I

453 D.C., CAMPAMENTO HUNO

1

Hacía mucho rato que las estrellas habían alterado su curso en el cielo nocturno de finales de otoño, pero el enorme campamento emplazado en la llanura huna estaba iluminado como a plena luz del día, con tal cantidad de antorchas y hogueras que podría haber rivalizado con Constantinopla. La iluminación de la ciudad campamento estaba a la altura del ruido que producían sus habitantes, pues cada hombre, mujer y niño, cada perro, ave de corral y caballo de las llanuras domesticado, cada esclavo y amo, cada huno y godo y germano exiliados, elevaban su voz y su ánimo en plena celebración. Sus cánticos resonaban en toda la llanura, y las hogueras de boñigas proyectaban su resplandor rojo en el humo que se elevaba a baja altura, hasta crear un resplandor brumoso que se veía en millas a la redonda de la extensión de hierba ondulada, reseca tras el verano.

Una partida de oficiales hunos montados, treinta en total, llegó como una tromba desde la llanura y dejó atrás a los centinelas godos, que alzaron odres semivacíos de kamon, su brebaje de cebada, en un saludo burlón a los jinetes cubiertos de polvo. Recorrieron las calles de tierra compacta, sin apenas dignarse mirar desde sus monturas, que echaban espuma por la boca, pues su feroz expresión y paso apresurado eran advertencia suficiente a los transeúntes para que se apartaran. Desde todas partes, rostros ebrios les miraban a la luz parpadeante. Trompas, silbidos y gritos inarticulados saludaron la llegada de los jinetes, y algunas manos aferraron sus blandas botas de piel de cierva, invitándoles a sumarse a los festejos o propinándoles empujones. El jefe de los jinetes paseó la vista a su alrededor con desagrado, no debido a la pobreza y suciedad que la ciudad emanaba, sino a las señales de riqueza: los jóvenes petimetres que deambulaban borrachos, con los dedos repletos de anillos y los hombros cubiertos con las excelentes sedas que utilizaban para imitar la moda de quienes conquistaban; los corceles europeos y árabes, de espinillas delgadas, que montaban los oficiales godos, en lugar de los caballos de las estepas, feos pero fiables, que los hunos habían criado durante generaciones; los cálices de metal en los que muchos de los celebrantes trasegaban vino importado, en lugar de los cuencos de madera en los que la gente de más edad bebía el humilde airag, la bebida tradicional de leche de yegua fermentada de los hunos. El jefe, un huno de edad madura, espalda ancha y estatura y fuerza física poco habituales en su etnia, frunció el ceño en señal de desaprobación. Era una cultura que se había ablandado, un pueblo que valoraba más los adornos relucientes que los caballos robustos, la ebriedad más que la conquista, las frivolidades de los godos más que la austeridad huna. Atila, reflexionó, se había convertido en conquistador de Asia y soberano de los clanes hunos dispersos, y también de muchas tribus europeas ingobernables. Pero el precio pagado por esta unidad de propósito, esta asimilación, tal vez no había sido previsto por el poderoso rey.

El grupo de jinetes se abrió paso entre la muchedumbre hasta las empalizadas del palacio. Los centinelas eran hunos de semblante más fiable y serio. Contemplaron los rostros impasibles de los jinetes, les ordenaron detenerse y enviaron un mensajero al recinto interior.

Los jinetes adoptaron la postura relajada que utilizaban para dormitar sobre sus monturas. Pese a su tranquilidad aparente, sus ojos eran cautelosos bajo del borde de sus abollados cascos de hierro cuando observaban la escena. El jefe bajó de su caballo jadeante con gracia felina y se quitó el casco incluso antes de pisar el suelo. Sin deshacerse de su carcaj y arco de guerra, se removió inquieto, con la vista clavada en las sombras titilantes detrás de los guardias de palacio, donde cuerpos que roncaban sembraban el patio y las puertas como bajas de una batalla.

Al otro lado del patio, un corpulento oficial germano, con la armadura brillante a la luz de las antorchas, salió por las puertas de madera del palacio y avanzó contoneándose hacia ellos. Se abrió paso a empujones entre los juerguistas borrachos; con una sacudida de la cabeza se echó sobre los hombros su pelo rojizo y proyectó hacia delante la barbilla, revelando una espesa barba parda veteada de gris. Sostenía un cáliz reluciente en la mano derecha, pero no mostraba la menor señal de ebriedad o alegría. De hecho, sus penetrantes ojos gris azulados se veían tan despiertos y maliciosos como la última vez que el huno se había encontrado con él, seis meses antes. Caminó hacia los jinetes y se detuvo en silencio.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con rudeza el jefe de la partida de hunos.

El germano miró con desprecio a los recién llegados y cabeceó en dirección a los centinelas de la puerta, que relajaron su guardia. Mientras los hunos desmontaban de sus caballos, se volvió hacia su jefe.

—Yo también me alegro de verte, Edecón —replicó en un huno impecable—. ¿Así me saludas después de seis meses de ausencia del campamento?

Edecón gruñó irritado.

—No te debo el menor homenaje, Orestes. Después de seis meses en Constantinopla, estoy harto de ellos. A menos que tu existencia posea más utilidad de la que yo recuerdo, apártate. Debo informar a Atila.

—El rey está celebrando su boda. Ahora no va a recibir informes. ¿No has visto los festejos? ¿O estás tan borracho como el resto del campamento?

—¿Su boda? ¿Ha contraído nuevo matrimonio?

—Una princesa de Panonia —replicó con laconismo Orestes—. Su padre reina sobre algún lodazal del Danubio. La joven proporcionará calor a Atila durante las próximas noches.

Edecón lo miró con frialdad, mientras los dos hombres empezaban a cruzar el patio de tierra en dirección al palacio.

—Una panonia —resopló—. Sin duda leal a Roma. Y veo que todavía llevas el anillo de ciudadano de Roma, aunque afirmas servir a Atila. Tú eres germano, ella es germana… Estoy seguro de que el acuerdo no provocó ningún conflicto de intereses.

—Mi padre se convirtió en ciudadano romano hace años, y yo estoy orgulloso de llevar su anillo.

—¿Orgulloso de llevar un anillo de Roma? —La carcajada del huno fue breve y seca—. Una vez le puse un collar de oro a un chucho, lo cual mejoró en gran medida su aspecto. Pero seguía siendo un chucho.

Orestes paró en seco.

—¿Qué estás diciendo, huno? Los germanos no somos perros.

Edecón continuó andando con calma.

—Tanto mejor para los perros.

—Escoria huna…

Edecón giró en redondo.

—Eres el comandante en jefe de Atila. Dedicaste el año pasado a dirigir las tropas en una segunda campaña militar contra el Imperio de Occidente. Pero Roma todavía prospera. ¿Qué fruto han dado tus esfuerzos, aparte de un ejército borracho y otra puta de pelo amarillo para el rey?

La cara de Orestes se ensombreció de furia, y a punto estuvo de saltar sobre el huno, pero bajó la guardia con cautela cuando vio que la mano de Edecón se movía hacia el pomo de su espada.

—Redujimos a cenizas Concordia, Altinum y Patavium —replicó airado Orestes—. Capturamos Verona, así como Vicetia, Brixia y Bergomum. Hasta la poderosa Milán nos rindió su riqueza. No me cabe duda de que recibiste la noticia de nuestro triunfo. En el palacio descubrimos un gran mural de los emperadores de Oriente y Occidente sentados en sus tronos, dividiéndose el botín de Escitia. Atila ordenó que los artistas de la ciudad volvieran a pintar el mural, y le plasmaran alzándose sobre los dos romanos, mientras arrojaban a sus pies monedas de oro.

—Un golpe asombroso contra los artistas romanos —replicó Edecón—. Y después de Milán, ¿hasta qué punto de Italia llegasteis?

Orestes desvió la vista malhumorado.

—No avanzamos más.

—Me han dicho que os reunisteis con el viejo León de barba blanca, a quienes los cristianos llaman Papa.

—Atila se reunió con él en privado. No ha hablado del asunto con nadie. Sospecho que León afirmó que Roma estaba asolada por la peste, y que si la capturábamos, los hunos no sobrevivirían mucho tiempo. Cuando Alarico el visigodo saqueó la ciudad hace cuarenta años, murió poco después…

—Permitiste que un sacerdote anciano convenciera al rey. Claro que tú también eres cristiano, ¿no?

—Como lo era tu esposa escira —se revolvió Orestes, furioso por los insultos del huno a su honor—, y como lo son tus hijos. ¿Osas juzgarme? No te vi en Italia dando consejos a Atila.

—No —contestó Edecón—. Ni tampoco viste que ninguna legión del Imperio oriental atacara tu retaguardia cuando erais más vulnerables. ¿Quién crees que disuadió a Marciano, el emperador de la Roma oriental, de llamar a sus tropas de Constantinopla y golpear vuestros traseros borrachos, mientras estabais pintando murales en Milán?

—Es fácil decir eso. Tampoco yo vi elefantes de guerra africanos nadar en el Mediterráneo. Eso no significa que tú los mantuvieras a raya.

—Ya ajustaremos cuentas más tarde, germano. Solo tú y yo.

Orestes sonrió y palmeó el pomo de su cuchillo.

—Ya lo creo, huno —gruñó—. Con sumo placer.

Dos sombras se desgajaron del grupo de jinetes, que caminaban unos pasos por detrás. Un par de jóvenes avanzaron y flanquearon a Edecón. Su elevada estatura y pelo castaño contrastaban con sus anchas caras de hunos y sus ojos estrechos. Entre los hunos de las generaciones recientes cada vez había más mezcla de linajes y familias. No obstante, pese a sus facciones europeas, no cabía duda de que eran leales al líder huno.

—¿Algún problema? —murmuró uno de ellos a Edecón, mientras miraba con desdén al germano.

—No —contestó Edecón—. Informaremos a Atila y después iremos a buscar una cama para pasar la noche.

—No hace falta que vengan tus jinetes —rezongó Orestes.

—Son mis hijos. Odoacro y Onulf son capitanes de la caballería huna, y van adonde yo les ordeno.

—No hay que molestar al rey —insistió Orestes.

Edecón se detuvo justo ante la entrada del palacio. Se volvió hacia sus hijos, y su voz apenas traicionó la ira contenida.

—Dad descanso al pelotón. Que cuiden de sus caballos y se reagrupen al amanecer. Después, volved los dos y montad guardia ante la puerta.

Sin esperar la respuesta, Edecón se volvió hacia Orestes.

—Ya basta de cháchara, germano. Acompáñame al interior, o cuida de los caballos junto con mis hombres, me da igual. ¿Cómo se encuentra el rey?

—No se encuentra —masculló Orestes, mientras atravesaba encolerizado el marco de madera—. Hace tres días que está borracho.

Edecón se detuvo.

—¿Borracho? El rey no se emborracha.

Orestes se encogió de hombros.

—Desde su derrota en Roma hace dos años, el rey no ha vuelto a ser el mismo. Y desde el asedio de Aquilea, se emborracha. Con frecuencia.

—¿Está enfermo?

—No, su cuerpo está bien. Tiene más de cincuenta años, pero aún puede cabalgar un día y una noche sin desmontar, y sigue siendo el mejor arquero y lanzador de lazos de todos los hunos. Sufre frecuentes hemorragias nasales, aunque el qam le ha examinado y afirma que eso es bueno, porque le purga de malos humores.

—¡Hemorragias nasales! Si es lo único que padece a los cincuenta años, no tiene de qué quejarse.

