Kerrigan estaba esperando cuando Miss Deakin llegó para abrir la puerta del ruinoso edificio de la calle Varick, el lunes por la mañana. En realidad había estado esperando desde media hora antes de que llegara.
—¿Usted de nuevo? —preguntó ella—. Por lo menos Mr. Detweiler sólo nos molestaba una vez a la semana.
Le aseguró que no la molestaría para nada. Solamente quería sentarse en la oficina durante el día y mirar lo que sucedía.
—¿Para qué? —exigió ella.
—Por ninguna razón en particular —dijo él. Solamente quisiera sentarse allí y mirar. Quería que Miss Deakin siguiera con su trabajo con toda naturalidad. Prometía pasar inadvertido y ser insignificante. No quería interferir en lo más mínimo con el procedimiento normal del negocio.
Miss Deakin sacudió su cabeza y dijo ¡Hah!, incrédula. Dejó constancia de que Mr. Darling le había dado órdenes, y puso bien en claro que no creía que esas órdenes estuvieran bien, pero que tendría que aceptarlas. También puso bien en claro que era en contra de su mejor opinión.
De modo que pasó el día en la larga oficina de bajo techo a pocos metros del rugiente, aullante y ensordecedor tránsito de la calle Varick, que hacía temblar el viejo edificio. Se sentó en una silla detrás de un pequeño escritorio fuera de uso y trató, sin mucho éxito, de ser insignificante.
Darling se sorprendió de verlo allí. Se sobresaltó, en realidad. Después de entrar a su oficina privada, volvió a salir y le hizo una seña a Kerrigan para que entrara.
Evidentemente extrañado, dijo:
—Sé que no estuve correcto antes, es decir el sábado. Como dijo, me mostré impaciente. Y tenía razón. Después de todo, sé tanto del trabajo de un policía como lo que usted sabe del fondant de cerezas. ¿Pero le molestaría decirme de qué se trata todo esto?
—No. Nada, Mr. Darling. Pensé que me gustaría pasar un día aquí, viendo quién entra, quién sale, quién tiene acceso a esos sobres.
—No lo entiendo. ¿Piensa que alguien está mintiendo?
—Estoy seguro de que no. —Kerrigan sabía que nunca era bueno para dar explicaciones—. Lo que estoy tratando de decir es que a veces nos acostumbramos a ciertas cosas; tanto, que no vemos lo que está sucediendo bajo nuestras propias narices. No estoy diciendo que haya sucedido nada de eso. En absoluto. Solamente me gustaría sentarme allí y ver qué sucede en un día cualquiera.
Darling sacudió su cabeza como tratando de quitarse las telarañas.
—Bueno, usted conoce su trabajo y yo no —dijo.
Kerrigan volvió a la oficina de fuera y trató nuevamente de pasar inadvertido. A nadie más le pareció incongruente su presencia allí. Wilson Hall lo saludó descuidadamente, entró con un traje azul oscuro y una elegante corbata. Tony Drago se acercó y le estrechó la mano. Willy MacAdoo le sonrió inexpresivamente. Jim Petersen le guiñó un ojo celeste. A las nueve se escuchaba arriba el suave zumbar de las máquinas mezcladoras. Sólo Peter Younger no había aparecido. Miss Deakin explicó que Younger salía de su casa directamente a hacer sus recorridos y no llegaría hasta alrededor de las cuatro y media de la tarde.
Había anotado cuidadosamente la gente que entró y salió entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde. Entró un vendedor de aspiradoras que estaba convencido de que la Compañía de Fondant Cherie necesitaba desesperadamente su producto; Miss Deakin lo despachó rápida y eficazmente. Había un panadero repostero, llamado Pierre y Cía, que tenía una reclamación. La última partida de fondant de limón —dijo—, no estaba a la altura de la calidad que necesitaba y tenía intenciones de no pagarla. Su clientela era importante, pagaban por lo mejor, y esperaban lo mejor. Pierre y Cía era un hombre pequeño y oscuro con un bigote bien atusado y estaba bastante violento. Dijo además que la gente de la Compañía de Fondant Hudson había ido a ofrecerse y que si no había un cambio aquí tenía la intención de pasarles inmediatamente los pedidos a la gente de Hudson.
Pierre y Cía era obviamente importante. Mr. Darling salió de su oficina y dijo que debía de haber algún malentendido. Llegó Mr. Pierre hasta su oficina privada y al rato Pierre y Cía, salió de allí con aire todavía irritado, pero algo más blando, diciendo:
—Está bien, Peter. Sólo te aconsejo que no confíes demasiado en tu suerte.
Repitió que sus clientes eran gente importante. No regateaba con el precio, pero esperaban recibir de verdad lo mejor.
También entró un mendigo con gafas negras que vino con una bolsa llena de lápices y bolígrafos. Preguntó si había algún caballero o dama presente que quisiera ayudar a un pobre ciego. Kerrigan lo reconoció inmediatamente. Ese hombre tenía muy buenos ojos y además estaba recibiendo toda clase de Ayuda Social. Se quedó sentado muy en silencio mientras que Miss Deakin le dio una moneda de veinticinco centavos y le dijo que no, que no necesitaba lápices ni bolígrafos. El ciego echó una rápida ojeada hacia dónde estaba Kerrigan y se retiró con cierta prisa, teniendo bien cuidado de atropellar una silla vacía, demostrando perplejidad y diciendo:
—¿Dónde estoy ahora?
