A Kerrigan le molestaba. Mucho. Debería haber preguntado sobre Mrs. Parker y Mr. Jacobsen. Con Mateo había una excusa, ya que tenía una buena pista allí. Pero debería haberles preguntado a los otros inquilinos sobre Mrs. Parker y Mr. Jacobsen. Había tenido intenciones de dormir buena parte de la mañana del domingo, pero no lo hizo.
A las ocho de la mañana de ese domingo, telefoneó a Mrs. Gibney y le preguntó si estaba bien que fuera a verla dentro de una hora; quería hablar con el resto de los inquilinos, Miss Lumbard y Mrs. Simpson y también con Mrs. Gibney.
A las nueve, se encontró con las tres en el otrora gracioso salón. En realidad podía haberse quedado durmiendo ese domingo. Ninguna había visto a Mr. Jacobsen o a Mrs. Parker o a Mateo González desde que se habían ido.
Ofrecieron comentarios gratuitos sobre cada uno. González era un chico simpatiquísimo, simpatiquísimo, dijo Mrs. Simpson. Mrs. Lumbard asintió y dijo que así era.
Mrs. Parker, o la mención de su nombre, extrajeron de Mrs. Simpson un resoplido.
—Esa estaba loca por los hombres —dijo.
Miss Lumbard dijo:
—Horriblemente tonta, una típica rubia tonta. Rubia de imitación, por supuesto.
Mrs. Gibney fue menos severa.
—Oh, era una buena chica. No era brillante, quizá; no, brillante no. Pero tenía buenas intenciones, pobre. Había tenido un matrimonio muy desgraciado. Su marido era un verdadero bruto, me lo dijo.
—¡Tonterías! Hubiera seguido a cualquier cosa con pantalones —dijo Mrs. Simpson.
—¿Jacobsen? Un verdadero reptil —dijo Mrs. Simpson—. Siempre tratando de conseguir prestado un dólar, o medio dólar. Le presté dos dólares, uno cada vez, por supuesto. Nunca me devolvió ninguno de los dos, y luego trató de conseguir que le prestara otro más.
—A mí me sacó cuatro dólares —dijo Miss Lumbard— antes de que me diera cuenta de qué clase era.
—Bueno, su sueldo debía de ser terriblemente bajo —dijo Mrs. Gibney, piadosa.
No, ninguna sabía dónde trabajaba Mr. Jacobsen. Mrs. Simpson tenía una vaga idea de que era en un depósito del centro. Miss Lumbard tenía una similar vaga idea de que era en un hotel. Mrs. Gibney dijo:
—Creo que cambiaba de trabajo muy a menudo. A decir verdad, era tan charlatán que siempre trataba de evitarlo.
Sorprendentemente, las tres parecían de pronto estar divirtiéndose. Bueno, en realidad no era tan sorprendente, se dijo Kerrigan a sí mismo. La vida de viejas huéspedes de una casa de huéspedes de la calle 79 Oeste era muy solitaria, mortalmente solitaria. Y, para ellas esto era una experiencia. Un teniente detective les estaba pidiendo su ayuda para resolver un crimen. Ellas gorjeaban a su alrededor. Miss Simpson trató de sacarle información sobre qué tipo de crimen era. Colaboró a su excitación al decirles que, por supuesto, no podía contárselo, pero que era uno muy serio, realmente. Mrs. Gibney sirvió café y tostadas con manteca. Las damas gorjearon un poco más, incluso se mostraron oscuramente conspiradoras.
Al fin Kerrigan partió. Fue hacia el Parque Central Oeste y luego dobló hacia el sur, mascullando sus pensamientos. Como de costumbre, recordaba preguntas que debería haber hecho, preguntas que el héroe de la novela hubiera hecho con inequívoca precisión, pero que él no hizo. Mrs. Parker estaba hambrienta de hombres. ¿Por qué diablos no había perseguido ese asunto? ¿Con quién se citaba? ¿Con qué clase de personas? Mr. Jacobsen, ¿sobre qué charlaba? ¿No tenía, de verdad, ningún sentido? ¿Qué había hecho González para que prácticamente todas lo adoraran?
