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LOS FABRICANTES DE FONDANT

De acuerdo con lo arreglado, Kerrigan la encontró en la puerta de la Comisaría de la calle 30, apenas ella se presentó a trabajar. Estaba con su auto y en cuanto ella se deslizó en el asiento a su lado, preguntó:

—¿Cuál es el número de la calle 22 Oeste?

Jane explicó que los Gebhardt ya no vivían allí. No. Ahora vivían en la calle 87 Este. Tampoco vivían del seguro social. Financieramente estaban mucho mejor. Rudy ahora tenía trabajo, un trabajo bastante bueno, como contador de una firma química con base en Nueva York, con fábricas en una media docena de estados; Rudy estudiaba derecho por las noches en la Universidad de Columbia y esperaba graduarse pronto. Había superado un deseo infantil de ser granjero y criar animales y cosechar. Greta Gebhardt también tenía un trabajo; era vendedora en Macy’s y le iba bastante bien.

Jane charló sobre los Gebhardt durante cinco minutos mientras el auto se dirigía hacia el este y el norte. De pronto se detuvo, con una extraña sensación. Era una detención súbita y Kerrigan la miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —dijo ella—, sólo sé me ocurrió que conozco a los Gebhardt muy bien. Es gracioso, nunca me he encontrado con ellos, pero Mr. Detweiler me habló tanto de ellos que siento como si los conociese desde hace mucho tiempo.

Ahora que se ponía a pensar, conocía a varias personas a quienes nunca había visto. Conocía a Peter Darling, fundador presidente de la Compañía de Fondant Cherie. Un hombre alto, de ojos negros, que había considerado su nombre demasiado precioso para ponérselo a su casa y usó en cambio la traducción francesa, pensando que era más apropiada. Peter Younger, el apuesto vendedor de la firma, ya casi en los treinta, casado hacía un año y reciente padre de una niña. Antonio Drago, conductor del camión de reparto, el que tenía en su ficha un delito juvenil y que ahora tenía cinco hijos y vivía en Brooklyn. Miss Deakin, que llevaba los libros y enviaba las facturas; alta, solterona, mezquina. Willie MacAdoo, de color, tres hijos y con una cantidad aterradora de cuotas a pagar; Jim Petersen, que trabajaba con MacAdoo en la mezcla y preparación de los Fondant; alto, de ojos azules, de tipo vikingo, casado, con dos hijos. Y Wilson Hall, gerente de tráfico, echaba una mano cuando era necesario en el departamento de producción y era un tipo extraño, en opinión de Ernie Detweiler. Leía literatura egipcia antigua en el idioma original y le encantaba; opinaba que era la mejor. Hombre pequeño y delgado.

—Bueno, ¿no vas a bajar? —preguntó Kerrigan.

Jane salió de su ensueño un poco confundida.

—Sí, seguro —dijo.

El auto se había detenido frente a una vieja casa de piedra arenisca roja, bajo ningún concepto la mejor, pero ciertamente no la peor. Subieron por la anticuada escalinata, en el vestíbulo encontraron un panel de bronce lustrado con casilleros para las cartas, localizaron el que decía Gebhardt y oprimieron el botón del timbre.

Un minuto después fueron introducidos por Greta Gebhardt a un salón de buen tamaño, más bien oscuro pero bien decorado. El precioso cabello dorado se estaba volviendo gris, pero todavía tenía una bonita silueta, ojos muy azules; Jane podía ver la belleza de que le había hablado Ernie Detweiler, aunque la piel estaba un poco ajada. Al entrar, un joven alto, muy rubio, muy ancho de espaldas, cerró un libro, retiró su silla del escritorio y se puso de pie. Rudy, por supuesto, fue el primer pensamiento de Jane y el segundo fue, otro de tipo vikingo.

Jane se presentó, presentó a Frank simplemente como Mr. Kerrigan. No hubo preguntas acerca del papel de este último. Generalmente a la gente se le hacía difícil creer que Jane Boardman era detective del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York, pero con Kerrigan no había problemas. Un solo vistazo a su rostro duro, a sus robustas espaldas bajo la convencional sarga azul, y la gente sabía que Kerrigan era un policía. Un poli, para ser más claros.

Jane explicó que debido a la muerte del detective Ernest Detweiler, a ella le habían encomendado…

—¿Mr. Detweiler está muerto? —preguntó Greta Gebhardt casi incrédula—. Pero si estuvo aquí… hace menos de una semana.

—Un poco más de una semana, mamá —dijo Rudy—. Ayer hizo una semana.

—Era un hombre tan bueno —dijo Greta Gebhardt—. Un hombre tan verdaderamente bueno. Lo siento. ¿Me entiende?

Jane Boardman asintió: Mr. Detweiler era un gran hombre y por supuesto comprendía que a través de los años se había convertido en un amigo.

—Más que un amigo —dijo Greta Gebhardt pensativa—. Estaba segura que algún día encontraría a Elsie y me la traería.

Observó sin mucha esperanza a la esbelta y elegante muchacha que tenía delante, y luego, obviamente con más esperanzas, al silencioso Kerrigan.

