que lo rodeaban. La oscuridad, el miedo y la codicia (sobre todo la codicia) no respetan edad ni rango.
Sus pies tropezaron con un obstáculo, y después con otro, y al cabo de un momento estaba inclinado hacia delante, con el filo del escudo rozando el suelo y la mano derecha arañando el pavimento húmedo y pegajoso, como si fuera un simio o un tullido que tanteara confuso bajo las oscuras sombras de las torres. En su loca carrera, Odoacro y sus hombres habían ido a parar de cabeza contra una montaña de cuerpos amontonados ante las puertas de la muralla de la ciudad. Algunos hombres moribundos, aunque suficientemente vivos, aferraban su mano, sus tobillos, su escudo, mientras se esforzaba por atravesar los estrechos confines de la puerta. Levantó la cara, como un nadador a punto de ahogarse, con la intención de ver luz delante, de no caer, de evitar sumarse a los que él mismo estaba pisoteando ciegamente.
Y entonces, Odoacro emergió a través de las puertas a la luz, y aquí, debido a que el alto muro de la ciudad que acababa de atravesar impedía el paso de la niebla del río, la oscuridad se disipó. Vio calles enteras, iluminadas por antorchas, no de los vigilantes nocturnos, sino de las turbas que habían surgido repentinamente de los edificios por doquier, que se sumaban a los soldados enloquecidos mientras arrollaban a los vencidos defensores. Los restos de las cohortes urbanas se dispersaban por las calles, abandonando escudos y armas, en busca de un refugio. Odoacro se detuvo y paseó la vista a su alrededor, mientras los primeros rayos del sol iluminaban el cielo hacia el este y dejaban al descubierto la amplia avenida que se abría ante él, la gran Porticus Maximae, que bordeaba los barrios del sur de la ciudad. Después, se volvió y miró al norte, hacia la elegante vía Recta, todavía envuelta en las sombras de la mañana, que corría a lo largo de las murallas de la ciudad hasta las grandes termas de Nerón. Detrás de él, los hombres entraban por el hueco de la muralla e invadían las calles como enloquecidos, pero la tarea de Odoacro había concluido. No había nada más que hacer, aunque lo deseara. Después de cinco meses de asedio a la mayor ciudad de la tierra, es imposible controlar a los hombres cuando se abren paso por la fuerza.
De repente, sin explicación alguna, experimentó una abrumadora tristeza. Aunque jamás había pisado Roma, y ni siquiera se consideraba romano, comprendió ahora que todos los saqueos eran iguales, ya fuera de una insignificante aldea escira con empalizadas de madera en Noricum, o de la Ciudad Eterna de mármol. Sin necesidad de mirar más ya sabía el resultado, así como los sufrimientos a los que daría lugar.
Parado en mitad del gran cruce, mientras el sol le daba en la cara, dejó caer el escudo y bajó la espada, mientras los hombres pasaban corriendo a su lado, locos de codicia, desesperados por apoderarse de lo se les había negado durante tanto tiempo, lo que tenían miedo de perder si no llegaban antes que sus camaradas. Y mientras miles pasaban corriendo junto a él por todas partes, se sintió completamente solo.
Pero entonces, se le ocurrió la idea de que su tarea aún no había concluido. Tenía que cumplir las órdenes de Ricimero. Y no concluiría mientras Orestes continuara en libertad.
Alzó la espada sobre su cabeza, reunió sus últimas fuerzas y rugió a los hombres que pasaban, aunque sabía que no le oirían.
—¡Hay que capturar vivo al emperador! ¡Hay que capturar vivo a Antemio!
Dejó caer la hoja y asió el brazo de un soldado que pasaba corriendo.
—¿Me has oído? —bramó Odoacro en la cara del hombre—. ¡Hay que capturar vivo a Antemio!
El soldado miró a Odoacro con cara de estúpido, sin reconocer a su comandante en jefe, tal vez ni siquiera como a un camarada, y se soltó con rudeza.