Era un día hermoso, el primero de la estación con un toque de la fragilidad del otoño. Dobló hacia el parque, aceleró su paso y caminó rápidamente nueve kilómetros. Había estado haciendo eso —caminando rápidamente nueve kilómetros— todos los sábados en que no tenía trabajo, y los domingos también sin falta, para evitar que se le formaran rollos alrededor de la cintura. A los treinta y dos años, Kerrigan le tenía horror a la gordura. Muchos de sus colegas, una vez que salían de la ronda y pasaban a trabajos pensantes, conservaban el apetito de sus años de patrulla y desarrollaban incómodas panzas antes de llegar a los cuarenta…
Se cubrió de un leve sudor, andando los nueve kilómetros en poco menos de una hora. No notó ni los árboles ni el césped; sí notó que la multitud de gente en el Parque Central, esa frágil y brillante mañana del domingo, no era la misma que había conocido en su niñez. Incluso a la luz del día, los neoyorquinos tenían miedo de sus parques. Muchos ataques y asaltos, demasiada violencia, incluso en maravillosas mañanas de domingos como aquella. La gente tampoco era la misma. Cuando era niño, la mayoría eran familias, niños de vestidos brillantes o pulcros trajes azules. Ahora había hippies, los hombres de barba y de aseadas, ropas, las mujeres con el pelo húmedo y retorcido que parecía sin lavar y descuidado.
Con su anticuada actitud de vigilante rumió lúgubremente sobre la última decisión del Tribunal Supremo, que revocó la pena de un asaltante sorprendido por un policía acarreando una maleta llena de cosas robadas, y censuró a un joven patrullero que hizo el arresto, sobre la base de que había violado la ley constitucional contra la aprehensión y el registro inmoderado: no tenía ningún derecho a detener al asaltante (que ya tenía cuatro condenas anteriores) sin tener clara evidencia de qué el ladrón era, sin duda, un ladrón. Clara evidencia de que el asaltante era, sin duda, un asaltante; no la había en realidad; por lo tanto el patrullero era el verdadero culpable, el violador de las leyes, al detener y arrestar al asaltante. Los finos hilos de la ley se le escapaban a Kerrigan. Sentía que el crimen era incorrecto y debía ser castigado, si era probado. Aparentemente el Tribunal Supremo sentía lo contrario, y el Tribunal Supremo estaba mucho más alto que Kerrigan.
La tarde fue mejor. Se encontró con Jane, la llevó a almorzar a Sloppy Pete, un restaurante de mariscos en la calle Sud, que tenía precios bajos y que se estremecería si alguien lo acusara de haber servido alguna vez pescado congelado. El mozo fumaba un cigarrillo mientras les tomaba el pedido, y ofreció la opinión de que los precios eran una vergüenza.
—¿No es cierto? ¡Caracho! —dijo el mozo—. ¿Sabe lo que tenemos que pagar por medio kilo de langostinos estos días? ¡Caracho!
Más tarde fueron al Museo de Arte Moderno, que, como de costumbre, dejó frío a Kerrigan, pero le deleitaba ver cómo se iluminaba la cara de Jane mientras le explicaba lo que realmente significaban los abstractos.
Una vez, mientras ella le hacía recorrer la Frick Collection en la Quinta Avenida, él había quedado impresionado por él trabajo de un francés llamado Fragonard. Eran pinturas hechas sobre paneles de madera, querubines de ojos brillantes y parecidos. Habían sido pintados para entretener a una princesita niña, y Kerrigan hubiera querido decir que esa habitación le había fascinado; le había encantado; su espíritu se había elevado cuando estaba allí, y se había sentido feliz solamente de estar allí. Por supuesto que se contuvo, pensando que era bastante tonto, un hombre maduro como él, disfrutando de pinturas hechas para entretener niñitas.
No tuvo ningún inconveniente para obtener la dirección de González en la Universidad de Columbia, el lunes por la mañana, pero tuvo una larga espera en el alojamiento del alumno, que estaba a unas diez manzanas al norte de la casa de Mrs. Gibney. Eran casi las tres de la tarde cuando el joven González regresó.
El agraciado y esbelto joven, de maneras impecables, lo sentía mucho, pero no, no había visto al inquilino de la cicatriz desde su partida de la casa de Mrs. Gibney. No, tampoco había visto a Mrs. Parker; la recordaba muy bien, pues había hablado con ella una gran cantidad de veces. Apenas recordaba a Mr. Jacobsen, por el nombre, pero por lo menos recordaba a un hombre delgado de unos sesenta años más o menos. Además, ese hombre le debía un dólar y medio.
Kerrigan recorrió las diez manzanas de regreso a la casa de huéspedes de Mrs. Gibney. Cuando ella abrió la puerta dijo:
—Temo que me estoy convirtiendo en un estorbo, Mrs. Gibney —dijo.
—Ciertamente no. Ni un poco. ¡Pase, pase!
La interrogó sobre lo que Mr. Jacobsen hablaba. Mrs. Gibney dijo que hablaba principalmente sobre los patrones, que nunca eran de su agrado, sobre lo que estaba haciendo el Presidente en el país, cosas que tampoco eran de su agrado; sobre el Congreso, que tampoco le gustaba y sobre el doctor que le extirpó el apéndice en el hospital de la ciudad y que casi lo asesina, según dijo, al hacerlo. Por lo tanto, el doctor tampoco le gustaba. No, Mrs. Gibney no había oído decir que tuviera ningún pariente.
