4
LA CASA DE HUÉSPEDES DE MRS. GIBNEY

Le explicó todo a Jane en los quince minutos que tardaron en llegar a la calle 79 Oeste, a través del tránsito de la hora de salida de las oficinas. Jane trató de disimular su desencanto. Era algo para averiguar, por supuesto. ¿Pero era una buena pista? No hizo preguntas en voz alta; se veía que Frank estaba muy contento de haberla conseguido. Dijo simplemente que era posible que Peter Younger hubiera usado todos los sobres en los meses que precedieron a su boda y a su mudanza a un departamento de Brooklyn.

—Seguro. Es posible —aceptó Kerrigan—. Pero es algo. —Para el caso, cualquier otro empleado de la firma puede haberse llevado un fajo de sobres a casa y haberlo olvidado.

Kerrigan dijo que no lo creía. Recordó a Jane que Darling había llamado a Miss Deakin meticulosa.

—Ciertamente lo es, por lo que veo.

Habló a Jane de Miss Deakin pasando la noche desvelada, rebuscando en su memoria, y que su memoria, por lo menos en el caso de Peter Younger, había demostrado ser sumamente exacta…

La casa de huéspedes de Mrs. Gibney resultó ser una de las hermosas y viejas casas de las afueras, construidas en la última mitad del siglo XIX, cuando nadie que pretendiese pasar por importante hubiera vivido más al Este de la Quinta Avenida. En aquellos tiempos, la zona norte de la calle 42 Este estaba llena de los sonidos, de los mugidos y balidos de las vacas y ovejas de los grandes corrales, al norte de la Gran Estación Central, donde las reses vivas esperaban su turno en el matadero de la Primera Avenida. El olor era espantoso; la polvareda en los días secos, deprimente, y cuando llovía y se transformaba el polvo en barro, el olor era aún más fuerte. Ahora grandes compañías ocupaban rascacielos que habían sido construidos en ese barrio maloliente, rodeados por casas de apartamentos en torres cuyos habitantes temblarían ante la idea de vivir en la calle 79 Oeste.

La casa del número 294 era todavía agradable y tenía cinco estrechos pisos, pero la fachada, que en una época era de piedra blanca, estaba negruzca por falta de limpieza; y sus ventanas no estaban más cuidadas. Sobre las fachadas de las casas vecinas flameaban carteles pequeños que decían: «CUARTO PARA ALQUILAR. PREGUNTAR AQUÍ». Era un barrio actualmente en decadencia; podría ser que algún día volviera a ponerse de moda, pero ese día todavía no había amanecido.

Kerrigan y Jane subieron las empinadas escaleras, apretaron el timbre y fueron admitidos en un vestíbulo de baldosas de mármol a cuadros negros y blancos. La mujer que estaba plantada frente a ellos, sonriendo agradablemente, era rolliza, de unos cincuenta años y un poco descuidada. Pero tenía una sonrisa cálida y placentera y brillantes ojos azules.

—Si buscan un cuarto, no tengo ninguno —dijo ella—. Pero Mrs. Wilmer, más abajo, en esta calle, tiene una bonita habitación para dos personas.

Kerrigan dijo que no estaban buscando un cuarto. Se presentó y presentó a Jane mostrando su insignia. La simpática sonrisa se esfumó.

—Dios mío. ¿Qué pasa ahora? ¡Eso me faltaba! ¡Una razzia de la policía! —los ojos azules se llenaron de lágrimas, que desbordaron. Mrs Gibney empezó a sollozar que siempre había tratado de mantener una casa respetable.

—No es una razzia, en absoluto —dijo Kerrigan—. Nada por el estilo. ¿Por qué pensó en eso?

Ella no trató de disimular. No hacía aún diez días un inspector del Departamento de Construcciones, un inspector nuevo, duro como una roca, había estado revisando el edificio y había hecho seis denuncias por violaciones a reglamentos. ¡Seis! Cuando el otro inspector, Mr. Weinstein, no había visto ninguna. Este nuevo inspector le había dicho bien claro que le daba treinta días para arreglarlas o se encargaría de cerrarle el negocio. Para poder arreglar esas violaciones Mrs. Gibney tenía un presupuesto hecho por un contratista como prueba; le costaría no menos de 6750 dólares. ¿Sabe cuánto había sacado Mrs. Gibney como ganancia neta en el año anterior, después de pagar los impuestos, el petróleo, pintura y decoración, y reparaciones de fontanería…? ¡Menos de 3000 dólares! Y había trabajado de doce a catorce horas diarias limpiando, lavando y haciendo la mayor parte de la pintura ella misma.

Mientras duró el recital, Kerrigan emitió pequeños sonidos de compasión ante los problemas de Mrs. Gibney. Jane estaba segura de que había sido absolutamente sincero. Era torpe y desmañado cuando trataba con gente importante, pero con la gente como Mrs. Gibney siempre conseguía un acercamiento instantáneo.

Cuando Mrs. Gibney terminó le dijo que entendía perfectamente. Pero esto no era una razzia. Dijo que no conocía a Mr. Weinstein personalmente ni a su sucesor, pero si había algo que pudiera hacer por Mrs. Gibney lo haría.

Mrs. Gibney secó sus lágrimas. Dijo que era muy amable de su parte y que qué podía hacer por ellos.

