9
UN HOMBRE BONDADOSO Y APACIBLE

Al mediodía siguiente, Jane se dirigió al sargento Pauling, unos minutos después que el teniente Alfredo salió a almorzar.

—Dick —dijo—, tengo un caso que necesita ser investigado. ¿Te importa si salgo por un par de horas?

—Seguro chica —dijo—. Por supuesto. Tengo tres o cuatro cosas que necesito investigar yo mismo. Dios sabe cuándo tendré una oportunidad para hacerlo.

Jane tragó rápidamente un sandwich y una taza de café en un puesto callejero y llegó al parque de Washington Square un poco antes de las doce y media. Encontró a Kerrigan andando silenciosamente a lo largo de uno de los caminos de asfalto.

—¿Nada todavía? —dijo.

—No, nada —dijo él. Parecía triste—. Quizá hubiera sido mejor si hubiera recorrido la calle 8 Oeste mostrando ese retrato —dijo—. Pero no se puede saber nada en estos casos, ¿no es cierto?

—Por supuesto que no. ¿Has almorzado?

—Todavía no.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—Más o menos desde las ocho—dijo él—. No quería dejar pasar ninguna oportunidad.

—¡Las ocho! ¿Por qué tan temprano?

—A decir verdad, no dormí muy bien;

—Tomaré tu puesto durante un rato —dijo Jane—. ¿Por qué no vas a comer un poco?

—Creo que lo haré —dijo Kerrigan—. A propósito, he estado dando vueltas contra el reloj por el parque. Anda por donde gustes, pero sigue andando. Si lo encuentras, haces esto. —Levantó un brazo por encima de su cabeza y lo sacudió, como si estuviera tratando de recobrar la circulación. No era una señal muy buena, pero era una señal.

—Adelante, Frank.

—Cuando vuelva, vigilaré el lado norte del parque. Tú quédate por el lado sur.

Jane vigiló el parque. Una cosa bastante desamparada, pensó ella. Tan desamparada como Frank Kerrigan mostrando un retrato en las tiendas y apartamentos y restaurantes a lo largo de la calle 8 Oeste, además una caricatura. Pasó junto a bancos con jóvenes madres, con hippies avejentados, con insolentes jóvenes que miraron fijamente sus piernas, con viejos que estaban sentados con los ojos entrecerrados, dormitando al sol.

Dio dos o tres lentas vueltas al parque. Entonces vio a Kerrigan de vuelta en el lado norte del parque y por lo tanto se confinó al lado sur.

Era para lo que estaba allí, pero de todas maneras fue un sobresalto, que la dejó aterida, cuando los vio.

Los niños primero, la pequeñita del pelo brillante, y el robusto niño del pelo color arena retozando hacia ella unos metros delante de un hombrecillo de edad con la cicatriz en la mejilla.

Su mente registró ciertos detalles casi mecánicamente. Miss Gimball la había preparado para la hermosura de la pequeña, pero se había imaginado una especie de belleza de muñeca. No era eso. La cara podía ser angelical, pero los ojos tenían un brillo malicioso, perverso.

Los niños se escabulleron hacia Jane; luego vino el viejo, con los ojos inescrutables, pero de cara benigna. Oyó gritar a la pequeña.

—¡Abuelo, para a Donny! Me empujó.

—Ella me empujó primero, abuelo —dijo la ahora lejana voz del niño—. Ella también me empujó.

—Fue un accidente —la femenina vocecita se estaba perdiendo ahora—. Nada más.

Una suave voz de hombre dijo:

—Terminar con eso. Los dos.

Luego las voces se fueron.

Su corazón latía salvajemente; el impulso de volver su cabeza era casi irresistible. Se obligó a seguir andando sin mirar hacia atrás, y se concentró en contar sus pasos para ahogar esa sensación de pánico… Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…

A los quince se detuvo y, con un gran aspecto indiferente, se volvió. Ahora había bastantes personas paseando, pero no tuvo ninguna dificultad en localizar al hombrecillo y a los dos niños saltando delante de él.

Estaban a unos doce metros delante de ella, y comenzó a seguirlos, manteniendo esa distancia. Pasearon quizá unos cinco minutos. Luego el hombre se sentó en un banco. Jane de alguna manera redujo la distancia y encontró la punta de un banco vacía, a unos diez metros, y se sentó, después de hacer la señal de la mano en el aire.

El hombre estaba ahora vigilando a los niños, que estaban jugando un juego tan intrincado que los adultos no lo podían entender. Se paraban uno junto a otro y brincaban dos veces, luego saltaban sobre una pierna tres veces, brincaban una vez y saltaban sobre la otra pierna dos veces.

El sol de septiembre era cálido y rico; el césped, después de las primeras lluvias que señalaban el final del verano, estaba verde, o tan verde como se puede poner el césped en un parque de Manhattan. Debería de haber sido un cuadro encantador: el cariñoso y bondadoso viejecito, sentado allí al sol, mirando amorosamente a sus dos hermosos nietos. Pero ése no era el cuadro que Jane vio. Vio algo horriblemente malévolo en él. El viejo levemente encorvado de cara bondadosa era la imagen de un ave de rapiña esperando la muerte de su próxima presa. Imaginación, pura imaginación, se dijo a sí misma. Tembló súbita, violentamente, y durante unos minutos verdaderamente sintió frío.

Se encontró hipnotizada por la escena, por lo que, cuando sacudió la cabeza para escapar de ese estado de trance, no sabía si había estado sentada allí durante diez, veinte o treinta minutos. Pero parecía haber sido mucho tiempo.