Mrs. Parker le había hablado mucho de sí misma a Mrs. Gibney, pero parece que sin decir nada. Había hablado de su empleo, pero de manera tan vaga que Mrs. Gibney no sabía cuál era; También había hablado sobre su marido, pero aparte de decir que era bruto e infiel, no había dicho mucho más.
—¿Vive en Nueva York?
—Oh, no; se habían divorciado antes de que ella viniera a Nueva York.
—¿De dónde era ella?
—De Chicago, creo… Ahora bien, déjeme recordar. Era Chicago… ¿o Detroit? —Ella meditó durante un instante—. Bueno, era uno de los dos, estoy casi segura de ello.
Eso, reflexionó Kerrigan, era no estar segura de nada.
—¿Tenía parientes?
Mrs. Gibney dijo que ella nunca lo había mencionado. A menos que, por supuesto, un exmarido fuera considerado una clase de pariente.
—¿Puede decirme con qué hombres tenía citas?
—Con bastantes —dijo Mrs. Gibney—. Déjeme pensar. Pensó con mucha intensidad, arrugando su bonachona cara con el esfuerzo.
Luego dijo que había un Mr. Kirkman, ¿o era Berkman? Un hombre alto, moreno, que se vestía de manera bastante moderna, por lo que recordaba. De unos cuarenta años, pensaba. Había un pelirrojo muy buen mozo de unos treinta años, y a pesar de que Mrs. Parker se lo había presentado a Mrs. Gibney, no podía recordar su nombre. Debía de ser un nombre común, como Smith o Jones, pero ninguno de estos. Pero común, como, por ejemplo, Brown o Johnson.
Estaba tratando con tantas ganas de ser servicial, que Kerrigan de ninguna manera podía decirle que no le resultaba de ninguna ayuda.
Ella escarbó muy atrás en su memoria y extrajo un hombre que había visitado varias veces a Mrs. Parker. Recordaba que era alto, quizá un metro noventa, y pensaba que tenía el pelo algo oscuro, entiende, pelo oscuro. No, no recordaba su nombre. No creía haberlo oído nunca. Mrs. Parker no se lo había presentado. Pero era realmente alto.
Kerrigan escuchaba pacientemente.
Había uno feo, pero simpático, recordaba Mrs. Gibney.
Tenía un montón de pecas, un montón de torcidos pero blancos dientes, y ojos azules. También tenía una sonrisa contagiosa.
—Por supuesto que había algunos otros, pero no los recuerdo muy bien —concluyó Mrs. Gibney—. En realidad, no me acuerdo de ellos para nada.
—Comprensible —dijo Kerrigan, poniéndose, de pie—. ¿Eso es todo lo que recuerda de sus citas?
—Eso es todo —dijo Mrs. Gibney—. Excepto, por supuesto, de Pete Younger. Pero ya sabe sobre él.
Kerrigan se volvió a sentar.
—¿Mr. Younger salía con Mrs. Parker? —preguntó.
—Oh, sí. Tres o cuatro veces. Durante un tiempo creí que era un romance que florecía. —Puso cara de picara—. Sabe, teniente, se sorprendería de saber cuántos romances florecieron bajo este mismo techo en los veinte años que he sido dueña de este lugar.
Kerrigan le aseguró que no se sorprendería nada, ni un poco.
—Cuénteme un poco más al respecto —dijo.
—Pero creí que lo sabía todo sobre Pete Younger —dijo ella. De repente se mostró angustiada—. Espero no haber dicho nada fuera de lugar. Esto fue antes de que Mr. Younger se casara —añadió, precipitadamente.
Por supuesto, dijo Kerrigan. Había entendido esa parte. Pero Pete Younger había salido con Mrs. Parker, ¿verdad? Mrs. Gibney dijo que sí; sólo que creía que sabía eso.
—No del todo —dijo Kerrigan—. No, no entendí eso. No es que sea importante. Pero es de ayuda. Me ha sido de gran ayuda, Mrs. Gibney. Gracias.
Eran casi las cinco cuando Kerrigan habló por teléfono con la Compañía de Fondant Cherie, con Miss Deakin.
Después de identificarse dijo:
—¿Está todavía Pete Younger ahí?
—Sí, teniente, está. ¿Quiere hablar con él?
—Dígale que por favor se quede hasta que llegue, Miss Deakin.
—Bueno, iba a irse.
—¡Dígale que se quede ahí! Llegaré en quince minutos. —Kerrigan usó su voz más oficial. Había aprendido que era muy efectiva. Lo fue en este caso.
