457 D.C., CUATRO AÑOS DESPUÉS
Guarnición romana de Argentoratum, este de la Galia
No me gusta, mi señor —murmuró el capitán.
La gabarra de base plana, impulsada a remos por marineros contratados a lo largo de la perezosa extensión del Rin, se deslizaba con suavidad hacia el muelle situado bajo la ciudad de Argentoratum. Una docena de legionarios, con cota de malla completa, observaron con frialdad cuando los nerviosos marineros ataron la nave a los pilotes. El capitán había vivido en el río toda su vida, dedicado al comercio de mercancías entre las diversas tribus germanas de la orilla oriental, transportando pieles, telas, hielo y otras mercancías, y habría obtenido pingües beneficios. No obstante, podía contar con los dedos de una mano las veces que le habían dado permiso para desplazarse hasta la orilla occidental, el lado romano. Incluso hoy, mientras su embarcación cruzaba la línea central del río unos momentos antes, se le habían acercado al punto dos lanchas de patrulla romanas de la flotilla del Rin. No estaba seguro de que fuera una escolta de honor, teniendo en cuenta el rango del hombre al que transportaba, o un escuadrón de asalto. Los legionarios armados de aquellas lanchas le habían mirado con ojos tan desdeñosos y suspicaces como este escuadrón del muelle.
—No te pago para que te guste —replicó con frialdad Orestes, mientras alzaba la vista hacia el muelle con expresión serena y neutral, mientras los marineros guardaban los remos y se preparaban para desembarcar—. Te pago para que transportes a mis hombres, y para que me esperes aquí. Si todo va bien, regresaremos antes de que anochezca.
—Te ruego que lo hagas, mi señor. No me gusta pasar la noche en el lado romano.
Orestes no contestó cuando subió por la escalera hasta el tosco suelo de tablas del muelle, seguido por tres oficiales germanos. Cuando echó un vistazo a los bien afeitados legionarios que les aguardaban, con sus túnicas inmaculadas, las cotas de malla bruñidas, y el cuero nuevo y duro, disimuló la envidia que sentía, no por estos soldados, sino por los oficiales que les mandaban. Era el genio de las legiones romanas: su talento para elegir chicos del campo, de Toscana, Siria o incluso Germania, apenas capaces de hablar latín o contar hasta diez sin utilizar los dedos, y mediante el adiestramiento y la disciplina, además de no pocas palizas en momentos oportunos, convertirlos en estos hombres, desapasionados y de confianza, capaces de caminar durante todo un día y una noche sin quejarse, conformados con vivir a base de galleta en lugar de exigir carne, fríos y profesionales en todos los aspectos. Si tuviera un ejército de hombres como esos romanos, en lugar de la chusma mugrienta con la que estaba maldecido, gobernaría el mundo. Hoy, juró, daría el primer paso hacia dicho objetivo.
Los camaradas de Orestes se agruparon en el muelle. Su apariencia ofrecía un vivido contraste con la de los romanos. Todos iban ataviados con sus mejores galas y armas; Orestes, resplandeciente con su capa larga y suelta de piel de marta, propia de su rango de jefe de clan. Sus pantalones eran de la mejor lana tejida, embutidos en las altas botas de piel que había tomado la precaución de limpiar la noche anterior. El tiempo era benigno, de manera que debajo de la capa solo llevaba un ligero chaleco de hilo, bordado con coloridas escenas de las leyendas germanas. Llevaba el pelo largo, mucho más largo que durante los años pasados con los hunos, cuando cuidarlo durante los largos viajes a caballo era una vanidad innecesaria. Ahora dejaba que cayera hasta la mitad de su espalda, con las mechas grises arrancadas o teñidas, y lo ceñía con dos trenzas sueltas sujetas en el extremo con pedazos de tela colorida. Su mayor extravagancia, no obstante, era el bigote, que llevaba sin recortar, magníficas cerdas que caían sobre sus labios formando dos largos regueros dorado rojizos, y que oscilaban como colmillos a cada lado de la mandíbula.
