V

467 D.C., CUATRO AÑOS DESPUÉS

1

Roma

El Decumanus Maximus, la magnífica arteria principal de Roma, que corría de este a oeste, era una profusión de colores, con banderas de tonos alegres hechas de costosas sedas, colgadas sobre la amplia avenida con tal profusión que recordaban las marquesinas del Coliseo. Habían barrido y restregado el pavimento para eliminar todo rastro de mugre, y los edificios y monumentos de cada lado habían recibido nuevas capas de pintura, que recorrían toda la gama del arco iris, con el fin de celebrar el acontecimiento. Las inmensas chabolas que habían brotado en callejuelas y aceras, las cuales daban cobijo a quienes habían perdido sus casas, destruidas durante la invasión vándala de una docena de años antes, habían sido eliminadas. Los edificios públicos cuyas piedras y columnas habían sido destrozadas por los invasores, o robadas para utilizarlas en proyectos de urbanización ilegales, habían sido reparados a marchas forzadas, y las calles laterales cuyas losas habían sido arrancadas por ocupantes ilegales para acceder a las cloacas y cañerías principales de agua se habían pavimentado y estaban custodiadas por compañías de vigiles reunidas a toda prisa, la fuerza de policía y el cuerpo de bomberos de la ciudad, quienes patrullaban los lugares más delicados.

Al este del centro de la ciudad, en el punto de partida del gran desfile, se alzaba una altísima estatua de bronce, el Coloso de Nerón, que plasmaba el cuerpo de aquel formidable emperador ataviado como Apolo, el dios sol. La cabeza de la figura se había sustituido varias veces durante los últimos cuatro siglos por los rostros de posteriores soberanos, y si bien la actual versión había sido desfigurada hasta llegar a ser irreconocible durante las invasiones, el venerable corpus había sido pulido hasta recuperar su antiguo lustre. Cerca, el tocayo de la estatua, el enorme Coliseo, estaba adornado con banderas y cintas que ondeaban en las cuatro galerías. Desde la altura del lejano Capitolio, en el extremo occidental de la vía Sacra, el estadio, adornado con magnificencia, semejaba no tanto un formidable monumento al placer y la muerte, sino un enorme nido de ave o la cometa de un niño, tembloroso y etéreo, que rielaba cada vez que soplaba una brisa, como si una ráfaga de aire pudiera levantarlo del suelo y llevárselo.

Las multitudes se agolpaban a cada lado, formando hasta ocho y diez filas, y a media milla de distancia, donde la avenida cruzaba el umbral de la Regia y entraba en el Foro Romano, el orden se alteraba por completo, y el amplio espacio bullía de humanidad festiva y ebria, que aguardaba la llegada de la columna real. Cohortes de vigiles, movilizados con urgencia para controlar a las multitudes, observaban con cautela a los ruidosos juerguistas, mientras el vino que ofrecían los vendedores callejeros en las esquinas de las calles fluía sin cesar. Todos los negocios legales de la ciudad habían cerrado sus puertas para la gran celebración. El Senado había sido suspendido, los palacios de justicia cerrados. Solo permanecían abiertas aquellas zonas dedicadas al ocio y el placer (los teatros, los baños, los burdeles y, por supuesto, el mayor escenario de todos, la calle), y durante la semana anterior habían resonado en todo momento del día y de la noche los jolgorios y retozos, canciones tanto subidas de tono como serias, y las oraciones a Dios y a las antiguas deidades.

Más allá del Foro, el orden empezaba a restaurarse de nuevo solo al inicio de la vía Sacra, que conducía a la cumbre del Capitolio. A lo largo de la ruta se habían apostado cuatro legiones residentes de cohortes urbanas, la guardia militar personal del emperador, con armadura de gala, los escudos antidisturbios preparados, con el fin de mantener a raya a las muchedumbres y proteger las vidas de senadores, embajadores extranjeros y magistrados, que habían ocupado sus puestos a ambos lados de la monumental calle para presenciar el desfile. Durante los meses que había costado planificar el evento, el rango se había estudiado con sumo cuidado, y los puestos de los dignatarios asignados losa por losa en orden creciente de mérito, hasta los peldaños del templo de Júpiter Capitolino, el corazón político de Roma. Los cuidadosos preparativos habían logrado, hasta el momento, evitar disputas indecorosas entre los principales ciudadanos de Roma acerca de quién tenía derecho a ocupar determinado peldaño desmoronado de mármol para presenciar la coronación. Muchos senadores, de fortuna todavía precaria debido a las pérdidas sufridas en sus propiedades e inversiones a causa de las invasiones vándalas, colmaban su ruina aquel día merced a las sedas y joyas con las que se engalanaban ellos y sus esposas, las cuales pretendían disfrazar la extrema pobreza a la que se habían condenado por adquirir aquellos lujos.

Eran las calendas de enero, el primer día del nuevo año, y Roma tenía mucho que celebrar, nada menos que su nuevo emperador, Antemio, quien acababa de llegar después de su larga marcha hacia Occidente desde Constantinopla, con el fin de asumir el puesto dejado vacante por su asesinado predecesor Libio Severo. En el carro triunfal, utilizado por todos los gobernantes desde Julio César, medio milenio antes, y cuidadosamente conservado y restaurado, Antemio iba acompañado del comes Ricimero, quien se había presentado unas horas antes en el tercer mojón de las afueras de la ciudad. Varios otros generales importantes iban en carruajes ostentosos detrás de ellos, y les precedían los vehículos utilizados por miembros de la casa de Antemio, la nueva familia real de Roma: su esposa Eufemia, hija del emperador romano de Oriente León, y ahora emperatriz; sus hijos mayores Marciano, Rómulo y Procopio, y su hija Alipia, rodeados por un grupo de guardias armados que también les habían acompañado desde Constantinopla. La ruta del Triunfo, desde el Coliseo hasta el Capitolio pasando por la vía Sacra, era el tramo final del largo viaje, pero al enorme desfile le estaba costando casi un día completo recorrer esta breve distancia, apenas una milla, a través de las multitudes indisciplinadas. La inauguración sería culminada por la confirmación oficial de Antemio por los senadores que aguardaban, en nombre del pueblo de Roma y sus confoederati bárbaros, y seguirían de inmediato los esponsales de Alipia y el general Ricimero en la basílica de San Pedro. Esto sería otro motivo de celebración: la feliz unión de las administraciones civiles y militares del Imperio occidental y, al mismo tiempo, la unión de la riqueza y fortuna de ambos imperios gemelos, Oriente y Occidente, que hasta el momento habían permanecido alejados.

Pero a pesar de las festividades, Antemio no estaba satisfecho. Se sentía impaciente por el avance tan lento del desfile, mientras las legiones desplegadas delante y a los flancos se esforzaban por rechazar a la muchedumbre, que se apretujaba contra los escudos de sus hombres por todos lados. Durante un cuarto de hora, sus caballos no avanzaron ni un dedo. A través del espeso humo que surgía de los puestos de los vendedores de comida, y de los pétalos de flores que descendían como nieve desde los tejados de la basílica Emilia y la basílica Julia, veía los peldaños del Capitolio a poco más de media milla de distancia. A pesar de la cercanía, desesperaba por llegar antes de que perdiera los nervios o su vejiga estallara, pues ambos, después de seis horas de mantenerse en posición de firmes en el chirriante y anticuado vehículo, se hallaban en avanzado estado de crisis. Con un esfuerzo sobrehumano mantuvo la sonrisa en la que sus músculos faciales se habían petrificado durante la mayor parte del día, levantó los brazos en un cansado saludo y murmuró encolerizado por la comisura de la boca a Ricimero, erguido a su lado, cuyo rostro congestionado y sudoroso indicaba que él también estaba sufriendo.

—¿Es que no controlas a esta maldita escoria? Esta gente no son súbditos, ¡son una turba! ¡Gentuza de la peor especie!

La sonrisa de Ricimero también estaba petrificada en una mueca de impaciencia e incomodidad.

—Con el debido respeto, emperador y suegro…

—Todavía no soy tu suegro. La boda no tendrá lugar hasta después de que lleguemos al Capitolio. Si lo conseguimos…

—Futuro suegro. Tal vez fue una equivocación de tu Estado Mayor programar el desfile, y la boda, y la distribución de donativos a las tropas, el mismo día de tu llegada, lo cual causó una gran conmoción.

—Solo en Roma la llegada de dos simples legiones provocaría una conmoción. En cualquier ciudad decente del Imperio oriental, donde el populacho está acostumbrado a una cierta grandeza, esto no despertaría más expectación que la llegada de una caravana de mercaderes. Aunque dudo que alguna caravana importante haya llegado aquí desde hace bastante tiempo —resopló, mientras echaba un vistazo a las ropas gastadas y raídas de los congregados, y a la ínfima calidad de los productos que ofrecían los vendedores.

—Los occidentales son diferentes de los orientales —replicó Ricimero irritado, mientras el carro avanzaba unos cuantos pasos más y volvía a detenerse—. Son quizá más efusivos, menos acaudalados…

—Y menos disciplinados —masculló Antemio, al tiempo que asestaba un puñetazo a un ciudadano demasiado entusiasta que se había abierto paso entre los escudos de los guardias que rodeaban el carro, y se lanzaba hacia el emperador con una sonrisa desdentada y la mano extendida para pedir una limosna—. Por cierto, mientras atravesaba la Toscana, los obispos de la región solicitaron audiencia.

—Vaya —dijo Ricimero, poco interesado. En su mente ya estaba ensayando el discurso que pronunciaría tras su llegada, la presentación oficial de la hija del emperador y la boda que tendría lugar después. La magnitud de su buena suerte era extraordinaria, incluso para él, Ricimero, el hombre más ambicioso del imperio, empezando por el repentino matrimonio con una mujer a la que ni siquiera había visto, pero por la cual se había divorciado de la que había sido su esposa durante veinte años cuando los embajadores de Antemio le habían propuesto la unión unas semanas antes. No obstante, su preocupación más inmediata era el propio emperador: ¿sería un alfeñique como los tres anteriores, capaz de ser moldeado y manipulado por Ricimero y los eunucos de palacio? ¿O sería Antemio un hombre de mayor fortaleza, tal como sospechaba, un jefe militar elegido por el mismísimo emperador de la Roma oriental León? La inminente boda era una buena señal de la futura colaboración y prosperidad, pero no así la actitud glacial de Antemio hacia él desde que los habían presentado. ¿Cuál sería el papel de Ricimero en la nueva administración? ¿Seguiría siendo el jefe supremo militar de Occidente? ¿O sería relegado a una simple figura decorativa? ¿Quién gobernaría? ¿Quién sería gobernado?

—Como ya sabes, comes —continuó Antemio, y los pensamientos errantes de Ricimero fueron devueltos con brusquedad a la situación actual—, los obispos han apoyado con decisión mi ascensión al trono. Conocen mi devoción a la Iglesia. No obstante, me han informado de que se hallan presentes en Roma fuertes vestigios de superstición, y ya se están llevando a cabo los preparativos para la celebración de las Lupercalia el mes próximo.