—Sí, señor —dijo Miss Deakin.
Tomó el subterráneo hasta la calle Varick, y entró en la demasiado dulce atmósfera de la Compañía de Fondant Cherie.
En la larga y fresca oficina lo estaban esperando Peter Younger y Miss Deakin. Mr. Younger con expresión desafiante. No había ninguna expresión en la estrecha y fría cara de Miss Deakin.
—No había necesidad de que esperara usted, Mis Deakin —dijo Kerrigan—. Ninguna necesidad.
—Esperaré —dijo Miss Deakin, fríamente.
—Muy bien. Mr. Younger, ¿recuerda a Mrs. Parker? ¿Una persona que vivía en la casa de Mrs. Gibney al mismo tiempo que usted?
—¿Qué diablos es esto? ¿Una inquisición? —estalló Younger. Lo dijo con mucho más espíritu del que Kerrigan suponía que tenía.
—No —dijo Kerrigan—, no es la inquisición. Nada parecido. Solamente busco información. ¿La recuerda?
Los ojos de Mr. Younger se movieron. Los movimientos decían que quería hablar con Kerrigan fuera. Los ojos de Kerrigan dijeron ¡Cómo no!, y en voz alta dijo:
—Discúlpeme, Miss Deakin.
Los dos salieron a la calle, al ruidoso tráfico de la calle Varick. Grandes camiones, autos comunes, y una o dos motocicletas pasaron de largo, ahogando sus voces a pocos metros.
—Esa loca, esa Parker, es una mentirosa, teniente —dijo Mr. Younger fervorosamente—. Créame, nunca le hice ningún tipo de promesa.
—No dije que lo hubiera hecho —dijo Kerrigan, moderado.
—Bien, no lo hice. Mire, confío en usted, teniente. Es un hombre de mundo, ¿no es cierto?
—Supongo que sí.
—Bueno, este es todo el significado que tuvo. —Mr. Younger sacó pecho y trató enfáticamente de parecer un hombre de mundo—. Fue una sola noche… bueno, quizá media docena. Pero nada serio, ¿sabe? Y nunca le prometí nada.
—Bueno, no estoy muy interesado en ese aspecto de la cuestión —dijo Kerrigan—. Lo que quisiera saber es si la ha visto desde que dejó la casa de Mrs. Gibney.
—¡Oh, no! Ni en broma.
—Piénselo cuidadosamente.
Pareció concentrarse. Finalmente sacudió la cabeza.
—Definitivamente, no —dijo—. Mire, teniente, ¿tendría inconveniente en decirme algo?
Kerrigan dijo:
—Solamente estoy tratando de localizarla.
—¿Y no está aún en la casa de Mrs. Gibney?
—No, desde hace unos meses; un año en realidad.
—¿Y el lugar dónde trabajaba? ¿Probó allí?
—¿Sabe dónde trabajaba?
—Seguro. Oh, sí, lo mencionó un par de veces: la Compañía Algonquin de Materiales y Equipos de Oficina. Está situada en la zona de las calles 40.
—Bien. Le estoy muy agradecido. A propósito, también quisiera localizar a otro inquilino, un tipo llamado Gunnar Jacobsen.
—¡Oh, ese tramposo de dos por cinco!
—¿Sabe dónde trabaja? ¿O lo ha visto desde entonces?
—No, lo siento. No a ambas preguntas. Me dio la impresión de que cambiaba de trabajo a menudo. Miserable viejo pedigüeño. ¿Piensa que puede ser él?
—Todo es posible.
—Oiga, también tenía la edad apropiada. No me sorprendería de que haya robado uno de esos sobres de mi habitación.
—¿Se parecía a algo como esto? —Le entregó a Younger el bosquejo hecho por la policía de Sylvester.
—Oh, ya he visto eso antes. —Lo estudió nuevamente. Se encogió de hombros—. Supongo que podría ser.
—¿Y qué piensa de éste? —Kerrigan le mostró el dibujo de Santha hecho por Leonore Bitwell.
—Oh, no.
—Gracias —dijo Kerrigan.
Eran las cinco pasadas, pero se detuvo en la primera cabina telefónica que pudo encontrar. Buscó la dirección de la Compañía Algonquin de Materiales y Equipos de Oficina en la guía. No esperaba ninguna respuesta, pero marcó el número de todas maneras. No hubo respuesta. ¿Y qué? No se perdía nada con probar. Su moneda volvió tintineando cuando colgó, después de oír que sonaba diez veces.