—¿Noble Orestes? —El decurión que iba al mando del escuadrón romano se acercó—. El comandante ruega que te reúnas con él. Te informa de que ha estado ausente de la guarnición, revisando los puestos avanzados, de modo que no recibió la misiva anunciando tu llegada hasta esta mañana. Por lo tanto, no ha tenido tiempo para preparar una bienvenida digna de tu rango. —El oficial lanzó una mirada despreciativa al atuendo y el pelo indisciplinado del bárbaro—. Pero comunica que, si le excusas de dicho protocolo, aceptará tu petición.
—¿Nos conducirás ahora ante el general Ricimero? —replicó Orestes en un latín de leve acento. El decurión le miró algo sorprendido.
—Comes Ricimero, por favor. En fecha reciente se le ha concedido el mando de todas las fuerzas militares del Imperio occidental. De ahí que se halle de paso por Argentoratum. Está visitando todas las guarniciones militares del Rin. Solo se quedará esta noche, así que te aconsejo que presentes tu petición con presteza, pues es un hombre de escaso tiempo y nula paciencia. Mis tropas requisarán vuestras armas.
Orestes extendió los brazos cuando un par de legionarios le registraron a él y a sus hombres. Les aligeraron de armas y cuchillos, que luego arrojaron al barco que esperaba. Después, indicó con un ademán a uno de los marineros que subiera una bolsa de lona envuelta por completo, guardada bajo un banco.
Cuando el marinero la dejó caer sobre el muelle, Orestes volvió hacia el decurión con aire despectivo.
—Tus hombres transportarán esta bolsa.
Un brillo colérico alumbró en los ojos del oficial, pero al ver la expresión decidida del jefe germano, rezongó una orden de mala gana a sus hombres. Uno de ellos se agachó con un gruñido y colgó la bolsa de su hombro. Los legionarios formaron, rodearon a los visitantes en un cuadrado de tres hombres por lado y, sin que se viera al decurión dar ninguna orden, adoptaron un preciso paso de marcha que despertó de nuevo la admiración de Orestes por la disciplina de aquella gente, los soldados más vulgares de la legión. Con ritmo decidido, en silencio salvo por el crujido de la grava y las losas bajo sus pies, el decurión les condujo lejos de los muelles, al otro lado de las gruesas murallas de piedra que protegían la ciudad, hasta internarse en las calles sinuosas que cobijaban a la principal guarnición de la Octava Legión Augusta del ejército del Rin del Imperio de Occidente.
El comes Ricimero era un hombre cuya hora había llegado y, en su opinión, no demasiado pronto. Educado desde niño en la corte de Rávena bajo los emperadores Honorio y Valentiniano, poseía un conocimiento profundo del funcionamiento interno de la política del imperio, que ni siquiera superaba el fallecido comes Aecio, a cuya sombra había vivido la mayor parte de su vida, y bajo cuyo mando había combatido diestramente contra las fuerzas de Atila en los Campos Cataláunicos cuatro años antes. Pero Ricimero no era un partidario nato. Su abuelo materno había sido el rey suevio Vallia, terror y más tarde aliado de los romanos muchos años antes, y su madre, una princesa de la tribu, se había casado con un noble romano. De esa rama de la familia había heredado su alta estatura, los ojos bien separados y la mandíbula cuadrada típica de los hombres de su tribu. De joven se había hecho famoso por pendenciero e intrépido, y era esta reputación de impetuosidad la que, quizá, le había impedido ascender de rango con la velocidad que él habría deseado. En cambio, durante años había servido bajo las órdenes de aquellos que, por fortuna o habilidad, habían sido ascendidos antes que él.