—No, su cuerpo está sano… —repitió el germano, mientras los dos hombres entraban en el comedor del sencillo edificio de madera que era el palacio del rey huno. Edecón estudió el lugar con un solo vistazo y paró en seco, estupefacto.

—Es su mente la que sufre —continuó Orestes en voz baja.

Daba la impresión de que una tormenta había asolado el gran salón, pues tres días de orgías sin cuento lo habían dejado hecho pedazos. Mesas de comer y muebles rotos por todas partes, coronados por oficiales hunos y germanos semiinconscientes, que yacían borrachos y roncaban entre los escombros. Un potente hedor a sudor y airag, que al derramarse había empapado las alfombras y se había agriado, impregnaba la sala. Un humo delgado y acre flotaba en el aire, procedente de los restos de un tapiz de lana colgado en la pared, al que una antorcha manejada con torpeza había prendido fuego. Un joven guerrero huno, a quien Edecón reconoció vagamente como capitán de caballería a las órdenes de Dengizich, hijo de Atila, se puso en pie con dificultad, paseó la vista a su alrededor con ojos legañosos, se soltó el cordón que ceñía sus pantalones y meó con calma en un brasero humeante, lo cual provocó un siseo que le impulsó a sonreír satisfecho. Zercon, el enano, salió de detrás de una mesa volcada y reprendió al soldado por su grosería en un huno rudimentario, pero el guerrero rió y dirigió el chorro contra él. El bufón volvió corriendo a su refugio.

Atila estaba sentado en su trono de madera, sobre el estrado que presidía la sala, con las manos extendidas ante él. Edecón paseó la vista a su alrededor con cautela, asombrado por la falta de seguridad. Cualquier campesino rencoroso podría entrar con facilidad en el palacio, liquidar al rey y salir de nuevo, agitando el cuchillo ensangrentado ante sus narices, y nadie se fijaría en él. Antes de asumir sus tareas diplomáticas había sido comandante de la guardia personal del rey, y un fallo semejante habría significado la ejecución, suya y la de todos los hombres de servicio aquella noche. Ahora, Orestes le había sustituido en sus antiguas responsabilidades. Diferente comandante, diferente disciplina, diferentes resultados. Pero claro, Atila también era un hombre diferente.

Los únicos rostros vigilantes de la sala se encontraban a la derecha de Atila. Allí se sentaba una joven, tal vez de unos quince años de edad, con el largo pelo rubio peinado en complicadas trenzas y ceñido alrededor de la cabeza. Llevaba un vestido reluciente rosa y azul claro, adornado con intrincados dibujos de clavos de cristal y dobladillos bordados. Estaba inmóvil, con el plato y el vaso delante de ella sin tocar; regueros de lágrimas secas surcaban su rostro rollizo, mientras paseaba la vista entre el ebrio rey derrumbado sobre la mesa a su lado y los recién llegados.

A su derecha había un hombre de edad avanzada, sin duda el padre de la doncella, el rey de Panonia, a juzgar por la familiaridad con que le tocó el codo y se inclinó para susurrarle algo al oído. Él también vestía elegantes ropas de importación, tal vez un regalo de bodas del propio Atila, y su rostro no reflejaba la pena y la desesperación que Edecón veía en la hija, sino más bien una indiferencia estoica, resignación por perder a la muchacha, temperada por la satisfacción de llevar a cabo una valiosa alianza política al casarla con un monarca poderoso.

—Ildico —dijo Orestes—. La novia. Lleva sentada ahí tres días, sin apenas moverse, sin tocar la comida ni la bebida. Teme la noche nupcial, sin duda.

—¿Cuándo será? —preguntó Edecón.

Orestes miró al rey inconsciente con una sonrisa de satisfacción.

—Esta noche.

Edecón sacudió la cabeza, asombrado y avergonzado.

—Una princesa —murmuró, mientras paseaba la vista en torno suyo—. Una princesa de cerdos. Orestes, tú eres el comandante de la guardia, pero todos tus hombres están borrachos. Yo en persona elegiré las perlas entre esta basura.

Se volvió y emitió un agudo silbido, lo cual provocó airadas maldiciones de los hombres que dormitaban en la sala. Al instante, Odoacro y Onulf entraron, con los ojos abiertos de par en par al contemplar el espectáculo de libertinaje.

—Escoltad a vuestro rey hasta la tienda nupcial —ordenó Edecón.

Los dos jóvenes asintieron en silencio. Se acercaron a Atila, lo levantaron entre ambos, le pasaron las manos sobre sus hombros y empezaron a atravesar la sala, casi arrastrándolo. Ildico y su padre se levantaron con la intención de seguirles, y Orestes y Edecón lo hicieron a continuación.

La tienda nupcial era una estructura circular de lana forrada de fieltro construida en el centro del patio exterior, a plena vista de los habitantes del palacio y las demás esposas de Atila, más de cincuenta. Era un edificio ceremonial, que recordaba los alojamientos tradicionales de los hunos durante las campañas veraniegas dedicadas a capturar caballos a lazo, pero no tenía nada que ver con el modesto refugio utilizado habitualmente en aquellas campañas. Cada fibra del edificio estaba cubierta de alfombras de alegres colores, banderines y mantas, como una joya colorida dispuesta entre los edificios de tablas de madera del recinto del palacio. Había sido erigida en el patio nada más iniciarse la ceremonia nupcial, y se alzaría como una amenaza o una invitación hasta la mañana posterior a la consumación del matrimonio. Aquel día, después de exhibir en público las sábanas ensangrentadas como prueba de la virginidad de la novia y la virilidad del rey, se declararía el fin de los festejos, la tienda sería desmontada, la ciudad campamento volvería a su actividad normal y trasladarían a la novia a sus nuevos aposentos, con las demás esposas del rey.

Cuando el pequeño grupo entró en la tienda, Ildico se puso a llorar y su padre a retorcerse las manos. Su reserva, cultivada con todo esmero, se desvaneció cuando vio el colchón relleno de plumas sobre el que su hija yacería con su marido borracho.

—¿Cómo lo consumará? —preguntó angustiado el rey de Panonia, y miró a Orestes con la esperanza de que su compatriota germano simpatizara con su apremiante situación—. Con todo el debido respeto, ¡el rey de los hunos ni siquiera puede caminar! ¡Si no es capaz de cumplir con su deber, la sábana no estará manchada de sangre por la mañana, prueba de la virginidad de mi hija, y el pueblo sospechará de su virtud!

Los hermanos depositaron a Atila sobre el colchón y se incorporaron. Orestes se agachó para quitarle las botas al rey.

—La sábana estará manchada de sangre, anciano —gruñó Orestes, al tiempo que enderezaba las piernas de Atila—. Si hace falta, la sacaremos de otra parte. Vigila que no sea la tuya.

—¡Pero mi hija no puede yacer con él en ese estado! ¡Será imposible!

—De todos modos, no yacerá con él. Atila toma a sus esposas de pie.

—¿De pie? ¿Como un animal? ¿Así tratan los hunos a sus esposas?

Orestes le fulminó con la mirada, pues no estaba de humor para explicar a aquel rey insignificante, a aquel jefe tribal, que las recientes hemorragias nasales de Atila se agravaban cuando hacía esfuerzos en posición horizontal. La costumbre no tenía nada que ver con la reciente predilección de Atila por copular de pie. Era más bien una cuestión de higiene.

—Insultas al rey —replicó Orestes—. Puede que ahora seas su suegro, pero le insultas antes de que tu hija haya demostrado su valía. —Le dedicó una sonrisa maliciosa—. Gobiernas un pueblo de agricultores, de modo que deberías conocer a los animales: un buey cava un surco más profundo de pie que tumbado.

Al oír estas palabras, Ildico, que había caído en un agotado silencio sobre una alfombra, con la espalda apoyada contra la pared, palideció y prorrumpió de nuevo en sollozos.

—Ya estoy harto —dijo asqueado Edecón. Indicó con un ademán a sus dos hijos, al padre de la muchacha y a Orestes que salieran; después, con una última mirada a su jefe y a la aterrorizada novia, salió al tibio aire de la noche, cerrando la puerta a su espalda.

Cuando el grupo se dispersó en dirección a sus aposentos respectivos, se llevó a sus hijos a un lado.

—Faltan seis horas para el amanecer —murmuró— y no hay ningún guardia en toda la ciudad en el que podamos confiar para vigilar la puerta del rey. Quedaos los dos. Sé que habéis cabalgado todo el día, pero sois jóvenes. Es prerrogativa de los ancianos acostarse, y eso es lo que pienso hacer. Estaré en los aposentos del rey, en palacio. Enviaré un relevo al alba, si encuentro a alguien sobrio.

Los hermanos asintieron, y Edecón se alejó. De pronto, sintió todo el peso de sus cincuenta años y de los esfuerzos que había llevado a cabo en los últimos tiempos, tanto físicos como mentales. Era un huno, reflexionó, nacido para cabalgar, para la estepa, para cazar los antílopes de patas ligeras, y a los persas y alanos de pies todavía más veloces. Ningún hombre está hecho para sobrevivir bajo techo día tras día, comiendo exquisiteces y mimado por eunucos hasta que sus músculos se ablandan y su voluntad se disipa como el humo…, y eso era, precisamente, lo que había hecho durante los últimos seis meses en la corte de la Roma oriental, narrando historias, gastando bromas, fingiendo y mintiendo, como Zercon, el enano de palacio, y todo para convencer al emperador Marciano de las intenciones pacíficas de Atila en relación con Constantinopla, incluso cuando el inmenso ejército huno marchó sobre el coemperador de Marciano en Roma. No fue tan difícil como parecía, pues Edecón había aprendido mucho tiempo atrás que casi todos los hombres desean creer lo que es más fácil de creer, y fue mucho más sencillo para Marciano no hacer nada y disfrutar de los placeres de la corte que afrontar la transparente verdad: que la mitad del mundo romano estaba malherido, y que en cuanto hubiera sido rematado, el victorioso ejército huno concentraría su atención en la otra mitad.

Admitir esto era demasiado difícil para Marciano. Exigiría esfuerzos, reagrupar al ejército, convocar a las guarniciones fronterizas, conseguir nuevos reclutas, todo lo cual era caro y consumía mucho tiempo. Era mucho más sencillo hacer caso omiso del problema y confiar en que los hunos no desearan perjudicar al imperio de Oriente…, y de eso tenía que convencerlo Edecón.

Pero durante aquellos seis meses, Edecón se había ablandado y cansado. Notaba la tensión resultante y también sus hijos, muchachos excelentes y fuertes, el único legado de la única esposa que había elegido, una esclava escira que había capturado durante una incursión en la Germania oriental un cuarto de siglo antes, cuyo nombre no había vuelto a pronunciar desde su muerte, años atrás. Los dos jóvenes se habían sentido perturbados por su prolongada exposición a la decadencia y obscenidad de la vida urbana de Constantinopla, pero nunca habían emitido una palabra de queja en su presencia. No obstante, su expresión cuando recibió la noticia de que Atila había regresado a su campamento, y de que ya no había necesidad de una embajada huna en Constantinopla, fue de puro placer. Como capitanes adjuntos del pequeño escuadrón de caballería que viajaba a la capital del Imperio oriental, habían corrido a informar a sus tropas, y al cabo de una hora el escuadrón había preparado su equipo y estaba presto para partir. Eso había sido un mes antes, un mes de cabalgar sin descanso, entre ríos difíciles de atravesar y pan duro infestado de gusanos, adquirido a precios hinchados a viragos de rostro impenetrable, disgustadas por tener que comerciar con hunos, incluso con aquellos que cruzaban sus miserables aldeas. Un mes pasado sobre los lomos huesudos y protuberantes de los incansables ponis hunos de la estepa.