A las seis estaba nuevamente en la calle 8 Oeste, a unos treinta metros al este de la Sexta Avenida, escudriñando las caras que se dirigían al oeste. A las ocho decidió probar durante otra media hora. ¿Qué era otra media hora? A las ocho y media, decidió probar otra media hora más. A las nueve y media abandonó y se fue a casa.
Llamó a Jane a su casa de Forest Hills y le contó sus andanzas.
—No veo —dijo ella— qué pueden decirte Mrs. Parker o Mr. Jacobsen que no te hayan dicho los demás inquilinos.
—Yo tampoco lo sé —dijo él—. Pero Mr. Jacobsen tenía más o menos la misma edad que Santha, quizá se reunían más a menudo que los grupos de otra edad que podrían hacer amistad con Santha.
—¿Y entonces, de qué sirve estar corriendo detrás de esa Mrs. Parker?
—Bueno, tengo una pista hacia ella, pero no hacia Mr. Jacobsen.
Esas preciosas pistas, pensó Jane.
—Frank —dijo—, mañana tengo libre, y me siento culpable por todo esto; quiero decir qué tú estás haciendo todo el trabajo de mi caso. Supongamos que voy a echarte mano… hacer diligencias o algo así. ¿Te gustaría que estuviera contigo?
Kerrigan pensó, me gustarla estar contigo en todo tiempo, en todo lugar. En voz alta, dijo:
—¿Y por qué no, Jane? ¿Digamos mañana a las nueve? Te buscaré a esa hora en la oficina de información de Penny.
—Muy bien —dijo ella, y colgó. Realmente es como Detweiler, pensó. Nunca abandona. Para ambos una pista era una pista. Frank, reflexionó, probablemente nunca había oído hablar de Gertrude Stein. Lo cual era mejor; probablemente él nunca la hubiera aprobado.
A la mañana siguiente, Kerrigan se encontró con ella en la oficina de información de la Estación Pennsylvania.
—El lugar está en la calle 44 Oeste —dijo él—. No podemos esperar mucho de esto, por supuesto. Después de escucharle anoche, estoy de acuerdo en que es una probabilidad remota, pero es algo que debemos investigar hasta el final.
La Compañía Algonquin de Materiales y Equipos de Oficina ocupaba un piso entero de un edificio de la calle 44 Oeste, ni el mejor ni el peor de esa calle.
El gerente era un hombre joven, suave, excesivamente cortés, muy ansioso de ser servicial. Era rubio, con un traje verde y una cordialidad abrumadora.
—Oh, recuerdo a Mrs. Parker muy bien —dijo—. Una persona muy simpática. Nos sentimos tan apenados cuando falleció. ¿Tiene algún inconveniente en decirme qué sucede?
—¿Murió? ¿Cuándo? —preguntó Kerrigan.
—Hace un año más o menos —dijo él—. De repente, creo. Pero claro que había tenido ese problema cardíaco durante un tiempo bastante largo.
—¿Qué problema cardíaco? —preguntó Kerrigan.
—Bueno, en realidad no sé. Quiero decir, nunca le noté los síntomas yo mismo. Pero falleció de eso, de una enfermedad del corazón.
—¿Le molestaría decirme cuándo se enteró de eso? —dijo Kerrigan.
—Por supuesto que no. Eso fue lo que me dijeron. Un ataque al corazón.
—¿Quién se lo dijo? —requirió Kerrigan.
El afable joven vestido al estilo universitario dijo:
—Ahora que me lo pregunta, no lo recuerdo. Mire, teniente, a veces la gente se muere. Sucede. Incluso gente joven como Mrs. Parker. Se mueren, sabe…
—Sí, lo sé —dijo Kerrigan—. ¿Recuerda la fecha en que falleció?
—No. Creo que hace un año.
—Estaba viva hace un año —dijo Kerrigan—. Lo estaba hasta —hizo retroceder su mente— mediados de octubre pasado.
—Por supuesto que no puedo recordar con exactitud. Creí que había pasado como un año.
—¿Sus registros no indicarían el último día en que trabajó? ¿Y dónde vivía en ese momento?
—Por supuesto —dijo el joven vestido al estilo universitario—. ¿Por qué no se me ocurrió antes? Claro que no sabía que estaba interesado en la fecha exacta.
Tomó el teléfono.
—Póngame con personal, Liza. —Después de una pausa—. ¿Judy? Habla Nicholson. Busque el registro de trabajo de Adrienne Parker. ¿Cuál fue su último día de trabajo aquí? ¿Y dónde vivía en ese momento?
Mantuvo el teléfono junto a su oído. Después de un momento; levantó un lápiz y garabateó unas notas. Luego dijo:
—Y, Judy, ¿tuvo un ataque al corazón, no es cierto?… Eso pensaba… Había tenido problemas con él durante un tiempo, ¿no? Ah, eso no lo sabía. Gracias, Judy.
