5
LOS INQUILINOS

Resultó que el Director de Construcciones estaba de vacaciones. Pero no importaba, el Comisionado Asistente también conocía a Kerrigan, y se lo presentó a Arnold Williamson como un gran amigo del Director.

Arnold Williamson era joven, de mandíbula cuadrada y evidentemente Kerrigan no era de su agrado. Una mirada truculenta apareció en sus ojos, la mandíbula cuadrada se le endureció cuando oyó mencionar la amistad de Kerrigan con el Director.

Cuando el Asistente se fue, le indicó a Kerrigan la silla junto a su escritorio.

—¿Qué puedo hacer por usted, Teniente?

En el pasado los inspectores de construcciones se habían ganado ampliamente la reputación de volverse ciegos cuando un billete de cincuenta dólares —a veces más— era deslizado en sus ávidas manos. Kerrigan no le retribuyó el desagrado; tenía la esperanza de que su amigo el Director estuviera encontrando más jóvenes como éste.

Le habló sobre Mrs. Gibney. Explicó que ella había sido de gran ayuda en un caso en que estaba trabajando, y que podría prestarle aún mayor colaboración más adelante. Mientras hablaba la mirada de truculencia se profundizó en los ojos de Williamson y la rígida mandíbula cuadrada se tornó más rígida.

Cuando Kerrigan terminó, dijo, con una mansedumbre controlada en la voz.

—¿Quiere que levante esas violaciones, violaciones que podrían costarle la vida a alguien?

A Kerrigan le agradó mucho más.

—No —dijo—. No estoy pidiendo nada por el estilo. Solamente quisiera puntualizar que Mrs. Gibney dice ganar 3000 dólares netos por año, y el costo de reparar estas violaciones le costaría casi 7000 dólares, y yo me preguntaba si era posible diseminarlas…

—¡7000 dólares! —resopló Williamson—. ¡Eso es ridículo! Quizá 300 o 400, posiblemente más cerca de 300. Es un disparate.

Kerrigan dijo que Mrs. Gibney había recibido un presupuesto de un contratista para el trabajo y que eran $ 6750. El joven Williamson dio una opinión sobre los contratistas que era totalmente desfavorable.

—Hay maneras de hacer estas cosas a bajo costo —dijo—. Pero uno no puede esperar que estos tipos le indiquen eso a los dueños. Yo podría mostrarle cómo…

Kerrigan trató de seguir su explicación, pero se quedó enredado en una maraña sobre que necesitaba chimenea, pero no necesitaba escape, la diferencia entre incombustible y retrasador de fuego (parecía ser que Mrs. Gibney solamente necesitaba esto último para cumplir), y materiales inflamables contra materiales resistentes al fuego.

—Digo —concluyó Williamson—que podría hacerse por menos de 300 dólares. De todas maneras, no mucho más.

—¿Me haría un favor, Mr. Williamson?

Instantáneamente sospechoso, Williamson preguntó:

—¿Qué?

—Dígaselo. Tal cual me lo contó a mí.

—Por supuesto.

—¿Esta mañana?

—Bueno, voy a ir por ahí hoy. Le advierto que no voy a levantar ninguna de esas violaciones.

—Yo no le estoy pidiendo eso.

Se separaron como amigos, Williamson todavía un poco desconfiado, pero al fin medio convencido de que Kerrigan no le estaba pidiendo que comprometiera su integridad como inspector construcciones.

Kerrigan se dirigió hacia el lado Oeste y de vuelta para la zona de la 70, pensando en todo eso. A un policía no le gustan los soplones, pero tenía que tratar con ellos; sin ellos, en muchos casos, no se llegaría a nada. Mrs. Gibney, esa mujer simpática y regordeta, no era una soplona y no lo sería jamás. Pero podría ser de gran ayuda. No se arrepintió en ningún momento de lo poco que había podido hacer por ella.

Se retrasó bastante en la sucursal de correos. Encontró que la Oficina de Correos era bastante reacia a dar información sobre nuevas direcciones, ni siquiera a un oficial de la ley. El viejo grisáceo que estaba a cargo lo explicó de manera muy clara; se mostraba considerablemente poco impresionado por el hecho de que Kerrigan fuera un teniente de policía adjunto a la oficina del Procurador del Distrito y tuviera credenciales para probarlo.

Le hizo esperar mientras hacía unas llamadas telefónicas hasta llegar a alguien con suficiente autoridad. Ese alguien con autoridad le dijo que esperara mientras hablaba con alguien de mayor autoridad. Presumiblemente, por la cantidad de tiempo que Kerrigan tuvo que esperar, ese alguien de mayor autoridad tuvo que hablar con alguien de la más alta autoridad. Y después de casi una hora de espera, el alguien con autoridad pasó la información recibida de alguien con la más alta autoridad de que era lícito darle al teniente Kerrigan la información que deseaba.

Por consiguiente el viejo grisáceo revisó sus archivos y le informó al teniente Kerrigan de que Philip Santha, de la calle 79 Oeste, núm. 294 no había dado cambio de dirección. Dio la información, o la falta de ella en realidad, con la más disgustada y sospechosa renuencia. Kerrigan le dio las gracias gravemente.

Diez minutos más tarde Kerrigan estaba tocando el timbre de la calle 79 Oeste, núm. 294. Mrs Gibney abrió la puerta y por la cálida bienvenida que iluminó su rostro Kerrigan supo que Williamson lo había precedido.