Kerrigan comenzó haciendo las preguntas desde un principio. Mrs. Gibney dijo que sí, que recordaba a Peter Younger perfectamente. Un buen muchacho. Un chico gracioso, siempre haciendo chistes. Había ocupado el apartamento del tercer piso en la parte delantera durante más de dos años, casi tres en realidad, hasta que lo dejó para casarse y se fue a vivir en un lugar en Brooklyn.

—¿Usted limpió su cuarto después que se fue?

—¡Por supuesto! —parecía herida por la suposición de que no lo hubiera hecho. Además, no era sólo un cuarto, dijo. Era en realidad un apartamento. Eso le hacía recordar que el nuevo inspector de edificios había dicho que la comodidad para cocinar estaba prohibida. No tenía, derecho a tener una cocina en lo que ese tirano dijo que era sólo un cuarto amueblado, y tendría que sacarla. ¡Oh, era una pesadilla este nuevo inspector de edificios!

—Cuando limpió el apartamento de Mr. Younger, ¿encontró sobres con membrete?

La mujer quedó confusa: ¿Sobres con membrete? No, no que pudiera recordar. No, estaba segura que no. Y había limpiado el apartamento concienzudamente.

—¿Podemos ver el cuarto? —preguntó Kerrigan—. No tiene obligación de mostrárnoslo. No tenemos ningún derecho para registrarlo ni tenemos una orden judicial. Depende de que quiera o no cooperar con nosotros, Mrs. Gibney.—

—¿Cooperar? Por supuesto que sí. Mr. Rutter vive ahora en él, pero estoy segura que no le importará. Por otra parte, nunca vuelve hasta las siete de la tarde.

Subieron dos largos tramos de escalera, con una graciosa balaustrada de caoba oscura. Estaba resoplando un poco. Abriendo una puerta, una alta puerta oscura, también de caoba, dijo:

—Allí lo tienen. ¿No es un bonito apartamento?

Era realmente un cuarto bastante bonito, grande, de techo alto, con un chimenea de tipo Victoriano muy fina sobre un hogar pequeño que tenía una parrilla preparada especialmente para usar con carbón. Pero el resto de los muebles destruían toscamente su grandiosidad. Los muebles eran los típicos de la mayor parte de los apartamentos amueblados de Nueva York; principalmente del rococó Grand Rapids de los años treinta, obviamente comprados a bajo precio en una sala de subastas, y que además no hacían juego. Una cómoda imitación nogal, con su espejo en tríptico flanqueando un escritorio con tapa enrollable. Una nevera blanca que hacía ruidos al lado de una cama de caoba. La cocinita había sido un armario, que apenas albergaba la cocina de gas con una pequeña alacena encima.

—Como ven, un bonito lugar —dijo Mrs. Gibney—. Precioso. Nunca tengo problemas para alquilar este apartamento.

—Ya lo veo —dijo Kerrigan. Fue hacia el escritorio de tapa enrollable—. ¿Este escritorio estaba aquí cuando Mr. Younger alquilaba este cuarto?

—Sí, por supuesto.

—¿Le importa si lo reviso?

—Si no le importa que mire… No —agregó rápidamente—, no es que desconfíe de usted.

—Claro que no —levantó la tapa que revelaba una montaña de paquetes de cigarrillos, la mayoría casi terminados, cajas de fósforos, una máquina de afeitar, una montaña de papeles, la mayoría cuentas y recibos. En los casilleros había algunos sobres franqueados de esos que se venden en las oficinas de correos, algunas hojas de papel barato de carta, alguna puntas de lápices y un bolígrafo. Kerrigan examinó los sobres y el papel de carta y los dejó donde estaban.

—¿No vio sobres con membrete de la Compañía de Fondant Cherie cuando limpió, después que se fue Younger? —preguntó Kerrigan.

¡Fondant Cherie! ¡Oh, ahí es dónde trabaja Mr, Younger! —dijo ella rápidamente—. No, no recuerdo.

Los cajones de más abajo tenían camisas, ropa interior y calcetines.

—Después de Mr. Younger —dijo Kerrigan—, ¿quién alquiló este cuarto?

—¡Oh!, una chica guapa. ¡Muy guapa! Susan Cartwright. Acababa de llegar a Nueva York de algún lugar del Oeste, creo que Cleveland. En su primera semana aquí encontró un buen trabajo con una gran firma en Wall Street. Una verdadera belleza, rubia y de ojos azules, con una figura. ¡Oh, tan preciosa!

—¿Se mudó inmediatamente después que se fue Younger?

La patrona asintió.

—Mr. Younger se fue una mañana y ella llegó esa misma tarde. Como le dije, no tengo nunca problemas para alquilar un apartamento tan bonito.

—¿Cuánto tiempo vivió aquí?

Tres meses, dijo Mrs. Gibney, si no le fallaba la memoria. No había tenido quejas, pero había encontrado dos chicas en la oficina de Wall Street de esa gran firma y se habían ido todas juntas a ocupar un apartamento en London Terrace en la calle 23. Un apartamento lujoso, según creía.

No, no podía recordar el nombre de la firma, pero era una firma grande. No, tampoco podía recordar la dirección exacta de la calle 23 Oeste.

Kerrigan siguió pacientemente.

—Después de Miss Cartwright, ¿quién fue el siguiente inquilino?