—Es posible —contestó Ricimero, mientras se preguntaba por qué estaba preocupado el emperador por aquella festividad religiosa sin importancia—. La tradición se ha celebrado aquí desde antes de la fundación de Roma. Sus raíces son profundas.

—Es una salvajada, una profanación que jamás sería tolerada en Constantinopla —replicó con brusquedad Antemio—. Los obispos están en lo cierto al deplorarla. Me han dicho que se sacrifican cabras vivas, y que los jóvenes se disfrazan de Pan y corren desnudos por las calles, blandiendo correas de cuero con las que azotan a las mujeres, y peor todavía, les «otorgan» el obsequio de la fertilidad. A mí me parece una violación en masa.

—Exageraciones, mi señor, sin la menor duda.

—¿De veras? Al parecer, los obispos se han esforzado en prohibir esta costumbre bárbara durante años, pero no han recibido el menor apoyo del primer magistrado civil, el cual…

—El magistrado no es cristiano, mi señor…

—El cual fue visto corriendo desnudo por las calles el año pasado, hirsuto y obeso como es, sin recibir tan siquiera una reprimenda de sus superiores.

—¿Sus superiores?

—Me estoy refiriendo a ti.

—Mi señor —contestó Ricimero con estudiada paciencia—, yo soy el jefe militar, y el magistrado es…

—La autoridad civil, lo sé —le interrumpió Antemio—. No te hagas el tonto conmigo, Ricimero. Ambos sabemos quién ejerce la verdadera autoridad en la ciudad. Te hago responsable de cualquier altercado del orden público.

Ricimero echaba chispas, pero reprimió su reacción con un gran esfuerzo, mientras el carro volvía a avanzar. El desfile había dejado atrás el Foro y se encontraba en plena vía Sacra, y las muchedumbres de ambos lados, compuestas ahora en su mayor parte por nobles, senadores y sus familias, se comportaban mucho mejor. Avanzaban a buen paso por fin. Casi habían llegado a la base de la escalinata del Capitolio.

Antemio se volvió y miró con frialdad a su acompañante.

—Hemos de hablar mucho sobre el estado actual de Roma. Su moral y economía son notablemente inferiores a las de sus ciudades hermanas de Oriente, cosa que tengo la intención de remediar cuanto antes.

Ricimero hizo una mueca.

—Este es el día de tu investidura, mi señor, y de mi boda con tu hija. ¿Crees que es la ocasión apropiada para hablar de tales asuntos?

Al pie de la amplia escalinata de mármol, las tropas se abrieron en un colorido despliegue, y sus armaduras brillaron al sol. El carro se detuvo y un ayudante vestido de príncipe persa, envuelto en sedas y con apliques de kohl y colorete en la cara, se adelantó para ayudar al emperador y al comes. Los dos hombres, no obstante, casi saltaron del vehículo en sus prisas por bajar.

Antemio subió de dos en dos los peldaños, con un breve cabeceo a guisa de saludo a los nobles y dignatarios que aguardaban a cada lado, seguido de Ricimero. En lo alto, Alipia, que ya había llegado con su madre, esperaba con sus ayudantes para saludar a su padre y a su futuro marido. Era una mujer alta y esbelta, a quien Ricimero doblaba probablemente la edad, vestida con un espléndido traje de ceremonia y engalanada con una magnífica tiara enjoyada, como anticipo de la boda que tendría lugar nada más terminar la investidura. Un velo de seda color azafrán ocultaba en gran parte su cara, pero cuando sopló una leve brisa Ricimero vislumbró la piel blanca que cubría una mandíbula fina y delicada, los labios sensuales y una hilera de dientes uniformes blancos como perlas. Le satisfizo la perspectiva, al menos de la boca hacia abajo.

El emperador corrió hacia ella, le dio un veloz beso en el velo y masculló la más breve de las presentaciones.

—Alipia, el comes Ricimero.

Pasó de largo a toda prisa, seguido de Ricimero, quien dirigió una fugaz mirada a su estupefacta novia y a sus doncellas.

El emperador ordenó a la perpleja guardia que abriera una de las inmensas puertas, cubiertas toscamente con una chapa de bronce que sustituía a la exquisita lámina de oro que los vándalos de Genserico habían arrancado, entró con aire majestuoso en el atrio del templo vacío, el corazón político de Roma, donde el Senado se reunía en solemne asamblea con motivo de ocasiones importantes. Paró un momento y paseó la vista a su alrededor impaciente, pero no distinguió la menor indicación de dónde estarían las letrinas, ni criados o incluso senadores a los que preguntar, pues todos se habían quedado fuera. Se negó incluso a solicitar indicaciones a Ricimero. Seis horas de discutir en el carro con él era todo cuanto podía tolerar. Se acercó a la columna más próxima, un ejemplar alto y acanalado del mármol blanco más puro, restaurado con habilidad de los estragos causados por las hachas de los vándalos, se apostó detrás, levantó sus ropajes hasta el estómago y empezó a orinar sobre el suelo veteado de mármol. Casi mareado de alivio, pocos momentos después, cuando el chorro empezó a disminuir de intensidad, oyó un tenue sonido similar y un suspiro al otro lado de la inmensa sala, abrió los ojos y vio a Ricimero en idéntica postura contra otra columna, con una expresión de alivio similar en el rostro. Por fin, después de bajarse los ropajes, los dos hombres pasaron por encima de los riachuelos gemelos, que serpentearon perezosamente desde las bases de las columnas hasta el centro del atrio.

—Así es como me recibe Roma —dijo Antemio, al tiempo que salía a la galería y paseaba una mirada de desaprobación a su alrededor—. Sin previsión. Sin cortesía. Como dos perros marcando su territorio.

—Todo lo contrario —musitó Ricimero, quien también paseó la vista alrededor del histórico lugar de encuentro ceremonial del Senado, para luego bajarla hasta la mojada columna de la que acababa de alejarse—. Muchos hombres a lo largo de los siglos han soñado con hacer esto. Es un logro singular.

Antemio le miró asqueado y extrajo un rollo de pergamino de la manga de su túnica.

—También he sido recibido, según este informe del procurador, con el inminente colapso militar y la ruina económica del Imperio occidental, y con repetidos ataques de los vándalos de todo el Mediterráneo occidental. ¡Bajo tu control, comes Ricimero!

Ricimero miró fijamente a Antemio y se acercó a él. Sus botas militares de suela dura resonaron en la inmensa sala vacía.

—Sí, hablemos de esto, mi señor —dijo en tono amenazador, todo fingimiento de urbanidad desechado, ahora que la muchedumbre y los nobles estaban al otro lado de las inmensas puertas de bronce—. Hablemos de cómo, bajo mi supervisión hace seis años, toda una armada fue construida en un plazo de sesenta días, ¡sesenta días!, para ser lanzada contra Genserico y sus piratas…

—Y el plan fracasó. Tu tan cacareada flota se hundió, miles de hombres murieron…

—Pero no bajo mi control. El mando de la flota fue entregado al emperador Mayoriano.

—Al cual tú nombraste…

—¡Bajo presión de tus predecesores en Oriente, Aspar y tu amo León!

—¿Vas a insultar ahora al emperador? Un insulto contra el emperador es un insulto contra mí. Oh, soy muy consciente del destino hallado por mis tres predecesores a tus manos. Ten la seguridad de que no es mi intención ser tu cuarta víctima de asesinato imperial, futuro yerno. Los miles de testigos que nos han visto entrar en esta augusta cámara, y mis guardias apostados ante la puerta, se encargarán de eso. Sin mencionar el hecho de que mi testamento especifica que mis propiedades sean distribuidas sin caer en las manos de cualquier miembro de la familia que pudiera desear acabar con mi vida.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó con frialdad Ricimero.

—Estoy insinuando que Mayoriano destruyó la armada romana, que tú nombraste a Mayoriano, y que, por lo tanto, deberías ser lo bastante honrado para aceptar la culpa de semejante desastre.

—Mayoriano fue el emperador más competente desde el punto de vista militar en generaciones —rugió Ricimero—, pero cuando no cumplió su deber, me aseguré de que fuera eliminado, al igual que hice con su predecesor y su sucesor. También facilité tu ascensión al cargo. Me pregunto si también debería cargar con la culpa de eso.

—¡Esto es intolerable! ¡Tú no tuviste nada que ver con mi nombramiento! Ascendí al cargo por mis propios méritos. Mi padre era general y patricio del Imperio oriental, y mi abuelo prefecto. Mi esposa es hija del emperador de Oriente. Yo soy comes, cónsul y patricio. Si alguien en esta sala ocupa su cargo gracias a una sinecura, ese eres tú, Ricimero, porque solo por mediación de tu afortunado matrimonio con mi hija conservarás tu distinguida posición, en lugar de ser ahorcado por insubordinación.

—Ah, sí, eso. Mi matrimonio con tu preciosa hija. Y el apoyo que recibo de todas las legiones de Occidente.

—Bien, ahora que el juego está claro, ¿por qué no te nombras emperador?

—Sabes tan bien como yo que carezco de la augusta sangre que corre con tanta abundancia por tus venas, suegro. Mi sangre bárbara sería demasiado zafia para el estómago de la población romana. Para bien o para mal, temo que estamos obligados a colaborar, tanto por razones de familia como de Estado. Sugiero que interpretes tu papel en la farsa y me permitas interpretar el mío.

Antemio le traspasó con la mirada, y Ricimero la sostuvo. Por fin, el emperador desvió la vista.

—En esto tienes razón. Hemos de dar la cara ante nuestro público, proseguir con tu boda y los festejos, y no habrá más oportunidades de departir durante un tiempo. Sin embargo, hay que hablar de un asunto urgente: la defensa del imperio. Roma está casi arruinada. No hay nada en la tesorería que nos ayude a levantar una defensa contra los vándalos.

—Podemos pedir algún préstamo. Tal vez a tu benefactor, León.

—Una idea brillante, comes. De hecho, ya me he encargado de eso. Como regalo de investidura, el emperador León ayudará a Occidente en las defensas que parece incapaz de asumir. Tú, como comandante de las legiones occidentales, aportarás las tropas de tierra y recursos que puedas, y asumirás el mando conjunto cuando invadamos el territorio de los vándalos, África. Había albergado la esperanza, cuando nos conocimos, de que tú y yo podríamos llegar a un acuerdo sobre las necesidades militares. Pero ahora dudo que eso sea posible.

Ricimero lo miró boquiabierto.

—¿Has preparado la invasión de África? ¿Bajo un mando conjunto?

Antemio lo miró fijamente, disfrutando el momento.

—Oh, tengo entendido que las legiones y los generales occidentales te son leales, Ricimero, de modo que tu posición y tu título continuarán intactos. No obstante, trabajarás en colaboración con el almirante de la flota, Basilisco, que asumirá la responsabilidad de las operaciones militares cotidianas, tanto en Occidente como en Oriente, comenzando con el mando de las fuerzas que reconquistarán África a los vándalos.

