Durante los últimos siete años, desde que me dediqué a escribir novelas, he descubierto que se trata de una asombrosa aventura, en el más auténtico sentido de la palabra. Como casi todas las aventuras, conlleva mucho trabajo y tedio, pero está puntuada por maravillosos vuelos de la imaginación, breves estallidos de júbilo, períodos de desaliento que se alternan con otros de triunfo (es sorprendente que encontrar la palabra adecuada pueda remontar el ánimo del autor hasta tal punto), y hasta el ocasional momento de terror en estado puro (aquí estoy pensando en los discursos y lecturas al público). Respetar los plazos y mantener un rendimiento consistente a lo largo de cinco novelas ha sido, para mí, sobre todo una cuestión de disciplina, lo cual significa con frecuencia prestar mucha atención a los «sacramentales» de la escritura, esas ayudas externas (una buena taza de café o una copa de Calvados, la habitación mantenida en el nivel de oscuridad adecuado, el escritorio provisto de las obras de referencia familiares) que no necesariamente contribuyen de manera directa al trabajo, pero sí a que el autor sea más receptivo a la gracia de la inspiración. Cuesta saber si estos aspectos materiales mejoran la escritura, pero me resulta imposible imaginar escribir sin ellos.
No obstante, por necesarios que sean ciertos hábitos y tics, al final la inspiración ha de surgir de la vida propia de uno, y en este aspecto, pocas cosas siguen siendo iguales. La evolución es constante, un hecho desconcertante y estimulante al mismo tiempo. Mi verdadera vocación no es la de autor, sino la de paterfamilias, y habiendo iniciado mi carrera de escritor en una época en que me esforzaba por encontrar silencio y soledad con dos niños pequeños tumbados bajo mi escritorio, descubro ahora que me enfrento a una nueva lucha: la de no perder de vista los intereses e intelectos de dos casi adultos (además de otro niño pequeño, a quien también le gusta tumbarse bajo mi escritorio). Mi hijo mayor, Eamon, quien en otro tiempo me ayudó a mantener los pies en la tierra preparándome el café de la mañana y enviándome constantes invitaciones (¿demandas?) para jugar, ahora mantiene en funcionamiento los ordenadores y el sitio web, y todavía manda constantes invitaciones (¿demandas?), esta vez para que le deje utilizar el coche. Isa, cuyos canturreos infantiles y abrazos a la hora de acostarse imprimían mayor brío a mi paso, llena la casa con sus versiones de éxitos de Broadway, y pone a prueba mis cuádríceps cuando intento seguir su entrenamiento de triatlón (por cierto, tanto Eamon como Isa han contribuido a corregir las galeradas de este libro). La pequeña Marie, quien hace cuatro novelas no era más que una foto granulosa de un bebé calvo, en un reportaje sobre adopciones en Mongolia, ha superado incluso la carrera de éxitos de Isa en el Departamento de Ruidos de Fondo Incesantes, y ha desarrollado una contribución a mi trabajo única, con sus docenas de muestras de arte pegadas con celo a mis paredes, su memoria infalible para gags de películas, y la imaginación ilimitada que despliega en sus frecuentes diálogos con su imaginaria «hermana pequeña Al».
No obstante, como siempre, el mayor mérito le corresponde a mi esposa, Cristina, el único aspecto verdaderamente estable de mi vida. Pone orden en el caos, sosiega el alma irritable del autor y templa la disciplina de dirigir una familia, un negocio y un colegio, todo dentro de la casa, con sus dosis generosas de amor, humor y talento para la cocina. Creo que el paraíso es un estado de goce que resulta de la unión definitiva del alma con su Creador. Hasta que eso ocurra (Dios mediante), tengo un atisbo de ello en mi vida con Cris, un presagio de esa felicidad, el reflejo del cielo aquí en la tierra.
M.C.F.
Enero de 2007