¿Dónde estaba Frank? Justo cuando la pregunta saltó a su mente, lo vio dirigirse hacia ella. El pequeño Donny hizo un movimiento repentino para escapar de su hermana, sin mirar hacia donde se dirigía, rebotando en la pierna izquierda de Kerrigan, y balanceándose sin equilibrio hasta que Kerrigan lo tomó de un hombro y se lo hizo recobrar. No podía oír las palabras, pero por el movimiento de los labios del niño estaba casi segura de que eran:

—Disculpe, señor.

—Muy bien —vio decir a los labios de Kerrigan—. No pasó nada.

Y luego continuó hacia ella.

—Hola, Jane —dijo él, suavemente.

—Hola, Frank. —Sonaba tonto, pero un grupito estaba pasando al lado; no verían nada inusual en un hombre encontrándose con su chica en el parque.

—¿Lo viste? —murmuró ella, cuando Frank se sentó a su lado.

—Seguro. Guapos chicos, ¿no?

—¿Guapos? Son hermosos, verdaderamente hermosos.

—Bueno, vayamos a hablar con él —dijo Kerrigan vigorosamente, levantándose.

—¿No quieres esperar a ver a dónde lleva a los niños? —preguntó Jane. De alguna manera, en ese momento crucial, había esperado que Frank hiciera algo lentamente y con exquisito cuidado.

—¿Por qué perder tiempo?

Fueron hacia el viejo. Los miró con un poco de asombro cuando se sentaron, uno a cada lado. Sus ojos, notó Jane, eran grises, tal como indicaba la descripción, pero de un débil gris casi plateado.

—Discúlpeme —dijo Kerrigan—. ¿No es usted Mr. Santha?

—¿Quién?

—Phillip Santha.

—No—dijo él—. Ese no es mi nombre.

—En realidad hubiera jurado que era un tipo que conocía. Vivió en la casa de huéspedes de Mrs. Gibney.

—¿En dónde?

—Mrs. Gibney, calle 79 Oeste.

Sacudió su cabeza.

—No.

Su expresión no había cambiado. Pero Jane ya sabía qué se había traicionado. (¿Quién?, y ¿Qué?, y ¿Dónde?, eran los medios favoritos para ganar tiempo para pensar).

—Bueno, se parece a ese Santha —dijo Kerrigan. Su semblante estaba de buen talante, casi afable.

—Bueno, pero no lo soy.

—¿Cuál es su nombre?

—No veo que sea de su incumbencia.

—Pero lo es. Sabe, somos policías. —Mostró su insignia oculta en su gran mano, para que los que pasaban no la vieran.

—Si debe saberlo, es Simpson.

—¿Y su nombre de pila?

—Percy, Percy Simpson.

La niña corrió hacia ellos y saltó sobre las piernas del viejo.

—¡Abuelo! —gritó—. Me empujó de nuevo.

Donny dijo, enérgicamente.

—Ella me empujó primero.

Suavemente el anciano dijo:

—Terminen con esas tonterías, chicos. Terminen los dos.

La niña se deslizó de sus piernas, y un momento más tarde ella y Donny, ambos tomados de la mano, estaban brincando muy serios sobre un pie.

—Miren —dijo el hombre que se llamaba a sí mismo Simpson—. No voy a contestar ninguna otra de sus preguntas. Absolutamente ninguna; Están cometiendo un grave error. Pueden arrestarme si quieren, y entonces cometerán uno más grave aún. Conozco mis derechos.

—Buena idea —dijo Kerrigan, genialmente—. Está arrestado. Vámonos.

El hombre pareció sorprendido.

—No lo dice en serio.

—Claro que sí. Vamos a llevar a esos chicos a su casa, primero.

Se quedó hecho una piedra.

—¡Donny! —llamó Kerrigan. Cuando el niño vino corriendo—. ¿Sabes dónde vives?

Donny pareció vagamente insultado.

—Claro que lo sé —dijo—. Tengo casi seis años y medio. Mi nombre es Donald H. Westbrook, Júnior, y vivo allí. —Indicó un alto edificio.

—Muy bien, vamos —dijo Kerrigan, instando al hombre a ponerse de pie.

—¿Ya nos vamos a casa, abuelo? —preguntó la niña.

—Este hombre dice que debemos irnos.

La niña miró a Kerrigan.

Usted no me gusta —dijo—. Usted es malo.

Llegaron fuera del parque.

—Naturalmente que no tiene que decir nada sin el asesoramiento de su abogado —dijo Kerrigan, casi como queriendo mantener una conversación—. ¿Pero es verdad que no conoce la casa de huéspedes de Mrs. Gibney? —Dejando caer su voz repentinamente a un tono profundo—. ¿O a Miss Audrey Lumbard?

Fue un momento confuso para Jane. De momento no podía recordar a Audrey Lumbard más que como un nombre de la lista de inquilinos de Mrs. Gibney que tenía Frank. Luego recordó que Miss Lumbard había sido aquélla a quien Santha supuestamente había hecho una proposición indecente. Pero ¿por qué Frank traía eso a colación? Y tuvo otra fuerte impresión: la de que el prisionero sintió un repentino desahogo.

—¿Quién? —dijo automáticamente.

—Miss Audrey Lumbard. Vivía también en la casa de Mrs. Gibney.

—Nunca la oí nombrar. —Su confianza parecía volver paulatinamente.

El portero de los apartamentos saludó a los dos niños y al hombre que se hacía llamar Simpson, pero miró torcidamente a Jane y a Kerrigan.

—Mrs. Westbrook nos está esperando con los niños —dijo Kerrigan, al pasar.