—Basilisco… ¿El cuñado de León? ¿Esperas que sirva bajo las órdenes del cuñado del emperador de Oriente?

—No puedes quejarte. Te vas a casar con mi hija. Los dos imperios están ahora unidos. Basilisco será el comandante en jefe de las legiones conjuntas.

Ricimero guardó silencio durante un largo momento, mientras reflexionaba sobre aquel inesperado giro de los acontecimientos.

—De modo que me retiras el mando absoluto de las legiones occidentales, y aún deseas que aporte tropas para esta aventura.

—Y seas su comandante durante la invasión… a las órdenes de Basilisco. Cabe suponer que tanto tus fuerzas de la Galia, Noricum y Panonia, como las legiones estacionadas alrededor del Mediterráneo, tendrán que ser defendidas de las represalias que los vándalos de Genserico lanzarán contra nosotros. No dudo de tu capacidad para librar batallas, Ricimero. Lo que pongo en duda es tu buen juicio a la hora de gobernar imperios.

—¿Y cuándo crees que empezará esta operación?

—La nueva flota está siendo preparada en este mismo momento. Se están recaudando fondos, reclutando tropas nuevas. Consolidar una fuerza de este tamaño nos ocupará un año, quizá. Tienes mucho tiempo para perfeccionar tu papel en este esfuerzo, ya sea participando activamente o retirándote por completo. No te disuadiría de esto último. Admito que no puedo expulsarte por la fuerza de tu cargo, comes. Pero puedo asegurarte que tu forma de gobernar no volverá a perjudicar al imperio. Tu título oficial permanece intacto, pero mandarás bajo la autoridad, y el ojo vigilante, de Basilisco.

Los ojos de Ricimero se entornaron de furia. Quedaba poco por decir, y el ruido de la muchedumbre estaba aumentando de intensidad, con repetidos cánticos de que el nuevo emperador se presentara. Antemio empezó a caminar hacia la puerta, que uno de los guardias había entreabierto para asomar la cabeza e investigar la causa del retraso.

—Ven —dijo Antemio en tono perentorio sin volverse, mientras cabeceaba y sonreía—. El Senado y el pueblo de Roma, y tu nueva novia, Alipia, nos esperan.

Se encaminó hacia el pórtico situado en lo alto de la escalinata de mármol, y dejó a Ricimero echando chispas en el centro del atrio vacío, mientras dos diminutos riachuelos se unían y formaban un pequeño charco a sus pies.

2

Ricimero se encontraba en el puente de la nave capitana romana, anclada ante el diminuto puerto norafricano de Mercurion, sede de un templo desmoronado dedicado a Hermes, cuarenta millas al sudeste de la capital de Genserico, la poderosa Cartago. Bajas colinas pardas se extendían hasta perderse de vista, puntuadas por campos de maíz y olivares que en un tiempo habían convertido esta provincia en una de las más ricas de Roma. No obstante, la historia era voluble en estas regiones. Durante casi un milenio, Cartago había constituido una amenaza. Tres veces Roma la había conquistado y destruido, y cada vez había encontrado recursos para resurgir de sus cenizas y volver a significar una amenaza. Esta vez, sin embargo, el peligro no procedía de los cartagineses, quienes eran, en el mejor de los casos, una raza agonizante de esclavos y campesinos, ya no los orgullosos guerreros de los tiempos de Aníbal. Ahora procedía de los vándalos, un pueblo germano incongruente en estos climas desérticos, con su piel rojiza y sus cuerpos grandes, quienes habían conquistado Cartago varias décadas atrás. Expulsados del este de Europa por los hunos, habían aplastado a las legiones romanas en el Rin y cruzado Europa hasta llegar a Hispania, donde al final se habían detenido al acabarse el territorio. Se habían encontrado con el mar, el fin del mundo, y no podían continuar. Roma, en un esfuerzo por expulsar a los vándalos de los ricos puertos comerciales y minas de plata de Iberia que habían ocupado, les convenció de que cruzaran el estrecho que separaba Europa de África y de que conquistaran el litoral desierto de Mauritania, siguiendo la costa oeste de África hasta donde les diera la gana. Después, Roma reconquistó satisfecha su rico legado de Hispania y Lusitania.

Pésima falta de previsión, pensó Ricimero. Sin que Roma lo supiera, los vándalos no albergaban la menor intención de quedarse en los territorios secos y carentes de valor que les habían indicado. Al cabo de pocos meses de llegar, los asentamientos vándalos ya habían saltado al este de las Columnas de Hércules. Su avance era inexorable, y como un acueducto que se fuera derrumbando poco a poco debido a un terremoto, columna a columna, las provincias africanas fueron cayendo.

Una tras otra, las hermosas ciudades de la costa norte de África, Trípoli, Caesarea, Rusguniae, una ristra de perlas romanas con siglos de lazos comerciales y culturales con la madre patria, fueron conquistadas en una orgía de sangre y fuego. Hasta el gran obispo Agustín fue incapaz de repeler la matanza y, cercado en la ciudad fortificada de Hipona, había muerto debido a una combinación de edad avanzada, hambre y pura furia. Por fin, los vándalos se apoderaron de Cartago, junto con los territorios agrícolas y la riqueza de Numidia. De esa forma, todo el sur del Mediterráneo estaba al alcance de sus garras. En su origen un pueblo de los bosques, los vándalos se lanzaron hacia el mar como marsopas. En cada puerto se levantaban nuevos astilleros, que se convertían en bastiones de las operaciones marítimas de los vándalos. La extorsión y el saqueo se convirtieron en norma, y las islas romanas del Mediterráneo (Cerdeña, Córcega y Sicilia) quedaron reducidas a baluartes de los piratas vándalos. Las costas de Hispania y la Galia fueron arrasadas, y ni siquiera Roma se salvó, tal como demostraba el ataque de los vándalos catorce años atrás, del que la riqueza y la confianza de la ciudad aún no se habían recuperado.

Detrás de todo ello se encontraba Genserico, un hombre tullido, siempre pensativo y parco en palabras, que desdeñaba el lujo pero anhelaba la riqueza, propenso a salvajes ataques de rabia, maestro de la intriga entre los clanes vándalos, y astuto a la hora de sembrar las semillas de la división, de conjurar nuevos odios. Era el mismo hombre que había conducido a su tribu errante desde Hispania a las cálidas playas de Mauritania, y a la actual gloria de Cartago. Ahora era viejo, muy viejo, aunque Ricimero no estaba seguro de que eso fuera importante, porque algunas razas parecen debilitarse con la edad, y otras, como al parecer los vándalos, se hacen más fuertes. Era Genserico quien había dirigido el ataque contra Roma, proferido obscenidades desde la proa de un barco pirata salpicado de sangre que embestía contra los muelles de Ostia. Era Genserico quien se había mofado de Ricimero durante la última década, apareciendo al frente de sus escuadrones navales justo cuando Roma menos lo esperaba, asolando rutas de navegación, enriqueciéndose con los tesoros de los senadores y sus esposas que capturaba y retenía para pedir rescate, burlándose de los intentos de Roma de destruirle. Era Genserico quien había empujado a Agustín a la desesperación al ver ciudades enteras saqueadas, villas arrasadas, sus propietarios asesinados, las iglesias privadas de sacerdotes, y vírgenes y ascetas dispersados, algunos torturados hasta la muerte, otros asesinados en el acto, los más, como prisioneros, reducidos a la pérdida de su integridad, espiritual y corporal, para servir a un enemigo malvado y brutal…

Pero ahora era Genserico quien estaba cercado en una Cartago hambrienta.

Qué bandazos daba la fortuna. El emperador de Oriente, León, no era idiota. Lo había demostrado al financiar esta campaña. Pues mientras paseaba la vista alrededor del puerto desde el puente del buque de guerra, Ricimero no pudo por menos que quedarse impresionado.

Un millar de barcos, la mayoría construidos durante el año anterior en los enormes astilleros que León había ordenado erigir en las costas boscosas de Asia Menor y el norte de Grecia. Transportaban cien mil soldados, muchos de ellos veteranos de las legiones orientales, apartados de las guarniciones tras la derrota final de los hunos en el Danubio. Pero la gran contribución de León había sido lo que Ricimero menos había podido aportar de los recursos de Occidente: dinero. Ciento treinta mil libras de oro, una cantidad gigantesca, habían sido amasadas en Constantinopla, la mayor parte a punta de espada. Ciudades enteras habían sido reducidas a la penuria, los ricos se habían convertido en mendigos, los pobres en cadáveres. Al final, sin embargo, se había recogido el dinero, construido la armada, reclutado las tropas. Pese a los recelos iniciales de Ricimero, ahora admitía que el esfuerzo era asombroso, mucho más de lo que él habría podido conseguir. No obstante, en su opinión, todo había sido arruinado debido al jefe escogido por León: Basilisco.

Basilisco, el hermano gemelo de Verina, la esposa del emperador, y la mayor molestia para Ricimero desde…, bien, desde el propio emperador. La fama del hombre era aceptable, incluso impresionante en algunos aspectos, pero no era lo que cabía esperar de un hombre nombrado para mandar a las legiones combinadas de los imperios Occidental y Oriental en la reconquista de toda África. Un hombre bajo y gordinflón de edad madura, de mofletes firmes y labios anchos y carnosos, recordaba a Ricimero un mercader de alfombras de un bazar egipcio, satisfecho por haber estafado a su último cliente, a la espera ávida del siguiente. Disimulaba tan mal sus adulaciones a Antemio y su ansia de llevar algún día la corona imperial, que se había convertido en el hazmerreír de la corte imperial. Sin embargo, Basilisco había adquirido aptitudes, en la política o en la extorsión, que le habían permitido superar sus demás limitaciones.

Ricimero sacudió la cabeza. Ya tenía bastantes preocupaciones para distraerse con las maquinaciones de Basilisco. Miró de nuevo hacia el puerto y, casi a su pesar, experimentó una oleada de orgullo al ver los mil buques de guerra romanos congregados aquel día de primavera, con los gallardetes ondeando en la brisa del este que los había traído hasta aquí, a un día de navegación del puerto indefenso de Cartago.

—¿Orestes? —preguntó sin volverse. Ricimero siempre había tenido buen oído para los pasos, y había reconocido los que se acercaban por detrás.

—Aquí, señor —contestó el general, y entonces Ricimero oyó otros pasos, más ligeros y vacilantes, como los de una mujer, algo improbable en el puente de mando de la nave capitana de la flota romana. Se volvió y descubrió, sorprendido, que Orestes iba acompañado de un niño de unos ocho años de edad, vestido con una versión diminuta de la armadura de gala de un general romano, exacta en todos los detalles, incluidos los eslabones en miniatura de la túnica de malla y las pulidas botas de caballería. El conjunto le habría costado una fortuna, pero el efecto, sobre todo debido a la expresión solemne del niño, era impresionante. Una leve sonrisa se dibujó en las facciones severas de Ricimero.