Miss Deakin lo guió gentilmente hacia la puerta y lo miró salir.
—¡Pobre hombre! —dijo— esto es una cosa trágica Mr. Kerrigan. ¡No tener vista! Una cosa terrible.
—Seguro —dijo Kerrigan.
Llegaron vendedores con muestras de esencias, tuvieron breves entrevistas con Mr. Darling, y partieron, algunos alegres, otros no tan alegres. El teléfono sonó una docena de veces, y Miss Deakin tomó órdenes de compra de productos, que pasó a la sala de preparación y notificó a Mr. Hall cuando eran órdenes urgentes. Las llamaba O.U.s.
Kerrigan notó que para Miss Deakin cerrar su escritorio con llave era un movimiento reflejo puramente automático. A veces lo cerraba con llave mientras hablaba por teléfono con alguien, antes de levantarse del escritorio. El cajón de la papelería estaba sin llave solamente cuando ella estaba sacando papeles o clips o gomas, y siempre bajo el mismo reflejo automático, lo volvía a cerrar con llave.
Repentinamente se le ocurrió preguntarle si ella no tenía un juego extra de llaves. Tenía, pero lo guardaba en su casa, que quedaba a sólo diez minutos de distancia de Greenwich Village. No, vivía sola, no tenía compañera de apartamento.
Kerrigan no insistió. El robo deliberado de un sobre que valía cinco centavos no tenía sentido. Robar un juego duplicado de llaves para cometer ese robo, estaba más allá de toda razón.
Se sentó y miró. A mediodía, Mis Deakin salió para almorzar, pero Kerrigan se quedó. Nadie entró en la oficina durante la hora de almorzar, y en su transcurso las llamadas telefónicas, por algún mecanismo del tablero de control, se comunicaban directamente con la oficina de Darling.
Peter Younger apareció a las cuatro y cuarenta y cinco, entrando con su habitual euforia.
—¡Querida Deakey! —dijo— ¿cómo está hoy el amor dé mi vida? ¿Te dije alguna vez que te estás poniendo más bonita cada día?
Miss Deakin resopló y murmuró algo por lo bajo. A Kerrigan le pareció que era así te mueras, peste, pero no estaba seguro.
Younger saludó a Kerrigan.
—Hola jefe. ¿No pescó a su hombre todavía?
—Todavía no, —dijo tranquilamente Kerrigan—. ¿Y usted? ¿Recuerda algo nuevo?
—Nada. Lo siento.
—Siga tratando, —dijo Kerrigan.
Miss Deakin resopló.
Y con eso terminó el largo día, al menos para Kerrigan fue un día largo.
—¿Satisfecho? —preguntó Miss Deakin, cerrando con llave su escritorio puntualmente a las cinco.
Kerrigan dijo que había sido interesante, muy interesante: La invitó a tomar un coktail. Miss Deakin dijo cortante que no bebía y agregó amenazadoramente que tenía entendido que los oficiales de policía no debían beber en horas de servicio. Kerrigan explicó que no estaba de servicio.
Kerrigan se fue a su casa y por segunda vez recorrió todos; los papeles de la colección privada de Ernie Detweiler, revisando detenidamente cada uno. Como señalaron Jane y Darling, muy probablemente había miles de maneras en que el sobre podría haber llegado a manos de un hombre llamado Peter Sylvester. ¿Pero cuál podría ser una de ellas?
Llamó por teléfono a Jane y quedó para comer con ella a la noche siguiente. Por supuesto que ella le preguntó cómo le había ido, y él le contó lo que había sucedido.
—Bueno, realmente no esperabas nada, ¿verdad?
Kerrigan dijo que no sabía exactamente qué esperaba.
—Tienes que recordar —indicó Jane— que Detweiler debe de haber tocado muchos timbres durante esos años. ¿Y dónde llegó?
—Bueno… —dijo Kerrigan indeciso— supongo que no había tocado el timbre necesario.
—¿Así que decidiste dónde vas a pasar el resto de tus vacaciones?
—No. Pensé pasar un día más en la Compañía de Fondant Cherie. De todos modos, no tengo nada especial que hacer mañana. Creo que me voy el miércoles.
Quince kilómetros más allá, en Forest Hills, Jane se quedó sonriendo al teléfono. Por supuesto que era mentira, aunque Frank no lo creyese cuando lo dijo. Terminaría su licencia aburriéndose y sin lograr nada, para después regresar a su trabajo en la oficina del Fiscal del Distrito. Tenía una hoja de servicios extraordinariamente buena, pero no era la infalible criatura de ficción que siempre capturaba a su presa. Había muchos ladrones, asesinos y violadores que nunca había podido atrapar y fichar. Había muchos más a quienes había podido capturar y que habían sido declarados inocentes con astutos tecnicismos. Lo que lo hacía diferente era que había que forzarlo a abandonar un caso cuando era inútil seguirlo. Nunca reconocería la inutilidad por sí mismo. Podía seguir escarbando infinitamente, persiguiendo lo inalcanzable, pistas absurdas qué no lo llevarían a ningún lado. No tenía ningún sentido de los valores, no apreciaba la diferencia entre una pista buena y una pista inútil. Simplemente seguía y seguía, tratando a las inútiles con la misma importancia que a las buenas. En algunas ocasiones había tenido una suerte fenomenal. Las más pobres habían dado resultado.