Había sido el mejor mes de la vida de Edecón.

Antes de darse cuenta de que se había dormido, notó que una mano sacudía su hombro. Se esforzó por despejar su cabeza y abrió los ojos.

—Padre.

Era la voz de Odoacro. Edecón se frotó los ojos y paseó la vista a su alrededor. Todavía estaba oscuro, y la habitación solo estaba iluminada por una antorcha desfalleciente. Se hallaba tendido sobre su viejo catre en la sala de guardia, ante el dormitorio vacío de Atila.

—¡Padre! —repitió su hijo—. Creo que el rey no se encuentra bien.

—¿No se encuentra bien? —repitió Edecón—. ¿Qué quieres decir? ¿Dónde está Onulf?

—Onulf se ha quedado de guardia en la tienda nupcial. La chica está llorando.

El hombre de mayor edad resopló.

—¿Llorando? Es su noche de bodas, es virgen y está encerrada en su habitación con un rey borracho. Despiértame si no está llorando. Entonces, empezaré a preocuparme.

—No, padre, está como loca. Y el rey no emite el menor sonido. No ríe, ni siquiera le pega para que se calle.

Edecón reflexionó un momento.

—¿Entraste a ver si había algún problema?

—No me atreví. ¿Y si no había problema, y entraba en el momento menos adecuado? El rey…

—Nos reuniremos ante la tienda dentro de un momento. Encuentra a ese idiota germano de Orestes y cuéntale lo que acabas de decirme. No deseo ser el único hombre que interrumpa al rey mientras está «cavando su surco».

Un momento después, los cuatro hombres se encontraban ante la puerta de la tienda, oyendo que la muchacha lloraba a voz en grito. Le rogaron entre susurros que se callara a través de las gruesas paredes sin resultado alguno. O no les oía, o no les hacía caso. Empujaron con suavidad la puerta y descubrieron que estaba cerrada por dentro, de modo que era imposible asomar la cabeza para ver qué pasaba. Orestes miró el cielo.

—Amanecerá dentro de una hora —dijo—. Las esposas ya estarán despiertas e inquietas en los aposentos de las mujeres…

—Siempre están despiertas cuando Atila toma una nueva esposa —replicó Edecón—. Rezan para que dé a luz enanos que no hagan competencia a sus hijos.

—No obstante —continuó Orestes—, los sollozos infernales de la muchacha no tardarán en desatar las habladurías del personal de palacio, y después de toda la ciudad. Hay que detenerlos.

—¿Hay que detenerlos? —Edecón le fulminó con la mirada—. ¿Todos los germanos son tan inútiles como tú?

Sin más discusión, extrajo su cuchillo y lo clavó en la tela de la tienda a la altura de sus ojos. Los sollozos de la muchacha cesaron de inmediato. Edecón, con un veloz movimiento, sajó la tela de la tienda en sentido horizontal, y después descendió en ángulo recto hasta el suelo de tablas del fondo. Entró sin la menor vacilación.

Todo estaba tal como lo habían dejado, incluidas las lámparas de cerámica acanaladas de estilo romano que descansaban sobre la mesa. La muchacha apenas se había movido de la alfombra del rincón donde se había arrojado nada más entrar en la tienda horas antes, y ahora se hallaba sentada inmóvil, contemplando a los intrusos con ojos abiertos de par en par y anegados en lágrimas. Edecón miró a todos lados con cautela, por si percibía alguna trampa o amenaza, y al final clavó la vista en el centro de la sala. El rey seguía tumbado en la cama, tal como le habían dejado. Nada parecía haber cambiado.

Edecón, irritado, agarró una de las lamparillas y avanzó, seguido de cerca por Orestes. El rey había dormido durante toda su noche nupcial. Algo desafortunado, pero no inesperado, y desde luego nada que mereciera los frenéticos sollozos de Ildico.

—¿Para qué hemos venido, muchacha? —preguntó con brusquedad Orestes—. ¿Cuál es el motivo de esta falta de respeto a tu marido…?

Su voz enmudeció cuando los dos hombres se acercaron a la cama y miraron. Desde las sombras no habían visto nada, pero ahora el resplandor de la lamparilla reveló una mancha oscura en la sábana, bajo la cabeza del rey. Edecón dejó la lámpara en el suelo y aferró los hombros del rey para sentarlo.

Entonces, la cabeza se desplomó hacia delante y brotó un espeso chorro de sangre de su boca, que cayó sobre su regazo. La muchacha chilló y escondió la cabeza debajo de la almohada. Edecón contempló la escena en silencio y Orestes se quedó petrificado, antes de que también él agarrara uno de los hombros de Atila y colaborara para volver a tenderlo con suavidad sobre la cama. La sangre continuaba manando, y el rey miraba hacia el cielo con ojos vidriosos a la tenue luz.

Orestes se enderezó y se encaminó hacia Ildico, al tiempo que desenvainaba su cuchillo. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par y guardó silencio, con el rostro pálido a la tenue luz de la lamparilla. Los ojos del germano se entornaron y lanzaron destellos de furia cuando la agarró del pelo y la puso en pie con rudeza.

—Décadas de batallas no consiguieron destruir al poderoso Atila —gruñó—, pero esta bruja traicionera ha asesinado a su marido la noche de bodas.

Echó la cabeza de la muchacha hacia atrás y apoyó la hoja sobre su pálida garganta.

—Espera —ordenó Edecón, que continuaba examinando el cadáver tendido sobre la cama empapada de sangre—. No ha sido la muchacha. El rey se ha ahogado. Una hemorragia nasal, cuando estaba borracho. ¡Se ha ahogado en su propia sangre!

Orestes hizo una pausa, y después soltó de mala gana a la muchacha, quien se derrumbó sobre las alfombras diseminadas donde había pasado la noche. Edecón se levantó y retrocedió, mientras contemplaba el cadáver con semblante impasible. Después, sin decir palabra, cruzó la tienda, pasó junto al aturdido Orestes y salió por la hendidura que había practicado en la pared. De pie entre sus dos hijos, miró a su alrededor en silencio y contempló las franjas rojizas del cielo, hacia el este, mientras escuchaba los apagados sonidos matutinos del enorme campamento, el murmullo de las mujeres que atizaban las hogueras para cocinar, el cacareo de las aves de corral persas domesticadas que aguardaban su pienso. Suspiró, una lenta expulsión de aire desde las profundidades de su pecho. Al cabo de un momento, asió un puñado de pelo de sus sienes, hizo una mueca y arrancó un mechón ensangrentado de su cuero cabelludo.

Alzó en alto el sacrificio de dolor y emitió un aullido agudo, su propio nombre en el lamento por los muertos. Durante un momento se hizo el silencio en el campamento, y después otras voces se elevaron en una canción, el antiguo himno fúnebre de los hunos. De momento, la gente todavía ignoraba por quién lloraba, solo sabía que era por un hombre de mérito, porque el cántico había partido de la garganta de Edecón, uno de los grandes hombres de la nación huna, y un hombre de la calidad de Edecón no lloraba salvo por un hombre de tanta calidad como él.

2

La ceremonia fue de una majestuosidad jamás vista desde la muerte del hermano de Atila, Bleda, años antes. A tres millas de la ciudad, sobre unas andas dispuestas en mitad de la extensa llanura, el cuerpo de Atila yacía protegido bajo un pabellón de seda de alegres colores, con los lados desatados en la base para que aletearan y se agitaran al viento, y así exponer y ocultar el cadáver alternativamente en su lugar de descanso. A cientos de pasos alrededor de las andas, la población de la ciudad formaba un círculo, mientras gemía y lloraba, las lágrimas abundantes, el dolor auténtico. Mujeres y ancianos desnudaban sus espaldas, y se flagelaban con ramas de espino y fustas de cuero, hasta dejar la piel en carne viva, mientras los hombres más jóvenes utilizaban sus cuchillos y espadas para infligirse cortes más profundos, una señal de duelo más intensa por su rey caído. Incluso emisarios extranjeros participaban en el ritual. El pequeño grupo de nobles persas, vándalos, suevos y ostrogodos, con la mejor indumentaria cortesana de sus naciones respectivas, ocupaban lugares de honor en las filas delanteras del círculo de afligidos, pero los jinetes hunos de rostro severo les conminaban a despojarse de sus vestiduras, desnudar el pecho y efectuar, como mínimo, algún corte superficial en la piel.

En el espacio situado ante las primeras filas de observadores, formaron los principales dolientes de Atila, una compañía elegida de jinetes hunos, quienes daban vueltas a las andas aleteantes en dirección contraria a la gente de la ciudad, y cantaban el antiguo himno funerario de los hunos en honor al héroe de la nación. Los jinetes describían complicadas figuras entre sí, algunos erguidos sobre los lomos anchos y lisos de sus monturas, otros casi rozando el suelo, agarrados a los costados de sus caballos tan solo mediante un talón y una mano en la crin, las hábiles maniobras de un pueblo nacido para el caballo.

Mientras galopaban, se ceñían al antiguo ritual huno y se cortaban la cara con cuchillos, llorando la muerte de su jefe no con lágrimas de dolor femeninas, sino con la sangre roja y espesa de los guerreros.

Durante tres días, los jinetes repitieron sus incesantes giros y lamentos, mientras cada noche, después de que los dolientes regresaran a la ciudad para atender sus necesidades e interrumpir su ayuno, expertos embalsamadores maecios trabajaban para conservar el cadáver del rey cara a su inminente viaje al más allá. Al contrario que Bleda o el padre de Atila, Mundzuk, y su tío Rugila antes que él, el cadáver de este rey no iba a ser consumido por el fuego. En vida había sido un héroe, un hombre superior a los demás hombres, un dios vivo al que ni siquiera igualaban los de los cielos. Parecía inapropiado que su cuerpo fuera quemado y destruido como el de cualquier otro mortal. En dios se había convertido, y dios continuaría siendo, conservado y enterrado para toda la eternidad, por orden de su descendiente ahora también similar a un dios, su hijo mayor Dengizich.

El cuarto día, el cadáver del rey fue izado de las andas en solemne ceremonia y depositado en el interior de un ataúd forrado de seda, fabricado en roble del Danubio y recubierto de oro pulido, tallado con todo esmero por artesanos godos de la ciudad, que habían sido apartados de sus tareas habituales de fabricar armas, armaduras y joyas. Este ataúd, a su vez, fue introducido en un sarcófago a medida, recubierto de plata bruñida, que representaba su posición social de rey poderoso y padre de su pueblo. Por fin, el conjunto fue encerrado dentro de otro sarcófago de hierro macizo, porque con este metal había subyugado a las naciones. Esta caja era más pesada que las dos primeras juntas, y su tapa y junturas la protegían de la corrosión del aire exterior y otros humores mediante plomo fundido aplicado con todo cuidado. El conjunto, que pesaba más de mil libras, fue izado sobre barras por hombres fuertes, y colocado encima de una carreta de madera que se desplazaba mediante ruedas recubiertas de hierro, arrastrada por robustos caballos de tiro germanos importados de diversas tribus agrarias como animales de carga. Dos carretas más iban repletas de plata y oro (monedas y más monedas, joyas e incluso pepitas conservadas tal como las habían encontrado, sin fundir), así como de otros objetos preciosos, excelentes arcos de guerra y cuchillos ceremoniales, espadas y hachas de guerra poco usuales, llegadas de lejanos confines, y cráneos chapados en oro de antiguos jefes enemigos, muertos en combate, todo con el propósito de facilitar el tránsito del rey al más allá. Una docena de los logades más importantes de Atila, los «hombres elegidos», caudillos y generales, rebuscaron en sus cofres para contribuir al viaje del rey, y dos carretas más se llenaron con sus donativos: vasos y bandejas de plata, bridas tachonadas de piedras preciosas, perlas de la India, incluso lujos perecederos importados de países lejanos mediante una caravana de camellos: pimienta negra y dátiles, mantelerías de la mejor calidad y tapices bordados.