—¿Y a quién tenemos aquí? —preguntó—. Espera, deja que lo adivine. Llamo al general Orestes, y me encuentro con dos Orestes, porque el más pequeño es la viva imagen del más grande. No sabía que tenías un hijo, amigo mío.

Orestes permaneció serio, con la mandíbula apretada, pero su mirada se suavizó un poco al oír el cumplido de su comandante.

—Es el mayor de mis tres hijos, señor, y los otros dos son niñas. Hijo, haz una reverencia a tu comandante en jefe, y mío. Comes Ricimero, te presento a mi hijo, Rómulo Augusto.

Ricimero enarcó las cejas.

—¿Rómulo Augusto? Una combinación de los nombres del fundador de la ciudad y del fundador del imperio. Casi como si estuviera destinado a la diadema imperial. Muy propicio, Orestes, incluso provocativo, para un caudillo germano como tú, ¿no es cierto?

Orestes permaneció inexpresivo.

—Señor, mi difunta esposa, la madre del muchacho, era Lavinia Aurelia. De una antigua familia de cónsules y senadores, lo cual convierte la sangre de mi hijo en tan romana y real como la de muchos otros que han alcanzado la púrpura. Pero no aspiro a tal posición para él. Su destino es ser un jefe militar, ¿verdad, muchacho?

Rómulo asintió en silencio, sin apartar los ojos de la cara de Ricimero, sobre el cual había escuchado muchas leyendas e historias.

—Eso he deducido de su indumentaria —contestó Ricimero—. Muy impresionante. Pero no sabía que le habías traído con la flota. Bastante irregular, ¿no? Además de peligroso, el que tú y tu heredero viajéis en el mismo barco durante una invasión de territorio hostil.

Orestes no se inmutó.

—En absoluto, mi señor. Aunque la flota lleva anclada en el puerto hace una semana, Rómulo acaba de llegar de Sicilia, en un velero de recreo que alquilé por anticipado para trasladarle a él y a sus tutores. Se quedarán solo un día, tal vez dos, y después regresarán por el sudeste para evitar cualquier encuentro con barcos vándalos procedentes de Cartago. Han llegado informes de que la carcasa de una ballena ha varado en una playa que se encuentra a un día de navegación al este de aquí, cuyo esqueleto es lo bastante grande para albergar a una docena de hombres, y Rómulo arde en deseos de examinarla. Estoy seguro de que estarás de acuerdo, señor, en que no hay mejor educación que experimentar el mundo de primera mano, y estoy ansioso de que mi hijo lo haga así.

Ricimero asintió.

—Alabo tus esfuerzos —contestó—. Y espero que dentro de… ¿diez años? —Levantó la barbilla del niño con el índice y el pulgar, para ver mejor su cara y calcular su edad—. Espero ofrecerle la oportunidad de unirse a mi Estado Mayor. Tal vez a las órdenes de su padre. —Lanzó una carcajada y soltó la barbilla del muchacho—. ¡O tal vez como superior de su padre!

Orestes apoyó con orgullo una mano sobre el hombro de su hijo.

—¿Deseabas hablar conmigo, señor?

—Solo un informe de la situación, general. Nuestro alabado almirante Basilisco se niega a tener trato conmigo, y «olvida» convenientemente invitarme a las reuniones de su Estado Mayor, a las cuales sé que asistes, de modo que me veo obligado a obtener información de segunda mano. ¿En qué fase se encuentra la invasión?

—Muy pocas novedades, señor. Como ya sabes, el general Marcelino zarpó hacia Cerdeña hace poco y cayó sobre la flota de los piratas vándalos por sorpresa, hundió muchos de sus barcos y expulsó a los restantes de esa isla. Hemos recibido noticias, mediante señales de humo, de que el general Heraclio, quien desembarcó con un numeroso contingente de marineros en Trípoli hace varias semanas, derrotó con facilidad a las tropas de Genserico, y ahora está desplazándose hacia el oeste en dirección a Cartago. Esperamos que mañana haya acampado ante sus murallas. Con los refuerzos que le enviamos después de que conquistara la cabeza de playa, hay casi treinta y cinco mil hombres desplegados frente a la ciudad, bloqueando todas las rutas que conducen al puerto, y mientras tanto el viento continúa siendo favorable para que conduzcamos la flota hasta allí. Marcelino impedirá que los restantes piratas de Genserico aprovisionen a la ciudad. El almirante Basilisco solo espera la noticia de que las fuerzas terrestres de Heraclio hayan asegurado su posición, y entonces dará la orden de levar anclas. Con suerte, dentro de dos días, estaremos comiendo carne de avestruz en el mismísimo palacio de Genserico.

Ricimero hizo una mueca. No estaba tan seguro de que una victoria tan aplastante y definitiva de Basilisco sobre Genserico, que había sido la némesis de Roma durante cuatro décadas, pudiera considerarse fortuita, por lo menos para él personalmente. No obstante, tenía que admitir que después de la victoria, una vez las legiones hubieran regresado y Cartago volviera a ser la capital de una provincia romana, sería bueno concentrar su atención en lo que más le preocupaba: las maniobras cortesanas y las presiones sobre las fronteras del Imperio occidental. Contra toda probabilidad, Basilisco había demostrado ser hasta el momento muy capaz, no necesariamente en el arte de la guerra, sino en situarse en el lugar adecuado, en el momento preciso, de tal forma que podría anunciar una sorprendente y aplastante victoria sobre los vándalos sin combate. Una posición muy envidiable, y Ricimero tomó nota mental de estudiar los métodos del hombre durante los siguientes meses, para descubrir lo que podía aprender y lo que debía atribuir a la pura suerte.

—La próxima reunión del Estado Mayor es esta tarde, a la hora novena —continuó Orestes—. Debo añadir que el general Basilisco me pidió que te invitara. Por lo visto, esta vez desea que asistas.

—Ah, ¿sí? —Ricimero levantó la vista, sorprendido. No estaba seguro de si el inesperado interés de Basilisco por su presencia presagiaba algo bueno o malo—. ¿Qué opinas, Orestes?

El germano se encogió de hombros.

—Es difícil saberlo, señor —contestó—, pero me han dicho que el embajador de Genserico llegará dentro de poco. Los exploradores dicen que ya han avistado su séquito, que avanza con celeridad, como en misión urgente. En este momento, Basilisco se dirige a la playa en un bote de remos para reunirse con él.

—Interesante —musitó Ricimero—. El viejo Genserico está rodeado y sin duda se da cuenta de que ha sido derrotado, y solicita condiciones para rendirse. No me extraña que Basilisco desee que acuda a la reunión. Alberga la intención de anunciar oficialmente su victoria.

—Es posible —confirmó Orestes, complacido en secreto de que su superior hubiera llegado a la misma conclusión que él no había querido señalarle—. Si no hay nada más, señor, me gustaría enseñar el barco a mi hijo, para después devolverle al suyo.

—Por supuesto. —Ricimero bajó la vista—. Rómulo Augusto —dijo—, tienes buena figura, jovencito. Como un pequeño emperador. Un Augustulus. Recuerda que un cargo de tribuno en mi Estado Mayor te espera dentro de diez años.

El niño sonrió, y su padre y él se alejaron, mientras Ricimero volvía a mirar desde la barandilla. Vio en la playa lejana un grupo de banderines de colores bailando en la brisa, y el destello de armaduras bajo el sol. Por lo visto, el embajador de Genserico había llegado. Estupendo. Cuanto antes acabara esta farsa, antes regresaría al gobierno real del imperio.

—Señores —dijo Basilisco, y se relamió los labios carnosos mientras hablaba. Sus pequeños ojos se alzaron cuando Ricimero y Orestes entraron en los atestados aposentos del almirante. El ayudante de Basilisco, Joannis, un corpulento aunque competente griego que había ido ascendiendo de rango, ya estaba sentado de manera incómoda sobre un taburete cercano a la mesa de conferencias, y también estaban presentes varios otros oficiales de alto rango. La habitación era estrecha y húmeda, hedía a hombres confinados demasiado tiempo en un barco, y Ricimero confió en que la reunión fuera breve. Sin embargo, cuando paseó la vista en torno a él, se quedó sorprendido al no ver al embajador de Genserico.

—General. —Ricimero saludó a su rival con un cabeceo cordial—. Tenía la impresión de que íbamos a reunirnos con el embajador vándalo.

Basilisco le miró con frialdad, molesto por el evidente esfuerzo de Ricimero de hacerse con el control de la reunión.

—Te complacerá saber, comes, que ya me he reunido con el buen embajador Velsimico, y hemos llegado a un acuerdo completo sobre las condiciones de los vándalos.

—¿Tan deprisa? ¿Con tan solo un breve encuentro en la playa?

—Los vándalos reconocieron que no están en situación de regatear conmigo.

—¿Y cuáles son las condiciones exactas que acordasteis?

Basilisco sonrió, saboreando el momento.

—Rendición absoluta e incondicional de Cartago, con todas sus armas, si bien la población civil, sus posesiones personales y las reservas de alimentos de la ciudad no se tocarán. Rendición absoluta de la flota naval y la marina mercante vándalas, incluidos aquellos barcos que nosotros calificamos de piratas, y retirada de todas las bases extranjeras a Cartago, para que Roma tome posesión de todos los barcos equipados para el saqueo o la guerra. Dispersión de las fuerzas terrestres vándalas, regreso de todos los prisioneros romanos y extranjeros a los que retienen como rehenes, y rendición y exilio de Genserico y sus oficiales de mayor rango a una tercera nación ajena al Imperio romano, donde les será prohibido ejercer jamás las artes militares.

—¿Exilio de Genserico y sus oficiales? ¿Ni detención ni juicio?

Basilisco se encogió de hombros.

—Y sin batalla. El viejo está enfermo, y es probable que haya muerto dentro de un año. He tomado una decisión ejecutiva, pues no vale la pena lanzar al combate a nuestras tropas y perder vidas para detener a un hombre que no vivirá lo suficiente para ser llevado a juicio.

Ricimero se humedeció los labios un momento, y después se puso en pie.

—Mis felicitaciones, almirante. Un acuerdo equitativo. Prepararé mis tropas para la ocupación.

Basilisco se reclinó en su asiento para examinarle, y de nuevo se relamió los labios, como si diera vueltas a una aceituna dentro de la boca.

—No hay prisa —se limitó a decir.

Ricimero hizo una pausa.

—¿Perdón?

—He dicho que no hay prisa. La ocupación no empezará todavía.

Ricimero le miró sin comprender.

—El embajador Velsimico me ha dicho que los comandantes de Genserico han presentado cierta oposición a la rendición —continuó Basilisco con calma—, aunque no cabe duda de que les convencerá, aunque sea arrestándolos. Solicita cinco días para ordenar sus asuntos internos antes de que nuestras tropas entren en la ciudad.

