IV

463 D.C., SEIS AÑOS DESPUÉS

1

Soutok, capital de los esciros

La compañía de soldados romanos desfilaba por la calle principal de Soutok en estrecha formación, los ojos clavados al frente, la expresión grave, aunque habían sido desarmados por guardias esciros en las puertas antes de concederles permiso para entrar y acercarse al palacio. Las sandalias claveteadas resonaban ruidosamente sobre el pavimento de losas, y sus túnicas de malla, que aleteaban rígidas contra las rodillas de sus ceñidos leotardos de lana, relucían. Los cascos seguían bajados en posición de batalla, en lugar de echados hacia atrás para permitir mayor comodidad y ventilación cuando estaban en posición de descanso. Las tropas iban acompañadas, delante y atrás, por dos escuadrones de guardias de palacio esciros, y flanqueados por una compañía de las tropas montadas de Odoacro. Un par de heraldos caminaban delante del desfile y despejaban las calles a gritos y ocasionales bastonazos, mientras una multitud de ciudadanos curiosos salía de las tabernas y tiendas y se paraban en el umbral, con el fin de presenciar el espectáculo tan poco habitual. Los romanos como pueblo no eran extraños en la ciudad, puesto que comerciantes, artistas y misioneros solían atravesarla, por lo general camino de otro lugar más importante. Nunca, sin embargo, había entrado en Soutok una delegación militar oficial romana, y pocos habitantes habían visto un soldado romano, aparte del ocasional veterano fatigado que viajaba con su esposa e hijos a algún pantanal deshabitado situado más al norte, donde construir una casa más barata que en el territorio de las provincias exteriores de Roma.

Al acercarse a las puertas del palacio, reforzadas ahora con piedra tallada y mortero en lugar de simples estacas afiladas, resultado de la mayor prosperidad de la ciudad en los últimos años, entraron en el patio. Cuando avanzaron hacia los escalones del palacio, el comandante de las tropas montadas esciras dio una orden y el grupo se detuvo. Todos los ojos miraron expectantes el portal del nuevo palacio en construcción, cuyos muros exteriores consistían en un despliegue confuso de piedra tallada toscamente, pesadas vigas y andamios esqueléticos. Un techo incipiente de tablas de madera cubría tan solo una parte del edificio en un lado. En el portal se hallaban Vismar, Odoacro y un pequeño grupo de oficiales y guardias.

—¿Qué opinas? —murmuró Odoacro a su abuelo.

El viejo rey contemplaba el espectáculo en el patio. Los años habían sido bondadosos con él, pero sin embargo ya no era joven, ni lo era cuando Odoacro lo conoció. Vismar iba ahora encorvado e inclinado, con la piel más bronceada y curtida que nunca, las articulaciones rígidas que crujían de manera audible cuando caminaba. Miró a su nieto con sus penetrantes ojos grises, que no estaban enturbiados por cataratas ni por la vaguedad de mente que suele acompañar a la vejez.

—No veo que pueda ser bueno —razonó Vismar—. Los enviados militares romanos pocas veces hacen visitas cordiales. Sobre todo acompañados por cincuenta legionarios. No les habrá dado poco trabajo cruzar el Danubio y entrar en nuestro territorio.

—Parecen preparados para la batalla en este mismísimo momento. Menos mal que les desarmamos en la puerta.

—Al menos, saben vestir antes de entrar en una ciudad —observó con sequedad el viejo rey.

Un oficial de la compañía romana avanzó, se quitó el casco y se acercó a pocos pasos del rey y Odoacro.

—¡Soberano y ciudadanos de las tierras esciras! —dijo en voz alta, en un latín gutural de acento germano—. ¡El legado Paulo Domicio, de la Segunda Legión Itálica de Lauriacum, en el Danubio, os saluda! Soy portador de noticias del comandante en jefe de las legiones romanas…

El rey le interrumpió, en un latín igualmente esforzado.

—Legado, no sé qué pueblos has visitado con tus «noticias», pero los esciros somos civilizados, y no nos paramos en la calle a gritarnos mutuamente. Si has viajado desde Lauriacum, al otro lado del río, vienes de lejos. Haz el favor de permitir que tus hombres descansen y entra conmigo en el palacio, donde podamos dispensarte hospitalidad y hablar de tu misión con mayor comodidad.

El oficial guardó silencio, algo sorprendido, y Odoacro le examinó con más detenimiento. Era más o menos de su misma edad, y de complexión similar, más alto que el resto de sus soldados, nervudo y con una mirada fría que sugería que el suyo no era el simple cargo político de un habitante de ciudad de manos rollizas, sino el rango de un soldado veterano que había ascendido a base de batallas. Su rostro mostraba una calma absoluta, y casi carecía de rasgos característicos, con la inexpresividad de una máscara. Sus ojos delataban una evidente inteligencia, pero también extrema cautela, taciturno pero observador. Aunque lo que más llamó la atención de Odoacro fue la tez del hombre: rubicunda, pese al polvo de la carretera y los efectos del sol, de pelo corto amarillo, ojos bien separados y rostro fuerte, desarrollado por completo. Un rostro germano.

Después de reflexionar un momento sobre las palabras del rey, el oficial se volvió hacia sus tropas e hizo un veloz ademán con el brazo. Relajaron su postura y se quitaron el casco, para luego charlar entre ellos y lanzar miradas desdeñosas a los guardias esciros que los rodeaban. El oficial se volvió hacia el rey, asintió y subió con calma la escalera, mientras dos guardias de palacio lo acompañaban hasta un amplio atrio interior, una masa de cascotes de piedra y vigas a medio instalar.

El rey y su pequeño séquito lo siguieron.

—Confío en que perdones el estado actual del palacio —dijo el anciano, abriendo los brazos—. Vivimos aquí desde hace décadas, pero solo en los últimos años, con la llegada de mi nieto —apoyó una mano sobre el hombro de Odoacro—, nuestra nación ha adquirido la suficiente prosperidad para permitirse una verdadera capital. Nada como los edificios de Rávena o Milán a los que estarás acostumbrado, desde luego…

—No conozco esas ciudades —interrumpió con brusquedad el oficial—, y lamento decir, majestad, que no puedo aceptar tu hospitalidad. He de comunicarte noticias importantes, y después regresar con mis hombres. Si te parece, podemos hablar del asunto aquí, en lugar de entrar en tu… palacio.

El rey se quedó impertérrito ante la grosería y las evidentes prisas del oficial, y se limitó a examinarlo con mayor detenimiento, fijándose en el pelo rubio y las anchas facciones del hombre.

—Eres germano —concluyó el rey—, como yo. Por consiguiente, por las venas de tu pueblo corre la misma sangre que en las nuestras. Sin duda nuestros antepasados, tanto tuyos como míos, lucharon juntos. Siento curiosidad. ¿Cómo es que ahora estás al mando de romanos, asumes un nombre romano, nos hablas en el idioma de Roma y no en lengua germana, en la que ambos nos sentiríamos más cómodos? ¿Reniegas de la herencia de tu padre y tu abuelo?

Domicio abrió la boca para contestar, y después volvió a cerrarla, sorprendido. La entrevista no se estaba desarrollando como había pretendido. Su rostro mantuvo la compostura, pero sus ojos pasearon un momento entre el rey y Odoacro, mientras meditaba la respuesta.

—Alteza —dijo con voz pausada, como la que utilizaría con un niño algo retrasado—, sirvo en las unidades auxiliares germanas de Roma, como mi padre antes que yo. Roma es una influencia civilizadora en los pueblos bárbaros que gobierna, y yo me siento honrado de servirla. Estás en lo cierto: mi padre era del clan de Argentoratum de los alamanes, pero yo ahora me siento orgulloso de representar el orden, una nueva forma de vida, en lugar del caos y la miseria de mis raíces germanas.

Cerró la boca con brusquedad, como si hubiera hablado en demasía, y Vismar lo miró en un grave silencio.

—Hablo con mercaderes —dijo el rey sin alzar la voz—. Tengo embajadores en otras naciones, incluida Roma. Roma posee su propio caos, y sus ciudades miseria, moral cuando no física. Sus emperadores son depuestos cada año. Casi podría seguir el paso de las estaciones gracias a dicha circunstancia. Recuerdo que hace unos años, cuando el gran general romano Aecio derrotó a Atila, el emperador lo recompensó con un cuchillo en el estómago. Poco después, Genserico el vándalo entró en Roma y la saqueó con su horda.

Odoacro intervino.

—Eso es cierto, majestad, pero cuando Genserico atacó, Roma estaba gobernada por un nuevo emperador, Máximo, creo. Este emperador fue alcanzado en la cabeza con una piedra cuando huía del saqueo, y después descuartizado por una turba de su propio pueblo.

El rey meneó la cabeza con tristeza.

—Asombroso. Ningún regente germano que yo conozca pensaría siquiera en huir de su ciudad, ni ninguna tribu asesinaría de un modo tan despreciable a su propio regente. Ya veis, legado, saco a colación estos tristes temas porque no entiendo el atractivo o la ventaja que supone para un hombre inteligente como tú coaliarse con gente como los romanos.

Domicio se puso tenso, aunque su rostro siguió tan inexpresivo como un momento antes. Cabeceó apenas, como si diera la razón al rey.

—Lo que Roma ofrece a un hombre como yo —dijo con calma— son oportunidades y progreso, cosa que con los alamanes no hubiera conseguido. Un hombre sin riqueza, o carente de sangre noble, casi no puede ascender a un puesto de responsabilidad bajo un rey, al menos bajo el rey de mi pueblo. Pero sí en las legiones. De hecho —miró a Odoacro—, incluso ahora las legiones andan buscando jóvenes oficiales brillantes que se pongan al mando de sus tropas auxiliares. Como ya sabéis, muchos germanos sirven en las filas romanas, incluidas cohortes de esciros, pero pocos oficiales bien adiestrados de estas naciones…

Vismar le interrumpió.

—Odoacro no es un simple oficial, legado. Es mi nieto y príncipe del reino.

—Ah. —El legado le dedicó una leve sonrisa—. Por desgracia, las legiones no necesitan príncipes.

Se acercó al rey, extrajo del cinturón un pergamino y se lo entregó. Baldovico lo tomó.

—Traigo un mensaje de mi general —continuó el legado—. Como parte de la política de las legiones panonias de fortalecer sus fronteras con el Danubio, se exige a todos los bárbaros que vivan hasta a veinte millas de las orillas septentrionales del río que abandonen sus posiciones y vayan a residir a otra parte.

El rey lo miró sorprendido.

—¿Quieres decir que Roma pretende cruzar el Danubio y ocupar la orilla norte con sus tropas?

—No —replicó el legado—. Roma solo desea establecer una zona de contención, eliminar los ataques y escaramuzas en la frontera dirigidos contra ella, lo cual, por desgracia, se ha convertido en algo demasiado frecuente durante los últimos años. Nuestras guarniciones permanentes se quedarán en la orilla sur. Patrullaremos la región norte a voluntad para reforzar nuestra política, pero no la ocuparemos. Ni tampoco los bárbaros.

Hasta el momento, Odoacro había meditado sobre aquellas palabras en silencio, pero ahora habló.

—Legado, la orilla norte está poblada por cierto número de pueblos y ciudades. La mayoría son de otras tribus que nos precedieron en esta región, e incluso de hombres carentes de tribu, simples mercaderes y granjeros inmigrantes que se han establecido allí para comerciar con el tráfico fluvial y los romanos. ¿Qué será de esa gente?

Domicio se encogió de hombros.

—Eso es problema suyo.

—Entonces, ¿por qué nos anuncias esta política? Soutok se halla a bastante más de veinte millas al norte del río.

—Porque —replicó el legado, algo irascible— esa gente que habita dentro de la zona evacuada ha de replegarse hacia el norte. Como vuestro reino, de hecho esta misma «ciudad», se halla fuera de la zona, tendrán que establecerse en vuestras tierras. Tengo la cortesía de preveniros sobre la inminente inmigración.

Vismar miró un momento al romano, boquiabierto. Por fin, encontró la voz.

—¿Cortesía? —murmuró el rey—. Temo que esto va a ser imposible. El pueblo esciro apenas sobrevive en estos inhóspitos pantanales que ha ido recuperando durante años.

El romano echó un vistazo a las obras del palacio, contemplando con recelo la afirmación de pobreza del rey.

—¿Os negaréis a permitir que esa gente del río se establezca aquí, pues?

—Les declararemos la guerra si lo hacen —replicó con brusquedad Odoacro—. Esta es nuestra tierra. Esa gente no es nuestra gente. Algunas de sus tribus se opusieron a nuestra llegada, y por tanto son nuestros enemigos.

—Son germanos, como yo, y como vosotros —contestó Domicio, como un eco de las palabras anteriores del rey—. Me habéis ofrecido hospitalidad, y expresado preocupación por el estado de la herencia de mi padre. En cambio, a ellos solo les ofrecéis morir de hambre.

—No somos nosotros quienes les ofrecemos la muerte —replicó Odoacro—, sino vosotros. Su destino a manos de Roma no es de nuestra incumbencia. Nuestra ciudad está rodeada de pantanos y no puede crecer. No podemos permitir que otros ocupen nuestras escasas tierras, nuestra escasa comida. Eso solo prolongaría su agonía, y causaría de paso la nuestra.

El legado miró hacia el portal y escuchó los murmullos inquietos de sus tropas en el patio, y cuando se volvió su rostro traicionó la impaciencia de acabar con la misión.

—Si declaráis la guerra a esa gente —dijo con frialdad—, lamento informaros de que Roma se verá obligada a declararos la guerra.

Vismar miró fijamente al romano.

—Esas tribus ribereñas son vuestro enemigo, el enemigo de Roma, por eso queréis expulsarlas del Danubio. También son nuestro enemigo, y lo han sido durante años. ¿Y estáis dispuestos a declararnos la guerra por su causa? ¿Desde cuándo Roma ataca a los enemigos de sus enemigos? Esta política no es prudente, legado, hasta un rey «bárbaro» como yo se da cuenta.

Domicio se encogió de hombros y caminó hacia la puerta. Para él, la entrevista había terminado.

—Estas son mis órdenes, alteza. Los pueblos del río ya están preparándose para trasladarse al norte, y llegarán aquí dentro de dos meses. Informadnos de que aceptáis su presencia, de lo contrario afrontaréis las consecuencias.

Con un breve cabeceo en dirección al rey, y otro a Odoacro, se volvió con brusquedad y salió. Los demás se quedaron un momento en la puerta, y después Odoacro llamó al oficial, mientras bajaba los escalones en dirección a sus hombres, quienes habían formado filas a toda prisa y estaban ajustándose los cascos.

—Legado —gritó—, ¿cuál es el nombre de vuestro general?

El romano se detuvo y se volvió a medias para mirarle.