Se reunieron dos unidades de caballería, de cien hombres cada una: un escuadrón germano, comandado por Orestes, y el otro huno, al mando de Edecón, según las instrucciones para el funeral dictadas por Dengizich para el strava de su padre. Para colaborar en la tarea, se asignaron a cada jinete cuatro monturas más de la remonta real. Cincuenta de entre los esclavos alanos más fuertes de palacio fueron destinados a encargarse de las carretas del ataúd, y el sumo chamán de la ciudad, el qam más anciano que había presidido los rituales del funeral, fue convocado para bendecir a los reunidos y acompañar a los hombres en su viaje. Sin más ceremonias, el cortejo fúnebre se puso en marcha.

Odoacro condujo su caballo al lado del de su padre, tal como le habían ordenado.

—Casi hemos llegado —dijo el viejo huno en tono tenso. Orestes, que cabalgaba en silencio al otro lado de Edecón, le dirigió una mirada penetrante.

—¿Al lugar del entierro? —preguntó. Edecón clavó la vista al frente.

—Al lugar donde acamparemos —contestó—. A dos días del lugar del entierro, al paso de las carretas. Los dos escuadrones de caballería esperarán en el campamento al mando de Orestes, mientras yo acompaño a los esclavos y las carretas del tesoro al lugar del entierro. Si todo va bien, regresaremos al campamento al cabo de cuatro o cinco días.

—Yo te acompañaré a enterrar al rey —dijo Orestes—. Tu hijo puede quedarse al mando de los jinetes en el campamento hasta que yo regrese.

—Tengo cincuenta esclavos que me acompañarán. Atila era un rey huno, y le daré un entierro huno. No necesito tu ayuda, a menos que pienses emplear una pala.

El germano se volvió a medias sobre su caballo y miró las cinco carretas que avanzaban con lentitud por la carretera sembrada de surcos. Lonas impermeabilizadas polvorientas protegían su contenido. Se volvió hacia Edecón.

—Atila era rey de mi pueblo tanto como del tuyo —replicó Orestes—. Y ahora no es el rey de ninguno. Iré contigo.

Espoleó a su caballo y se alejó hacia la cabeza de la caravana, mientras Edecón le fulminaba con la mirada.

Odoacro observó la reacción de su padre con aire pensativo.

—Déjame en el campamento con las tropas —dijo al cabo de un momento—. Ya he capitaneado en otras ocasiones ese número de hombres, tanto hunos como extranjeros, y Onulf se encuentra ahora al mando de todavía más hombres en la capital, hasta que volvamos. Que Orestes viaje contigo. Su presencia no me es necesaria.

Edecón miró a su hijo y sonrió.

—Tengo una confianza absoluta en tu capacidad para estar al mando de doscientos hombres durante unos días —contestó—. No me he opuesto por eso a que Orestes me acompañara. La verdad es que no deseo que conozca el lugar del entierro. —Sacudió la cabeza—. No obstante, era el comandante en Jefe de la guardia y la caballería del rey, y es mi igual en rango. No puedo impedirlo.

Odoacro le miró perplejo.

—¿Por qué no lo deseas?

Edecón clavó la vista en la distancia con una leve sonrisa.

—El lugar del entierro… es tierra sagrada. Una caverna situada en la ladera de un precipicio, invisible desde la meseta superior y el lecho del cañón que está debajo. Solo es accesible por un estrecho saliente tallado en la roca.

—¿Y es sagrado?

—Mucho. Las paredes están cubiertas de pinturas antiguas, pinturas mágicas: hombres desnudos que cazan animales nunca vistos en estas inmediaciones, elefantes peludos, leones con colmillos. Los recovecos más alejados de la cueva contienen huesos extraños, que se desmenuzan a causa de la edad. Un lugar como ese solo puede haber sido habitado por dioses.

—¿Qué clase de huesos? —preguntó Odoacro, con los ojos abiertos de par en par.

—De muchas clases. Huesos de hombres, enormes cráneos de frentes protuberantes, gruesos fémures que ningún hombre posee hoy, salvo los gigantes que viajan en los circos, mezclados con huesos de animales, colmillos, cráneos de bestias semejantes a bueyes. La cueva es muy seca, de modo que algunos todavía conservan restos de piel, tan dura como los propios huesos. Sin embargo, hay una pequeña fuente cercana. Es un lugar silencioso y secreto. Un lugar ideal para enterrar a un rey.

—Y no deseas que otro hombre lo conozca. Edecón suspiró.

—Ya está hecho. Orestes lo conocerá, tanto si yo lo deseo como si no. Pese a todo, era leal a Atila, y me seguiría hasta el lugar. Por lo tanto, lo conocerá. Acamparon aquella noche en el borde del cañón que interrumpía la llanura herbosa que habían atravesado hasta aquel punto. A la mañana siguiente, descargaron las carretas y distribuyeron su contenido entre los esclavos alanos, a quienes ataron juntos formando una larga hilera, cargados con el valioso tesoro en paquetes colgados de sus hombros, o bien en grandes cestas rígidas que llevaban sobre sus cabezas. El cargamento más precioso (el cadáver del rey, encerrado en el ataúd triple) fue montado sobre dos robustas barras, y su peso distribuido entre las anchas espaldas de los esclavos más corpulentos de la expedición, quienes pese a su enorme fuerza se tambaleaban y hacían oscilar su carga mientras recorrían el terreno irregular. Solo Edecón y Orestes continuaron montados y armados, con las alforjas vacías salvo por las armas de reserva que llevaban, y la espalda libre de engorros, a excepción de sus arcos de guerra y escudos hunos. Cuando el sol, rojo como la sangre, se elevó sobre el horizonte, la partida se puso en marcha y descendió con rapidez desde la elevada llanura hasta los pasadizos laberínticos de los cañones más bajos. Pronto desaparecieron de la vista de los soldados germanos y hunos que les miraban desde el borde del precipicio en el que se hallaban.

Cuatro días después, la partida fúnebre regresó al campamento y a los soldados que aguardaban. Nada más llegar, y antes de decir ni una palabra, Orestes reunió a los hombres del campamento en un semicírculo al borde del cañón, como si fuera a pronunciar un discurso. Los esclavos alanos, sudorosos y sucios a causa del descenso y el regreso desde el cañón, se situaron a un lado de la asamblea, al borde del precipicio, con los soldados germanos y hunos a escasa distancia. Por lo general, los esclavos no eran incluidos en esas ceremonias, sino que eran atados como caballos o encadenados en grupos de tres o cuatro en la parte posterior del campamento hasta que se les necesitaba. Esta vez, cuando se congregaron, los alanos miraron a su alrededor con cierta consternación. Edecón les observó un momento, y después dio media vuelta.

—Que los hombres se alineen en formación —ordenó Orestes en voz baja.

—Formación de infantería —gritó Odoacro, y los doscientos soldados se separaron en dos compañías, germanos a la izquierda, hunos a la derecha. Los alanos se removían delante de ellos, y algunos se acuclillaron debido a la fatiga.

—Tensad los arcos —ordenó el comandante a las tropas.

Odoacro observó en silencio, cada vez más preocupado, mientras los hombres se descolgaban los arcos, los tensaban con un solo y ágil movimiento, y apoyaban una flecha contra la cuerda. Los esclavos, atemorizados de repente, se pusieron a chillar, acurrucados junto al borde del precipicio, tan lejos de la muralla de soldados como podían estar sin precipitarse al vacío.

—¡Disparad a discreción! —ordenó Orestes.

Los soldados vacilaron, paseando la vista entre Orestes y Odoacro, quien había sido el comandante durante los últimos días, cuando los hombres de mayor edad y los esclavos habían ido al cañón. Odoacro abrió la boca para protestar por la orden, pero Orestes le interrumpió y fulminó con la mirada a las tropas.

—Obedeceréis mi orden —dijo en tono amenazador—. Ya no necesitamos a los esclavos. ¡Disparad a discreción!

Odoacro contemplaba la escena horrorizado, y Edecón se volvió asqueado.

Un silbido vibró en el aire cuando doscientas flechas encontraron sus objetivos. Los atemorizados esclavos apenas tuvieron tiempo de gritar, antes de que fueran silenciados. Varios, en la retaguardia del grupo, cayeron o saltaron por el borde del precipicio, arrastrando a una docena más encadenados a ellos, pero no se oyó el menor sonido cuando llegaron al fondo del cañón. Los demás se derrumbaron donde estaban, formando una pila irregular, los codos hundidos en las costillas de sus camaradas, los ojos estupefactos contemplando vidriosos los rostros impávidos de los soldados. Los arqueros continuaron tensos, en posición de tiro; algunos ya habían preparado una segunda flecha por la fuerza de la costumbre. El silencio era absoluto, salvo el lejano silbido del viento y los relinchos de los caballos que había detrás.

Orestes asintió satisfecho y dio media vuelta.

—Empujadles por el borde —ordenó—. Y también las carretas. Después, nos iremos.

El chamán que había acompañado a los jinetes desmontó de su caballo y miró con cautela por encima del borde del precipicio, en busca de signos de los muertos, o quizá de sus almas. Odoacro se preguntó por un momento qué forma adoptarían estas: vapores, nubes o espectros apenas visibles, sombras perplejas que revolotearían en silencio y vacilantes desde la roca a los arbustos siguiendo la pared del precipicio, orientándose atemorizadas antes de ascender o descender hacia el más allá. El anciano inició su lento y monótono cántico por los muertos, mientras un soldado se acercaba con un caballo para el sacrificio final; Odoacro alejó sus pensamientos de la mente.

Se volvió y vio a su padre observando la escena desde cierta distancia; ambos se encaminaron hacia el punto donde los jinetes hunos les estaban aguardando pacientemente, preparados y montados. El silencio de Edecón era absoluto, pero intuyó las preguntas que se estaban formando en la mente de su hijo mientras caminaban.

—Cincuenta y dos hombres conocían el emplazamiento de la tumba de Atila —dijo sin más Edecón—. Cincuenta y dos hombres conocían la existencia del tesoro amontonado alrededor de los ataúdes, sabían que los ataúdes estaban fabricados de metales preciosos, sabían lo que contenían. Cincuenta y dos hombres conocían el lugar sagrado.

Odoacro asintió en silencio.

—Y ahora solo lo saben dos.

Edecón miró a Orestes, que aún estaba levantando el campamento con sus tropas. Daba la impresión de que el germano estaba de buen humor, e incluso se le oyó reír de alguna broma, pese a la lúgubre situación. Edecón se volvió hacia su hijo.

—Solo dos —replicó.

Al cabo de una hora no quedaba nada que indicara la presencia de las tropas, salvo la hierba pisoteada y los charcos de sangre en el borde del precipicio. Los jinetes cruzaron la llanura en dirección a la capital huna para iniciar una nueva era, bajo un nuevo rey, y la cumbre del precipicio volvió a caer en posesión de las águilas y el viento racheado.