El portero podría haber discutido eso, pero los niños y Simpson eran claramente un pasaporte válido. En el ascensor automático del vestíbulo preguntó:

—¿A qué piso, Donny?

—Once —dijo Donny.

En el piso once, una interesante rubia de unos treinta años contestó el timbre. Miró, intrigada, a Kerrigan y Jane.

—¿De vuelta tan pronto, Mr. Simpson? ¿Y quiénes…?

—Oficiales de policía —dijo Kerrigan—. Hemos traído a sus hijos antes de llevar a Mr. Simpson a la comisaría.

—¡Y para qué! ¿Mr. Simpson…?

—Es una gran error, Mrs. Westbrook —dijo Simpson—. Un terrible error.

—Estoy segura de que sí. ¡Y además, pienso que es un ultraje! —Mirando a Kerrigan—. ¿Está seguro de que no está cometiendo un terrible error?

Kerrigan se encogió de hombros.

—Todos cometemos errores de vez en cuando.

—Bien, estoy segura de que lo hacen en este caso. Me pregunto si sabe quién es Mr. Simpson.

—No, no lo sé.

—Es el padre de Alexander P. Simpson, primer vicepresidente de la Compañía Boeing, la gente de los aviones.

—¿Conoce personalmente a Mr. Alexander P. Simpson?

—Por supuesto que no. Vive en California, en Burbank, ¿no es así, Mr. Simpson? Por eso se encuentra tan solitario… Sus dos nietos, un niño y una niña de la misma edad que mis hijos… Oh, Mr. Simpson, ¿por qué no les muestra la foto?

Simpson, vacilante, extrajo una cartera y sacó una foto de dos niños de edad parecida a la de Donny y su hermana, posando sobre las rodillas de una atractiva pareja.

—Esos son su hijo y su nuera —aclaró Mrs. Westbrook—. Puede ver que incluso se parecen a mis hijos.

En efecto, había un vago parecido.

—Entre un momento —dijo Mrs. Westbrook—. Estoy segura de que esto puede ser solucionado. —Cuando estaban en la amplia y lujosa sala con vista al parque, preguntó—: Y ¿por qué lo arrestan?

—Por algo bastante serio, me temo —dijo Kerrigan—. ¿Le molestaría decirme cuánto hace que lo conoce?

Resultó que no hacía mucho. Cinco o seis semanas. Se habían encontrado en el parque un día de agosto, y luego continuaron encontrándose por casualidad día tras día.

—Los niños se encariñaron con él inmediatamente —dijo—. Incluso comenzaron a llamarlo abuelo.

Y pronto se dio cuenta, dijo Mrs. Westbrook, de que estaba loco por los niños. Una semana después más o menos, le mostró la foto de sus nietos y de su hijo y su nuera… Habló con gran orgullo de su hijo, que había subido a tan grandes alturas a sólo los cuarenta años de edad, y realmente había lágrimas en sus ojos cuando hablaba de su gran sensación de pérdida, cuando los nietos se mudaron al oeste junto con sus padres.

Pronto estaba jugando con los niños bajo sus ojos. Luego los llevó a pasear alrededor del parque mientras Mrs. Westbrook descansaba en un banco. Ahora se encontraba con ella y los niños en la entrada del parque, con los ojos iluminados por la alegría al ver nuevamente a los niños. Era realmente emocionante, dijo Mrs. Westbrook, el deleite que encontraba él en los niños, y ellos en él.

Y eventualmente, unos diez o doce días atrás, ella dijo que no iría al parque al día siguiente; estaría ocupada en el apartamento toda la tarde. Mr. Simpson estaba realmente apenado. Y fue entonces cuando hizo el arreglo de que iría a buscar a los niños y los llevaría al parque.

—¿Quién sugirió eso? —preguntó Kerrigan—. ¿Usted o él?

—¿Quién…? No lo recuerdo exactamente. Fue una de esas cosas espontáneas. Creo que se nos ocurrió a los dos simultáneamente… Incluso le ofrecí, en realidad tuve que insistir que aceptara unos dólares por día por cuidar a los chicos. ¿Sabe lo que dijo? Mrs. Westbrook, debería de pagarle por traerme tanta felicidad. ¡Ahí tienen! —Los miró triunfante como si hubiera podido probar el caso claramente.

—Créanme, no saben lo difícil que es encontrar gente de confianza para que cuide a los niños hoy en día.

—Lo creo —dijo Kerrigan—, sí, señora… Bueno, vamos Mr. Simpson. Andando.

—¿Quiere decir —preguntó la rubia, incrédula— que lo van a arrestar… a un buen hombre como él?

—Sí.

—¡Están cometiendo un terrible error!

—Todos los cometemos a veces —concedió Kerrigan—. Incluso usted, creo.

Ella no entendió.

—¿Me pueden dar sus nombres, por favor? Pueden arrepentirse…

—Por supuesto. —Kerrigan se identificó a sí mismo y a Jane—. Mejor anote también los números de nuestras insignias, señora. Esa es siempre una buena precaución. Podemos cambiar nuestros nombres, pero no el número de nuestras insignias.

Por una fracción de segundo hubo un relámpago de duda en la atrayente cara. Sólo un chispazo, desapareciendo inmediatamente.

—Sí —dijo ella—. Lo haré. Déjeme buscar papel y lápiz. —Garabateó los nombres y copió de las mismas insignias los números.

—No se preocupe, Mr. Simpson —dijo, acompañándolos a la puerta—. Voy a telefonear a Mr. Westbrook inmediatamente. —Volvió sus ojos azules, ojos que no tenían el brillo descarado de los ojos de su hija, hacia Kerrigan y Jane, parpadeando, con frío desdén—. Conseguirá que se le haga justicia. Y otras personas recibirán lo que se merecen.