—Déjame, imbécil —gruñó—. Y muévete, no sea que pierdas tu parte.
El soldado lanzó una carcajada y se encaminó hacia una puerta de la calle, a la que empezó a propinar patadas.
Odoacro se derrumbó agotado antes de volver a levantar la vista y mirar desafiante a los hombres que, un momento antes, había mandado, y que ahora no eran más que una turba. Abrigaba un temor, solo uno, mayor que cualquiera de los que había experimentado en un día que, para la mayoría de los hombres, había estado erizado de temores. Su miedo, su obsesión, consistía en que, aprovechando la confusión, el caos asesino que se había apoderado de sus tropas, el mayor trofeo se perdiera. Hizo acopio de sus fuerzas restantes y se adentró en la calle, una isla de determinación rodeada por un río de caos total, mientras soldados frenéticos y ciudadanos aterrorizados corrían por todas partes. A él le correspondía capturar el mayor trofeo. Enderezó los hombros y se abrió paso entre los conquistadores (romanos, germanos y esciros), que un momento antes habían sido sus tropas, sus aliados, sus hombres, pero que ahora consideraba su mayor amenaza.
El palacio, debía llegar al palacio.
—¡Orestes! —gritó con voz ronca que se alzó por encima de la refriega—. ¡Orestes es mío!
Ricimero miró asqueado el objeto que descansaba sobre la mesa, y después dejó que su cabeza se apoyara sobre la almohada, los ojos brillantes a causa de la fiebre, los labios resecos y agrietados.
—Agua —dijo con voz ronca.
Odoacro le tendió su propia cantimplora, que Ricimero asió con manos temblorosas y se llevó a los labios. Bebió a sorbos largos y codiciosos, mientras un hilo de agua resbalaba sobre un lado de su cara, aunque él no pareció darse cuenta. Odoacro esperó con paciencia a que bajara la cantimplora y se la devolviera.
El rostro de Ricimero no expresó alivio ni consuelo, y una vez más se volvió hacia la mesa, esta vez con los ojos henchidos de rabia.
—Sí, es él —dijo con voz más enérgica—. Una semana buscando al emperador, ¿y me traes esto? ¿Esta… esta cabeza descompuesta? Llévatela. Apesta.
Odoacro cabeceó en dirección al guardia, quien se adelantó, agarró el cráneo por el pelo manchado de sangre y lo metió en el saco que había traído.
—Creo que dejé claro que quería vivo a Antemio —continuó Ricimero.
—Estuvo delante de nuestras narices todo el tiempo, y no nos dimos cuenta —replicó Odoacro sin alzar la voz—. Cuando Gundobar entró con una cohorte aquí para registrar el palacio, esperaba encontrar al emperador, a Orestes, sus familias, su Estado Mayor y sus oficiales. No encontró más que criados aterrorizados. Les interrogamos, y afirmaron que las familias nobles habían escapado de Roma semanas antes, y que Orestes y su Estado Mayor habían abandonado el palacio la noche de nuestro ataque. Hacía semanas que nadie veía al emperador. Decían que estaba enfermo en sus aposentos, pero la búsqueda de Gundobar no condujo a nada.
—¿Por qué te creíste esta historia? No cabe duda de que les dijeron a los criados…
—Les interrogamos por separado… y los sometimos a presión. Sus historias coincidían.
—¿Y no buscaste más?
—Sí, pero era una cuestión de escasez de personal —dijo Odoacro—. Era preciso asegurar la conquista de Roma. Nuestras tropas habían perdido todo control, y la ciudad habría sido reducida a cascotes, y la población a cadáveres, si no se hubiera restablecido la disciplina. Tardamos unos cuantos días.
—Nuestras tropas son romanas, y han devuelto Roma a la ley romana. ¿Por qué iban a causar estragos?
—Los hombres tenían hambre y habían estado confinados en el Vaticano durante demasiados meses. La codicia y la victoria les cegaron. Descargaron su rabia sobre los civiles y los edificios públicos. Las tropas de Orestes se habían quitado el uniforme y mezclado con la muchedumbre, o se limitaron a escapar aprovechando la confusión.
