Once años después, un viernes de septiembre, el detective Ernest Detweiler murió en el Hospital General de Queens, poco antes de la madrugada. Estaba registrado, con la absurda precisión de ese tipo de noticias, que la muerte ocurrió a las cuatro y cuarenta y cinco, después de la intervención quirúrgica. La nota escrita a máquina que se hizo circular por la oficina de detectives de la comisaría de la calle 30 Oeste, incluía, además, la útil información de que si alguien quería hacer una donación para una corona para su compañero, debería ver al sargento detective Richard Pauling; el funeral sería el miércoles siguiente; los restos serían velados en la casa fúnebre McGuffy de tres a siete horas de la tarde y el mismo día del entierro, a las diez de la mañana, se ofrecería una misa de Réquiem, en la Iglesia del Sagrado Corazón.
Un poco antes de las nueve de la mañana, dicha nota llegó a manos de la detective de segundo grado Jane Boardman, que al leerla se arrepintió de una serie de cosas. Deseó haber sido más paciente con él, más atenta, más amable, estos tres últimos meses. Sintió que le hubiera gustado. Ahora le preocupaba pensar que hubiera advertido alguna vez su impaciencia y se sintiera herido.
Estaba apenada porque, ahora que lo pensaba, había necesitado tanto alguien con quien hablar. Y era un simpático viejo, con las mejillas rosadas, regordete, bajo (muchas veces se había preguntado cómo había hecho para alcanzar la altura requerida) y siempre vestido con una elegancia afectada. Al menos era regordete y sonrosado la primera vez que se presentó ante ella. Hacia el final, su gordura se convirtió en esbeltez, cosa que le quedaba muy bien, y el rosado de sus mejillas desapareció dejando un rostro pálido y lustroso que no le favorecía en modo alguno.
Se sintió culpable de haberlo humillado tanto durante los últimos días, como a un verdadero pelmazo. Durante las semanas anteriores a su última licencia, trató de esquivarlo lo más posible, cosa que no siempre consiguió.
Nunca había sido ofensivo, recordaba; por el contrario, había sido… cortés, se dijo buscando la palabra exacta. Eso era, cortés era exactamente lo que había sido. Éso no era común en esta época y menos aún en el Departamento de Policía. No encontró ningún otro miembro de las fuerzas policiacas a quien pudiera aplicarle el mismo adjetivo. Se rió sola al pensar lo absurdo que sería considerar cortés a Frank Kerrigan. El solo hecho de imaginar a ese hombre intratable y testarudo con aire de cortesía era ridículo.
Le alivió, por poco que fuera, que al principio —de esto hacían tres meses—, cuando Detweiler se fijaba en ella en todo momento libre, ella había aparentado gran interés y fascinación en un caso que había ocurrido hacía ya once años. Once años antes, Jane Boardman tenía trece años y no leía los diarios. Por lo tanto al principio no había sido tan duros oírlo hablar, ya que era nuevo para ella.
Pero había hablado, hablado y hablado, ahogándola en palabras y repitiéndose con frecuencia. Deseó encontrar algún día la forma correcta de decirle que no estaba interesada en sus charlas. No fue capaz de hallarla y ahora se alegraba de eso. Se acordó, con aguda pena, de aquella vez que no pudo reprimir un bostezo y él pareció no haberlo notado, ya que siguió hablando y hablando. Por supuesto que entendió la razón que había detrás de aquello. En una carrera muy larga y poco distinguida en el Departamento de Policía, Ernest Detweiler había manejado un solo caso de tanta importancia como para aparecer en la primera plana de los diarios de Nueva York durante semanas. Sí, había sido un caso muy importante el de Elsie Gebhardt, once años atrás. Había estado en las primeras planas y la fotografía de Ernest Detweiler haba aparecido en los diarios once veces. Le mostró los recortes. Uno de ellos era la fotografía de una guapa mujer, joven, la madre de Elsie Gebhardt, con la cabeza apoyada en el pecho de su marido y llorando desconsoladamente, mientras que el detective Ernest Detweiler miraba por encima del hombro del marido. En el pie de la fotografía, el nombre del detective Detweller estaba mal escrito: Detweiler. En otra aparecía Ernest Detweiler llevando a un sospechoso a la comisaría de la calle 30 Oeste, sospechoso que luego resultó inocente. Las otras nueve fueron más o menos lo mismo: Ernest Detweiler examinando unos huesos que habían aparecido en una excavación en los fondos de una casa de Valley Stream del condado de Nassau, huesos que después resultaron ser de caballo y no de un niño de siete años; Ernest Detweiler en Sharoken, Pensilvania, investigando el hallazgo de unos huesos de niño, que después resultaron pertenecer a un indio que había muerto más de doscientos años atrás.