La observación sorprendió a Jane.

—Mrs. Gebhardt, ¿sigue creyendo que Elsie está viva? —preguntó sin pensar y se arrepintió instantáneamente de haberlo hecho.

—¿Creyendo? Sé que está viva —dijo Greta Gebhardt un tanto enfadada—. Estoy segura, Miss Boardman. ¿Cree que una madre no sabría que su hija estuviese muerta? Si eso hubiera sucedido lo hubiera sentido. Algo me dice que aún está viva. Estoy segura de ello.

Miró a Kerrigan.

—¿No lo cree así? —le preguntó.

Kerrigan dijo:

—Realmente no lo sé, señora.

—Supongo que eso significa que no lo cree—dijo tristemente— y eso quiere decir que no van a trabajar duro en ello.

—No es así, Mrs. Gebhardt, trabajaremos intensamente —dijo Kerrigan.

¿Trabajaremos?, se preguntó Jane y dijo en voz alta:

—Por lo que verdaderamente hemos venido, Mrs. Gebhardt, es para ver si había alguna novedad. ¿Llegaron más cartas de Sylvester?

Mrs. Gebhardt contestó con un movimiento negativo de su cabeza.

—No, ninguna otra. Se la llevaré si viene alguna otra. Si prefiere se las llevaré cerradas, como las quería Mr. Detweiler.

—Sí, por favor. —Y se le ocurrió entonces—: ¿No ha leído usted las cartas?

—Sólo la primera, Mr. Detweiler no me dejaba. Decía que era importante conservar las huellas digitales intactas Pero me contaba lo que decían.

Trató de hacer memoria, y recordó que ninguna de las terribles descripciones sexuales estaban en la primera carta. ¡Bien por Ernie Detweiler! Por lo menos le había ahorrado a la mujer la lectura de esos pasajes. Recordaba que Ernie le había dicho que el juego de huellas dactilares del archivo se había completado con la tercera carta.

Habló un rato con Greta Gebhardt. Ahora no había signo alguno de acento en la forma de hablar de Mrs. Gebhardt. Las «v» estaban perfectamente pronunciadas. Las palabras estaban perfectamente ordenadas. Rudy era sobriamente atento, muy cortés. Había una marcada diferencia entre él y su madre. Para Rudy, obviamente los once años habían cubierto con pesados mantos de tiempo la tragedia de aquel sábado de mayo. Para Greta Gebhardt los años no habían hecho lo mismo; era como si hubiera sucedido ayer.

Les preguntó si tomarían una taza de café, no le llevaría más que un minuto. Jane y Kerrigan rehusaron.

Los acompañó hasta la puerta para despedirse. Después de haberle dicho adiós tomó de pronto a Kerrigan del brazo.

Está viva, Mr. Kerrigan —le dijo. No estaba emocionalmente alterada; lo dijo con toda serenidad—. Lo .

Jane percibió que a Kerrigan le resultaba embarazoso, pero se las arregló bien a pesar de su falta de diplomacia.

—Espero que tenga razón, Mrs. Gebhardt. Sinceramente. Y haremos lo posible por encontrarla. Créame.

—Sé que lo harán.

Era curiosamente convincente y Jane Boardman se sintió impresionada; tenía una sensación irreal, turbia, de que quizá fuese así. De alguna manera, en algún lado, Elsie Gebhardt podía estar aún viva. Tendría…, a ver, once más siete…, dieciocho años, con cabello dorado, ojos azules. Cualquier cosa es posible. Ahora una mujercita, ¿haciendo qué y dónde? Seguramente la intuición materna tenía que significar algo. Los científicos ya no se burlaban de la clarividencia y de la transmisión del pensamiento. Había incluso un individuo en un colegio de Carolina —Rine, Rhie, Rein o algo por el estilo— que había llegado a probar por medios estrictamente científicos que existía. Y la gente de la Universidad de Columbia estaba trabajando muy callada en el mismo sentido, pero con mucho cuidado de que nada se diera a la publicidad.

Yendo hacia el sur, a través del tránsito poco intenso de los sábados, dijo:

—¿Cuál es tu opinión, Frank?

—¿Sobre qué?

—Sobre si Elsie Gebhardt está aún viva.

—No apostaría a que lo esté. No sé.

—Sin embargo, sería maravilloso que lo estuviera. Y si pudiera ser hallada.

Kerrigan gruñó evasivamente.

—Es posible —insistió ella.

—Cualquier cosa es posible.

—Pero ella es la madre y tiene una sensación tan fuerte sobre su hija.

—Todas las madres tienen fuertes sensaciones sobre sus hijos. Todas se rebelan, se echan atrás, o como quieras llamarlo, ante la idea de la muerte de un hijo. Así de simple.

—¿Es decir, que crees que Elsie está muerta?

—No tengo la menor idea —dijo—. Creo que sí, pero no tengo en qué basarme. Así que ¿para qué pensarlo?