No obstante, con la muerte reciente tanto de Aecio como de Valentiniano, el mando militar romano había caído en la confusión. Algunos extranjeros habían aprovechado el vacío de poder. El año anterior, Genserico y sus hordas vándalas habían invadido Roma desde África, saqueado la ciudad y causado la muerte del emperador Máximo antes de abandonar los restos de la ciudad. El patricio Avito había sido proclamado emperador, y desde ese momento generales de todas partes del imperio le habían estado observando, además de espiarse mutuamente y de mirarse ante el espejo, maniobrando para mantener las posiciones que habían conseguido, o para ascender al máximo nivel: comandante en jefe de todas las legiones.
De momento, al menos, la competición había terminado. Avito había sido asesinado, y, por un golpe de suerte y casualidad, Ricimero había estado en la capital aquel mismo día y tomado el control de las legiones antes de que estallara el caos. La competición había terminado. Ricimero había ganado. Solo le restaba consolidar su control a base de colocar en el trono a un hombre fiel a él y aceptable para el Senado, un papel interpretado de buen grado por uno de sus antiguos camaradas militares, Mayoriano. Ricimero había satisfecho sus ambiciones: control militar absoluto y gobierno político de facto a través de su amigo. Ahora, sin embargo, empezaba el trabajo difícil: transformar el imperio, cuya gloria había declinado en siglos recientes, en un poder a la altura de sus ambiciones personales. Había resuelto iniciar esta tarea con una visita a las legiones. Calcularía los puntos fuertes y débiles militares, sobre todo en las fronteras del imperio, e identificaría a aquellos jefes con los que podría contar para recibir apoyo…, y también a los que sería preciso eliminar.
Cuando el grupo de germanos entró en la pequeña sala de conferencias de la antigua mansión que hacía las veces de cuartel general, Ricimero les recibió con cortesía pero algo distraído, disgustado por verse apartado de tareas más urgentes. Se le esperaba en la guarnición de Moguntiacum, cuarenta millas Rin abajo, al cabo de dos días, y sabía que, a menos que finalizara pronto sus inspecciones aquí, llegaría con retraso, y detestaba llegar con retraso. Los aplazamientos proporcionaban más tiempo a los rivales y subordinados para prepararse, para conspirar contra él, para inventar excusas y patrañas que disimularan sus carencias, las cuales tardaría semanas en descubrir. Si era posible, siempre prefería llegar a su destino con uno o dos días de antelación, aunque solo fuera para ver la expresión del comandante local, con frecuencia presa del pánico si acababan de informarle de que los bárbaros se habían infiltrado por la noche y prendido fuego a la cabaña de mando. De todos modos, ya estaba claro que debía descartar llegar antes a Moguntiacum. Ricimero estaba aprendiendo a marchas forzadas que su nuevo título de comes no solo conllevaba el mando militar, sino también tareas diplomáticas. Se resignó a estas cargas adicionales, apretó la mandíbula y saludó a la delegación visitante.
Orestes avanzó y saludó a Ricimero con un fuerte apretón de manos.
—Ojalá sea el primero de mi tribu en felicitarte por tu ascenso —dijo—. Dios mediante, nuestros pueblos gozarán de muchos años de paz y cooperación.
Cuando soltó la mano de Ricimero, cruzó los brazos sobre el pecho, exhibiendo el anillo de oro de ciudadano romano que adornaba su índice derecho.
Ricimero examinó al germano, y se demoró un momento en el anillo. Se consideraba un buen juez del carácter a primera vista, pero este hombre, Orestes, le planteaba dificultades. Sus modales y aspecto eran bárbaros en extremo, pero su latín cultivado indicaba un bagaje cultural, y su ciudadanía romana significaba que debía tratarle con cautela… si no como a un igual, al menos como a un camarada de armas. Suspiró para sus adentros. No iba a ser una cuestión de rápida presentación de credenciales, intercambio de obsequios y despedida. Borró mentalmente toda la tarde del calendario.
—Es un placer para mí recibirte, general Orestes. He oído hablar mucho de ti y de tu pueblo, pero desconocía tus vínculos romanos hasta ahora. Eres ciudadano, por lo que veo.
Orestes asintió.