3

Odoacro intuyó el cambio antes de que saliera el sol. Durante tres días, las tropas habían mantenido un paso constante hacia la capital. Cada hombre cambiaba de caballo a intervalos regulares, y no se detenía ni para comer ni para defecar durante el día, porque hacía mucho tiempo que los hunos habían enseñado a sus aliados que todas las cosas de los hombres podían hacerse a caballo o retrasarse hasta el anochecer y llevarlas a cabo en suelo firme. Los germanos formaban un grupo aparte, conducían a los caballos de repuesto y mantenían el paso según el cansancio de hombres y animales. Los hunos preferían salir a toda prisa y desplegarse al empezar cada fase del día, adelantarse como cazadores y exploradores, identificar la ruta óptima, espiar posibles campamentos enemigos y cazar para compartir la comida más tarde. Por la noche, los dos grupos acampaban por separado, a veces a una distancia de tan solo cien pasos, otras mayor, según la configuración del terreno y la localización del agua. Esto poseía varias ventajas: el resplandor de las hogueras encendidas para cocinar, esparcidas a lo largo de una amplia franja de terreno, daría a los espías enemigos la impresión de que el grupo de hombres era mayor. La partida sería menos vulnerable a un ataque por sorpresa, porque un enemigo tendría que dividir sus fuerzas para cubrir un frente más amplio. Y lo más importante, los hunos preferían dormir separados de los germanos debido a la desconfianza y al hecho de que eran ruidosos y pendencieros. El antagonismo entre Edecón y Orestes se había contagiado a los hombres, y con Atila muerto, ya no existía vínculo, mando que compartieran o enemigo común que uniera sus intereses. Esta noche, los dos grupos dormían separados por media milla de distancia, de manera que no podían oírse entre sí; tan solo se relacionaban por sus caballos, que se mezclaban y pastaban juntos, formando de manera natural un grupo numeroso para protegerse de los depredadores, vigilados por dos pares de centinelas de ambas tropas.

Cuando Odoacro despertó, envuelto en su capa sobre la hierba, notó una diferencia. Un rebaño de mil caballos produce un cierto nivel de ruido, incluso de noche. La oscuridad nunca estaba libre de los relinchos y resoplidos de las yeguas cuando llamaban a sus machos, o de los bufidos de los sementales cuando invadían sus mutuos territorios o se acercaban a las hembras. Además, están siempre los arrullos de las aves, los chillidos de los zorros, los chasquidos de pequeñas formas de vida en la hierba. Pero esta noche era diferente. No había sonidos de caballos.

Odoacro se levantó. Escudriñó la oscuridad y vio que otros hunos cercanos estaban haciendo lo mismo, y algunos ya habían empezado a alejarse a toda prisa del arroyuelo junto al que habían estado durmiendo, en dirección al punto donde habían visto por última vez a los caballos.

—¡Padre! —susurró en voz alta.

—Estoy aquí —rezongó Edecón desde una dirección inesperada. Odoacro se volvió y miró a la tenue luz que arrojaban los rescoldos de las hogueras. Su padre surgió de las tinieblas con un bulto grande sobre los hombros. Avanzó renqueante hacia su hijo y dejó caer a sus pies el cadáver de un hombre. Odoacro lo miró sin comprender, y luego se agachó para examinarlo, pero Edecón le detuvo.

—Está muerto —gruñó.

—¿Muerto? ¿Qué…? ¿Quién…?

Otros soldados hunos empezaron a congregarse y contemplaron en silencio a su camarada muerto. Mientras Odoacro lo examinaba con más detenimiento, observó una cuchillada en la garganta del hombre.

—¿No es uno de los hombres que debían vigilar los caballos esta noche? —preguntó.

—Lo es —dijo su padre.

—¿Y los caballos…?

—Desaparecidos. Robados o dispersados. Las dos cosas, probablemente. Necesitaría una antorcha para examinar las huellas.

—Pero ¿quién? ¿Dónde están los demás guardias?

Era una pregunta que no necesitaba respuesta, pues ya la sabía, antes de que el único centinela huno superviviente llegara tambaleante al campamento, sangrando por la garganta.

—Los germanos —susurró, mientras brotaba sangre de la herida—. ¡Los germanos… se han ido!

A lo largo del día, varias docenas de caballos volvieron al campamento. Tras examinar las huellas, Edecón reconstruyó los acontecimientos de la noche anterior. Orestes había decidido partir con sus hombres, y con el fin de evitar que le siguieran, se había llevado todos los caballos posibles aprovechando la oscuridad. Robarlos todos habría sido imposible, pues cada hombre habría tenido que encargarse de diez animales, y al mismo tiempo evitar o matar a los centinelas y cuidadores de los caballos hunos. No, el traicionero líder germánico debió de ordenar a sus centinelas que se acercaran a sus equivalentes hunos, con el pretexto de que deseaban conversar o hacerles una pregunta, los mataran en silencio, y después, cuando toda posibilidad de que advirtieran a sus camaradas hubo sido eliminada, envió al resto de sus tropas a capturar el máximo número de caballos posible para llevárselos a una distancia prudencial. Los que se habían resistido o estaban pastando demasiado lejos para capturarlos con facilidad, fueron dispersados con látigos y hondas hacia las praderas para impedir que los hunos les siguieran, o incluso que regresaran a la capital.

Comprender los acontecimientos de la noche no fue difícil. Era el resultado lo que preocupaba a Edecón.

—Odoacro, llévate las tropas a la ciudad. Que monten dos hombres por caballo, o que corran al lado.

—Con tan pocos caballos, tardaremos mucho más en regresar.

—Da igual —dijo Edecón.

—¿Y tú? —preguntó Odoacro—. ¿Qué vas a hacer?

—Me llevaré diez hombres. Cada uno con su caballo.

—¿Adónde? ¿Para seguir a Orestes? ¿Con diez hombres? Eso es un suicidio.

—No, para seguir a Orestes no —contestó Edecón—. Con sus caballos de refresco, y dos días de ventaja, nunca le alcanzaríamos.

—¿Adónde pues?

—A la tumba. Porque…

Hizo una pausa.

—Porque solo dos personas conocen el emplazamiento —terminó la frase Odoacro—. Iré contigo. Pronto lo conocerán tres.

Edecón vacilo un momento, y después se encogió de hombros.

—Como quieras.

La pequeña partida de hunos volvió a recorrer la ruta que acababa de realizar desde el campamento del precipicio, a un trote ligero y cauteloso, examinando las señales que las tropas de Orestes habían dejado mientras cabalgaban. No fue difícil seguir el rastro. Los germanos no se habían tomado la molestia de borrar sus huellas. Odoacro cabalgaba al lado de su padre, con expresión tensa y amarga. Miró a Edecón, pero si su padre estaba furioso o preocupado, no lo demostraba. Su rostro curtido por la intemperie seguía tan sereno e impasible como siempre, aunque cabalgó durante horas en un silencio absoluto, con la vista clavada en el lejano horizonte.

El cambio de rumbo en la ruta y la suerte había traído consigo otras dificultades. Las cantidades de carne seca, calculadas con precisión con el fin de que duraran lo suficiente para el viaje de ida y vuelta a la tumba, pronto se agotaron, y el avance de los hunos se hizo más lento, pues tuvieron que detenerse para cazar antílopes y preparar las piezas. Odoacro se consoló un momento con la idea de que los germanos sufrirían el mismo retraso, hasta que su padre le explicó por qué se habían llevado tantos caballos de refresco: elegirían a los más lentos y jóvenes para alimentarse. Después de todo un día y una noche sin divisar ninguna pieza de caza, Edecón ordenó a sus hombres que recuperaran la antigua práctica de sus antepasados cuando viajaban a toda prisa a través de tierras yermas. Cada jinete practicaba una incisión en la vena grande de la pata delantera de su montura, extraía un cuenco del líquido carmesí humeante y lo mezclaba con leche de las ubres de las yeguas. Odoacro y los jinetes más jóvenes jamás habían vivido esa experiencia, pero los mayores, los que habían recorrido la estepa años antes de que los hunos se convirtieran en una gran horda bajo Atila, pinchaban las venas de sus caballos con experta delicadeza y bebían la espumosa mezcla con placer. Odoacro no tardó en dominar la técnica y, con el hambre suficiente, disfrutó de la bebida.

Después de cinco días de viaje llegaron de nuevo al campamento base desde el cual Edecón, Orestes y los esclavos habían descendido hasta el cañón. La partida de Orestes también había regresado a dicho lugar, varios días antes, y a juzgar por el volumen de excrementos de la letrina, no se habrían quedado más de medio día, como máximo. Edecón ni siquiera desmontó, sino que continuó de inmediato hacia el sendero empinado que descendía hasta el lecho del cañón. Sus camaradas le siguieron sin decir palabra.

Cuando llegó al fondo una hora después, Odoacro paseó la vista a su alrededor, desorientado por las sombras oscuras y la confusión de cantos rodados, troncos caídos y lechos de riachuelos secos, que parecían correr en todas direcciones. Un olor repugnante asaltó su olfato, y sin pensar, desmontó y se adentró unos pasos en las sombras del borde del precipicio para investigar. Descubrió una enorme masa de cadáveres podridos, extremidades entrelazadas alrededor de otras extremidades, huesos y cráneos aplastados, flechas rotas que sobresalían de los cuerpos. La montaña de carne podrida estaba coronada por una sola cabeza de caballo sonriente, con los labios correosos echados hacia atrás que revelaban los dientes amarillentos. Sobresalía de la pila de formas humanas como la cabeza de un centauro. Daba la extraña impresión de que la montaña de restos rielaba y respiraba, y cuando Odoacro se acercó más, comprendió que era el lugar donde los alanos y el caballo sacrificado habían caído desde lo alto del precipicio.

Movió con el pie el cadáver más cercano y descubrió que era presa de un ejército de gusanos. Contempló fascinado la voraz corrupción. Un millón de relucientes seres blancos se retorcía y daba vueltas, y cada uno pugnaba por liberarse de la masa de sus congéneres y conquistar su exiguo pedazo de carne con el cual alimentarse, avanzaba a ciegas, se enrollaba sobre los demás, buscaba un asidero que el aire no le podía proporcionar. En conjunto, el movimiento de la montaña de cadáveres no se distinguía, pues era de una sutileza capaz de engañar al ojo, que en un momento dado veía una escena de muerte inmóvil, y al siguiente una vida bulliciosa y feroz. No obstante, concentrarse en un solo gusano era imposible, como observar una sola mota de polvo dentro de la nube a la que pertenece, y el sonido de los bichos (pues ahora había caído en la cuenta de que un sonido surgía de la masa agitada) era hipnótico, un silbido bajo, como carne asándose. Desvió la vista con un gran esfuerzo, se alejó varios pasos, se arrodilló y vomitó. Al cabo de un momento, alzó los ojos y vio que su padre le estaba observando y le hacía gestos. Sacudió la cabeza como para desprenderse de la visión, montó en su caballo y continuó.

Tardó un rato en encontrar la voz.

—Padre, ¿es posible que los germanos se hayan orientado sin un guía? —preguntó con voz ronca—. Es un laberinto, y Orestes solo había estado aquí una vez.

Edecón meneó la cabeza.

—Orestes no necesitaba ningún guía cuando regresó. Nuestro rastro, con los cincuenta esclavos y la partida fúnebre, era muy visible, y así continuará durante uno o dos meses. Mira. —Señaló un montículo de estiércol seco a un lado del rastro, dejado por uno de los caballos durante la travesía anterior del cañón—. No, Orestes no necesitaba guía.