—Está bien, Frank —dijo Jane— mañana a las seis en el Charcoal Pit ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Puede ser que tenga algo mejor para contarte.
Sin embargo, no lo tuvo. El segundo día en la Compañía de Fondant Cherie fue muy parecido al primero, con pequeñas variaciones. Esta vez el mendigo tenía una sola pierna y estaba tratando de juntar ciento cincuenta dólares para comprarse una pierna artificial, así podía conseguirse un trabajo. Era un mendigo especialmente fino, alto, rubio, bien afeitado y de buena presencia, de buenos colores y honestos ojos azules. Kerrigan lo conocía bien; era uno de los mejores mendigos de Manhattan. Según los chismes, sacaba limpios de trescientos a cuatrocientos dólares por semana: Kerrigan lo había visto operar por primera vez frente a Macy’s, de pie erguido y alto sobre sus muletas, diciendo que tenía vergüenza de pedir limosna, que no quería dádivas, y que si la gente buena lo ayudaba, se iba a convertir en un pagador de impuestos y no en un comedor de impuestos. Todo lo que quería era una pierna artificial y que le dieran una oportunidad de vivir decentemente. Era profundamente convincente, hasta impresionante. Kerrigan, que en esas épocas era patrullero uniformado, lo había arrestado una sola vez; el abogado del mendigo y su fiador estaban en la comisaría a los diez minutos de haberlo llevado Kerrigan. El abogado no era uno de los más baratos.
El hombre no reconoció a Kerrigan. Volvió su rubia cabeza hacia Miss Deakin y dijo su fuerte, impresionante discurso. Miss Deakin le dio un billete de un dólar. Después que se fue le dijo a Kerrigan: ¡Tan guapo y joven! Uno pensaría que la comunidad haría algo por un espléndido muchacho como éste, que sólo trata de ganarse la vida.
—¿Qué haría usted? —murmuró Kerrigan.
—Por supuesto que no es un problema mío. Pero cuando lo miró, vi que usted bajaba sus ojos. ¿Nunca le dijeron, Mr. Kerrigan, que tiene un corazón de piedra?
—Sí. Mucha gente. —Quiso agregar que la mayor parte eran bribones, pero no lo hizo.
Las diferencias eran bastante triviales. Aquel día las quejas fueron sobre el fondant de naranja. Aquel día Miss Deakin murmuró diciendo algunas cosas bastante fuertes sobre los detectives a quienes se les pagaba para que estuvieran sentados como bultos sobre un palo, sin hacer nada mientras fuera el delito clavaba sus garras, y que era allí, precisamente fuera, donde deberían estar los detectives, luchando contra el crimen con manos firmes. ¿Pero lo hacían? No, los detectives se sentaban, no haciendo nada, en cómodas oficinas con aire acondicionado, mientras que toda clase de cosas indecentes sucedían pocos metros más allá. Miss Deakin montó en justificada cólera a causa de esto. ¿Para qué, se preguntaba, gente como ella pagaba esos impuestos exorbitantes? ¿Para tener detectives sentados por ahí, sin hacer nada, mientras que sucedían toda clase de desafueros?
Kerrigan estuvo de acuerdo con ella en ese sentido, pero no sirvió de nada. Se puso más y más furiosa.
Ese martes también fue diferente porque Kerrigan subió a los cuartos del piso superior, para hablar con Willy MacAdoo, Wilson Hall, Jim Petersen, y más tarde con Tony Drago. Aprendió una cantidad de cosas sobre la manufactura de fondant, pero nada, absolutamente, sobre el caso de Elsie Gebhardt.
Descubrió que Miss Deakin tenía una mente muy estrecha. A la hora de cerrar, justo a las cinco de la tarde, dijo:
—Ahora espero que esté satisfecho.
Él murmuró que había sido muy amable, que le agradecía la cooperación y muchas gracias.
Se encontró con Jane en el Charcoal Pit, donde comieron bistec medio crudos. Los bistec crudos del Charcoal Pit, como decían algunos, mugían cuando los pinchaban con el tenedor, tan crudos estaban.
Jane estaba deprimida. Mañana tendría que asistir, con otros dos detectives de la comisaría de la calle 30 Oeste, a la misa de Réquiem por el reposo del alma de Ernest Detweiler. El teniente Alfredo había decidido que tres era un número apropiado para representar a los colegas del difunto. (Al fin y al cabo, Detweiler no había muerto en acción ni nada por el estilo). Había encargado designar la delegación, como él la llamaba, a Pauling. Pauling había elegido a Jane, Williamson, un hombre callado, canoso, que había conocido a Detweiler durante más de veinte años, y a sí mismo.
Los funerales deprimían a Jane; hasta la idea de tener que asistir a uno la entristecía. Y la idea de ser nombrada para eso, como una especie de plañidera pagada, había alborotado su ánimo aún más. Decidió quitarse esa sensación y estar alegre.
—Bien—dijo con ligereza—. ¿Qué has conseguido?
—Interesante —dijo él—. Muy interesante, Jane. La verdad es que no le veo pies ni cabeza.
—¿Y por qué lo habrías de ver?, —dijo ella—. Mira, Frank, pareces muy cansado. ¿Por qué no te vas a hacer ese viaje? Te haría un enorme bien, Frank.
