III

457 D.C., MÁS AVANZADO ESE MISMO AÑO

1

Campamento esciro

Desde lo alto de la colina que dominaba el río Nedao en este remoto rincón de Panonia, Odoacro paseó la vista a su alrededor satisfecho. Las tropas aliadas (treinta mil hombres, una poderosa confederación de gépidos, rugios, suevos y hérulos, bajo el liderazgo del rey gépido Guthlac) estaban distribuidas en formación de batalla flexible. La infantería pesada de los esciros, alineada ante una trinchera profunda y las empalizadas de estacas afiladas, provistas de gruesos rollos de ramas de espino, se encontraba tensa y preparada en el centro de las líneas aliadas, fusionada pero no apelotonada, dispuesta a dividirse en unidades diferentes de diez o cien soldados, según dictaran las circunstancias de la batalla. La formación había sido diseñada por el propio Odoacro, el cual, a pesar de su juventud, sabía más de batallas y victorias de lo que el rey esciro había asimilado en toda una vida de derrotas y huidas, de conducir a su desmoralizado y empobrecido pueblo de refugio en refugio, en busca de un abrigo de los invasores. Las estrategias de batalla del rey Vismar siempre habían sido defensivas, basadas en la reacción y el miedo, ejercicios de futilidad y frustración. No obstante, la llegada de Odoacro tres años antes había cambiado todo eso, acelerado la sangre del viejo rey, concedido impulso a su determinación de servir bien a su pueblo, guiándolo a la batalla.

Esta misma determinación había sido adoptada también por otros, por los oficiales esciros, e incluso por la infantería recién reclutada, que ahora se comportaba como tropas jóvenes: agresivos, presuntuosos, dedicados a afilar con celo las puntas de sus lanzas, tan entusiasmados como si fueran a la caza del jabalí. De hecho, su confianza asombraba a las tropas de las demás naciones, e incluso al propio rey esciro. Vismar había advertido a Odoacro sobre sus soldados inexpertos, muchos de los cuales jamás habían luchado ni en un solo combate, pues la tribu había pasado los últimos diez años en el silencio y el anonimato, en sus pantanos situados al norte del Danubio. Pero Odoacro había desechado las preocupaciones del anciano, y continuado con tozudez el adiestramiento de sus hombres.

Paseó la vista a su alrededor una vez más. El despliegue de batalla que había ideado era tan pulcro y efectivo como cualquiera que Atila hubiera empleado con sus confederaciones y clanes, si bien Odoacro había sido demasiado joven para servir a las órdenes del gran rey en una batalla. Su única información procedía de su padre, de las historias que contaban los ancianos alrededor de las hogueras invernales del consejo, de las narraciones cantadas de las grandes batallas libradas y ganadas en el pasado brumoso de la historia de su antigua tribu.

Los movimientos flexibles y las unidades divisibles de pequeños escuadrones independientes de guerreros constituían la clásica táctica de batalla de los hunos, el método que, en el curso de dos generaciones, había permitido a los hunos transformarse de un simple clan errante de la estepa en una de las naciones más poderosas de Asia y la Europa oriental. No obstante, las otras técnicas que empleaban ahora (las trincheras, la fortaleza situada en la cima de una colina, donde había convencido al rey y a sus aliados de que debían situarse) no podrían haber sido más diferentes de los métodos hunos que había seguido y practicado de joven. Había aprendido tales medidas defensivas y estáticas de los hombres que habían luchado en los Campos Cataláunicos a las órdenes de Atila. Eran estas tácticas (las estacas y las trincheras profundas; las filas imperturbables de infantería de primera en la vanguardia, con amplio apoyo de refuerzos; los grandes almacenes de provisiones en el campamento, con agua, comida y armas de repuesto, lo cual les permitía ahorrarse líneas de avituallamiento vulnerables o la necesidad de saquear los pueblos que atravesaban con el único objetivo de sobrevivir) las que permitieron a los romanos derrotar a sus antiguos compatriotas en aquella épica batalla, si bien no cabía la menor duda de que los romanos, como guerreros, eran muy inferiores a los hunos, ridículos como jinetes o arqueros, competentes únicamente en la lucha cuerpo a cuerpo y en las máquinas de artillería. Eran tácticas para las cuales los esciros y demás guerreros germanos estaban bien dotados, pues eran corpulentos e intrépidos en el manejo de la espada y el combate cuerpo a cuerpo, y vivir en pueblos fijos requería defensas y fortificaciones. Estas eran las tácticas que Odoacro pensaba reforzar, antes que la velocidad y la capacidad para recorrer largas distancias que la civilización nómada de los hunos exigía. Pero lo que diferenciaba a este ejército de las antiguas fuerzas esciras era la innovación que Odoacro había insistido en emplear, pese a que Vismar la había aceptado a regañadientes al principio, pero con creciente entusiasmo a medida que transcurrían los meses de adiestramiento: el estilo de caballería huno. Odoacro desvió la vista hacia un bosquecillo que había en el flanco derecho, detrás del cual vislumbró las unidades montadas, que esperaban impacientes. Hacía mucho tiempo que los esciros utilizaban caballos para otros propósitos militares, por supuesto (transportar cargamentos u oficiales, misiones de reconocimiento), pero nunca como verdadera fuerza de combate, como los hunos los habían utilizado desde siempre. Y fue a esta faceta a la que Odoacro contribuyó con sus antiguos conocimientos, su experiencia como oficial de caballería huno, y sobre todo, su aptitud como jinete. Este era el motivo de los meses que había dedicado a seleccionar y adiestrar meticulosamente a sus jinetes, todos ellos salidos de los soldados esciros más pequeños, jóvenes y nervudos, los menos aptos para la infantería, que habrían sido los primeros en morir en una batalla campal de hachas y espadas, pero que cumplirían a la perfección en el papel que les había asignado.

Durante los dos últimos años los había entrenado en las técnicas: mantenerse sobre el caballo a toda costa; alejarse de los demás jinetes con el fin de flanquear a la infantería, que avanza más despacio; zigzaguear y agachar la cabeza para impedir que los arqueros enemigos pudieran apuntarles con precisión; lanzar el animal directamente contra grupos de soldados enemigos de infantería, y recordar que los hombres, cuando están aterrorizados, siempre tienden a formar una piña con los demás, de forma que todavía son más vulnerables que cuando padecen la flaqueza y la estupidez del terror en solitario. Golpear la cabeza del enemigo con el cuchillo de arriba abajo, pues sus armaduras rígidas les impiden alzar los escudos y las espadas, y los cascos les ciegan. Y nunca, jamás, abandonar el caballo.

La nueva caballería entrenada por Odoacro constaba de apenas cinco mil hombres, un número que Atila habría considerado irrisorio, poco más que una guardia personal, pero eran cinco mil hombres a caballo más de los que los esciros habían tenido jamás, y lo más importante, cinco mil más de los que el enemigo imaginaba. Lo fundamental consistía en que eran cinco mil hombres a los cuales se les había enseñado que el destino de los esciros ya no era huir y esconderse, ni tener miedo de las tribus muy numerosas, ni temblar al ver a guerreros más avezados, con hachas de batalla más grandes y escudos más resistentes. Odoacro había enseñado a estos hombres a montar, había formado una unidad de caballería que no superaba ninguna tribu germánica, y gracias al orgullo y la gratitud por su poder recién descubierto, aquellos jóvenes consideraban a Odoacro casi un dios, o al menos un regalo de Dios, que había descendido de los cielos. Le seguirían hasta los confines de la tierra.

Odoacro sabía que solo con tácticas inteligentes no iba a ganar una guerra. En los Campos Cataláunicos lo había demostrado. Había reflexionado mucho, fascinado, sobre aquella terrible batalla entre hunos y romanos en la Galia. Casi se había convertido en una especie de obsesión para él. Interrogar a los supervivientes, recrear diagramas de la batalla, leer crónicas escritas… Se había convencido de que la forma de luchar de los hunos, por dramática, aterradora y eficaz que resultara con tribus inferiores, no estaba a la altura de la de los propios hunos, ni siquiera de los romanos. Del mismo modo, el método romano de trincheras estáticas no era invulnerable. Tenía que existir un método mejor, una mezcla de ambos, del mismo modo que Guthlac estaba ahora fusionando a la gente de Vismar y a las demás tribus del río en una gran confederación. Tenía que existir una nueva combinación de técnicas de batalla que abarcara ambos métodos inferiores y los convirtiera en uno solo, superior, el mejor. Y al desarrollar la estrategia para este nuevo ejército, Odoacro había exigido, nada más y nada menos, en cuestión de tácticas, adiestramiento e instrucción, lo mejor de lo mejor.

De ahí las trincheras. Y de ahí los caballos.

El enemigo sabía que él estaba aquí. Sabían quién era, de dónde venía, cuánto tiempo llevaba aquí. Sabían de sus trincheras, y estaban decididos a destruirle fuera como fuese. Pero no sabían nada de sus caballos.

Según los exploradores, el enemigo llegaría antes de que el sol alcanzara su cénit, y ya imaginaba el temblor del suelo cuando se acercara. Miró de nuevo la larga línea de tropas, concentradas detrás de las fortificaciones de tierra, y vio que todo estaba preparado. Mantener a los hombres en vilo antes de que el enemigo apareciera a la vista solo lograría cansarlos. Habló en voz baja a un ayudante que esperaba y le ordenó que informara a los oficiales de que concedieran descanso a los hombres, que distribuyeran raciones de vino aguado y galleta para calmar los nervios, una técnica utilizada por los romanos antes de una batalla inminente. Ya habría tiempo de sobra para que los hombres se pusieran en estado de alerta cuando el enemigo estuviera más cerca.

Desmontó, caminó hasta un árbol cercano y se apoyó contra él. Sacó su odre de agua y un pedazo de pan rancio. Comida sencilla, pero comida por la que habría dado toda su herencia casi tres años antes, cuando cruzaba esta misma cordillera. Lo cierto era que no tenía ninguna herencia, al menos eso creía. Que él supiera en aquel tiempo, sus únicas posesiones consistían en las ropas raídas y gastadas que le cubrían, y seis caballos agotados, su parte del rebaño recuperado después de ser atacados por los hombres de Ellac. Como había hecho cada día durante los tres últimos años, pensó de nuevo en aquellos terribles momentos.

2

Los dos hermanos habían conducido los caballos robados durante cincuenta millas sin detenerse, durante toda la noche, siguiendo lechos de riachuelos para ocultar sus huellas, separándose en valles sin salida, volviendo cada uno sobre sus pasos, dando un rodeo para seguir de nuevo la misma ruta, todos los trucos que habían aprendido para disimular su rastro y confundir a sus perseguidores. Edecón estuvo consciente durante todo el trayecto, con los ojos abiertos de par en par, derrumbado sobre el cuello de su caballo, con las muñecas atadas al cuello del animal y los tobillos debajo de la cincha para evitar que resbalara y cayera. Miraba fijamente a Odoacro, que galopaba al lado de su padre, mientras Onulf merodeaba en la retaguardia y junto a los flancos del pequeño rebaño, con el fin de guiar a los caballos semisalvajes, utilizando su rollo de cuerda para atar a varios de los corceles que consideraba los líderes del resto, lo cual impelía a las yeguas a seguirlos. De vez en cuando, Edecón intentaba hablar, un jadeo ronco, o quizá solo una tos. Odoacro no estaba seguro, porque su padre, con las manos atadas, no podía acompañarse de gestos. Lo máximo que podía hacer Odoacro era tirar de las riendas de los caballos cuando cruzaban riachuelos, ofrecer un poco de agua a su padre formando una copa con las manos, y tirar unas gotas sobre su cabeza polvorienta para refrescarle.