—¡Entre! ¡Entre! —exclamó—. ¡Oh, quiero agradecerle tanto, teniente! ¡Tanto! Mr. Williamson, sabe…

—Oh, sí, por supuesto. Le hablé esta mañana.

—Ya sé que lo hizo, y se lo agradezco mucho. —Se ruborizó un poco—. Estaba equivocada con respecto a él, teniente. Es realmente muy simpático, solamente hace su trabajo. Espero que no le haya mencionado lo que dije de él.

—Por supuesto que no.

—Porque estaba equivocada. Ahora lo sé, terriblemente equivocada. En realidad es un excelente joven. Tan servicial. Ese contratista, ése es el canalla. ¡Hmpf! Decirme que tenía que romper paredes y construir una chimenea que pasara a través del techo, cuando todo lo que yo necesitaba era una cocina eléctrica en vez de una a gas… ¡Pero entre, entre!

Cotorreó agradablemente, guiándolo hacia lo que había sido alguna vez un precioso salón, y haciéndole sentarse en una polvorienta silla de mohair.

—Bueno, ya he hablado lo suficiente de mis pequeños problemas. ¿En qué puedo ayudarlo, teniente? Sea lo que sea, lo haré.

—Muchas gracias, Mrs. Gibney. Puede serme de gran ayuda. Ante todo, mencionó que se hombre había hecho algo impropio. ¿Podría decirme qué fue?

—Fue terrible, espantoso. No lo podrá creer, teniente.

Kerrigan dijo que pensaba que podría creerlo. De todas maneras, pidió que se le diera una oportunidad de creerlo. Mrs. Gibney dijo que era increíble, pero que Santha había hecho una muy indecente proposición a una de sus inquilinas. Realmente horrible, teniente. ¡Realmente horrible! Kerrigan la presionó para que dijera lo que había sido, y ella finalmente lo hizo, y era verdaderamente horrible, o por lo menos, sucio. Miss Lumbard, dijo la casera, era una bella y dulce persona, muy respetable, y de ninguna manera del tipo que invitara a ningún atrevimiento.

Miss Lumbard se encontraba dispuesta a hacerlo arrestar. En efecto, le dijo que iba a llamar a la policía. Vino a decírselo, llorando, a Mrs. Gibney. Estaba casi resuelta a llevar adelante el asunto.

Mrs. Gibney la había disuadido. Le dijo que tendría que ponerse de pie en un juzgado frente a un montón de hombres que la mirarían y repetir lo que él le había dicho. ¿Le gustaría eso? No pudo seguir adelante con su idea.

Hizo una pausa momentánea.

—Recuerdo que subí inmediatamente y le dije a ese viejo asqueroso (su semana casi estaba terminada, de todas maneras) que si para mañana no se había ido, iba a ser arrestado con una acusación de moralidad.

—¿Una qué?

—Una acusación de moralidad. De todas maneras, logré que se fuera sin ningún problema. Ese hombre… no lo creería. Daba la impresión de que la manteca no se derretiría en su boca, y se pasaba el día citando la Biblia. Oyéndolo, uno no podía creer lo que pasó.

Kerrigan dijo que creía, y mucho, todo eso. Dijo que había gente de ese estilo, gente que citaba a la Biblia, pero no dio más detalles.

—¿Y nunca ha vuelto a ver a ese Santha desde entonces? —preguntó.

—No, nunca, dijo Mrs. Gibney, y si no lo veía durante otros cien años, tampoco la preocupaba.

—¿Recuerda su equipaje?

—Creo que tenía dos maletas. Creó, pero no puedo estar realmente segura.

—¿Tenía iniciales, por casualidad?

—Oh, no me acuerdo de eso.

—¿Se había hecho amigo de alguno de los otros inquilinos durante su estancia? —preguntó Kerrigan.

Mrs. Gibney no podía recordar si lo había hecho, pero «después de todo tenemos doce unidades aquí. Algunos podrían haber hecho amistad, pero no lo sé».

—Está bien, Mrs. Gibney. Es una gran ayuda. ¿Podría darme ahora los nombres de todos los inquilinos qué estaban aquí ál mismo tiempo que Santha? Lo apreciaría mucho.

Mrs. Gibney dijo que eso no sería ningún problema; lo podía determinar fácilmente por los archivos de pagos.

—Veamos, ¿cuándo estuvo viviendo aquí? En el otoño pasado, ¿no es cierto?

—Llegó el 27 de septiembre.

—Ah, sí. Ahora lo recuerdo. —Hojeó las páginas—. Aquí está.

—Un minuto, —dijo Kerrigan sacando lápiz y block—. Quisiera anotarlos todos. También si dieron la nueva dirección, dónde trabajaban, si lo sabe, y algo sobre cada uno.

Le llevó casi una hora, porque interrogó a Mrs. Gibney sobre cada uno de los otros once inquilinos que habían vivido allí durante la semana que estuvo Santha. Al final de ese tiempo se podía leer lo siguiente en su block.

—¿Cuál de ellos —preguntó Kerrigan—, vivía más cerca de Santha? Quiero decir en el mismo piso.

Mrs, Gibney reflexionó brevemente.

—En el mismo piso, estaban Miss Lumbard, Jacobsen y Phillips.

Kerrigan anotó los, nombres.

—Teniente… —Mrs. Gibney estaba algo indecisa—. Teniente, ¿por qué está buscando a ese Santha? ¿O no debería preguntar?