—Es un terrible error, Mrs. Westbrook —dijo Simpson, levantando sus ojos del suelo por primera vez—. Un terrible error.

—Estoy segura de que lo es —dijo Mrs. Westbrook, confiadamente.

Kerrigan dijo:

—¿Sabe, Mrs. Westbrook, lo que hay con esa fotografía? Bueno, cientos de estudios fotográficos por la ciudad exhiben en sus escaparates fotografías que han hecho. Cualquiera puede comprar una copia por unos dólares.

Parecía confundida.

—No lo entiendo.

Kerrigan ignoró eso.

—¿Telefoneó a Boeing —a cualquier sucursal— para averiguar si existe un vicepresidente con el nombre Alexander P. Simpson?

—Seguramente… —Pareció más confundida aún—. No, por cierto que no.

—Vamos, Mr. Simpson —dijo Kerrigan.

—Es un terrible error. —Estaba triste y decaído, todo su semblante así lo demostraba.

Donny dijo:

—Te veo mañana, abuelo.

Su hermana dijo:

—Te veo mañana, abuelo. —Miró a Kerrigan—. Usted es malo —dijo.

Kerrigan, que siempre se sentía turbado ante los niños, dijo:

—Sí, creo que sí.

Bajaron en el ascensor automático hasta la planta baja. Simpson parecía abatido, cuidadosamente abatido, pensó Jane. Mantenía los ojos mirando al suelo y parecía un poco patético. Cuidadosamente patético.

—¿Tomamos un taxi? —preguntó Jane.

—Andemos un poco —dijo Kerrigan—. ¿Le molesta Mr. Simpson?

—No, pero están cometiendo un terrible error, eso les puedo decir.

—¿Quiere decir sobre Miss Lumbard?

—Un terrible error. Esa mujer… —Sacudió la cabeza tristemente—. ¡Pobre mujer!

Iban andando por la Quinta Avenida ahora. Imponentes casas de apartamentos se erguían a cada lado. Porteros de librea parados en cada puerta. El tránsito aquí tenía un ruido más tenue que en la calle Varick. Autos con chapas de médico estaban estacionados en doble fila, aquí y allá, inmunes a las leyes de tránsito.

—Hábleme de ella —dijo Kerrigan.

—Es una mujer neurótica, oficial. Realmente neurótica. Conoce a esas solteronas… se hacen ideas, ideas sexuales.

Tuvo un delicado estremecimiento.

—Líbreme Dios —dijo— de esas solteronas que tienen el sexo en la mente. Discúlpeme, señorita —le dijo a Jane—, pero es un hecho de la vida.

—Eso no es lo que dice ella.

—Es una mentirosa, teniente. Sueña con esas fantasías sexuales —dijo Simpson, ansiosamente—. Le estoy diciendo la verdad. No hay una palabra de cierto en lo que dice. No le dije nada parecido a ella. No lo hice.

—¿Esa es la verdad? —exigió Kerrigan.

—Sobre los Evangelios, oficial.

—¿Lo juraría?

—¡Lo juraría! —dijo—. Lo juraría.

¿No se da cuenta de que ha admitido que es Santha?, pensó Jane. Pero Kerrigan había cambiado el interrogatorio abruptamente.

—Hace un par de semanas, Mr. Simpson, se lo vio andando a lo largo de la calle 8 Oeste. ¿Qué hacía allí?

—¿Qué?

—Calle 8 Oeste. ¿Qué hacía allí?

—¿Un jueves?

Kerrigan recordó la descripción de Jack Adams de llevar a su esposa al cine un jueves por la noche.

—Sí —dijo.

—Bueno, voy por allí todos los jueves por la noche. Al restaurante Hoffenberg. Los jueves por la noche tienen sauerbraten. Es muy bueno. Muy bueno. Seguro que eso no va contra la ley.

—Oh, para nada. A mí también me agrada. Probaré el Hoffenberg alguna vez —Kerrigan todavía era jovial.

El giro de su interrogatorio sorprendió a Jane. Aparentemente era charla sin sentido. Ella había estado pensando que habían tenido una suerte fantástica, además de una gran parte de duro trabajo por el lado de Frank, que los había guiado hasta Miss Annette Gimball, y una fantástica suerte de que Miss Gimball hubiera visto a Sullivan en el parque con dos niños. ¿Suerte? Nada parecido. Incluso sin Miss Gimball, Frank hubiera llegado hasta el restaurante Hoffenberg en algún momento del día siguiente. E incluso si ninguna de las camareras o las cajeras hubieran reconocido el bosquejo de Santha, incluso con esa probable mala suerte, Kerrigan hubiera estado parado en la calle 8 Oeste, a unos treinta metros al este de la Sexta Avenida, cuando hubiera pasado a su lado camino del restaurante de Hoffenberg, a menos de una manzana al oeste de allí.

No; la suerte no tenía nada que ver con ello. Su mente retrocedió. En realidad, Santha, o Simpson, o Sullivan, o Sylvester estaba perdido tan pronto como Mrs. Gibney… no, eso no era correcto. Estaba perdido incluso antes; cuando la meticulosa Miss Deakin recordó haberle dado a Peter Younger algunos sobres de la Compañía de Fondant Cherie dos años antes; desde ese momento el hombre no tenía ninguna posibilidad.

Caminaron en silencio un minuto. Luego él dijo:

—¿Me está diciendo la verdad sobre Miss Lumbard? —preguntó Kerrigan.