Mrs. Gibney reflexionó y recordó que era Mr. Ed Washburn. Muchacho simpático, de unos veintitrés años, un contable empleado por una gran firma; Después por Miss Annabelle Dixie, que trabaja en el teatro. Mrs. Gibney indicó que había tenido algunos disgustos con Miss Dixie, delicadamente le dijo que no aprobaba que chicas jóvenes recibieran caballeros más allá de la planta baja, aunque fuese en un apartamento y no en una pieza amueblada. Ella dijo que conocía hoteles que aceptaban estas costumbres, cuando el ocupante tenía una suite, y dijo en forma oscura que en su opinión cosas tan malas podían suceder tanto en una suite como en un dormitorio. Kerrigan estuvo de acuerdo con ella, pero dijo que era una costumbre común.

—¿Y después de Miss Annabelle Dixie? —preguntó.

Parece que después de Annabelle Dixie vino Mr. Robert Godfrey, estudiante de la universidad de Columbia; Mrs. Gibney tampoco aprobaba su conducta, un poco salvaje para ella. No le importaba que los muchachos jóvenes se divirtieran; no era tan estrecha de mente como todo eso, pero el joven Godfrey había ido demasiado lejos; jaraneando salvajemente hasta después de medianoche. Le recordó a Kerrigan que dirigía una casa respetable. Mr. Godfrey apenas había durado unas siete semanas, y Mrs. Gibney se puso muy contenta cuando lo vio irse.

Con mucha paciencia, Kerrigan le preguntó quién fue el siguiente ocupante. Se detuvo sólo un instante para reflexionar.

El siguiente —dijo— fue George Manners, un hombre muy simpático, de alrededor de cuarenta años, también nuevo en Nueva York, que se quedó durante dos meses, hasta que encontró un trabajo como subgerente en un hotel del centro, el Harden House. Luego alquiló un apartamento en el lado oeste y trajo a su familia de Chicago. Un hombre muy simpático y extremadamente atento.

Después de Mr. Manners vino Mr. Rutter, el actual ocupante. Mr. Rutter era uno de los más agradables inquilinos que haya tenido, tranquilo, pagaba su alquiler puntualmente los jueves.

Calculaba que Mr. Rutter tendría alrededor de cuarenta y cinco, era soltero, al menos que ella supiese; un oficial de fontanería.

Jane dijo:

—¿Alguna vez tuvo un inquilino llamado Peter Sylvester?

—¿Sylvester? No, nunca tuve uno con ese nombre.

Jane le dirigió una mirada a Kerrigan, mirada que significaba bueno, eso es todo. Kerrigan ni siquiera captó la mirada.

—¿Tuvo alguna vez un inquilino como éste? —describió a Peter Sylvester, aproximadamente de un metro setenta, bastante flaco, de ojos grises, en una época con pelo gris, pero posiblemente ya blanco, o quizá calvo, con…

Mrs. Gibney le interrumpió:

—¿Con una cicatriz en su mejilla izquierda?

—No —dijo Jane—. Sin cicatrices.

—Entonces no puede ser él —dijo Mrs. Gibney—. Tenía una gran cicatriz blanca en la mejilla izquierda. Era la primera cosa que se veía. Iba de aquí hasta aquí —trazó una línea desde el lado izquierdo de su nariz hasta su oreja izquierda—. Realmente destacaba…, era blanca y ancha. No podía evitar verla. Una cicatriz vieja, pero que destacaba.

—¿De quién está hablando? —preguntó Kerrigan.

—Oh, un inquilino que estuvo aproximadamente hace un año.

—¿Ocupó este cuarto?

—Sí, eso es…, pero estuvo aquí sólo una semana.

—No lo mencionó. ¿Por alguna razón?

—No. Sólo que lo había olvidado. Como le dije, estuvo aquí nada más que una semana.

—¿Fue poco después de que se fuera Mr. Younger?

—No, meses después. Después de Susan Cartwright y antes de Ed Washburn. Meses después.

Kerrigan buscó en el bolsillo de dentro de su chaqueta y sacó el retrato de Sylvester.

—¿Se parecía a éste, Mrs, Gibney? ¿Es éste?

Mrs. Gibney lo miro y dijo:

—¡Oh, no, no se parecía a ése en nada!

—¿En qué se diferenciaba: la nariz, la boca…?

Mrs. Gibney miró de nuevo. Se encogió de hombros.

—No sé en qué se diferencia, pero hay una diferencia.

Jane pensó: Esto se acabó. Había tocado el timbre mil uno y el resultado seguía siendo cero.

Apenas escuchó a Kerrigan, que continuaba con su tenaz cuestionario.

—¿Cuál era su nombre, Mrs. Gibney?

—Oh, uno raro, creo que polaco. A ver, déjeme ver… ¡Ah, si!: Santha. Eso es, Santha. S-a-n-t-h-a. Polaco, ¿no?

—No lo sé, Mrs. Gibney. ¿Cuál era su nombre de pila?

—¡Oh, no me acuerdo! Recuerdo que no era el tipo de persona para tener en una casa fina como ésta.

—¿Por qué no, Mrs. Gibney?

—Era mal educado; no sé si me entiende.

—¿Cómo mal educado? Es decir, ¿en qué sentido?

—Preferiría no decirlo, Mr. Kerrigan. Pero le digo esto: si volviese, no le alquilaría el cuarto. Créamelo.

—Muy bien, Mrs. Gibney. No necesitamos entrar en detalles ahora. Tiene un registro de algún tipo, ¿no es cierto?

—Solamente para poder llevar un control de los alquileres.

—¿No mostraría el registro su primer nombre?

—Oh, sí, ahora que lo pienso. Sus iniciales, por lo menos. ¿Le interesaría conocerlo?

—Por favor.