—Mejor no, Mrs. Gibney. Es algo bastante horrible —dijo Kerrigan—. Realmente feo.

Ella se estremeció, pero pareció disfrutar del estremecimiento.

—Eso era lo que pensaba —dijo—. Ese sucio hombre. ¿Algo parecido a lo de Miss Lumbard?

—Peor aún —dijo Kerrigan, oscuramente.

Ella tembló aún más.

—Espero que lo agarre, teniente.

—Gracias, yo también lo espero. —Poniéndose de pie—. Probablemente vuelva por aquí —dijo Kerrigan—, pero trataré de no ser molesto para usted.

—¡No será molestia! —dijo Mrs. Gibney—. Venga cuando quiera, teniente, me ha ayudado tan maravillosamente que lo menos que puedo hacer es ayudarlo un poco, cualquier ayuda, en retribución.

Kerrigan hizo en su auto las siete cortas manzanas hasta la calle 72, localizó la tienda para hombres Beau Brummel y entró.

Reconoció al único vendedor —el afable y locuaz Sam Phillips— tan pronto como habló.

—¿En qué puedo servirlo? —dijo el hombre, perfectamente ataviado—. Aunque diría que no parece necesitar ayuda.

Kerrigan, agudamente consciente de que su traje azul podía ser mejorado, dijo:

—Puede, en efecto, ¿Mr. Phillips, no es cierto?

Pareció levemente sorprendido.

—Sí. Pero me lleva alguna ventaja, creo.

Kerrigan explicó que venía de la casa de Mrs. Gibney; explicó por qué había visitado a Mrs. Gibney, sin mencionar, por supuesto, el crimen en sí por el cual quería interrogar a cierto Phillip Santha.

—¿Se acuerda de ese inquilino, Santha?

Phillips sacudió la cabeza.

—Lo siento, no lo recuerdo. Nunca oí ese nombre.

—Llegó a la casa de Mrs. Gibney a fines de septiembre. Tengo un retrato de él, o por lo menos un dibujo realizado en base a recuerdos de los testigos.

Lo sacó y se lo entregó a Phillips, quien lo estudió cuidadosamente. Finalmente sacudió la cabeza.

—Nunca lo he visto, al menos que yo sepa.

—Tenía una cicatriz de aquí a aquí: —Kerrigan trazó una línea a través de la parte izquierda de su cara.

—¡Oh, ése! Ahora recuerdo. Quiero decir que recuerdo la cicatriz. El nombre, no. En realidad, lo que recuerdo es la cicatriz. Un vejestorio. Parece más viejo que el retrato.

—Eso es natural. El retrato fue hecho hace once años. ¿Lo ha visto desde entonces?

Nuevamente sacudió Phillips la cabeza.

—No, lo siento. No lo vi. En realidad lo vi sólo una o dos veces, en la casa de Mrs. Gibney. Mejor, una sola vez.

—Bueno, si lo hace me gustaría que me avise. Mejor aún, llame a un policía si lo ve. Tiene la captura recomendada.

—Ajá. ¿Por qué?

—Posiblemente esté relacionado con la desaparición de una criatura.

Sacó una tarjeta y escribió el número de teléfono de su domicilio sobre ella.

—Si no estoy allí, el servicio de respuestas tomará su mensaje.

—Será un placer hacerlo, teniente. Seguro.

Kerrigan lo dudó, a pesar de que Phillips hizo gran demostración de guardar la tarjeta cuidadosamente en su cartera. Sam Phillips le daba la impresión de ser el tipo de persona que evitaría cuidadosamente cualquier acción que le pudiera ser inconveniente, incluso tener que aparecer en un tribunal. A fin de cuentas, Kerrigan no compartía el disgusto reciente de algunos periodistas con aquellos ciudadanos que evitaban verse mezclados en casos judiciales. Había visto cientos de ellos, bien intencionados, honestos, llamados a comparecer diez, quince o veinte veces, a medida que los casos eran postpuestos, y perdiendo diez, quince o veinte días de paga, esperando ser llamados, y lo más frecuente era que jamás los llamaran; el acusado se declaraba culpable para lograr clemencia, o arreglaban él asunto, como se dice, o los cargos eran retirados. En los últimos años los tribunales habían mostrado gran compasión hacia los acusados; nadie había sugerido hasta ahora que esos inocentes circunstantes, los testigos, también tenían derechos.

—Lo apreciaría mucho si lo hiciera —dijo gravemente—. Muchas gracias.

Condujo por la calle 42, no encontró lugar por ningún lado para estacionar; condujo de regreso a su apartamento y estacionó su auto en el sótano. Tomó el subterráneo hacia la calle 42 y encontró las oficinas de Murchison, Stevens, Lanza y Murchison. Miss Audrey Lumbard era la recepcionista y también telefonista, y se encontraba aturdida ante el hecho de ser interrogada por un teniente de policía.

Se sonrió súbitamente cuando Kerrigan le preguntó si recordaba a Phillip Santha.

—Sí —dijo, y añadió rápidamente—. No muy bien. Quiero decir, realmente apenas lo conocía.

—Entiendo. Estoy seguro de que no, y que ciertamente no querría hacerlo. Dígame, ¿alguna vez lo ha visto —pasando por la calle o algo así— desde que, dejó la casa de huéspedes de Mrs. Gibney?

—No —dijo ella—, no lo he visto.