—¡Cómo que Dios es mi testigo!

—Bueno, y ya que está de un humor veraz, ¿qué le pasó a Elsie Gebhardt? —preguntó Kerrigan, casualmente.

El prisionero reaccionó violentamente. Su cara se tornó cenicienta, y tropezó ciegamente durante un segundo.

—¿Quién? —preguntó en un graznido.

Ahora que estaba hecho, Jane se dio cuenta. En realidad era un viejo truco. Se guiaba a un sospechoso hasta que su confianza retomaba. Se lo guiaba con preguntas que indicaban que en realidad no se tenía nada de qué acusarlo. Y cuando llegaban a la cúspide del egoísmo, se le disparaba la pregunta que era un tiro verbal de dos años al plexo solar.

—Elsie Gebhardt. G-e-b-h-a-r-d-t —deletreó Kerrigan.

—Nunca oí hablar de ella —dijo, pero su voz todavía era un graznido.

—Entonces no tiene nada de qué preocuparse, Mr. Simpson. ¡Nada! Sabe, ese hombre, ese mofeta debería decir, que raptó a esa niña hace once años escribió unas cuantas cartas a la familia, más tarde. No usaba guantes cuando las escribió, el idiota, Por lo que tenemos innumerables muestras de sus huellas dactilares, las diez completas. Por lo que ve, no tiene nada de qué preocuparse. A los diez minutos de llegar a la comisaría y en cuanto comparemos las huellas, estará en libertad. ¿Eso le hace sentirse mejor?

Se veía que no. Había un color de cera en su rostro. Sus labios se movían, pero no salía ninguna palabra.

—Dije si eso no le hacía sentirse mejor, Mr. Simpson —repitió Kerrigan, en tono amistoso. Incluso puso una mano sobre el hombro de Mr. Simpson.

Mr. Simpson se desmayó.

Se hubiera caído si no fuera por el brazo de Kerrigan que rápidamente se deslizó alrededor de su espalda, y bajo, sus antebrazos.

Jane tomó el otro brazo, y ayudó a tenerlo en pie. Unos cuantos transeúntes los miraron con curiosidad y luego siguieron su camino.

Era un desmayo pasajero. Pero era auténtico. Los ojos gris-plateados se abrieron.

—¿Quién? —graznó Mr. Simpson, incongruente—. Me siento enfermo. No soy una persona sana.

—Está bien, Mr. Simpson —dijo Kerrigan—. Aquí hay un bar, a unos pocos pasos. Con aire acondicionado. ¿Puede llegar hasta allí? ¡Bien! Siento que esté enfermo, Mr. Simpson.

Había un pequeño bar, un bar pequeño y acogedor, a pocos metros, y guiaron a Mr. Simpson hasta él, manteniéndolo entre los dos.

Lo sentaron en un reservado. Kerrigan le preguntó qué le gustaría beber. Mr. Simpson dijo que sentía que necesitaba un estimulante, estando su corazón en tan malas condiciones.

—Generalmente no bebo —dijo—. El Señor decía… ¿conoce la Biblia, Mr. Kerrigan?

—No, pero no trate de enseñármela —dijo Kerrigan.

—Bueno, el Señor…

—Deje eso —dijo Kerrigan—. ¿Qué sucedió con Elsie Gebhardt?

El camarero entró en ese momento, y Kerrigan pidió las bebidas. Dos whiskies para él y para Jane. Uno con soda para Mr. Simpson.

—Vivo de acuerdo a la Biblia —dijo Simpson, cuando el camarero se retiró—. Soy un hombre muy religioso.

—Estoy seguro de que lo es —dijo Kerrigan—. ¿Qué hizo entonces con Elsie Gebhardt?

—¿Quién?

—Elsie Gebhardt. ¿Quiere que se lo vuelva a deletrear?

—Oficial, sobre los niños Westbrook, los amaba. Realmente. Los amaba. No les hubiera hecho ningún daño por todo el dinero del mundo —se inclinó hacia delante, con los ojos gris-plateados implorantes—. Amaba a esos niños, oficial. Daría mi vida por ellos.

—¿De la misma manera que amaba a Adrienne Parker?

—¿Quién? —nuevamente su voz era un graznido.

—Adrienne Parker. Seguro que la recuerda. Su nombre entonces era Sullivan.

—No conozco a nadie con ese nombre —dijo, pero nuevamente era un graznido.

Kerrigan abandonó su pose.

—Salgamos de aquí —resopló—. Creo que es un mentiroso, Mr. Simpson.

Se fueron sin terminar sus bebidas, encontraron un taxi en la puerta, y diez minutos más tarde estaban en la comisaría de la calle 38 Oeste, ese adusto edificio, parecido a una fortaleza.

—Te dejaré aquí —dijo Kerrigan cuando entraron—. Encárgate tú ahora Jane. Es tu caso.

—Un minuto, Frank —dijo ella—. No podría vivir conmigo misma si tomara toda la fama por esto. No podría.

Él se encogió de hombros.

—Toma tanto como puedas. Recuerda que la fama no me ayuda en nada. Además —señaló—, fuiste tú quien encontró a Annette Gimball. Si no hubiera sido por eso… —y volvió a encogerse de hombros.

—Lo hubieras atrapado de todas maneras —dijo ella—. Y de todas maneras, gracias, Frank. Vamos Mr. Cualquiera-sea-su-nombre.

Dócilmente subió las largas escaleras con ella hasta la sala de detectives, en el segundo piso. Después de un momento de vacilación, lo hizo sentarse en una pesada silla de roble y le esposó la muñeca derecha a ella.