—Nací en la Galia, hijo de un príncipe alamán exiliado. Mi madre era hija de un magistrado provincial romano, quien tramitó mi ciudadanía cuando era pequeño, antes de que mi padre me llevara al otro lado del Rin.
Ricimero hizo de mala gana un gesto con el que abarcó la sala vacía.
—Perdona mi pobre bienvenida, pues mis horarios están un poco desorganizados. ¿Me acompañas a dar un breve paseo por la guarnición?
Orestes asintió, sorprendido por la invitación, pero no demasiado. Las instalaciones de Argentoratum no eran ya ningún secreto. La ciudad había sido un centro comercial germano durante muchos siglos antes de que Roma tomara su control. Muchos de los antiguos miembros de la tribu de Orestes todavía recordaban las calles, tabernas y muelles, aunque hacía décadas que no las visitaban. Si bien esta invitación no deparaba una gran revelación, Orestes se sintió intrigado, pues significaba que Ricimero le reconocía como comandante de pleno derecho. El plan se estaba desarrollando con más facilidad de lo que había supuesto.
Cuando salieron, Ricimero guió a sus hombres y a los germanos visitantes a la plaza de armas, donde un destacamento de reclutas de las provincias cercanas estaba enfrascado en ejercicios que implicaban el montaje y desmontaje rápido de piezas de artillería. Orestes observó las maniobras, muy impresionado.
—Temo que la instrucción es innecesaria —comentó—. Tus hombres ya han dominado la rutina.
—Ninguna instrucción es innecesaria —respondió Ricimero—. Aunque no sea precisa para la preparación militar, mantiene ocupados a los hombres, fortalece la disciplina. Esto es muy importante para las tropas auxiliares locales, nuestro mayor contingente en esta frontera. Las «romaniza», transforma a los hombres de bárbaros, extranjeros, en romanos de pleno derecho. Pero en este caso, los soldados ya están adiestrados, pues esta unidad se formó hace meses. La instrucción no es tanto para ellos…
Orestes lo miró intrigado.
—Como para los oficiales.
—¿Los oficiales? —preguntó Orestes.
Ricimero vaciló un momento antes de continuar.
—No veo ningún motivo para ocultarte el hecho de que, con el cambio de administración en Rávena, cierto número de oficiales han sido retirados o trasladados, y han sido sustituidos por gente nueva.
Orestes observó que las tropas de artillería estaban haciendo instrucción sin ayuda. El joven tribuno que los supervisaba tenía proyectada la barbilla hacia delante con expresión autoritaria, pero guardaba silencio, salvo algún comentario en voz baja al centurión erguido a su lado.
—Paquio Próculo —dijo Ricimero, como si leyera la mente de Orestes—. Recién llegado de Rávena, donde formaba parte del Estado Mayor. Su primer destino en el campo de batalla. Uno de mis oficiales jóvenes más capaces, aunque nunca ha estado al mando de artillería. Aprende deprisa, no obstante.
—Muy irónico —murmuró en voz baja Orestes.
—¿Qué te parece irónico? —preguntó Ricimero tirante.
Orestes reflexionó unos momentos antes de hablar.
—Que tu situación sea casi un reflejo exacto de la mía, pero al revés —contestó—. Tu situación militar, me refiero, el estado de preparación de tus tropas.
Ricimero sonrió. Una comparación entre sus tropas de primera y las hordas germanas, efectuada por un caudillo germano, sería divertida.
—¿En qué sentido?
—Tus oficiales carecen de experiencia. No obstante, tus hombres hacen gala de un adiestramiento soberbio, incluidos los reclutas auxiliares germanos. Una fuerza admirable, comes, digna del mejor jefe que Roma ha podido destinarles, y no me cabe duda de que tus oficiales pronto estarán a la altura de la tarea.
—¿Y tu situación? —insistió Ricimero, satisfecho del análisis del germano, pese a la poco velada arrogancia que había percibido en el porte y el tono del hombre.
