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UN CASO ABIERTO Y CERRADO

Solamente había dos detectives de guardia en la sala de detectives de la calle 22 Este, y los dos conocían a Kerrigan. Presentó a Jane al detective Amsterdam, un hombre de mediana talla, canoso y con cara alerta e inteligente, y a Sam Mulhare, un robusto pelado y con una gran panza, para acomodar la Cual tenía su cinturón abierto, así como el primer botón de sus pantalones.

—¿Qué te trae por aquí, Frank? —preguntó Amsterdam.

—Estamos buscando a un testigo de un caso, un caso que no está en tu distrito. Pero nos han dicho que se suicidó en este distrito a finales de octubre, el 25 de octubre para ser precisos. ¿Alguno de vosotros dos estuvo a su cargo, o saben quién estuvo? Su nombre era Adrienne Parker.

En deferencia hacia Jane, presumiblemente, Mulhare se abotonó los pantalones.

—¿Parker? ¿La que se cortó la garganta con un cuchillo de trinchar?

—Esa misma.

—Sí, yo estuve en él —dijo Mulhare—. Estaba haciendo el turno de medianoche hasta las ocho de la mañana entonces.

—¿Puedes contarme algo?

—No hay mucho que contar. Le vino la idea de que tenía cáncer y se hizo la holandesa, eso es todo.

—¿Tenía cáncer?

Mulhare se encogió de hombros.

—Me agarraste. Cuando la vi, no había diferencia si lo tenía o no. ¡Qué revoltijo! ¡Dios mío, la cama estaba empapada de sangre!

—¿No hubo nada sospechoso sobre la muerte? —preguntó Kerrigan.

—No. Un caso abierto y cerrado, sin dudas.

—La razón por la que pregunto, es que es muy inusual el suicidarse cortándose el cuello con un cuchillo de trinchar. Oh, ha sido probado, pero difícilmente tienen éxito.

—¿Ah, sí? —Mulhare estaba sólo medianamente interesado.

—Sabes, la yugular está generalmente bastante cerca de la superficie. Pero la mayoría de las personas que tratan eso, echan la cabeza muy atrás, pensando asegurarse de esa manera. Y en realidad, cuando se echa hacia atrás la cabeza la yugular se mueve hacia atrás y queda bastante protegida por los músculos. Por lo común, cuando la cabeza es echada hacia atrás, el cuchillo no entra lo suficientemente profundo como para cortar la yugular.

—Recordaré eso —dijo Mulhare—. Sí, señor, recordaré mantener la cabeza hacia delante si alguna vez decido irme de esa manera —se rió entre dientes—. Gracias por el dato. Pero esa chica no erró. ¡Qué revoltijo!

—Sí. Comprendo que era un revoltijo —dijo Kerrigan secamente—. Además creo que había una nota, una nota de suicidio.

—Seguro, la leí. Decía que no podía aguantar el dolor que sabía que tenía por delante.

—¿Comprobaste si era realmente su letra?

—¡Por supuesto que lo comprobé! —Mulhare se estaba enfadado un poco ahora—. ¡Maldito si lo comprobé!

—¿Cómo investigaste, Sam? —preguntó Kerrigan—. ¿Con muestras de su letra?

—No tuve necesidad. Su padre la identificó como su propia letra. La identificó categóricamente.

—Oh, en ese caso… —Kerrigan quedó en suspenso, dejando la sensación de que estaba impresionado—. El padre… ¿cuál era su nombre?

—No me puedo acordar de golpe y porrazo.

—¿Qué pinta teñía?

—Un viejo cualquiera. Canoso. Lo estaba pasando bastante mal… En el nombre de Dios, Frank, era un caso abierto y cerrado. La chica, oh, ahora lo recuerdo, había estado hablando y hablando de quitarse la vida durante semanas. El pobre viejo estaba bastante mal cuando lo vi. Lloriqueando como un loco. Sí, sí… un tipo religioso, recuerdo. Hacía un montón de citas de la Biblia.

—Ya veo, Sam. ¿Un tipo cualquiera? ¿No tenía marcas reconocibles?

—Ningu… un minuto. Ahora que lo pienso, tenía una endiablada cicatriz que iba de aquí a aquí —dibujó una línea desde su ojo derecho a su oreja izquierda.

La parte derecha de su cara, pensó Jane confundida. Pero eso estaba mal. La cicatriz de Santha estaba en la parte izquierda.

—Apreciaría que me pudieras desenterrar su nombre —dijo Kerrigan.

Jane se preguntó si había notado la discrepancia.

Mulhare se levantó de mala gana y fue hasta un fichero de metal verde. Abrió tres cajones antes de dar con el correcto. Hurgó dentro un rato, y estudió un informe durante un instante. Finalmente dijo:

—Aquí está —dijo—. Patrick Sullivan. Ese es el nombre del propio viejo. Lo pasó horriblemente mal. ¿Alguna otra cosa que quisieras saber?

