Por lo tanto esa tarde Kerrigan haraganeó nuevamente en la calle 8 Oeste; observando el lado izquierdo de la cara de la gente. El joven patrullero que había pasado junto a él repetidamente las noches anteriores volvió a pasar, siguió unos metros luego se detuvo y dio media vuelta estudiando ese hombre grandote de rostro recio. Kerrigan era consciente de la mirada sospechosa y estaba levemente divertido por ello. Después de unos instantes el patrullero —un chico de expresión franca de no más de veintidós años, a juicio de Kerrigan— volvió a largos pasos.
—¿Tiene algún inconveniente en decirme qué hace aquí, caballero? —preguntó, cortésmente.
Kerrigan sonrió.
—Estamos en el mismo negocio, amigo —dijo.
—Usted no es de la calle Charles. Conozco a todos los detectives de allí. —Estaba aún más suspicaz.
—No, no soy de este distrito. Mi insignia está en mi bolsillo izquierdo. ¿Quiere verla?
—Si no le molesta.
Kerrigan metió la mano en su bolsillo con mucho cuidado. Muy despacio, porque algunos de estos jóvenes eran muy nerviosos, y extrajo su insignia.
—Caramba, lo siento, teniente. Pensé…
—¿Qué estaba ojeando para algún trabajito? ¡Olvídelo…! ¡Ah, oiga! Fíjese en este dibujo y dígame si reconoce a este hombre.
Extrajo el bosquejo hecho por Miss Bitwell y se lo entregó.
El joven patrullero lo llevó hasta el escaparate iluminado de un almacén y lo estudió. Miró a Kerrigan, sacudió la cabeza, con perplejidad y volvió a estudiarlo. Finalmente se lo devolvió a Kerrigan.
—Es una cosa tremenda —dijo—. Sabe, estoy casi seguro de haberlo visto. Esa cicatriz… realmente salta a los ojos. Tiene una especie de extraño dentado. Podría jurar que la he visto, y no hace mucho. Pero dónde o cuándo, eso no podría decirlo.
—¿Esta es su ronda habitual?
—Sí, señor. En realidad, es la única. Hace sólo tres meses que estoy en la policía.
—¿Y en el turno de las cuatro a medianoche?… A propósito, ¿cuál es su nombre?
—Sí, señor. Quiero decir, de cuatro a medianoche. Mi nombre es Owen Wisley, teniente —y automáticamente añadió el número de su insignia—. Cuatro-cero-dos- nueve-ocho.
—Yo Kerrigan, oficina del P. D.
Se estrecharon las manos.
—Encantado de conocerlo, teniente.
—¿Puede ser que lo haya visto en su ronda?
—Puede ser, señor. En realidad, así lo creo. Pero no estoy seguro. Es esa cicatriz que me suena en alguna parte de la mente.
—¿Cuál es exactamente su ronda?
El patrullero Owen Wisley describió una ruta de ocho manzanas que incluía la calle 8 Oeste.
—Bueno, si lo vuelve a ver, agárrelo, Owen. Será un buen punto a su favor.
Sacó una de sus tarjetas, escribió el nombre y el teléfono de Jane al dorso, y se la entregó al patrullero Wisley.
—Miss Boardman es una detective de la comisaría de la calle 30 Oeste —explicó—. Le estoy echando una mano.
—Entendido, teniente —dijo, evidentemente sin entender nada—. ¿Por qué se busca a este tipo? ¿O no debo preguntar?
—Ciertamente debe —dijo Kerrigan—. Por secuestro.
—¿Secuestro? —dijo el patrullero Wisley—. No he oído hablar de ningún secuestro en la ciudad.
—Es uno viejo. Tiene once años, en realidad. El caso Elsie Gebhardt. No creo que lo recuerde.
—No, señor. No lo recuerdo.
Ni podría recordarlo —reflexionó Kerrigan—. En aquél entonces tendrías unos once años.
El patrullero Owen Wisley continuó su recorrido. Kerrigan se sintió raramente complacido. Un buen chico, este Owen Wisley. Un chico listo. Reconocería a un hombre con una cicatriz que haya visto en algún lado, probablemente en su ronda, en algún momento de los últimos meses. Ahora ya había una cantidad de gente, como Jack Adams, que podrían reconocer la cicatriz y llamarlo. Tenía la sensación de que la red se estaba cerrando. Había una gran cantidad de enormes agujeros en ella, pero los estaban remendando, lenta, seguramente.