—Usted vivía en el mismo piso que él. ¿Sabe si se había relacionado con alguien, hecho amigo de alguno de los otros inquilinos?

Miss Lumbard pareció pensativa.

—Recuerdo haber pasado junto a él en el pasillo, una vez, cuando estaba hablando con otro inquilino, Mr. Jacobsen.

—¿Parecían amigos?

Miss Lumbard se encogió de hombros.

—No le puedo decir. Estaban hablando, solamente. Pero Mr. Jacobsen era muy conversador. Un estorbo, en realidad, si conseguía tu atención.

—Mr. Santha ¿fue visitado por alguien, alguna vez?

Miss Lumbard no recordaba que lo hubieran visitado. No podía recordar nada más sobre Santha.

—Sólo que era un hombre desagradable, muy desagradable. Espero que lo agarren por cualquier cosa que haya hecho.

Kerrigan le agradeció y tomó el subterráneo hasta el Hotel Transmeria. Le dijeron que Jack Adams ya no era un empleado de oficina allí; era subgerente diurno. Kerrigan fue acompañado a su pequeña oficina, detrás del mostrador de recepción.

Jack Adams era un hombre pequeño y menudo, vestido arreglado inmaculadamente, con alertas ojos negros y una palidez que sugería muchos años de estar detrás de escritorios nocturnos de hotel. Los agudos ojos negros se fijaron en las credenciales de Kerrigan con rápida competencia. Pareció satisfecho.

—¿Qué puedo hacer por usted, teniente? —dijo.

—Estoy buscando a un hombre llamado Philip Santha. Se alojó con usted en la casa de Mrs. Gibney en septiembre pasado y principios de octubre. ¿Lo recuerda?

Adams sacudió su cabeza.

—No, no lo recuerdo. Es un nombre bastante inusual. Estoy seguro de recordarlo si lo hubiera oído antes.

—Este es su retrato. —Kerrigan sacó el bosquejo del dibujante. Adams lo miró, sacudiendo su cabeza—. No creo haberlo visto antes.

—También tenía una cicatriz de aquí a aquí —Kerrigan dibujó la ya familiar línea de nariz a oreja.

—¡Oh, él! Sí, ahora lo recuerdo, teniente. Esto es, recuerdo la cicatriz muy bien. Vivía, creo, en el tercer piso, uno más arriba que yo.

—¿Lo ha visto desde entonces?

—Sí, lo vi. Una vez. Lo vi en Greenwich Village. En la calle 8 Oeste… y debo agregar que él no me reconoció.

Hizo su explicación en frases breves y cortadas. Un empleado de hotel, si aspira a algo, aprende a reconocer caras. Un antiguo huésped se enfada si un empleaducho no lo reconoce como un antiguo huésped y lo trata de acuerdo a eso. El reconocimiento de un huésped regular es muy importante. El memorizar una cara entera es prácticamente imposible. En todo caso, así lo encontraba Jack Adams. Por lo tanto se buscaban pequeñas peculiaridades; un lunar, un tic, una cicatriz, ojos de color desacostumbrado o el pelo.

—Entonces no es difícil aprender a memorizar unas quinientas caras en el curso de un año detrás de un mostrador. Incluso si uno no puede conectarla con el nombre correcto, a un cliente le gusta oírle decir: «Bien, señor. No lo he visto en los últimos meses».

Kerrigan asintió.

—¿Entonces, cuando vio a Santha? Ese es, o era, su nombre.

—¿Es buscado?

Kerrigan dijo, amablemente.

—La gente por quien pregunto generalmente lo es, Mr. Adams.

—Qué pregunta idiota, ¿no? Bien; fue hace más o menos dos semanas. Aproximadamente.

—¿Alrededor de qué hora?

—Siete y veinte o siete y veinticinco.

—¿Puede precisarla con tanta exactitud?

—Oh, sí. Vea, iba a llevar a mi mujer a ver una película que empezaba, la principal por lo menos, a las siete y media: Siempre planeo llegar a tiempo. Recuerdo que sólo tenía que esperar unos minutos en el cine, que estaba a un par de minutos del lugar en que lo vi.

—¿Precisamente dónde lo vio?

—En el lado sur de la calle, a unos treinta metros al este de la Sexta Avenida. Alrededor de esa distancia. Iba andando hacia el oeste, yo lo hacía hacia el este. Me pasó por la izquierda; así lo reconocí porque la cicatriz, si recuerda, está en el lado izquierdo de su cara.

—¿Recuerda el día, lunes, martes?

—Creo que un jueves.

—Pero un día entre semana, por lo menos.

—Oh, sí. Con seguridad. Si es de alguna ayuda, me reuniré con mi esposa y trataré de fijar la fecha exacta.

—No creo que sea necesario —dijo Kerrigan poniéndose de pie—. Ha sido de gran ayuda, quizá de una ayuda maravillosa.

—¿Sería incorrecto preguntarle por qué?

—En absoluto —Kerrigan explicó que era de gran ayuda saber que Santha todavía se encontraba por allí. Posiblemente era de una maravillosa ayuda, porque muchos habitantes de Manhattan eran criaturas de hábitos inveterados. Por la mañana andaban a ciertas horas por ciertas calles hasta una cierta estación de subterráneo. Por la tarde dejaban sus lugares de trabajo, seguían otra dirección desde la oficina o fábrica a otra estación de subterráneo y repetían los mismos pasos hasta su hogar, o cierto restaurante o bar.