Ricimero le miró con incredulidad.

—¿Cinco días? ¡Cinco días! ¿Cinco días para que los vándalos escondan y dispersen sus armas? ¿Para evacuar sus barcos del puerto? ¿Para fugarse con todo el tesoro, o distribuirlo entre los parientes de provincias de Genserico? ¿Cinco días para que Genserico y sus oficiales abandonen la ciudad disfrazados de muleros, porque no hay tropas romanas dentro de la ciudad que los detengan?

Basilisco clavó los ojos en él sin perder la serenidad.

—¿Has terminado, Ricimero?

Comes Ricimero, idiota. Todavía soy el comandante en jefe militar, y tu oficial superior. ¿Les has concedido cinco días para rendirse?

Basilisco echaba chispas, pero se contuvo.

—Velsimico es un hombre justo y honrado a quien he tratado en el pasado, cuando estaba destinado en Constantinopla. Confío en él de manera implícita, de noble a noble, y no entiendo por qué tú no, pues me han dicho que también eres de linaje noble. Aunque puede que me equivoque… —Miró a Ricimero de arriba abajo—. En que vayas a confiar en él, quiero decir.

—¿Estás aceptando la palabra de un vándalo, sin la menor garantía, sin rehenes, sin seguridad, cuando la victoria de Roma y el éxito de toda la campaña de África están en juego? —rugió Ricimero, indiferente a la presencia de otros hombres en la habitación—. ¡Esto no es simple estupidez, Basilisco, es demencia!

—¿Me estás llamando demente? —preguntó con calma Basilisco.

—¡O traidor! —estalló Ricimero—. Roma no es un mercader que acepta la rendición de naciones a plazos. Voy a preparar las tropas terrestres. La ocupación empieza ahora mismo.

Basilisco se puso en pie con brusquedad, la cara congestionada de ira, y los demás le imitaron.

—Estoy muy contento de que mi Estado Mayor haya presenciado tu exabrupto —dijo con calma, aunque sus ojos echaban chispas—. «Demente», me has llamado. «Traidor». Soy el representante del emperador. De hecho, en este barco, en esta armada, yo soy el emperador. Comes Ricimero, estás detenido por alta traición.

Ricimero se quedó estupefacto cuando Joannis, con la espada desenvainada, asió su brazo. Al mismo tiempo, dos guardias armados que esperaban fuera irrumpieron en el camarote y se colocaron a su lado.

—Orestes —dijo Ricimero con calma—, ve a las legiones y cuenta a mis oficiales lo que acabas de ver. Se trata de una flagrante insubordinación…

Sin embargo, Orestes no se movió. Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia el germano, quien continuaba inmóvil junto a su taburete, contemplando la escena. Al cabo de un momento, se volvió y avanzó dos pasos hacia Basilisco, quien le dirigió un breve cabeceo de asentimiento, sin apartar los ojos de Ricimero.

—Los tiempos han cambiado —dijo Orestes, y la comisura de su boca se alzó un poco, como reconociendo con sorna la caída en desgracia de su antiguo jefe.

Ricimero apenas podía hablar a causa de la furia.

—¡Careces de autoridad para detenerme, Basilisco! Soy tu comandante en jefe. ¡Solo respondo ante el emperador!

—Ah, y esta vez estás en lo cierto —replicó Basilisco, con una leve sonrisa de desdén—. Y en previsión de tal eventualidad, el emperador preparó tu orden de detención por anticipado, para que yo pudiera utilizarla a discreción. —Examinó un fajo de pergaminos que tenía delante y extrajo uno que, aun desde el otro lado de la mesa y vuelto del revés, Ricimero vio que contenía el sello y la firma del emperador—. Aquí está, Joannis, enseña esto al prisionero, pero sin que pueda tocarlo, por favor.

Ricimero escupió.

—¿Por qué no te ahorras las molestias y me asesinas?

—Una buena pregunta —repuso Basilisco—. Eso es precisamente lo que había propuesto al emperador antes de partir en esta expedición. Sin embargo, da la impresión de que tu nueva esposa te ha cogido cariño, pese a todo. Quedaría mal que el emperador, su padre, te condenara a muerte. Y el emperador también reconoce que controlas las legiones occidentales, las cuales, aunque incompetentes, tienen cierto peso, y sería muy incómodo que se rebelaran en mitad de la campaña africana. No, Ricimero, no hace falta que temas morir, de momento.

—Entonces, ¿qué…?

—Ah, tienes que dar las gracias a Orestes por esto, pues fue él quien dio con la solución ideal.

—Orestes… ¿Estabas enterado? Perro huno, traidor germano, ojalá te pudras en el infierno.

Orestes observaba a Ricimero con sorna silenciosa, hasta que Basilisco interrumpió el exabrupto.

Comes, serás enviado de vuelta a tus posesiones de Milán, escoltado por un grupo de mis guardias personales, necesitado de un prolongado reposo después de tu repentina «crisis nerviosa». En el ínterin, las legiones de Occidente quedarán bajo mi mando. En cuanto su lealtad se consolide, anunciaremos tu jubilación.

—¡Estás poniendo en peligro el imperio!

—Y solo tú puedes salvarlo, supongo —resopló Basilisco—. Tu transporte espera, Ricimero, y ya han subido tu equipaje. Esto es todo, caballeros. Buenos días.

Lanzando maldiciones, Ricimero salió escoltado a cubierta, donde vio que, durante la reunión, el barco de Basilisco, el velero del comandante de la flota utilizado para transportar a los oficiales entre los diversos sectores del escuadrón, se había parado junto a la nave capitana.

—¡Onulf! —gritó Basilisco a uno de los centinelas del velero—. Átale las muñecas y amordázale hasta que hayáis zarpado.

El guardia saltó desde el velero a la nave capitana, donde inmovilizó las muñecas del comes a su espalda para impedir que se revolviera o luchara mientras cruzaban la estrecha plancha que separaba ambos barcos. Antes de que los tripulantes de la cubierta pudieran siquiera comentar la asombrosa escena que protagonizaba el comandante en jefe de las legiones del Imperio de Occidente, el velero ya se había alejado.

Basilisco y Orestes observaban desde la cubierta superior donde Ricimero había estado tan solo unas horas antes, mientras los remeros del velero se abrían con destreza entre los barcos anclados hasta el fondo del puerto, y después salían a mar abierto.

—Lamentable, pero necesario —comentó Basilisco, más para sí que para Orestes—. Confío en que comprendas la necesidad de esta intervención…, de este cambio de mando, en realidad.

Orestes asintió, mientras observaba con avidez la partida de su antiguo jefe.

—De todos modos —contestó—, fue una pena que Ricimero no comprendiera la necesidad de evitar una batalla innecesaria a las legiones, concediendo un aplazamiento de tan solo cinco días.

Basilisco sonrió.

—En consecuencia, nos hemos visto obligados a efectuar correcciones por el bien del imperio.

De pronto, una palabra de la orden que Basilisco había dado unos momentos antes interrumpió los pensamientos de Orestes.

—¿No es cierto que el nombre del guardia era Onulf? —preguntó como sin darle importancia.

—Onulf, sí, un bárbaro del este, un hombre leal. Le traje conmigo de Constantinopla. ¿Por qué, le conoces?

—Conocí a un tal Onulf, hace muchos años. No podría ser…

—Claro que no. Ese hombre nunca ha estado en Germania.

—No, claro que no.

—Vamos. Aun con cinco días de aplazamiento, hay que hacer muchos preparativos con el fin de recibir a una ciudad vencida. Irás a mi derecha en el Triunfo…, comes Orestes.

Orestes miró sorprendido a su nuevo jefe, pero Basilisco ya se había alejado para bajar a las cubiertas inferiores. Con una última mirada a los barcos de la inmensa flota que se balanceaban en el agua, Orestes se volvió para seguirle.

3

La cuarta noche posterior a la partida de Orestes, la flota romana, sus marineros y soldados estaban durmiendo el sueño sin sueños de los que van a saborear una victoria inminente. Ya habían tenido lugar las celebraciones preliminares y ahora quedaba tan solo la formalidad de recibir la rendición de la ciudad a la mañana siguiente. Todo había sido preparado y coordinado minuciosamente con las fuerzas terrestres de Heraclio, estacionadas ante las murallas de Cartago. Con las primeras luces del alba, la inmensa flota levaría anclas y recorrería con la brisa del este el fácil trayecto de cuarenta millas hasta la ciudad vencida. La llegada de los primeros barcos estaba prevista a mediodía. Los cordajes de todos los barcos ya habían sido adornados con banderines y telas de colores, ágiles marineros colgados de cuerdas anudadas habían limpiado de moho los cascos hasta la línea de flotación, y las velas habían sido blanqueadas hasta alcanzar el tono que reflejaría la nueva magnificencia de la marina romana. Los soldados que iban a bordo de los barcos habían hecho instrucción sin cesar durante los últimos cuatro días en el limitado espacio, y dedicado cada momento libre a sacar brillo a sus armas, mallas y cascos, con el fin de presentar el aspecto resplandeciente del poderío militar de Roma. Cuando los barcos entraran en el puerto de Cartago al día siguiente, cada marinero se pondría firmes, con los escudos bruñidos y las jabalinas preparadas, alineados en las largas cubiertas de proa a popa, para así demostrar a los vándalos la inutilidad de resistirse al poder de Roma, y convencerles de la sabiduría de rendirse a tiempo.

Acampadas ante las murallas de Cartago, las tropas de Heraclio se habían dedicado a la misma actividad: hacer instrucción en la polvorienta plaza de armas improvisada, a plena vista de los vándalos que les observaban desde lo alto de las murallas, sacar brillo a las armaduras y afilar las armas, mientras los oficiales del Estado Mayor pasaban los días trazando la ruta de la inminente marcha triunfal a través de la ciudad, dividiendo la urbe y los suburbios en barrios más cómodos para el saqueo sistemático o, como prefería Heraclio, «requisar los bienes del enemigo». Oficiales de menor rango coordinaban con los enlaces navales de la flota el momento en que cada grupo debía partir, para que las fuerzas de mar y tierra llegaran al puerto de la ciudad a la misma hora. Habían acordado que Genserico y sus principales oficiales estarían esperando en los muelles para rendir las armas, así como depositar sus vidas y fortunas de manera oficial en las manos de sus conquistadores, sometidos, como habían hecho los bárbaros vencidos durante doce siglos, al poder militar, intelectual y moral superior de Roma.

Todo estaba preparado para los acontecimientos del día siguiente; hasta la luna parecía haber encontrado los preparativos en orden, y se había retirado temprano. Aunque los vigías apenas acababan de anunciar la medianoche, y sus gritos resonaban de barco en barco de la inmensa flota, la luna ya se había hundido bajo el horizonte, su misión cumplida, dejando la noche a oscuras salvo por las tenues chispas de las lámparas de los centinelas en la cubierta de cada barco, y la vaga línea fosforescente que señalaba la playa lejana, donde la espuma burbujeaba y silbaba debido a las diminutas olas que rompían con suavidad en la arena.