Más o menos al mismo tiempo que Kerrigan estaba hablando con el patrullero Owen Wisley, Jane Boardman se encontró a sí misma. Eso es, repentinamente se encontró a sí misma haciendo esas preguntas inquisitivas con confianza, no dejando nada al azar o a la incomprensión, taponando todos los huecos posibles.
Los habitantes de la casa de la calle 22 Este eran casi todos amables y estaban deseosos de hablar. Estaba el inevitable soltero en el 4B que intentó galantear, pero que se desanimó fácilmente.
—Ahora sé cómo es la brutalidad de la policía —dijo, con una pobre tentativa de humor. No conocía a Patrick Sullivan, del piso de abajo, pero sí, había pasado junto a un hombre con una cicatriz, ocasionalmente, en la entrada. No, no lo había visto durante el mes pasado.
Había una pareja de encantadores jóvenes que la invitaron a unirse a ellos para tomar un plato de guiso de ostras, hecho con las primeras y verdaderamente buenas ostras de la temporada. Jane rehusó, dando las gracias. Sí, conocieron a Mr. Sullivan meses antes de que se mudara. Pobre viejo, había habido una horrible tragedia en su vida. Su única hija había… ¿o quizá ya sabía aquello?
—¿Quieren decir el suicidio de su hija?
—Eso es —dijo la joven esposa—. Fue un golpe espantoso para él, un golpe que le hizo añicos. Pobre viejo. De hecho, fue la razón por la cual se mudó.
—No entiendo totalmente —dijo Jane.
—Lo encontré unos días antes de que se mudara —explicó ella—. Y me dijo que no podría soportarlo mucho tiempo. Cada vez que entraba en su cuarto, la recordaba allí tirada, cubierta de sangre —se estremeció—. Tiene que darse cuenta de lo horrible que fue para él.
—¿No le dijo dónde se mudaba?
—Bueno, me parece que lo hizo. A algún lugar de East Village, creo.
—¿Puede recordar la dirección?
—No, qué esperanza…
—¿Ni siquiera la dirección aproximada? Es terriblemente importante. ¿El nombre de la calle, o algo parecido?
Ella sacudió la cabeza.
—Lo siento. ¿Es tan importante?
—¡Ya lo creo!
—No sé por qué puede buscar la policía a un pobre viejo.
—Pero nosotros sí. ¿Lo ha visto desde entonces? ¿Lo ha visto pasar por la calle, en algún lado, quizá?
—No. Lo siento.
—¿Conocía a su hija?
—No. Sabe, ella vino a vivir aquí con él, sólo una o dos semanas antes de que se suicidara.
—Si lo llegara a ver… —Jane le dio las instrucciones que Frank había delineado.
La rotación de inquilinos en los apartamentos amueblados en Nueva York es muy frecuente. Cinco de ellos no habían vivido allí al mismo tiempo que Sullivan. Uno o dos lo recordaban vagamente, pero no lo habían visto desde entonces. Algunos otros ni siquiera se acordaban del hombre con la cicatriz.
El undécimo inquilino que entrevistó, o el decimoquinto contando los cuatro previamente entrevistados con Kerrigan, fue la muchacha que ocupaba el 20, Miss Annette Gimball.
—¡Uy, sí! —dijo—. Lo vi hace como una semana.
—¿Dónde lo vio?
—En el parque de Washington Square —dijo, y añadió voluntariamente—. Estaba con sus nietos. Hermosos niños. Muy encantadores.
—¿Sus nietos? —preguntó Jane—. ¿Está segura?
—Seguro que estoy segura.
—¿Qué le hace estar tan segura?
—Primero porque dijo que lo eran. Segundo porque ellos, o por lo menos el niño, lo llamaron Abuelo. Lo oí yo misma.
—¿Estaba segura de que el hombre era Sullivan?
—Por supuesto —dijo ella con un pequeño toque de exasperación—. Después de todo viví en el mismo edificio que él durante… ¡oh!, dos o tres meses. No nos conocíamos bien, pero siempre nos decíamos buenos días o buenas tardes cuando nos encontrábamos.
—¿Y cuándo lo vio en el parque?
—Fue el último martes —dijo ella—, sí, hace justo una semana. A eso de las dos de la tarde —añadió—. Tenía día libre y me gusta andar. Fui andando hasta el parque y estuve paseando un rato. Allí estaba, sentado en un banco, y los dos niños jugando a su alrededor.
—¿Podría, por favor, describir a los niños?