—Sirvo bajo las órdenes del Dux Pannoniae Primae et Norici, comandante militar supremo de Panonia y Noricum, al mando de las legiones Itálica Segunda, Primera Nórica, Décima de Vindobona y Decimocuarta de Carnuntum, así como de tres escuadrones navales de la armada del Danubio Superior, y de todas las cohortes de artillería y caballería alae: el general Orestes.

Con un saludo informal, Domicio se volvió y avanzó hacia sus tropas, para desaparecer entre el bullicio de sus preparativos. Al cabo de un momento, el único sonido era el tintineo metálico de las armaduras y el ruido de sus pasos, mientras abandonaban el palacio a paso rítmico y salían a la calle principal de la ciudad. Odoacro se volvió hacia el rey, con ojos airados y la cara pálida.

—Orestes —murmuró el anciano rey—. Orestes. Ese nombre me suena. ¿A ti te dice algo?

—Conocí a ese hombre —dijo Odoacro—. Un hombre muy rico.

—¿Germano? —preguntó el rey.

Odoacro asintió con semblante sombrío.

—Germano. Pero al igual que el legado, no es uno de los nuestros.

2

Llegaron como llegan los romanos: sin sutilezas ni vacilaciones, sin disimulos, como constructores de carreteras que han recibido la orden de derrumbar una casa para que la ruta de una vía de comunicación sea recta. No llegaron como habrían hecho los hunos, con la furia de una ventisca de invierno, abrumadores en número, aterradores por su velocidad y crueldad, que apenas dejan a sus espaldas el recuerdo de las víctimas. Ni como godos, agazapados detrás de los árboles, que se deslizan con sigilo y en secreto a través de los pantanales, eliminan a sus enemigos como asesinos mudos, y después, cuando han logrado la victoria, dejan que las ciudades ardan y se desmoronen, todavía de pie, pero privadas de riqueza y habitantes. Llegaron como romanos, sin engaños y sin tretas, confiados en su derecho e inevitabilidad, sinceros en su determinación de cumplir su misión.

Después de la partida del legado, no hubo más advertencias o negociaciones, zalamerías o compromisos. No hubo recriminaciones. Los esciros habían tomado su decisión, y los romanos actuaron en consecuencia, como dijeron que harían, como habían anunciado por anticipado. Las pescaderas romanas podían regatear en el mercado, los ancianos podían debatir en el Senado, incluso los emperadores romanos, tanto de Oriente como de Occidente, podían echarse faroles, fanfarronear e intercambiar caballos. Pero los generales romanos no, este en particular no. Dijo lo que iba a hacer, y ya lo estaba haciendo. Lo único que restaba era anunciar, a posteriori, lo que había hecho, y dedicarse a la siguiente misión.

Una paloma trajo las primeras noticias, en un mensaje garabateado a toda prisa enrollado dentro de un diminuto tubo de cobre atado a su pata. El gobernador aliado de una población rugia situada a sesenta millas al sudoeste escribía que había sido asediado por la vanguardia de un ejército romano, y que no podía disponer la defensa sin refuerzos. Odoacro reunió a cinco mil jinetes de la caballería ligera y corrió en su ayuda, con instrucciones de que la caballería pesada y la infantería le siguieran lo antes posible. Los ciudadanos se quedaron en Soutok, abandonaron todas sus actividades y se dispusieron a reforzar las fortificaciones de la ciudad.

Al día siguiente llegó otra paloma, con la noticia que Vismar ya había deducido de las columnas de humo negro que sus exploradores habían divisado en el horizonte: la ciudad rugía había caído, al cabo de unas horas del primer ataque romano. La misión de Odoacro, que marchaba en dirección oeste con sus tropas, pasó de ser defensiva, reforzar a un aliado asediado, a ofensiva: atacar a la columna romana que se acercaba antes de que pudiera llegar a Soutok. Vismar envió correos al oeste para que alcanzaran a su nieto, con el fin de informarle de las nuevas circunstancias y ordenarle que aguardara a la llegada del grueso del ejército esciro. Al cabo de un día de la llegada de la segunda paloma, las tropas pesadas se habían puesto en marcha por los caminos occidentales que conducían al Danubio, entre los vítores de la multitud. Su objetivo se encontraba casi a la vista, incluso desde las murallas de Soutok, pues las columnas de humo negro se elevaban ahora de otras ciudades y aldeas quemadas por los romanos, que se hallaban mucho más cerca de la capital escira.

Al amanecer del día siguiente, con el ejército de Soutok a veinte millas de distancia, la brisa de la mañana no transportó hasta los oídos de la gente noticias de la victoria, ni siquiera el clamor de los refugiados del río que suplicaban entrar, sino el sonido de trompetas romanas. Los centinelas de las murallas se volvieron alarmados hacia los lejanos clarines, pues no procedían del oeste, donde habían empezado los ataques romanos contra las ciudades del río, sino de un punto completamente inesperado. Los perentorios clarines procedían del sur, donde las aguas serpenteantes del Morava se transformaban en una inmensa y fétida ciénaga, que apenas llegaba a desembocar en el Danubio, a muchas millas de distancia, una tierra pantanosa densa y boscosa que los esciros, cuando se establecieron aquí muchas décadas antes, habían considerado una barrera tan impenetrable contra ataques como un muro de piedra. Cuando los centinelas hacían las rondas de los muros de la ciudad, esperando nerviosos la llegada de los romanos desde el oeste, ni siquiera habían considerado la posibilidad de mirar hacia el pantano. Ningún hombre en su sano juicio iba a la ciénaga, y por lo tanto, no existía el peligro de que alguien atacara desde ella. El rey, que todavía se estaba frotando los ojos legañosos después de ser despertado a toda prisa, corrió a las escasas defensas de las murallas del sur. Desde la oscura torre de observación, la más pequeña de las murallas, construida para que solo albergara a dos centinelas, escudriñó la penumbra. En el borde del pantano, a tan solo una milla de las murallas inacabadas de Soutok, distinguió cientos de embarcaciones fluviales amarradas entre las cañas. Muchas eran barcas para pescar anguilas utilizadas por los clanes de pescadores que, como generaciones de antepasados en los pantanos de Moravia, vivían y criaban a sus familias en las embarcaciones de poco calado. Otras, sin embargo, parecían haber sido improvisadas de cualquier manera, de madera mal emparejada, pero no obstante adecuadas para transportar tropas ligeras. Su mente comprendió al punto la trampa en que había caído Soutok: mientras un ejército romano avanzaba sin cesar desde el oeste, atrayendo a la caballería de Odoacro en defensa de los aliados de los esciros, una fuerza todavía mayor había subido por el Danubio (o bajado, pues el rey aún no estaba seguro de si el enemigo procedía de Noricum o Panonia) en barcos construidos por la armada fluvial romana. Más tropas habrían sido transportadas en ellos, sin duda, en barcazas de grano confiscadas y otros buques mercantes. En la cenagosa confluencia del Morava y el Danubio, las tropas habían desmontado el barco más grande y construido otros más pequeños, más aptos para los pantanos poco profundos, y después transportado a sus tropas y provisiones afluente arriba, avanzando a través de las aguas estancadas y las cañas en plena noche, sin que les vieran los puestos de avanzada esciros o los guardias, todos desplegados hacia el oeste para detener el ataque que llegaría de aquella dirección. Aunque desesperado, Vismar se asombró del ingenio y osadía de los romanos, y de la inevitabilidad del plan.

El capitán de la guardia, que gozaba de mejor vista, examinó a las lejanas tropas en busca de banderas y banderines.

—Primera Nórica y Décima de Vindobona —murmuró.

El rey lo miró con ojos penetrantes.

—¿Dos legiones? —preguntó—. ¿Tantos hombres?

El capitán de la guardia asintió.

—Seis u ocho mil soldados, como mínimo. Y al menos una legión entera que avanza hacia nosotros desde el oeste, ya sea la Segunda o la Decimocuarta. Aún queda otra legión disponible. Podría estar dispersa entre los dos frentes, o llegar desde una dirección diferente.

Poco podía hacer Vismar con las escasas tropas que quedaban en la ciudad, aparte de atrancar la puerta principal y enviar un par de correos hacia el oeste, con el fin de informar a Odoacro antes de que el nudo romano se cerrara por completo alrededor de la ciudad. Defendida solo por la guardia de palacio, Soutok sería incapaz de resistir un ataque en toda la regla. Su única esperanza consistía en que Odoacro llegara a tiempo de romper el cerco, si conseguía evitar que lo atraparan entre las pinzas de las dos fuerzas atacantes romanas. Si Odoacro caía, Soutok se vería obligada a rendirse o a ser destruida.

Los romanos dispondrían de tiempo más que suficiente para completar el cerco. Si lo deseaban, les sería posible atacar en masa la ciudad y conquistarla, pero esto era improbable, reflexionó Vismar. Con suerte, los romanos recién llegados no tendrían ni idea de que el ejército de Soutok se encontraba lejos de sus murallas. Lo averiguarían pronto, porque espías y filtraciones de información eran inevitables en todo asedio. Sin embargo, mientras los romanos pensaran que la ciudad estaba bien defendida, retrasarían el ataque final, lo cual concedería tiempo a los esciros y les permitiría resistir hasta el regreso de Odoacro.

—¡Reúne a los muchachos y a las mujeres jóvenes! —ordenó con brusquedad el rey.

El capitán de la guardia dejó de observar a los lejanos romanos y miró a su rey con aire inquisitivo.

—¿Majestad? —preguntó, con duda en su voz.

—Los muchachos y las mujeres jóvenes —repitió el anciano—. Cualquier persona de la ciudad lo bastante alta para que sea vista por encima de las murallas, y que pueda caminar sin encorvar los hombros.

El capitán pensó un momento, y una leve sonrisa apareció en su rostro.

—Después abrimos la armería y les proporcionamos cascos y lanzas; que empiecen a pasear por las murallas —continuó el oficial.

—Exacto —concluyó Vismar, y se volvió para bajar la escalera de piedra que conducía al pie de la muralla—. Desde lejos, los romanos pensarán que nuestra ciudad está bien defendida. En el ínterin, iré a preparar el asedio.

Con determinación nacida de la capacidad y la confianza en sí mismos, los romanos empezaron a preparar un sistema de trincheras alrededor de toda la muralla de la ciudad, lejos del alcance de las flechas, apoyado por un alto muro de contención de tierra. Cavaron letrinas detrás del muro, montaron cocinas de campaña, improvisaron corrales para el ganado que habían requisado en las granjas cercanas y desviaron un arroyo cercano para el suministro de fuentes de agua, una para cada cohorte que se encargara del asedio. Al final del día habían terminado el cerco, y en el lado más seco de la ciudad, lejos de los pantanos, construido todo un campamento que haría las veces de cuartel general, suficiente para albergar a diez mil soldados, fuertemente fortificado alrededor de su perímetro cuadrado por estacas afiladas y una prolongación de la trinchera. Todo eso observó Vismar desde las murallas, rodeado de mujeres llorosas que paseaban obstinadas con cascos demasiado grandes y pesadas lanzas.

La primera noche de asedio transcurrió sin incidentes, pero también sin sueño. Vismar se levantó varias veces, tomó su bastón y una lamparilla y salió cojeando al exterior, dejó atrás el andamio de los muros inacabados y subió la estrecha escalera de piedra que conducía a las murallas más cercanas. Abajo, en la oscuridad, vio las inmensas filas de fuerzas desplegadas contra él, representadas por los diminutos y uniformes fuegos de campaña que ardían en cada tienda, puntos anaranjados tan jovialmente incongruentes como solo pueden serlo objetos inanimados y muertos ante la catástrofe, como la sonrisa en la cara de un cadáver tendido en el campo de batalla.

En cada ocasión, paseó con parsimonia por la muralla, tomó la medida de la fuerza enemiga, contó el número de tropas, calculó su nivel de preparación, meditó sobre su moral, a sabiendas de que la respuesta no iba a cambiar. Se trataba de romanos, a las órdenes de un general cuyo nombre, Orestes, había impresionado incluso a Odoacro, y no tenían motivos para ser menos de lo que aparentaban en la oscuridad: una fuerza inamovible que, al cabo de un día, si no se producía algún milagro, se adueñaría de ellos. Y cada vez concluía su circuito de las murallas occidentales escudriñando la oscuridad, más allá de las tenues luces de las hogueras, hacia las colinas onduladas que se extendían en la distancia, aunque no podía verlas, hacia su única esperanza de salvación, por pequeña que fuera.

La cuarta vez que trepó penosamente a la torre de vigilancia del oeste, el sol aún no había surgido por encima del horizonte, pero la bruma grisácea arrojada sobre el cuadrante oriental le permitió distinguir las colinas en sombras hacia el oeste, distinguir apenas el punto en el que se fundían con la lejana negrura del cielo. Y allí, vio una sombra que no estaba por la noche, una sombra que sabía sería invisible durante un rato para los puestos de avanzada romanos, situados más abajo. Dentro de media guardia adquiriría su verdadera forma, una masa en movimiento, que luego se resolvería en sus componentes individuales, hombres y caballos, y cuando los rayos del sol estallaran sobre el horizonte oriental, también los jinetes se revelarían en sus detalles individuales: armadura bruñida y fragmentos de bridas, lanzas centelleantes y escudos resplandecientes. El primer sentimiento del rey fue de miedo, al no saber a qué bando pertenecía aquel grupo de hombres armados, si la legión romana que atacaba desde el oeste, o los jinetes que Odoacro se había llevado para defender a las ciudades del río, pero pronto se tranquilizó al advertir que la sombra se movía con demasiada celeridad para tratarse de romanos a pie, y solo podía ser la caballería escira, y entonces supo que Odoacro había recibido su mensaje.

Su segunda reacción fue de consternación por lo pequeña que parecía la sombra en comparación con el despliegue de fuerzas que habían iniciado el asedio, y porque aún parecería más pequeña cuando la legión romana del oeste llegara para reforzar a sus camaradas, y por las dificultades a las que se enfrentaría Odoacro para romper el cerco sin comunicarse directamente con la ciudad. Pero el rey encontró un sombrío consuelo en el hecho de que disponía de escasas tropas para colaborar con Odoacro, y de que este lo sabía, de modo que poca comunicación sería necesaria. Existe cierto consuelo en la indefensión, en carecer por completo de decisiones y autoridad, y por lo tanto en saber que el destino ya no está en tus manos.

Vismar suspiró y descendió la escalera una vez más, para luego cojear hacia la capilla del palacio, donde sabía que el sacerdote, un hombre tan viejo como él, se estaría preparando para la misa. Se arrodilló en el suelo de tierra del edificio todavía carente de banderas y rodeado de andamios, con las bóvedas de cañón de los ábsides abiertas al cielo del amanecer, dio gracias por la inminente llegada de Odoacro, y sorprendió al anciano presbítero, cuando entró, con una mirada de satisfacción.