—¿La cueva está muy lejos? —preguntó Odoacro.

—Tardé tres días en llegar con los esclavos, cargados con el sarcófago sobre los hombros. Deberíamos tardar medio día a caballo.

Cabalgaron en silencio durante varias horas, abriéndose paso entre el revoltijo de cantos rodados y matojos de espinos del cañón. Justo cuando el sol se hundía en su último cuadrante, Edecón levantó la vista.

—Ya hemos llegado —se limitó a decir.

Odoacro examinó con detenimiento las paredes del precipicio que se alzaban sobre ellos.

—Yo no veo nada.

—La entrada es invisible desde el fondo del cañón. Vamos.

Se internaron en un estrecho barranco que había a un lado, como una callejuela de ciudad, y encontraron un saliente rocoso que ascendía por la cara del precipicio, de ancho apenas suficiente para que un hombre caminara de frente.

—La mejor manera de entrar en la cueva es seguir esa senda —explicó Edecón—. Deja a los caballos y los hombres aquí. Subiremos solos y regresaremos por el mismo camino.

Ascendieron por la estrecha cara rocosa, agarrándose a raíces y arbustos, y llegaron por fin a lo alto, sucios y arañados.

—No habrías podido cargar con ese sarcófago triple por aquí. Habría sido imposible —gruñó Odoacro.

—No. Algunos esclavos se quedaron en el fondo con él y el tesoro, mientras el resto de nosotros trepábamos para disponer las cuerdas. Llevábamos barras largas, de las utilizadas para transportar cargas. Las atamos en forma de dos grúas, que montamos en la boca de la caverna. Tiramos las cuerdas a los esclavos, quienes las ataron al sarcófago. Después, todo fue cuestión de izarlo por el lado del precipicio hasta la entrada de la caverna y meterlo dentro.

Odoacro se agachó y rascó un pedernal para encender un pequeño fuego con una mata de hierba seca. Mientras abanicaba la llama, miró hacia el cañón. El sol se estaba poniendo sobre el lejano reborde occidental, y la tenue esfera alargada se alineaba a la perfección detrás de un grupo de arbustos extrañamente simétrico, que recordaba a una casa o una torre pequeña, la única planta visible en millas a la redonda. Tomó nota de la imagen, casi como si los arbustos hubieran sido plantados a propósito, alineados entre el sol poniente y la boca de la cueva, como en ocasiones señalan los chamanes los puntos de los solsticios de verano e invierno con rocas apiladas o montículos de escombros. Sabía que este no era el caso, pues aquel día carecía de importancia astronómica, y dentro de unas semanas el sol se pondría más al noroeste y ya no estaría alineado con los arbustos marchitos. Sin embargo, recordar el solsticio trajo a su mente la melancolía que siempre experimentaba en tales ocasiones, el paso de las estaciones, el final de un año o una era, el principio de otra.

—¿El fuego está preparado? —rezongó Edecón.

Odoacro removió la llama. Al cabo de un momento había encendido dos raíces marchitas, y tendió una a su padre. Edecón se agachó y entró en el oscuro agujero de la roca. Odoacro siguió a su padre, inclinó en ángulo su antorcha improvisada para crear la máxima iluminación y atravesó la abertura. Se hizo una dolorosa rozadura en el hombro con la pared de roca, apoyó con firmeza los pies, se enderezó poco a poco y dejó que sus ojos se adaptaran a la escasa luz.

Su padre ya estaba avanzando con cautela sobre el arenoso suelo de la cueva. Odoacro levantó su tea y se adentró en las profundidades de la caverna, pero se detuvo enseguida. El gran sarcófago de hierro descansaba sobre un tosco pedestal de cuatro rocas, que habían sido apoyadas contra la pared del fondo. Estaba tal como lo recordaba, salvo por la sonriente cabeza humana plantada encima, que le miraba con sus cuencas vacías.

—¿Qué…? —empezó Odoacro, sorprendido.

—Uno de los esclavos. —Edecón se encogió de hombros—. Murió cuando su cuerda se rompió. Se nos ocurrió que colocar la cabeza encima del sarcófago podría asustar a visitantes indeseables. Veo que nos equivocamos.

Odoacro examinó el hierro.

—Nadie ha tocado el sarcófago. No han roto el sello.

—No, no han tocado al Gran Rey. Es probable que el ataúd fuera demasiado incómodo de manejar para Orestes.

—Entonces, ¿por qué vino?

—¿Qué ves a tu alrededor? —preguntó Edecón.

Odoacro miró.

—Nada…

—Exacto. El oro, las joyas, los vestidos… todo lo que el rey necesitaba para facilitar su travesía, ha desaparecido.

Edecón paseó la vista alrededor de la caverna una vez más, mientras su antorcha empezaba a chisporrotear. El suelo estaba desnudo, sin ni siquiera una moneda olvidada que indicara la existencia del tesoro que había estado allí.

—Es como si nunca lo hubiéramos traído —murmuró.

Odoacro se acuclilló y salió por la entrada. Miró hacia el inmenso cañón, envuelto en sombras arrojadas por la luz moribunda, y la caída vertical hasta el fondo.

El tesoro de toda una nación, el peaje de paso del rey fallecido, el producto de pillajes y saqueos de décadas de guerra, todo había desaparecido en una sola noche de caballos carentes de vigilancia. Como el calor de un fuego descuidado. Su corazón se inflamó de ira, ansioso de venganza.

—Orestes morirá por esto —dijo, y preparó las cuerdas para el descenso—. Juro que morirá, y arderá por toda la eternidad en el infierno de su dios.

Edecón se acercó a su hijo, parado en la entrada de la cueva, y le quitó con calma las cuerdas.

—Es demasiado tarde para regresar al fondo del cañón esta noche —dijo—. Sería peligroso bajar en la oscuridad.

Odoacro echó un vistazo a la cueva, y escudriñó la oscuridad como aturdido.

—¿Qué quieres que hagamos?

Edecón se encogió de hombros y se tendió sobre el suelo de piedra, ante la entrada de la cueva.

—Nuestra no es la venganza —dijo—. Al menos, esta noche no. El infierno de Orestes tendrá que esperar. De momento, dormiremos en el refugio de nuestro rey.

No intercambiaron más palabras hasta la mañana siguiente, después de haber bajado al salir el sol para reunirse con sus hombres en el lecho del cañón, con el fin de iniciar el lúgubre regreso a la estepa. La historia que contaron sumió a todos en la ira y la incredulidad.

4

Odoacro olfateó problemas, o mejor dicho, percibió la ausencia de olores, mucho antes de volver a la capital. En circunstancias normales, en una hermosa mañana de otoño, el humo fétido que flotaba a baja altura procedente de las hogueras de boñigas y excrementos colgaría sobre la estepa, arrojando una tenue nube grisácea que se concentraba en zonas bajas y remolineaba con la brisa, y solo se disipaba cuando el calor del sol aumentaba la temperatura del suelo, secaba el rocío nocturno y provocaba que el viento naciera y surgiera de los almacenes de Dios al otro lado del horizonte. Los hunos eran veloces en la guerra, sigilosos en el ataque, impasibles y silenciosos cuando trasladaban el campamento a sus cuarteles de invierno en las orillas del Danubio, cuando el frío llegaba desde el norte…, y cautelosos cuando viajaban con sus clanes familiares, como manadas de lobos hambrientos o recuas de caballos salvajes que vagaran por la estepa. No obstante, cuando se reunían en grandes asambleas alrededor de la residencia real (como hacían dos veces al año para capturar caballos a lazo o celebrar festividades, o durante ocasiones de gran importancia, como la muerte de un rey), en esas ocasiones se dejaban de sigilos. Diez mil fuegos se encendían, el aire vibraba con los gritos de celebración o los lamentos de las plañideras, se mataban animales vociferantes a cientos para comida o sacrificios, y el humo de las hogueras de cocinar y de los holocaustos impregnaba el aire inmóvil de la estepa en millas a la redonda.

Pero ese día, apenas tres semanas después de que abandonaran el gran campamento para enterrar al rey, no se veía nada de eso. Incluso cuando el valle apareció ante los ojos de los jinetes, el aire estaba limpio, aunque la brisa apenas había empezado a alzarse. No salieron centinelas para darles el alto o la bienvenida, ni bandas de muchachos dispararon a los flancos de los caballos flechas romas con la punta envuelta en trapos sucios para asustarlos. Lo más ominoso es que no había puestos de guardia, ya fueran ostrogodos, germanos o hunos, en los puntos avanzados de la extensa ciudad. Estaba el campamento, sí, pero deshabitado, sin tiendas, las letrinas llenas de suciedad, los corrales vacíos de ganado. Edecón lo atravesó con la vista clavada al frente, el rostro frío e inexpresivo, pero Odoacro y los demás soldados contemplaban la escena con estupefacción.

Hasta que se acercaron al portón improvisado de la ciudad (el suelo de una carreta de madera levantado e hincado toscamente en las paredes de la empalizada), no detectaron las primeras señales de vida humana. El hermano de Odoacro, Onulf, estaba sentado sobre su caballo en la entrada, su cuerpo esbelto enmarcado por las estacas afiladas de las paredes de cada lado; contemplaba en silencio a su hermano y su padre mientras se acercaban. Aunque solo era un año más joven que Odoacro, su rostro había envejecido considerablemente durante el último mes, y sus ojos albergaban la mirada suspicaz y cansada de un hombre que ha visto demasiadas batallas y recibido escasa recompensa, que ahora está desesperado.

Con un ademán Edecón indicó a sus hombres que se detuvieran, y Odoacro y él caminaron con parsimonia hasta el portón, tirando de los caballos. Edecón se acercó en silencio e interrogó con los ojos, mientras su mirada paseaba alrededor del espacio que habían ocupado las tropas germanas, hasta posarse después en el rostro de Onulf.

—Se han ido —dijo su hijo sin más—. Hace dos semanas, despertamos por la noche y vimos que estaban levantando el campamento, preparados para marchar, como si se lo hubieran ordenado, aunque no conseguimos imaginar quién les habría podido dar tal orden, puesto que Orestes iba con vosotros. Dengizich ordenó a las tropas hunas que los detuvieran, pero antes de que pudiéramos desplegarnos, el campamento ostrogodo empezó también a levantarse.

—No existe solidaridad entre los ostrogodos y los germanos —replicó Edecón—. Sobre todo, si los hunos no se lo ordenan.

—No pudimos ordenárselo —contestó Onulf—. Tú estabas ausente, y los dos hijos del rey que ya habían llegado a palacio, Dengizich y Ernac, se pelearon con Ellac, quien había llegado nada más marchar vosotros, con su clan de hunos acatciros, desde el este. También llegaron otros, Emnetzur, Ultzindur, Hormidac y otros parientes lejanos. La ciudad está plagada de caudillos con sus tropas, que se están dividiendo sin ambages los territorios del rey, intercambiando naciones y pueblos como si fueran chucherías, amenazando incluso con matar a los seguidores de los otros.

—¿Están dividiendo la tierra? ¿Dividiendo la estepa? —preguntó Edecón, sin poder creer que sucediera algo semejante después de la muerte de Atila.

Onulf midió sus palabras con cautela.