—Imbéciles —masculló Ricimero, y dirigió una mirada rencorosa a Odoacro—. Estoy rodeado de imbéciles. Caigo postrado en la cama varios días, y el asedio se va al infierno.
Odoacro se encrespó.
—El ataque fue un éxito. No hubo fallos.
—Pero la ocupación no fue mejor que la de los vándalos. Continúa. ¿Dónde lo encontrasteis al final?
Odoacro se acercó a la ventana para respirar un poco de aire puro. Estaba agotado. Apenas había dormido durante los dos últimos días, y en toda la semana transcurrida desde que sus tropas habían entrado en la ciudad no había descansado más de tres horas seguidas. La victoria estaba asegurada, el control de la ciudad consolidado por fin, pero ahora estaba recibiendo una reprimenda de un hombre enfermo que no había colaborado en nada, y que estaba obsesionado por una rencilla personal. Antemio no había sido el único fugitivo desaparecido. También Orestes había huido, y Odoacro no había podido consumar su venganza. Las quejas de Ricimero estaban poniendo a prueba su paciencia.
—Casi nos habíamos resignado a no encontrar al emperador, convencidos de que había escapado —dijo Odoacro—. Entonces, hace tres días, cuando Gundobar estaba llevando a cabo un último registro en los sótanos del palacio, un hombre desnudo saltó sobre él desde las sombras, blandiendo una vieja espada oxidada, al tiempo que chillaba «Muerte a Ricimero». Gundobar reaccionó instintivamente y atravesó el estómago del viejo bastardo. Por lo visto, eso no le detuvo. El hombre se revolvió contra él, y esta vez Gundobar hizo remolinear la espada y le cortó la cabeza. Después de comprobar que no había nadie más en la zona, Gundobar subió y ordenó a uno de los criados capturados que bajara y limpiara el desastre. El sirviente reconoció al atacante como el emperador.
—¿Y has tardado tres días en confirmarlo y venir a decírmelo?
—El criado pasó la noche con el cadáver y trató de sacarlo a escondidas del palacio al día siguiente. Le capturaron, por supuesto. Después, tuvimos que volver a interrogarlo, y hemos tardado este tiempo en arrancarle la verdad. Te hemos traído la cabeza para la confirmación definitiva.
—Pues menos mal, porque de lo contrario aún estaríamos buscándole. Sabía que Antemio estaba loco, pero tanto no.
Odoacro se balanceó sobre sus pies, fatigado. Si el comes no le dejaba en paz pronto, él también se volvería loco.
Ricimero reflexionó un momento, y después desvió sus ojos brillantes de fiebre hacia Odoacro.
—¿Y dices que el orden ha sido restablecido?
Odoacro asintió.
—Olibrio fue proclamado oficialmente emperador, pagó el donativo que había prometido a las tropas y anunció una amnistía general para la población civil. La administración de la ciudad ha empezado a funcionar de nuevo, y se han decretado unos juegos conmemorativos. Dentro de unas semanas todo habrá vuelto a la normalidad, con un romano nativo de emperador. El griego ha muerto, el asedio se olvidará. Las tropas han ocupado los antiguos barracones de la guardia pretoriana, y pronto volverán también a la rutina.
—Y Orestes… ¿Sabes algo de él?
Odoacro hizo una mueca al recordar su fallo.
—Escondido en el norte con un pequeño grupo de soldados —replicó furioso—. Ya ha enviado embajadores a Olibrio, afirmando su lealtad y ofreciendo sus servicios…
—¡Ofreciendo sus servicios! —rugió Ricimero con voz inesperadamente fuerte, al tiempo que intentaba incorporarse—. ¡Mientras yo viva, ese hijo de puta no pisará esta ciudad! Dile a Olibrio…
—Ya se lo he dicho —interrumpió Odoacro—. Olibrio sabe quién dirige la función. Es emperador de Roma gracias a ti, y ha proclamado su gratitud hacia tu persona. Te mencionó en su discurso de proclamación.