Orestes salió de la tienda de mando a la luz gris previa al amanecer y respiró el aire fresco, mientras se rascaba distraído una costilla y miraba hacia el cielo del este, observaba los oscuros cumulonimbus y se preguntaba si la tormenta llegaría antes de que hubieran conquistado la ciudad aquella mañana o después, y si sus hombres podrían refugiarse en edificios sólidos o en las tiendas de lona con goteras. Daba igual: sus soldados germanos estaban acostumbrados al frío y la lluvia, como todos los hombres a los que había mandado. No obstante, sería el primero en admitir que prefería estar al mando de hunos porque, si bien padecían las inclemencias del tiempo como todos los hombres, al menos no se quejaban.

Pensó en el día anterior, cuando sus dos legiones habían atravesado las cinco millas de pantano para llegar a las puertas de esta ignorante ciudad, la única parte de la expedición que no había sido posible planear por adelantado, porque el pueblo ambulante de los pescadores de anguilas era difícil de reconocer y el número de embarcaciones disponibles difícil de calcular. Sin embargo, sus exploradores habían hecho un buen trabajo, y las cantidades de oro que habían distribuido entre los habitantes de los pantanos habían facilitado en gran medida el asunto. Las demostraciones de fuerza son útiles, meditó, pero el oro es mejor, y más fácil de encontrar que buenos soldados. Hacía mucho tiempo que había aprendido la lección de que prefería perder toda su «caja de guerra» que media legión de soldados veteranos. Un tesoro perdido podía recuperarse al día siguiente, si las condiciones eran adecuadas. Pero hombres perdidos… Podrían pasar años antes de que el emperador decidiera reponer una legión diezmada, si es que lo hacía.

Una vez calmadas las preocupaciones iniciales de Orestes acerca de los barcos de los pescadores, incluso había disfrutado de la excursión a través de las ciénagas. Casi quinientas embarcaciones se habían reunido en el punto de encuentro. Los pescadores codiciaban el oro romano todavía más de lo que Orestes suponía, o detestaban más a los esciros que habían ocupado sus tierras una generación antes. Tampoco era que vivieran ni siquiera quinientos pescadores de anguilas en todo el pantano. De hecho, le sorprendería que existiera una quinta parte de esa cifra. Sin embargo, los hombres del pantano habían traído todos los barcos que habían podido, en buen estado o podridos, robustos como un muelle fijo o inestables como la cuna de un niño. Los tenían de todos los tamaños, desde los barcos grandes en que vivían familias enteras, hasta piraguas para uno o dos hombres, utilizadas para recorrer los oscuros caminos de los pantanos y comprobar el estado de las redes, e incluso una enorme barcaza de grano de escaso calado con antiguas inscripciones griegas, que los hombres habían adquirido Dios sabía dónde, y habían utilizado durante décadas como una especie de lugar de encuentro flotante para sus consejos anuales. Orestes había cargado aquella barcaza con trescientos soldados romanos y sus provisiones, además de varias docenas de nerviosos caballos correo, y se habían necesitado casi cincuenta hombres para impulsarla con bicheros a través de la ciénaga, precedida por un puñado de canoas ocupadas por soldados y pescadores armados de guadañas, con el fin de segar los árboles que colgaban sobre sus cabezas y permitir el paso de la monstruosa embarcación. Algunos soldados robustos, que no deseaban estar todo el día apretujados sobre una balsa podrida con otros hombres, intentaron montar sobre troncos e impulsarse con remos improvisados, pero pronto abandonaron la idea y detuvieron al barco más cercano, treparon sobre los irritados soldados y dedicaron el resto del día a quitarse las sanguijuelas que se habían pegado a sus piernas cuando colgaban en el agua.

Pero pese a la incertidumbre y a la organización exigida para el breve viaje, los pescadores de anguilas habían cumplido su promesa: habían llegado al punto de reunión, transportado a las tropas romanas a través del pantano y, lo más importante, mantenido toda la operación en secreto. Ni una palabra se había filtrado al exterior, y cuando los romanos conquistaron por fin la ciénaga y pisaron tierra firme, a escasa distancia de las murallas de la ciudad, la población había sido tomada por sorpresa. Si los esciros contaban con fuerzas defensivas, habían entrado corriendo y atrancado las puertas, pues no existía la más remota insinuación de una amenaza en el momento que más preocupaba a Orestes: cuando sus tropas estaban estableciendo una cabeza de playa en tierra firme, y desembarcando del variopinto despliegue de embarcaciones.

Mientras contemplaba las murallas de la ciudad, saboreando el silencio en los momentos previos al toque de corneta del amanecer, su satisfacción era completa. Un momento antes había visto a un hombre de edad avanzada en la parte más elevada de las murallas esciras, observando el campamento romano. No cabía duda de que era una persona de rango y riqueza, pues incluso a la luz tenue del alba Orestes había distinguido el brillo lujoso de sus ropas y la longitud de su pelo y barba blancas. ¿Tal vez el rey de esta mal gobernada y condenada nación? Orestes no lo sabía, ni tenía curiosidad por preguntar, pues este hombre, como todos los demás habitantes de la ciudad, dentro de unas horas estaría muerto o sería su esclavo. Era el único destino que le quedaba a esa gente. El momento de las negociaciones y condiciones había pasado dos meses atrás, el día en que su legado fue rechazado en Soutok.

El noble de las murallas no tardó en desaparecer, y Orestes oyó después el tintineo de una campana dentro de los muros de la ciudad. La llamada a misa, sin duda, y pensó distraído en que el anciano que había visto en las murallas tal vez se dirigía a la misa, y que había hecho una pausa para subir a la torre de vigilancia y echar un vistazo al campamento romano. De ser así, no cabía duda de que en este preciso instante estaría rezando para que las manos del enemigo no se apoderaran de la ciudad escira. Las manos del enemigo: las manos de Roma. Las manos de él, Orestes. Sintió una extraña emoción al pensar que justo detrás de aquellos muros, él, Orestes, estaba siendo identificado ante Dios como el opresor de los esciros, y por lo tanto se hallaba en contra de Dios, pues ¿no identifican todos los hombres a sus opresores como enemigos de Dios? Si cualquier hombre le llamara demonio en la cara, lo consideraría un insulto mortal y le aniquilaría de inmediato. Ya lo había hecho en el pasado. Pero pensar en una misa que no se celebraba por él, sino contra él, en plegarias elevadas al cielo que le identificaban con un enemigo del cielo… Era un giro de los acontecimientos que jamás había imaginado, un ascenso de rango. Y si bien él también era cristiano, convencido de que Dios estaba de su parte, y de parte de Roma, era perversamente gratificante ser relegado de manera vicaria a los abismos del infierno, ser maldecido ante Dios, por equivocado que fuera, ser condenado por jueces terrenales con la esperanza de que el Juez Celestial se apiadaría; en suma, ser temido. Era en momentos como este cuando Orestes comprendía la embriaguez, el absoluto aturdimiento, que había visto en los ojos de Atila en el pasado, cuando el huno sabía que una gran conquista sobre un pueblo más débil estaba al alcance de su mano.

Hacía mucho rato que el noble había desaparecido de las murallas y la campana había dejado de tañer. Un par de centinelas habían aparecido en las murallas, y contemplaban con calma el campamento romano que se extendía ante ellos, observaban a los romanos despertar, desayunar y organizarse para el ataque. Guiado por un impulso, volvió a su tienda, asió el cuerno de toro que utilizaba su heraldo para amplificar su voz y se acercó al borde del campamento romano, justo al otro lado de la empalizada, lo más cerca que se atrevió de los muros de la ciudad, para no convertirse en blanco de francotiradores. Los esciros eran famosos por su buena puntería.

Alzó el cuerno hacia los dos centinelas que le miraban con curiosidad, tomó aliento y gritó en latín a todo pulmón.

—O Sciri fortissimi et nobílissimi: estáis rodeados y vuestra ciudad corre peligro de ser aniquilada. ¿Me entendéis?

Los dos guardias no parecieron entender nada, pero tampoco dieron media vuelta. Ambos permanecieron inmóviles, observándole con atención, y varias cabezas surgieron detrás de ellos, aunque en las sombras Orestes no distinguió si eran soldados o simples curiosos del populacho.

Orestes volvió a levantar el cuerno, decidido a dar por sentado que habían entendido sus palabras. Algunos soldados romanos se congregaron detrás de él en silencio, observando la reacción de los guardias de las murallas.

—Nobilísimos y valientes esciros: Soutok está perdida, y vuestra nación condenada. Solo os queda una alternativa: vivir o morir. Vuestro destino está en mis manos. Los rayos del sol iluminarán vuestra ciudad dentro de una hora. Antes de ese momento, toda persona que abandone la ciudad y se acerque en son de paz a nuestras líneas será perdonada. Esposas e hijos vivirán, incluso a los soldados se les permitirá una rendición honorable cuando arrojen sus armas.

»Pero después de ese momento, no se permitirá salir a nadie, ni se aceptará la rendición. Todas las personas de la ciudad serán destruidas. Podéis oponer resistencia, y hasta es posible que logréis enviar a algún soldado romano al infierno con vosotros. Pero no sobreviviréis, y vuestro esfuerzo será en vano. Será inútil, un suicidio, que es un gran pecado, y un desperdicio todavía mayor. Soy el general Orestes, comandante en jefe de las legiones romanas y las flotas de Panonia y Noricum. Tenéis una hora de tiempo. Fiat voluntas Dei.

Hágase la voluntad de Dios.

Dejó caer el cuerno a un lado y se quedó mirando, mientras los soldados se congregaban expectantes detrás de él al borde de las trincheras. Más gente se había reunido en lo alto de la muralla, y Orestes vio que incluían tanto soldados como civiles, ancianos y mujeres. El hecho de que hubiera civiles en las murallas indicaba que la ciudad estaba poco defendida, pues un complemento de tropas completo jamás habría permitido que las mujeres subieran a las murallas con ellos.

Durante un momento se hizo el silencio, mientras los esciros miraban hacia abajo con tanta expectación como las tropas romanas les miraban a ellos. Orestes experimentó la extraña sensación de que los esciros no habían entendido nada de lo que les había dicho, sino que le habían dejado perorar como si estuvieran viendo un espectáculo o una representación, y estuviesen esperando el colofón. Pero no podía ser cierto. Soutok era un centro comercial de cierta importancia regional. Estaba habitado por gente culta. Los romanos habían viajado a la ciudad y hecho negocios durante años. Debían entender el latín y el griego, incluso los guardias de palacio de menor rango. Su oferta había sido bastante generosa, las condiciones de rendición habituales de las tropas romanas. ¿Se habían quedado tan perplejos los esciros a causa de sus palabras?

En lo alto de la muralla, los observadores parecieron decidir por fin que el discurso había terminado, y uno a uno se fueron marchando del puesto de observación, hasta que solo quedaron los dos centinelas de antes, los últimos en ocupar sus posiciones, que también dieron media vuelta y reanudaron sus rondas por las murallas. Orestes se encogió de hombros y entró en la empalizada, para luego encaminarse a su tienda de campaña. Había cumplido su deber, seguido las instrucciones. Cuando entró en el campamento, oyó el toque de clarín matutino que llamaba a los hombres a despertar.

La orden era innecesaria. La mañana de una batalla, ningún hombre se despierta tarde.

Odoacro estaba tendido boca abajo en la cumbre de una pequeña elevación, una loma apenas lo bastante elevada y lejana para encontrarse fuera de la vista del campamento romano y las trincheras. A su lado, Baldovico también escudriñaba las tinieblas, mientras ambos grupos de tropas (la caballería de Odoacro y la infantería de Baldovico, que se habían reunido durante el precipitado regreso a la ciudad) descansaban a media milla de distancia, en una zanja poco profunda. Odoacro sonrió sin humor. Era por pura casualidad que habían vuelto por una ruta del norte. Desde aquí se encontrarían en buena posición para dar un rodeo por su izquierda y caer sobre el enemigo desde el este. Cuando el sol se alzara dentro de unos minutos, el ángulo bajo de sus rayos, situado a sus espaldas, impediría que los romanos observaran la presencia de las tropas esciras, aunque miraran hacia atrás.

—Tenemos poco tiempo, mi señor —murmuró Baldovico—. La legión del oeste nos alcanzará cuando avance hacia Soutok, o el grueso del ejército de abajo descubrirá nuestra presencia cuando envíen exploradores para comunicarse con las tropas del oeste. En cualquier caso, creo que nos queda una hora a lo sumo.

—Es él —dijo Odoacro, sin apenas escuchar—. El bastardo de Orestes. Si tuviera una docena de arqueros hunos con caballos veloces, atacaría ahora mismo. Estaría muerto antes de que tuviera tiempo de volver la cabeza.

Baldovico se volvió y le miró fijamente durante un largo momento.

—La ciudad está cercada, y tenemos diez mil soldados armados detrás de nosotros, que han de entrar en acción de inmediato o perecer. Puede que tengas una cuenta pendiente con ese hombre, pero ahora no es el momento de pensar en ella.

—Diez mil soldados… —repitió Odoacro con aire pensativo—. No son suficientes para derrotarlos, ni siquiera por sorpresa. Quedaríamos atrapados entre los dos ejércitos antes de lograr la victoria. Ya nos superan en número.

Baldovico examinó el despliegue romano con rostro inexpresivo.

—Por lo tanto… —continuó Odoacro—, no lucharemos contra ellos.

—Hemos de luchar contra ellos.

—Todavía no, en cualquier caso. Lo mejor que podemos hacer es entrar en la ciudad. Entonces, lucharemos. Los romanos necesitarían el triple de nuestras fuerzas, como mínimo, para invadirnos. Incluso en ese caso, tardarían semanas o meses. Tiempo suficiente para que los aliados de fuera de la zona organizaran la resistencia. Podríamos conseguirlo.

—Aun así, es preciso que nuestras tropas dejen atrás al ejército romano, salten sobre sus trincheras y atraviesen las puertas cerradas de la ciudad —señaló Baldovico.

Odoacro meditó sobre esto en silencio durante un momento, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por un tercer hombre, que llegó a rastras por detrás, procurando permanecer fuera de la vista de los romanos.

—Saludos, príncipe —dijo el hombre sin aliento. Odoacro se volvió y reconoció a uno de los exploradores de su caballería, con el rostro todavía congestionado y polvoriento de la carretera por la que acababa de llegar al galope.

—La legión del oeste se encuentra a diez millas de distancia, y da la impresión de que se ha reunido con una segunda. Sus estandartes las identifican como la Segunda Itálica, de Lauriacum, y la Decimocuarta de Carnuntum. Deben de haber viajado durante toda la noche, y siguen avanzando con rapidez.

—¿Otra legión? —Baldovico reflexionó—. Eso significa que tenemos dos detrás, y otras dos asediando la ciudad, más los marineros de la flota naval que las han traído hasta aquí desde el río. Veinte mil hombres o más. El doble de nuestro número.