Por un instante la exasperó. Era tan cabeza dura, tan insensible. No, no era ésa la palabra; tenía sensibilidad, sí, pero nunca la mostraba. Simplemente odiaba las teorías. Simplemente tocaba timbres por docenas, centenas, miles de puertas y hacía sus preguntas aburridas y sin imaginación. Preguntaba tozuda, interminablemente. Tenía un expediente notable; había conseguido acabar y solucionar muchos casos, pero ninguno por lo que se podía llamar brillantes deducciones. Simplemente por el paciente, aburrido, cansado trabajo de seguir pistas haciendo esos interminables interrogatorios.

El viaje hacia el centro fue más lento. Hubo un retraso importante en la calle Varick. Los últimos que se iban para el fin de semana formaban una lenta columna de autos que cruzaba la calle Canal y se dirigía al túnel que los haría atravesar por debajo del río Hudson hacia Nueva Jersey, donde pronto estarían fuera del humo y del hollín, gozando del aire fresco y de los espacios verdes del oeste de Nueva Jersey y este de Pensilvania.

Eran las diez pasadas cuando se detuvieron frente a una casa angosta de tres pisos en la parte baja de la calle Varick, un edificio más bien ruinoso, en una zona de edificios pequeños y ruinosos. Hacia el este, norte y sur se alzaban rascacielos; incluso al otro lado del río se habían levantado edificios impresionantes. Pero aquí las construcciones eran viejas —es decir, antiguas— para una ciudad donde la vida útil de un edificio se estimaba en veinte años.

Jane empezó a recordar las causas. No tenía ninguna conexión con el caso Gebhardt, pero Ernie Detweiler las había investigado. Hacía mucho tiempo, en épocas prerrevolucionarias, allí había existido un colegio superior y esta zona había sido parte de su propiedad. El colegio se había trasladado y cambiado de nombre hacía casi doscientos años. Pero sagazmente se había aferrado a sus tierras, eximidas de impuestos, alquilándolas, pero nunca vendiendo. En las primeras décadas el valor fue subiendo gradualmente, pero luego este aumento fue vertiginoso. Como sólo pagaban impuesto esos viejos edificios, cuyos costos de construcción, por otra parte, también habían corrido por cuenta de los inquilinos, todavía se encuentran en la zona baja de Manhattan fracciones valiosísimas de tierra en esas condiciones de uso o desuso.

Aun antes de haber entrado en el edificio se vieron envueltos por un olor pesado, pegajoso y dulzón, casi nauseabundo. Había una placa de bronce sobre los viejos ladrillos pintados de rojo junto a una puerta de madera. En grandes letras de bronce podía leerse Compañía de Fondant Cherie. Dentro se encontraron en un largo cuarto, de techos bajos, con un aparato de aire acondicionado en una ventana, y una mujer alta y delgada sentada frente a su escritorio, escribiendo rápidamente a máquina. El tecleo de la máquina se detuvo abruptamente y la dactilógrafa giró sobre sí misma y detuvo la mirada en ellos.

—¿Puedo hacer algo por ustedes? —preguntó en un tono que sugería que no deseaba hacer nada por ellos.

—Sí, quisiéramos ver a Mr. Darling, si no es molestia, Miss Deakin.

La dactilógrafa, una mujer de mediana edad, de facciones duras, con ojos poco amistosos escondidos tras unas gafas de montura de asta, dijo:

—¿A quién debo anunciar?… —se detuvo repentinamente—. ¿Cómo sabe mi nombre? Jamás en mi vida la he visto antes.

—Bueno…, es una historia un poco larga, Miss Deakin. Se lo diré más tarde, después de haber visto a Mr. Darling —Jane abrió su cartera, le mostró su credencial y se presentó a sí misma y a Kerrigan.

—Muy bien, me gustaría saberlo.

Hizo una conexión en el pequeño conmutador que había sobre su escritorio y anunció la presencia de dos detectives que deseaban ver a Mr. Darling. Después de cortar, señalando una puerta al fondo de la oficina, les dijo:

—Entren.

Adentro encontraron a Peter Darling que en ese instante se levantaba de detrás de su escritorio. La oficina era pequeña, pero sorprendentemente grande en elegancia. Había algo poco común en oficinas: un hogar con una chimenea estilo Adam, que indicaba la época de la construcción.

Contrariamente a Miss Deakin, el hombre alto y delgado era acogedor: no efusivo, pero cordial.

—Hola —dijo—, ¿qué ha pasado con mi viejo amigo Mr. Detweiler?

Jane se lo contó y Darling pareció sinceramente dolido.

—Siento mucho oír esto —dijo—. Realmente. Me gustaba mucho, a pesar de que nos estaba persiguiendo, semana tras semana, desde que apareció esa carta dentro de uno de nuestros sobres. No quiero decir con eso que fuera desagradable, pero tenía la firme convicción de que la respuesta de todo estaba algún lugar de esta oficina.

Sonrió tristemente.

—Era absolutamente infundado, por supuesto, pero Mr. Detweiler tenía una… bueno, pueden llamarlo obsesión. Pero siéntense, siéntense. Pónganse cómodos.