Lo guió escaleras abajo, a un pequeño cubículo que era una oficina, a la cual se entraba a través de lo que —cien años antes— había sido un bonito salón. Tenía el mismo tipo de chimenea sobre lo que había sido en una época un hogar, pero que ahora estaba tapiado. Aquí también, como en el antiguo apartamento de Younger, el salón había sido estropeado con una mezcla de muebles baratos de segunda mano. La oficina en sí, un cuarto pequeño, era aún peor; y lleno de muebles ordinarios, con un escritorio de metal.

—Pónganse cómodos —dijo, como si alguien pudiese estar cómodo en aquel cuarto abarrotado. Hizo sentarse a Jane en un sillón de mohair lleno de polvo, a Kerrigan en una silla imitación Windsor barnizada con asiento de esterilla.

—Pónganse cómodos —insistió—. Me llevará un tiempo revisar mis registros. Al fin y al cabo, de esto hace como un año. —Tomó un archivador grande, forrado en tela, sopló el polvo acumulado encima, y pasó las páginas rápidamente. Lo dejó a un lado después de haberlo revisado.

—No, esto es del tiempo de Nurchison —dijo—. Sopló dos archivadores más, y sus dedos regordetes recorrieron columnas algunas veces escritas con tinta.

—Oh, aquí lo tenemos —anunció triunfalmente—. Philip Santha, pagó sesenta y cinco el 27 de septiembre por el apartamento 3 B.

—¿Cobra por adelantado?

—Claro que sí. En este juego uno quiebra si no lo hace. ¿Sabe cómo es?

Kerrigan dijo que sabía cómo era.

—Cuando se retiró Santha, ¿dejó alguna dirección? —preguntó.

Mrs. Gibney consultó nuevamente el archivador forrado en tela y llegó a la conclusión de que no había dejado ninguna dirección.

—Algunos lo hacen, pero la mayoría no; dejan el cambio de dirección en la oficina de correo.

—¿Qué más me puede contar de él? —preguntó Kerrigan.

—En realidad nada —dijo Miss Gibney, después de pensarlo un rato—. Excepto que era un farsante…

—¿En qué sentido? —continuó pacientemente Kerrigan.

Ella sacudió la cabeza. Bueno, dijo que era un gran director de cine de Hollywood. No le creí una palabra. Mire, sus ropas eran baratas; bastante limpias, pero baratas. Y discutió para que le bajara un dólar el alquiler mensual. ¿Eso es propio de un gran director de Hollywood?

Kerrigan estuvo de acuerdo en que no lo parecía.

—Muy interesante—murmuró—. Mucho.

Jane se preguntó qué habría de interesante en ello. Decidió que sólo trataba de ser cortés. Deseaba que abreviara la conversación. Ya había hecho la prueba, pero no había resultado; Y estaba cansada. Para ella había sido larga la jornada en la comisaría de la calle 30 Oeste, redactando denuncias que nunca serían completamente investigadas, algunas no investigadas jamás. El papeleo, especialmente el papeleo inútil, era el más cansado de los trabajos. Frank había hecho un buen intento, pero ¿para qué seguir pegándole a un caballo muerto?

Sin embargo, Kerrigan seguía hacia delante imperturbable. ¿Sabía Mrs. Gibney cuál era la sucursal de correos que atendía esta zona? Por supuesto que sí, y les dijo dónde se encontraba, no muy lejos.

—Quiero comprobar si dejó su nueva dirección —explicó Kerrigan.

—Creo que cierran a las cinco, quizá a las seis, pero ya son las seis pasadas.

—Vale la pena probar, de todas maneras —dijo Kerrigan, levantándose—. Nos ha prestado una ayuda maravillosa, Mrs. Gibney. A propósito, ¿conoce el nombre de ese inspector de construcciones, el antipático?

Mrs. Gibney lo conocía. El nombre de ese bruto era Williamson.

—Quizá pueda ayudarla en algo, no mucho pero algo. Veré lo que puedo hacer, Mrs. Gibney. Nos ha prestado una ayuda fantástica.

Mrs. Gibney le dijo que le quedaría tan agradecida; sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Mencionó nuevamente cuáles eran sus ganancias netas, y dijo que esos coimeros de la Mutualidad deberían darse cuenta de lo que le estaban haciendo a una pobre viuda.

En el auto, Jane se sintió sorprendida y un poco resentida al ver que se dirigían a la sucursal de correos. Se mantuvo en silencio, sin embargo, hasta después que Kerrigan se apeó y estableció que la sucursal estaba cerrada y que nadie contestaba a sus fuertes golpes en la puerta.

—Podemos hacer esta gestión mañana —dijo alegremente, mientras deslizaba su mole detrás del volante—. Sería un buen atajo si hubiera registrado su cambio de dirección. Pero esos atajos raramente aparecen. Tengo cierta sospecha de que dará bastante trabajo antes de que los encontremos.

—¡Realmente, Frank! Sé que eres muy concienzudo y todo lo demás, pero ¿qué sentido tiene ladrarle a la luna cuando se sabe que la luna no contesta?

—¿Ladrarle a la luna? ¿Y cómo sabemos que es inútil? —preguntó, moderadamente.

—¿Estás bromeando?

—No —dijo sobriamente—. Pensaba que tú; lo hacías.

—¡Ciertamente que no! Sabemos que el hombre no era Sylvester, porque la afirmación de Mrs. Gibney es positiva, ante la fotografía.

—Oh, eso —dijo Kerrigan—. Yo no le prestaría mucha atención a eso, Jane.