—Mi situación, por supuesto, es todo lo contrario. Mis oficiales son de una competencia suprema.
Al oír esto, Ricimero echó un vistazo a los demás germanos, que se hallaban a unos pasos de distancia charlando con sus oficiales. «¿Competentes?», se preguntó divertido. Examinó los largos y lacios bigotes, las trenzas dorado rojizas que colgaban sobre sus espaldas, las botas de piel grasienta de viaje, las túnicas de malla abolladas y los músculos prietos, duros pese a su edad. Ninguno contaba menos de cincuenta años, pero supuso que cualquiera de ellos vencería a un legionario romano de veinte años en un combate de lucha libre. «Fuertes, tal vez, pero ¿competentes como jefes militares?».
—De una competencia suprema —repitió Orestes—, con muchos años de experiencia en la guerra, entre los hunos, contra tribus enemigas, a veces contra Roma. —Sonrió—. Pero mis hombres, mis soldados rasos…
Meneó la cabeza con tristeza.
—Los germanos tienen fama de fuerza y valentía —sondeó Ricimero.
—Es cierto. Tomados de uno en uno, nadie nos supera como guerreros. Pero los hombres carecen de disciplina y adiestramiento, no están acostumbrados a colaborar, a trabajar en grupo, ni siquiera a levantarse por la mañana a una hora decente. Son feroces individualmente, pero torpes como grupo. Valientes, pero estúpidos. Habrían sido incapaces de montar con rapidez maquinarias complejas como tus reclutas de artillería.
—Interesante —respondió Ricimero. Se volvió e indicó a Orestes con un ademán que le siguiera—. Es hora de cenar. ¿Tu gente y tú queréis acompañarnos?
Orestes caminó al lado del comes mientras volvían al palacio.
—Creo que no. Prometí al barquero que regresaríamos antes de anochecer. Sus marineros temen pasar la noche en esta orilla del río.
—Entiendo.
Avanzaron en silencio hacia las enormes puertas de madera del edificio, que un par de centinelas abrieron con un saludo marcial. Seguidos por los demás caudillos germanos y los lugartenientes de Ricimero, recorrieron un pasillo casi vacío. Las sandalias claveteadas de los romanos repiqueteaban sobre el suelo, mientras las botas de piel blandas de los germanos casi no producían el menor ruido. Entraron en una amplia sala de recepciones, con braseros en cada extremo que emitían un calor acogedor. Orestes observó que habían llevado la bolsa de lona transportada por los legionarios desde la embarcación, y la habían dejado con discreción en un rincón. Las cuerdas y hebillas de cuero continuaban intactas. Ricimero se acercó a una mesa pequeña situada en un rincón y tocó una campanilla. Al punto apareció un sirviente con una jarra grande de plata forjada.
—Bebamos, señores —anunció Ricimero, mientras el sirviente sacaba copas de un aparador y empezaba a llenarlas de un líquido color miel—. Me gustan sobremanera los vinos locales, y confío en que me acompañéis en beber tantos como sea posible durante mi breve estancia en esta tierra.
Los hombres sonrieron y avanzaron. Cada uno tomó una copa y brindó con su vecino, antes de entablar cortés conversación. Ricimero, no obstante, miró a los ojos a Orestes.
—Acompáñame un momento, general.
Orestes dejó su copa y siguió al comes por una puerta cercana, que conducía a una habitación más pequeña, tan elegantemente amueblada y acogedora como el salón de recepciones que acababan de abandonar, pero mucho más reducida, con espacio apenas para una pequeña mesa rectangular y una silla a cada lado. Ricimero cerró la puerta a sus espaldas e indicó a Orestes que se sentara.
—Bien —dijo Ricimero cuando ambos estuvieron sentados—. Agradezco tu visita, general, pero presiento que encubre otras intenciones. Hablemos ahora, los dos solos, con sinceridad y confianza. ¿Para qué has venido exactamente?