—Sabes, estoy cien por ciento de acuerdo contigo. Eso es lo que hay a hacer, Jane. Un par de semanas de no hacer nada, creo que es precisamente lo que necesito… Un día más en la Compañía de Fondant Cherie y me voy. Puedes apostar a eso.
Sería una idiota si lo hiciera, pensó, y dijo en voz alta:
—Fantástico, Frank.
Los bistec estaban deliciosos, las patatas asadas perfectas y la ensalada de lechuga y tomate exquisitamente aderezada con Roquefort. Jane disfrutó de la comida; la conversación se limitó… al caso Gebhardt. Su forzada alegría fue decayendo.
Sin embargo Frank tenía entradas para una nueva comedia musical y eso a ella le encantaba. A veces Frank también se acordaba de reír, siempre demasiado tarde.
Mientras que la conducía a casa Frank mostró los primeros signos de animación.
—¡Diantres! —dijo—. No recuerdo que nadie haya investigado si alguna de esas cartas, cualquiera de ellas, fue despachada en la vecindad inmediata de las casas de alguna de las seis personas de la Compañía Fondant Cherie.
—No lo creo. ¿Y qué si alguna lo fue? Hubo veintiuna cartas en total.
—Lo sé, sí. ¿Pero alguna fue despachada cerca de dónde vive alguno de ellos?
—Supongo que sí, ¿qué hay con eso?
—Eso es lo que no sé. Voy a empezar con eso mañana, Jane. Pero no voy a tener tiempo de terminarlo, no lo creo. Pero es algo que vale la pena controlar, Jane. Sí, eso es algo. Puede que sea algo. Habría que revisarlo de todas maneras.
Jane dijo que lo haría después del funeral e inmediatamente supo que sería imposible. En realidad sería más que raro que alguna de las cartas, aunque fuera una, no hubiera sido despachada cerca de la casa de alguno de los empleados, ya que las sucursales postales estaban tan dispersas.
El tercer día que pasó Kerrigan en el edificio de la calle Varick no fue muy diferente, por lo menos al principio. Esta vez los mendigos fueron mujeres con hábitos de monjas. Miss Deakin les dio un dólar y ellas la bendijeron gravemente. Miraron esperanzadas a Kerrigan, que a su vez las miró con cara de piedra.
Después que se fueron, Miss Deakin dijo:
—No es muy caritativo, ¿cierto, Mr. Kerrigan?
—No mucho, —dijo, y se encontró agregando— particularmente con un par de farsantes como ésas.
Miss Deakin se erizó:
—¿Farsantes? Son Hermanas de los Beneméritos Pobres, Kerrigan. ¿Sabe eso?, les dan casa y comida a los muy pobres.
Kerrigan dijo con mucha brusquedad:
—¡Pamplinas!
Estaba tirante con ella. Aquella mañana había traído el mapa de Ernie Detweiler; había conseguido la lista de los domicilios de los empleados de la Compañía de Fondant Cherie, y después de una hora de cotejar cuidadosamente, no encontró ninguna conexión. Wilson Hall vivía en Nueva Brunswick, Nueva Jersey; una de las cartas había sido despachada desde Englewood, Nueva Jersey, a sus buenos cincuenta kilómetros de distancia, con un montón de poblaciones por medio. Se estaba cansando un poco de las interminables indirectas de Miss Deakin.
Miss Deakin saltó.
—¿Y eso qué quiere decir? Mr. Kerrigan, ha hecho un cargo muy serio contra esas monjas. Las conozco muy bien, Hermanas de los Beneméritos Pobres. ¿Quiere decir que no lo son?
—Nunca he oído hablar de Hermanas de los Beneméritos Pobres —dijo Kerrigan—; por otra parte nunca he visto a ninguna de las dos antes.
—¿Entonces cómo puede decir que son farsantes? ¡Realmente…!
—Conozco los disfraces, —contestó Kerrigan.
—¿Qué?
—Los disfraces. Son hechos por una organización de la calle 37 Oeste, que se especializa en fabricar equipos que parecen hábitos de monjas, pero que no lo son. Se los venden a los farsantes que quieren hacer una profesión de la mendicidad. No hay ninguna ley que impida comprar trajes que parezcan hábitos de monjas. Si no lo cree, busque en la guía telefónica Hermanas de las Beneméritos Pobres. No las va a encontrar. Hay por lo menos una orden que se consagra a los pobres, pero no hay ninguna que se llame así. Son farsantes. Compraron esas ropas en la calle 37 Oeste y pagaron cincuenta dólares por cada equipo. Cotéjelo usted misma.
—¡No lo haré!
Kerrigan se encogió de hombros:
—Haga como quiera.
Pero media hora más tarde, volviendo de una visita por el cuarto de mezclas, la encontró consultando la guía telefónica. Por la culpable rapidez con que golpeó la tapa, no quedaba la menor duda de lo que había estado buscando.
No dijo nada, pero notó un ligero enrojecimiento en su nuca cuando volvió a sentarse.
Algo que no esperaba ¡sonrojarla! No había pretendido abochornar a Miss Deakin. Nunca pensó que fuera posible.
Diversas clases de vendedores vinieron y se fueron, clientes llamaron pasando órdenes; uno se quejó de que había recibido Fondant de limón cuando claramente había especificado el sabor de ananá. El interminable tránsito pesado de la calle Varick seguía rugiendo como de costumbre. A las cuatro entró Younger. Esta vez llamó a Miss Deakin panal de miel recibiendo el usual resoplido como respuesta a sus desfachatadas declaraciones de eterno amor.