—Pero es un hecho, Frank. No puedes ignorarlo. No tengo conocimiento de que alguna vez hayas ignorado un hecho y un hecho importante.

Kerrigan encendió un cigarrillo y pensó por un momento.

—Es un hecho el que lo haya dicho. Es un hecho establecido de que así lo es.

—¿Piensas que mentía?

—No, para nada. Ciertamente no de manera consciente.

—¿Y entonces qué? ¿Un error?

—Sí. Debes recordar, en primer lugar, que no estamos seguros de que el dibujante lo haya sacado parecido. Algunos de esos bosquejos hechos en base a recuerdos de la gente son notablemente exactos. Otros no lo son. Incluso asumiendo que haya un buen parecido, han pasado diez años desde que los Gebhardt vieron a Sylvester y mucho menos tiempo desde que Mrs. Gibney vio a su inquilino. Los hombres cambian mucho en diez años; a la edad de Sylvester la línea del cabello cambia radicalmente, la cara se rellena o enflaquece. No se puede concebir que uno reconozca a un muchacho de quince años a través de una fotografía, aunque sea una buena fotografía, tomada cuando tenía cinco años. Además está la cicatriz…

—Una vieja cicatriz —añadió Jane—. Y los Gebhardt podrían haberlo notado, estoy segura.

—Por supuesto. Pero yo no podría distinguir una cicatriz de hace cinco años de una de hace quince. ¿Podrías tú? —Jane sacudió la cabeza negativamente, y él continuó—. Y no creo que Mr. Gibney tampoco pudiera. No, la cicatriz hace que la falta de reconocimiento de Mrs. Gibney no tenga importancia.

—Aquí me has hecho perder —confesó ella.

—¿Recuerdas lo que dijo Mrs. Gibney? Era blanca y ancha. No podía evitar verla. Y también dijo: Era lo primero que se veía. Recuerdo una larga charla que tuve con mi oculista un día; un amigo, además de médico de ojos. Me explicó algo muy curioso. Por lo menos parecía curioso en ese momento, pero lo he puesto a prueba repetidamente y es verdad. Decía que la visión, o lo que llamamos visión, es realmente un diez por ciento de visión real y un noventa por ciento de memoria. Déjame explicarte esto.

—Por favor hazlo. No entiendo bien.

—Bueno la manera en que me lo explicó es que uno ve a una joven a cierta distancia y la reconoce inmediatamente. Piensa que lo ha hecho. En realidad, uno reconoce un peinado distintivo, o el sombrero que usaba la última vez que la vio, particularmente si es un sombrero reconocible. Me he probado eso a mí mismo al descubrir que sabía que era una joven en particular, y después de eso notar que a esa distancia no podía realmente reconocer sus facciones. Pero sabía que era ella. O uno está conduciendo y ve un auto que se acerca. Uno ve el auto, piensa que lo ve, juraría que lo ve, pero en realidad todo lo que ve es la rejilla del radiador y el parabrisas. Si tiene una trompa reconocible como en un Volkswagen, o un radiador reconocible como en un Mercedes, juraría que es un Volkswagen, o un Mercedes, pero en realidad lo que uno ha visto es la trompa descendente o el radiador distintivo. ¿Me sigues?

—Sí. Por ahora.

—Bueno, también funciona al revés. Para Mrs. Gibney, la cicatriz era la característica principal de su inquilino. Ninguna cicatriz, entonces no era su inquilino. Así de sencillo. Y por eso creo que no le vamos a prestar atención a la declaración de que Sylvester no era su inquilino. Ninguna atención. Recuerdas que no podía recordar ninguna diferencia en las facciones mismas.

A pesar de su cansancio, Jane estaba impresionada. Ese brillo familiar estaba en los ojos de Kerrigan.

—Sin embargo, me gustaría que hubiera algo positivo, Frank. Me parece que todo lo que has dicho es negativo. No hay identificación, eso no prueba nada. Me gustaría ver algo positivo, para variar.

—¿Positivo? Pero lo hay, Jane. Un montón de cosas vienen como anillo al dedo. Las fechas, por ejemplo.

—¿Fechas? ¿Qué fechas?

—¿Te acuerdas cuándo Santha se mudó a casa de Mrs. Gibney?

—A finales de septiembre.

—El 27 de septiembre, para ser exactos. Se quedó una semana. Ahora, ¿cuándo fue enviada esa última carta a los Gebhardt?

—Oh, no me acuerdo de eso.

—El 3 de octubre pasado, el último día de su estancia en la casa de Mrs. Gibney. ¿No te das cuenta?

No se había acordado de eso. Había leído tan rápido, que en realidad ni siquiera se acordaba de eso ahora; es decir, que la última carta de Sylvester tenía matasellos del 3 de octubre, el día en que había terminado su estancia el inquilino de Mrs. Gibney. Estaba impresionada, como de costumbre, por la memoria de Kerrigan; él leía lenta, afanosamente, pero lo que leía quedaba adherido a su mente para siempre.

—Yo lo veo así —continuó Kerrigan—: él sabía que era su último día allí, encontró un sobre viejo en el escritorio. ¿En qué le podía perjudicar usarlo? Se iba, era un huésped flotante; difícilmente podía ser rastreado hasta la casa de Mrs. Gibney, y en caso de que lo fuera, poco se podía hacer al respecto. Es una posibilidad, Jane, una gran posibilidad. Debemos investigarlo a fondo.

Nuevamente el nosotros, pensó Jane. También pensó en el trabajo de papeleo que le tocaría al día siguiente.