Orestes miró al otro lado de la mesa. Oyó al fondo las voces de sus hombres, cada vez más altas y relajadas a medida que el vino y el calor de la sala obraban efecto. Lamentó haber abandonado su copa, pero habría amplias oportunidades de beber más tarde, si todo iba bien. Si todo no iba bien, estaría muerto, lo más probable.
Sonrió.
—He venido para informar de un crimen contra el Estado.
—¿El Estado? —preguntó Ricimero, perplejo—. ¿Qué Estado?
—Roma, por supuesto. Un ciudadano romano ha traicionado al imperio. Antes, no obstante, me gustaría saber el castigo por traición.
Ricimero hizo una pausa y frunció el ceño.
—¿El castigo? Eso depende. La traición se produce de muchas formas. Las ciudades bárbaras están llenas de mercaderes romanos que comercian con el enemigo, los ejércitos extranjeros están llenos de antiguos soldados romanos, contratados como mercenarios. Es muy común en estos tiempos, con las fronteras fluctuantes, pero no es nuevo, ni motivo de grandes alharacas. Si capturamos a conspiradores o traidores, lo normal es dispensarles la muerte cuanto antes, para impedir que su encarcelamiento suponga otra carga más para el Estado. Como sin duda sabrás —indicó el anillo de oro de Orestes con un cabeceo—, puesto que tú también eres ciudadano romano.
Orestes continuó inexpresivo, salvo por una vaga sonrisa.
—¿Pueden los traidores convictos comprar su vida?
—Pocos tienen dinero; de lo contrario no habrían cometido traición, ¿verdad?
—Pero ¿y si lo hicieran? —insistió Orestes—. ¿Qué rescate calcularías? ¿Sería aceptado? ¿Puede un hombre eliminar su culpa mediante una compensación monetaria, mientras otro hombre, en penuria, solo se redime pagando con la muerte?
Los ojos de Ricimero se clavaron en él.
—Una pregunta interesante —musitó—, y no estoy seguro de ser lo bastante filósofo para contestarla.
—Inténtalo, te lo ruego.
Ricimero se reclinó en su silla y clavó la vista en el techo.
—El cristianismo nos dice que la vida de todo hombre no tiene precio —contestó con laconismo—. No obstante, el Estado afirma, de hecho insiste en ello, que la vida de todo hombre posee un valor monetario. Hasta me atrevería a decir que el gobierno no podría funcionar si tal no fuera el caso. Si un carro atropella y mata a un peatón, es posible consolar a su viuda con un pago, mayor si la víctima es un rico mercader, menor si es un trabajador vulgar, enorme en el caso de un senador. El Estado, por mediación de los tribunales, fija un valor exacto en forma de fallo judicial.
—¿No es un poco presuntuoso que un juez juegue a ser Dios?
—Tal vez —contestó Ricimero—, pero ¿no jugamos todos a ser Dios a nuestra manera? Asignamos valores monetarios no solo a las vidas de los demás, sino también a las nuestras. Siempre que nos exponemos a un peligro, siempre que cruzamos una calle, siempre que nadamos en el mar, o nos lanzamos a la batalla, estamos asignando un valor intrínseco a nuestras vidas, y lo multiplicamos por alguna probabilidad de morir intrínseca, resultado de dicha actividad, con el fin de determinar el coste del peligro y compararlo con el valor potencial de la ganancia o el placer. Si el peligro de morir en la corriente es mayor que el placer de nadar, no entraremos en el agua. Un motivo económico, si quieres, para explicar por qué los generales de la clase patricia se quedan en la retaguardia de la batalla, mientras los soldados rasos de humilde cuna luchan en primera línea. No es la única razón, por supuesto, pero sí una de ellas.
Orestes lo observaba con impaciencia, mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—¿En una palabra, pues…?
—En una palabra: mentiría si te dijera que la vida de un traidor no puede comprarse con una cantidad de dinero suficientemente generosa. ¿Quién es este canalla del que hablas?
—Yo.