Una vez que se hubieron sentado y hechas las presentaciones, Kerrigan dijo:

—¿Cómo puede estar seguro de que la idea era infundada?

—Bueno, deduzco que es nuevo en el caso, Mr. Kerrigan. Si no lo fuese, sabría cómo la policía investigó nuestras vidas, la mía y las de mis empleados. Las pasaron por un tamiz; no sólo a los que trabajaban aquí, sino también a sus familias. Padre, madre, lo que uno tuviera. Si conoce el enorme trabajo que hicieron esos detectives, que deben haber sido una docena y media durante dos semanas después de haberles llegado la carta a los pobres padres, podría darse cuenta de que simplemente no hay conexión alguna.

Kerrigan lo pensó nuevamente.

—Pero obviamente hay una conexión, Mr. Darling. Hay…

—¡Cómo! —Darling se puso un tanto violento—. Vea, Mr. Kerrigan…

Esta vez fue Kerrigan quien interrumpió.

—Por favor, déjeme terminar, Mr. Darling. De lo único que estoy seguro es de que el secuestrador no es empleado suyo, o está directa y visiblemente conectado. De eso estoy seguro. El secuestrador puede estar loco, pero no es estúpido. En realidad, creo que es astuto. Pero, no obstante, puso sus manos en uno de sus sobres. Esa es la única conexión.

Darling dijo:

—Sé lo que quiere decir. Pero fíjese que estos sobres no tienen nada de valioso. Impresos y todo, comprándolos en cantidad, creo que salen alrededor de cincuenta centavos el ciento. Muy baratos. ¿Entiende?

—Por supuesto.

—Así que si uno se hubiera caído al suelo y ensuciado, hubiera sido tirado a la basura y sacado a la calle en el cubo de la basura, de donde cualquiera lo hubiera podido tomar.

—No —dijo Kerrigan.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

Kerrigan miró a Jane, que dijo:

—No estaba sucio, Mr. Darling. Estaba perfectamente limpio cuando fue entregado en la casa de la familia Gebhardt —lo dijo consciente de que Kerrigan se lo había sugerido y sintiendo que le estaba robando parte de su gloria.

—¡Oh! —dijo Darling mientras asimilaba esto—. Bueno, deben existir por lo menos cien formas en que pudo suceder sin que tenga que haber ninguna conexión real con la firma.

Kerrigan dijo:

—¿Cuáles son, Mr. Darling?

Lo dijo ansiosamente. Darling lo miró con incertidumbre, sospechando un sarcasmo. Pero no cabían dudas acerca de la sinceridad de la pregunta de Kerrigan.

—Bueno, no lo sé —se puso de pie, salió de detrás de su escritorio y empezó a andar por la oficina—. Es perfectamente posible —dijo— que alguien, un vendedor, un cliente, haya tomado uno del escritorio de Deakey, es decir, de Miss Deakin. O lo pueden haber robado, con ese objeto, del depósito donde se guardan los útiles de oficina. Pudo haber estado abierto. Diablos, Deakey le habría dado uno a quienquiera que se lo pidiese.

—¿Ha tenido algún robo este año o en los dos últimos años? —preguntó Kerrigan.

—Oh, no, nunca; toquemos madera —pasó su mano sobre su escritorio de nogal—. Nunca tuvimos ninguno.

Kerrigan meditó un poco.

—Muy increíble, me parece:

—¿Por qué increíble? ¿Qué es lo que es improbable?

—Que lo hayan robado. Es cierto que es común robar. Pero robar un sobre que vale medio centavo pudiendo comprar en cualquier papelería cincuenta por veinticinco centavos o incluso menos, ¿para qué correr el riesgo de que lo pesquen con las manos en un armario ajeno? No, no lo creo.

—La secretaria pudo haberlo entregado a cualquiera que se lo haya pedido.

Kerrigan negó con la cabeza.

—No si era el raptor. Es demasiado vivo para eso. Ella podría, sólo podría recordar haberle dado el sobre. El raptor, después de todo, no es tan tonto.

Darling dijo:

—Bueno, destruyó todas mis ideas. ¿Cuáles son las suyas?

—Oh, no tengo ninguna. Ojalá tuviera.

—Pero debe tener alguna, hombre. ¡Tiene que tener!

—No tengo —dijo Kerrigan mansamente—. No tengo nada en qué basar una idea.

—Bueno. ¿Qué va a hacer?

Darling, sin decirlo, dio a entender bastante claramente que Ernie Detweiler había perdido mucho del tiempo por el que le pagaban los contribuyentes. Había ido aproximadamente una vez por semana y paseado, preguntándole a la gente qué había de nuevo y si habían recordado algo nuevo. Lo había estado haciendo durante once años, cuando se veía claramente que no se ganaba nada con pasar y repasar y repasar siempre lo mismo.

—Algunas veces lo hacen, sabe —murmuró Kerrigan.

—¿Hacen qué? —preguntó Darling.

—Recuerdan cosas después de un tiempo.

—¿Once años después?