—Podría ser solamente una coincidencia, Frank —dijo—. Una coincidencia de fechas.

—Es más que eso, Jane. También está la coincidencia de iniciales.

—¿Iniciales? Otra vez no te entiendo.

—Peter Sylvester, Phillip Santha. Los dos tienen las mismas iniciales, P. S.

No se había dado cuenta de eso.

—Es interesante cómo mucha gente mantiene las mismas iniciales cuando cambian su nombre —continuó Kerrigan—. No todos, pero muchos lo hacen. Algunos tienen una buena razón: iniciales en el equipaje, monogramas en las caminas, en las bandas de los sombreros. Pero incluso cuando no existen estas razones, tienen una tendencia a conservar las mismas iniciales. No sé por qué.

—Yo también he notado eso. —Jane estaba impresionada ahora. Le echó la culpa al cansancio. Debería de haber notado la coincidencia de iniciales—. Por supuesto que eso también podría haber sido una coincidencia. Debe haber miles de hombres en Nueva York con las iniciales P. S.

—Posiblemente decenas de miles —convino Kerrigan—. Decididamente decenas de miles. Por lo menos.

—Mayor motivo de que sea una simple coincidencia, entonces.

—Posible, eso es posible, —convino Kerrigan—. Pero no probable. No lo creo. Por supuesto que de las 26 letras del alfabeto, algunas no aparecen tan a menudo como iniciales de nombres. Z por ejemplo, o U o Y o V. Pero digamos que 15 son utilizadas comúnmente como iniciales de nombres propios. Entonces hay 1 posibilidad entre 15 de que nuestro amigo usara la P como inicial de su nombre. Y después una posibilidad en quizá 20 de que usara la S como inicial de su apellido. Por lo que un matemático calcularía que habría solamente 1 posibilidad entre, digamos, 300, de que ésta sea solamente una singular coincidencia.

—Oh, Frank. Eso es llevarlo demasiado lejos. Están esas decenas de miles de hombres en esta ciudad que llevan las iniciales P. S.

—Es verdad —dijo Kerrigan—, pero ¿cuántos vivieron en una habitación donde se habían dejado olvidados sobres de la Compañía de Fondant Cherie?

—Mrs. Gibney estaba segura de que no habían olvidado ninguno —señaló Jane—. No había visto ninguno cuando limpió, después de que Younger se fuera.

—Ya lo sé —admitió. Kerrigan—. Pero por otro lado, ella sabía que Younger trabajaba para la Compañía de Fondant Cherie. Por lo que el nombre no la impresionaría en absoluto. Pero ésta es una de las primeras cosas que deberíamos investigar.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Entrevistando a Mrs. Susan Cartwright. Vivió allí durante tres meses después de Younger, y el nombre de la compañía podría serle familiar.

—Pero no sabemos su dirección.

—Pero la sabremos —dijo Kerrigan, poniendo en marcha el motor del auto. Le sonrió débilmente a Jane mientras se ponía en movimiento el automóvil—. Recuerda que Mrs. Gibney dijo que era joven y muy guapa. Comparte un apartamento con otras dos chicas, presumiblemente también jóvenes y probablemente guapas. He conocido ese tipo de grupos: pueden pasarse con pocos muebles; pero ¿sin teléfono? ¡Jamás! Y un teléfono que está en la guía bajo los tres nombres.

Se dirigió hacia una tienda al final de la manzana.

—Y también —dijo— estaba ese asunto de Santha haciéndose pasar por un director de cine de Hollywood. Eso suena familiar, ¿no es cierto?

—Una cabal y absoluta tontería —dijo Jane—. Falso. ¿Qué haría un director de Hollywood metido en una casa de huéspedes como esa?

—Precisamente. Falsa tontería. Como por ejemplo el hecho de que Sylvester se presentó como dueño de una granja de 120 hectáreas en Scarsdale, ¿no te parece?

Jane pensó que debería estar más cansada de lo que suponía.

—No, francamente no me di cuenta, Frank —dijo—. Creo que debo ser una tonta.

—Oh, no, no lo eres.

—Eres muy bueno al decirlo, pero obviamente es un hecho, un hecho que no quiero aceptar.

—Mira, Jane, esto es un oficio, un oficio como cualquier otro. Ya lo aprenderás.

Se detuvo frente a la tienda y se apeó. No como tú, no quiero, pensó Jane. Miró a esa figura grande y fornida cuando penetraba en la tienda, desaparecer brevemente y reaparecer en la cabina telefónica. Lo vio extraer un ejemplar de la estantería de guías, sacar las gruesas gafas que utilizaba últimamente, y comenzar a hojearlo. Pasó las páginas una tras otra, se detuvo a estudiarla, y luego la cerró de un golpe. Su imponente figura desapareció durante un instante para aparecer por la puerta.

Mientras se deslizaba detrás del volante, ella le preguntó:

—¿Estaba el nombre?

Oh, sí —dijo—. No lo dudabas, ¿verdad? Y es una buena hora para encontrarla en casa. Muy temprano para una cita. Si tuviera una, estará cambiándose.

El auto se dirigió hacia la autopista Oeste y subió por ella. El carril que iba hacia el norte, como de costumbre a esa hora del día, estaba ahogado de tránsito. Pero los que se dirigían al sur estaban prácticamente vacíos, y viajaron a una velocidad muy rápida. Apenas tardaron quince minutos en llegar al complejo de apartamentos cerca del río Hudson.