—… nas tardes, jefe —le dijo a Kerrigan—. ¿Todavía aquí?
Arrimó una silla al escritorio detrás del cuál estaba Kerrigan, sacó una libreta de cheques y un par de cuentas.
—Me rompe el corazón enriquecer a la gente de Con Edison y de la Unión Gas, que ya tienen de sobra. ¿Pero qué se le va a hacer?
Kerrigan observó mientras rellenaba dos cheques y los unía cada uno a una cuenta.
—Bombón —dijo Younger por encima de su hombro—. ¿Me das dos sobres y dos sellos?
Kerrigan giró la cabeza para observar a Miss Deakin. Estaba fascinado por lo que veía. Miss Deakin abrió el cajón donde guardaba el papel con membrete y tomó dos sobres. Lo cerró de un golpe. Abrió el cajón del centro del escritorio, que contenía una caja metálica, donde se guardaba el cambio de monedas y los sellos. Cortó dos sellos de un pliego. Después retiró su silla de mecanógrafa, giró en parte y dejó caer los dos sobres con sus sellos en el escritorio de Younger.
Cada movimiento fue un reflejo automático, tan automático como descolgar un teléfono que llama, o como cerrar con llave su escritorio antes de dejarlo.
—Gracias, querida —dijo Younger.
—Son doce centavos —replicó Miss Deakin.
—¿También tú Brutus? Arrebatando, arrebatando.
—Doce centavos, por favor —replicó ásperamente Miss Deakin.
Younger buscó en su bolsillo, sacó algunas monedas y le alcanzó a Miss Deakin una de diez centavos y dos de uno. Ella depositó las monedas en la caja de metal, la cerró y cerró bruscamente el cajón. Todo fue tan… tan natural, tan casual. Kerrigan se descubrió a sí mismo pestañeando rápidamente. Observó en silencio mientras Younger cerraba los sobres, que contenían los cheques y las cuentas, les ponía la dirección y los dejaba caer en el canasto de la correspondencia al salir.
—Hoy conseguí un nuevo cliente —dijo—. Lo estuve trabajando durante seis semanas. Se lo voy a contar al jefe.
Cruzó la oficina y pasó por la puerta que daba al despacho de Darling. Después de un minuto, Kerrigan dijo:
—Miss Deakin, creía que había dicho que no le daba sobres de la Compañía de Fondant Cherie a la gente.
Miss Deakin lo miró y le dijo:
—Y no lo hago.
—Pero lo acaba de hacer. Le acaba de dar dos sobres a Mr. Younger. ¿Recuerda?
—Ah, ¡eso!… Un momentito, Mr. Kerrigan. Me preguntó, y lo recuerdo muy bien, si le daría un sobre a un extraño, a un cliente, si me lo pedía. Y ciertamente dije no; que ellos podrían comprar sus propios sobres. ¡Lo recuerdo claramente!
Kerrigan también lo recordaba.
—Tiene razón, Miss Deakin. Eso es exactamente lo que me respondió. Éso no es… —buscó las palabras correctas para explicarle que esas preguntas tenían que ser muy amplias, escrutadoras, pero cuando no se sabía exactamente lo que se estaba buscando, tenían que ser así, amplias, a tientas.
—¿Y? —Preguntó Miss Deakin.
—¿Cuántos empleados han pedido y obtenido sobres en los últimos dos años?
—Ninguno.
—Uno acaba de hacerlo.
—Oh, ése, —dijo Miss Deakin, desdeñosamente—. Siempre está escarbando para sacar algo gratis. Ninguno de los otros lo hace. ¡Ninguno!
Ella pensó que con eso se terminaba el asunto.
—¿Quién más recibió sobres? —preguntó Kerrigan. Miss Deakin se exasperó.
—Ninguno. Pero ninguno; Mire, Mr. Kerrigan, se olvida que todos los empleados de la compañía han sido investigados y re-investigados. Lo pasa por alto.
—No —dijo Kerrigan—. Lo tengo presente todo el tiempo. Son todos inocentes. Pero quiero saber cómo llegó uno de sus sobres a manos de Peter Sylvester. Tengo que descubrir eso.
—Bueno, no lo sé. Es cosa suya, ¿no?
Kerrigan estuvo de acuerdo que era asunto suyo, pero tenía la esperanza de que Miss Deakin cooperase.
—Tengo órdenes de cooperar con usted, —dijo Miss Deakin, al parecer más amoscada que de costumbre—. Siempre obedezco las órdenes.
Kerrigan dijo que estaba seguro. Después de un momento preguntó:
—¿Nunca lleva papel a su casa?
—¡Claro que no! ¡Mr. Kerrigan! ¿Me está acusando de robar papel de la compañía?
—No, por supuesto que no, Miss Deakin. En realidad no es un robo. ¿No es cierto? Es algo muy abierto y a la vista de cualquiera. Usted le dio a Younger un par de sobres hace un par de minutos.
—Se habrá dado cuenta que los usó inmediatamente.
—Sí, me di cuenta.
—¿Qué tiene de malo entonces?
—Nada. Nada. Pero quisiera saber quién más recibió algunos de esos sobres. Eso es todo.
—Nadie excepto la gente de acá, y todos hemos sido investigados.
—¿Nunca llevó sobres a su casa?
—¡Ciertamente no! ¡Ya se lo dije!