Todo estaba preparado, como lo había estado durante las últimas cuatro horas, como lo había estado durante los últimos cuatro días, y Basilisco, satisfecho, también se había retirado temprano, poco después de ponerse el sol, con órdenes de no despertarle hasta una hora antes del amanecer. Y desde el momento en que había cerrado la puerta de su camarote, nada había cambiado para despertar la alarma de los vigías, porque incluso la retirada prematura de la luna había sido prevista, con la conclusión de que carecía de consecuencias para la defensa de la flota. Nada había cambiado, y la noche avanzaba con lentitud, las horas se arrastraban, como suelen pensar los hombres que están de guardia, recorriendo el mismo camino a través de la cubierta, saludando a sus compañeros cuando se encuentran en el puente, y volviendo a seguir con parsimonia la misma ruta. Nada había cambiado.

Excepto el viento, que al anochecer había virado al noroeste.

El timonel de la nave capitana había percibido el cambio, incluso dormido, porque los sonidos de un barco en descanso cambian con el viento. El crujido de las tablas del casco aumentó de intensidad cuando el barco giró poco a poco y tensó las cuerdas del ancla; los faldones y puños de las velas, sujetas con firmeza para resistir el empuje de la brisa del este, se aflojaron de repente cuando sopló una ráfaga desde el oeste. Arandelas y cuerdas, sujetas a un costado del buque, empezaron a vibrar al otro lado. Otros timoneles, en otros barcos de la flota, despertaron a causa del cambio de sonidos provocado por la variación del viento. Ellos también meditaron un momento sobre las implicaciones, calcularon si podía estar al acecho una tormenta, pero decidieron con un encogimiento de hombros que los últimos cuatro días de cielos despejados solo podían ofrecer dos días más del mismo régimen, como mínimo, tras los cuales la flota estaría anclada sana y salva en el puerto de Cartago. El único inconveniente de la nueva dirección del viento podría ser el cambio de rumbo adicional necesario para que la flota recorriera las cuarenta millas. Se retrasaría la llegada, concluyó el timonel de la nave capitana: cuatro horas, tal vez seis. Tomó nota mental de informar al general en cuanto despertara, con el fin de enviar correos al general Heraclio y conseguir que el ejército de tierra entrara en la ciudad al mismo tiempo. Y él también se removió en su catre y volvió a dormir.

Días antes, los marineros y videntes vándalos veteranos habían predicho el cambio de viento casi al minuto, y la noche anterior una extraña escuadra de treinta barcos había zarpado de la ciudad. Cada misterioso barco negro remolcaba un bote igualmente misterioso. Exploradores romanos de las tropas de Heraclio habían espiado la maniobra e informado de la noticia al general, quien despertó irritado al oírla. Al cabo de una hora, tres compañías de correos montados fueron enviados, a intervalos de un cuarto de hora y por rutas diferentes, para comunicar la noticia de los barcos negros a la flota romana. Ningún correo llegó a su destino, aunque tres cajas de pulgares amputados fueron enviadas al día siguiente a Heraclio como gesto de mofa.

Dos horas antes del amanecer, el primer barco negro a causa del alquitrán estalló en una tremenda bola de llamas, apenas a cien pasos de la vanguardia de la armada romana, anclada serenamente en Mercurion.

En el espacio de escasos segundos, la brisa del oeste, que se había transformado en un viento considerable que agitaba las aguas y avivaba las llamas, impulsó el barco contra un transporte de tropas romano antes de que el vigía pudiera despertarse de su modorra y hacer sonar la alarma, estupefacto. La proa de bronce del barco vándalo embistió al romano de costado, y lo hendió casi hasta la quilla de roble. Los palos del buque en llamas, que habían sido aserrados hasta la mitad en la base antes de prenderle fuego, se desplomaron con el estrépito de la madera al partirse, y cayeron con el peso de cuadernas recubiertas de alquitrán y velas empapadas en aceite sobre la cubierta del barco romano, justo cuando las tropas subían a toda prisa al oír los gritos de pánico del vigía. Al cabo de unos momentos, el buque se convirtió en un gigantesco incendio, mientras los soldados saltaban de las cubiertas por todos lados, solo para recibir el impacto de las velas flamígeras que caían sobre ellos, o para quedar sin sentido debido al impacto de las vergas caídas de los barcos astillados. La cuerda del ancla que sujetaba la popa del barco romano se quemó y la embarcación giró en redondo, arrancó las bolinas y permitió que el barco recorriera la corta distancia que le separaba del otro barco de la hilera, cuyos tripulantes ya se habían despertado y se disponían a mantener a raya con garfios y bicheros al buque en llamas, pero fue imposible. Barriles de nafta y brea amontonados en las cubiertas estallaron y esparcieron su contenido ardiente en varios pasos a la redonda. Cuando el barco romano en llamas se acercó, el calor fue demasiado intenso para que los defensores, armados con simples bicheros, mantuvieran sus posiciones. Se vieron obligados a retroceder hasta el otro lado de la cubierta, y su barco se convirtió en el siguiente infierno flotante.

A lo largo de toda la línea del puerto otros barcos vándalos se iban incendiando, y cada vez que nuevas llamas saltaban hacia el cielo, los marineros vándalos de a bordo saltaban de sus barcos y nadaban hasta los botes remolcados, donde eran izados a bordo por sus camaradas, quienes les entregaban remos para maniobrar. Los barcos incendiarios iluminaban la noche como banderas llameantes, mientras el viento cortante esparcía pedazos ardientes de velas impregnadas en aceite, de modo que las llamas no tardaron en envolver toda la parte encarada al mar de la armada romana y empezaron a correr hacia el centro de la gigantesca flota. El agua bullía de figuras que chillaban, caras blancas aterrorizadas a la luz de las llamas. Los hombres saltaban de las cubiertas de sus barcos, agitaban los brazos estorbados por las armaduras, peleaban entre sí para aferrar vigas astilladas que flotaban cerca. Algunos se asían incluso a barriles de brea en llamas, pues preferían posibles quemaduras a la muerte segura por asfixia, mientras otros corrían el riesgo de nadar hasta la lejana playa a través de una lluvia de maderos incendiados, antes que afrontar la inmolación en las hogueras que eran sus barcos. El cuidadoso despliegue de la flota romana, del que tanto se enorgullecía Basilisco, colaboraba al avance del fuego, que se propagaba de una forma veloz e irresistible. Además, el silbido del viento, el chisporroteo de las llamas, los gritos de soldados y marineros que no podían oír ni obedecer, los golpes de los bicheros con los que trataban de alejar a los barcos incendiarios, o a sus propios camaradas envueltos en llamas, todo contribuía al caos.

A medida que se propagaban las llamas, los vándalos de los botes remaban hacia los supervivientes, lanzaban jabalinas, rebanaban con sus espadas los brazos de quienes aferraban con desesperación sus remos, aporreaban con garrotes las cabezas de los que intentaban huir nadando. Los romanos que habían logrado escapar por milagro de la furia de las llamas eran golpeados hasta morir o ahogados por los vándalos montados en sus botes, los cuales celebraban cada golpe que asestaban con vítores. Entretanto, los romanos que se hallaban en los barcos situados al otro lado del puerto solo eran vagamente conscientes del peligro que afrontaban. En la posición más cercana a la playa, aislado del resto de los barcos y más alejado del peligro, el buque de Basilisco seguía incólume. De hecho, el comandante de la flota siguió durmiendo unos momentos después del ataque inicial, antes de que el oficial de guardia comprendiera la procedencia de las llamas que estaba viendo y corriera a despertar a su líder. Basilisco se dio cuenta de lo ocurrido y, al ver a la luz grisácea del alba que quinientos de sus barcos estaban a punto de ser destruidos, ordenó a su capitán que pusiera a los remeros en acción y escaparan del puerto. La maniobra tuvo éxito y le siguieron otros barcos cercanos, quienes a su vez concedieron espacio a los restantes barcos que habían sobrevivido a la deflagración para distanciarse de los cascos en llamas que les rodeaban, desplegar sus fuerzas y enfrentarse a los marineros atacantes. Con la llegada de la aurora, los vándalos, inferiores en número, retrocedieron, aunque no sin lanzar sobre los romanos una larga letanía de abucheos y mofas obscenas. Los romanos dedicaron el resto del día a rescatar a los supervivientes, quienes con el aumento del viento y el cambio de marea corrían el peligro de ser arrastrados hacia alta mar si no se les sacaba cuanto antes del agua. Dejaron los cadáveres para que fueran recogidos más tarde por botes salvavidas, aunque pronto abandonaron sus esfuerzos, porque las pequeñas embarcaciones fueron atacadas por cientos de tiburones, atraídos por el olor de la sangre y el hedor de la carne quemada. Las patrullas de rescate tuvieron que dar media vuelta y volver a la playa, y después pasaron el resto del día contemplando el espectáculo con una mezcla de fascinación morbosa y desesperación, mientras las aguas del puerto bullían de dientes y aletas, y la espuma del oleaje dejaba una reluciente línea roja en la arena.

4

Admito que —dijo Ricimero, al tiempo que apoyaba los pies sobre la mesa de su estudio y levantaba un cuenco con nueces—, por incompetente que fuera Basilisco, tenía talento para escoger a los guardias. ¿No estás de acuerdo, Onulf?

Onulf estaba de pie muy tieso en la entrada de la habitación, con la vista clavada al frente, inexpresivo. Seis meses antes, el velero que transportaba a Ricimero había llegado al puerto de Génova, y Onulf había exhibido una carta de Basilisco que exigía caballos y carros militares de la guarnición para transportar al prisionero a Milán. Desde entonces, él y los demás guardias habían vigilado al comes con un rigor estricto y hasta extravagante. De hecho, las muñecas de Ricimero habían seguido atadas durante las primeras semanas, excepto cuando comía o escribía en su mesa. Si bien dicha precaución había sido abandonada cuando los centinelas cayeron en la cuenta de que Ricimero no albergaba el menor deseo de escapar de su propia casa, a pesar de ello no le dejaban solo ni un instante, ni siquiera cuando dormía. Los más de treinta guardias del escuadrón hacían gala de una altísima disciplina, habían organizado un férreo horario de turnos de vigilancia y, a menos que Basilisco ordenara lo contrario, su intención era vigilar al prisionero indefinidamente. Ricimero, al cabo de uno o dos meses, parecía resignarse a la situación, y hasta había conseguido entablar conversación alguna vez con sus carceleros, aunque sin gran éxito, pues los guardias orientales afirmaban hablar poco latín, y el comes nunca había dominado el griego. Esta vez, sin embargo, llevó a cabo un esfuerzo más serio de lo habitual: habló con lentitud y claridad, y roció sus frases con la mayor cantidad de palabras griegas que acudieron a su mente.

—Te estoy felicitando, idiota, aunque no entiendas ni una sola palabra.