Al sargento Pauling le dijo, en voz baja.

—¿Me vigilas al prisionero mientras hablo con el teniente Alfredo sobre él, Dick?

Pauling se fijó en la débil figura desamparada tirada en la silla.

—Seguro, Jane —se rió entre dientes—. Puedo ver que es un tipo realmente desesperado. Feroz.

—Peor que eso—dijo ella y entró en la oficina de Alfredo.

El teniente la miró por encima del escritorio.

—Teniente, ¿se acuerda del caso Gebhardt?

—¿Qué caso?

—La niña que fue raptada hace once años.

—Oh, sí. Y recuerdo que te dije que no te metieras mucho en él. ¿Y qué?

—Lo tengo fuera, al hombre que lo hizo.

El teniente sacudió la cabeza como para limpiarse telarañas.

—¿Tienes qué? Quieres decir que tienes un sospechoso, ¿no es cierto?

—No, es el hombre. De todas maneras será fácil determinarlo. Verás, tenemos un juego completo de huellas dactilares del raptor en el archivo. ¿Puedo hablarte sobre ello?

—Ahora mismo.

Ella se sentó y le habló del sobre de la Compañía de Fondant Cherie, de Miss Deakin, de Kerrigan sentado en su oficina día tras día, de la casa de huéspedes de Mr. Gibney, de Jack Adams y de Miss Annette Gimball.

La tercera vez que mencionó a Kerrigan, Alfredo frunció el entrecejo e interrumpió.

—Ese Kerrigan. He oído hablar de él… ¿No es tu amiguito, Jane?

A ella no le gustó el tono con que lo dijo. La paralizó durante un momento. Luego dijo:

—Sí, lo es. Pero no es un niño.

—Eso es lo que pensaba —dijo Alfredo cortante—. ¿Y estás tratando de meterlo para que se le pegue algo de la gloria, no?

Ella se quedó totalmente muda. ¿Metiendo a Frank por la gloria? Ella lo miró fijamente.

—Bueno, sigue con la historia —ordenó Alfredo—. Sigue con ella. Recuerda que si hay gloria… y todavía no me convence esa historia, nos pertenece a nosotros. ¿Entiendes? ¡A nosotros!

Ella siguió, a tropezones, ya que la había sacado de quicio. Siguió desde Annette Gimball hasta los niños Westbrook, el parque en Washington Square, y la casi confesión en el mar.

Cuando terminó, Alfredo dijo:

—Tráemelo aquí dentro. ¿Está Pauling fuera todavía? Dile que traiga el equipo para huellas dactilares.

Ella salió y abrió las esposas; pasó la orden del material de dactiloscopia a Dick Pauling, quien pareció un poco sorprendido.

Ella se sentó en su escritorio, y en la siguiente media hora escribió tres denuncias. A una mujer le habían arrancado el bolso en la calle 32 y Décima Avenida; un hombre había sido robado por un carterista cuando estaba en un almacén de la calle 34, una mujer dijo que un grupo de muchachos habían tratado de empujarla dentro de un portón. La última estaba bastante histérica por esa causa; Jane no la podía echar la culpa. Parecía pensar que la policía inmediatamente despacharía una patrulla de aviones a la zona, lo cual era tonto, pero comprensible. Si, por ejemplo, alguien telefoneaba que se estaba intentando una violación en tal y tal dirección, los autos radio-patrullas estarían aullando hacia el lugar en un par de segundos. Pero éste no era el caso. Era solamente un incidente de molestias. No tenía sentido mandar los autos patrullas al área ahora; los gamberros simplemente habrían desaparecido en las casas del barrio.

Además tenía conciencia de las muchas idas y venidas en la oficina de Alfredo.

A las 4,35 de la tarde, Alfredo salió, miró alrededor de la oficina y la vio.

—Oh, Jane —dijo—. ¿Tienes la dirección de Mrs. Gebhardt, la madre, quiero decir?

—Sí, por supuesto.

—Bueno, ve allí y tráela. No le digas para qué la queremos. Tenemos que jugar esto con frialdad, Jane. Nada falso, ¿sabes lo que quiero decir? No le digas que tenemos al tipo. Quiero confrontarla, con este tipo, pero sin ningún aviso previo. ¿Sabes lo que quiero decir?

Jane dijo que sabía.

—Pero Mrs. Gebhardt trabaja a unas manzanas de aquí, en Macy’s. Probablemente no sea necesario ir a buscarla a su casa. De todas maneras, probablemente no esté en su casa ahora.

—¡Bien! Haz eso. Entonces no tardarás más de diez minutos.

Tardó bastante más de diez minutos. Macy’s era una gran colmena en actividad; el empleado de información no tenía la más mínima idea de dónde trabajaba Mrs. Gebhardt; en realidad nunca había oído hablar de ella. Pero al fin un empleado del departamento de personal la llevó al departamento de medias, donde Mrs. Gebhardt atendía detrás de un mostrador, explicando pacientemente a una gruesa señora las virtudes de una marca de medias de nylon, a pesar de que las piernas de esa señora no podían ser mejoradas por ninguna marca de medias. El empleado de personal también le dijo a Mrs. Gebhardt que podía retirarse en ese momento para ir a la comisaría.

Así que fue veinticinco minutos más tarde cuando Jane volvió a la comisaría de la calle 23 Oeste.

¿Para qué? Mrs. Gebhardt quería saber. Jane tuvo que darle vagas explicaciones.

—¿Han encontrado a Elsie? —exigió Greta Gebhardt.