Colgó.
—Bien, aquí está la información. Su último día aquí fue el veinticinco de octubre. Tuvo un ataque al corazón, como les había dicho, pero inesperado. En ese momento estaba viviendo en la calle 79 Oeste, número 294.
Kerrigan dijo, lentamente:
—Es bastante extraño, pero no estaba allí. Dejó esa dirección a mediados de octubre.
—Bueno —Nicholson extendió sus manos—, ya sabe cómo es. Se supone que los empleados deben darnos cualquier cambio de dirección, pero algunas veces no se preocupan de hacerlo.
Kerrigan asintió.
—Me gustaría hablar con alguna de las personas que la conocieron.
Nicholson pensó durante un momento.
—Por supuesto que no sé quiénes eran sus amigos. Pero era una empleada de facturación, y solamente teníamos dos y estaban en una oficina para ellas solas. Miss Stillwell, la otra empleada, todavía está aquí. ¿Quiere hablar con ella? Debería saber si Mrs. Parker tenía amigos íntimos en la oficina.
—Nada me gustaría más que hablar con Miss Stillwell —dijo Kerrigan.
Nicholson los guió por un corredor y dentro de una pequeña oficina donde dos muchachas estaban sentadas frente a las máquinas de facturar. A una bonita morena de pelo negro que estaba delante de una de las máquinas, le dijo:
—Amy, éstos son el teniente Kerrigan y la detective Boardman. Sé que Miss Boardman no lo parece —agregó chistosamente—, es detective; he visto sus credenciales. Quisieran hacerle algunas preguntas sobre Mrs. Parker. Saben, Jamieson está fuera hoy. ¿Por qué no usan su oficina y así están más tranquilos?
Los acompaño hasta una oficina del tipo de ejecutivo y los dejó allí a los tres.
—En realidad no conocía muy bien a Mrs. Parker —dijo Amy Stillwell—. Es decir, nunca salimos juntas, sólo algunas veces, para almorzar.
—Debe de haber hablado bastante con ella, ya que las dos estaban solas en la oficina —sugirió Jane.
—Oh, sí. Me habló de su esposo. Ex esposo en realidad. Creo que le hizo pasar muchos malos ratos. Es decir, eso decía ella. En realidad no lo conocí directamente.
—¿Había estado enferma poco antes de morir? ¿Se quejó de dolores en el pecho, o algo parecido?
—Oh, no. Al contrario. Había estado tan alegre como un pajarito las últimas dos semanas antes de morir.
—¿Sabe si había alguna razón?
—Oh, sí. Estaba burbujeante por ello. Parece que siempre había querido subir a un escenario y había conocido a un productor de teatro que le había dicho que tenía verdadero talento y que la iba a emplear en su próxima obra.
Jane miró a Kerrigan, tratando de atraer sus ojos. El granjero de Scarsdale con sus 120 hectáreas. El productor de Hollywood que vivía en una casa de huéspedes de la calle 79 Oeste. No, ése era un director… lo que le había dicho Santha a Mrs. Gibney. Según Frank, era a la dibujante, Miss Bitwell, a quien le había dicho que era un productor, ¡un productor de Broadway! Correspondía, encajaba en el molde, quería decírselo a Frank.
Pero Kerrigan no encontró su mirada. Estaba concentrándose en Amy Stillwell.
—¿Mencionó ella el nombre de ese productor? —preguntó.
—No, no lo hizo.
—Estrictamente entre nosotros, Miss Stillwell, ¿creyó que existía tal productor?
Amy Stillwell se mostró inquieta.
—Bueno, estrictamente entre nosotros, pensé que algún tipo la estaba engatusando, con… bueno usted sabe, un motivo ulterior. Creo que así se dice en los libros,
—¿Alguna razón para pensar eso?
—No. Excepto que Adrienne era… bueno, un poco atolondrada. En realidad, muy atolondrada.
—Sí. ¿Sabe dónde vivía Adrienne cuando murió?
—En algún lugar de la calle 79 Oeste, creo. La casa de huéspedes de Mrs. Giblet. Algo así.
—Sí. ¿Qué otra cosa puede decirnos sobre Adrienne?
Resultó que Miss Stillwell no sabía mucho más. Creía que Mrs. Parker era una persona de buen corazón, ansiosa de amigos, particularmente dé amigos masculinos, pero no con mucho éxito para encontrarlos. Una persona solitaria, pensaba, que trataba desesperadamente de estar en la corriente de las cosas.
—¿Quién le dijo —preguntó Kerrigan— que había fallecido de un ataque al corazón?
—¡Ah, Ruth!, Mrs. Hodgkins, la telefonista.