Así transcurrieron una noche y un día, y cuando la oscuridad descendió la segunda noche, los dos hermanos miraron hacia atrás y vieron que la distante nube de polvo levantada por sus perseguidores, los hombres de Ellac, había desaparecido. Onulf calculó que la distancia entre los dos grupos debía de ser de unas veinte millas, como mínimo. La persecución no había terminado. Las huellas de su docena de caballos no podrían ocultarse durante mucho tiempo, y la cacería se reanudaría al alba. Pero de momento se había suspendido, y podrían dormir.

Edecón había sufrido en silencio durante el duro trayecto, y tan solo había emitido gemidos de dolor, mientras los hermanos alternaban sus monturas para impedir que ningún animal se agotara. Pero cuando le desataron y levantaron el campamento por la noche estaba muerto, con la cara purpúrea de un hombre que se ha asfixiado, y Odoacro se preguntó con súbito dolor cómo no se había fijado en el color de la piel de su padre, pese a la escasa luz. Cuando depositó a Edecón sobre la tierra para quitarle el sucio pedazo de lino y examinar su cuello, descubrió que la bola de tela que había metido a toda prisa en el hueco de la garganta de su padre para parar la hemorragia había desaparecido. Se había hundido en la cavidad debido a los movimientos bruscos del caballo y taponado la tráquea.

La medida desesperada del hijo para salvarle le había matado a la larga.

Odoacro sabía que había hecho todo lo posible dadas las circunstancias, pero en el fondo de su corazón se sentía más perplejo por el hecho de haber desperdiciado la oportunidad, que abrumado de dolor por la muerte de su padre, al contrario de lo que esperaba. Miró a Onulf, vio el rostro de su hermano deformado por la pena, sus mejillas polvorientas surcadas de lágrimas, cuando avanzó para ayudarle a bajar el cadáver de su padre. Odoacro se preguntó por qué no lloraba él también, por qué su dolor era tan vacío y seco. Tal vez, pensó, las lágrimas llegarían más tarde. La cadena fatal de acontecimientos (la profanación de la caverna funeraria, el incendio del recinto de su familia, incluso la muerte de su padre) era culpa de Orestes, y Odoacro sabía que jamás podría sentir por completo su dolor, ni aliviarlo, hasta el momento de la venganza. Sabía que Orestes tenía que pagar.

La Caverna Sagrada se encontraba en la dirección que habían elegido para huir, y su decisión fue fácil. Antes de que saliera el sol habían vuelto a montar, con Edecón atado de nuevo a un caballo por las muñecas y los tobillos, aunque ahora su cabeza y cuerpo estaban cubiertos por su túnica de lana manchada, cortada a lo largo por las costuras para formar un sudario improvisado. Cuando llegaron al campamento situado al borde del precipicio, donde la partida funeraria había acampado varias semanas antes, se detuvieron, y Onulf echó un vistazo a la senda rocosa que descendía hasta el barranco.

—Estás loco —se limitó a decir.

Odoacro sabía que tenía razón. Sería imposible conducir doce caballos sin amaestrar con un cadáver por aquella senda. Se alejaron del campamento, pegados al borde del precipicio, mientras Odoacro examinaba angustiado las formaciones rocosas de abajo, los contornos del borde del cañón, y el reborde dentado y púrpura del lado opuesto. Tras dos horas de viaje, lo encontró: el arbusto solitario, recortado contra el cielo del anochecer en el lejano borde occidental del cañón. Odoacro se humedeció los labios, observó el sol, calculó por dónde se pondría y ajustó un poco el punto hacia el sur, donde habría estado unas semanas antes. Desmontó.

—Justo… aquí —dijo. Se detuvo y miró el precipicio. Caminó con cautela hasta la orilla, con cuidado de evitar el reborde de roca suelta, después aplastó su cuerpo contra el suelo y se arrastró hasta que pudo mirar por encima—. Allí está —dijo convencido—, a un largo de unos veinte brazos. Veo las barras que utilizaron para levantar el sarcófago. ¿Llevas todavía las cuerdas de los pastores de caballos?

Onulf le miró sorprendido.

—¿Has localizado la Caverna Sagrada? ¿Desde arriba?

—Utilicé una señal… Ese arbusto extraño que hay al otro lado del cañón.

—Entonces, ¿por qué padre y los esclavos emplearon tres días para transportar el ataúd por el fondo del cañón?

Odoacro se encogió de hombros.

—En aquel momento, ni siquiera padre conocía el camino a la cueva desde lo alto del precipicio. Atila y él la habían descubierto cuarenta años antes, solo desde el fondo del cañón. Y después de depositar el ataúd, habría sido imposible subir hasta la cumbre con cincuenta esclavos. Hay un saliente. En cualquier caso, el regreso al campamento base siguiendo el fondo del cañón solo les ocupó medio día, sin la carga.

—En ese caso, ¿por qué padre y tú no regresasteis por la ruta de arriba cuando seguisteis a Orestes, después de que los germanos se marcharan? Habría sido todavía más rápido.

Odoacro meditó sobre sus palabras. De hecho, él mismo se había planteado la pregunta en aquel momento, pero como su padre estaba muy enfurecido mientras seguían a Orestes, no había querido interrumpir sus pensamientos. Ahora, sin embargo, lo comprendía.

—Porque, aunque padre sabía cómo llegar aquí desde lo alto del precipicio, también sabía que la partida de Orestes tomaría la ruta del fondo. Sería más rápido para los germanos bajar el tesoro cargado a la espalda por la senda del precipicio, hasta salir al camino de abajo, que izarlo hasta la cumbre con cuerdas, pieza a pieza, además de a todos los hombres. Tal vez padre deseaba interceptarlos, tenderles una emboscada. Pero se nos escaparon, en cualquier caso. Dame esa cuerda.

Aquella noche, Onulf se quedó con los caballos en lo alto del precipicio, vigilando la aparición de antorchas, o el estruendo de cascos de caballos que se acercaran. Abajo, en la cueva, Odoacro depositó con cuidado el cadáver de Edecón sobre la superficie del ataúd de Atila, siendo uno el guardián dormido y boquiabierto del otro. Por segunda vez, pasó la noche en la oscura caverna con su padre y el rey muerto a su lado. Por la mañana, cuando las primeras luces del alba bañaron el borde del cañón e iluminaron las capas de color de las paredes opuestas del precipicio, bajó hasta el fondo del cañón y corrió por el lecho del barranco hasta encontrar un estrecho camino de cabras que ascendía por el otro lado, y después subió hasta el reborde del cañón. Allí, con una piedra grande que había tallado hasta afilar el borde, dedicó un cuarto de hora a dar tajos al tronco del arbusto que había utilizado como punto de referencia, hasta que cedió y pudo arrancarlo y empujarlo por encima del precipicio. Jamás podrían descubrir la cueva con la ayuda de aquellas señales. Bajó detrás del arbusto, regresó a la Caverna Sagrada y se izó hasta lo alto con la cuerda.

No dijo nada al ver la mirada inquisitiva de Onulf. Después, al percibir un movimiento por el rabillo del ojo, tensó su arco al punto, colocó una flecha y disparó.

La liebre de la estepa era el primer alimento que tomaban en tres días. Por miedo a atraer la atención si encendían un fuego, la despellejaron y se la comieron cruda, y después arrojaron los huesos y despojos al cañón. Antes de que el sol se alzara dos dedos sobre el horizonte oriental, habían montado a caballo y regresado junto con la manada a la llanura.

Aquella noche, acampados junto a un estanque maloliente, los hermanos reflexionaron sobre sus perspectivas. Se mostraron de acuerdo en que deberían iniciar una nueva vida (no había vuelta atrás), pero en lo demás difirieron. Onulf opinaba que lo mejor era ir a una gran ciudad, tal vez Constantinopla, donde habían pasado una temporada hacía poco con su padre, representante de Atila ante la corte del emperador de la Roma oriental. Allí podrían confundirse con otros hombres de lejanos orígenes y extrañas facciones, nubios, indios, bereberes y griegos; buscar empleo o mecenazgo, quizá incluso encontrar o comprar una esposa; y vivir en paz. La perspectiva de empezar en el anonimato, de crear una nueva identidad, atraía a Odoacro, aunque le repelía la idea de hacerlo entre las masas bulliciosas y sofocantes de Constantinopla.

—Antes, encontraremos a Orestes y le mataremos —dijo Odoacro.

—No. Nuestra prioridad es sobrevivir —replicó Onulf—. Aún nos persiguen, y Orestes nos lleva demasiada ventaja.

—No obstante, la venganza ha de ser nuestra. Por padre, y por los hunos.

Onulf se encogió de hombros.

—Es imposible. Perderemos la vida. ¿Qué clase de venganza es esa?

A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, Onulf se levantó, se lavó la cara en el estanque de agua fétida y después dividió su pequeña manada en dos grupos sin decir palabra, mientras Odoacro seguía tumbado en el suelo, envuelto en su delgada túnica, observándolo. Onulf fue escrupulosamente justo, cambió varias veces los caballos de ambos grupos, con el fin de distribuir el mismo número de machos y yeguas, de veloces y lentos, separó rivales, mantuvo juntos a madres y crías. Por fin, una vez satisfecho con el resultado, se volvió hacia su hermano, con rostro inexpresivo pero ojos inquisitivos. Odoacro se levantó, sonrió apenas y aferró con fuerza el antebrazo de Onulf un momento. Y después, los dos hombres montaron, recogieron sus caballos y se fueron cada uno por su lado, con el mismo silencio y naturalidad de una nuez al caer de un árbol, o de un zorro joven cuando abandona a sus hermanos para ir en busca de un nuevo hogar. Onulf se encaminó hacia el sudeste, describiendo un amplio círculo alrededor del lejano campamento huno, en dirección a Constantinopla. Odoacro hacia el sudoeste, hacia un lugar que, de momento, no era más que una vaga idea en su mente.

Esta idea era Noricum, una región de la que su madre le había hablado cuando era pequeño, una tierra boscosa y pantanosa situada junto a la orilla central del Danubio, donde moraba el pueblo ancestral de la mujer, una tribu germánica conocida como los esciros. Aparte del nombre de su madre, Gethilde, y unas pocas palabras infantiles de su lengua, no sabía nada de ese pueblo, pues de niño nunca había sentido el menor interés por sus historias nostálgicas, casi oníricas. Gethilde había muerto a causa de unas fiebres cuando apenas tenía cuatro años, y su recuerdo de ella era extraño, tanto por sus detalles atroces como por su vaguedad enloquecedora: piel tan pálida que casi era translúcida, con diminutas venas azules en el seno, bien dibujadas y ramificadas. Pelo amarillo mate, recogido en largas trenzas alrededor de la cabeza, y grandes ojos, tristes y hundidos cuando le miraba, límpidos charcos que comunicaban una profunda melancolía por su mundo perdido y el hecho de que sus hijos no lo conocieran. No guardaba más recuerdos de ella. Más tarde, se había enterado de que era una especie de princesa, aunque no tenía ni idea de lo que eso podía significar para una tribu lejana como los esciros. Ni siquiera sabía si eso era cierto, o una simple leyenda familiar que su padre contaba para potenciar la importancia del linaje de sus hijos a los ojos de sus compatriotas hunos.