El ceño fruncido de Onulf indicó que sí había comprendido.

—He dicho que tú y tu escuadrón sois excelentes guardias. Ni siquiera puedo ir a mear sin que miréis por encima de mi hombro para ver cómo va la cosa. Llevamos aquí seis meses, y vuestra atención nunca flaquea, ¿verdad, Onulf?

Sus palabras fueron recibidas con un empecinado silencio.

—Nunca bajas la guardia, ¿verdad, Onulf?

Más silencio.

—Permite que te haga una pregunta. No hace falta que contestes, no me ofenderé. ¿Cuánto te paga Basilisco por tus desvelos?

Onulf continuó en silencio, pero el breve cambio de su expresión informó a Ricimero de que había tocado un punto débil. Insistió.

—Lo diré de otra manera: la pregunta no es «cuánto», sino «cuándo». ¿Cuándo te pagará, Onulf? ¿Tus hombres y tú habéis recibido algún pago desde que llegasteis de África?

Onulf removió los pies nervioso.

—No olvides decirme si me he excedido en algún momento, ¿de acuerdo? No deseo inmiscuirme en asuntos que no me conciernen. Pero siento curiosidad. Si la corte oriental está organizada como la occidental, tú y tus hombres no pertenecéis al ejército regular, sino que sois guardias personales de Basilisco. Estáis en la nómina de su personal, que paga de su cuenta discrecional asignada por el propio emperador. No recibís fondos del pagador de las legiones, sino de las manos de Basilisco, ¿no es así?

Onulf siguió en silencio, pero parpadeó en señal de asentimiento.

—Y gracias a este sueldo, que imagino mucho mayor que el estipendio del ejército regular, mantienes a tu familia, ¿verdad? ¿Una esposa, tal vez uno o dos hijos?

Ninguna reacción.

—¿O tres?

El labio de Onulf se agitó.

Ricimero suspiró. Era difícil progresar, saber si el bárbaro entendía algo. Estaba claro que no era un lerdo, de lo contrario no habría sido elegido capitán de la guardia personal de Basilisco. No obstante, o era un completo ignorante, o disciplinado hasta extremos casi inhumanos. Ricimero se inclinaba por lo último.

—Amigo mío, acabo de recibir una carta de un colega que ha viajado hace poco a tu antiguo país, a Constantinopla. Habla de cosas extraordinarias, que tal vez puedan interesarte. ¿Puedo contarte alguna? Lo voy a hacer, tanto si me das tu consentimiento como si no, porque en los últimos tiempos he descubierto que hablar conmigo mismo es la compañía más agradable que puedo encontrar.

»Mi amigo me escribe que, después del desastre de Mercurion, en el cual tu amo perdió más de la mitad de su flota y un número de hombres superior a treinta mil, aunque estoy seguro de que ya te habrás enterado por tus propias fuentes, Basilisco volvió a Constantinopla caído en desgracia. En el muelle no le recibió una guardia de honor, sino una compañía de cohortes urbanas con la orden de detenerle, cosa de la que se libró de alguna manera. Huyó a través de la ciudad, seguido por soldados y una turba que le abucheaba, y buscó refugio en la basílica de Santa Sofía, donde se agarró al soporte del altar con brazos y piernas y la cola prensil, hasta que su llorosa hermana consiguió obtener el perdón, más o menos, del emperador León. Se dice que León le reprendió con las palabras "Mejor un ejército de ciervos conducido por leones, que un ejército de leones conducido por un ciervo".

Onulf continuaba con la vista clavada al frente, pero un rubor pronunciado se estaba extendiendo sobre su cuello y cara. Ricimero estaba seguro de que comprendía sus palabras con mucha claridad.

—Pero eso no es todo, Onulf. Después del incidente con los barcos incendiarios, el general Heraclio y las fuerzas terrestres romanas quedaron abandonados ante los muros de Cartago, y tuvieron que retroceder hasta la flota superviviente, anclada todavía en Mercurion. Treinta millas de desierto. Durante el trayecto, los vándalos los acosaron sin piedad, y también Heraclio perdió más de la mitad de sus hombres, y después fue detenido por el comandante de la flota en funciones nada más llegar, acusado de estar conchabado con Basilisco. Marcelino, quien en teoría había derrotado a los piratas y reconquistado Cerdeña, fue atacado por una flota vándala que se había negado a destruir, y luego conducido a Sicilia, donde uno de sus propios capitanes lo asesinó. Y el anciano rey Genserico… ¿Estás escuchando, Onulf?

Onulf continuaba en posición de firmes, y hasta el rubor de su cara se había disipado. La única señal de que entendía las palabras de Ricimero era el tic del músculo de su mandíbula, mientras apretaba y aflojaba los dientes, furioso. Ricimero sonrió para sus adentros, pues gracias a esta señal sabía que su guardia de rostro impenetrable era un hombre tan vencido como si le hubieran capturado en combate.

—El rey Genserico dispuso una gran celebración de la victoria en Cartago, durante la cual, aunque en teoría viejo y decrépito, dirigió el baile y tomó tres nuevas esposas, una de ellas la hija cautiva de Valentiniano. Por lo visto, la muchacha está embarazada del bastardo de Genserico, cuya sangre se ha mezclado con la del antiguo emperador romano. Cuando Genserico se enteró de la suerte de Marcelino, Heraclio y Basilisco, expresó por lo visto su gran satisfacción por el hecho de que los propios romanos hubieran apartado de su camino a sus tres grandes enemigos. De hecho, Sicilia vuelve a estar bajo el control de los vándalos, y todo el Mediterráneo se halla ahora a su disposición para ser saqueado.

Ricimero contempló en silencio a Onulf durante un largo momento, intuyendo la confusión del guardia. Por fin, Onulf volvió la cabeza y miró a Ricimero a los ojos, algo que jamás había hecho.

—Por este motivo —continuó con voz queda Ricimero—, te he interrogado sobre tu paga, la tuya y la de tu escuadrón. No os van a pagar, Onulf: sois hombres olvidados. No podéis volver a casa, como no sea a pie, y en cuanto abandonéis mis propiedades y salgáis de la ciudad, lanzaré mis legiones sobre vosotros, porque me siguen siendo leales, y lo sé con certeza gracias a mi correspondencia. No podéis matarme, ni saquear mi casa, por el mismo motivo, la lealtad de mis tropas, y si algo me ocurre significará la muerte para vosotros. A partir de hoy, os prohíbo dormir en mi casa y comer de mi despensa, al menos en vuestra condición de guardias que me retienen prisionero. No obstante, podéis quedaros en mi propiedad como invitados. Puedes rebelarte contra mi voluntad, Onulf, pero veo en tus ojos que tu corazón ya no está por la labor.

Onulf bajó la vista. Al fin y al cabo, era inteligente, pensó Ricimero, no un ingenuo, tal vez solo de corazón, como solo puede serlo un hombre que se gana la vida siendo guardia. De todos modos, Onulf había bajado las defensas, escuchado a Ricimero, tanto con el corazón como con los oídos. Las palabras de Ricimero habían hecho mella en él. Y ahora, necesitaría tiempo para reflexionar sobre lo que había oído.

Ricimero dio media vuelta como si concluyera una entrevista, aunque a Onulf todavía le quedaban varias horas de su turno de guardia. El comes levantó un pergamino doblado, sellado con su insignia de cera.

—Deseo que esta carta sea entregada al subcomandante de la guarnición de Milán. Cuando te vayas, dáselo al correo que está en el puesto de guardia situado ante mis puertas. Él sabrá a quién hay que entregarla.

Onulf echó un vistazo al papel, pero no hizo el menor movimiento para cogerlo.

—El general Bonifacio está lejos de la ciudad —dijo, en un latín tosco pero práctico—, evacuando consultas con el emperador.

Ricimero sonrió afable, pues eran las primeras palabras que Onulf pronunciaba.

—Lo sé. Por eso he dirigido esta carta al subcomandante. Deseo reunirme al ponerse el sol con ese hombre, un tribuno, quien está, al menos técnicamente, bajo mi mando. Como tú eres mi guardián, o mejor dicho mi invitado, puedes estar presente en la reunión. De hecho, deseo que asistas, pues este tribuno es oriental como tú. Ahora, vete, y ordena que la carta sea entregada. Nos veremos esta noche.

Onulf vaciló un momento, tomó la carta, giró en redondo y salió por la puerta.

Al ponerse el sol, Onulf entró en el estudio de Ricimero sin llamar, seguido un instante después por el criado de la casa, un anciano eunuco toscano.

—Honorable Ricimero —anunció el anciano—, el comandante provisional de la guarnición ha llegado. ¿Le hago entrar?

—Por supuesto —dijo el comes.

Onulf, inseguro de su papel en la reunión, ocupó su lugar acostumbrado cerca de la puerta, tieso como el asta de una lanza, los ojos clavados en la lejanía.

—Por Dios —exclamó Ricimero—, ya no eres mi guardián, Onulf. Búscate una silla y… Ah, el comandante de la guarnición.

Ricimero se levantó de su asiento y salió al encuentro del recién llegado.

—El comandante provisional, señor —le corrigió el hombre—. Como ya sabes, mi rango solo es de tribuno.

—Por supuesto —contestó Ricimero, sonriente—. Tribuno Odoacro, permíteme presentarte a un compatriota tuyo, mi antiguo guardián Onulf.

Ricimero guardó silencio, mientras paseaba la vista entre Onulf y Odoacro. Onulf también se había quedado petrificado. Solo Odoacro parecía perplejo, pues no se había fijado en Onulf, de pie en las sombras, al entrar en la habitación. Ahora, al seguir la mirada de Ricimero, se sobresaltó, y después retrocedió un paso, conmocionado.

—No había visto tantos hunos en el mismo lugar desde la batalla de los Campos Cataláunicos —dijo Ricimero sin alzar la voz—. Y el parecido es notable…

Sin decir palabra, los dos hermanos se abrazaron y se dieron palmadas en la espalda. Al cabo de un momento, prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa. Las palabras guturales de su antiguo idioma salieron a borbotones de sus bocas, y sus anchas caras hunas se iluminaron con sonrisas. Ricimero seguía la escena en un silencio risueño, hasta que se acercó a la mesa auxiliar y sirvió tres vasos de vino. Entregó dos a los soldados, que continuaban asiéndose los antebrazos y lanzando exclamaciones.

—No tenía ni idea de que os conocíais —les interrumpió Ricimero—, pero me gustaría ofreceros esto a modo de felicitación. Creo que vuestro encuentro significa un buen presagio para todos nosotros. Bebed, y después, tribuno Odoacro, creo que merecería una explicación.

Los hombres tomaron los vasos y engulleron el vino de un solo trago. Ricimero se quedó maravillado al observar que sus movimientos y gestos eran casi idénticos, como si fueran gemelos, y que sus caras se teñían del mismo tono rojizo debido a la potencia desacostumbrada del licor. Odoacro estalló en carcajadas.