Jane Boardman suspiró. Podría haber sido más simpática con él; ojalá lo hubiera sido.
Se puso de pie y fue hasta donde estaba Dick Pauling y le dijo que, por supuesto, quería contribuir para esa corona.
—La cantidad usual son dos dólares, Jane—dijo. Revisó su cartera y extrajo dos billetes de uno.
—Era un viejo fantástico —dijo—. Lo siento.
—Sí que lo era —concordó Pauling—. Ya no los hacen como Pop.
Pauling estaba en los cincuenta y algo y ella recordó que algunos de los hombres mayores llamaban a Detweiler Pop.
—¿Qué edad tenía? —preguntó.
—Sesenta y uno hace pocos meses.
—Pero ¿no tenía suficiente antigüedad como para retirarse?
—De sobra. Trabajó cuarenta años en la policía. Entre la pensión y la jubilación hubiera tenido por lo menos tanto como su sueldo.
—¿Por qué no lo hizo?
—¿Para qué?, en realidad no tenía otro interés en la vida. Su mujer murió hace ocho años. Sus dos hijos están casados y tienen sus propias familias. No tenía hobbies, excepto el caso del secuestro de hace por lo menos doce o trece años. Lo tenía obsesionado. Decidido a solucionarlo. Parece que perdió a una hija pequeña, de la misma edad que esta chica raptada, de esta Helena algo; no, creo que era Elsie algo. Sucedió antes de que yo entrara a trabajar aquí.
Hace once años, corrigió Jane a Pauling en su mente. Un sábado por la mañana, en mayo, hace once años.
—Sí, ya sé —dijo—a menudo me habló del caso—. Pauling pareció sorprendido.
—¿Te habló del caso? Qué raro.
—¿Por qué raro?
—Porque era un viejo más bien callado. Taciturno le cuadra mejor.
—No tuve esa impresión, todo lo contrario.
—Bueno, estos viejos, supongo que les gusta hablar con una chica guapa.
Jane volvió a su escritorio. Dudaba que su aspecto tuviera nada que ver. Se sintió sorprendida cuando se dio cuenta de que en unos minutos de charla con Pauling había aprendido más de la vida personal de Ernest Detweiler que lo que había descubierto con él en tres meses de charla sobre sí mismo. Nunca le había mencionado ni a su hija, ni a su esposa, ni dónde vivía.
La presión del trabajo, de la rutina de todos los días, había comenzado y pronto estuvo absorbida en levantar actas por denuncias de hurtos, robos, hazañas de carteristas, lo que consumía el tiempo de un detective. A las once oyó al detective Wilson, que ocupaba un escritorio adyacente, hablando por teléfono con el dueño de una tienda que había descubierto que faltaban 256 dólares de la caja y parecía esperar que la policía saldría corriendo inmediatamente, mientras que el ladrón estaba quizá todavía en alguna parte de la tienda. Eso se desprendía con suficiente claridad de la conversación unilateral.
Echando un vistazo por encima de su hombro para asegurarse que ningún oficial superior pudiese escucharlo, el detective Wilson explicó que no podía hacer tal cosa. El dueño de la tienda tendría que ir personalmente a la comisaría de la calle 30 Oeste y hacer la denuncia. Pero no hoy, por favor. Estaban muy ocupados y mañana era sábado, así que seguirían ocupados. Expresó cordialmente su esperanza de que el dueño de la tienda no encontraría ningún inconveniente en pasar en algún momento el lunes y hacer la denuncia del caso. El lunes, recordaba Jane, era el día libre del detective Wilson.