—No, no le puedo decir. Lo siento. Ojalá pudiera. Le explicaré más tarde —dijo Jane.

Condujo a Greta Gebhardt por la larga escalera y a través de la sala de detectives hasta la oficina del teniente Alfredo. Mrs. Gebhardt la precedía, y, cuando comenzó a cerrar la puerta, oyó a Mrs. Gebhardt chillar:

—¡Mr. Sylvester! ¿Dónde está mein Elsie? —Le había vuelto el acento alemán.

Jane volvió a su escritorio. En los próximos diez minutos escribió una denuncia de un hombre que había encontrado su apartamento asaltado, le habían robado su aparato de televisión y su radio. Estaba contenta de poder mantenerse activa. En los momentos, desocupados recordaba el cargó de que trataba de meter a Frank en su gloria. Le hacía sentir náuseas.

El sargento Pauling entraba y salía de la oficina del teniente Alfredo. El detective Wilson le dijo a alguien que llamó por teléfono que viniera mañana, pero por la tarde, por favor. Estarían ocupados por la mañana.

En otros minutos más, salió el teniente Alfredo, acompañando a Greta Gebhardt. Los ojos de Mrs. Gebhardt tenían una curiosa mirada ciega, una mirada enferma y opaca.

—Debe ser un alivio para usted Mrs. Gebhardt… quiero decir que finalmente sabe —dijo Alfredo, apaciguadoramente.

Los enfermos y opacos ojos lo miraron ciegamente. Pareció que pasaban segundos antes de que las palabras fueran registradas en ese entumecido cerebro.

—Hubiera querido seguir esperanzada —dijo ella, débilmente—. Por lo menos antes tenía esperanzas. ¿Ahora qué tengo? Pero gracias de todas maneras.

Jane se sintió enferma, muy enferma. Y ¿cuál era el resultado total? ¿Todo el trabajo de Kerrigan y su pequeña parte? Sin eso, Greta Gebhardt hubiera seguido durante años y años, creyendo implícitamente que ocurriría un milagro, un maravilloso milagro que traería de vuelta a Elsie, encantadora, de ojos azules, rubia, grácil… Un sueño tonto, por supuesto, pero un hermoso sueño que había sostenido a Greta Gebhardt durante los pasados once años. Ahora, gracias a Kerrigan y a ella, el maravilloso sueño se había ido para siempre.

Esto, más las insinuaciones de Alfredo acerca de Kerrigan, era demasiado. Apenas tuvo tiempo de llegar al lavabo antes de que le brotaran las lágrimas.

Estaba suficientemente compuesta, veinte minutos más tarde, cuando Alfredo salió bulliciosamente de su oficina y se dio cuenta de su presencia. Se acercó.

—Oye chica —dijo—, vete a casa. Está todo bajo control. Tengo a este tipo a punto de una confesión total. Lo estoy ablandando. Así que corre, y duerme bien esta noche. —Le palmeó la espalda—. Buen trabajo, chica —dijo—. No lo olvidaré.

¿ lo tienes a punto de una confesión total?, pensó Jane. Kerrigan lo tenía en ese punto hace una hora. Y con las huellas dactilares ni siquiera era necesario ablandar al prisionero.

—Parece que tengo trabajo para toda la noche —continuó Alfredo— pero tú vete a casa a dormir en paz. Tendré que ponerme en contacto con la policía de Westchester. Tengo una larga y dura noche frente a mí. No hay razón para que tú también tengas que sufrir.

Y Jane se fue a su casa de Forest Hills, hirviendo por dentro. La salida sobre que ella era la novia de Frank la lastimaba un poco. Sólo un poco. Pero el cargo de que Frank estaba tratando de meterse en su gloria, la lastimaba profundamente.

En el último programa de noticias de la televisión, justó antes de irse a la cama, oyó que el teniente George Alfredo había solucionado el caso Elsie Gebhardt, un caso de rapto de hacía once años.

No la preparó para la historia que leyó en el Times, mientras iba hacia Manhattan, al día siguiente. Paul Sleven había sido rastreado y arrestado, al parecer, enteramente gracias al genio del teniente Alfredo. El teniente Alfredo había sido el cerebro de la operación de principio a fin. El final era una tumba poco profunda, ahora abierta, en un bosque de un lejano rincón de Westchester. Había una fotografía del teniente parado allí, sosteniendo una muñeca tuerta manchada de tierra en su mano y mirando a una pequeña pila de huesos, rodeado por otros policías. Había otra foto de él juntó a la encorvada figura del acusado, quien trataba de parecer patético y lo conseguía bastante bien.

—Estaba determinado desde el principio a solucionar este caso —según había dicho al cronista el teniente Alfredo—. Mientras viviera nunca lo iba a dejar. Nuestra primera oportunidad la tuvimos hace casi un año cuando una de las cartas enviadas a la familia Gebhardt vino en un sobre impreso con el nombre de la Compañía de Fondant Cherie

Una gran parte de lo que decía era verdad. Solamente se habían cambiado los nombres.

Algunos detectives no mencionados, indicó, habían jugado pequeños papeles sin importancia. Una vez que se averiguó que un empleado de la fábrica de Fondant había dejado algunos sobres en una casa de huéspedes de la calle 79 Oeste…

—Hice que el lugar fuera cubierto en profundidad. Todos los inquilinos que habían vivido allí en la época de Sleven fueron rastreados uno por uno hasta que finalmente encontramos a uno que lo había visto recientemente en el parque de Washington Square…

No todos los inquilinos, pensó Jane. Todavía quedaba Gunnar Jacobsen, pero —se encogió de hombros—, Frank hubiera llegado hasta él de alguna manera. Un punto sin importancia.