—Tiene razón. Lo dijo, —Kerrigan se sentó meditando durante un rato. Luego dijo—. ¿Podría fijarse, Miss Deakin? Cuando llegue a casa esta noche por favor revise su apartamento para ver si accidentalmente no ha llevado algo de papel, particularmente sobres de la compañía.
—No es necesario —dijo agriamente—, nunca lo he hecho.
—Revise, Miss Deakin. Por favor, revise.
Pocos minutos después Younger salió de la oficina de Darling. Kerrigan lo detuvo.
—¿Alguna vez llevó sobres de la compañía fuera de la oficina, Mr. Younger? ¿A casa, quizá?
—¿Quién yo? No. ¿Para qué?
—No lo sé —dijo Kerrigan—, sólo pregunté si lo llevó.
—No, nunca.
—Trate de recordar. No necesariamente ahora. Pero piénselo. Trate de recordar si alguna vez llevó uno a casa. Puede ser muy importante, Mr. Younger.
—Okey. Estoy seguro que no, pero trataré de recordar.
Después que se fue, Kerrigan fue a ver a Darling. ¿Habría llevado alguna vez papel de la oficina con él?
Darling dijo que no, seguro que no; su mujer siempre tenía papel en cantidad, con su membrete personal en casa. Un papel celeste sumamente fino, atrozmente caro y con un membrete muy lujoso. No, estaba seguro de no haberse llevado nunca papel de la oficina a casa.
A la hora del cierre, Kerrigan habló con los otros tres empleados. Willy MacAdoo recordaba que Miss Deakin una vez le había dado un sobre y le había vendido un sello, pero aquella vez ella había escrito a máquina el nombre y apellido de un médico a quien él le estaba pagando la cuenta.
Wilson Hall y Jim Petersen estaban seguros de no haber usado nunca sobres de la firma para asuntos personales. Tony Drago dijo que pensaba que nunca había tomado prestado ningún sobre. Pero, sí, tratarían de recordar.
Así terminó el tercer día en la Compañía de Fondant Cherie. A eso de las seis, Kerrigan telefoneó a Jane a su casa.
—Algo muy interesante sucedió hoy, Jane —dijo—. Muy interesante.
Le contó el incidente de los dos sobres entregados a Younger. Le decepcionó que Jane no mostrara entusiasmo por la noticia.
—No le veo el significado, Frank —dijo ella—. Estamos casi seguros de que nadie de la Compañía de Fondant Cherie tenía nada que ver con el caso.
Kerrigan se mostró momentáneamente perplejo. Lo pensó bien y dijo:
—No he sido claro, Jane. Fue profundamente investigado quién tuvo acceso a los sobres de la Compañía de Fondant Cherie, pero nada más que eso… ¿Lo ves?
—Lo siento, pero no.
—Bien, Jane, si los seis empleados de la compañía se llevaron papel con membrete a casa, entonces hay seis fuentes más de las cuales Sylvester pudo haber obtenido el sobre.
—¿Pero los llevaron? Me refiero a llevarse los sobres a casa.
—Bien, por supuesto que no lo sé. Dicen que no, pero es algo que vale la pena seguir.
—Ahora entiendo —dijo ella. Pero no entendía nada. Los conectados con la firma habían sido tan exhaustivamente investigados.
—Te llamaré mañana, Jane.
—Sí, hazlo. —Quince kilómetros más allá, ella colgó. Podía comprender dónde quería llegar Frank, pero todo era tan vago, tan nebuloso, tan… bien, tan fútil.
Suponiendo que alguien de la Compañía de Fondant Cherie hubiese llevado a casa un par de sobres, ¿qué tenía de importante? Eso ocurría, es de suponer, en mil oficinas.
El comienzo del jueves no empezó prometedor. Willie MacAdoo se detuvo en su camino hacia el cuarto de máquinas de mezclar a decir que no tenía ningún papel de la oficina en su casa, absolutamente ninguno, pero que recordaba que dos veces, no, una, Alsie Deakin le había escrito sobres a máquina para su uso personal; la segunda vez fue para el pago final de su nuevo aparato de televisión. Bueno, no exactamente nuevo ahora; ya tenía tres años. Peter Darling dijo que había revisado y consultado con su esposa, y ella había ratificado que nunca había llevado papel de la oficina a su casa, por lo menos en los últimos siete años, desde que la firma empezó a andar bien. Solamente usaban ese papel tan fino de color celeste con el hermoso monograma impreso.
Aquel jueves por la mañana, Peter Younger entró en la oficina antes de empezar con su itinerario cotidiano.
—Jefe, ayer revisé hasta mi escritorio. No había ni un pedacito de papel de la Compañía de Fondant Cherie. Hannah me echó una mano. Ni una hoja con membrete, ni un sobre. Nada. Los dos hemos buscado y buscado. ¡Nada!
Tony Drago recordó que una vez había usado un sobre de la compañía para pagar su alquiler, cuya fecha de vencimiento se había pasado. Pero recordó que había escrito el nombre del dueño de la casa y su dirección en él. Así que no podía ser ese sobre. ¿No? Kerrigan estuvo de acuerdo que no podía ser ese sobre.
Jim Petersen y Wilson Hall estaban seguros de que nunca habían llevado un sobre de la oficina a su casa o habían usado uno para cuestiones personales.