Descubrieron que Miss Susan Cartwright vivía en un apartamento del sexto piso, junto con Miss Delphine Donato y Miss Annabelle Sharpworth. Una pequeña y elegante morena de vivaces ojos negros contestó al timbre. Usaba un salto de cama que parecía ser de satén blanco, con dragones negros y escarlata serpenteando sobre él. Y parecía sorprendida de verlos.

—¿Susie? ¿Los espera?

Kerrigan dijo que no los esperaba.

—Pero nos gustaría verla, si es posible —añadió.

La elegante morena parecía indecisa al respecto. Al mirar a Jane pareció un poco más tranquila.

—No es nada… quiero decir, ¿pasa algo? —preguntó con cierta indecisión.

Kerrigan se presentó. Viendo la mirada de estupefacción que puso, rápidamente presentó a Jane.

—No es —añadió apresuradamente— que haya hecho nada malo, o que esté bajo sospechas de haber hecho algo malo. Solamente que es posible que haya sido testigo, inadvertidamente, de algo en lo que estamos interesados.

—¿Ah, sí? —dijo la morena—. Bueno, entren, por favor. Susie está vistiéndose en este momento. La avisaré.

Entraron, y los dragones negros y escarlatas sobre campo blanco desaparecieron por un estrecho corredor. A Jane la tenía fascinada el acierto de Kerrigan. El amoblamiento era escaso hasta el punto de llegar a ser espartano. Había grandes espacios libres en las paredes. Los pocos muebles que había, el sofá tapizado con una cretona brillante, la mesa grisácea delante, un pequeño escritorio y un par de sillones, hacían la agradable habitación un poco vacía. Pero allí estaba el teléfono, rojo oscuro, valientemente erguido sobre la mesa grisácea.

Un pequeño e indistinguible murmullo vino del corredor. Al minuto, Miss Susan Cartwright emergió en el salón, envuelta en un salto de cama, cuyo color eclipsaba al de la morena, un estampado hawaiano en rojo, azul, verde, negro y blanco. Miss Cartwright era tal como Mrs. Gibney la había descrito: rubia y de ojos azules. Mostraba su propio cutis y no había ninguna posibilidad de que los cosméticos lo mejoraran. El salto de cama no podía esconder las maravillosas redondeces.

Estrechó sus manos diciendo:

—Debe de haber algún error. No he visto, ni he sido testigo, de ningún accidente desde que vine a Nueva York. ¡Ni uno!

—No se trata de un accidente, Miss Cartwright —dijo Kerrigan—. Nada en lo que haya estado envuelta directamente. Pero vivió por un tiempo en la casa de Mrs. Gibney, ,¿no es cierto?

Ella parecía perpleja.

—Sí, tres meses.

—Estamos tratando de averiguar si el inquilino anterior dejó algo olvidado. ¿Encontró, por casualidad, algún sobre, o algo parecido, cuando vivió allí?

Ella pareció más perpleja aún.

—Sobre, no… Deben ser sobres bastante extraordinarios si la policía está tratando de recobrarlos.

—Bueno, se hizo un uso extraordinario de ellos más tarde. ¿Pero no vio ni siquiera uno o dos sobres?

Ella sacudió su cabeza.

—No, lo siento.

—¿Significa algo para usted el nombre Compañía de Fondant Cherie?

Los ojos azules se agrandaron.

—Sí, por supuesto —dijo—. Sí, lo tiene. Siento mucho si no le di la información correcta.

—No importa. ¿Qué recuerda al respecto?

—Por favor, siéntense —dijo— y déjenme pensar un momento.

Se sentaron.

—Tómese tiempo, Miss Cartwright —dijo Kerrigan.

Susan Cartwright se tomó tiempo. Luego dijo:

—Había un viejo escritorio en la casa de Mrs. Gibney. Un domingo lo estaba revisando mientras lo limpiaba. Había algunas facturas viejas, canceladas, creo. Y había un sobre. Quizá dos sobres. Y tenían el nombre impreso. Compañía de Fondant Cherie, y una dirección. No recuerdo la dirección. Todavía me son extraños los nombres de las calles de Nueva York.

—¿Calle Varick?

—Quizá. Mientras estaba pensando saltó a mi mente el nombre de la calle Garrick, pero me pareció que no era correcto, no del todo.

—¿Qué hizo con el sobre?

Susan Cartwright se concentró nuevamente.

—No recuerdo —dijo.

—Podría ser que lo haya tirado.

—Podría ser, pero no recuerdo.

—¿Quizá lo dejó donde estaba?

—También podría ser, pero no recuerdo.

—Muy bien. Ha sido una gran ayuda, Miss Cartwright.

Miss Cartwright sonrió, mostrando dientes hermosamente iguales, hermosamente blancos.

—No veo para qué —dijo—; estoy a su disposición.

Abajo, Kerrigan dijo, mientras la ayudaba a subir al auto.

—Todavía parece ser una buena pista, Jane.

¿Buena? Increíblemente buena, pensó Jane. Se sentía avergonzada de haber estado impaciente y burlona con él, media hora antes. Y entonces ese brillo interno que había sentido de pronto, empezó a desvanecerse.

—¿Quieres comer un bistec? —preguntó Kerrigan, mientras se sentaba a su lado—. ¿Vamos al Old Farmstead?