—¿Está aquí ahora?
—Oh, sí.
—Quisiera hablar con ella.
Miss Stillwell los guió hasta un pequeño cubículo donde habían instalado una centralita, y detrás una rubia pequeña y gordita. Era una cosita picara, con grandes y brillantes ojos azules, y una risita. Miss Stillwell la presentó.
Ignorando a Jane dijo:
—¿Qué puedo hacer por usted, teniente? —preguntó, pestañeándole con sus muy hermosos ojos azules.
—Creo que le dijo a Miss Stillwell que Adrienne Parker había fallecido de un ataque al corazón.
—Fue un golpe para mí, teniente. Un verdadero golpe, créame. La había visto irse la noche anterior, fresca como una margarita. Qué cosa, ¿no? Hoy estamos, mañana no estamos.
—Es cierto, Mrs. Hodgkins. Lo que quisiera saber es ¿cómo sabe que falleció de un ataque al corazón?
—Oh, eso. Bueno, llamó su padre diciendo que la hija no vendría ese día por esa causa.
—¿Su padre?
Ella asintió.
—El pobre viejo estaba realmente convulsionado. Realmente ahogado. Pobre hombre, estaba tan apenado que casi no podía hablar. Hice lo que pude para consolarlo. Luego se lo notifiqué a Mr. Nicholson, y se lo conté a Amy. Esos ataques pueden llevárselo a uno en un relámpago, ¿sabe?
—¿Dijo que había sido un ataque al corazón?
—Oh, sí. Recuerdo eso perfectamente. Seguro que había sido un ataque al corazón. El doctor así lo dijo.
—¿Qué doctor?
—Oh, no creo que haya mencionado el nombre. Si lo hizo, lo he olvidado. ¡Pobre tipo! Como le dije, estaba ahogado por la pena. Oh, sí, ahora recuerdo que dijo que era su única hija. Qué horrible. ¿No lo cree, teniente?
Kerrigan estuvo de acuerdo que era horrible. Mucho.
—¿Sabe desde dónde llamaba?
—Supongo de desde su casa.
Kerrigan se incorporó.
—Ambas han sido una gran ayuda. Es muy posible que volvamos a verlas. Un millón de gracias.
Dijeron que había sido un placer, y Kerrigan guió a Jane hasta el corredor principal con sus filas de ascensores.
Cuando estuvieron solos dijo:
—Frank —dijo Jane—, ¿te diste cuenta del molde? Quiero decir, el granjero con su granja en Scarsdale, el director de cine de Hollywood, el…
—Seguro —dijo Kerrigan— demasiada, demasiada coincidencia para ser realmente una coincidencia.
—Por supuesto —dijo Jane—, pero nos deja en la misma situación en que estábamos antes. No conocemos el lugar donde sucedió esto.
—Eso no es problema —dijo Kerrigan.
Ella le echó un vistazo.
—¿Qué quieres decir, no es problema? Me parece que es uno muy importante.
—Te olvidas del certificado de defunción —dijo Kerrigan—. Sabemos el nombre, Adrienne Parker, y la fecha, 25 de octubre. Hagamos una cosa Jane, tu encárgate de ese aspecto. Comprueba el certificado de defunción. A mí me gustaría investigar en la casa de Mrs. Gibney este asunto del padre.
Ella dijo que haría eso. Kerrigan dijo que se encontrarían nuevamente en el restaurante de Julio para almorzar, si eso le parecía bien. Jane dijo que sí. ¿A las doce, entonces? A las doce, dijo ella.
Jane no llegó a tiempo. Fue fácil el asunto del certificado de defunción. Muy impersonal. Adrienne Parker había sido encontrada muerta, la mañana del 25 de octubre a las 6,30 y la causa de la muerte era una puñalada en la garganta. Había muerto al llegar al Hospital Bellevue, de la calle 22 Este, número 199, según la dotación de la ambulancia.
Jane recorrió una manzanas hacia el sur hasta la oficina del médico forense, y un somnoliento empleado desenterró el informe sobre Adrienne Parker, muerta el 25 de octubre. El ayudante del médico forense encontró que la mencionada Adrienne Parker, de 32 años de edad, se había suicidado, a causa del miedo a un cáncer, en algún momento de la mañana del 25 de octubre. La difunta había dejado una nota manuscrita, declarando que sentía que no podía aguantar el dolor del cáncer, y se había cortado la garganta.
Jane se encontró con Kerrigan, media hora más tarde, en el restaurante de Julio. Le contó, bastante agitada, lo que había averiguado. Kerrigan dijo:
—Pensé que iba a ser algo parecido.
—¿Averiguaste algo en la casa de Mrs. Gibney?