Al cabo de dos días, su camino se cruzó con un tenue par de rodadas de carro, que siguió hasta una aldea abandonada, al parecer saqueada años antes por godos errantes. Ahora solo estaba habitada por una jauría de perros medio muertos de hambre, y por un mercader germano itinerante que había parado a pernoctar con una carreta cargada de objetos de hierro de fabricación barata, utensilios de cocina y demás productos que transportaba desde Constantinopla a los pueblos aislados del interior, con la esperanza de ganarse la vida. Odoacro no tenía dinero con el que comprar nada, pero ofreció al hombre uno de sus caballos a cambio de un jarrete de cerdo seco y algunas docenas de flechas con punta de hierro. Era un trueque extravagante, pues el caballo valía diez veces lo que pedía a cambio, pero el mercader, convencido de que era muy listo e indiferente a la ira que brillaba en los ojos de Odoacro, menospreció la raza del caballo y exigió dos anímales a cambio de sus míseros productos.

Odoacro se sintió tentado de matar al hombre en aquel mismo momento y llevarse lo que necesitaba. En cambio, le ató a un árbol sin apretar demasiado las cuerdas, le embutió un puñado de hierba en la boca para silenciar sus blasfemias, y se llevó el cerdo y las flechas, así como una olla pequeña, un par de cuchillos, un pedazo de pedernal para sustituir a la esquirla gastada que llevaba, una manta de lana basta, el odre de agua del hombre y un puñado de pequeñas monedas de cobre, con las cuales adquiriría artículos más pequeños en el futuro sin tener que ofrecer todo un caballo a cambio. Antes de marcharse, ató uno de sus caballos al árbol del hombre, un animal que había empezado a cojear hacía poco. El animal no podría correr nunca más, pero era lo bastante fuerte para tirar del carro del mercader. Después, se alejó por la carretera con los restantes animales. El mercader, reflexionó, aún había salido bien librado.

Odoacro pasó el invierno en un establo de animales de paredes de piedra que descubrió en otra aldea abandonada. Los días eran breves, y las noches largas y desapacibles. Cuando el viento helado era demasiado inclemente, incluso para la hoguera de boñigas que ardía en una esquina de la tosca vivienda, entraba dos caballos y se acomodaba a su lado, como habría hecho cualquier familia campesina huna, para calentarse con su calor corporal. Los caballos, agradecidos por la protección recibida de las ráfagas heladas del exterior, podían estar un día y una noche sin moverse, salvo por los obligados chorros de orina que soltaban de vez en cuando sobre el suelo de tierra, que Odoacro llevaba hacia el exterior del edificio por medio de un canalón cavado a toda prisa a lo largo de las paredes. Pasaba muchas horas tumbado despierto sobre el frío suelo, envuelto en la manta y con la vista clavada en el bajo vientre del caballo, mientras se preguntaba qué sería de Onulf y pensaba en su padre. Con la llegada de las lluvias de primavera, tiró sus pertenencias a una bolsa de piel de conejo que había cosido con grandes esfuerzos durante el invierno y se marchó, sin molestarse en echar una última mirada a la cabaña destartalada, pues pese a los meses pasados en ella no le había tomado el menor cariño.

Tras llegar al río Morava, un afluente del norte del Danubio, siguió su ancho y embarrado cauce corriente abajo durante varios días, en busca de un punto por el que poder cruzar. Incapaz de localizar un vado, empezó a impacientarse porque el terreno era cada vez más arenoso, y daba la impresión de que el río desaparecía durante millas en pantanos carentes de senderos, antes de volver a emerger todavía más adormecido y mefítico. Por fin, se topó con un pequeño poblado, construido de manera precaria sobre balsas de pino ligero pensadas para hundirse muy poco en el agua, pero capaces de soportar grandes pesos, la familia, la cabaña con techo de paja y las posesiones de cada pescador, así como varios barriles que contenían las anguilas que atrapaban vivas y vendían en el mercado.

Al acercarse al diminuto pueblo móvil, Odoacro llamó al pescador de anguilas más cercano, acuclillado sobre su balsa y dedicado a remendar una de las redes que utilizaba para pescar. Mediante signos, y en un germano rudimentario, consiguió hacer entender al hombre que deseaba cruzar al otro lado del pantano. El hombre señaló la olla, y Odoacro comprendió pesaroso que ese sería el precio del viaje, y cuando asintió, el hombre emitió un silbido bajo, y de las cabañas próximas salió una multitud de niños, desnudos y sucios, desdentados y sonrientes, que corrieron hacia Odoacro y empezaron a hablarle en una lengua incomprensible, con las manos extendidas hacia él como pidiendo regalos, y palpando a hurtadillas su ropa y bolsillos en busca de comida y monedas.

Odoacro se puso tenso, asqueado por la agresión de los pilluelos, pero no deseaba ofender al hombre que había accedido a transportarlo al otro lado, hasta que un momento después el hombre rezongó algo a los niños en su lengua gutural, y los pequeños se alejaron al instante, sin apartar sus ojos ávidos del alto forastero. El pescador le indicó mediante gestos que subiera a bordo de la balsa, y tras un momento de vacilación, Odoacro formó con las cuerdas de sus caballos una sola soga, la pasó alrededor de un montante de la popa y, con la ayuda de los niños, alejó la balsa de un empujón de la cenagosa orilla, mientras los nerviosos caballos les seguían por el agua. Una hora de impeler la embarcación con la pértiga, mientras los caballos vadeaban y nadaban alternativamente en el agua y los bancos de arena, les condujo sanos y salvos al otro lado, donde la olla cambió de manos, y el pescador señaló una senda embarrada que corría paralela al borde de la ciénaga, indicando a Odoacro que la siguiera.

Al cabo de medio día de viaje, Odoacro divisó los primeros signos de auténtica civilización que había visto en casi seis meses, y si bien se resistía a entrar en la ciudad a la que se estaba acercando, no podía evitarlo, porque el terreno circundante era tan fétido y pantanoso que no podía salirse de la carretera. Cuando atravesó las miserables aldeas y granjas de las afueras de la ciudad, los habitantes lo miraron con descaro, sin pronunciar palabra, cosa que atribuyó no tanto a grosería como al asombro de ver a un extranjero entre ellos. A medida que el número de viviendas aumentó, los habitantes señalaban y susurraban sin ambages, y comprendió que su comportamiento no se debía tan solo a la sorpresa. Cuando contempló su túnica y pantalones raídos, se dio cuenta de que casi eran transparentes debido al uso constante, y de que sus botas de montar de piel de ante estaban hechas jirones. Las suelas desprendidas se agitaban mientras cabalgaba, como un par de lenguas colgantes. No podía hacer nada al respecto, y mientras no se congelara o propagara la peste, no entendía por qué aquellos pueblerinos harapientos debían preocuparse por su indumentaria. Chasqueó la lengua para animar a los caballos en su trote lento y miró con desdén las tierras pantanosas de ambos lados, inútiles para cabalgar o cultivar, adecuadas únicamente para gente despreciable y derrotada como esta.

Frente a las torcidas murallas de empalizadas de la ciudad, encontró lo que estaba buscando: un rudimentario establo que alquilaba caballos a los transeúntes. En este caso, convenció al reticente propietario de ocuparse de sus caballos, y también de cederle espacio para dormir en un banco de la casa, a cambio de un puñado de sus escasas monedas de cobre, que dejó sobre la mesa como pago a cuenta del forraje de los caballos. Indicó que los propios caballos servirían como garantía de cualquier gasto posterior que hiciera menester.

Mientras el propietario del establo meditaba sobre la propuesta, un par de niños pequeños, un chico y una chica, entraron riendo en la estancia y pararon en seco cuando vieron al extranjero alto de pelo greñudo hablando con altivez a su padre. Cuando Odoacro se volvió para salir del pequeño cobertizo, la niña habló.

—Señor, se te ve el culo.

El niño reprimió una carcajada y ambos continuaron mirando, entre atemorizados y divertidos. Odoacro se volvió hacia el padre, que también lo estaba mirando.

—Es verdad —dijo el propietario con seriedad—. Un hombre no puede ser visto por las calles en ese estado, ni un cristiano puede permitir que un hombre sea visto en tal estado.

Pasó por la puerta trasera de la vivienda a la casa contigua, y dejó a Odoacro parado ante los ojos abiertos de par en par de los niños, para regresar al cabo de un momento con una vieja túnica, gastada pero remendada. La arrojó al recién llegado.

—Lleva esto, hasta que mi esposa zurza tus pantalones.

Odoacro sabía que, en su mente, el hombre había añadido otra moneda de cobre a la cuenta, pero se encogió de hombros resignado, se pasó la túnica sobre la cabeza, se quitó la ropa vieja y la tiró de una patada a un rincón. No sería un inicio auspicioso pasear por la ciudad asustando a los niños.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Odoacro después de cambiarse de ropa.

El hombre lo miró sin comprender, hasta que el niño intervino.

—Soutok —dijo el crío con una expresión seria en la cara—. Somos esciros.

Odoacro asintió con gravedad para darle las gracias.

Salió y paró un momento antes de cruzar el portón de madera que daba acceso a la ciudad. Aparte de la necesidad de comprar algunas provisiones (y ropa nueva, como era evidente) y vender uno o dos caballos para pagar eso, no estaba seguro de por qué había ido allí ni qué quería. Si bien había estado alejado de la civilización muchas semanas, este lugar apenas recordaba a la civilización. Lo que veía le repelía todavía más que la mayoría de las ciudades. En Constantinopla, al menos, el hecho de que fuera extranjero le permitiría confundirse en el anonimato. Allí, todo el mundo era extranjero, lo cual permitía conservar cierta sensación de dignidad y privacidad, aunque estuviera rodeado de un millón de bulliciosos habitantes, con sus olores, extravagancias y dolencias. Aquí, en esta remota ciudad de los pantanos, más allá del alcance de romanos o hunos, la riqueza combinada de toda la población apenas habría conseguido que un mercader de clase media de Constantinopla volviera la cabeza. El número de niños desnutridos, adultos con los pies deformes y soldados borrachos parecía mayor que el de ciudadanos sanos. Y los edificios destartalados, las calles sucias y las hortalizas marchitas de los mercados evidenciaban una falta de energía y ambición que parecía incomprensible, teniendo en cuenta el número de mendigos y tenderos ociosos que le miraban desde los callejones. No obstante, se sentía observado con suspicacia, casi acusado de algo, como si por el mero hecho de pisar las calles hubiera violado un pacto tácito, alterado la vida de la gente, invadido un espacio precioso que estaban protegiendo de los extraños.

No, casi no podía comprender qué le arrastraba hacia esa ciudad, y qué le retenía en ella después de comprar las provisiones. Pero al mismo tiempo, se había hecho una idea confusa de que había algo allí, algo de él entre aquella gente, entre la gente de su madre. La mitad de la sangre de sus venas procedía de esta raza, el color castaño de su pelo, en lugar del negro de su padre, el gris de sus iris que contrastaba con el estrecho sesgo huno de sus párpados. La mitad de él. Tal vez era la mitad que rechazaba, una mitad que carecía de sentido en su vida. No lo sabía.