—Y la carretera es buena —dijo Odoacro—. Las legiones del oeste no tardarán mucho en llegar. ¿Sabes si se han puesto en contacto con las tropas de Orestes?

—Creo que no, mi señor —replicó el explorador—. Matamos a tres de sus escoltas, que tal vez intentaran transmitir la información. De todos modos, es posible que se nos hayan escapado más por otra ruta…

—Baldovico —interrumpió Odoacro—, no tenemos tiempo para maniobras complicadas. Vuelve y prepara a los hombres, da un rodeo hacia el este, en línea con el sol naciente. Después, que avancen todos. Que la caballería desmonte, se mantenga oculta y retrase el momento en que nos vean. El sol pronto se alzará sobre el horizonte. En cuanto ascienda por completo, deslumbrando a los romanos, volveremos a casa.

—¿A casa?

Baldovico le miró con aire inquisitivo.

—A casa. Nos abriremos paso por la fuerza. Atacaremos a los romanos por la retaguardia. Cruzaremos sus líneas en tromba, saltaremos sus trincheras (tienen tablas y caminos para uso propio, buscadlos) y nos dirigiremos hacia las puertas. Yo iniciaré el ataque con la caballería para ablandar al enemigo, y nos quedaremos en las líneas romanas hasta que tu infantería nos alcance. Pero no permitas que los hombres dejen de combatir. Si lo hacen, lo perderemos todo. Abríos paso por la fuerza. Abríos paso por la fuerza. Díselo a los hombres. Nuestra estrategia consta de cinco palabras: abrirse paso por la fuerza.

Baldovico asintió y empezó a retroceder a cuatro patas con el explorador. Después de bajar la loma, ambos hombres empezaron a correr acuclillados hacia las tropas, pero Baldovico paró de repente y retrocedió un trecho.

—¡Príncipe! ¡Príncipe! —dijo en un susurro audible.

Odoacro, todavía tendido sobre el estómago, torció el cuello hacia atrás.

—¿Qué pasa?

—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos a la puerta? ¿Sabrá el rey que ha de abrirla para que pasemos, sin dejar entrar a los romanos?

Odoacro le miró un momento.

—Eso, amigo mío —dijo—, no está en nuestras manos.

Mientras las tropas romanas se hallaban sobre sus muros de contención, contemplando las murallas de la ciudad y aguardando órdenes, lo primero que percibieron fueron los rayos del sol que bañaban la planicie de atrás e iluminaban sus espaldas. Si bien era demasiado temprano para que el calor hiciera mella en el frío de la mañana y el espeso rocío, la luz consolaba de todos modos por su sola presencia, relajaba los músculos agarrotados de su espalda, iluminaba los rostros de sus camaradas, revelaba los obstáculos que se alzaban ante ellos, así como la altura y la construcción de los muros de la ciudad que estaban a punto de atacar. Orestes había dispuesto el grueso de las fuerzas romanas en los lados este y sudoeste de la ciudad, de modo que al amanecer, cuando los centinelas de las murallas miraran a los atacantes en esa dirección, quedaran cegados por los rayos horizontales. Sabía que no era más que una ayuda incompleta (los ojos podían protegerse, y al cabo de más o menos una hora el sol se habría alzado hasta un ángulo que no se interpondría en la visual de los defensores), pero durante aquellos breves momentos, al menos, los efectos sobre la ciudad serían devastadores. Y si todo iba bien, tan solo serían necesarios unos momentos.

Lo segundo que los romanos percibieron fue el estruendo de cascos de caballos a su espalda, casi ahogados al principio por la cháchara jovial de los hombres que disfrutaban de los tempranos rayos de sol, pero que al cabo de un momento aumentó de potencia, un ruido sordo y profundo, que se notaba tanto en las tripas como se captaba por los oídos. Los soldados supusieron que era su caballería, que se desplegaba por el lado opuesto del cerco o se ejercitaba en los campos situados detrás de las líneas.

Solo cuando el estruendo continuó aumentando e intensificándose algunos hombres se volvieron para mirar hacia atrás sin demasiado interés, aunque estaban deslumbrados por los rayos de luz. No tuvieron tiempo de protegerse los ojos con la mano, ni de esperar a que el sol adoptara un ángulo más cómodo. Con un furioso retumbar de caballos sobre armaduras, los cinco mil hombres de la caballería acorazada de Odoacro se abatieron sobre las tropas de asedio romanas desde atrás. En el espacio de pocos segundos, un millar de romanos aterrorizados habían sido pisoteados o arrojados al interior de su zanja de tres metros y medio de profundidad, donde yacían empapados y aturdidos en el agua que se filtraba del pantano. Con estridentes gritos de entusiasmo, la caballería escira atravesó las líneas romanas, saltó sobre los puentes de tablas tendidos sobre las trincheras, persiguió a legionarios que habían dejado caer sus armas en la sorpresa inicial, atravesó los depósitos de armas sobrantes y odres de agua, dispersó lanzas y perforó los contenedores de agua potable. Al cabo de unos momentos, el cuadrante este de las fuerzas invasoras se había transformado en un caos.

Orestes, montado a caballo a un cuarto de milla de distancia, comprendió de inmediato qué estaba sucediendo, aunque lo repentino del ataque desde la dirección del sol dejó boquiabiertos a sus oficiales.

—¿Qué cohorte está apostada en el extremo sur de la ciudad, cerca del pantano? La quinta, ¿verdad?

Un tribuno se esforzó por identificar a las tropas.

—La quinta, sí, señor…, y la sexta, de la Décima de Vindobona.

—Despliégalas a lo largo de las trincheras, con el fin de reforzar la tercera cohorte, que está siendo atacada. La segunda y cuarta cohortes…

—Frente a nosotros, señor, en el lado norte…

—Despliégalas también, y ordena que ataquen de inmediato.

—¿Atacar a quién, señor? ¿A la caballería bárbara, por la retaguardia?

—¡No, idiota, a la ciudad, a las puertas principales!

—¿Las puertas principales? —El tribuno vaciló un momento—. Señor, las puertas principales constituyen la parte más resistente de las murallas de la ciudad. Habíamos acordado anoche, durante la reunión de estrategia, que la segunda y cuarta cohortes serían apostadas frente a los puntos más débiles, en el lado norte.

—¿Estás poniendo en duda mi parecer, tribuno?

—No, señor, solo estaba señalando…

—Me estás haciendo perder el tiempo, tribuno. ¡Ordena atacar ahora!

El oficial dio media vuelta y cabalgó hasta el grupo de mensajeros que esperaban, los cuales, después de recibir sus órdenes proferidas a gritos, se dispersaron al punto. Paulo Domicio, que contemplaba la escena con cautela desde escasa distancia, se acercó a Orestes, que contemplaba con aire impaciente la nube de polvo remolineante de la batalla, deslumbrado por el resplandor del sol.

—General, acabo de oír tus órdenes, y para aclarar las cosas, ¿un ataque contra las puertas principales? ¿No deberían enviarse esas cohortes a repeler el ataque lanzado contra nuestras fuerzas?

—No es un ataque, legado —replicó con laconismo Orestes.

—¿No es un ataque? Pero, señor, la caballería bárbara ha caído sobre la retaguardia de nuestras tropas, y los exploradores informan de un numeroso grupo de soldados a pie que les siguen de cerca…

—No es un ataque. Los bárbaros no quieren trabar combate.

—Pero…

—Maldita sea. ¿Es que todos mis oficiales están sordos? Si eres incapaz de oír lo que digo, al menos esfuérzate por ver lo que yo veo.

Domicio guardó un hosco silencio, y mientras los dos hombres miraban, un pequeño grupo de jinetes esciros atravesó las líneas romanas, subió al muro de contención, saltó la trinchera y frenó en el terreno llano del otro lado. Les siguieron otros, y entonces, con un grito, todo el grupo de jinetes cruzó las líneas, pateó y esquivó a los legionarios que opusieron resistencia, y atravesó en masa las barreras. Se congregaron al otro lado de la trinchera para formar de nuevo, mientras detrás de ellos sus cantaradas de infantería caían sobre la línea enemiga y se precipitaban sobre los ya aturdidos legionarios, levantando una nube de polvo y niebla que ocultó de nuevo la escena a los oficiales que observaban.

Domicio se volvió al oír ruido de pisadas detrás de él, cuando la quinta y sexta cohortes pasaron a un veloz trote romano, con los cascos bajados, los escudos levantados, las espadas sujetas con fuerza, el rostro sombrío. Habían visto y oído el ataque desde más de una milla de distancia, suficiente para que cada hombre meditara, mientras se acercaba, si aquella sería la última milla que correría, el último amanecer que vería. Mientras se acercaban al campo de batalla, también percibían los olores del combate (el penetrante olor a orina de los hombres presa del pánico, la pesadez asfixiante del polvo, el aroma ferruginoso de la sangre, el acre hedor a letrinas de las tripas perforadas), pero no obstante las tropas corrían en perfecta formación y alineamiento, con los ojos clavados en la escena a la que se acercaban.

—Llegarán dentro de un momento —murmuró Domicio.

—Y solo tendrán que luchar contra los piojos de sus cabezas —replicó Orestes—. Legado, ve al encuentro de los comandantes de esas cohortes, deprisa. Ordena que las cohortes quinta y sexta ataquen también las puertas principales.

Domicio se volvió y clavó la vista en su general, pero Orestes sostuvo su mirada.

—Ahora, legado —gruñó Orestes en tono amenazador.

Sin decir palabra, Domicio se alejó al galope hacia las tropas recién llegadas. Un momento después, las dos cohortes se desviaron a la izquierda y cruzaron un puente de tablas que habían dispuesto a toda prisa sobre las trincheras, formando una diagonal apuntada hacia las puertas de la ciudad. Su paso y cadencia no se alteró, sus expresiones seguían siendo tan sombrías como antes, pues los muros de la ciudad parecían todavía más formidables que el caos del ataque de los bárbaros.

Desde lo alto de la muralla, Vismar miraba entre las tropas que le protegían con sus escudos. Un murmullo había empezado a propagarse entre los hombres, hasta llegar a los ciudadanos agrupados en el suelo, detrás de los muros.

—¡Han atravesado el cerco, mi señor! —exclamó entusiasmado un soldado, al tiempo que señalaba hacia el muro de contención este, donde la caballería escira había emergido del fragor de la lucha, y estaba formando ahora en el espacio situado entre las trincheras romanas y las murallas de la ciudad—. ¡La caballería ha roto el cerco, y la infantería está combatiendo contra el enemigo!

El rey forzó la vista y levantó la mano para protegerse de los deslumbrantes rayos del sol, alzado sobre el horizonte, justo detrás de la batalla. No conseguía comprender cómo el centinela era capaz de ver que la caballería había surgido del enfrentamiento en las trincheras. Incluso sin el sol, la espesa nube de polvo y niebla que se estaba alzando de la llanura era cegadora. Tendría que aceptar la palabra del centinela. Ahora, debía dedicarse a su propia tarea. La elección del momento era delicada, y no existía forma de comunicarse con Odoacro, ni siquiera de saber si su nieto continuaba con vida después del combate en las trincheras. Por lo que Vismar sabía, si erraba en sus cálculos podría estar entregando su ciudad a los romanos como presente…

—¡Abrid las puertas! —gritó el viejo rey.

Todos los hombres de la muralla se volvieron y miraron estupefactos al soberano. ¿Se había vuelto loco?

—¡Abrid las puertas! —repitió el anciano en tono perentorio.

—Señor —protestó uno de sus hombres—, ¡la batalla aún no está ganada! ¡Nuestras tropas todavía no han derrotado a los romanos! Si abrimos las puertas ahora…

—La batalla, esta batalla, no va a ganarse —interrumpió el rey—. Ni aquí, ni ahora. Eso será otro día. Odoacro no tiene la intención de derrotar a los romanos en sus infernales trincheras. Carece de fuerzas para eso. Solo desea romper el cerco y entrar en la ciudad. ¡Abrid las puertas!

—¿Y si los romanos se precipitan hacia nosotros? —preguntó uno de los hombres.

El rey le dirigió una mirada torva. Era monarca de aquella pequeña nación desde hacía casi medio siglo, y en muy raras ocasiones un hombre había desafiado una de sus órdenes, cuestionando de manera tan descarada su autoridad. La mirada del hombre se desvió, y después desfalleció bajo los ojos penetrantes de Vismar, y se perdió entre los soldados que iban de un lado a otro de la plataforma de observación situada en lo alto de la muralla. Los demás también desviaron la vista. No iban a desafiar la autoridad del rey.

—Si los romanos se precipitan hacia nosotros —replicó el rey con voz decidida, pero tan queda que los hombres se acercaron para oírle mejor—, mayor motivo para abrir las puertas, pues Odoacro también se precipitará hacia nosotros. ¿Serás tú el hombre que se erguirá sobre las murallas y verá a sus camaradas morir masacrados ante las puertas de su ciudad, aplastados bajo las murallas que están defendiendo, contra las murallas dentro de las cuales nacieron, porque te negaste a abrirles las puertas? ¡Por Dios Todopoderoso, yo no seré ese hombre! ¡Abrid las puertas!

Media docena de hombres se desgajaron del grupo que estaba observando la batalla. Bajaron los empinados escalones de piedra, agacharon la cabeza y entraron en el puesto de guardia construido en un hueco del muro de piedra, en la parte más gruesa, justo encima de las puertas principales de la ciudad. En circunstancias normales, estaba desierto, puesto que la construcción de las murallas había concluido varios años antes y las puertas se habían abierto en escasas ocasiones, por la sencilla razón de que casi nunca estaban cerradas. Mientras dos hombres tiraban de la barra de hierro sujeta a la gruesa cadena que sobresalía del muro, el pestillo empotrado en el muro se deslizó a un lado, lo cual permitió que el gran contrapeso de piedra encajado en su hueco se liberara. Los demás asieron una gruesa cuerda sujeta a una polea, extrajeron el contrapeso, lo bajaron al suelo y alzaron la enorme barra que impedía la entrada a la ciudad.

La inmensa puerta de hierro y roble se abrió con un gran estruendo.

Odoacro vio el puente de tablas más cercano tendido sobre la trinchera, lo cruzó a lomos de su caballo, y después dio media vuelta al otro lado, pero Casquivana se debatió contra las riendas, alzó la cabeza y pateó el suelo enfurecida, como si quisiera disputar una carrera con los demás caballos. Odoacro apretó las rodillas contra sus flancos, notó el movimiento de su respiración y el temblor de sus músculos, debido al nerviosismo reprimido, y se agachó para darle unas palmadas y tranquilizarla. La yegua puso los ojos en blanco y avanzó hacia la batalla que tenía lugar en el muro de contención, detrás de ella, incapaz de comprender por qué la habían alejado de la refriega. El estruendo fue ensordecedor cuando los demás jinetes esciros saltaron sobre el muro de contención y cruzaron las trincheras. La pendiente más cercana, enfrente de la zanja, había demostrado ser la más traicionera, construida de tierra suelta que no había sido apisonada con tablas y pies como al otro lado, encarado al campamento. Varios caballos, después de trepar a lo alto del terraplén, se habían hundido en la tierra hasta las rodillas, caído hacia delante y arrojado a sus jinetes a la trinchera. Odoacro vio a un centenar de hombres en el fondo, tendidos de espaldas o empeñados en levantarse con su pesada armadura, antes de ser aplastados por otros jinetes caídos del terraplén.