—Ingrato hijo de perra —masculló Ricimero—. ¿Ha venido a verme en algún momento? ¡Mi cama está al otro extremo del mismo palacio donde se encuentran sus aposentos! ¿Ha venido alguna vez a pedirme consejo?
—Lo hará —contestó Odoacro—. Hasta ahora, la situación ha sido… fluida. Olibrio solo desea que descanses. Eres el comandante en jefe de su ejército. Sin embargo, las acciones militares están ahora alejadas de su mente. Ha de organizar los juegos, nombrar nuevos magistrados, restaurar los servicios municipales…
Ricimero se derrumbó sobre sus almohadones, agotado.
—Dile a Olibrio… Dile… que tal vez ostente la púrpura, pero este imperio es mío. Dile… Orestes no… No… Dile…
Las palabras enmudecieron cuando Ricimero cerró los ojos. Odoacro miró a su comandante un momento más, dio media vuelta y salió de la habitación, sin saludar ni cerrar la puerta a su espalda. Saludó con un cabeceo a los guardias y el médico que esperaban fuera y se alejó por el pasillo, mareado de fatiga, aunque se esforzó al máximo por disimularlo, procurando no tropezar ni caer, como un hombre consciente de que está borracho y trata con tanto denuedo de ocultar las pruebas, que eso precisamente demuestra su ebriedad, esa manera tan cautelosa de caminar.
Salió a la brillante luz del sol por la puerta principal de palacio, parpadeó, se orientó y caminó hacia los barracones contiguos a la entrada de palacio, donde había instalado sus aposentos cerca de sus oficiales de mayor rango.
Saludó a los guardias con un cabeceo cuando pasó, subió poco a poco la escalera, denegó a un escriba la firma de unos documentos de transferencia de propiedades y contestó con un encogimiento de hombros a un par de oficiales, que le preguntaron dónde debían alojar los caballos confiscados al enemigo. Entró en sus aposentos y cerró la puerta con llave para evitar interrupciones. Después, exhaló un suspiro de alivio por estar solo, entró dando tumbos en la habitación de al lado, indiferente ya a guardar las apariencias, y se derrumbó sobre el catre militar que utilizaba como cama. Durmió veinte horas sin interrupciones.
Durante la siguiente semana, el estado de Ricimero empeoró. Expulsó un cálculo, después otro, pero la fiebre continuaba y perdía peso. Al cabo de dos semanas empezó a sangrar, y los médicos fueron incapaces de contener la hemorragia. Al cabo de tres semanas perdió la conciencia. La cuarta semana murió.
Aquella misma semana, el emperador Olibrio llegó a un acuerdo con los embajadores de Orestes, y una inmensa suma de dinero cambió de manos. Por segunda vez en su vida, Orestes fue nombrado comandante militar supremo del Imperio romano de Occidente. El día que entró en Roma con sus tropas, siguió la misma ruta que Antemio años antes. Olibrio le recibió oficialmente en la escalinata del Capitolio, y afirmó que no había hombre en todo el imperio más capacitado que Orestes para asumir el mando de sus legiones. En el discurso de aceptación, Orestes anunció el fin de las hostilidades entre las dos facciones militares y la refundición en uno solo de los dos grupos de tropas, que apenas un mes atrás habían sido enemigos mortales, una fuerza legionaria rejuvenecida con base en Italia.
Odoacro no estuvo presente en la ceremonia. El día anterior, disgustado por la reivindicación y el regreso al poder de su enemigo, había convocado a Onulf y a las escasas centurias de tropas esciras que seguían bajo su mando, y huido de Roma por la puerta del este. Veinte años después de la primera vez, los dos hermanos volvían a ser fugitivos.
Condujeron a sus tropas dando un rodeo por el este, lejos de los límites de la ciudad, para no toparse con las legiones de Orestes, y después se desviaron hacia el norte.