La gente lo miraba con curiosidad, algunos con abierta hostilidad, un sentimiento que, después de reflexionar, podía empezar a comprender. En otro tiempo un pueblo que habitaba una tierra rica y fértil de deltas ribereños más al este, los esciros habían sido vencidos por los hunos en repetidas ocasiones, y al final perdieron la posesión de sus tierras. Era una historia que había oído narrada y cantada con frecuencia durante su infancia, cantada por ancianos en sus cabañas redondas durante las noches de invierno, mientras bebían leche caliente en cuencos. Su padre se había sumado con orgullo a dichas historias, pero cuando aparecía el tema de los esciros vencidos, su madre siempre encontraba tareas que realizar fuera de la sala, porque estaban hablando de su historia, de la conquista de su pueblo, de la lucha infructuosa de sus hermanos contra los siempre victoriosos hunos…, y ella era parte del botín capturado triunfalmente, atada sollozando sobre las ancas del caballo de Edecón, para más tarde dar a luz a los hijos de este.

Odoacro conocía esta historia, porque había quedado grabada a fuego en su memoria desde que había sido bastante mayor para comprender el idioma. Lo que nunca había sabido, ni siquiera pensado en ello, era la versión de la historia de su madre, la historia de aquellos supervivientes que, tras rehusarse a vivir bajo la dominación de los hunos, como los alanos, o después de aliarse con ellos y luchar en las guerras de sus conquistadores, como los ostrogodos, habían desaparecido, reunido sus escasas posesiones y huido hacia el oeste, siguiendo el curso del Danubio, lejos de su tierra natal, más allá del alcance o el deseo de los hunos. Se habían marchado sin sensación de amargura o resentimiento por haber sido tratados injustamente (tal vez con dureza, pero no injustamente), pues el mundo era así, y la verdad es que cuando los esciros se desplazaron hacia el oeste expulsaron a otras tribus y pueblos que encontraron, pueblos incluso más débiles que ellos, y los esciros no tuvieron el menor reparo en esclavizar, asimilar o matar a dichos pueblos, como los hunos habían hecho con ellos. No era una cuestión de justicia o injusticia: las cosas eran así, y nada más. Los esciros avanzaban hacía el oeste aplastando a sus víctimas, como los hunos los habían aplastado a ellos, como sin duda algún enemigo más poderoso del este amenazaba hacer con los hunos. Y dejaron de avanzar hacia el oeste cuando encontraron aquel frágil punto de equilibrio, cuando encontraron resistencia, más que miedo, entre las tribus con las que topaban, y cuando la distancia que habían recorrido logró que los hunos perdieran interés en continuar persiguiéndolos.

Por tanto, reflexionó Odoacro, los esciros tenían algo en común con él.

Vagó durante tres días por las calles de Soutok, volviendo sobre sus pasos, siempre objeto de la misma curiosidad y miradas hostiles, con la misma sensación de impaciencia y repugnancia, pero incapaz de marcharse. Sus condiciones estaban lejos de ser cómodas: el banco del establo era rugoso y duro, los hijos del propietario lloraban por las noches, y la esposa no había hecho nada por remendar sus pantalones, pero no obstante la ciudad le atraía. Tal vez, se dijo, consistía en que todo hombre necesita una tribu, y al haberse visto obligado a abandonar la propia, algo en su interior anhelaba esta. Rechazó al punto la idea. Si en verdad anhelaba calor humano, cosa que dudaba, podría haber elegido una compañía más dócil que esta pandilla de tarados, donde era más fácil que le robaran sus escasas monedas, mientras reían de su culo desnudo, que le ofrecieran compañía. No, no era eso. La sangre le atraía, la sangre de su pueblo, este pueblo que era el de su madre, y por tanto de él…

Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando dos fuertes manos aferraron sus brazos. Se puso en tensión, pues su primer instinto fue sacar un arma o huir. No obstante, cuando miró a ambos lados, comprendió que huir sería inútil. Iba acompañado por dos guardias fornidos, inexplicablemente sobrios, con la misma armadura de malla mal ensamblada y armas oxidadas que los que había visto holgazanear en los alrededores del edificio destartalado que debía de ser el palacio del rey local. Los tres continuaron caminando al mismo paso con el que se había movido antes de que las manos enguantadas en cuero se apoderaran de él, como si se hubiera encontrado con un par de amigos por la calle. Al cabo de un momento, se atrevió a dirigirles unas palabras en el deficiente latín forzado con el que había peleado durante los últimos días, cuando regateaba con los vendedores.

—¿Adónde vamos?

Dio la impresión de que los guardias no le entendían, y la verdad es que no vio motivo para que simples soldados entendieran el idioma de un mercader extranjero. No obstante, el de la derecha le miró un momento, aumentó su presa y, con una orden gutural, cabeceó hacia la dirección donde, Odoacro sabía, se hallaba el palacio destartalado. Interrogatorio a cargo del capitán de la guardia, supuso, sería la orden del día, seguido lo más probable de una paliza o un breve encarcelamiento, y después una severa expulsión de la ciudad por el delito de ser extranjero. Confíó resignado en que el propietario del establo cuidara de los caballos hasta que regresara.

Después de atravesar las puertas del palacio fue conducido a un patio interior, rodeado por tres lados de modestos edificios achaparrados de piedra y mortero. Continuaron hasta una estructura similar a una cúpula situada en la esquina, construida con piedras planas colocadas parcialmente unas sobre otras con el fin de crear una pendiente interior en las paredes, y coronada por una dovela inclinada en el centro del techo redondo. Las piedras de esta cabaña estaban mucho más erosionadas, y las manchas del tiempo y de líquenes eran más profundas que las de los edificios circundantes. La miró con vaga curiosidad cuando se acercaron. No cabía duda de que aquella colmena de piedra estaba allí mucho antes que el resto de la ciudad, tal vez construida por los primeros habitantes de aquellos parajes, trogloditas u otros que habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero habían dejado huellas de su paso: huesos, estatuas extrañas, los cimientos de antiguos edificios, o incluso, como en este caso, todo un edificio. Una casa, un lugar sagrado o…

Le arrojaron con rudeza al suelo y la maciza puerta de roble se cerró de golpe a su espalda.

Una cárcel.

La oscuridad no era absoluta, pues las piedras mal acabadas permitían que la luz del sol penetrara en forma de rayos delgados y estrechos, como los chorros de suero de leche que rezumaban a través de la tela de su madre. La estancia era lo bastante amplia para acostarse, si así lo deseaba, o incluso ponerse de pie en el mismo centro, donde el techo era más alto. El suelo de tierra era compacto y estaba razonablemente limpio, sin excrementos o hedor de anteriores prisioneros. Había un bloque de piedra grande en el suelo, cerca de una pared, tal vez para sentarse. Supuso que la situación podía empeorar, y sin duda así habría sido si le hubieran capturado los hombres de Ellac. Pero no sabía qué le depararía el futuro, cuánto tiempo le retendrían en la celda. Se sentó sobre el bloque de piedra y esperó.

A juzgar por el ángulo de los rayos de luz que se filtraban entre las piedras, calculaba que debían de quedar dos horas de luz diurna, cuando oyó pasos fuera. Los acompañó una orden gruñida a los guardias y, después, un crujido en la puerta cuando abrieron una mirilla y unos ojos le examinaron. Resistió la tentación de hundir los dedos en ellos o arrojarles tierra del suelo. Siguió sentado en silencio sobre el bloque de piedra, sin hacer caso del observador, hasta que por fin, con otra orden gruñida, pasaron el pestillo por fuera y la puerta se abrió. La brillante luz del sol inundó el interior de la habitación, apenas oculta por la imponente figura que ocupó el umbral, su expresión y los detalles de la camisa de malla transformados en una silueta reluciente, con el sol a su espalda. Odoacro forzó la vista y se levantó.

—¿Hablas latín? —rezongó el hombre. Odoacro asintió—. Soy Baldovico, capitán de la guardia de palacio.

—¿De qué se me acusa, y por qué me retienes en esta prisión sin agua? —preguntó Odoacro, pronunciando con dificultad la frase latina que había preparado en su mente mientras esperaba este momento.

Baldovico rió.

—¿Una prisión? —repitió—. Hay cientos de cúpulas como esta detrás del recinto, que los guardias de palacio utilizan como cuartel, salvo que alojan a cuatro hombres cada una. Deberías darme las gracias por proporcionarte una habitación para ti solo, en lugar de quejarte.

—No me estoy quejando. Pregunto por qué me retienen aquí.

—Porque entraste en nuestra ciudad enseñando el culo.

Al oír esto, los guardias de fuera estallaron en carcajadas, y Odoacro vio que los hombros de su interlocutor se agitaban cuando rió en silencio. Por fin, Baldovico ordenó con un gesto a los ruidosos guardias de fuera que callaran.

—Porque —continuó, y se adentró más en la cabaña— eres un huno.

Odoacro se quedó desconcertado.

—¿Y es un crimen en tu mierda de ciudad ser huno?

La expresión del oficial se endureció, pero pasó por alto el insulto.

—Además —añadió tirante—, he observado que eres un hombre rico, aunque vistes como un esclavo. Eso significa que estás loco o eres un ladrón. En cualquier caso, es motivo de interrogatorio.

—¿Un hombre rico?

Odoacro le dirigió una mirada inquisitiva.

—Llegaste desde el este con cierto número de vuestros feos caballos, que alojas extramuros. Oh, sí, hemos sostenido una pequeña charla con el propietario del establo. Llegaste solo, pero posees más caballos que cualquier esciro, salvo el propio rey. Y tienes monedas robadas a un comerciante esciro hace varios meses. Hemos hablado con él, y con los tenderos con los que has hecho negocios en la ciudad.

Odoacro reflexionó sobre la idea de la riqueza que tenía aquel hombre. En Hunia le habrían considerado ridículamente pobre por poseer tan solo un puñado de caballos. Pero entre esta gente desaprovechada y pobre sin remisión… Se reprendió mentalmente por entrar en la ciudad de una forma tan poco discreta, y por no haber vendido o escondido los caballos antes.

—El rey ha decidido mantenerte en reclusión a partir de este momento —continuó Baldovico, al tiempo que se quitaba el casco y acercaba la cabeza a la de Odoacro.

El huno lo miró sin pestañear.

—Caballos y monedas… Eso no constituye ningún delito.

—¿Así que no eres rico?

—Si demuestro que no, ¿me soltaréis?

Baldovico hizo una pausa.

—No.

—¿Por qué no?

—Aunque no seas rico, vales dinero para el rey, o al menos tu cara lo vale. Ojos grises, pelo castaño, pero facciones hunas. Justo lo que el mensaje de Ellac nos decía que vigiláramos. Eres una mercancía valiosa en potencia, huno, con una generosa recompensa por tu cabeza. Tu riqueza es lo que atrajo nuestra atención hacia ti. —Se enderezó y señaló a su alrededor con un ademán del brazo—. ¡Y vives con toda clase de comodidades, encima! Sin duda el rey vendrá a verte pronto.

Baldovico rió de nuevo, salió, cerró la puerta de golpe y pasó la barra. Cuando los guardias se alejaron, Odoacro oyó sus tenues y burlonas voces, que se filtraban a través de las piedras de su celda.