Odoacro miró hacia atrás, forzando la vista para ver a través del polvo, tan espeso que casi ocultaba el resplandor de los rayos del sol recién nacido. Apenas se podía ver en quince pasos a la redonda, pero pese a ello fue capaz de distinguir que el número de jinetes situados en lo alto de la loma había disminuido, y que casi toda su caballería había formado en la base. El estruendo y los gritos de batalla procedentes del otro lado del terraplén serían de la infantería escira, que se había precipitado contra las líneas romanas justo cuando los jinetes huían. Hasta el momento, todo iba bien. Solo restaba rezar a Dios para que Vismar comprendiera la situación, abriera las puertas de la ciudad y los esciros pudieran entrar antes de que los romanos recuperaran la lucidez. Ya oía las trompetas romanas llamar a los refuerzos y ordenar un nuevo despliegue. Los romanos recuperarían la lucidez.

Cuando se volvió hacia las murallas de la ciudad, un dolor lacerante recorrió ese lado de su cara. Los caballos y jinetes que veía ante sí desaparecieron en un relámpago de una luz blanca cegadora, que después viró al gris, se oscureció a medida que el peso de su cuerpo disminuía, y sintió que derivaba, que caía poco a poco a través del aire, como una pluma arrojada desde el nido de un árbol…

Justo cuando las tinieblas empezaban a cegarle, el fragor de la batalla estalló de nuevo en sus oídos. Alzó la cabeza y empezó a levantarse del suelo blando en el que yacía, pero el dolor provocó que lanzara una exclamación ahogada. Sintió unas manos fuertes detrás de él, bajo sus brazos, que le ponían en pie, y se esforzó por abrir la boca y afianzar sus piernas. El calor invadía la parte izquierda de su cuerpo, lo cual le proporcionó cierto alivio, una presencia consoladora que aportaba una sensación de estabilidad frente al horror de la batalla, y entonces notó que el calor se enfriaba sobre su cuerpo y adoptaba una textura pegajosa, comprendió que era su propia sangre lo que le daba calor, y se sintió sorprendido al no sorprenderse de que pudiera derramar tal cantidad, él, que jamás había resultado herido en ninguna batalla.

—¡Príncipe! —gritó Baldovico a su espalda, mientras sostenía a Odoacro—. Príncipe, te has caído del caballo. ¿Puedes montar? La infantería está empezando a romper las líneas romanas. ¡Hemos de correr hacia la puerta ahora! ¡Príncipe, príncipe! ¿Me oyes?

Odoacro se esforzó por tenerse en pie y concentrar su mente. Ante él, un grupo de hombres le miraban con los ojos abiertos de par en par, algunos en pie, con el pecho subiendo y bajando debido al agotamiento de saltar sobre la zanja, algunos todavía a horcajadas sobre caballos inquietos, y lanzaban miradas nerviosas hacia el punto donde el fragor de la batalla parecía seguir en aumento.

—Príncipe —repitió Baldovico—, los romanos están recibiendo refuerzos, se están consolidando. Nuestras tropas ya no pueden seguir cruzando las trincheras. Hemos de irnos ahora…

—Silencio, Baldovico —jadeó Odoacro, y contuvo el aliento cuando experimentó otra oleada de dolor—. ¿Qué ha sucedido?

—Una jabalina te alcanzó. Rozó el lado de tu cuello, entre la protección del hombro y el casco. Erró la arteria, pero te desmontó y estás sangrando como un cerdo. Desgarré una manga y la até alrededor de la herida, pero sigue manando sangre y no tenemos tiempo. Hemos de ir…

Otra jabalina pasó rozando la cara de Odoacro y se clavó en el suelo delante de él. Su extremo vibró con violencia a consecuencia del impacto, como una serpiente que agitara la cola. Odoacro miró hacia atrás. Una hilera de legionarios se encontraba en lo alto del terraplén, ni a diez pasos detrás de ellos, y las mangas rojas de sus túnicas brillaban como faros en el polvo remolineante. De pronto, el aire se llenó de proyectiles, y del rumor potente y húmedo de las puntas al clavarse en la carne. Un caballo chilló de dolor al ser herido, un sonido estremecedor, casi femenino, que dio dentera a Odoacro y le despejó.

—Ayudadme a montar —murmuró, y unas manos le izaron de inmediato sobre su caballo. Una vez más, sintió el temblor tranquilizador de los flancos de Casquivana entre sus rodillas. La herida del cuello le ardía como un atizador al rojo vivo, pero ya no estaba insensible. Lo peor era que le dolía todo el cuerpo debido al impacto de la caída y la pérdida de sangre, pero las murallas de la ciudad se alzaban ante él, a simple vista, y mientras sacudía la cabeza para despejar su visión, supo que no estaba imaginando lo que veía: una de las puertas del enorme portón principal se estaba abriendo. ¡Vismar había comprendido!

—¡Baldovico! —gritó—. ¡Encárgate de la infantería! ¡Yo la mantendré abierta! —Después, se volvió hacia los jinetes que esperaban impacientes sus órdenes. Su hilera se prolongaba hasta desaparecer en una nube de polvo turbia—. ¡Hombres, se acabó la lucha! Escudos a la espalda y no miréis atrás. ¡A la puerta!

Con un rugido ensordecedor, los jinetes se precipitaron hacia delante, saltaron sobre los cuerpos retorcidos de animales y hombres caídos en la carrera sobre las trincheras, y salieron a campo abierto ante los muros de la ciudad. No había obstáculos. Años antes, el suelo había sido despejado de árboles y maleza, en un esfuerzo por conseguir que los centinelas de las torres de vigilancia pudieran ver sin impedimentos el terreno, y para impedir que enemigos ocultos se acercaran a tiro de flecha de la ciudad. Faltaba un cuarto de milla, nada más, para que los hombres pudieran penetrar en tromba a través de la puerta bostezante, un cuarto de milla, apenas el tiempo suficiente para rezar un sereno Paternoster, si alguien era capaz de conservar la serenidad en semejantes circunstancias. Tal vez la infantería tardaría un par de Credos en lograrlo, pero era posible. Su cabeza daba vueltas, y parpadeó varias veces para aclarar la vista. Una vez salvada esta distancia no habría más muertes, ni más heridas, la hemorragia se detendría, los huesos rotos se vendarían, el hedor desaparecería con un buen baño. Aunque los romanos se quedaran en sus infernales trincheras alrededor de la ciudad, habría agua y comida dentro de los muros, suficiente para un par de meses como mínimo, y comida para los caballos, y mujeres reconfortantes de manos fuertes y senos suaves. Los muros, que se acercaban a toda velocidad, se convirtieron en una mancha confusa, y se esforzó por conservar la conciencia. Mujeres… Un asedio podía soportarse durante mucho tiempo con mujeres como las esciras, ahora tan solo a doscientos pasos, cien, con tal de que…

De la penumbra polvorienta que había frente a él surgió una fila de faros rojos, tenues al principio, unos pocos, después más brillantes y osados, y después la hilera de mangas de túnicas rojas se alargó, cincuenta, cien, y luego un millar, que se balanceaban arriba y abajo, siguiendo el ritmo de la frenética carrera de los legionarios, las cohortes estacionadas en el extremo sur del cerco y que llegaban ahora, al mismo tiempo que los jinetes esciros, a las puertas abiertas.

Odoacro alzó la vista y miró a través de la nube de polvo el aire transparente de arriba, el cielo azul que lo iluminaba todo. Las murallas de la ciudad estaban erizadas de centinelas, que disparaban flechas sin cesar contra los legionarios, pero Odoacro sabía que esto no bastaba. No había suficientes guardias en los muros. Se había llevado demasiadas tropas en su incursión al oeste de hacía unos días, había dejado demasiado pocas dentro para defender la ciudad de cualquier ataque. Ahora estaba pagando el precio, toda la ciudad estaba pagando el precio de su estupidez. Los escasos guardias apostados en las murallas serían incapaces de rechazar el ataque de los legionarios, y sus jinetes todavía no habían llegado a la puerta abierta, ni las tropas de infantería de Baldovico, que aún se encontraban a un Credo, como mínimo, de distancia. Meneó la cabeza para despejarla de telarañas, llevó a cabo un denodado esfuerzo y, por fin, recobró la concentración y la lucidez, abrió los ojos y recobró la furia.

—¡Cruzad la puerta! —gritó Odoacro—. ¡No dejéis de luchar! ¡Cruzad la puerta!

La orden era innecesaria. Todos los hombres sabían lo que debían hacer, abrirse paso hasta ponerse a salvo dentro de la ciudad, y solo entonces dar media vuelta y combatir, porque sería más fácil impedir el paso de los romanos en la puerta, encerrarlos en el estrecho pasadizo, para luego eliminarlos de uno en uno o expulsarlos, que concederles amplio margen de maniobra en el terreno liso y despejado de las afueras de la ciudad, donde podrían desplegar sus fuerzas. Todos los hombres sabían lo que debían hacer.

Los dos ejércitos se encontraron con un horrísono estruendo, metal contra metal, puntuado por los agudos chillidos de los caballos moribundos y los rugidos de los hombres descabalgados y pisoteados en el suelo. Los romanos estaban sin aliento debido a la furiosa carrera, pero al mismo tiempo exultantes por haber llegado a la puerta a tiempo de cortar el paso a los jinetes esciros. Dos cohortes romanas agotadas no podían confiar en detener a los frenéticos jinetes durante mucho tiempo, pero el tiempo no era una moneda de cambio en la que estuvieran especialmente interesadas. Esto no era una batalla a la muerte ante las murallas. Era una carrera para entrar en la ciudad.

Ningún bando quería demorarse ante la puerta. Los legionarios sabían que la infantería escira se acercaba a toda velocidad para reforzar a sus camaradas montados, y Odoacro sabía que las tropas romanas perseguirían a su infantería. Era una carrera, no por la victoria sobre el contrincante, sino por entrar antes en la ciudad, mientras la puerta permaneciera abierta. Volvió a levantar la vista, y esta vez vio a su abuelo. Vismar, con los ojos dilatados al ver la carnicería que estaba teniendo lugar abajo, vociferaba órdenes que no podía oír, porque el viento y el fragor de la batalla se llevaban sus palabras. Los hombres se precipitaron a cumplir su orden, y cuando bajó la vista, Odoacro comprendió cuál era. La puerta había dejado de abrirse, se detuvo con un gran estremecimiento, y ahora, con la misma lentitud, estaba empezando a cerrarse de nuevo, en las narices de los combatientes que peleaban ante las murallas.

—¡No! —gritó y, con un esfuerzo desesperado, sin hacer caso del dolor que ascendía por su cara y bajaba por su brazo, lanzó su caballo hacia delante y arrolló a un romano que con ojos abiertos de par en par se alzaba ante él con la espada levantada, y le pateó salvajemente. Una docena de esciros, que también habían visto la puerta empezar a cerrarse, se le unieron y precipitaron sus monturas contra el mar de combatientes, mientras la puerta se iba cerrando más y más. Sin embargo, los romanos se dieron cuenta de sus intenciones y también corrieron hacia la estrecha abertura, y antes de que Odoacro hubiera conseguido abrirse paso entre la muchedumbre, medio centenar de soldados romanos se habían precipitado a través del hueco entre la puerta y la muralla, y desaparecido en la oscuridad del otro lado. Odoacro estuvo a punto de llorar de dolor y furia. Sabía que los escasos soldados esciros que se habían quedado en la ciudad bajo las órdenes de Vismar, centinelas provistos de armas ligeras, serían incapaces de repeler a la infantería pesada romana. Como si adivinara sus pensamientos, la enorme puerta se detuvo. La miró fascinado y desesperado, y le ordenó mentalmente que continuara cerrándose, impidiendo el paso a los atacantes romanos, o que se abriera, que permitiera a sus agotados hombres lanzarse hacia la seguridad de la ciudad, cualquier cosa salvo esto, cualquier cosa salvo detenerse…

Una docena más de soldados romanos atravesaron la abertura, y después una docena más; antes de que Odoacro pudiera entrar, la puerta empezó a abrirse de nuevo, y todo el grupo de legionarios corrió hacia el hueco y se plantó como un bloque sólido ante la puerta semiabierta, la empujó y aceleró su apertura. Alzó la vista hacia las murallas, que estaban desiertas, salvo por un brazo que colgaba sin vida sobre el borde. En aquel momento, una túnica roja apareció en lo alto y miró hacia abajo, y después otra, y entonces la inmensa puerta de roble se abrió de par en par, la compuerta estalló y dos cohortes romanas se colaron dentro, arrollando a muchos jinetes esciros en su avance imparable, dejando tan solo un grupo de caballería consternado y desconcertado detrás de ellos, montañas de heridos agonizantes y la pequeña columna de infantes de Baldovico, que estaban llegando, cojeando y derrengados, desde las lejanas trincheras que acababan de cruzar.

Entonces, las restantes legiones atacaron.

Casquivana se encabritó de pánico y casi arrojó a Odoacro, quien se esforzó por despejar su cabeza y conservar el equilibrio. El aire vibró con el fragor de la batalla, y cien arqueros romanos aparecieron de súbito en lo alto de la muralla, disparando flechas con punta de hierro contra los esciros acorralados. Odoacro miró a su alrededor, mientras la cabeza le daba vueltas debido a la pérdida de sangre y la confusión del ataque. Casi todos los jinetes habían caído o habían sido arrojados de sus monturas, y los pocos que quedaban daban la vuelta frenéticamente, obligando a sus caballos a retroceder y a patear con los cascos, mientras los jinetes atacaban furiosos con sus espadas curvas de caballería o golpeaban los cascos que les rodeaban con los bordes de sus escudos. Por lo que podía ver, la infantería escira había sido aplastada y derribada bajo los pies de los legionarios.