Esta vez las iniciales sonaron inmediatamente en la mente de Jane. P. S. nuevamente, pensó, ¿Pero con la cicatriz en la mejilla derecha?

—Solamente otra cosa: ¿Dónde conseguiste la información de que había estado diciendo que se iba a suicidar?

—De la mejor fuente posible, ¡su padre! —resopló Mulhare—. ¿En qué otro lado?

—Bueno, supongo que eso es todo —dijo Kerrigan. Se puso de pie—. Un millón de gracias, Sam.

Mulhare gruñó y se soltó el primer botón de sus pantalones.

Bernie Amsterdam los siguió al corredor fuera de la sala de detectives. Cerrando la puerta detrás de él, dijo, gravemente:

—¿Hay algo que pueda hacer, Frank?

—Posiblemente lo haya. Puede ser que tengamos problemas con el portero del 199 de la calle 22 Este. Parece un tal-por-cual sin ganas de cooperar.

—Voy con vosotros —dijo Bernie Amsterdam suavemente.

—Dejémoslo estar, Bernie. Puede ser que te llame urgentemente si se pone cabeza dura.

—Iré de un salto, lo sabes. Hay un montón de favores que te debo.

—Olvídalo, Bernie.

Cuando estuvieron fuera de la comisaría, Jane dijo:

—¿Qué favores?

—Oh, nada de importancia —dijo Kerrigan, por lo que supo que no hablaría más al respecto, ni aún bajo presión. Había hombres en el departamento que tenían una rara lealtad con Francis X. Kerrigan; ella sabía que él los había encubierto en algún caso; algunos de ellos sólo tenían una ciega lealtad con él.

—Me molesta una cosa, Frank —dijo—. Mulhare situaba la cicatriz en el otro lado de la mejilla; todos los demás en la parte izquierda.

Kerrigan se encogió de hombros.

—No significa nada. Aparentemente sólo vio a Sylvester, o Santha, o Sullivan una sola vez. Su memoria está nublada. Mucha gente ve una cicatriz en un lado de la cara o cuello, y se olvida que el lado de la cara que están mirando es el opuesto al de ellos. No le prestes atención a eso. No, ese tipo es Santha, y estoy seguro, casi seguro, que Santha es Sylvester.

En el número 199, Kerrigan nuevamente oprimió el timbre marcado Port. Nuevamente el hombrecito enfadado los recibió en el corredor.

—¿Y ahora qué? —soltó.

Kerrigan extrajo su insignia.

—Somos detectives —dijo bruscamente—. Y queremos algunas respuestas corteses a nuestras preguntas. Puede elegir si quiere responderlas aquí o en la comisaría. ¿Dónde va a ser?

El enfado del hombrecito desapareció.

—¿Y ahora qué he hecho? —lloriqueó—. Me hizo preguntas sobre alguien a quien nunca oí hablar, y le dije que nunca había oído nada de ella…

—Muy bien. Estamos buscando a un antiguo inquilino de este edificio, llamado Sullivan. Estaba viviendo aquí en octubre pasado. Debe de tener algún registro de cuando se fue. ¿Lo tiene?

—¿Pat Sullivan?

—Patrick, sí. ¿Lo conoce?

—Seguro, pero se fue hace un mes. No sé nada sobre Mrs. Parker. ¿No preguntaba por ella?

—¿Sabe dónde se mudó ese hombre?

—No, no lo sé.

—¿No les preguntó a los de la empresa de mudanzas dónde llevaban sus muebles?

—¿Muebles? No tenía ninguno, oficial. Todos los apartamentos de este edificio están amueblados. Sólo tenía un par de maletas. Le ayudé a llevarlas hasta un taxi.

—¿Bonitas maletas?

—Sí, bastante buenas.

—¿Tenían iniciales?

—Una sí, P. S. en letras doradas.

—¿Reconoció al chofer del taxi? ¿Alguien que vive en este barrio?

—Vaya, no lo recuerdo.

—¿Qué dirección le dio al taxi? Aunque recuerde la calle, sin el número…

El portero sacudió la cabeza.

—No recuerdo haberme quedado mientras daba su dirección. Estoy seguro de que no lo hice. Sólo empujé sus maletas dentro y volví al edificio antes de que él entrara al taxi.

—¿Sabe dónde trabaja?

—No trabaja. Está jubilado. Había sido un gran ejecutivo en Hollywood, creo, y había ahorrado lo suficiente como para mantenerse.

Kerrigan le mostró la caricatura hecha por Leonore Bitwell.

—Sí, ése es Pat Sullivan —dijo el portero—. Diga, ¿lo buscan por algo?

—Queremos hablar con él.

—Es un viejo inofensivo. No puede ser nada serio.

—Posiblemente no —convino Kerrigan—. Bien, ¿ha visto a Pat Sullivan desde que se fue de aquí?

—No, yo no.

—¿Conoce a alguien que lo haya hecho?

—No.

—¿Tenía amigos íntimos en el edificio?

—No que yo sepa. Recuerden que yo sólo llevo aquí tres meses, y sólo dos mientras Pat estuvo aquí.