—¡… porque enseñaba el culo!

Pasaba de la medianoche (lo supuso por la inclinación de la luz de la luna, que a esta hora se filtraba por las grietas), cuando oyó de nuevo el crujido de pasos sobre la arena. No se molestó en levantarse de donde estaba tumbado sobre el suelo de tierra, aunque no estaba dormido. Permaneció inmóvil mientras se abría la mirilla, y notó la mirada del guardia clavada en él durante un largo momento, antes de que descorrieran ruidosamente la barra de hierro de fuera y la puerta se abriera.

Entró Baldovico seguido por dos guardias más, quienes a juzgar por la armadura de malla bien conservada eran los guardias personales de alguien importante. Les siguió un hombre anciano, alto pero encorvado, que también llevaba una túnica de malla que en otro tiempo le había sentado bien, pero que ahora colgaba holgada sobre su cuerpo como los harapos raídos de un espantapájaros. Los cuatro rodearon la forma tendida boca abajo de Odoacro y Baldovico le propinó una patada en las costillas.

—Arriba, huno —gruñó—. De pie ante el rey Vismar.

Odoacro abrió malhumorado un ojo, y después, con lentitud y mucha deliberación, se puso de pie en el centro de la cúpula. Era de la misma estatura que Baldovico y el anciano, y media cabeza más alto que los dos guardias, quienes se aproximaron con la mano apoyada sobre el pomo de la espada.

El rey lo escudriñó a través de los rayos de luz de luna, y Odoacro vio que sus ojos se dilataban debido al interés.

—¿Así que este es el hombre que Ellac busca? —preguntó el anciano por fin.

Baldovico asintió.

—Estoy seguro, mi señor. He llevado a cabo todas las investigaciones posibles. Tenemos retenido al propietario del establo en los sótanos, en caso de que desees interrogarle.

El rey asintió, pero continuó mirando a Odoacro.

—Me gustaría verle a la luz —murmuró—. Traed las antorchas.

Se volvió hacia la puerta, seguido por uno de los guardias, mientras Baldovico sujetaba el brazo de Odoacro y tiraba de él hacia la puerta.

Odoacro se resistió.

—No iré a ninguna parte hasta que me deis agua y me concedáis la posibilidad de hablar en mi defensa —dijo, con voz ronca a causa de la sed, pero firme.

Baldovico le fulminó con la mirada y ordenó a uno de los guardias que sujetara su otro brazo.

—No estás en situación de exigir nada, huno —gruñó, y le empujó hacia la puerta. Sin embargo, el rey, que estaba saliendo, se volvió y miró hacia el interior de la cabaña.

—Tiene razón —dijo el anciano—. Prisionero o invitado, ha de beber agua. Tu defensa, no obstante —dijo, y lanzó una mirada desdeñosa a Odoacro—, no está en mis manos.

Los cinco hombres salieron de la cabaña y se detuvieron, mientras un guardia corría hacia el pozo situado en el centro del patio, levantaba un cucharón de un cubo que descansaba sobre el saliente de piedra y lo llenaba, aunque derramó la mitad del contenido en el suelo antes de llegar. Odoacro lo tomó con ambas manos y se lo llevó a los labios, bebió con avidez el líquido frío y levantó la cabeza para capturar hasta la última gota antes de devolver el cucharón. Asintió satisfecho, y con los brazos sujetos a los costados por Baldovico y otro guardia, caminaron hasta una antorcha encajada en un candelabro de pared de uno de los edificios encarados hacia el patio, que lanzaba llamas hacia el cielo nocturno. Los guardias empujaron a Odoacro hacia la luz, le dieron la vuelta con brusquedad y apoyaron su espalda contra la pared de piedra. El rey se acercó con cautela.

—Cuidado, mi señor —gruñó Baldovico—. No está encadenado. No te pongas al alcance de sus patadas.

Odoacro le miró de soslayo con desprecio no disimulado.

—Yo no ataco a viejos desarmados…

—¡Espera! —exclamó el rey. Odoacro se giró hacia él, pero el anciano alzó la mano y le indicó con un ademán que estuviera quieto—. No te muevas —dijo. Aferró con suavidad la mandíbula de Odoacro, la volvió hacia Baldovico, quien le miró a su vez con expresión despectiva.

—Esa frente —susurró el rey—, con el pico de viuda en el centro. Y fijaos… la forma de su oreja, grande y carnosa. Poco habitual en un huno.

—Es un mestizo —escupió Baldovico—. Mitad godo, o alguna otra escoria. El campamento huno está lleno de esos bastardos. No hay ni uno de sangre pura entre ellos. Valdrá la recompensa que Ellac ofrece.

Al oír el nombre de Ellac, el rostro del rey se endureció de repente, y dejó caer la mano. No obstante, parecía incapaz de apartar los ojos de él, y Odoacro se volvió poco a poco hasta quedar completamente frente al rey.

—¿Quién es tu padre, huno? —preguntó el anciano en voz baja, con un levísimo temblor en la voz.

—Edecón —contestó Odoacro—, del clan de Atila, un general de los ejércitos del rey y en los últimos tiempos embajador ante el Imperio romano de Oriente.

—¿Tu padre vive?

—No, murió el año pasado, a manos de Ellac.

—De modo que huyes de Ellac.

—Sigo con vida con el fin de matarle.

El rey asintió.

—¿Y tu madre?

—Ella también murió, hace muchos años.

—No era huna.

Odoacro hizo una larga pausa antes de contestar.

—No, decían que era de tu tribu, capturada en combate…

—¿Cuánto hace de eso?

—El año antes de nacer yo. Hace veinte años.

—Su nombre, muchacho… ¿Cómo se llamaba?

Odoacro miró al rey. Los ojos de Vismar estaban clavados en él sin pestañear, y lo miraban como sí fuera un objeto susceptible de ser codiciado o destruido. Sostuvo la mirada del hombre.

—Gethilde —susurraron ambos hombres al mismo tiempo.

Los ojos de los guardias se abrieron de par en par, y aflojaron su presa. El anciano se acercó a Odoacro y esta vez los guardias no intentaron detenerle, después extendió sus manos curtidas y las colocó a cada lado de la cabeza de Odoacro, que se acercó a él para darle un afectuoso beso en la frente. Odoacro vio por el rabillo del ojo que los guardias inclinaban la cabeza y se arrodillaban de cara a él.

—Un nieto —murmuró el viejo rey—. Mi nieto vive.

La cabeza de Odoacro daba vueltas, de hambre y de asombro. El rey aferró la manga de la túnica raída del joven prisionero con su mano nudosa y lo condujo lentamente hacia el palacio.

3

Los recuerdos de Odoacro de aquel día, ocurrido más de tres años antes, fueron interrumpidos por un mensajero que llegaba a lomos de uno de los caballos hunos que él mismo llevaba cuando llegó a Noricum. La naciente caballería escira no utilizaba su pequeña manada, pues incluso con la selección de animales andrajosa y variopinta que tenían, la cuadrada raza huna destacaba hasta tal punto que casi parecía otra especie. En cambio, Odoacro había dedicado sus caballos a un uso administrativo, para el cual los consideraba muy bien dotados: correos y exploradores que corrían de un extremo de la línea de batalla a otro, y galopaban sin esfuerzo durante horas bajo el ardiente sol sin necesidad de detenerse a pastar o beber. Era un trabajo constante y continuo que habría acabado con cualquiera de los caballos germanos, más grandes y frágiles, con los que contaba la caballería, si bien aquellos animales florecían en el combate: breves e intensas carreras, con giros y saltos acrobáticos, seguidos de largos períodos de demora, cuando se recuperaban de sus estallidos de actividad.

El mensajero tiró de las riendas de su caballo cuando llegó ante Odoacro, apoyado contra el tronco de un árbol.

—El rey Guthlac requiere tu presencia, mi señor —dijo con brusquedad, y después, tras un breve saludo, dio media vuelta y se alejó galopando hacia su siguiente misión.

«Mi señor». Odoacro caminó hacia su montura huna, llamada Casquivana, la yegua nacida el invierno que había pasado en la cabaña abandonada de la estepa, y cuyo hermano gemelo había comido para sobrevivir a una tempestad de nieve. Se permitió una de sus raras sonrisas. Cuánto le había favorecido el hado desde su llegada a Soutok, pobre y harapiento. Pero no creía en el hado. Ni siquiera estaba seguro de creer en Dios. De momento, solo confiaba en él, y en su abuelo.

Cabalgó hasta el lugar donde se hallaba el rey, situado detrás del centro de las líneas de infantería, una carrera de casi cinco millas que hubiera dejado a un caballo germano jadeante y con las rodillas temblorosas, aunque el suyo apenas se cansó. Pasó ante Baldovico, encuadrado en el estrecho círculo de colaboradores que rodeaban a su abuelo, el rey Vismar, y el hombre le saludó con un breve cabeceo. Desde que Odoacro había pasado de ser un mendigo a príncipe coronado de la tribu escira, el comportamiento de Baldovico con él había mejorado de manera sustancial. No obstante, años después del trato rudo y los insultos que Baldovico le había dirigido después de encarcelarlo, el capitán continuaba avergonzado. Al principio, cuando el rey se hizo garante de la lealtad y competencia de su oficial, intentó tranquilizar a Baldovico, desechando su torpe disculpa con el comentario de que se había limitado a cumplir las órdenes del rey, llevando a cabo su trabajo. Más adelante, no obstante, Odoacro dejó de intentar eliminar la tirantez que existía entre ellos. En última instancia, concluyó, la frialdad de Baldovico hacia él era positiva. En su vida anterior con los hunos, Atila era capaz de compartir una noche de cacería y borrachera con sus guardias, incluso colmarles de regalos, para después enviarlos a la muerte al campo de batalla a la mañana siguiente con absoluta frialdad. Tal vez, pensaba Odoacro, dicha camaradería era premeditada, una especie de despedida calculada, porque Atila sabía que no tardarían en morir. En conjunto, decidió, si uno tenía que ordenar a un hombre que muriera, era mejor (tanto para la conciencia propia, como para la profesionalidad y dignidad del propio rango) mantener cierta distancia en la relación.

El abuelo de Odoacro, larguirucho y encorvado sobre su caballo, con la túnica de malla colgando suelta como siempre pero con el rostro sereno y las manos firmes, aferró el hombro de Odoacro para acercarle hacia donde estaba hablando con Guthlac, el líder de las fuerzas germanas aliadas. Odoacro aún no había sido presentado de manera oficial al rey gépido, y examinó con detenimiento al famoso guerrero: su cuerpo poderoso, la malla finamente forjada, con los eslabones de oro entremezclados entre el hierro, formando un intrincado dibujo, el escudo chapado en oro embellecido con dibujos de seres míticos.

—Baldovico informa que el enemigo está acercándose —dijo Vismar—. Los dos últimos exploradores acaban de llegar de su misión de reconocimiento. Allí. —Señaló hacia la cadena de colinas bajas al otro lado del valle, donde sus tropas estaban atrincheradas—. Veo el polvo que levantan.

Odoacro forzó la vista. Más impresionante que el polvo, vio las bandadas de aves que se elevaban de los árboles bajo los cuales se aproximaba el enemigo. Miró un momento y calculó la distancia.