—No sé, por supuesto, es una posibilidad incierta, pero quizá nuestro hombre vaya por el lado sur de la calle 8 Oeste todas las tardes entre las siete y veinte y las siete y treinta. Es algo como para empezar.

—Ya lo veo —dijo Jack Adams—. ¡Por supuesto! Viniendo a trabajar o yendo a casa, sigo el mismo camino a la misma hora, todos los días. Bien, me alegro haber sido útil, teniente.

Kerrigan dejó su tarjeta y le pidió a Adams que hiciera lo que le había pedido a Sam Phillips. Adams dijo que lo haría. Kerrigan creyó en él implícitamente.

Era estimulante. Kerrigan sintió elevarse su espíritu. En sólo el tercero de una lista de once, había encontrado lo que podría ser una gran posibilidad.

Elías Dorrit se encontraba detrás de un mostrador que exhibía corbatas de hombre en la casa Wibley, cuando Kerrigan lo encontró. No, no recordaba a Mr. Santha; no recordaba a un hombre con una cicatriz. Encontraba el asunto de la casa de huéspedes de Mrs. Gibney de bastante mal gusto. Había una artista que celebraba fiestas en su habitación, hechos ruidosos, alborotados y poco respetables, alguien que tenía el ridículo nombre de Annabelle Dixie. Realmente horribles, esas fiestas. Mr. Dorrit dijo que era un hombre de mundo, pero que después de todo había límites. Kerrigan estuvo de acuerdo con él en que los había.

Ya se estaba haciendo tarde cuando Kerrigan fue a la oficina central de correos en la Terminal de Pennsylvania. Habló con una alta autoridad, luego con una más alta autoridad y luego con una altísima autoridad. Se llegó a entender que, en las palabras de la altísima autoridad, el Departamento de Correos se encontraba deseoso, incluso ansioso, de ayudar a la policía a buscar a un culpable; y no era la intención de la oficina de Correos el privar a la policía del uso de sus archivos, con tal de que los derechos de algún ciudadano no fueran pisoteados. En resumidas cuentas significaba que al gerente de la sucursal se le daba autorización para entregar al Teniente Francis X. Kerrigan las nuevas direcciones de ciertas personas, con tal de que esto sea de interés público, y no contrario a los derechos de los ciudadanos. La altísima autoridad hizo la llamada pertinente a la sucursal mientras Kerrigan permanecía sentado.

Ya que iba hacia el centro, Kerrigan se detuvo en el Edificio Star-Graphic y eventualmente encontró a Henry Korko sentado detrás de una linotipo en una tintineante, repiqueteante habitación llena de máquinas y de olor de plomo y antimonio fundidos. Korko tenía un vago recuerdo de un hombre con cicatriz que había pasado junto a él una o dos veces, subiendo o bajando las escaleras en la casa de Mrs. Gibney. Pero nunca lo había visto desde entonces y no había hablado con él para nada.

De vuelta en la sucursal de correos, encontró que el viejo grisáceo estaba ahora ansioso por ayudar.

—Si hubiera sabido quién era usted, teniente, lo hubiera ayudado antes sin ninguna vacilación. Pero las reglas, son las reglas, ¿sabe?

Kerrigan le había aclarado correctamente quién era en su visita previa. Pero no había necesidad de buscar discusión.

—Seguro, lo sé —dijo—. Hay reglas que son verdaderas molestias, ¿no?

—¡Puede estar seguro! —dijo el hombre grisáceo, fervorosamente.

Fue de gran ayuda. Albert Gammon, el fontanero, había dejado su nueva dirección; también lo había hecho Miss Leonore Bitwell, la dibujante comercial, y Henry Beresford, el conductor de autobús.

Revisando su lista, Kerrigan encontró que solamente le faltaban las direcciones de Gunnar Jacobsen, el sereno, Mateo González, el estudiante español, y Adrienne Parker, la pseudorubia.

Henry Beresford vivía ahora en el Bronx, Gammon en Queens, bastante lejos, y Miss Bitwell en el centro, en Greenwich Village. Decidió que sólo le quedaba tiempo para ver a Miss Bitwell.

Eran las cinco pasadas cuando llegó a la casa de la calle Commerce donde vivía Miss Bitwell. Era una vieja casa de apartamentos de ladrillos, con vista a los diques, con un almacén sirio en el primer pisó, y una docena de nombres en los timbres del portero eléctrico dentro del vestíbulo, que conducía a una oscura y repulsiva escalera. Uno de ellos estaba marcado L. Bitwell.

Kerrigan lo oprimió, pero no oyó el zumbido correspondiente.

Kerrigan consideró esto brevemente y decidió que no podía llegar ni a Queens ni al Bronx a tiempo. Por lo que se paró fuera, en la acera, y esperó. En esta pequeña calle de Greenwich Village no había mucha gente ni mucho tránsito. Se quedó allí pacientemente durante unos minutos desde las cinco hasta un poco antes de las seis. Una docena de personas entraron y salieron del edificio, pero ninguna era una bonita morena, de veinte a veinticinco años.

Entonces, a las seis menos cinco, apareció caminando por la calle Commerce, con un paso fácil y gracioso, vestida muy a la moda, y abrió la puerta de entrada del edificio. Kerrigan se acercó rápidamente.

—¿Miss Bitwell? —preguntó.

Ella se dio la vuelta.

—¿Sí? ¿Me esperaba? —Sus ojos eran tan negros como su pelo, con un poco de desfachatez en ellos.