Kerrigan dijo que nunca había oído decir que esto sucediera tanto tiempo después, pero que cualquier cosa era posible.

Darling se encogió de hombros.

—¿Así que va a seguir haciendo las mismas cosas?

—Todavía no estoy decidido —dijo Kerrigan—. Mire, Mr. Darling, lo siento mucho porque se está impacientando a causa nuestra. Pero nos disgusta tener que cerrar un caso si existe la más leve posibilidad de poder solucionarlo.

Darling se disculpó instantánea y sinceramente.

—Por favor, no piense eso, Mr. Kerrigan. Mire, tengo una hija de catorce años y me enfermo ante la sola idea de que le pudiera suceder algo por el estilo… Créame, voy a cooperar ciento por ciento. Pongan todo patas arriba si creen que eso puede ser útil.

—Le aseguro que no haremos eso. Pero gracias por la cooperación. ¿Quiere pedirle también que coopere a Miss Deakin? Por lo menos para que nos presente a la demás gente de aquí. No pareció muy…, bueno, muy cordial con nosotros.

—¿Deakey? No, ya me imagino. Ella es, en fin, algunos la consideran fastidiosa. En verdad, sólo es un espíritu extremadamente meticuloso. Muy leal. Pienso que le molestaba que Mr. Detweiler tomara aunque sea un solo minuto del tiempo de los empleados, eso es todo.

Los llevó nuevamente a la oficina externa, los presentó a Miss Deakin y le dio instrucciones explícitas para que colaborara con ellos. Miss Deakin pareció profundamente desdichada por esto. Cuando Darling se retiró, estuvo positivamente gruñona. Les dijo que los hombres vendrían a recoger sus cheques dentro de la media hora siguiente, así que por qué no se sentaban y esperaban, así se los presentaría a medida que llegasen. No se ablandó ni un poco cuando Jane le dijo que era una excelente sugerencia, casi perfecta. Su rostro parecía de piedra cuando Kerrigan le explicaba que, por supuesto, no se sospechaba de ningún empleado. Y se le pusieron los pelos de punta cuando le dijo que, por supuesto, entendía que cualquiera, absolutamente cualquiera, empleado o extraño, pudo haber tomado de su escritorio un sobre de la Compañía de Fondant Cherie.

—¡De ninguna manera! —estalló—. Ciertamente que no. Guardo los sobres aquí mismo.

Abrió el cajón superior derecho de su escritorio y le mostró un montón de papel de cartas con membrete de la Compañía y otro de sobres en el compartimiento de al lado.

—Pudo haber sucedido cuando se había ido a almorzar —dijo Kerrigan.

—Cierro este cajón con llave; cierro todos los cajones del escritorio cuando salgo a almorzar —se sentía un tanto triunfante por esto.

—Podría haberse ido solo a la toilette… —dijo Jane.

Miss Deakin le contestó con inocultable placer.

—También entonces lo cierro —y miró a Jane vengativamente.

—¿Siempre? —preguntó Kerrigan.

¡Siempre! —asintió Miss Deakin.

—Suponga que un extraño, o un cliente, le hubiese dicho que necesitaba un sobre —dijo Kerrigan—. Seguramente le hubiese facilitado uno como una cortesía habitual de la casa.

—¡Jamás! ¿Por qué habría de hacerlo? —sacudió su cabeza—. Que se compren sus propios sobres. Son bastante baratos.

—Sí, por supuesto —dijo Kerrigan con aspecto de confusión.

El primer visitante de la oficina fue un hombre joven, fanfarrón, de mejillas regordetas, que dijo:

—¡Deakey, querida! ¿Cómo está hoy el amor de mi vida, eh? Deakey, ¿te dije alguna vez que cada día estás más guapa?

Miss Deakey dio un suspiro.

—Cada semana —dijo—. Aquí está tu cheque.

—Un día más, un dólar más…; menos los impuestos, por supuesto.

Sus ojos paseaban sobre Kerrigan y Jane Boardman, especialmente sobre Jane. Esta lo reconoció al instante: Peter Younger, el vendedor. Pero aguardó a que la Deakin Completara las presentaciones.

Younger prácticamente ignoró a Kerrigan y dijo a Jane:

—Detective, ¿eh? Podría haberme engañado. Ciertamente es un progreso sobre el espécimen que mandaron antes. Usted conoce a… ¿Cómo se llamaba el viejo cabrón?

Jane respondió muy tiesa.

—Detweiler.

—Eso es. Obsesionado por una idea fija. ¿Sabe cuántas veces me dijo, usando siempre exactamente las mismas palabras?: Mr. Younger, ¿recordó algo esta última semana que pudiera ayudarme? Apostaría que oí…

—Bueno, ¿recordó algo esta última semana? —la voz de Kerrigan fue baja, pero algo en ella cortó a Younger en seco. De pronto pareció darse cuenta del tamaño de Kerrigan.

—¿Qué?… No, no señor —dijo inquieto.

—Bueno, apreciaríamos que busque con cuidado en su memoria cuando tenga tiempo.