—Cabalgan deprisa —dijo—. Saben dónde estamos, y ya no ahorran energías.

Guthlac se mofó y palmeó a su caballo, que estaba temblando de nerviosismo.

—No he mantenido en secreto nuestro emplazamiento —replicó el rey aliado—. Mis tropas han viajado desde muy lejos para llegar aquí, como los rugilos y los hérulos. Las fogatas de campamento, la tala de árboles en el flanco de la colina encarado hacia la dirección por la que llegan… El enemigo lo sabe todo.

—Todo no, majestad.

Guthlac desvió la vista desde la lejana colina hacia Odoacro con pupilas tan diminutas a la luz brillante del sol, que semejaban cabezas de alfiler y casi desaparecían en los iris acuosos grisazulados, provocando el efecto de una estatua cuyos ojos redondos y protuberantes se hubieran formado, pero aún no estuvieran pintados para dotarlos de realismo y vida. Era la primera vez que miraba de verdad a Odoacro, y pareció sorprenderse, una reacción que Odoacro detectaba con frecuencia en los extraños. Si bien desde que vivía entre los esciros había adoptado su apariencia (los bigotes largos y caídos, el pelo recogido en dos trenzas, la armadura de malla y las botas pesadas, en lugar de la indumentaria de cuero y los mocasines que había utilizado en su juventud), poco había podido cambiar de su rostro y ojos hunos. Después de la primera mirada, los hombres se acostumbraban a sus facciones. Pero era el encuentro inicial el que causaba consternación. Guthlac miró a Odoacro, y después a Vismar, como para asegurarse de que la confianza del rey esciro en su nieto estaba bien fundada.

—¿Tu caballería está bien oculta a los ojos del enemigo? —preguntó Vismar—. Tienes apenas cinco mil caballos…

—Cinco mil hombres a caballo. Los mejores hombres de todo el ejército aliado.

Guthlac resopló.

—Los vi cuando llegasteis hace dos días. Sin duda son los hombres más pequeños del ejército. Apenas unos críos.

Vismar levantó la mano hacia su colega para tranquilizarle, y después se volvió hacia Odoacro.

—Pero si, como dices, son los mejores hombres, esa empresa tuya es todavía más peligrosa. Podríamos perder lo mejor de nuestras fuerzas, lo mejor de nuestros animales. Nuestros únicos animales. Los esciros jamás podríamos reemplazar cinco mil caballos si los perdiéramos. Seríamos…

—Abuelo…

En pocas ocasiones llamaba Odoacro al rey de esta manera. Tal vez le costaba, pues había conocido al hombre mucho después de su infancia. Pero utilizó el apelativo ahora, y tras los líquidos ojos azules percibió un destello de sorpresa y placer.

—Abuelo: sí, los esciros podrían ser destruidos si esta caballería se despliega y es aniquilada. Pero todo el ejército aliado será destruido sin la menor duda si no la desplegamos. Señores, nosotros no hemos pedido esta batalla. Nuestras naciones fueron expulsadas hacia aquí por nuestros enemigos, y estos mismos enemigos pretenden expulsarnos de nuevo, de una tierra que no es nuestra pero al menos está desierta, a una tierra que tampoco es nuestra, pero se encuentra habitada por otros pueblos que lucharán para conservar lo suyo. No nos queda otra alternativa.

—No quiero que mi pueblo sufra por esta causa —respondió Vismar con cautela.

Guthlac le miró.

—Es demasiado tarde para pensar en eso.

—No sufrirán —replicó Odoacro—. No podrán.

—¿Cómo puedes decir eso?

Odoacro se humedeció los labios mientras miraba hacia el otro lado del valle, a la cadena de colinas. Las bandadas de cuervos asustados estaban cada vez más cerca, y creyó oír sus graznidos airados.

—Porque si en este día conseguimos la victoria, nuestro pueblo lo celebrará. Y si perdemos…

—Nuestro pueblo habrá muerto —terminó Vismar en su lugar.

Guthlac dio media vuelta.

—Basta de cháchara —gruñó—. Hemos de encargarnos de los preparativos. Se han trazado los planes. Dejo que los esciros os ocupéis del centro. Y… —miró directamente a Odoacro— espero algo grande de tu caballería.

Mientras se alejaba al galope, Odoacro se volvió hacia Vismar.

—Todo está preparado, abuelo. Dame tu bendición.

—Durante veinte años no supe que tenía un nieto. Mis hijos murieron en la batalla el mismo día que me robaron a mi hija, mi árbol cercenado de raíz, mi honor y mi linaje de rey aniquilados. Ahora, ha aparecido un nieto, como caído del cielo, nacido ya hombre. Y es posible que, también de repente, me sea arrebatado. No debería tener derecho a afligirme por perder algo que nunca pensé tener. Pero aun así me aflijo.

—La batalla aún no se ha librado.

—Tienes mi bendición. Ve.

Odoacro espoleó a Casquivana en dirección al lejano bosquecillo, tras el cual cinco mil jinetes esperaban en silencio.

Surgieron del bosque que había al fondo del valle como una ola gigantesca, al galope a través de los amplios bancos de grava de la orilla opuesta del sinuoso Nedao, formando un frente de media milla de anchura. Su fuerza consistía en treinta mil hombres, igual que el ejército germano aliado, pero todos iban montados sobre caballos de la estepa de fuertes patas. Desde las fortificaciones germanas, a una milla del paso, dio la impresión de que el terreno que rodeaba el río cobraba vida de repente, rebosante de hombres y caballos, mientras la grava se oscurecía como una sombra o una mancha, y, sin embargo, continuaban saliendo más hombres del bosque, con enormes manadas de caballos de refresco, el secreto de la capacidad de la horda para viajar día y noche sin pausa, a una velocidad que mataría a otros ejércitos. Les precedía una enorme bandada de aves, cuervos y estorninos que graznaban en señal de protesta y miedo, el grito de guerra más eficaz que jamás había lanzado un ejército invasor.

Al llegar al río, los atacantes apenas aminoraron la velocidad. Las primeras filas de caballos se precipitaron al agua levantando una nube de espuma, mientras otros saltaban detrás de ellos. Al cabo de un momento, toda la fuerza estaba en el agua, atravesando la corriente parda poco profunda, con los cascos hollando el fondo de grava, salvo por la estrecha franja del centro, donde los animales levantaban las patas y nadaban, con los jinetes agachados para mantener el equilibrio, para después enderezarse cuando los caballos encontraban terreno firme y brincaban sobre el otro lado, con los flancos relucientes, temblorosos de frío. La ladera que les aguardaba era más larga y lisa que aquella por la que acababan de descender a través del bosque, con tan solo algún arbusto ocasional o árbol aislado que les impidiera ver a las tropas germanas que les esperaban, fascinadas, en lo alto.

Las ruidosas aves huyeron del sendero de los invasores y se dispersaron en el inmenso cielo sin nubes, y sus graznidos se desvanecieron en la distancia. No así el ejército, que aceleró su paso todavía más. Los jinetes rompieron la formación y trazaron complicadas sendas y giros, cambiando de dirección, pero sin tocarse nunca. Las señales que intercambiaban eran invisibles y mudas, algo intuido y sentido, grabadas a fuego en cada jinete gracias a años de adiestramiento y práctica, mezcladas con la misma leche que tomaban de niños, la leche de sus madres y de las yeguas, de modo que formaban un solo ser con sus caballos, y los unos con los otros, lo más parecido a un solo organismo viviente que podían ser treinta mil hombres.

Los hunos habían llegado.

Vismar siempre había sabido que ocurriría. Una generación atrás, los hunos habían expulsado a su nación del territorio de sus antepasados, y desde entonces habían cruzado varias veces el nuevo hogar de los esciros, en persecución de objetivos más importantes en el oeste y el sur: Constantinopla, la Galia, Italia. Jamás se habían molestado en saquear más que unos pocos pueblos de la nueva tierra de Vismar. No obstante, lo que Vismar temía no era el día que los hunos fueran más fuertes, sino el día que fueran más débiles, el día que la presa más grande se les antojara demasiado ambiciosa para ellos, demasiado lejana, demasiado poderosa, demasiado poblada para que la debilitada tribu de los hunos la conquistara. Ese sería el día en que los hunos buscarían objetivos más fáciles. Y ahora que había muerto Atila, con sus clanes dispersos, sus aliados godos indecisos, aquel día había llegado: el día de los más débiles, pero más obstinados y peligrosos hunos, dirigidos por un nuevo caudillo que, tras varios años de luchas intestinas, había asumido el mando de aquellos jinetes de la estepa: Ellac.

Mientras la enorme masa de guerreros ascendía la lisa pendiente de la colina, Guthlac, Vismar y los demás reyes germanos galopaban detrás de sus líneas respectivas con el fin de ordenar a los arqueros aliados que se levantaran de la hierba donde esperaban la llegada del enemigo. De pronto, la cumbre de la colina se erizó de guerreros, desplegados en toda la longitud de la línea de batalla, con los arcos tensados y las flechas apuntadas hacia el cielo.

—¡Disparad! —tronó Guthlac, y su grito fue repetido por los heraldos y oficiales, y transmitido a ambos lados de la línea. De pronto, el aire vibró con el silbido de las flechas, que describieron un arco hacia el cielo con aquel cálculo cuidadoso de los veteranos arqueros para después descender en la caída libre que prestaba a los proyectiles su mortífero ímpetu al caer sobre el enemigo desde la gran altura a la que habían sido disparados.

Los atacantes estaban demasiado lejos para que los arqueros pudieran elegir blancos individuales. El propósito de la descarga era diezmar, como la artillería, aterrizar en el grueso de los invasores y, por la misma fuerza numérica, tanto de flechas como de blancos, herir a un porcentaje de hombres, cobrar un peaje que aumentaría cuando los atacantes se acercaran más y la puntería de los arqueros resultara más eficaz.

No obstante, los jinetes también contaban con una defensa: sus constantes evoluciones mientras avanzaban al galope, a una velocidad que aturdía a un arquero si se concentraba en un objetivo individual. Se separaban, mantenían la máxima distancia, y luego variaban dicha distancia mientras corrían, de modo que las flechas caían en los amplios huecos que dejaban los jinetes y solo alcanzaban algún blanco viviente. Los gritos de dolor de las víctimas quedaban ahogados por los bramidos de rabia de sus camaradas, y la descarga de flechas parecía espolear todavía más a los jinetes, aumentar la ferocidad de su ataque, estimular la complejidad y la violenta belleza de los complicados senderos que entretejían.

Ordenaron una nueva descarga, y de nuevo el cielo se nubló y zumbó con el sonido de las flechas, que esta vez describieron un arco menos curvo, más cercano al suelo, pues los atacantes habían acortado las distancias que les separaban de los defensores. Esta vez, más flechas alcanzaron sus objetivos entre caballos y jinetes, y cierto número de animales de las filas delanteras tropezaron y cayeron, lanzando chillidos de agonía cuando se precipitaron con la cabeza por delante contra el suelo rocoso, y sus jinetes los siguieron, algunos muertos a causa de las heridas antes de tocar el suelo. Unos tenues vítores se alzaron de las líneas germanas, pero Guthlac los cortó en seco con una mirada penetrante, y una nueva y seca orden.