Miró hacia la puerta y comprendió que todo estaba perdido. La abertura estaba atestada de soldados romanos que entraban en la ciudad, ahora que la principal resistencia se había venido abajo, y solo quedaba iniciar el saqueo. Vio que surgían llamas de las ventanas y los tejados de los edificios de la ciudad, y al rugido de la batalla se habían sumado ahora los aullidos de las mujeres, atrapadas en sus casas en llamas o arrastradas a las calles. Una oleada de desesperación se apoderó de él cuando comprendió que todo por cuanto había luchado (su ciudad de adopción, su abuelo), todo se había perdido, todo había sido destruido, tal como el legado Domicio había amenazado, tal como Orestes había consumado en otra ocasión, y entre sus aturdidos pensamientos se preguntó cómo era posible que él, príncipe coronado de la ciudad, comandante en jefe de la caballería escira, siguiera con vida, rodeado de enemigos que intensificaban su presión por todas partes, incluso contra sus piernas y los flancos de su caballo. Bajó la vista y vio que tenía el costado izquierdo empapado de sangre, la ropa hecha jirones, el escudo destrozado, y la espada torcida e inutilizada. Era la viva imagen del bárbaro vencido, pues sabía que era así como le veían los romanos, y cuando contempló el mar de cascos romanos extendido ante él, que corrían como locos hacia la puerta en sus prisas por entrar en la ciudad antes de que las llamas hubieran consumido todo cuanto contenía de valor, comprendió que se le permitía sobrevivir no por algún mérito que hubiera hecho, sino por la confusión y el descuido momentáneos.

Mientras romanos y esciros por igual avanzaban en tropel a su alrededor, un ataque de mareos provocó que se derrumbara hacia delante, y soltó las riendas. Casquivana se tambaleó y Odoacro cayó al suelo, bajo los pies de los legionarios apelotonados en torno a él. Lanzaron guturales juramentos germanos y le golpearon con brutalidad en la espalda y la cara antes de continuar adelante, concediendo tan escasa importancia a la figura ensangrentada y destrozada tendida en el polvo, que ni siquiera se tomaron la molestia de hundirle la espada en las costillas. Odoacro se puso en pie y cojeó hacia el claro, abandonando la espada y el escudo rotos. También se desprendió de su casco, con el fin de aliviar el insoportable dolor de cabeza, y después, casi como una ocurrencia tardía, se quitó la destrozada malla que colgaba hecha jirones de sus hombros, pues ya no le servía de protección. Se balanceó agotado y paseó la vista a su alrededor. De todas direcciones llegaban legionarios que corrían en dirección a la puerta. Se veían algunos guerreros esciros, la mayoría tendidos inmóviles, otros que se tambaleaban como espectros en dirección a los campos o se apoyaban contra el refugio de las murallas. En un breve momento de lucidez, comprendió que solo le quedaban unos instantes de vida. En cuanto hubieran destruido la ciudad, una vez retenidos los cautivos de valía y concluido el saqueo, los conquistadores saldrían para despojar a los muertos y a los escasos supervivientes que todavía quedaban.

Sin apenas pensar, pues su mente amenazaba con clausurarse en cualquier momento debido al dolor, cojeó siguiendo la línea de la muralla exterior sur lo más lejos posible, y después, al llegar a la curva que doblaba hacia el oeste, atajó a través del campo hacia los pantanos. Miró a ambos lados y vio que los demás supervivientes, docenas, tal vez un centenar, habían tenido la misma idea, y también avanzaban penosamente sobre sus piernas rígidas a causa del dolor, los rostros torcidos, los ojos enloquecidos. Ignoraba si le habían reconocido bajo la sangre y la mugre y le habían adoptado como líder, o si guiados por un instinto, como perros heridos, buscaban compañía con la que lamerse las heridas o morir.

Oyó un grito detrás, y al principio el corazón saltó en su pecho al pensar que aún podía existir alguna resistencia, alguna chispa de desafío entre los soldados esciros que le seguían, pero cuando se volvió, atisbó la ciudad envuelta en llamas, con nubes de humo que se alzaban hacia el cielo despejado, y supo que aquello era imposible. No, un grito solo podía ser el heraldo de la maldad: alguien había observado que algunos valiosos prisioneros escapaban. Un momento después, oyó cascos de caballos en la lejanía, miró de nuevo hacia atrás y vio que una compañía de caballería romana se había desplegado y estaba rodeando a los supervivientes esciros a punta de lanza. Aceleró el paso todo cuanto pudo: la línea de árboles del pantano no estaba lejos. Si pudiera…

Una flecha pasó silbando junto a su mejilla, y después otra. Los gritos y cascos de caballos que oía detrás aumentaron de intensidad. El suelo que pisaba pasó a ser de repente blando, húmedo bajo sus pies, y estuvo a punto de caer por culpa del repentino cambio. Durante los años que había vivido en Soutok, pocas veces se había aventurado en las ciénagas, salvo para alguna ocasional cacería de jabalíes, y solo con guías avezados. No existían motivos para ir. En los pantanos no había ni habitaba nada valioso, era difícil encontrar las sendas y las aguas hedían, de modo que no servían para beber o nadar. Nadie vivía allí, salvo uno o dos ermitaños y los pescadores de anguilas, si podían llamarse hombres. Ningún enemigo había osado adentrarse en el pantano, pero los romanos…

Dejó atrás una barca de pescar anguilas amarrada a un grupo de cañas, y después otra, embarcaciones que tan solo el día anterior habían transportado a los romanos desde el gran Danubio, que se encontraba a millas de distancia. Otra flecha pasó cerca, se hundió sin hacer ruido en el agua, que le llegaba hasta la rodilla, y desapareció en el barro. Miró a través de las largas sombras arrojadas por los árboles y la maleza. No era el primero en llegar. A su alrededor había hombres que chapoteaban en el agua poco profunda, algunos tiraban con desesperación de las barcas de poco calado hacia aguas más profundas, otros ya flotaban sin vida y ensangrentados en la oleosa superficie.

Los gritos aumentaron de volumen, y oyó chapoteos muy cercanos a su espalda. Miró hacia atrás y vio a una docena de jinetes romanos, los rostros ensombrecidos de ira, que desmontaban a toda prisa de los caballos que se habían negado a internarse en el traicionero terreno. Los romanos, fuertes e incólumes, abatieron a los esciros desarmados apiñados alrededor de las embarcaciones y después subieron a bordo, alejándolas de las cañas con los pies, para luego preparar sus arcos.

Odoacro vaciló. No conocía estas ciénagas, no estaba familiarizado con las aguas negras o los animales que podían albergar. Nunca le habían gustado las anguilas extraídas de esta agua, ni su sabor, ni su textura, y mucho menos su apariencia. Ahora, a la tenue luz, veía un reflejo untuoso sobre la superficie, y extraños bichos en las ondas que se formaban ante él mientras atravesaba las aguas, que ahora le llegaban a la cintura. Ya no pensaba en que le dolían el cuello y la cabeza, toda sensación de entumecimiento en sus piernas se había desvanecido. Le embargaba un deseo desesperado de sobrevivir, y se puso a buscar con frenesí un medio para lograrlo. ¿El agua? No era un buen nadador, ningún huno lo era, pero las aguas no eran profundas… todavía. ¿Rendirse a sus perseguidores? Otra flecha rozó su hombro, seguida de airadas maldiciones. No habría cuartel. Una barca casi le había alcanzado. En las cercanías, un hombre que chapoteaba en la misma dirección que él emitió un chillido, casi como el de un perro, se puso rígido al sentir el impacto de la flecha en su espalda y cayó de cabeza al agua, desapareciendo bajo el peso de su armadura, y Odoacro agradeció haberse desprendido de la suya. Pero desaparecer… Pese a sus prisas, Odoacro se preguntó cómo era posible que un hombre desapareciera por completo, aunque él mismo se encontraba bajo la superficie del agua. La flecha clavada en su espalda emergió, alta y recta, indistinguible de las cañas que rodeaban a la víctima, de no ser por las incongruentes plumas rojas del astil. El hombre había desaparecido bajo la superficie…

Apenas se materializó aquel pensamiento en su mente supo lo que debía hacer. Odoacro respiró hondo, se hundió en el agua y cerró los ojos para no ver la capa de suciedad de la superficie. Se esforzó por llegar al fondo, que solo se encontraba a una distancia equivalente a la mitad de la estatura de un hombre, pero que ocultaría su presencia con tanta eficacia como si estuviera enterrado en el suelo. Incluso sumergido oía el silbido y las burbujas producidas por las flechas que atravesaban la superficie, notaba las olas cuando los hombres cercanos se retorcían de dolor. Agarró un tronco largo del fondo y se aplastó contra él. Se rompió en sus manos y buscó frenéticamente un sustituto. Todo parecía plácido y sereno bajo la superficie, tan solo el silbido apagado de las flechas cuando pasaban cerca, como tantos otros peces, como tantas otras anguilas…

Sus pulmones estaban a punto de estallar. ¿Habría pasado ya la barca de los legionarios? No tenía forma de saberlo, ni de quedarse donde estaba. El pánico se apoderó de él cuando se dio cuenta de que estaba tendido cabeza abajo bajo el agua. ¿Algún huno habría adoptado alguna vez aquella postura y sobrevivido? Se obligó a abrir los ojos, a enfrentarse a los horrores que tal vez vería a su alrededor…, pero no vio nada, salvo nubes de partículas marrones que flotaban en un rayo de luz del sol, el agua tan espesa y sedimentada como una sopa. El polvo del aire le había impedido ver la batalla, y ahora el polvo del agua le impedía ver a sus perseguidores. Pero ya no podía aguantar más. Se acuclilló y estiró las piernas con cautela, hasta que su cabeza rompió la superficie.

Antes incluso de haber abierto los pulmones y respirado por primera vez, nuevos gritos asaltaron sus oídos. Habían llegado más romanos, tomado otras barcas, y cuando paseó la vista a su alrededor vio que el pantano estaba invadido de legionarios, de pie sobre las diminutas barcas de pescar anguilas, sin cascos para gozar de mayor visibilidad, riendo a carcajadas mientras disparaban flechas contra los fugitivos escondidos entre las cañas. Los hombres salían del agua para respirar, y después volvían a zambullirse, seguidos de flechas y gritos de triunfo o maldiciones. Un objeto se estrelló contra su nuca y se volvió, sorprendido: un cadáver que flotaba boca abajo sobre la superficie, sin el peso de la armadura y el casco, con media docena de flechas que sobresalían de los hombros y la espalda como gallardetes de un barco. Odoacro se estremeció, pero otro dolor agudo le cortó el aliento, esta vez en el hombro izquierdo. Le siguió un grito de triunfo y comprendió, sin necesidad de volverse, que le habían visto y alcanzado.

Respiró hondo y se zambulló de nuevo hasta el fondo, agarró el tronco a modo de lastre y echó el brazo derecho hacia atrás para romper el astil cerca de su piel, con el fin de evitar emerger a la superficie y delatar su posición. Se concentró en la tarea, sin hacer caso del dolor de su hombro herido, pues sabía que los legionarios habían localizado su posición y estarían esperando a que emergiera. Justo antes de zambullirse, había reparado en un grueso grupo de cañas que se hallaba a escasa distancia. Si conseguía llegar hasta él bajo el agua, tal vez podría ocultarse, e incluso sacar la cabeza para respirar dentro de su refugio sin que le vieran. La idea le dio nuevas fuerzas y avanzó por el fondo, tanteando en busca de objetos a los que poder asirse, lo más cerca posible del barro.

Mientras se arrastraba por el fondo, con los ojos cerrados para protegerse del agua y los sedimentos, tomó conciencia de una irritación que sentía en la piel de las piernas, y que hasta el momento había ignorado. Ahora, sin embargo, el picor se agudizó, incluso adquirió un tinte doloroso, se convirtió en el centro de sus pensamientos y superó incluso a sus demás molestias: el dolor de las dos heridas, los pulmones forzados, la certeza de que una barca de pescar anguilas llena de arqueros estaba escudriñando las aguas cercanas en su busca. Hizo una pausa, asió el tronco con la mano izquierda y bajó la derecha con cautela hacia la pierna.

La extremidad estaba cubierta, desde las nalgas hasta los pies, de pequeños bultos carnosos, que al principio tomó por un sarpullido. Sin embargo, cuando apretó uno, se quedó sorprendido al notar que reventaba entre sus dedos, aunque sin provocar ninguna sensación. ¿No tendría que haber sentido un dolor agudo, o alivio, después de haber roto una pústula de semejante tamaño? Cuando bajó la mano por la pantorrilla, aferró otra, y esta vez, ante su horror, notó que se desprendía de la pierna. ¿Se le estaba cayendo la carne de los huesos? ¿Era este miasma tan ponzoñoso, el agua tan ácida, que su cuerpo se estaba pudriendo en vida? Aún no había llegado hasta el grupo de cañas que se había impuesto como objetivo, pero debido al retraso causado por el examen de sus piernas se estaba quedando sin aire. Sus pulmones ya no podían resistir más, de modo que adoptó de nuevo una posición vertical y asomó la cabeza en busca de aire.

De inmediato, al igual que antes, sus oídos fueron asaltados por los gritos y chillidos de los hombres agonizantes que le rodeaban, aunque descubrió que había emergido en una pequeña mancha de sombra arrojada por los sauces circundantes y, al menos de momento, daba la impresión de que ningún romano le había visto. Se permitió tiempo para tomar aire tres veces antes de sumergirse de nuevo. Entretanto, alzó poco a poco la mano derecha hasta los ojos para examinar el grumo de carne que se había quitado de la pierna.

El tumor negro grisáceo del tamaño de un nudillo que sujetaba entre los dedos todavía rezumaba sangre aguada, pero también contenía otras partes, en especial una boca redonda similar a una ventosa. Odoacro reprimió las ansias de vomitar cuando pensó que sus piernas, y ahora los brazos y la piel expuesta de su cuerpo, estaban atrayendo a estos horripilantes seres. Aplastó la sanguijuela entre los dedos, la reventó como había hecho con la primera, y después dejó caer de manera involuntaria las manos dentro del agua para comprobar que el taparrabos estaba intacto. Eso, al menos, alejaría a los monstruos de su ingle. Al darse cuenta de que ya había respirado las tres veces que se había fijado, se sumergió en silencio y continuó su andadura.

Se estaba quedando rápidamente sin fuerzas, y sabía que dentro de poco ya no podría moverse. Como en respuesta a sus oraciones, notó que el fondo cenagoso empezaba a subir poco a poco, y sus manos y cabeza empezaron a rozar tallos rígidos mientras se elevaba hacia el grupo de cañas. Sabía que debía proceder con cautela. Una hilera de cañas que se moviera cuando él la atravesara delataría su posición. Reptó poco a poco, y asió lo que creyó una rama hundida, pero luego notó que se agitaba un poco y comprendió que era un miembro humano, y que otro soldado había descubierto este lugar antes que él, o había sido arrastrado por la corriente, y que tanto si el hombre estaba muerto, vivo o inconsciente, no podría trepar sobre su cuerpo para compartir el mismo sitio. Soltó el miembro y se desvió un poco, dándose cuenta al mismo tiempo de que su cabeza empezaba a romper la superficie. El agua no era lo bastante profunda para seguir ocultándole. ¿Se habría adentrado lo suficiente entre las cañas para esconderse de los romanos?