—Bueno, el niño tendría unos seis años. Un encantador hombrecillo de pelo color arena. Muy bien vestido, pero no podría decirle qué tipo de ropa estaba vistiendo. La niña tendría unos cinco años, y era un verdadero sueño. Rubia, con hermosos ojos azules. Llevaba un vestido azul, muy corto, como se usa hoy en día. —Ella se rió—. Incluso las niñas grandes los usan así ahora, ¿no? Con medias azules haciendo juego, y ahora que lo pienso, hasta los zapatos eran azules.
¿Había oído Miss Gimball a Mr. Sullivan llamándolos por su nombre?
—Al niño sí. Lo llamaba Donny. Recuerdo que dijo: Donny, deja de molestar a tu hermana. Y el niño dijo: Ella empezó, abuelo. Y él dijo: No importa; jugar bien ahora.
Jane tenía unas cuarenta o cincuenta preguntas más que añadir, y las hizo, pero no revelaron nada más.
Todo era muy confuso, pero lo alejó de su mente, hablando con los dos inquilinos que faltaban, ninguno de los cuales recordaba a Patrick Sullivan, o siquiera a un hombre con una cicatriz.
A las nueve menos cuarto, abandonó por ese día. Había tres ocupantes más, pero no estaban a esa hora, y no se sabía cuándo iban a volver.
Llegó al restaurante de Julio apenas un minuto antes de que Kerrigan entrara, con mirada pensativa.
Cuando se sentaron, con los martinis delante de ellos, Jane preguntó:
—¿Tuviste suerte?
—Algo —dijo él. Le habló del patrullero Owen Wisley y de su casi firme identificación del retrato (el dibujo de Miss Bitwell) como de un hombre que había visto en su ronda—. Así que —continuó— ya tengo planeado el trabajo de mañana. Voy a ir a casa, a cada restaurante, a cada tienda de la calle 8 Oeste, dentro de la ronda de Wisley, y veré si puedo encontrar a alguien que reconozca el retrato.
—Puede haber doblado el norte o el sur de la Sexta Avenida.
—Sí, o hacia la Avenida Greenwich o la calle Christopher. Eso es para pasado mañana… ¿Y qué suerte tuviste tú?
—Alguna también. Parece que nuestro amigo tiene nietos.
Él clavó la vista en ella.
—¿Cómo lo sabes?
Le habló de Miss Annette Gimball y su conversación con Patrick Sullivan en el parque. Cuando terminó, Kerrigan dijo explosivamente.
—¡Oh, maldición! ¡Oh, Dios Todopoderoso!
—¿Qué sucede? —dijo Jane.
—¡Sucede un montón! Pensé que teníamos océanos de tiempo para atrapar a ese… hum… tal-por-cual. Obviamente no los tenemos.
—Espera un minuto, Frank. Puede ser un monstruo y todo eso… pero no pensarás que pueda hacer daño a sus propios nietos.
—¿Nietos? No creo que sean nada de eso —resopló Kerrigan.
—Pero Miss Gimball oyó claramente que Donny le llamaba abuelo.
—Seguro. No lo dudo. Muy hábil. Enseña a un niño a llamarlo abuelo, y ¿quién sospecharía nada malo de un hombre que viaja con un niño que lo llama así?… Además no confiaría en ese… tal-por-cual, ni siquiera con sus propios nietos.
Jane estaba segura de que Kerrigan ni sintió el sabor de la excelente paella que llevaba su tenedor, en intervalos, a su boca. Un par de veces murmuró: ¡Maldición!, y después de un rato Discúlpame, Jane, pero no pareció oírla decir Está bien, Frank. Masticaba metódicamente, pero sin saborear la comida.
—Cambia todo —murmuró en un momento—. Tenemos que darnos prisa ahora. Tenemos que darnos prisa. —Después de un momento—: ¿En qué parte del parque? —preguntó.
Jane se desinfló.
—No se me ocurrió preguntar eso —dijo, amargada.
—No tiene importancia. De todas maneras es un parque muy pequeño. —Comió algo más de paella—. Llegaré allí por la mañana. Espero que el tiempo sea bueno.
—¿El tiempo…?
—La gente no lleva a sus chicos al parque cuando llueve —señaló Kerrigan—. Vamos a tener que damos prisa en esto, Jane.
Jane razonó brevemente:
—Puedo estar libre al mediodía —dijo—. Le puedo decir al sargento Pauling que tengo que hacer un trabajo en la calle. Alfredo habrá salido a almorzar para entonces.
—Buena idea —dijo Kerrigan con aire ausente—. ¿Qué te parece si tomas la guardia al mediodía? Por lo menos media hora, así puedo comer un sandwich.
—Eso haré —dijo Jane.