—Quisiera hablar unos minutos con usted, si es posible.

—¿Sobre qué?

Le mostró su credencial y explicó que era sobre una persona que era buscada y a la cual ella podía haber conocido en la casa de Mrs. Gibney. Ella miró su cara.

—Bien. ¿Quiere subir? No parece dispuesto a morder chicas.

La siguió, subiendo tres pisos de estrechas y largas escaleras, y esperó a que abriese la puerta. El departamento era una sorpresa, una joya escondida tras el ladrillo chato y lleno de hollín del edificio. El salón era pequeño, pero lleno de vida, alegría, color y calidez. Más tarde Kerrigan no podía recordar qué era lo que producía ese efecto; el alboroto de pinturas sobre las paredes pintadas de rojo mate, contrastando con el blanco nieve de la madera, o el raro diseño de la alfombra. Ciertamente que no era por los muebles, que eran bastante simples.

Ella le indicó un sillón bajo.

—¿Y quién entre esos inquilinos de Mrs. Gibney es el diablo encarnado? —dijo, quitándose el sombrero, y acercándose una silla.

—Creemos —dijo Kerrigan— que podría ser un hombre que se hacía llamar Phillip Santha. ¿Lo recuerda?

Ella rió, con una risa cálida y cordial.

—¡Oh, sí, por supuesto! —Se rió nuevamente con gran diversión—. Las chicas generalmente se acuerdan de los hombres que tienen algo con ellas. Déjeme explicarle, y mejor lo hago rápido, fue nada más que una relación verbal.

Rió nuevamente, con gran diversión.

Kerrigan dijo:

—Me parece… ¿le molestaría explicarme, Miss Bitwell?

—Nada. Vino a mi puerta una tarde y dijo que creía que yo era una artista y que él estaba muy interesado en arte. Un viejo farsante que parecía ser completamente inofensivo, por lo menos para mí era un tipo inofensivo. Quería ver algo de mi trabajo, dijo. Bueno, soy una dibujante comercial, teniente. Sólo eso. Como dibujante artística, me moriría de hambre. Pero juego con óleos; hago caricaturas para mi propia diversión. Tengo el impulso, podría decirse, pero sé muy bien que no tengo lo que se necesita para el arte creativo. Lo que no me evita disfrutar ensayándolo, ¿me entiende?

Kerrigan dijo que entendía.

—Bien, entonces le mostré algunos de mis trabajos; ¿a qué aficionado no le gusta mostrarlos? Pero cuando se manifestó demasiado efusivo con ellos, realmente se puso un poco tonto. ¿Un poco? Un asno sería mejor palabra. Dijo que le hacía pensar en Picasso, pero no lo pronunció de la manera que cualquiera que conociese a Picasso lo haría. Y Miguel Angel. ¡Una locura! Al principio me divirtió, pero cuando mencionó que era un productor teatral de Broadway y comenzaría a montar un show muy pronto, y si yo estaría interesada en diseñar la escenografía… al llegar ahí lo eché. Me costó bastante trabajo echarlo, pero para eso soy bastante experta. —Se rió nuevamente—. Una locura, ¿no es cierto? ¡Un productor de Broadway viviendo en la casa de Mrs. Gibney!

Una locura, asintió Kerrigan.

—Pero este tipo, en cierto modo, no era muy normal.

—Gracias a Dios por eso —dijo Miss Bitwell.

—¿Lo ha visto desde entonces?

Por primera vez Miss Bitwell se mostró insegura.

—No lo sé con seguridad —dijo—. Una noche iba andando por la plaza Sheridan con una amiga; estaba oscuro y él se encontraba a bastante distancia pero me vino a la mente una idea: Ahí está el pequeño charlatán de la gran cicatriz. Pasaba por debajo de un farol, pero no podía estar segura de que era él. Podría haber sido alguien parecido. Se me cruzó esa idea, nada más.

Kerrigan reflexionó que la plaza Sheridan estaba muy cerca de la calle 8 Oeste.

—¿Y cuándo fue eso, Miss Bitwell?

Leonore Bitwell reflexionó y luego sacudió su cabeza.

—Qué lástima… Creo que hace dos o tres meses, pero no lo podría fijar con más exactitud. La idea entró y salió de mi cabeza rápidamente.

Kerrigan extrajo el retrato de Peter Sylvester hecha por el dibujante policial.

—Mire esto, Miss Bitwell. ¿Es éste el Phillip Santha que recuerda?

Miss Bitwell lo miró.

—Oh, no —dijo positivamente—. Espere un minuto. —Ella lo estudió, frunciendo el entrecejo—. Santha no tenía tanto pelo. Pero la nariz está bien. La boca está bien. Pero no es él.

Kerrigan explicó que había sido hecha en base a recuerdos de los testigos, no por un dibujante que lo tomara del modelo.

Miss Bitwell asintió.

—¿Me dejaría probar algo, teniente?

—Cómo no.

Ella se incorporó, y con ese paso fácil y gracioso, se dirigió a un escritorio en un rincón. Tomó un lápiz y un cuaderno de dibujo y se puso a trabajar. Trabajó durante diez minutos y arrancando la página la tiró a una papelera; notó Kerrigan que alguna vez había sido un cubo para champaña. Trabajó furiosamente en una hoja nueva, borrando cada tanto, y cambiando constantemente.

Después de quince minutos, le entregó un dibujo.