Kerrigan siguió afanándose otros cinco minutos, con esa infinita paciencia suya. Todo lo que se averiguó fue que Pat Sullivan había ocupado el 3A.

—Una sola cosa más. ¿Puede darme la fecha exacta de su partida? Después de eso entrevistaremos a los demás ocupantes.

—Le conseguiré la fecha, pero con este asunto de las entrevistas no tiene suerte, oficial. Probablemente no haya más de dos o tres en el edificio en este momento. La mejor hora para encontrarlos es por la tarde, digamos entre las seis y las ocho. Sabe, nuestros inquilinos son en su mayoría recién casados y solitarios.

Volvió a su apartamento y emergió un minuto después para decirle que Pat Sullivan había partido el 20 de agosto.

Kerrigan le agradeció y preguntó su nombre, que resultó ser Henry Van Tilburgh.

El portero tenía razón sobre la soledad del edificio a esa hora. Además de él, solamente obtuvo tres contestaciones a sus timbrazos, en los otros diecinueve apartamentos. Y sin ningún resultado. Un soltero no recordaba a Pat Sullivan para nada, o un hombre con cicatriz, pero resultó ser que se había mudado hacía solamente dos semanas. Otra, una joven recién casada, dijo que recordaba haber pasado un par de veces junto a un hombre con una horrible cicatriz en su cara, pero no conocía su nombre y no lo había visto desde su partida. La tercera, una matrona, que ocupaba el 3B, junto al 3A, conocía muy bien a Mr. Sullivan.

—¡Pobre hombre! —dijo—. ¡Qué horrible lo que le sucedió! Quiero decir su hija matándose de esa manera. ¿No pensaría, sabiendo que ella era todo lo que él tenía en el mundo, que no debía hacerle eso? Ella debía saber lo mucho que lo lastimaría, porque él era un hombre tan religioso. ¿No piensa lo mismo?

—No sabría decirle, señora —dijo Kerrigan, gravemente.

Con esta dama, Mrs. Moberly, Kerrigan no tuvo que hacer muchas preguntas. Ella parloteó sin pausa. En la mañana que eso sucedió, ella insistió para que él pasara a su apartamento. Y le hizo tomar un fuerte trago de verdadero, whisky. Y él había puesto su cabeza sobre su hombro y había llorado. Realmente llorado. De la peor manera. Las lágrimas no salían, teniente. Solo esos secos, tajantes sollozos. De la peor manera, sabe.

No, no lo había visto a Mr. Sullivan desde que se mudó. Pobre alma. Le deseaba lo mejor.

—Un farsante sensacional, ¿no? —murmuró Kerrigan mientras salían del edificio.

—Con gente como Mrs. Parker, pobre tonta… —dijo Jane—. Y quizá con recién llegados al país, como los Gebhardt. Pero no creo que tenga éxito con una persona inteligente.

—Creo que estás equivocada. Una cantidad de gente que no es tonta fue engañada por él. Una voz llama por teléfono y dice que su hija Adrienne no va a ir hoy a trabajar porque falleció durante la noche de un ataque cardíaco. Todos en la firma lo aceptan. Los Gebhardt no eran tontos, solamente que no sabían cómo era Scarsdale. No, es como el montón de estudiantes que se vistieron con ropas de trabajo, pusieron un cartel de CLAUSURADO bajo los ojos de los policías y excavaron un pozo en medio de la calle 42. Hasta el ciudadano inteligente, el más listo, acepta lo ridículo cuando ocurre casualmente.

El día de septiembre estaba muriendo en el oeste; la sucia neblina, sobre la ciudad, intensificaba el brillo de sus sangrientos rayos.

Mientras andaban, Kerrigan dijo:

—Creo que debemos separarnos nuevamente, Jane. Que te parece si comemos algo y luego vuelves al trabajo de entrevistar a los demás inquilinos, mientras yo monto guardia en la calle 8 Oeste.

—¿Y por qué no cambiamos de posiciones?, —dijo ella—. Debe ser muy aburrido estar parado en la acera durante un par de horas, mirando pasar a la gente. Además, tú eres mucho más diestro que yo en interrogar a la gente. Mucho, mucho más concienzudo.

Él sacudió su cabeza.

—Oh, no, es que estoy acostumbrado. Además conozco el lugar muy bien. Y tú sabes interrogar a la gente. Estoy seguro.

Ninguno de los dos dijo lo que tenían en la mente. Kerrigan no quería que Jane se enfrentara con un asesino; no sabía que ella podía darse maña para hacerlo. Jane no estaba segura dé poder manejar a la gente con la habilidad gentil, con las preguntas pacientes y afanosas dé Kerrigan que a menudo daban tan buenos resultados.

—¿Qué te parece si sólo tomamos un bocado?, —dijo Kerrigan— y luego vamos juntos a cenar nuevamente al restaurante de Julio, digamos alrededor de las nueve.

Se pusieron de acuerdo en esto.