Su cabeza había emergido, y después los hombros, mientras se impulsaba poco a poco sobre los codos, con las piernas colgando detrás, lo más pegado posible al fondo. Las cañas se alzaban sobre él tal vez a la altura de un brazo, pero carecían de hojas. Sabía que cualquiera que mirara hacia allí le vería. Aceleró el paso con cautela hasta que su torso emergió del agua y se apoyó sobre el suelo esponjoso. Las cañas eran lo bastante gruesas para que ya no pudiera retorcerse entre ellas. Las aplastó bajo su cuerpo mientras se deslizaba hacia delante, se hizo cortes en las muñecas y los antebrazos con sus bordes afilados, arrastrando las piernas detrás de él a través de un delgado reguero de su propia sangre.

Gritos a su espalda le impulsaron a detenerse, y aplastó la cara contra el mantillo, procurando no mover ni un músculo. Oyó que se acercaba una barca de pescar anguilas, las risas y el parloteo de los hombres a bordo que buscaban supervivientes, incluso su respiración agitada cuando hablaban de las armaduras, las heridas o las armas de los cadáveres flotantes, que iban apartando con sus bicheros. Oyó la vibración suave de un arco, y al mismo tiempo sintió un impacto en la parte posterior del muslo, como el puñetazo de un niño, seguido de un dolor abrasador. Apretó los dientes y hundió las uñas en la tierra blanda, deseando con todas sus fuerzas quedarse completamente inmóvil, aunque el enemigo le clavara al suelo con sus flechas. Otra vibración y otro puñetazo de niño, esta vez en la pantorrilla carnosa de la otra pierna, y apretó los dientes con tal fuerza que estuvieron a punto de romperse en su boca. Al cabo de un instante, la barca se había acercado más, y oyó que los ocupantes pinchaban otro objeto (supuso que sería el cadáver del soldado que había rozado cuando aún estaba sumergido), y después el golpe del bichero de madera dura en la parte posterior de sus piernas.

Ya no tenía que esforzarse para yacer inmóvil. Sus extremidades se habían entumecido, y cuando abrió los ojos se dio cuenta con vaga sorpresa de que su visión parecía haberse reducido, de que la negrura se estaba cerrando por los lados, comprimiendo su visión hasta convertirla en un diminuto círculo, pequeño y distante, de modo que hasta las cañas que había delante de su cara parecían retroceder hacia un punto muy alejado. La negrura aumentó, el círculo de luz que era ahora su visión se había reducido a la cabeza de un alfiler. Daba la impresión de que el dolor también había disminuido, a medida que el entumecimiento se propagaba a todo su cuerpo, y se sentía imposiblemente relajado, imposiblemente dormido, incluso había empezado a perder el sentido del oído. Los sonidos eran lejanos y confusos, y lo único que parecía perseverar era la frialdad del agua contra sus pies, unas palmaditas rítmicas, una caricia consoladora, una canción de cuna que calmaba incluso los pinchazos y los golpes del bichero contra sus pantorrillas sanguinolentas.

—¡Muerto! —oyó que ladraba uno de los soldados con acento gutural germano, y entonces, hasta la cabeza de alfiler de luz se apagó, los suaves lengüetazos del agua se esfumaron, y Odoacro se quedó flotando en una dulce oscuridad.

3

Severino había instalado su hogar al borde del pantano, en una profunda hendidura de una roca que sobresalía de manera incongruente de la ciénaga, y que con el paso de los años había ido ensanchando para que se convirtiera en algo más que el simple refugio de roedores que había sido antes de su llegada. Era estrecha, con un techo tan bajo que pocos hombres podían permanecer de pie. Era húmedo a causa del aire procedente de los miasmas y de las filtraciones que resbalaban por las paredes, en forma de franjas verdes, y desembocaban en toscos canalones hechos a mano. Durante la estación cálida, el moho cubría los costados y el suelo, lo que provocaba estornudos entre los visitantes. No obstante, aquel hueco en la roca se había convertido en un lugar santo, porque él lo había convertido en un lugar santo, y era aquí, rodeado de humedad, insectos y la putrefacción de la ciénaga, donde se sentía más cerca de Dios y de la naturaleza.

Había reconocido las posibilidades del refugio desde el primer momento, y lo había ido transformando con parsimonia e ingenio durante los numerosos años que lo había ocupado. Meses enteros, sobre todo durante los fríos inviernos, había dedicado su tiempo a la plegaria y la meditación, mientras adornaba poco a poco las paredes y el techo con pinturas de su propia invención, improvisadas con jugo de plantas, raspaduras de rocas y la sangre de insectos aplastados cuyo nombre desconocía, pero que los habitantes del lugar utilizaban desde hacía mucho tiempo para teñir sus ropas. Un relieve en el techo plasmaba a Cristo en la cruz, en tanto una estalagmita que se alzaba de un rincón del suelo bajo el corpus estaba pintada para formar la lanza del centurión apuntada a Sus costillas. El propio centurión se hallaba plasmado en la pared en tonos grises y rojos. Un diminuto hueco natural en el techo había sido adornado con conchas blancas translúcidas para semejar la estrella de Belén, y la primera luz que lo atravesaba el día de Navidad formaba un rayo que caía sobre una pared pintada con una escena del pesebre, con ángeles flotantes de alas iridiscentes, gracias a las escamas de pescado pegadas laboriosamente a la pared de piedra húmeda con gotas de brea. En la parte posterior de la cueva, la piedra sólida había sido ahuecada hasta transformarse en una especie de altar, sobre el cual brillaba una diminuta lámpara de aceite de pescado, y la pared de detrás estaba cubierta de agujeros creados por los clavos que los penitentes visitantes habían utilizado para colgar exvotos de arcilla que representaban diversas partes del cuerpo, como súplicas o muestras de gratitud por la curación de sus enfermedades. El suelo de piedra que había delante del altar estaba pulimentado debido a las rodillas y las lágrimas. El propio Severino dormía en el suelo al pie del altar, sobre una sencilla estera de cañas.

Su bondad y devoción le habían convertido en un ser amado por los pescadores de anguilas y sus familias, quienes le habían adoptado como uno de los suyos, aunque procedía de otro lugar, nadie sabía de dónde, y nadie sabía cuándo había llegado, porque había estado presente en sus vidas desde que tenían uso de razón, salvo los más ancianos de los pantanos. Los niños le llamaban abuelo, los perros agresivos le lamían los pies, y hasta los peces y las ranas parecían dejarse atrapar por su sedal durante su incursión semanal al pantano en busca de un complemento para su dieta de plantas. Su vida estaba consagrada a Dios y a la soledad, pero la verdad era que no gozaba de mucha soledad, y se le exigían muchas cosas a su tiempo. Dedicaba horas al cuidado de los enfermos, cuyas cabezas refrescaba para paliar la fiebre del pantano que casi todos parecían padecer, menos él, y rezaba por su recuperación. Su hogar era un santuario abierto a todos, y muchas noches regresaba a su humilde cueva después de oscurecer, agotado tras un día de cuidar a sus pacientes, y la encontraba ocupada por peregrinos dormidos, lo cual le obligaba a buscar reposo en el refugio de un tocón, donde había tomado la precaución de guardar otra estera de cañas a tal propósito. La caridad se ocupaba de sus escasas necesidades, a veces en tal abundancia que pasaba días, después de recibir tales donativos, distribuyendo las sobras entre los pobres. Consideraba un pecado guardar más de la comida necesaria para un día, pues esto demostraba falta de fe en la capacidad de Dios para cubrir sus necesidades, y falta de voluntad para ayunar como penitencia, los días que su bolsa de comida aparecía vacía. Regalaba incluso la ropa que le habían entregado, y tanto si hacía frío como calor, nadie le veía jamás cubierto con otra cosa que no fuera la túnica remendada y raída que, según decían, ya llevaba cuando llegó muchos años antes.

En aquellos momentos estaba inclinado sobre uno de sus casos de caridad.

Odoacro recuperó el sentido poco a poco. Le dolían todos los músculos del cuerpo, y cuando movió el brazo izquierdo, agudos dolores recorrieron su costado desde el cuello a la cadera. Gimió y, sin abrir todavía los ojos, llevó a cabo un detenido inventario de las demás partes de su cuerpo: movió con cautela los dedos de cada pie, flexionó las rodillas, tensó las nalgas y siguió hacia arriba. Algunos movimientos le causaron un dolor insoportable, y aparecieron vividos recuerdos de las flechas en el pantano, los legionarios que le sonreían desde la barca de pescar anguilas, los gritos triunfales de «¡Muerto!» a sus camaradas. Otros movimientos le dejaron perplejo, puesto que no podía mover, ni siquiera sentir, los correspondientes músculos, y se preguntó vagamente si sería porque los miembros estaban vendados de manera muy apretada, habían desaparecido o estaban dormidos. Se concentró en las clavículas: la superficie bajo ellas estaba dura y fría. De hecho, el aire era frío y bastante húmedo, aunque tenía la impresión de sentir alguna especie de envoltura sobre él, pues era en la cabeza y el cuello donde notaba más las corrientes de aire. El resto de su cuerpo parecía insensible a todas las sensaciones circundantes, o bien era dolorosamente consciente de él. No había nada intermedio, nada que le consolara.

El sudor que resbalaba sobre su frente se le metió en los ojos, y debido a la sequedad de la boca y la lengua imaginó que el líquido era algún preciado licor, como si estuvieran exprimiendo de su cuerpo la mismísima esencia de la vida. No obstante, continuó su autoexploración. Movió mentalmente la mandíbula y los labios, después las ventanas de la nariz, y por fin abrió los ojos, escrutó a través de los párpados cubiertos de costras su oscuro entorno, el delgado rayo de luz que penetraba por el hueco del techo, las figuras indefinidas bosquejadas en las paredes, la estalagmita que se alzaba de la esquina del suelo a su lado, y que al parecer era el único objeto angular y bien definido en aquella estancia de formas redondeadas, luz verdosa y sombras brumosas. Volvió apenas la cabeza y vio al ermitaño sentado sobre un saliente bajo formado laboriosamente en la pared rocosa, sosteniendo un cuenco de arcilla de líquido humeante como si fuera ambrosía. Severino le miró con curiosidad.

—Ah —dijo el hombre, con el atisbo de una sonrisa en la voz—. Se despierta. Me dijeron que era el príncipe de la nación escira, pero empezaba a sospechar que era el octavo durmiente de Éfeso.

Odoacro clavó la vista en el extraño ser, sin saber cómo reaccionar. Por fin, con una voz que llegaba del fondo de su ser, de su pecho, pero que daba la impresión de proceder de algún lugar mucho más lejano, de tan forzada y queda, habló entre los labios resecos.

—¿Qué?

Severino sonrió complacido.

—¡Y habla! Si bien carece de elocuencia. ¡Los durmientes de Éfeso! Te habrás enterado de la asombrosa noticia, oh, príncipe, con tu red de comerciantes, embajadores e informadores. ¡Se ha descubierto hace muy poco! Siete jóvenes nobles cristianos, no muy diferentes de ti, condenados al martirio por el emperador Decio hace dos siglos. Fueron arrojados a una caverna cercana a Éfeso, que fue sellada con un canto rodado, y abandonados a la asfixia. Quedaron olvidados hasta fecha reciente, cuando un terrateniente movió la piedra, con la idea de utilizar la cueva como pesebre para el ganado. Uno de los jóvenes, llamado Diómedes, despertó y fue a la ciudad con el fin de comprar comida para sus compañeros. Cuando intentó pagar, la gente se asombró de que ofreciera monedas de gran antigüedad, y le detuvo por haber robado un tesoro escondido. Durante el interrogatorio expresó su asombro al ver iglesias y cruces en las puertas, además de otras pruebas de que el cristianismo reinaba sin trabas. Llamaron al obispo, y Diómedes guió a la gente del pueblo hasta la cueva, donde descubrieron también a los demás jóvenes, muy hambrientos, sin duda. Después de rezar a Dios por aquel prodigio, los jóvenes se tendieron por fin y murieron de una vez por todas, como debía ser para hombres de una edad tan avanzada. Has estado durmiendo durante tres días. Pensé que tal vez eras uno de los camaradas de Diómedes.

—¿Diómedes?

Severino le miró algo exasperado.

—Sí, Diómedes, como acabo de decir. Hummm. La lámpara está encendida, pero el aceite es rancio. Tal vez hayas sido una visión de san Sebastián.

—Conozco a… Sebastián.

La alarma de Odoacro por el diálogo de locos iba en aumento.

—San Sebastián. El de las numerosas heridas de flechas y expresión dolorida. Esto último, por supuesto, consecuencia de lo primero.

Odoacro cerró los ojos, fatigado. Sin darse cuenta, el anciano continuó su perorata.

—Como curandero, eso me habría convertido en santa Irene, también conocida como Inocencia. —Se rascó su larga barba, arrancó un objeto que alzó hasta sus ojos para examinarlo, y después lo aplastó entre sus sucias uñas—. Cosa que no soy, como resulta evidente. Toma un poco de caldo.

El viejo se acuclilló y extendió un cuenco desportillado. Odoacro levantó la cabeza y bebió la sopa clara, que no obstante poseía un potente sabor a pescado. Después de tomar un poco, cerró los ojos y apoyó la cabeza de nuevo sobre el suelo de piedra. Dejó que el caldo se demorara en su boca un momento, humedeciera su paladar y garganta, para luego tragarlo con cierto esfuerzo y saborear el calor cuando se propagó a su estómago. Después, abrió un ojo y levantó la cabeza un poco.

Severino le dio sorbo tras sorbo y vio que el color regresaba poco a poco a la cara de Odoacro, así como el brillo de la inteligencia a sus ojos. El cuenco no tardó en vaciarse y el ermitaño salió por una puerta cubierta con pieles, lo cual permitió que entrara un hilillo de humo del fuego encendido fuera. Cuando regresó, Odoacro se incorporó sobre un codo, encogiéndose de dolor, y extendió la mano para coger el cuenco.

El anciano lanzó una risita complacida y le entregó con cuidado el cuenco de líquido caliente.

—Una antigua receta de mi lejana tribu —explicó—, un caldo de sanguijuelas con hierbas soporíferas que ha alimentado a muchos hombres heridos en tiempos turbulentos.

Odoacro escupió el caldo al suelo.

—¡Caldo de sanguijuelas! —farfulló—. ¿Comes animales que se han dado un banquete con la sangre de otro hombre?

—Yo no los como —replicó ofendido Severino—, porque estoy sano. Tú, sin embargo, estás comiendo animales que se han dado un banquete con tu propia sangre, lo cual, además de ser una ironía divertida, debe de ser un medio eficaz de recuperar las fuerzas que te han robado, ¿no crees?