—Muy bien —dijo Jane. Me gustaría eso, pensó. El brillo se empañaba más y más. ¿Y qué? Había sido un trabajo detectivesco de primera. Ahora sabían que Sylvester había sido conocido como Santha, y había vivido durante una semana en una casa de huéspedes de la calle 79 Oeste. Eso era todo. ¿Y de qué servía? ¿En qué ayudaba el saber, suponiendo que fuera verdad (y ella ahora no dudaba de que así lo fuera) que el hombre detenido brevemente en su deambular en la casa de huéspedes de Mrs. Gibney, en algún momento se había llamado Sylvester?

Cuando llegaron al Old Farmstead, el cálido brillo se había transformado en opacas cenizas.

El Old Farmstead nunca había sido una granja; nunca hubo una granja en 35 kilómetros a la redonda en toda su existencia, la cual, tomando en cuenta la vida de un restaurante en Nueva York, no era muy larga. Pero los bistec eran soberbios, y los precios correspondientemente altos. En algún momento había sido una residencia de piedra, y el interior no había sido alterado, excepto los muebles. La sala, el comedor, el viejo vestíbulo, habían sido simplemente transformados en pequeños reservados.

Los martinis eran generosos y estaban correctamente servidos a uno o dos grados sobre el punto de congelamiento. Jane odiaba tener que mencionarlo porque evidentemente Kerrigan estaba de muy buen humor. Pero cuando las bebidas habían casi —no totalmente— desaparecido, ella dijo:

—Supongamos que no haya dado su nueva dirección, Frank, ¿qué hacemos entonces?

Él se encogió de hombros.

—No sé —dijo—. No lo he pensado aún. Todavía está la casa de huéspedes de Mrs. Gibney, por supuesto. Eso debería producir algo.

—¿Pero qué?

—No sé —volvió a decir él—. No tengo la menor idea. Me gustaría hablar un poco más con Mrs. Gibney y con todos los inquilinos que estuvieron allí en los tiempos de Santha.

—Dudo que quede alguno; tú conoces los continuos cambios que se producen en esas casas de huéspedes.

—Oh, sí. Pero Mrs. Gibney dijo que algunos de sus huéspedes le dieron su nueva dirección. De todas maneras, hay que hacerlo.

Ese era Frank Kerrigan hecho y derecho, pensó Jane: Algo debía hacerse. Pasaría el resto de sus vacaciones haciendo lo que debía ser hecho, de acuerdo a sus luces. Y de pronto se dio cuenta de que en realidad no sería una gran tragedia. Sería una especie de día libre del chófer para él —también conduce un auto, pero el propio—, y probablemente iba a disfrutar más que en un viaje a Portugal o a los bosques del norte. Solamente se sentiría mal cuando tuviera que abandonar el caso sin haber llegado a nada. Y, a no ser que Santha hubiera dejado su nueva dirección, no veía cómo podría llegar a ninguna parte.

—Podríamos enviar una alarma general en busca de este Santha —dijo ella—. A propósito, ¿crees que Santha haya sido su verdadero nombre?

—Probablemente no —dijo Kerrigan—. No, no lo creo. Pero sí creo que sus iniciales son P. S. Eso sí lo creo. La alarma general… —hizo un gesto. Dijo que para él una alarma general, la mayoría de las veces, en casos en que el buscado no era conocido y no había un buen retrato, era un anacronismo. Se había formado en una época en que el reconocimiento diario de los criminales y sospechosos se hacía por las mañanas en el cuartel central. Y los detectives disponibles se sentaban en la oscuridad, detrás de la brillante, deslumbradora luz dirigida a los prisioneros, y aprendían a reconocer las facciones y voces de los bandidos, asesinos, violadores y gangsters. Pero esa época se había terminado. Había muchos detenidos; los policías hoy en día trabajan una semana de cuarenta horas y esperaban ser pagados por horas extras si hacían algo más. La alarma general era una institución fundada en aquellos días y simplemente las autoridades no habían podido tomarse el tiempo para abolirla.

Jane dijo:

—Bien, ahora sabemos que tiene una cicatriz en la mejilla izquierda.

Jane le recordó los miles de muñecas tuertas, los miles de abuelos que acompañaban a pequeñas niñas rubias en sus paseos, hacía once años.

—La razón por la cual te lo recuerdo —dijo Jane— es que no creo que pueda tener tiempo para ir contigo mañana. Mi jefe cree que el trabajo de oficina es importante.

—Te llamaré —dijo Kerrigan— si aparece algo importante.

Los bistec llegaron en ese momento, chirriando en sus bandejas de acero inoxidable. Kerrigan comió abstraídamente.

A medio camino dijo:

—Voy a probar en la sucursal de correos primero. Bueno, después que vaya a la oficina del Director de Construcciones.

—¿El Director de Construcciones? —dijo Jane, extrañada.

—Un amigo mío —dijo Kerrigan. Luego, al ver la falta de comprensión en la cara de Jane—. Está a cargo de los inspectores, sabes.

—Ah. ¿Vas a tratar de hacer algo por Mrs. Gibney?

—Sí, tratar. No creo que pueda hacer mucho, o nada. Pero ha sido de una ayuda tan maravillosa hasta ahora… y también tiene buen corazón. Así que voy a tratar.

—Me pregunto —dijo Jane— si sería posible encontrar al hombre que ocupó el apartamento después de Santha. Sabes, para ver si el sobre había desaparecido cuando él llegó.

Kerrigan asintió.

—Sí, creo que es una buena idea. ¿Ese sería Ed Washburn, no?

Jane dijo;

—No puedo recordar el orden en que esos inquilinos aparecieron y desaparecieron. Sin embargo, había un Washburn.