Ricimero exhaló un lento suspiro, y después sonrió.
—Ah. Así pues, esto no es tanto una acusación como una confesión. No soy sacerdote, general. Y viajas con un salvoconducto. De modo que no has de temer nada, ni tampoco confesar, a propósito.
—Colaboré con Atila durante muchos años. Luché contra Aecio en los Campos Cataláunicos.
—En ese caso, también luchaste contra mí. Por suerte, perdisteis. De haber ganado, habría considerado mayor tu crimen. Sin embargo, tal como has señalado correctamente, fue un crimen que un ciudadano romano luchara contra su propia nación. No obstante, quieres subsanar tus errores, de modo que me siento predispuesto a considerarlo. Ordenaré a uno de mis subordinados que discuta las condiciones contigo esta noche. En cualquier caso, tengo preparativos que hacer, pues parto mañana al amanecer.
Orestes se inclinó hacia delante.
—Comes Ricimero, seré sincero contigo. Antes he hablado de nuestros problemas mutuos. Ambos sabemos que cuentas con tropas muy bien adiestradas, mandadas por oficiales incompetentes.
Ricimero se encogió al oír estas palabras, pero Orestes no hizo caso y continuó.
—Los hombres de mis clanes están ejerciendo presión en el río, en tu frontera, al igual que otras tribus a lo largo de todo el Rin, y a lo largo de la orilla norte del Danubio. Ya han cruzado las fronteras en el pasado, y volverán a hacerlo. Te lo garantizo.
—¿Me estás amenazando?
—Solo estoy afirmando lo que es evidente, comes. Mi problema, como ya he dicho, es el contrario del tuyo. Mis jefes son diestros, pero mis hombres son unos inútiles. Indignos de mis oficiales.
—¿Y bien?
—Puedo resolver ambos problemas al mismo tiempo.
Ricimero le miró con frialdad.
—¿Estás sugiriendo combinar tu pericia en el mando con la pericia de mis tropas en el arte de la guerra? ¿Que deseas unirte a las legiones? ¿Mandar las legiones?
—Soy un ciudadano. Tú eres el comandante de las fuerzas militares de toda Roma. El talento y las relaciones existen. No te costaría mucho solucionarlo.
—Al contrario, ya hemos llegado a la conclusión de que eres un criminal, y tu reciente amenaza poco ha hecho para disuadirme de tal opinión. Creo que sería algo muy difícil de solucionar, incluso si estuviera dispuesto a hacerlo.
Orestes continuó con calma, como si no le hubiera oído.
—También solicitaría que mis jefes ocuparan puestos de mando de responsabilidad, tal vez veinte de ellos, al nivel de un tribuno, o más alto. Y que se permitiera a sus familias inmigrar y recibir de inmediato la ciudadanía romana.
Los ojos de Ricimero se entornaron.
—Estás sugiriendo… —dijo, con una mezcla de diversión e incredulidad en la voz—. Estás pidiendo… ¿Me estás exigiendo que abra las compuertas a toda tu tribu, que permita a tu chusma invadir territorio romano, como ocurrió durante la generación de mi padre, pero sin el inconveniente de tener que esperar a que el río se hiele antes?
—Claro que no —replicó con frialdad Orestes—. Toda la tribu no. Reconozco que existen límites, incluso para tu poder. Tan solo mi clan inmediato. Mil hombres y sus familias.
Ricimero le miró un momento, estupefacto, y después sacudió la cabeza con una pálida sonrisa, como si reconociera resignado la conclusión de un mal chiste.
—Admiro tu desfachatez —dijo Ricimero por fin—. Si no viajaras con salvoconducto, ordenaría que te detuvieran, no por traición, sino por demencia.
—Oh, hablo muy en serio.
—Eso solo confirma mi conclusión. En fin, general, me estás proponiendo no solo que perdone tu delito, sino que cometa yo uno a mi vez.