—Perdona, mi señor —dijo con leve acento latino—, porque es inapropiado celebrar una reunión privada en tu oficina, y en tu presencia.

Ricimero se encogió de hombros.

—Hermanos, supongo. ¿Separados hace mucho tiempo?

—Muchos años… Dos décadas, creo, aunque he perdido la cuenta. La última vez que nos vimos fue en Hunia…

—Cuando éramos hunos —dijo Onulf con voz ronca.

Ricimero sonrió.

—Sí, he deducido de vuestras caras que lo habíais sido. Continuad.

—Señor, es lo único que sabemos —continuó Odoacro—. Huimos de Hunia juntos y nos separamos. Onulf fue al este. Yo marché hacia el sur y el oeste, hasta llegar a mi tribu ancestral, los esciros, quienes me nombraron príncipe y jefe del ejército.

—Los esciros —musitó Ricimero, y le miró con astucia—. ¿No los derrotaron los romanos hace cierto tiempo?

Odoacro frunció el ceño.

—Sí, fuimos derrotados por un chacal llamado… Da igual. La tribu fue destruida. Yo resulté herido, pero después de recuperarme reuní a los supervivientes, alrededor de un millar de hombres, y viajamos al oeste, hasta Italia, a pie. Allí nos encontramos con Bonifacio, que era tribuno en aquel tiempo. Sus tropas nos impidieron el paso, pero le aseguramos que veníamos en son de paz, y se quedó impresionado al saber que habíamos atravesado las guarniciones fronterizas romanas. Cuando se dio cuenta de que éramos guerreros, y de que solo nos hacían falta armas, nos ofreció trabajar bajo su mando, pues su legión había entrado en acción con frecuencia en la orilla del Rin y estaba diezmada. Nosotros, los esciros, nos unimos a su legión en bloque. Bonifacio fue ascendido a general, y me puso al mando de las dos cohortes esciras. Servimos en la orilla del Rin durante algunos años, y después fuimos trasladados aquí. He estado destinado en Milán durante dos años.

—Y yo he estado alejado de Milán más o menos el mismo tiempo —musitó Ricimero—. Recuerdo la transacción relacionada con renegados, pues yo firmé las autorizaciones en su momento, pero me había olvidado de ello hasta hace poco. He oído cosas favorables de tus cohortes esciras. Tienen fama de gran valentía. Y tu hermano, que fue al este, cayó en las filas de la guardia personal de nuestro amigo el almirante Basilisco, y… Bien, dejaré que Onulf te lo explique más tarde. Venid, caballeros, otra copa de vino, y después al trabajo, porque hemos de hablar de muchas cosas.

Los vasos volvieron a llenarse, y Ricimero invitó a los dos hermanos a sentarse a la mesa.

—Amigos míos —empezó Ricimero—, el Imperio occidental corre un gran peligro.

Odoacro asintió.

—Lo sé, señor.

—¿De veras? ¿Y cómo lo sabes?

Odoacro hizo una pausa para ordenar sus pensamientos.

—Muchos de nuestros camaradas no regresaron de África, y el general Bonifacio ha estado ausente mucho tiempo, conferenciando con el emperador y otros oficiales de alto rango. La guarnición de aquí es disciplinada, pero cada vez menos, y yo carezco de rango o autoridad para mantener el orden durante mucho tiempo, excepto entre mis propias cohortes. Si todas las legiones de Occidente se enfrentan a las mismas dificultades, no soy optimista.

—Ese es el motivo de la reunión de esta noche, tribuno. Veo en tus ojos lo que crees, aunque te resistes a hablar de ello con franqueza. Con la derrota de África, el emperador Antemio ha perdido toda credibilidad entre la nobleza, pero lo más importante, entre las tropas. Los vándalos continúan campando a sus anchas, cortando las rutas de navegación, y dentro de unos meses las materias primas y la comida escasearán. Entonces, el emperador perderá también la credibilidad entre el populacho. Mucha gente lo ha visto y anticipado.

—¿Y no se ha hecho nada?

—Nadie puede hacer nada. Excepto yo. Excepto nosotros. Por eso necesito tu apoyo, el apoyo de las cohortes esciras y de la guarnición de Milán. Vosotros formáis el grupo de tropas más cohesionado de Italia, más numeroso incluso que las cohortes urbanas de Roma, más grande que cualquier guarnición de ciudad. Si marchamos juntos, los demás se nos unirán.

—¿Marchar? —Los hermanos intercambiaron una mirada de perplejidad—. ¿Marchar adónde?

Ricimero les miró durante un largo momento con una dura expresión en los ojos. Se inclinó hacia delante, sacó la jarra de vino de la mesa y la dejó sobre la vitrina que tenía detrás.

—No bebáis más vino. ¿Adónde marcharemos? A Roma, por supuesto. ¿Adónde creíais?

—Yo iré —gruñó Onulf—, de inmediato, con mis hombres.

Ricimero sonrió.

—Gracias —dijo—. Eso hacen treinta tropas. Necesito mil veces ese número.

Miró fijamente a Odoacro.

Odoacro clavó la vista en la mesa con aire pensativo.

—Los esciros me seguirán adonde yo les conduzca. Son leales a Roma…, siempre que Roma pague…

—Pero…

Ricimero esperó con paciencia, hasta que Odoacro volvió a levantar la vista.

—Pero Roma no ha pagado desde hace varios meses y…

Ricimero dio un puñetazo sobre la mesa y las copas saltaron.

—¡Lo sabía! —bramó—. ¡Hasta la paga de los legionarios está paralizada! Onulf, tú no eres el único hombre cuyos hijos pasarán hambre esta noche.

Odoacro miró a su hermano con interés.

—¿Tienes hijos?

—Maldita sea, tribuno, este no es el momento —interrumpió Ricimero—. Dices que los esciros son leales a Roma mientras Roma pague…, pero Roma no paga. De modo que los esciros siguen el dinero, ¿no es así? ¿Pasa lo mismo con las demás tropas de la legión?

Odoacro lo miró sin pestañear.

—Lo mismo, señor. Los hombres han de comer, sus familias han de comprar calzado. Sin paga, desertarán.

Ricimero se puso en pie, caminó hasta una esquina de la habitación, se arrodilló, siguió con el dedo el yeso que rodeaba una losa del suelo, y localizó el diminuto agujero que estaba buscando. Levantó la losa y dejó al descubierto un pequeño hueco, lo bastante grande para introducir el brazo hasta el codo. Mientras los dos hermanos miraban, sacó una bolsa de tela del tamaño de su puño, y después otra. Sin devolver la losa a su sitio, llevó las dos bolsas a la mesa y las dejó caer, una delante de cada hermano. Cada una emitió un sonido metálico al chocar contra la mesa.

Ambos hombres contemplaron en silencio las bolsas, pero ninguno se movió para abrirlas. Al cabo de un largo momento, Odoacro alzó la vista.

—Me estás pidiendo que cometa traición. Quieres sobornarme.

—¿Quién es tu comandante en jefe? —preguntó Ricimero.

—El general Bonifacio…

—No. ¿Quién es tu jefe supremo, por encima de él?

—Tú, señor, pero…

—Exacto. Y seguir las órdenes de tu comandante no es traición.

—Pero este dinero…

—Solo es para pagar aquello a lo que tenéis derecho por los servicios prestados al imperio.

Odoacro reflexionó durante otro largo momento. Por fin, negó con la cabeza.

—No puedo hacerlo. Me estás pidiendo que me rebele contra el emperador.

Ricimero continuó con el semblante inexpresivo.

—Abre la bolsa —dijo.

—Sé lo que contiene.

—¡Abre la bolsa! —rugió Ricimero, al tiempo que desenvainaba el cuchillo de repente y apuñalaba la bolsa ante los ojos del sorprendido Odoacro. La tela se abrió y monedas de oro salieron disparadas en todas direcciones, cayeron al suelo y en los regazos de los hombres. Ricimero alzó el cuchillo y lo sostuvo ante los ojos de Odoacro. Clavada en la punta había una delgada moneda de oro, el blando metal atravesado por la afilada punta del acero de Ricimero.

Odoacro levantó poco a poco la vista del dinero vertido ante él, hacia la moneda atravesada que tenía enfrente, y sus ojos se abrieron de par en par.

—Esta moneda… —dijo, casi sin aliento—. Oriental… Muy antigua. ¿De dónde la has sacado?

Onulf desgarró su bolsa y vertió las monedas hasta que formaron una pequeña pila sobre la mesa delante de él. Todas eran iguales: oro viejo, de una civilización lejana. Ambos hermanos se pusieron en pie lentamente y miraron a Ricimero, quien dejó el cuchillo sobre la mesa delante de ellos.

—Roma está ahora defendida por un hombre al que el emperador ha nombrado su nuevo comandante en jefe —dijo Ricimero—. ¿Habéis oído hablar, tal vez, del general Orestes?

El silencio que se hizo fue absoluto, mientras los dos hermanos miraban con avidez. Después, casi sin ponerse de acuerdo, ambos se agacharon y empujaron al mismo tiempo las monedas hacia Ricimero.

—No necesito sobornos para hacer esto por mi pueblo —dijo Odoacro—… y por Roma. Solo me quedaré esto.

Alzó el cuchillo, desprendió la moneda de la punta y la guardó en el bolsillo de su chaleco.

—Como recordatorio. ¿Cuándo podemos marchar contra Orestes?

Ricimero sonrió.

—Paciencia, amigos míos. Aún nos quedan meses de preparativos para esa marcha. Y no rechacéis mi oro tan deprisa. Hay mucho más en su lugar de procedencia, y tal vez necesitéis convencer a los hombres, vuestros hombres, con algo más que pensamientos de venganza.

—¿Te proclamarás emperador? —preguntó Onulf.

Ricimero le miró sorprendido, y después sonrió con ironía.

—No, amigo mío, el pueblo romano no toleraría que un «bárbaro» como yo ascendiera al trono. Hay montones de funcionarios y senadores romanos dóciles capaces de interpretar ese papel. No serás el simple guardaespaldas de un emperador. Sin embargo, bajo mis órdenes, tal vez llegues a ser comandante de una legión. Y tú, leal Odoacro —le dio una palmada en el hombro—, serás mi segundo de a bordo en la tarea común de devolver al imperio, y a sus legiones, su antigua gloria.

Los dos hermanos intercambiaron una mirada. Sus rostros aún expresaban asombro.

—Y ahora, caballeros —continuó Ricimero—, recoged el oro o dejadlo sobre la mesa, como queráis. Estamos de acuerdo respecto a nuestro futuro. Idos, porque sospecho que tenéis mucho de qué hablar.

—Sí, señor —dijo Onulf—. ¿Y tú…?

—¿Yo? —sonrió Ricimero—. Onulf, tú y tus hombres tomaos la noche libre.

Ricimero abandonó la habitación, siguió el pasillo y salió por la puerta principal de su casa, sin que ningún soldado o guardia le importunara, un hombre libre por primera vez desde hacía muchos meses.