No se mencionaba a Adrienne Parker. Eso era comprensible. Algún periodista molesto podría volver atrás en los registros y encontrar que lo que había sido declarado suicidio en realidad era un caso no detectado de asesinato.

—Finalmente localizamos a un testigo que dijo que había visto frecuentemente a Sylvester (su nombre es Sleven) frecuentando el parque de Washington Square. Vigilamos el parque diariamente desde entonces, y ayer lo atrapamos.

Confrontado con la innegable prueba de que sus huellas dactilares estaban sobre las cartas que le fueron escritas a la familia Gebhardt, el prisionero se había rendido y confesado, voluntariamente, que había estrangulado a Elsie Gebhardt para obtener excitaciones sexuales. No había molestado a la niña en la forma conocida, explicó el teniente Alfredo.

—Es un pervertido sexual, un monstruo en realidad —dijo el teniente Alfredo—. Los habitantes de Nueva York pueden dormir mejor sabiendo que está detrás de rejas. Es un completo Marqués de Sacie.

Antes de terminar de leer el artículo, la furia de Jane se había trocado en diversión. ¿Este era el hombre que había tratado de acusar a Frank de meterse en la gloria ajena? Era una especie de chiste agrio.

Alfredo no estaba cuando ella llegó, y no llegaría hasta mucho más tarde. Estaba en el cuartel central, supo, recibiendo las felicitaciones del Comisionado de Policía y siendo ascendido a Capitán en Actividad.

Había, sin embargo, compensaciones para Jane. El sargento Pauling, que nunca había aprobado el trabajo de mujeres en investigaciones policiacas, vino hasta ella y le habló.

—¿Y qué esperabas, chica? —le dijo con un áspero buen humor—. ¿Un trato justo? ¿O algo tan irrazonable como eso?

Esos fue todo lo que dijo, pero le dio una curiosa sensación de placer.

Denham llegó un rato más tarde.

—¡Qué broma! —murmuró, cabeceando hacia el diario—. Ese atrapaglorias no podría descubrir la salida en una cabina de teléfonos desconocida.

Durante el día cada hombre que estaba de turno se detuvo a indicarle, nunca directamente y casi siempre con aspereza, que sabía lo que estaba sucediendo.

Y a la tarde un hombre alto y bien vestido, que de alguna manera le parecía vagamente familiar, entró, pidió ver a Miss Boardman y esperó pacientemente mientras ella terminaba una denuncia de una mujer a quien le habían robado el bolso. Contenía más o menos unos veinticinco dólares y algunas monedas, y un encendedor con iniciales de considerable valor sentimental.

Cuando terminó, Jane indicó al hombre que se acercara a la silla junto a su escritorio, intrigada por lo familiar de su rostro, pero sin poder localizarlo.

Él se sentó. En una voz baja y agradable dijo:

—Mi nombre es Westbrook.

—Ah, sí. Su hijo es igual a usted, Mr. Westbrook.

Repentinamente las lágrimas se le agolparon en los ojos.

—Vine a… —Se ahogaba, y Jane vio que sus manos estaban temblando—. Vine a agradecerle a usted y su compañero… ¿Keegan es su nombre?

—Kerrigan. Teniente Kerrigan. No es en realidad mi compañero. Está en la oficina del Procurador del Distrito. Es un amigo mío, un amigo muy íntimo. Estaba de vacaciones y me estaba ayudando, haciendo la mayor parte del trabajo, en realidad.

—Lo buscaré. Yo, nosotros le debemos… cuando mi mujer abrió el diario esta mañana y vio la foto de Simpson y esa horrible historia, tuvo un colapso histérico. Tuve que llamar al médico.

—Lo siento —dijo Jane, simpatizando verdaderamente—. Debe haber sido un golpe.

—Está bien ahora. Solamente se siente mal porque le dijo algunas cosas muy duras a usted y a Mr. Kerrigan, ayer. Y quería que yo me disculpara por ello. Sabe, ella confiaba en el viejo… —Se ahogó por un momento.

—Entiendo, y por favor dígaselo.

—¿Podría darme la dirección de su casa?

—¿Para qué?

—Me gustaría enviarle algo.

Ella sacudió su cabeza.

—Va en contra de las reglas aceptar recompensas. Por favor, no lo haga.

—Me haría sentir mejor aún. Y a mi mujer también, por supuesto, casi me lo ha implorado.

Impulsivamente, porque creyó que lo ayudaría y porque era verdad, le dijo:

—Mire Mr. Westbrook, algo muy desagradable me sucedió ayer. Me dejó temblorosa y con un mal gusto en la boca. Luego, cuando iba hacia mi casa recordé a esos dos hermosos niños correteando en el parque. Y sentí una sensación cálida y maravillosa. Nada parecido a una recompensa podría hacerme sentir tan bien como eso.

—Creo que entiendo. —Él se levantó y se estrecharon las manos. Con la torpeza propia de un hombre desacostumbrado a decir tales cosas, dijo—: Dios la bendiga —balbuceó.

La sensación pura y cálida volvió.

Todavía la sentía cuando el capitán en actividad Alfredo retomó, radiante, una hora más tarde. La llamó a Jane a su oficina.

—Solamente quería decirte, Jane, que le di la información correcta al Comisionado sobre tu actuación en este asunto. No me sorprendería que subas a Primer Grado a causa de esto.

—Fue terriblemente bueno de su parte, capitán —dijo Jane—. No sé qué hacer para darle las gracias.

El tuvo la pequeña decencia de sonrojarse.