Miss Deakin dijo que había revisado su apartamento la noche anterior y esta mañana, y que no había ningún sobre de la Compañía de Fondant Cherie en su casa. Lo dijo en un tono seco, pero con una curiosa inseguridad y como esquivando los ojos.
Kerrigan volvió a su silla y observó. Principalmente observó la parte de atrás de la cabeza de Miss Deakin. Algo iba mal con Miss Deakin. Simplemente no resoplaba como todos los días. Cuando él le hablaba, ella respondía en una voz extraña, cortés y envarada, sin darse la vuelta jamás para mirarlo.
A mediodía, cuando daban las doce y había cumplido con todos los gestos maquinales de cerrar su escritorio, sacar un espejo y mirarse en él, Kerrigan le dijo, en un tono muy tranquilo:
—Miss Deakin, ¿me quiere decir qué le pasa?
En su agitación casi deja caer el espejo. Se dio la vuelta, pero no lo miró a la cara.
—¿Por qué dice eso ahora?
—Es bastante notorio que ha recordado algo. Le ruego que me lo diga.
Pensó que estaba dispuesta a negarlo, por lo que usó deliberadamente un tono suave, más suave que lo normal. A pesar de sus suspiros y bufidos, Miss Deakin casi le gustaba. Sospechaba que estaba secretamente enamorada de su apuesto patrón de cabellos grises; tan en secreto que probablemente ni el mismo Darling lo sospechara, y la sola idea le sorprendería mucho.
—Bueno…, bueno, Mr. Kerrigan, la verdad es que anoche he estado despierta en la cama durante horas. No me podía dormir y generalmente me duermo en cuanto apoyo la cabeza en la almohada. Recordé haberle dado un sobre a Tony Drago, cosa que no había recordado antes; que le di dos sobres a Willy MacAdoo, pero a éstos les puse la dirección yo misma y Tony lo hizo delante de mí.
Hizo una pausa e inspiró profundamente.
—Entonces recordé que una vez Peter Younger dijo que tenía que escribir unas cartas a unos posibles clientes y que lo haría esa noche en su casa. Si le podía dar una docena de sobres y una docena de sellos. Se los di, cobrando los sesenta centavos de los sellos, por supuesto.
Repentinamente estalló en lágrimas, desagradables lágrimas que desfiguraban completamente su flaco rostro.
—Tengo tanta vergüenza…, tanta vergüenza.
—¿De qué tiene vergüenza? —preguntó Kerrigan—. No hizo nada malo.
—¡Oh, sí que lo hice! Hace años, cuando esos detectives pululaban prácticamente por todas partes, me deben haber preguntado cien veces si alguna vez entregué sobres a alguien y siempre dije que no, que nunca lo había hecho. Juré que nunca lo había hecho. Eso…, ¿no es perjurio, Mr. Kerrigan?
Kerrigan dijo que no, que en absoluto. Perjurio era mentir deliberadamente. El perjurio implicaba la intención de engañar. No, esto no tenía nada que ver. Miss Deakin no había cometido ningún crimen.
Miss Deakin parecía un poco reconfortada. Dijo que claro que no había mentido deliberadamente. Que no había tenido ningún deseo de engañar. Era una persona respetuosa de la ley. Quería cooperar con la policía.
—Lo está haciendo —dijo Kerrigan—. Está siendo de gran ayuda. Ahora dígame: ¿Cuándo le dio a Younger esos sobres?
Miss Deakin creía que había sido como dos años atrás, pero no estaba segura: podían ser dos o tres meses más o menos. Anoche, tendida en la cama, desvelada, había tratado y tratado de fijar en qué mes exactamente había ocurrido, pero no pudo. Kerrigan le palmeó el brazo huesudo.
—No importa, Miss Deakin, eso es suficiente. ¿Podemos localizar a Younger de alguna manera por teléfono?
Parecía imposible. Younger seguía un camino errante tratando de conseguir nuevos clientes y tratando de convencer a los viejos para que comprasen más del Fondant Cherie.
Así que Kerrigan tuvo que pasarse otro largo día sentado en la oficina exterior de la Compañía de Fondant Cherie, escuchando el rugido del tránsito, los vendedores, a Miss Deakin recibiendo pedidos por teléfono y quejas, y diciéndole a un cliente que lo esperarían un mes más, pero que la Compañía de Fondant Cherie trabajaba sobré la base de un estricto pago al contado, pero dado que era un viejo cliente, confiaba en que no habría problemas en esperarlo un mes más, sólo un mes más.
Desde su confesión y la confirmación de Kerrigan de que no había cometido ningún crimen, Miss Deakin se había descongelado perceptiblemente. Le confió a Kerrigan que el negocio del Fondant era un negocio desesperado. Algunas confiterías iban muy bien durante un tiempo y luego decaían en forma alarmante y no podían pagar sus cuentas. Por ejemplo, este Mr. Villetti con quien acababa de hablar: seguro que tenía dificultades. Pero había sido un cliente de la Compañía de Fondant Cherie durante nueve años y era un largo tiempo en ese negocio, Mr. Kerrigan. Muy largo tiempo. ¡Los vecindarios cambiaban tan rápidamente estos días! Y el hecho de que mejoraran o empeoraran era tan importante… En los barrios pobres había poco mercado para el Fondant; en los ricos había buen mercado. Pero los barrios cambiaban tanto…
A las tres de la tarde, Kerrigan llamó por teléfono a la comisaría de la calle 30 Oeste y le pidió a Jane si podría quedarse un rato más después de las cuatro, que era su hora de salida. Algo, dijo, había aparecido que parecía interesante. Jane dijo que esperaría.
