Se ha dicho que ningún período de la historia de la Roma imperial está tan bien documentado como el primer siglo y que ninguno se halla tan a oscuras como el quinto. No obstante, entre las tupidas sombras que se han mantenido a través de las edades, todavía se pueden discernir los contornos de la tragedia épica. El siglo comenzó con el predominio bárbaro en las cortes imperiales y en el mando de las legiones. Su tramo central vio a Roma convulsionada por la invasión de Atila y su horda. A continuación, el debilitado imperio soportó los continuados ataques bárbaros y las rebeliones intestinas que describe este libro. Cuando, por fin, Roma concluyó su siglo horrible, así como su larga historia, lo hizo con gran quietud, como tras la muerte de un gran patriarca, cuando sus herederos rezan en silencio alrededor del cadáver, pero con un ojo bien abierto, clavado fijamente en los otros que pretenden controlar su legado. Al acabar el siglo, la mitad occidental del imperio había dejado de pertenecer a Roma, pero esto, tal vez como una amputación benéfica, contribuyó a la supervivencia de la mitad oriental, le ahorró la grave amenaza de extranjeros e invasores, y la fortaleció para aguantar mil años más.
Es difícil encontrar obras de referencia definitivas sobre este período, y en su descripción de los acontecimientos tienden a contradecirse mutuamente con tanta frecuencia como coinciden. Tal vez la visión general más útil de esos tiempos es la indispensable Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, de la cual, al menos en mi opinión, han de partir todas las investigaciones, y de cuyos detalles y conclusiones solo me aparto con suma cautela. El Anonymi Valesiani aporta interesantes referencias de primera o segunda mano sobre habladurías de la corte en la casa imperial y detalles biográficos de los principales personajes. Y el siempre útil Oxford Classical Dictionary proporciona cierto número de ideas para otras referencias de menor importancia, que llenan algunos huecos. Más historiadores modernos de utilidad incluyen a Otto J. Maenchen-Helfen, con su magistral The World of the Huns; Peter Brown, con su Agustín de Hípona, y Paul Bigot, cuyos encantadores dibujos arquitectónicos de principios del siglo XX sobre la ciudad de Roma, tal como era en la antigüedad, fueron de valor incalculable para determinar el emplazamiento de calles, puentes y edificios monumentales.
Lo que me queda, para acabar, es expresar mi admiración y agradecimiento por la tremenda labor de investigación llevada a cabo por historiadores y escritores del pasado, cuyos esfuerzos yo he explotado sin la menor vergüenza; y asumir la responsabilidad de cualquier error histórico que este libro pueda contener, que es mío y solo mío, por supuesto. Solo puedo confiar en que cualquier deficiencia conducirá al lector a buscar sus propias fuentes y a investigar, contribuyendo así a nuestro creciente conjunto de conocimientos sobre esa época fascinante.