—¡Disparad a discreción! —bramó; esta era la orden que todos los arqueros, incluso todos los hombres del ejército, habían estado esperando. Ahora, la tarea correspondía a los tiradores, quienes forzaban la vista y se humedecían los labios mientras disparaban flecha tras flecha contra las líneas enemigas, observando a sus blancos con detenimiento, discerniendo el ritmo y la velocidad de sus carreras coreográficas, anticipando la finta a la izquierda, la desviación a la derecha, antes de que tuvieran lugar, calculando que, cuando un jinete virara con brusquedad y ocupara el hueco dejado un instante antes por alguno de sus camaradas, se encontraría de frente con una flecha germana que le derribaría de su montura y confundiría a los jinetes de atrás, obligados a saltar sobre el cuerpo de su camarada caído, presa de horribles dolores. Los arqueros dispararon una y otra vez, dos flechas a un tiempo, tres, cuatro, sin apenas respirar para no perder la concentración, mientras sus mentes se esforzaban por desentrañar el código del ritmo de los atacantes, descubrir la pauta oculta que gobernaba los bruscos virajes de las fuerzas enemigas.

Cayeron más jinetes hunos, y los soldados de infantería aliados que esperaban con impaciencia detrás de las trincheras prorrumpieron en vítores entusiastas, pero el grito murió en sus gargantas cuando los jinetes continuaron su avance, pues si bien las primeras filas habían sido destruidas casi por completo, los que iban detrás ocuparon sin miedo sus lugares, y reanudaron las evoluciones de sus camaradas abatidos. Ahora estaban más cerca. Se podían distinguir rostros concretos, los ojos en blanco de los caballos, incluso las cicatrices rituales en las mejillas de los jinetes que se acercaban. Los arqueros estaban logrando su propósito (los atacantes caían en tropel), pero no era suficiente. Los hunos espoleaban a sus monturas a velocidad suicida, saltaban sobre los compañeros abatidos, reducían la eficacia de la cortina de flechas mortífera mediante la velocidad con la que se aproximaban: cuanto antes llegaran a las primeras líneas, menos flechas podrían disparar los arqueros germanos. La estrategia era sencilla: cargar directamente contra el núcleo de la defensa.

La andanada de flechas perdió intensidad, primero de manera imperceptible, y después más manifiesta, cuando los proyectiles empezaron a escasear, hasta que se agotaron por completo. Vismar contemplaba la escena con los hombros erguidos, la boca apretada en una línea sombría. Jamás había visto a un enemigo aguantar tal bombardeo, pero seguían avanzando, sin apenas molestarse en alzar los pequeños escudos de caballería de madera y cuero que llevaban sujetos a los brazos.

—¡Jabalinas, en pie! —rugió Guthlac, y de nuevo la cumbre de la colina cobró vida cuando veinte mil soldados de infantería se alzaron, más altos y corpulentos que los arqueros, provistos de escudos de roble, en cada mano que sujetaba el escudo tres lanzas de madera de fresno con punta de hierro, y una cuarta preparada para ser lanzada en el puño derecho.

—¡Lanzad jabalinas!

Con un gruñido audible que recorrió toda la longitud de la línea defensiva, una hilera de lanzas voló hacia los anchos pechos de la horda huna.

Con chillidos agudos de dolor, los animales se encabritaron y dieron media vuelta, al recibir el impacto de la muralla de proyectiles. Las jabalinas llegaban en descargas cerradas continuas, una tras otra, mientras las tropas germanas adoptaban un ritmo: lanzar el arma, hincar una rodilla, la segunda fila lanzar e hincar la rodilla, la tercera fila lanzar y permanecer de pie mientras la primera se levanta y vuelve a tirar, hincar la rodilla… Por primera vez, el ataque huno flaqueó, las líneas de vanguardia destruidas de nuevo por la arremetida de las jabalinas, y las de detrás confusas por la creciente muralla de caballos caídos en el suelo. El ritmo se había roto. Alfombrado el terreno por los cadáveres de hombres y animales, sus camaradas ya no podían continuar sus complicadas evoluciones. Los atacantes, que aminoraban el paso para abrirse camino entre los obstáculos, y llegaban a detenerse por completo en ocasiones, se convertían en blancos todavía mejores para los lanzadores de jabalinas, que aumentaron el ritmo de sus mortíferos lanzamientos.

Pero solo por un momento. Cada hombre contaba únicamente con cuatro lanzas, y pronto se terminaron. El rey no dio más órdenes, y tampoco era necesario. Cada hombre sabía cuál era su lugar, y cada uno desenvainó su arma. Para que los hunos continuaran el ataque, tendrían que luchar cuerpo a cuerpo, pero antes deberían saltar con sus monturas sobre la barrera de arbustos erizados de espinos, atravesar la zanja y superar el terraplén de tierra suelta.

Los atacantes se arremolinaban enfurecidos bajo las trincheras, al alcance de las jabalinas que quedaban. Sonó un cuerno, un tono largo y fúnebre, puntuado por una serie de toques breves, y gritos guturales resonaron en el aire, transmitiendo las órdenes lanzadas por los comandantes hunos en la retaguardia. Al punto, una compañía de jinetes avanzó al galope, con los arcos tensados, las puntas de las flechas proyectando humo de la pez hirviente donde las habían mojado, que a su vez había sido encendida en los tarros de barro cocido donde ardían brasas, preparados aquella mañana. Galoparon confiados hacia la vanguardia de las filas atacantes, y sus compañeros les dejaron pasar. Sin apenas detenerse a apuntar, los arqueros dispararon sus proyectiles encendidos a la base de las zarzas espinosas que formaban el núcleo de la empalizada. Como a una orden, como si un dios de la estepa que estuviera de paso hubiese esperado aquel momento, sopló una ráfaga de aire que levantó polvo de los pies de los defensores y propagó las chispas de las flechas de fuego que quemaban los arbustos secos. De repente, las llamas se elevaron siguiendo la longitud de la línea y lamieron los espinos. Al cabo de escasos momentos, toda la línea defensiva se incendió y, transcurridos unos instantes más, se convirtió en un infierno llameante. El humo maloliente de las enredaderas verdes azotó los rostros de los defensores, irritó sus ojos y les asfixió. Guthlac lanzó una mirada inquisitiva a Vismar, quien a su vez miró angustiado a través del humo hacia el pie de la colina, donde había visto por última vez a Odoacro y sus hombres. Reinaba el silencio en el bosquecillo.

Con la vista y la atención de los defensores distraídas unos momentos, otra serie de toques breves de cuerno de oveja rasgaron el tumulto y los gritos. Desde la retaguardia huna, un batallón de jinetes, tres mil hombres, se desgajó de la formación, rodeó el flanco izquierdo de la horda y bordeó la base inferior de la colina. En la confusión que el humo causaba detrás de las trincheras, ni un hombre de las tropas germanas aliadas los vio partir.

Desde el bosquecillo situado en la base de la colina, los hombres de Odoacro observaban con impaciencia la batalla que tenía lugar más arriba. Observaron con interés aquel nuevo acontecimiento. No estaban preparados para semejante maniobra de los hunos, pero ahora los jinetes esciros miraron a Odoacro con ojos inquisitivos. Sin consultar ni dar órdenes, miró a sus hombres y se limitó a asentir.

Los hunos pasaron al galope ante el bosquecillo cuando rodeaban la colina, con la intención de deslizarse tras los enemigos atrincherados y cercarlos con un movimiento de pinza entre ellos y la masa principal de su ejército. Justo cuando pasaban, los hombres de Odoacro salieron en tromba del bosque donde se habían ocultado y, tras lanzar una andanada de flechas contra la retaguardia huna, iniciaron la persecución.

Los hunos no habían visto a la caballería escira salir del bosque que había a su espalda. Comprendieron que su plan había fracasado cuando las primeras flechas alcanzaron sus objetivos. Cien hombres, y luego doscientos, cayeron de sus monturas, con flechas esciras sobresaliendo de la espalda. Montones de caballos, alcanzados en las ancas desde detrás, se derrumbaron o detuvieron, otros dieron media vuelta presos del dolor y la rabia. El caos se apoderó del escuadrón huno, los jinetes que no habían resultado heridos ignoraban qué había sido de sus camaradas, de modo que volvieron la cabeza para identificar la procedencia de los gritos de angustia. Los hombres cuyos caballos habían sido alcanzados saltaron de sus lomos, cayeron al suelo y se pusieron en pie con su armadura ligera, justo cuando los esciros atacaban en masa, descartados los arcos y desenvainadas las espadas, y acuchillaban a los jinetes hunos que buscaban refugio con desesperación.

No había ninguno. La retirada de los hunos que intentaban volver a la seguridad de la horda fue cortada por jinetes esciros que seguían saliendo del bosque, con los arcos tensados y las flechas preparadas. Odoacro, que se encontró en el corazón de la batalla, esquivó un sablazo de un jinete huno cuyo caballo había sido derribado, y después hundió su espada con toda la fuerza de su estatura superior en la cabeza del huno, atravesando el casco de cuero y su cráneo. El huno se desplomó como un saco de cebada. Odoacro liberó su espada y alzó la vista.

Lo que un momento antes había sido una prístina ladera contigua al bosquecillo era ahora un matadero. En cientos de pasos a la redonda, el terreno estaba sembrado de hombres y caballos muertos, todos hunos. Del mismo modo, todos los hombres vivos que se veían eran esciros. No había sobrevivido ni un solo jinete huno de todo el escuadrón.

—¡Explorador! —gritó a un jinete esciro. El hombre se acercó a Odoacro con aire triunfal—. ¿Llevas tus bártulos de señales?

El hombre lo miró sin comprender.

—¡Tus bártulos de señales! —gritó Odoacro—. El tarro de ascuas, la pez para la flecha. ¡Contéstame, hombre!

El jinete comprendió, asustado, y llevó la mano al punto a su alforja, de la cual extrajo un pequeño tarro cerrado con un tapón de madera.

—Ve a la parte posterior de la colina —ordenó Odoacro—. Sube hasta la retaguardia de nuestras líneas sin que te vea el enemigo. Después, dispara una flecha de fuego tan alto como puedas, en dirección a las líneas enemigas. Esa es la señal. Él sabrá lo que ha de hacer.

Por fin, el mensajero recuperó la voz.

—¿Él? ¿El rey Vismar? ¿El rey Guthlac?

—¡No, estúpido! ¡Ellac el huno! ¡Aún no sabe que su fuerza de flanqueo ha sido destruida! ¡Vete ya!

El jinete parpadeó confuso y se alejó al galope, mientras quitaba el tapón con los dientes. Odoacro le siguió con la mirada, satisfecho.

Abatido el último jinete huno, sus hombres se reunieron expectantes alrededor del jefe. Odoacro no perdió el tiempo.

—¡Cabalgad colina abajo en dirección al río! —gritó—. Describid un círculo tan amplio que el grueso del ejército huno no os pueda ver. Dejad que sigan concentrados en el humo y las trincheras. Formad en filas en la orilla de grava, detrás de ellos. Cuando veáis la flecha de fuego lanzada desde lo alto de la colina, detrás de las filas aliadas, ¡cargad contra los hunos con todas vuestras fuerzas!