—No entiendo por qué reclutar a un comandante experto, y encima ciudadano romano, puede considerarse un delito. Está claro que Roma necesita tales comandantes.
—Y yo no entiendo cuáles son las ventajas para mí, o para Roma, de aceptar a toda tu horda de melenudos, aparte de ganar un par de docenas de oficiales de dudosa competencia.
Orestes sostuvo la mirada de Ricimero sin parpadear.
—Tenemos otros recursos.
Ricimero enarcó una ceja, pero continuó en silencio.
De pronto, Orestes se levantó y salió por la puerta. Las conversaciones y carcajadas de la sala contigua enmudecieron al instante.
—Traedme la bolsa —ordenó a uno de sus hombres.
Oyó a su espalda el arrastrar de una silla cuando Ricimero se levantó, sacudiendo la cabeza, irritado con aquel insignificante caudillo, que imaginaba poder sobornar con tanta facilidad al comandante en jefe de las legiones romanas. Orestes volvió a la habitación, acompañado de un oficial germano que dejó la enorme bolsa de lona sobre la mesa. Aterrizó pesadamente, con un golpe sordo que hizo temblar las delgadas patas del mueble. Ricimero parpadeó sorprendido. Estaba claro que la bolsa pesaba cien libras o más. Detrás de él, Orestes oyó el arrastrar de pies y las toses de los demás oficiales, cuando se apelotonaron en la puerta abierta movidos por la curiosidad.
—¿Qué es esto? —preguntó Ricimero—. Ábrelo.
—Ese honor te corresponde a ti. Tus hombres me desarmaron cuando pisé la orilla del río.
Ricimero asió el cuchillo que llevaba al cinto, y sin hacer caso de las ataduras de cuero que rodeaban el contenido informe, hundió la hoja directamente en la lona, como si fuera el vientre de una cabra. Cientos de monedas de oro se desparramaron sobre la pequeña mesa con un estruendo metálico, y luego cayeron al suelo y rodaron en círculos concéntricos con un tintineo. Los estupefactos romanos de la puerta no emitieron el menor sonido. Ricimero permaneció inmóvil hasta que la última moneda cayó de costado. Después, recogió una de la mesa y la examinó con detenimiento.
—Jamás había visto estas monedas.
—No me extraña. Proceden de países lejanos: la India, China. Algunas cuentan con cientos de años de antigüedad. Pero pueden fundirse para fabricar nuevas monedas, monedas romanas. Tal vez con tu propio perfil grabado.
Ricimero meditó en silencio, mientras sus ojos paseaban ávidos sobre la destellante pila de la mesa.
—Tal vez podamos llegar a un acuerdo sobre tu clan —dijo en voz baja.
—¿Tal vez? —preguntó Orestes, enarcando las cejas.
—Tal vez.
—Tengo muchas más bolsas como esta, a buen recaudo. Idénticas a esta.
Ricimero alzó la vista por primera vez desde que habían dejado la bolsa sobre la mesa, y sonrió sin humor.
—Llegaremos a un acuerdo. Dime, general. Este dinero… He oído rumores de que el sepulcro de Atila…
—¡Nadie persigue este dinero! —interrumpió Orestes, y la brusquedad de su tono traicionó su impaciencia. Guardó silencio un momento, recobró la compostura y continuó con calma—. Su procedencia solo es de mi incumbencia.
Ricimero le miró con dureza, con los labios fruncidos mientras pensaba, y después bajó la vista de nuevo hacia la mesa.
—El oro de los hunos —musitó—. El oro de Atila. Roma le derrotó una vez en el campo de batalla, y luego volvió a expulsarle de Europa un año después. Esta, pues, es la tercera vez que Atila pierde ante Roma. Una derrota póstuma.
Orestes asintió, y tras lanzar una mirada a sus hombres, que se hallaban detrás de la puerta, los oficiales germanos y él salieron a grandes zancadas, atravesaron el palacio y bajaron hacia el barco que les esperaba en el muelle, esta vez sin que la guardia romana los acompañara.