La mano de Odoacro vaciló, y el contenido del cuenco osciló. De haber tenido fuerzas, pensó, lo habría estrellado contra el suelo. Teniendo en cuenta las circunstancias, se limitó a sostenerlo en alto. El anciano miró preocupado el cuenco, pues había intuido la intención de Odoacro.

—No rompas mi cuenco, te lo ruego. Es el único que tengo, y me veré obligado a servirte el caldo con las manos formando una copa, lo cual dudo que mejore el sabor.

Odoacro dejó el cuenco en el suelo de piedra con un gran esfuerzo. Miró a Severino, y un destello de desafío brilló en sus ojos, pero el viejo le miró a su vez y una sonrisa arrugó la barba que rodeaba su boca. Entonces, una oleada de cansancio se apoderó de Odoacro y cubrió sus ojos como una manta de lana. Apoyó la cabeza sobre el frío suelo de piedra, el sonido de la cháchara del anciano ermitaño se desvaneció, y se sumió al instante en un sueño reparador.

Durante dos días estuvo debatiéndose entre el sueño y la vigilia, y al siguiente el ermitaño retiró el caldo de hierbas medicinales, el efecto narcótico se disipó y Odoacro despertó como de un sueño. Tenía todo el cuerpo dolorido y lanzó un gemido. Abrió los ojos y se incorporó poco a poco sobre un codo. Lo primero que vio fue a Severino, iluminado por el único rayo de luz, que sonreía con aire de aprobación.

—Ah —dijo el anciano—. Dolor. Sé que es desagradable, príncipe, pero demuestra que estás vivo; la fiebre ha remitido y te estás curando. Los músculos no son atravesados por flechas sin padecer un gran dolor, y las fibras rotas no vuelven a soldarse sin una cantidad de dolor idéntica. Seis heridas no se curan así como así.

—¿Seis? Solo recuerdo tres…

—Tus amigos romanos quisieron asegurarse de que estabas muerto de verdad. Y casi lo lograron, si no te hubieras arrastrado hasta tierra firme antes de que te desmayaras, donde te encontré.

—Los romanos… ¿se han ido?

Severino suspiró.

—Sí, se han ido. Todo el mundo se ha ido, esciros, romanos y pescadores. Solo se han quedado los locos, que todavía vagan de noche llamando a sus seres queridos. Ya los oirás. ¿Caldo?

Odoacro tomó el cuenco con mano temblorosa, mientras reflexionaba sobre aquellas extraordinarias palabras. ¿Seis flechas? ¿La región abandonada? ¿Caldo? Miró la sopa con suspicacia.

El viejo sonrió.

—No es de sanguijuelas. No se conservan, y has dormido mucho. Sopa de raíces y setas que yo mismo he recogido.

Odoacro la sorbió, con cautela al principio, y después con entusiasmo cuando notó que la fuerza regresaba a sus extremidades, aunque con el dolor deseaba lanzar un grito a cada movimiento. Miró al anciano.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—¿Yo? —El ermitaño sonrió—. No soy nadie. Un viejo que vive solo. Soy Severino.

—Severino… He oído hablar de ti. —Odoacro hizo una pausa, mientras recordaba historias que había oído en el pasado—. Tú eres el santo que intriga a los sacerdotes. Dicen que atraes a los peregrinos hasta tu morada.

Indicó con un cabeceo el altar y la pared que tenía detrás, cubiertos con réplicas de arcilla de piernas, manos, pechos, incluso de órganos internos inidentificables. Los visitantes afirmaban que Severino les había curado al imponer las manos sobre dichos objetos.

—Ah —dijo con tristeza Severino—. No habrá más peregrinos. Los hombres de las tribus están escondidos o han desaparecido de la faz de la tierra.

Odoacro le miró fijamente.

—Dependías de esos peregrinos para tu pitanza, ¿verdad? Para sobrevivir.

El ermitaño le dirigió una mirada penetrante.

—Yo solo dependo de Dios. Lo que Él se digna enviarme, lo acepto, y lo que Él me quita, lo acepto. Dios me libre de echar las culpas de mis problemas a peregrinos que no vienen.

Odoacro meditó sobre esta idea.

—Supongo que un peregrino que no viene no es un verdadero peregrino —aventuró.

Severino se encogió de hombros, desprendió de la pared un pie toscamente modelado en arcilla y lo examinó.

—En ese caso —replicó con una sonrisa irónica—, puede que no tenga problemas.

—De todos modos, has de comer. La gente ha de buscar la curación, mental y física.

—Tal vez encontrarán otra forma de curarse. Tal vez encontrarán otra forma de trascender este mundo, más allá de dormir y comer, más allá de cuevas húmedas y caldos aguados.

—¿Qué puede haber más allá de este mundo? ¿De qué sirven nuestro dolor y sufrimientos de aquí?

El viejo le miró fijamente.

—¿No pasaste cinco días en el más allá? ¿Qué viste?

Severino le estaba mirando con tal seriedad, con los ojos legañosos, la barba enredada y los brazos esqueléticos que sobresalían de la vieja y raída túnica, que pese al dolor y pena de Odoacro, este tuvo que reprimir las carcajadas. Los cinco días que había pasado durmiendo eran como días borrados. No había visto nada del más allá, no recordaba nada, y de momento, todo su mundo se reducía solo a eso: dormir y comer, una cueva húmeda y un caldo aguado. Era incapaz de imaginar nada más, nada en el mundo, ni siquiera podía imaginarse deseando algo más que eso. El anciano le propinó un empujón con el pie de arcilla.

—¿No viste nada? —preguntó—. ¿Tampoco deseas nada?

Odoacro negó con la cabeza. Había nacido al mundo sin nada. Había abandonado su primera nación, los hunos, sin nada. Y ahora (asimiló de repente la idea, aunque no le impresionó, sino que más bien se sintió a gusto con ella), por tercera vez en su vida, se había quedado de nuevo sin nada.

—Nada —repitió Odoacro—, salvo…

—¿Sí? —El ermitaño se inclinó hacia delante, como pensando que quizá fuera la última oportunidad de su vida de salvar el alma de un hombre, de llevar a cabo su misión—. ¿Salvo?

Odoacro le miró.

—Salvo más caldo —dijo, y extendió el cuenco.

El ermitaño le miró un momento atónito, sonrió, tomó el cuenco y salió. Odoacro le oyó reír para sí mientras revolvía la olla que colgaba sobre la hoguera.

Al cabo de tres semanas, Odoacro se levantó por primera vez, encorvado por si acaso, pero al menos erguido. A decir verdad, habría sido incapaz de levantar la cabeza por completo aunque no hubiera estado entorpecido por el techo bajo, pues en cuanto se movió notó que las heridas recién curadas de todo su cuerpo se estiraban y amenazaban con abrirse en cualquier momento si el esfuerzo era excesivo, si se permitía una zancada demasiado larga. El ermitaño había cosido las perforaciones y tajos con hilo hecho de los intestinos de un roedor de agua muerto que había encontrado, y lo había cambiado varias veces a lo largo del proceso de curación cuando los bordes de las heridas se habían cerrado. Odoacro procuró no estropear la obra del anciano, ni los resultados de su doloroso y silencioso sufrimiento.

Después de pasear unos momentos con cautela por la pequeña estancia, arrastrando los pies, disfrutando como nunca había esperado hacerlo de la vista de su entorno desde un punto elevado, volvió al suelo con un gruñido. En conjunto, una experiencia muy satisfactoria. Severino le había observado en silencio durante todo el ejercicio, y le dirigió una mirada de aprobación.

—Curas bien —dijo—. Pronto podrás andar con comodidad. Te quitaré los puntos restantes cuando hayas descansado.

—He tenido grandes incentivos —replicó Odoacro—. El deseo de venganza es un bálsamo muy eficaz. Y pensar en cómo vas a llevarla a cabo… Eso mantiene la mente ocupada durante la curación.

El anciano arqueó una ceja.

—Qué cosa más rara has dicho.

—¿Cuál? ¿Que deseo vengarme?

—No, no, que te ha curado el deseo de hacerlo. Es raro que un príncipe diga eso, con todos los conocimientos y recursos que se hallaban a tu disposición desde que llegaste a tierra escira. Casi me lleva a pensar que eras tú el que vivía solo en una cueva, no yo.

—¿Qué quieres decir? —gruñó Odoacro.

—La venganza solo tiene sentido para resarcirse de un crimen perpetrado directamente contra ti. No se te ocurriría vengarte del tiempo porque un rayo cayó sobre tu casa, ¿verdad? Ni de un oso porque invadió tu campamento mientras estabas ausente y se comió tus provisiones. Esas cosas no son ofensas personales. Los rayos caen al azar, o quizá solo en puntos elevados. Los osos van adonde les guía su olfato, hacia la comida, tanto si es un campo de bayas como tu almacén de provisiones. En último extremo, la culpa sería de la víctima, por construir una torre tan alta que atrajera los rayos, o por dejar la carne sin vigilancia.

—Esto ha sido un ataque contra mi ciudad, mi abuelo y mi pueblo. ¿No se trata de algo personal?

—Para los romanos no. Roma es como un oso que coge la comida donde la encuentra. No albergaba una animosidad personal contra ti, sino que solo estaba siguiendo el sendero que consideraba su destino y apartaba los objetos que se interponían en su camino. Solo existe un poder terrenal: Roma. Aplasta a todos sus rivales, pero no es nada personal, y protestar contra la injusticia es como protestar contra el tiempo. Solo existe otro poder, pero no es terrenal, y yo he elegido aliarme con ese poder celestial. Pero tú… Si no quieres aliarte con el cielo, si prefieres permanecer atado a la tierra, y estar a la altura de tus posibilidades como príncipe y líder, el único camino que puede conducirte al éxito es aliarte con el poder terrenal, con el único poder terrenal. Con Roma.

Odoacro le miró fijamente.

—¿Aliarme con Roma? ¿Con Orestes? ¿Cómo puedo aliarme con el hombre que ha destruido mi tribu y mi familia, no una vez, sino dos?

Severino sacudió la cabeza.

—Aún no lo comprendes. ¿Este tal Orestes sabía que estabas con los esciros antes de atacar?

—Es posible… Habría oído hablar de un príncipe esciro con mi nombre…

—Y aunque lo supiera, ¿habría reconocido tu nombre como el del hijo pequeño de un rival al que traicionó hace años en un país lejano, y al que debe de creer muerto? ¿Le habría importado? ¿Eres tan vanidoso como para pensar que la tierra gira, el sol brilla y Orestes ataca porque tú existes? Eres como una hormiga que maldijera a Dios desde lo alto de una hoja de hierba. Orestes no estaba actuando contra ti. Las legiones no son un instrumento de su propiedad, ni el instrumento de ningún hombre, salvo del emperador, o de Ricimero, y aún cabría pensar en quién es el instrumento de quién. Vengarse de Roma, incluso vengarse de Orestes, es inútil. No lo entenderían. ¿Y de qué sirve la venganza si el afectado no comprende, o no recuerda, la ofensa cometida contra ti?

Odoacro reflexionó sobre estas palabras. Los planes que había trazado con tanta minuciosidad durante las semanas de dolorosa curación se estaban disolviendo. Sin venganza, sin la esperanza de dicha satisfacción, ¿qué motivos para vivir le quedaban? Severino le observaba con atención, examinaba su confusión, y al cabo de un momento interrumpió sus pensamientos.

—Yo no aconsejaría la venganza ni que el afectado comprendiera tus motivos. Como dicen las escrituras, la venganza es del Señor. Es pura vanidad, un riesgo innecesario. Lo peor es que la considerarás insatisfactoria. No obstante, aún puedes hacer muchas cosas.

—¿Como empezar a buscar mi propia cueva?

El ermitaño lanzó una risita.

—Tal vez. Pero nada traicionarías, y mucho menos a tu abuelo, si aliaras tu inteligencia y tus fuerzas con los esciros supervivientes que puedas encontrar…

—¿Quedan algunos?

—Oh, sí —replicó el hombre con vaguedad—. Los bosques andan llenos de los que todavía no se han marchado. Pero no son suficientes para lograr la venganza que deseas, luchar contra Roma.

—¿Qué estás diciendo, pues?

—Saca el mayor partido posible de la situación. Prospera, utiliza tus talentos, que son considerables. Ve donde puedas utilizarlos. Ve a Italia, conviértete en un hombre nuevo. Recuerda quién fuiste, comprende quién eres. Pero prevé aquello en que podrías convertirte.

Odoacro guardó silencio, y durante los días posteriores habló poco. Cada día se ponía de pie en la cueva, estiraba las heridas un poco más, paseaba y notaba que iba recuperando las fuerzas. No había nada más que decir, solo mucho en qué pensar. Al cabo de dos semanas, cojeó hasta la entrada de la cueva, apartó la raída cortina de piel y salió.

Severino se quedó pacientemente al lado del altar, con los ojos cerrados, mientras sus labios se movían en una oración. No emitía el menor sonido. Muchas horas después, Odoacro regresó, con una liebre muerta bajo el brazo y los restos de una trampa todavía colgando de la pata. Dejó caer el animal sobre el suelo de la entrada de la cueva, y después se agachó y entró. Estaba agotado, la cara pálida, tensa en un rictus de dolor, y debido a la fatiga no se agachó lo suficiente y se golpeó la frente contra el umbral bajo de la entrada. Se detuvo un momento, con las rodillas flexionadas, las manos extendidas para protegerse si caía, los ojos cerrados a causa del dolor. Después, volvió a agacharse poco a poco, esta vez más, y se acercó al anciano mientras le salía un chichón en la frente.

Severino lo miró.

—¿Te vas a Italia, pues?

—Me voy ahora. Ojalá pudiera devolverte tu bondad con algo más que un conejo, pues ya sé que no te lo comerás. Pero no tengo otra cosa.

—Los pobres lo comerán y se alimentarán con él, que ya es regalo suficiente. Pero tú… Solo llevas un pedazo de piel raída alrededor de la cintura. Una pobre manera de entrar en el centro del poder terrenal, ¿no es así?

Odoacro le ofreció una pálida sonrisa.

—Es más de lo que tenía cuando entré en el reino terrenal, y menos de lo que llevaba cuando entré en el reino de mi abuelo. Tendrá que servir. Gracias. Espero pagarte algún día tus buenas obras.

Severino se puso en pie con un esfuerzo ante el alto joven encorvado ante él y apoyó la mano sobre su cabeza, sin hacer caso de la sangre que manchaba su pelo.

—Ve a Italia —dijo—. Vete, vestido ahora con miserables pieles. Porque muy pronto podrás dar grandes regalos a muchos.

Odoacro permaneció inmóvil mientras la mano del ermitaño descansaba sobre su cabeza. Después, asintió apenas, se volvió en silencio y salió agachado. Severino estuvo escuchando sin moverse hasta que el sonido de los pasos que se alejaban se convirtió en silencio.