—Recuerde que soy un caricaturista en pequeña escala —dijo—, no un retratista. Pero esto es más cercano que él dibujo que tiene.

Kerrigan le echó un vistazo y entendió lo que ella decía. La chatura, la impersonalidad del croquis de la policía habían desaparecido. El rostro que se veía en esa hoja tenía cierta vida. Los ojos eran cautelosos, había una sugestión de disimulo en la cara. Las cejas eran características y, sobre todo, estaba la vocinglera cicatriz. Con esto, a pesar de que sentía que había exageraciones, comprendió que podría reconocer a Phillip Santha. Estaba casi seguro de que la cara del croquis de la policía podía pasar a su lado miles de veces sin ningún reconocimiento por su parte.

En este bosquejo, o caricatura, había vida. Una curiosa vivencia. La cicatriz iba, como había dicho Miss Gibney, de la nariz, justo bajo el ojo, hasta la oreja izquierda. Pero no era una cicatriz recta. Había una hendidura en la mitad de la mejilla, bastante distintiva. Una hendidura de quizá unos tres centímetros y medio.

—¿Puedo quedarme con esto?

—Seguro. Lo hice para usted. A propósito, ¿qué hizo ese pájaro viejo?

—No estoy seguro. Pero se sospecha que hizo algo bastante desagradable.

—Tenía idea de que no era un personaje muy agradable. Pero inofensivo, pensaba.

—Me ha sido de gran ayuda, Miss Bitwell —dijo Kerrigan—. Si lo llega a ver nuevamente…

Le dio las mismas instrucciones y su tarjeta.

—No se preocupe —dijo Leonore Bitwell.

A las siete menos cuarto, Kerrigan estaba en la calle 8 Oeste, a unos treinta metros de la Sexta Avenida. Se situó de tal manera que pudiera ver la parte izquierda de las caras que pasaban hacia el oeste. Cientos, muchos cientos de caras pasaron a su lado, y sus ojos se cansaron, saltando de cara a cara, pero ninguna tenía una insolente cicatriz que corría del ojo a la oreja. Había tenido intención de abandonar a las ocho, pero a las ocho decidió quedarse un poco más. A las nueve, miles de caras habían pasado a su lado, incluso algunas con cicatrices en el lado izquierdo de la cara, pero ninguna con una cicatriz que le corriera del ojo a la oreja. A las nueve abandonó y se fue a casa, a la cama. Se sentía muy bien, y agradablemente cansado. Había encontrado a un testigo que estaba seguro de haber visto a Phillip Santha dos semanas antes, y otro que pensaba que posiblemente lo había visto habiendo tenido lugar ambos encuentros a cinco manzanas uno del otro.

El siguiente día, sábado, no fue tan bueno. Fue un día de desencuentros. Fue hasta el Bronx, donde se había mudado el conductor de autobús, Henry Beresford. Pero ya no vivía allí. Se había mudado a un lugar de Brooklyn. Kerrigan hizo veinticinco kilómetros de subterráneo hacia el sur, a través del Bronx y Manhattan, bajo el río del Este, y trece kilómetros al este hasta una casa de huéspedes en la zona de Park Slope. Henry Beresford todavía vivía allí, pero ese día estaba trabajando. Su casera, una desconfiada mujer de cara impávida, dijo que generalmente volvía a las seis de la tarde, pero como era sábado no se podía estar seguro; quizá no llegara hasta la medianoche. Mañana estaría libre y generalmente dormía hasta tarde los domingos, muy tarde, dijo desaprobadoramente. Ella pensaba que sí, todavía era chofer en la línea que cruza la ciudad por la calle 34.

Kerrigan telefoneó a la Autoridad de Tránsito y averiguó dónde estaba situada la oficina administrativa de la línea de la calle 34. Tomó el subterráneo de vuelta bajo el río Este y luego hacia el norte por la calle 34, anduvo ochocientos metros y encontró al administrador.

—¿Beresford? —dijo el empleado—. Oh, Hank. Salió no hace tres minutos.

—¿Cuándo vuelve?

—En unos cuarenta minutos.

Kerrigan esperó, hablando con el empleado. Habían pasado casi cincuenta minutos antes de que otro enorme autobús verde entrara en la rotonda y el empleado dijera:

—Allí está Hank.

Henry Beresford era un hombre de semblante hosco, cargado con todos los síntomas del aburrimiento de esa vida rutinaria, de dar el cambio con una mano mientras con la otra conducía el autobús, a través de los mismos pocos kilómetros de calles, año tras año, contestando las mismas preguntas día tras día. Eso marca un rostro humano.

Se estaba descolgando del autobús cuando Kerrigan le habló.

—¿Quién? —dijo—. ¿Santha? Nunca oí hablar de él.

Kerrigan describió la cicatriz. Beresford sacudió la cabeza.

—No, no lo recuerdo. Diablos, ¿sabe cuántas caras veo en un día? En un sábado no tantas. En un día entre semana, un par de miles. Tienen todo tipo de cicatrices.

Se acordaba de Mrs. Gibney, sí, pero sólo vagamente. Había vivido en un montón de casas de huéspedes. Todas se parecían.

Albert Gammon, el fontanero, ya no vivía en la dirección que había dado en Queens. Resultó ser un pequeño edificio de apartamentos amueblados. Pero el encargado le dijo a Kerrigan que se había mudado sólo una manzana más allá; el encargado se sentía muy ofendido por el hecho; creía que su edificio ofrecía comodidades muy superiores, pero algunas personas tienen gustos estrafalarios, dijo. Le dio a Kerrigan la dirección a donde sé había mudado Gammon.