El incidente vino a su memoria y quedó allí, porque había estado leyendo en el periódico de la mañana, en el subterráneo, que Herlithy, Comisionado de la policía, le había dicho a un grupo de empresarios —en un banquete en el hotel Commodore— que la situación del crimen en Nueva York estaba firmemente bajo control y que las cosas cada vez andaban mejor. A Jane Boardman se le ocurrió que cuando los ciudadanos tenían que esperar tres días para denunciar un desfalco y dada la cantidad robada, era un poco optimista de parte del Comisionado decir que ahora el crimen estaba bajo firme control.
Poco después de las tres de la tarde fue citada en la oficina del teniente detective George Alfredo. Alfredo, no muy querido por los hombres que estaban bajo su mando, era un hombre de cuarenta años, rechoncho y de grandes espaldas. Había ascendido muy rápidamente. Los celosos decían que tenía enchufe. Jane siempre lo encontró bastante pasable.
—Jane —dijo cuando ésta se sentó— sabe que hemos perdido a Pop… es decir a Ernest Detweiler.
—Oh sí, lo sé.
—Ernie tenía un par de casos abiertos, o sea que los estamos repartiendo. Tendrá que encargarse de un viejo caso de rapto… el caso de… a ver… —revolvió algunos papeles que tenía delante suyo—oh, sí, Elsie Gebhardt. Una vía cerrada, pero es un caso abierto. No tendrá mucho que hacer. Yo visitaría a la familia una vez al mes o algo así. Ah, y será mejor que lea un poco sobre el caso. Ernie construyó un archivo personal monstruoso. Lo puede encontrar en el cajón interior de su escritorio.
—Lo sé —dijo ella.
—Después de leerlo me desharía de él. En realidad, no son más que copias de informes policiacos. Además, no sé si Ernie tenía permiso de llevar un archivo personal. Por otro lado, tampoco conozco ninguna ley en contra. Sin embargo, creo que nadie debe tener copias de los informes policiacos, incluyendo los mismos policías. De todos modos los originales están archivados, así que si fuera usted destruiría el archivo de Ernie.
Jane conocía todo acerca del archivo privado de Ernie. Más de cien veces él había insistido en leerle parte de él. Jane Boardman empezó a comprender.
—Una sola cosa más, Jane, deseo que entienda—dijo Alfredo.
—¿Sí?
—Sabe cómo son las cosas aquí. Verdaderamente no tenemos tiempo para trabajar en serio en las denuncias de todos los días. Por lo tanto no se deje envolver por ese caso como lo hizo Ernie. No sé por qué quedó envuelto personalmente en él, pero así fue. Tuve que recordarle varias veces que estaba perdiendo demasiado tiempo de los contribuyentes en él. Demasiado, ¿entiende?
—No creo que haya peligro de que eso suceda.
—Perfecto. Bien, eso es todo —Jane se levantó.
—Teniente —comenzó. Cuando la miró intrigado, siguió—. ¿Le dijo a Detweiler que iba a asignarme el caso a mí antes de que él… se fuera?
—Bueno, no, no exactamente —frunció el ceño—. Pero recuerdo que me consultó… pero en forma indirecta, hace un par de meses, a quién le daría el caso si decidía retirarse. Le dije que probablemente se lo daría a usted, ya que era la más joven aquí y el caso obviamente estaría abierto durante los próximos cien años—Alfredo se interrumpió, otra vez frunció el entrecejo—. Recuerdo que le pregunté si se iba a retirar y me contestó de cierta manera ambigua.
—Ya lo veo —dijo Jane dirigiéndose a la puerta. Ahora veía muchas cosas. ¡Pobre viejo Pop! Estaba tan obsesionado, como había dicho Pauling, con el caso de Elsie Gebhardt, que se había pasado los tres últimos meses tratando de trasmitirle a quien heredaría el caso, lo que sabía del mismo. Ahora comprendió por qué nunca había hablado de su mujer sus hijos o sus nietos.
Pensándolo, comprendió que su locuacidad se redujo solamente al caso de Elsie Gebhardt. Había hablado dando tantos detalles, de lo que hizo, de lo que pensó, de lo que dedujo, de lo que rechazaba, que pareció que hablaba de sí mismo.