Con un grito, los jinetes esciros corrieron hacia el Nedao, hacia un punto situado a unos seiscientos pasos río arriba del lugar por donde habían cruzado los hunos. En la orilla se desviaron hacia la izquierda y la siguieron hasta un punto que se hallaba bajo la línea de batalla, visibles en lo alto de la colina. Todavía flotaban nubes malolientes sobre el campo, y Odoacro vio que se habían abierto algunos huecos de buen tamaño en la barricada de espinos. Las fuerzas hunas, que desde el disparo de las flechas de fuego se habían apiñado inquietas a lo largo del frente de batalla, desmontaron y se desplegaron a pie, en un frente más estrecho y atestado, ante uno de los huecos más grandes de la barrera. Cargaban con tablas de madera para tenderlas sobre las trincheras.

—¡Esperad la señal! —gritó Odoacro a sus hombres, y la orden se transmitió a lo largo de la línea. Cuando alzaron la vista obedeciendo a un ademán de su jefe, los hombres la vieron en el cielo de la tarde, que se había teñido de un enfermizo tono amarillento por obra de las nubes de humo, que ya se iban disipando: la tenue silueta de una sola flecha de fuego, cuya punta en llamas dejaba un rastro de humo negro grasiento mientras describía un alto arco, para luego caer al suelo tras las líneas enemigas.

El cuerno de oveja huno tronó la señal de ataque, y con un rugido, los invasores se abalanzaron hacia la humeante barricada, tendieron tablas sobre las zanjas y subieron por el terraplén, convencidos de que las tropas germanas sitiadas serían atacadas al mismo tiempo desde atrás por sus camaradas, que habían efectuado el movimiento de flanqueo tras la colina minutos antes. En el ínterin, los jinetes esciros de Odoacro que aguardaban en la orilla del río emitieron sus gritos de guerra, y después espolearon a los caballos y ascendieron la misma ladera que, tan solo unas horas antes, habían escalado los jinetes hunos.

Sin embargo, cuando los hunos cruzaron el terraplén, no encontraron a las fuerzas germanas preocupadas, atacadas por la retaguardia, como esperaban, sino más bien un contraataque de miembros de tribus enfurecidos, que acababan de ver a las tropas de Odoacro en la orilla del río, galopando colina arriba para caer sobre la desprevenida retaguardia huna. Los esciros y los hérulos, al mando del propio Guthlac, que blandía una enorme hacha de guerra, saltaron por encima de su terraplén, haciendo remolinear las pesadas espadas fácilmente con sus poderosos brazos; el estruendo de metal y carne cuando las dos tropas se encontraron sobre la tierra blanda del terraplén fue ensordecedor. Los hunos, aunque expertos espadachines, no estaban a la altura de sus gigantescos contrincantes, con su armadura de malla, espadas más pesadas y situados colina arriba. El efecto fue el de un ariete de roble contra una valla de mimbre. Las filas delanteras de los hunos fueron segadas como la hierba, sin apenas conceder tiempo a las filas de retaguardia para dar media vuelta y regresar renqueando sobre las tablas o caer a la zanja, huir a sus posiciones anteriores, a los caballos que esperaban, a…

El cuerno de oveja de los hunos tocó retirada, pero antes de que los atacantes pudieran dar media vuelta, los jinetes de Odoacro cayeron sobre ellos por la retaguardia, con la sangre hirviendo todavía debido a la matanza del primer escuadrón huno, tan solo unos momentos antes. El ejército huno estaba destrozado. Soldados aterrorizados saltaban y se escabullían donde podían, esquivaban a la infantería escira que les seguía sobre las trincheras, se enredaban entre las patas de los caballos esciros que acababan de llegar. Hombres heridos caían entre chillidos en empalizadas en llamas, mientras los que todavía continuaban ilesos buscaban con desesperación a sus caballos, que se habían dispersado a los cuatro vientos en la confusión del ataque esciro.

Odoacro se abrió paso entre la refriega y localizó su objetivo: en la retaguardia de las fuerzas hunas, todavía montado pero a punto de escapar, se encontraba Ellac, que se distinguía por los ribetes de piel de su armadura de cuero engrasada, y el par de guardias godos que le flanqueaban. Odoacro galopó hacia ellos, y con un solo mandoble de la espada sajó el cuello del godo más próximo, cuyo tronco se derrumbó sobre el lomo de su aterrorizado caballo. El segundo guardia, si bien blandía una espada, echó un veloz vistazo a la malévola expresión de Odoacro y huyó a toda prisa, pero en dirección equivocada, camino del humo y la carnicería. Solo entonces cayó en la cuenta Ellac de lo que estaba sucediendo, y se volvió a mirar a su vencedor por primera vez. Aunque habían trascurrido casi cuatro años desde que se habían visto por última vez en el Gran Salón del palacio de Atila, reconoció a Odoacro al punto.

—¡Tú! —rugió Ellac—. ¡Tú eres el hombre que busco!

Se levantó sobre los estribos, avanzó y descargó su pesada espada de caballería sobre Odoacro con todas sus fuerzas.

Odoacro contraatacó con su espada y sintió la vibración metálica del golpe, que recorrió dolorosamente su brazo. Antes de que Ellac pudiera golpear de nuevo, se echó hacia atrás; Casquivana se encabritó, casi hasta el punto de perder el equilibrio, y golpeó con sus patas delanteras las ancas de la montura de Ellac. El animal del huno gimoteó de sorpresa y dolor, y se tambaleó cuando sus rodillas traseras cedieron y estuvo a punto de caer al suelo, mientras Ellac se sentaba y tiraba con brusquedad de las riendas para no perder el equilibrio.

Era demasiado tarde, para hablar o para seguir combatiendo. Odoacro tomó la iniciativa, complacido con la confusión y las equivocaciones de su enemigo, se levantó sobre los estribos y descargó la espada con todas sus fuerzas.

Ellac vio venir el golpe, lo vio incluso antes de que Odoacro preparara la espada, y trató de esquivarlo, pero su caballo seguía tambaleándose bajo su cuerpo, y su éxito solo fue parcial. La espada erró la cabeza, pero seccionó su cuello, partió la clavícula y la escápula, se hundió en el centro de su pecho, hendió el torso, y después salió con facilidad por encima de la pelvis. Mientras Casquivana daba media vuelta para esquivar el chorro de sangre, Odoacro se volvió a mirar, y por un instante vio a Ellac a horcajadas sobre su caballo, los brazos colgando a los lados, los ojos abiertos de sorpresa y con un brillo de lucidez, sin que todavía hubiera aparecido la vidriosidad de la muerte. Entonces, el caballo de Ellac se movió a un lado, y el boquete del torso de Ellac se abrió y dejó al descubierto la clavícula y los tendones del cuello seccionados. Su rostro se derrumbó, y el huno resbaló de la silla y cayó en el charco rojo agitado por los cascos del caballo, mientras este corría hacia la seguridad del río.

El fragor de la batalla se apaciguó, y al cabo de un momento murió por completo. Odoacro se secó el sudor de los ojos, levantó la cabeza y paseó la vista a su alrededor. Sus jinetes, todavía tensos a causa del reciente esfuerzo, empezaron a tirar de las riendas de sus animales y a conducirlos hasta parcelas de hierba seca libre de cadáveres. Hacia las trincheras, vio la infantería pesada del rey. Algunos hombres se tambaleaban debido a la fatiga, mudos y estupefactos por la furia de la matanza y lo repentino de su conclusión. Odoacro se quedó impresionado por su aspecto triste e incluso vulnerable, ellos, los vencedores, en aquel momento inútil y agotado después de que hubiera caído el último enemigo, y antes de darse cuenta de la magnitud de la victoria. A su alrededor había hombres silenciosos y retraídos, casi inconscientes de la presencia de los demás, sus pensamientos tan vacíos como los muertos tendidos a sus pies. Ni un solo huno se movía, ninguno estaba sentado o erguido en el campo, ninguno gemía de dolor en el suelo, a la espera de que llegara la muerte. Ninguno había sobrevivido, y en la ferocidad del contraataque germano, ninguno había podido huir. El ejército de Ellac había sido destruido por completo.

Unos débiles vítores se alzaron desde las trincheras, flotaron sobre el campo como una brisa, pero al cabo de un momento, también murieron, mientras los hombres se agachaban para recoger sus armas y escudos, se quitaban el casco de la cabeza y ascendían penosamente la colina para emprender el regreso a sus casas. Odoacro, sentado en silencio sobre su caballo, no se movió todavía, y solo al cabo de un largo momento se dio cuenta de que Vismar se acercaba, mientras su caballo se abría paso con cautela entre las montañas de muertos.

El rey esciro se detuvo al lado de Odoacro y contempló el cadáver de Ellac, a quien nunca había visto en persona, pero al que reconoció no por los ribetes de piel de su armadura, sino porque estaba caído a los pies de Odoacro. La sangre todavía manaba de la herida, empapaba el suelo, y los ojos abiertos sin vida miraban directamente a su conquistador, en tanto Odoacro aferraba con fuerza su espada, sin envainar y reluciente de sangre roja.

—Ha sido una gran victoria —murmuró el rey—. Más incluso de lo que yo había pedido en mis oraciones.

Odoacro asintió, y de repente notó que una oleada de fatiga se derrumbaba sobre él. Casquivana se estremeció un poco como si también la percibiera, transmitida del jinete al animal y después al suelo, como un rayo que atraviesa un árbol.

—Una gran victoria —repitió Odoacro, sin apartar los ojos del campo de batalla, los treinta mil hombres muertos, y casi el mismo número de caballos.

—¿Has logrado la venganza que deseabas? ¿Ya puedes vivir en paz? —preguntó Vismar.

Odoacro negó con la cabeza.

—Ellac no era la venganza que yo deseaba —replicó—. Tal vez yo era la de él, y al ir en mi busca solo hizo lo que se espera de un huno, y no le guardo rencor por ello. Ahora que ha muerto, mi vida es más segura, pero tampoco eso me parece gran cosa. Mi venganza aún no se ha hecho realidad.

—Ah.

El rey apartó la vista y miró al otro lado del campo de batalla.

—¿Estás sorprendido?

Vismar sacudió la cabeza.

—No. Confié en tu estrategia y tu energía, y acerté. Hoy te has ganado tu herencia.

—Pero ¿estás satisfecho?

El rey hizo una larga pausa antes de contestar.

—¿Satisfecho? Por lo que me resta de vida, tal vez.

—Esas no parecen las palabras de un hombre que acaba de conseguir una gran victoria.

—Una victoria sobre los hunos, cierto. Esa raza no volverá a atormentarnos, pues aunque siguen siendo numerosos, sus tribus y clanes están demasiado fragmentados. Una victoria de Ellac en este día habría sellado su reputación de dirigente y unificado a su pueblo. Su pérdida conducirá a su dispersión. Nunca más tendremos que temer a los hunos.

—Pero…

—Pero… Su fuerza y su reputación han pasado a nosotros. A los esciros, a los hérulos, a los rugios y a los demás germanos. Otras naciones que antes no nos habían causado miedo, o que ni siquiera se habían fijado en nosotros, mirarán ahora con ojos nuevos a los conquistadores de los hunos.

—Eso es bueno, ¿no? Que otros grandes pueblos se fijen en ti, que te tengan miedo.

El rey meneó la cabeza.

—Tal vez —replicó en voz baja, y dio la vuelta a su caballo para iniciar el cauteloso camino de vuelta a las trincheras—. En cuanto a mí, yo prefiero el anonimato.