—Comprobé lo que me había dicho antes, que Mrs. Parker había dicho que no tenía parientes consanguíneos. Y también que se había ido de la casa de Mrs. Gibney el 20 de octubre.
—Sólo cinco días antes de morir. Pobre chica, lo siento por ella.
—Yo también.
—Por supuesto que el médico forense determinó suicidio, no asesinato.
—No significa nada —dijo él—. Algunos de esos médicos forenses ayudantes son terribles. Algunos sólo se mueven lo mínimo posible, para justificar sus sueldos.
Recordó, mientras comían gazpacho, una noche de Año Nuevo cuando todavía era un aprendiz, un aprendiz muy crudo, en una ronda muy lejos de Brooklyn, cuando dos mujeres, una de ellas una joven de 17 años, fueron encontradas colgando en el sótano de su casa, un bungalow de un piso. Había sido su triste obligación tener que permanecer junto a los cuerpos, colgando de las cuerdas, estaban tan notoriamente muertas que no se justificaba el descolgarlas, durante dos horas, con el sofocante olor de la muerte en su nariz hasta que el médico forense ayudante había llegado. Y el médico forense ayudante estaba horriblemente fastidiado por haber sido arrancado de una fiesta de Año Nuevo. Obviamente era un doble suicidio, proclamó; después de estar tres minutos en el escenario del hecho, y se fue corriendo dejando a Kerrigan sentado otra hora con aquellos dos cuerpos hasta que llegaran las pompas fúnebres. El empresario era típicamente untuoso. Pero después de un rápido examen, le dijo a Kerrigan:
—Mire, mejor haga que venga un médico forense rápido. Esto no es suicidio. Es asesinato. La muchacha ha sido violada, y fíjese en las marcas en la garganta de la vieja. Esas no son marcas de soga. Son marcas de dedos.
Resultó que tenía razón; se probó que era un doble asesinato. No un doble suicidio. Y un hombre fue a la silla por eso.
Con el siguiente plato, que resultó ser pollo con arroz al azafrán, Jane preguntó:
—¿Y ahora dónde vamos? ¿A la calle 22 Este, núm. 199?
—Por supuesto —dijo Kerrigan—. Naturalmente.
Llegaron allí treinta minutos más tarde. El número 199 resultó ser un edificio de apartamentos pequeño, un poco mejor que el de Mrs. Gibney, pero no mucho mejor. En el vestíbulo estudiaron los nombres en el panel de bronce de los buzones. No había ningún Parker.
—Busca un nombre con las iniciales P. S. —murmuró Kerrigan.
Había veinte nombres en el panel, pero ninguno tenía esas iniciales. Kerrigan finalmente oprimió el timbre que llevaba el nombre Port. El portero eléctrico zumbó un momento más tarde, y entraron. Un hombre pequeño y de aspecto enfadado salió por una puerta que daba al vestíbulo.
—¿Y ahora qué pasa? —dijo.
—Estamos buscando al padre de una tal Adrienne Parker —dijo Kerrigan—. ¿La conoce, o mejor dicho, la conoció?
—Ni siquiera oí hablar de ella —dijo el hombre pequeño, agriamente—. Y de cualquier modo, ¿de qué se trata?
Kerrigan extrajo sus credenciales, que parecieron asustar un poco al hombre pequeño.
—No sé nada sobre ella —dijo—. Ni siquiera oí hablar de ella.
—Ella supuestamente se suicidó aquí, hace unos diez meses.
—Bueno, eso me deja fuera del asunto. Sólo hace tres meses que estoy aquí. Por lo que no sé nada del asunto, ¿sabe? Chau.
Se metió dentro y cerró con un portazo.
Jane se adelantó impulsivamente.
—¡No puede hacer eso! —dijo.
Kerrigan le puso la mano sobre el brazo, apaciguadoramente.
—Lo hizo —indicó—. Que tenga o no derecho, eso no lo sé. Pero por el momento no veo la razón para hacer un alboroto al respecto. Hagamos un alboroto cuando el alboroto nos sea de provecho, ¿quieres?
—Pero… —Jane dejó que la guiara fuera del edificio—. Pero no veo la razón de dejarlo que se salga con la suya.
—Yo tampoco —dijo Kerrigan—. Pero no soy el Tribunal Supremo, y seguro que tiene ideas bastante locas. Si fuera necesario, me lo llevaría por delante. Pero antes dé llevármelo por delante quisiera conseguir más información. Y quisiera conseguir eso sin necesidad de hacer una demostración de fuerza.
—Pero estamos paralizados. Si no quiere hablar…
—Podremos estar paralizados al final, pero todavía no. La comisaría de la calle 22 Este está cerca. Los suicidios son investigados siempre por la oficina de detectives.