—No, la tierra no, sino los pueblos que la ocupan. La tierra sin gente no interesa; lo que necesitan son hombres. Muchos guerreros y clanes hunos enemistados con los hijos de Atila ya han huido de la ciudad, atemorizados. Los hunos angisciros y bittugures han partido, y los bardores están preparando la marcha. Pensamos que ese era el motivo de que los aliados germanos se hubieran ido también: no deseaban que los hijos de Atila los dividieran. Hasta que vuestras tropas restantes regresaron del entierro de Atila, hace unos días, dos a lomos de cada caballo debido a la escasez de animales. Entonces lo comprendimos.

—¿Y qué comprendisteis? —preguntó Edecón.

—Que los germanos lo habían sabido desde el primer momento. Su fuerza principal se marchó el mismo día que Orestes os abandonó. Lo había planificado todo por adelantado. Habían calculado el momento oportuno.

—¿Averiguaste adónde había ido Orestes?

—Lo supusimos, y tus ojos me lo confirman ahora. El consejo huno te está esperando, padre.

—¿Se hallan reunidos en sesión?

—Desde hace tres días, en el palacio.

—¿Te han enviado para decírmelo?

—Sí, y he estado esperando. —Miró a su padre con semblante sombrío—. También han solicitado la comparecencia de Odoacro.

—En tal caso, no debemos decepcionar al consejo —dijo Edecón, al tiempo que espoleaba a su caballo hacia delante, seguido de Odoacro.

Odoacro no podía entenderlo. El Gran Salón apenas había cambiado desde la última vez que lo había visto, casi un mes antes, la noche de la muerte de Atila. Mesas y sillas continuaban volcadas, si bien las habían empujado de cualquier manera contra las paredes para dejar espacio en mitad de la estancia. Habían limpiado los vómitos y el vino derramado durante la celebración, aunque en el aire aún flotaba un tenue olor agrio, mezclado con el humo de un brasero que ardía en un rincón y el hedor rancio de hombres sin lavar. «¿Nadie ha pensado en devolver el salón a un estado digno del rey de los hunos? —se preguntó—. Aunque ¿quién es el rey de los hunos?».

Desvió su atención con un esfuerzo al hijo mayor de Atila, Dengizich. Era el presunto heredero del rey, pero su hermano menor, Ernac, el favorito de Atila, estaba sentado a su lado en un trono idéntico, con aspecto aniñado pero con mirada dura e inteligente. Ellac, un hijo mediano que no vivía con su padre, guerrero corpulento de cejas pobladas, jefe de una poderosa tribu de ladrones de caballos y atracadores en Oriente, se alzaba entre ellos, decidido por lo visto a no ceder ninguna porción de autoridad a sus hermanos. ¿Y qué había dicho Onulf? ¿Que aquel otro vástago también reclamaba una parte del imperio? El anciano consejero Hormidac estaba dormido, sentado con las piernas cruzadas en un banco lateral y apoyado contra la pared a pocos pasos de distancia de Emnetzur y Ultzindur, los jóvenes y corpulentos hijos del hermanastro de Atila, quienes controlaban en comandita las importantes fortalezas de Utus, Oescus y Almus, en la baja Dacia. Ellos y una docena de caudillos más estaban muy atentos, y observaron a los recién llegados cuando se acercaron al estrado.

No hubo saludos ni palabras preliminares de bienvenida como era costumbre en los consejos tribales presididos por Atila. Reinaba un silencio absoluto, con todos los ojos clavados sin parpadear en Edecón y Odoacro. Tras un largo momento, el silencio se rompió.

—No quemamos el cadáver sobre una pira durante el strava, como es la costumbre —entonó Ernac, con una voz dura y mirada penetrante que desmentía su semblante juvenil—. Desde que el rey se convirtió en un dios en la tierra, el qam reveló que deberíamos dejarlo intacto para que ocupara el lugar que le corresponde por derecho en el panteón.

—Cierto —admitió Edecón.

—El consejo os dio instrucciones de enterrar el cadáver de mi padre en la Caverna Sagrada, un lugar que solo mi padre y tú conocíais. Los esclavos que participaron en el entierro fueron sacrificados hasta el último hombre, con el fin de eliminar cualquier recuerdo del emplazamiento.

—También es cierto.

—Y no obstante —interrumpió Ellac en tono amenazador—, permitisteis que un bárbaro fuera testigo del entierro, y que después escapara. Un inmenso tesoro, suficiente para comprar un imperio, fue robado ante vuestras narices. Y ahora, la mitad de Germania sabrá dónde descansan los restos del rey.

Edecón respiró hondo.

—Una cosa es que el traidor Orestes huyera a Germania con una pequeña banda de saqueadores —dijo—. Y otra muy distinta que regrese a Hunia con una fuerza lo bastante numerosa para desafiarnos, y después localice el emplazamiento para profanarlo. El sarcófago del rey está intacto; solo los dioses han tocado el cuerpo de Atila.

—De momento —resopló Ellac—. ¿Y en el futuro?

Edecón sostuvo la mirada desdeñosa del joven.

—El camino a la cueva es difícil —contestó—, un laberinto de barrancos. Después de que desaparezcan las huellas de nuestro paso, será imposible volver a encontrar la ruta. Orestes no podrá explicarlo a nadie más. El secreto se encuentra a salvo. Solo lo conoce él, y morirá con él…

—No —interrumpió Dengizich, en un tono tan bajo que la sala guardó silencio, y todos se inclinaron hacia delante para oír mejor—. No, todavía vive un hombre en Hunia que conoce el secreto. Quizá dos.

Miró fijamente a Odoacro, y después desvió la vista hacia Edecón.

—El castigo de la traición es la muerte —escupió Ellac, con los ojos henchidos de veneno.

—¡Buscaré al germano! —exclamó Odoacro—. Él es quien debe morir, y yo…

—¡Silencio! —le interrumpió Ellac—. ¡Nadie ha pedido que te defendieras, cachorro!

—Y no obstante —intervino Ernac—, el consejo está dividido en cuanto a vuestra suerte. No es que consideremos excesiva la muerte. Al contrario, algunos opinamos que tal vez sea demasiado indulgente…

—El exilio, vagar con los lobos durante el resto de sus días, sería más adecuado —dijo el anciano Hormidac con voz sibilante desde el banco lateral, y varios ancianos cabecearon en señal de asentimiento.

—Continuaremos discutiendo vuestro caso —prosiguió Ernac, y su rostro infantil se endureció—, y tomaremos una decisión mañana al anochecer. En el ínterin, tú y tus hijos quedaréis confinados en vuestro recinto familiar, con la prohibición de salir, incluso a la ciudad, hasta que nosotros lo autoricemos.

Ellac miró a su hermano menor con evidente desagrado por tal indulgencia, pero Ernac no le hizo caso. Alzó la vista y cabeceó en dirección a los guardias de la puerta.

—Mis hombres os acompañarán hasta vuestro recinto —dijo Ernac—. No os atarán, de momento, pero obedeceréis sus instrucciones al pie de la letra.

Cuatro guardias se acercaron a Edecón y Odoacro, y los dos hombres dieron media vuelta y salieron con su escolta por la puerta principal. Onulf esperaba fuera con su propia escolta de guardias. Miró a su padre y a su hermano, se encogió de hombros con resignación y empezaron la larga caminata. Salieron del patio del palacio, atravesaron las puertas interiores y cruzaron la ciudad en dirección al recinto de la familia de Edecón.

Las calles estaban silenciosas y semidesiertas. No se veían hunos, lo cual era extraño. La ausencia de forasteros era comprensible (los ostrogodos y germanos habían abandonado ya su campamento, y también la ciudad), los mercados estaban vacíos, las tabernas improvisadas donde se reunían los oficiales germanos cuando no estaban de servicio se veían silenciosas y oscuras. Incluso las tiendas de los burdeles, alzadas sobre solares vacíos en grupos aleatorios, donde las bandas ambulantes de prostitutas griegas encontraban espacio cuando la ciudad se congregaba después de la llegada de los rebaños en primavera, aleteaban vacías y tristes, con las hastiadas mujeres sentadas fuera, incapaces de disimular la preocupación de sus rostros. Ojos cautelosos miraban desde los umbrales oscuros de las cabañas de troncos y tiendas de fieltro, ojos de mujeres, que enviaban a sus hijos dentro, ojos de niños, asustados de los guardias y los prisioneros que desfilaban ante ellos. Dio la impresión de que Onulf leía los pensamientos de su padre y su hermano.

—Los tres hermanos han ordenado a sus partidarios que abandonen la ciudad, que vayan a diferentes campamentos, a diferentes lugares.

—¿Para iniciar la guerra? —preguntó Odoacro—. ¿Hasta eso hemos llegado? ¿El cuerpo de Atila todavía caliente, y sus hijos ya se están peleando por las sobras?

—No, todavía no —contestó Onulf—. Todavía se comportan con urbanidad entre ellos. Dijeron que era para traer los caballos en vistas al invierno, a la fiesta de la captura de caballos con lazo. No obstante, estoy seguro de que era para identificar a sus propios seguidores y calcular las fuerzas con que cuentan. Y para impedir que sus hombres sean corrompidos y comprados por los otros.

—Pero la fiesta de la captura de caballos con lazo se celebra con competiciones y festejos —arguyó Odoacro—. Las mujeres y los niños miran y participan, pero las veo aquí, escondidas en sus cabañas. Esto no gira en torno a esa fiesta.

Onulf se mostró de acuerdo con un cabeceo.

—Este año no.

Doblaron una esquina de la calle embarrada y llegaron ante la empalizada del recinto de Edecón, una pared de troncos cuadriculada casi tan alta y sólida como la que rodeaba el palacio real, aunque no tan extensa. La pared delantera y las de los lados daban a las calles embarradas del campamento huno, mientras la empalizada del fondo estaba encarada a un pequeño río, un afluente del Danubio que serpenteaba a través de la estepa y proporcionaba al campamento su principal fuente de agua, así como de peces. El ancho portal estaba abierto, sin el habitual par de guardaespaldas hunos que lo custodiaban.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Edecón, mientras los demás y él atravesaban la puerta y entraban sin vacilar. Se detuvo en seco nada más cruzar el umbral, al igual que sus guardias, tan sorprendidos como él por la escena que vieron.

En el interior del recinto, el espacioso edificio de tablas de madera que había sido durante años el hogar de Edecón, meticulosamente montado y desmontado cada vez que el campamento se trasladaba a nuevas tierras de pastos, había desaparecido. Solo quedaba una pila negra de vigas carbonizadas y faldones de fieltro del techo retorcidos, que se mecían en la suave brisa como negándose a arder o a echar humo, constituyendo su sola presencia una fría acusación.

Edecón y sus hombres pasearon la vista a su alrededor. No hubo tiempo de reflexionar, sin embargo, pues de repente una flecha silbó desde las ruinas de la casa y se hundió en silencio en la garganta del guardia que flanqueaba a Edecón, el cual cayó de rodillas, mientras su sangre salpicaba los pies de Edecón. Los demás, guardias y prisioneros por igual, se refugiaron tras la empalizada.

—Hombres de Ellac —exclamó uno de los guardias, borrada toda huella de rango y majestuosidad—. Nos estaban esperando. ¡Corred, volvamos a palacio!

—¡No! —ordenó Edecón, y aferró los brazos de sus hijos—. Nos estarán esperando en la calle…

Pero ya era demasiado tarde. Cuando los seis guardias doblaron corriendo la esquina, una andanada de flechas disparadas desde algún punto desconocido, que Edecón no identificó, les detuvo en seco. Los guardias se derrumbaron amontonándose sobre la calle embarrada, muertos antes de tocar el suelo, con tanta pulcritud y silencio como si hubieran sido apilados por verdugos en vistas a su entierro.