Peter Younger entró como siempre, como una tromba, a las cuatro y diez. Saludó a Miss Deakin diciendo: Querida, querida mía, lo que era una expresión bastante sobria para él. Miss Deakin resopló e inclinó la cabeza sobre la máquina de escribir.
—¿Tiene un momento, Mr. Younger? —dijo Kerrigan—. Tengo algunas preguntas que hacerle.
—Seguro, jefe: dispare. Tengo todo el tiempo del mundo.
Se acomodó en la silla frente a Kerrigan.
—¿Qué es lo que quiere saber, jefe?
Eso de jefe estaba empezando a fastidiar a Kerrigan, pero no lo demostró.
—Se llevó una docena de sobres de aquí hace como dos años, Mr. Younger.
—¡No es cierto!
Miss Deakin levantó su poca agraciada cabeza y dijo bruscamente:
—¡Sí que es cierto! Lo recuerdo perfectamente. Entró y dijo que tenía algunas cartas que escribir a sus clientes. Me pidió una docena de sobres y una docena de sellos. Y me pagó por los doce sellos. ¡Lo recuerdo perfectamente!
—¿Y qué? —dijo Younger de mal humor.
—¿Lo recuerda ahora, Mr. Younger? —preguntó Kerrigan.
Younger hizo un esfuerzo visible.
—Oh, sí, ahora lo recuerdo. Tenía pocos sobres y pedí unos cuantos… Sí, lo recuerdo, y pagué hasta el último centavo por los sellos. Me acuerdo que esa noche tenía que escribir varias cartas a clientes, a amigos. ¿Asi que qué importa? ¿Va a hacer una causa judicial con eso, Mr. Kerrigan? ¿Me va a acusar de ratería o algo así? Y bueno, saqué unos miserables sobres para mandar cartas, en su mayoría cartas de negocios.
El fanfarrón de Peter Younger estaba ahora malhumorado y enfadado y muy cuidadoso.
—No —dijo Kerrigan—. No estoy acusándolo de nada. Sólo me gustaría saber qué ha ocurrido con esos sobres.
—¿Cómo demonios puedo saberlo? —contestó Younger—. Los usé, escribí cartas a clientes y quizá si Cristo lo sabe, escribí una carta a mis padres en Wisconsin. ¿Es eso un crimen federal? Puede que haya usado un sobre o dos para pagar cuentas. ¿Así que qué va a hacer con todo esto, eh?
—No sé —dijo Kerrigan—. No tengo la menor idea. Me gustaría que se tranquilizara y tratara de recordar si usó todos los sobres.
Younger se calmó.
—Seguramente, porque revisé bien mi apartamento ayer y no pude encontrar ninguno. ¡Ah, sí!, mi esposa está segura que nunca llevé ninguno. Le pregunté.
Kerrigan dijo:
—¿Cuándo se casó, Mr. Younger?
—Hizo un año en julio. ¿Qué diablos tiene que ver mi boda con todo esto?
—Se llevó esos sobres hace dos años, mes más, mes menos. ¿Sigue viviendo dónde vivía hace dos años?
—Por supuesto que no. Ethel y yo nos mudamos a este apartamento en Brooklyn cuando nos casamos. ¡Oh!, ahora veo lo que quiere decir…
—¿Pudo haber dejado un par de sobres tirados?
—No tengo la menor idea. Creo haberlos usado todos. Quizá no. Puede ser que los haya tirado. Generalmente compro sobres estampillados en la oficina de correos. Pero ahora sí recuerdo. Recuerdo haber pedido prestado esos sobres un sábado, cuando la oficina de correos cierra al mediodía.
—¿Dónde vivía entonces?
—En una casa de huéspedes, tenía un pequeño apartamento amueblado. Una especie de salón-comedor-dormitorio, pero grande, con un diván y una pequeña cocinita construida en un armario.
—¿La dirección?
—En la calle 79 Oeste, número 294.
—¿Pudo haber dejado alguno allí?
—Pude haberlo hecho. ¡Buen Dios! ¿Cómo lo voy a recordar? ¿Me puede decir qué hizo el último once de noviembre a las ocho de la noche?
—No, no puedo.
—Bueno, ¡maldito sea!, tampoco puedo yo.
—No pretendo que lo haga —dijo suavemente Kerrigan—. Sólo trate de recordar, si puede, cualquier otro detalle de lo que sucedió con esos sobres.
Younger no podía recordar mucho. Recordaba que había usado algunos ese fin de semana, hace dos años, mes más, mes menos, pero no podía recordar mucho más con certeza. Le parecía que los había puesto en el cajón del escritorio del salón-comedor-dormitorio y creía recordar haber visto durante algún tiempo algunos sobres sobrantes, pero no estaba seguro. Su apartamento estaba en la parte delantera del tercer piso y la dueña de la casa era una Mrs. Eunice Gibney, que no era una mala persona, pero un poco descuidada en el aseo de la casa.
Finalmente Kerrigan lo dejó irse, después de un centenar de improductivas preguntas más y telefoneó a Jane.
—Te voy a buscar dentro de unos diez minutos —le dijo—. Tengo una pista.
—¿Buena?
—Creo que sí. De todos modos, una pista —dijo.