—Seguro que lo haré.

Cuando comenzó a retirarse, Kerrigan dijo:

—A propósito, si tiene alguna pregunta más inteligente que hacer, se lo agradeceríamos. Estamos tanteando en la oscuridad, ¿sabe?

Era obvio que Younger no sabía si estaban jugando insolentemente con él o si le rogaban seriamente que usara su intelecto para ayudar a la policía. Tomó el camino más seguro y dijo en tono sincero:

—Claro.

Después que se fue, Miss Deakin murmuró:

—¡Ese se cree un genio! A me deja fría —agregó como si no pudiera entenderlo—. Sin embargo, es un buen vendedor. Esa clase parece tener éxito con la mayoría de nuestros clientes.

—Creo recordar que Mr. Detweiler dijo que se había casado hace menos de un año.

—Hace poco más de un año —dijo Miss Deakin— y ya con un niño de más de seis meses —agregó con tono sombrío—. Se supone que era prematuro. ¡Prematuro! ¡Ah! Dé tres kilos y medio, con uñas completas.

El siguiente fue Willie MacAdoo, tan grande y ancho de espaldas como Kerrigan, negro como el carbón, con grandes dientes blancos. Rápidamente se enzarzó en una violenta disputa con Kerrigan, pero como sólo era sobre equipos de baseball, uno llamado Giants y el otro Dodgers (Jane los había visto mencionados en los diarios y era todo lo que sabía de ellos), comprendió que no era muy grave, a pesar de las insinuaciones que se hicieron uno a otro de debilidad mental o aún peores. Se separaron con un intercambio de insultos, sonriéndose uno al otro. Al final Willie dijo que no, que no recordaba nada nuevo, absolutamente nada y sí trataría de recordar algo que le pudiera ayudar. Se le ocurrió a Jane que si alguna vez se presentaba ante una comisión de derechos civiles, o cosa por el estilo, una transcripción de esta charla a Kerrigan lo expulsarían y fusilarían por no demostrar espíritu de intercambio. Y también tuvo la idea de que posiblemente Willie MacAdoo sería el primero en impedir semejante disparate.

El siguiente fue Wilson Hall, pequeño, apuesto, con ojos grises agudos tras gafas de montura dorada. Jane recordaba que era casado, con tres hijos, y que vivía en un suburbio de Nueva Jersey.

—Creo que lee literatura egipcia antigua en sus versiones originales —dijo ella.

Él la miró con súbito interés.

—¡Oh, sí, ciertamente! ¿Usted también, Miss Boardman?

Ella sacudió su cabeza.

—Lo siendo. Pero es la primera persona que conozco que es capaz de hacerlo.

—Algún día habrá muchos más —aseveró él—. Créame, no hay nada igual. Es la literatura más grande que este mundo jamás conocerá.

Jane tuvo la sensación de que había estado bien y prosiguió, metiendo la pata.

—¿Qué le parece la literatura moderna egipcia?

Hall la miró incrédulo.

—¿Moderna, qué?

Ella se dio cuenta de que había cometido un error, pero no sabía qué otra cosa decir y dijo:

—Literatura egipcia moderna.

Hall metió su sueldo en la cartera, puso su cartera en el bolsillo interior de su chaqueta.

—No se ha escrito ninguna literatura egipcia en los últimos mil años —lo dijo con ese cierto aire de disgusto del hombre que acaba de descubrir y poner en evidencia a un farsante y estaba asqueado por lo que veía.

Ella preguntó:

—¿Qué escriben entonces?

—Arábigo. No egipcio. Buenos días, Miss Boardman. Buenos días, Mr. Kerrigan.

Partió bruscamente, gallardo, dejando atrás a una Jane completamente confundida, a Kerrigan con los ojos de par en par abiertos y Miss Deakin con los pies en la tierra.

—Un loco —dijo esta última—. Un loco, si quiere saber mi opinión. Su hija mayor necesita que urgentemente le pongan aparatos en los dientes torcidos. ¿Y en qué gasta su dinero? ¡Libros! En esas escrituras extrañas que nadie más entiende. ¡Ah!

—Me había olvidado —dijo Jane débilmente—. Debería haber recordado que los verdaderos egipcios desaparecieron hace mucho tiempo.

—Su hija mayor necesita aparatos en los dientes —repitió Miss Deakin—. ¿Y en qué gasta su dinero? En estas cosas de Omar Khayyan.

—Ese era persa —dijo Jane—. Por lo menos eso lo recuerdo.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó, sospechosa, Miss Deakin—. Persa, egipcio…, ¿cuál es la diferencia?

Jane se quedó sin respuesta. Entonces entró Antonio Drago, grandote, pesado y tirando a tripudo.

—¿Tienes mi insulto semanal, Deakey? —preguntó suavemente. Tenía rizado el pelo negro y una blanca sonrisa contagiosa. La sonrisa se le congeló instantáneamente, cuando le presentaron a los dos extraños, y Miss Deakin le advirtió breve y competentemente qué eran. Se volvió cauteloso.