Edecón, Odoacro y Onulf no se quedaron a investigar. Cerraron de inmediato el portal a su espalda y atrancaron la puerta para protegerse de los arqueros de la calle. Tendrían que plantar cara a quienes permanecieran todavía dentro del recinto, y tal vez la fuerza y capacidad de los tres hombres bastaría para vencerlos. A juzgar por el número de flechas disparadas contra sus guardias un momento antes, la fuerza atacante agrupada fuera del recinto sería demasiado numerosa para ellos tres.

—¡Al establo! —exclamó Odoacro, al tiempo que señalaba un edificio de madera anexo situado al otro lado del patio, y que no había sido dañado por el fuego.

Los tres atravesaron corriendo el recinto, mientras las flechas volaban a su alrededor. Justo cuando llegaban a la puerta de la pequeña edificación, Edecón gimió y cayó. Odoacro lo tomó por debajo del brazo y lo arrastró al interior de la estancia a oscuras, mientras Onulf cerraba la puerta de golpe y apoyaba contra ella una pesada tabla. De inmediato se clavaron en la parte exterior media docena de flechas, cuyas puntas de hierro perforaron la barrera e hicieron saltar astillas de madera, como si alguien estuviera hundiendo clavos con un martillo.

Odoacro paseó la vista alrededor del edificio, que no había sido ocupado por ganado desde que los hombres partieron hacia Constantinopla meses antes. Al no detectar ningún peligro en el interior, tendió a su padre sobre el suelo de tierra y le examinó bajo los rayos de sol que se filtraban a través de los huecos del techo de tablas. La flecha había perforado su nuca y sobresalía por delante, justo encima de la clavícula, y si bien no le había matado, jadeaba en busca de aliento, porque tenía perforada la tráquea. La sangre burbujeaba en la abertura de la herida, de la cual surgía un silbido debido al aire que escapaba.

—¡Padre! —exclamó Onulf horrorizado al ver la herida—. ¡Padre!

El tamborileo de las flechas sobre la puerta fue sustituido por gritos y golpes, cuando los hombres de fuera empezaron a aporrear la barrera de madera. La puerta era resistente, pero no tardarían en encontrar un hacha y lanzar un ataque en toda regla. Odoacro miró a su padre. Los jadeos del anciano eran más débiles, y su rostro estaba adquiriendo un tinte ceniciento.

—No tenemos tiempo —dijo su hermano en voz baja—.

Haré lo que pueda. Atranca la puerta. Después, echa un vistazo al otro lado del comedero.

Se inclinó sobre Edecón, reprimiendo las emociones, la ira y el miedo que se estaban acumulando en su interior y contraían su estómago. «¡No pienses! —se ordenó—. Es un hombre como los demás». Acomodó a su padre de costado, asió la parte posterior de la flecha, donde las plumas sobresalían del cuello de Edecón, y la partió con suavidad, procurando mantener el astil inmóvil. Con el astil roto, aferró la punta que sobresalía por la parte delantera del cuello y extrajo el resto de la flecha sin ensanchar la herida.

El aire que salía silbando de los pulmones se convirtió en un gorgoteo, cuando la sangre manó copiosamente del hueco, ahora que el obstáculo había sido eliminado. Odoacro miró a su hermano, que estaba amontonando a toda prisa tablas de madera contra la puerta y las apuntalaba en el suelo.

—¿Cuánto tiempo podrás contenerles? —preguntó, sorprendido de que su voz sonara tan serena.

—La puerta no puede abrirse, pero la harán pedazos —replicó Onulf con un gruñido. Le interrumpió un estrépito, cuando la cabeza de un hacha penetró en la madera al lado de su hombro entre una lluvia de astillas—. O bien la pared…

Odoacro asintió.

—Hemos de irnos, pues —repuso con calma.

Rasgó un pedazo de tela del dobladillo de su túnica, cortó un pequeño fragmento, lo convirtió en una bola entre sus dientes, lo humedeció con saliva para que permaneciera duro y sólido, y después lo introdujo en el hueco que había debajo de la garganta de Edecón, para luego empujarlo con el pulgar hasta que casi desapareció en su interior. Rompió otro pedazo y repitió la misma operación con el hueco de detrás, y después envolvió el cuello de su padre con el resto de la tela, con el fin de sujetar los dos apósitos improvisados. Empezó a filtrarse sangre de inmediato, pero con más lentitud que antes. La faz de Edecón continuaba gris, pero con algo más de color, y si bien los jadeos y resuellos no se habían calmado, daba la impresión de que llegaba un poco de aire a sus pulmones. Odoacro escudriñó los ojos de su padre, vidriosos y dilatados.

—Vive, por favor —murmuró.

Otra hacha atravesó la pared cerca de su cabeza. Odoacro levantó la vista.

—Onulf, el comedero: sube y ábrelo.

Su hermano alzó la vista hacia la pequeña puerta situada en la mitad superior de la pared del fondo. Era un cuadrado cuyo lado mediría un brazo, con el borde inferior justo a la altura de la cabeza de un hombre. Practicada en la pared exterior del recinto, estaba dispuesta de tal manera que un esclavo, erguido sobre el suelo de una carreta, pudiera introducir a paladas en el establo el forraje y el grano, con el fin de evitar el engorro de entrar por el portal principal con muías ruidosas y un carro. La puerta era gruesa, atrancada con una barra de hierro para impedir que pasaran ladrones por la abertura, y tan fuerte como la misma empalizada.

Onulf asió un taburete desvencijado de un rincón y saltó encima, para a continuación utilizar el pomo de su cuchillo con el fin de soltar la barra oxidada de los soportes donde había quedado trabada tras meses de inmovilidad. Los golpes y los hachazos se redoblaron sobre la puerta principal del establo, cuando llegó a los oídos de los atacantes la actividad del interior.

Onulf apartó por fin la barra y empujó la pesada puerta, que también había quedado atascada en su marco. Con un gemido de goznes sin utilizar al pie de la brecha, se abrió por arriba y cayó hacia fuera, justo cuando el taburete escapaba de sus pies. Onulf se desplomó sobre el antepecho, juró por lo bajo y asomó la cabeza por la abertura.

—No hay nadie en el camino —susurró.

Odoacro asintió desde abajo.

—Deben de estar todos en el recinto. Vamos.

Onulf se izó a través de la abertura y aterrizó sobre los pies en la carretera. Dentro, Odoacro alzó a su padre inconsciente y, sin tiempo para delicadezas, levantó el cuerpo exánime sobre su cabeza, como un atleta que alza una piedra voluminosa. Se encaminó tambaleante hacia la puerta del pesebre, pasó por el hueco la cabeza y los hombros de Edecón, apoyó su peso sobre la madera basta del marco inferior, y después hizo palanca con las piernas para pasar la mitad inferior de su padre a través de la abertura. Oyó un gruñido y un arrastrar de pies al otro lado de la pared cuando Onulf se apoderó de él. Después, se izó hacia el hueco, se lanzó de cabeza a través y aterrizó sobre los hombros, para ponerse en pie cuanto antes.

A unos cien pasos corría el río embarrado, con escaso caudal debido a la larga sequía del verano, y a lo lejos, en la orilla, un rebaño de caballos estaban bebiendo en el río con el agua hasta las rodillas, después del recorrido de dos días desde los pastos del este con dos pastores, en preparación para la estación invernal.

—Esa es nuestra vía de escape —dijo Onulf, mientras echaba un vistazo a los caballos de la estepa, fuertes y de nariz ganchuda, su voz ahogada por los frenéticos golpes descargados sobre la pared del establo. Volvió a colocar la puerta por la que acababan de salir y, con un fuerte empujón, la encajó en su marco, tan firme como la habían encontrado unos minutos antes—. Eso les mantendrá intrigados cuando entren por fin.

—No tardarán mucho —contestó Odoacro—. Vamos. Yo lo llevaré primero. Levántalo.

Onulf alzó a Edecón por debajo de los brazos y lo acomodó sobre la espalda de Odoacro, con los brazos colgando. Odoacro agarró las muñecas con firmeza y sintió un tibio reguero de sangre sobre la nuca, procedente de la herida de su padre.

—Vamos —dijo con voz ronca Odoacro—, ve a buscar los animales. Ya te alcanzaré.

Onulf corrió hacia el rebaño, con Odoacro detrás. Su peso le hundía en el barro pegajoso del lecho del río. Vio que Onulf corría hacia los sobresaltados caballos, pero dos jóvenes pastores, esclavos ostrogodos, le plantaron cara. No le resultó difícil agarrar a uno de ellos por los hombros, arrojarle del caballo y degollarle con su propio cuchillo. Al presenciar lo ocurrido, el otro pastor se alejó a toda prisa, dejando a los animales nerviosos y confusos. Onulf saltó sobre la montura del pastor muerto, el único que iba equipado (una manta a modo de silla, un rollo de cuerda, una pequeña bolsa de carne seca), y separó a toda prisa una docena de animales del rebaño. Volvió con Odoacro, que se hallaba sin aliento y se tambaleaba debido al peso.

—¿Tantos? —preguntó Odoacro, sorprendido.

—Tantos como podamos. Deprisa, acomoda a padre sobre uno y quédate aquí con estos.

Odoacro tendió a su padre sobre el lomo de uno de los animales, y ató sus muñecas alrededor del cuello del caballo con otra tira de tela que había cortado de su túnica. A este paso, pensó malhumorado, pronto iría cubierto con un taparrabos y poco más. Entretanto, Onulf había vuelto con el rebaño principal a lomos de su montura, gritando y agitando las manos para asustar a los animales, que huyeron de él como si estuviera loco, chapotearon en la corriente, ascendieron la orilla opuesta y se perdieron de vista. Volvió corriendo con Odoacro. A lo lejos, en la empalizada que acababan de abandonar, los atacantes habían abierto la puerta del pesebre, y una cabeza enfurecida les estaba mirando. La brisa transportó las maldiciones proferidas.

—Seguiremos el rebaño al otro lado del río —dijo Onulf—. Si lo alcanzamos, nos lo llevaremos con nosotros hacia el oeste. Si se han desviado en la dirección que no nos conviene, al menos habremos impedido que los hombres de Ellac los utilicen. Esos idiotas tendrán que volver corriendo al palacio, explicar su historia, ir a buscar sus caballos y organizar una partida para perseguirnos. Eso nos proporcionará una buena ventaja.

—Tenemos un hombre herido —le recordó Odoacro.

—Pero muchos caballos de repuesto —replicó Onulf.

No había nada más que decir. Odoacro aferró la crin de su caballo con una mano y apretó los muslos alrededor del cuerpo del animal, tal como le habían enseñado de niño, sin silla ni estribos para mantener el equilibrio. Se inclinó hacia delante para palmear el trasero del caballo que cargaba con su padre, el cual saltó hacia delante atemorizado, y después condujo el pequeño rebaño de caballos semisalvajes hacia el río. Al patear el arroyo salpicaron de agua espumeante a los tres hombres, lavando así sus manos de la sangre derramada de su padre, la tierra incrustada de estiércol del suelo del establo, y el polvo del antes poderoso campamento huno, la tierra de sus antepasados. Miró hacia los caballos que cabalgaban a través de los pastos, siguiendo al rebaño más numeroso de sus congéneres, a los que oían y olían delante de ellos. Sabía que Hunia estaba muerta, tan muerta como su rey, Atila. Su padre había servido bien a Atila. Para los hijos, no obstante, había llegado el momento de buscar nuevos amos.