Cuando Kerrigan llegó, encontró que Gammon no estaba en casa. Nadie sabía cuándo estaría en casa. Gammon ocupaba el 2 B en el segundo piso, un apartamento con una habitación, baño y cocina.

Kerrigan se sentó en los peldaños del segundo piso, y se echaba a un lado ocasionalmente, cuando pasaba gente subiendo o bajando. Se dio cuenta de que el lugar era muy alegre. Había bastante tintineó de copas, algunos gritos agudos, algunos grititos de protesta que no protestaban mucho.

A las cinco menos cuarto trastabilló a su lado un hombre florido y fornido, sosteniendo una bolsa de papel marrón que obviamente contenía un par de botellas de licor. El hombre fornido probó una llave en la puerta del 2 B, maldijo sonoramente cuando no consiguió hacerla entrar, y le entregó la bolsa de papel a Kerrigan.

—Téngame esto, muchacho, ¿quiere? —dijo.

—¿Mr. Gammon? —dijo Kerrigan.

—Ese soy yo… —dijo Gammon, bamboleándose—. ¿Quiái?

Kerrigan se levantó y tomó el manojo de llaves de su mano. Abrió la puerta.

—¿Lo conozco, eh? —dijo Gammon—. ¿Es un miembro?

—No lo creo —dijo Kerrigan, dirigiendo a Gammon hacia el interior del apartamento—. Quisiera saber si recuerda a Phillip Santha, un huésped en la casa de huéspedes de Mrs. Gibney durante el último septiembre y principios de octubre.

—Nunca oí hablar de ese tipo.

—Tenía una cicatriz de aquí a aquí. —Kerrigan trazó una línea desde su ojo izquierdo a su oreja—. ¿Lo recuerda ahora? —lo instó.

—Nunca vi a ese tipo en mi vida.

—Era…

Pero Gammon se haba tirado sobre la cama, y casi instantáneamente, se puso a roncar. Era un ronquido auténtico. Kerrigan estaba seguro de eso.

Echó unas mantas sobre Gammon y se fue.

Tuvo el tiempo justo para llegar a la casa de huéspedes de Mrs. Gibney y hablar con Mrs. Betty Simpson, viuda, empleada como archivera. Pero no resultó. Mrs. Simpson no recordaba a Santha o a un hombre con una cicatriz en la cara. Era muy gentil, muy cortés y muy segura de sí misma.

A las siete, Kerrigan se encontró con Jane para cenar, nuevamente en el restaurante de Julio. Durante los cócteles y luego durante una zarzuela, le relató sus andanzas de los últimos dos días. Le mostró el bosquejo de Santha hecho por Miss Bitwell. Dijo que Jack Adams había resultado un golpe de suerte maravilloso. (Jane no podía ver por qué, pero esta vez no discutió).

—Entonces sólo tienes que encontrar a tres más, a tres inquilinos más.

—Eso es —dijo Kerrigan—. Por supuesto, uno es fácil, si todavía está en Columbia. Puedo conseguir la dirección de su casa allí el lunes, estoy seguro.

—Los otros dos, repíteme, ¿quiénes son?

—Gunnar Jacobsen, el sereno. Y Mrs. Adrienne Parker. Es divorciada, dicen, y rubia, pero no una rubia natural.

—¿Qué vas a hacer para encontrarlos?

Kerrigan pensó en eso.

—Ojalá supiera —dijo—. ¡Maldición! —añadió de repente, explosivo.

—¿Qué sucede?

—Ahora pienso en ello. ¡Ahora! —dijo, disgustado consigo mismo.

—¿Piensas en qué?

—Debería haberles preguntado a los demás si habían visto a Mrs. Parker o a Jacobsen desde que se mudaron, o si sabían dónde estaban, o dónde trabajaban. Ahora lo pienso.

Jane le recordó que, la mayor parte del tiempo, él no sabía quién había o no había dejado nuevas direcciones en la oficina de correos.

—Hubiera tardado un minuto o dos —musitó él, desconsoladamente—. ¿Por qué diablos no pensé en ello?

Jane no podía contestar eso. No se daba cuenta de quién podría hacerlo; ella ciertamente no podía.

Fue una cena encantadora, excepto que Kerrigan a cada rato se enfurecía consigo mismo por no haber hecho preguntas sobre Mrs. Parker o Mr. Jacobsen.

Se le iluminó el semblante, sin embargo, cuando le habló del último libro que había leído, uno de detectives, que era prácticamente el único tipo de libro que realmente lo entretenía. El héroe era un tipo notable que resolvía sus misterios con puro poder mental, desdeñando infaliblemente las pistas sin sentido, a pesar de que a Kerrigan le parecían importantes, y eligiendo, sin equivocarse, entre una gran variedad, una o dos pistas que conducían a desenmascarar al culpable. Hacía esto sin esfuerzo, también, mientras consumía una increíble cantidad de martinis secos.

—Ojalá pudiera hacerlo yo de esa manera —dijo tristemente—. Sería mucho más cómodo que andar apretando timbres y cansando mis pies. —Pensó en eso por un momento y de pronto sonrió—. Es una suerte, de todas maneras, que no tengamos esa clase de tipos en el Departamento de Policía de Nueva York. Uno o dos como ése, y yo tendría que volver a hacer alguna ronda.