—Mucho gusto de conocerlos —murmuró, lo que era una evidente mentira. No estaba nada contento; eso era claro.

Murmuró el saludo y se dio la vuelta rápidamente.

Jane conocía su historia. Tres días después de haber cumplido doce años, la policía lo había apresado en un descampado de Queens con otros cuatro chicos, mucho mayores que él, mientras desarmaban un auto robado. Cuatro das antes habría sido devuelto a sus padres con la recomendación de que le dieran una paliza. Pero tenía tres días más de doce años, así que era un delincuente juvenil y tenía que pagar las consecuencias de su crimen, lo cual consistió en dos años de reformatorio. Ahora estaba casado, tenía cinco hijos y un apartamento en las afueras de Brooklyn, con una madre senil que vivía con ellos en una ruidosa y chillona multitud de chicos.

—¡Tony! —dijo Jane cortante.

Antonio Drago giró con recelo.

—Tony —dijo Jane—, Mr. Detweiler me dijo que si había una persona en quien podía confiar aquí eres tú. Me alegro de conocerte, Tony.

Él volvió al escritorio, grande, pesado, bastante torpe, sonriendo con una sonrisa sorprendentemente tímida.

—¿Conoce a Ernie? —dijo—. Es un gran tipo.

Jane dijo que lo conocía muy bien, lo que no era del todo cierto.

—Sabes, Tony, está muerto.

El efecto de su anuncio fue sorprendente. Antonio Drago se agarró del escritorio y dijo:

—¿Mr. Detweiler? ¡No! ¡Si lo vi hace una semana! ¡Oh, no! —su cara grande y redonda se puso repentinamente pálida—. Era un hombre excelente.

Jane dijo que sí, que sabía que Mr. Detweiler era un hombre excelente. Tony Drago dijo:

—Una vez tuve un problema… pero Mr. Detweiler lo conocía muy bien.

Jane se encontró hablándole de la casa fúnebre MacGuffy y de la solemne misa de réquiem en la Iglesia del Sagrado Corazón. Antonio Drago le pidió que repitiera eso y pidiéndole prestado un lápiz a Miss Deakin, tomó nota. Dijo que le gustaría enviar un tributo floral a la casa MacGuffy y que trataría de obtener el permiso de Mr. Darling para ir a la misa el próximo miércoles.

—Era una persona tan excelente, Mr. Detweiler —dijo Antonio Drago—. Fue tan bueno conmigo. No tiene idea. Gracias, Miss Boardman.

Después que se fue, Miss Deakin dijo muy enfadada.

—Es un buen muchacho. ¿Por qué vienen persiguiéndolo?

Jane dijo que no lo perseguían en absoluto. Mr. Detweiler había dicho cosas muy bonitas sobre Tony Drago. No, no lo estaban persiguiendo en absoluto. Estaba un poco enfadada por ello. Al fin y al cabo Tony Drago era el primero que había encontrado visiblemente afligido por la muerte de Ernie Detweiler. Trató de ponerlo bien en claro. Miss Deakin dijo algo que sonaba como ¡Humph! Una especie de sonido.

Jim Petersen fue el último. También era grande, de movimientos fáciles, rubio, de ojos azules. Su nombre, pensó Jane, debería haber sido Olaf, le hubiera ido mejor que Jim. Dijo que no, que tampoco había recordado nada nuevo. Pero al tipo que se llevó esa niña…, claro que le gustaría agarrarlo. Tenía, un hijo pequeño, Ingrar y ¡seguro que le gustaría agarrar a ese tipo! ¿Cómo se llamaba? ¿Ese que robó la chiquilla a los padres? Movía las manos, que eran muy grandes y gordas, como si estuviera retorciendo un pescuezo con ellas. Eso, dijo, es lo que le haría a ese tipo.

Después que se fue, Miss Deakin dijo:

—Sueco grande y tonto, aunque buen muchacho. A él no lo pescarían con un niño prematuro.

Mr. Darling salió, deteniéndose sólo para darles la mano y repetirle a Miss Deakin que cooperara en todo lo que pudiera con la policía, sugerencia que, de ser posible, hubiera enfadado aún más a Miss Deakin. Sacudió su cabeza y murmuró por lo bajo. Dijo a Kerrigan y a Jane Boardman que los sábados cerraba a la una, y les preguntó si esperaban que mantuvieran abierto por más tiempo como un favor especial hacia la policía de Nueva York. Esto último en tono beligerante.

Jane le aseguró que no esperaban tal cosa:

—¡Bien! —dijo Miss Deakin corriendo el carro de su máquina de escribir hasta trabarlo. Era una clara invitación para que Jane y Kerrigan se retirasen. Si había alguna duda, Miss Deakin la aclaró rápidamente diciendo—. Estoy cerrando y echando la llave al escritorio. ¿Hay alguna otra cosa que quieran saber?

Respondieron que no, que no había otra cosa, y la vieron cerrar el pequeño edificio ruinoso de la calle Varick. Una vez fuera, Miss Deakin preguntó por la dirección de la casa fúnebre MacGuffy. Dijo en un tono más bien displicente que Ernest Detweiler no era en realidad un mal tipo, un fastidio en algunos aspectos, pero en otros un buen tipo. En realidad no tenía nada contra él. Suponía que estaba haciendo su trabajo, aunque equivocadamente. Estaba pensando, sólo pensando que hasta quizá le mandaría un ramito de flores, sólo un ramito.

Kerrigan llevó a Jane a almorzar a uno de los pocos restaurantes abiertos de esta comunidad de los Sábados Muertos. Durante el almuerzo dijo:

—Fue muy interesante, ¿no te parece?

A ella no le había parecido.

—Tal como lo esperaba —dijo—. Por cierto, conocía a todos a través de las charlas de Detweiler.

—Me refiero a Miss Deakin. La manera como guarda y cuida la papelería. No parece posible que un visitante casual haya podido tomar un sobre sin que se diera cuenta.

Jane estuvo de acuerdo, pero ¿tenía eso algún significado?

Kerrigan se encogió de hombros.

—Sólo que Detweiler posiblemente tenía razón. La respuesta a los interrogantes está de alguna manera en la Compañía de Fondant Cherie.

—Noté una cosa —dijo Jane—. Darling dijo que prácticamente cualquiera podría haber tomado un sobre de la oficina de Miss Deakin. De acuerdo con lo que dijo ella, no es así.

—También lo noté, pero no creo que tenga ningún significado. Dijo que Miss Deakin era muy meticulosa, pero no creo que sepa hasta qué punto lo es. Es posible que nos haya despistado, pero es frecuente que los testigos lo hagan, porque no ven lo que tienen bajo su nariz. Es algo a lo que te tienes que acostumbrar cuando estás tratando con testigos.

Jane, dijo:

—Debería estar de vuelta en la oficina.

Kerrigan preguntó:

—¿Pasó alguna vez Detweiler un día o dos sentado junto a Miss Deakin, viendo quién entraba y salía?

—No, por lo menos nunca me dijo que lo hubiera hecho. —Pensaba que si lo hubiera hecho se lo hubiese, contado—. Estoy segura de que no —dijo.

—¿Por qué no lo haces? —dijo Kerrigan.

—¿Yo? Imposible. Mira, Frank, voy a llegar tarde a la comisaría.

—¿Te importaría que lo haga yo? Me gustaría probar.

—¿Y tus vacaciones?

Le hizo notar que Portugal era un país pequeño, un país muy pequeño. ¿Qué diferencia había si usaba un día para trabajar en este caso? Podría volar a Portugal el lunes por la noche. De todos modos, no estaba muy interesado por Portugal. Jane, que estaba cansada, repentinamente se dio cuenta de que el aspecto de fatiga que tenía Kerrigan había desaparecido desde hacía un rato. Estaba alerta, con los ojos brillantes, y parecía totalmente descansado.

—Estoy segura —dijo ella— de que no seré capaz de librarme.

Él dijo que, por supuesto, lo entendía. Él no quería decir que ella tuviera que quedarse con él. Pero le gustaría dedicar un día, solo un día, sentado al lado de Miss Deakin, mirando a la gente que entraba y salía, y que pudiera tener acceso a los sobres con membrete de la Compañía de Fondant Cherie. Y le haría saber cualquier progreso que hiciera.

Jane miraba continuamente su reloj de pulsera y se alegraba de pensar que el teniente Alfredo no estaría en la comisaría de la calle 30 Oeste.

—No hay ninguna ley que lo prohíba, Frank, por lo menos que yo sepa. ¿Pero en serio quieres perder parte de tus vacaciones en este caso? En realidad, Detweiler le dedicó once años y no llegó a nada. ¿Qué te hace pensar que tú podrás lograr algo en un día?

—No estoy seguro de que pueda. Sólo quisiera probar, Jane.

Eran las dos pasadas cuando volvió a la comisaría y el sargento Pauling, en comando por ausencia del teniente Alfredo, estaba visiblemente enfadado. Dijo que había entendido que iba a salir durante una hora poco más o menos, pero hacía casi seis horas que había salido. ¿En qué caso?, ¿quién era Elsie Gebhardt? Bueno, no interesaba. Hay doce personas esperando para denunciar delitos. ¿Podría ponerse a trabajar, por favor?

Jane se puso a trabajar. Atendió a hombres cuyos bolsillos habían sido vaciados, otros que habían sido golpeados, robados y arrollados, y a una chica que casi había sido violada, pero sólo casi. Se dio cuenta de que su mente volvía al caso Gebhardt. ¿Cómo había; llegado un sobre con el membrete de la Compañía de Fondant Cherie a manos de un hombre que se llamaba Peter Sylvester? ¿Cuál era la conexión entre esta pequeña firma de la calle Varick, en la cual trabajaba gente claramente honesta, y un secuestrador? Recordó que el teniente Alfredo le había prevenido que no se obsesionara con el caso. Se preocupó de llegar a obsesionarse con él y lo borró de su mente, o por lo menos trató de conseguirlo.