De vuelta en su escritorio, miró lo que había sido el escritorio de Ernie, a unos tres metros de distancia. Allí, once años antes, a las diez de la mañana de un lunes de mayo, el casi ciego Walter Gebhardt se había presentado para decir que quería informar que su hija Elsie había desaparecido. Probablemente el escritorio tendría entonces menos quemaduras de cigarrillos, pero Ernie le había dicho que era el mismo escritorio de entonces.
A la hora de salida, Jane abrió el profundo cajón inferior del escritorio de Ernie Detweiler y exhumó una pequeña montaña de material, que incluía incontables fotocopias, un gastado mapa de la ciudad de Nueva York y sus alrededores, con sus pequeñas cruces en tinta, fotografías, duplicados, recortes de diarios. Parecía un enredo, aunque Ernie Detweiler pensara de otra manera.
Jane estaba observando la montaña, pensando cómo podría empaquetarla, cuando Alfredo se detuvo a su lado y dijo aprobadoramente.
—¡Bien! ¿Ya lo revisó? ¿Quiere que lo haga quemar?
—Todavía no, —dijo Jane— pensé llevármelo a casa y revisarlo esta noche.
—No estamos tan escasos de tiempo —dijo Alfredo—. No hay razón alguna para que emplee su tiempo libre en esto.
—Bueno, pensé que siendo mañana sábado, me gustaría pasar por allá y visitar a la familia, por si reciben más cartas.
—Buena idea. Mañana estaría muy bien.
El sábado era generalmente un día relativamente aburrido en la comisaría de la calle 30 Oeste, a pesar de la actuación del detective Wilson frente al dueño de la tienda que quería urgente acción por el robó de 256 dólares. El extenso distrito del vestido, que abarca la mayor parte de la zona correspondiente a esa comisaría, estaría herméticamente cerrado, al igual que muchos restaurantes y otras tiendas. Al caer la noche habría suficiente violencia y crimen, pero durante las horas de trabajo habría poca acción.
—Pero ¿cómo diablos va a hacer para sacar ese material? —preguntó Alfredo.
—Eso es precisamente lo que me estaba preguntando —dijo.
—Le diré cómo, tengo una cartera grande que le puedo prestar. ¿Me la devolverá cuando haya quemado el material?
—¡Por supuesto! Y le estaría tan agradecida, teniente.
—No hay de qué.
Fue a su oficina privada y volvió con una gran cartera de cuero.
—Aquí va a caber justo.
Cupo justo, con Alfredo empujando de modo que aplastara la abultada masa, para poder cerrarla. Pero finalmente lo lograron.
Alfredo se ofreció a conseguirle un auto que la llevase a su casa, por lo que tuvo que explicarle que no iba directamente a casa. Iba a encontrarse con un amigo para comer, pero igualmente muchísimas gracias.
Sería un incómodo asunto andar acarreando la pesada cartera, a todos lados; pero no podía posponer esta cita. Frank Kerrigan había telefoneado la noche anterior desde el Caribe para decir que volaba de regreso a Nueva York después de una semana en su paraíso tropical —su tono indicaba que no le parecía tal— y que planeaba pasar el tiempo que le quedaba de sus tres semanas de vacaciones en otra parte. De cualquier modo estaría por la noche en Nueva York y ¿podrían encontrarse en el restaurante de Julio para comer juntos? Podría.
Iba medio ladeada, bajando las escaleras con la pesada cartera, pero tuvo la suerte de encontrar un taxi justo en la puerta.
Quince minutos más tarde, en el restaurante de Julio, en Greenwich Village, Kerrigan —Teniente Detective en Actividad, Francis X. Kerrigan, del equipo del Procurador del Distrito— salió apresuradamente para ayudarla con la cartera.
—¿A qué lugar del mundo vas? —preguntó—. Pensé que ya habías tomado tus vacaciones.
—A ningún lado; y las tomé —contestó ella.
Una vez dentro, con los estimulantes martinis helados ante ellos, Jane le habló de la cartera, lo que contenía y lo que pensaba hacer con ello. Frank se quedó impresionado.
—¿El caso Gebhardt? —dijo—. Lo recuerdo, Jane. Era un recluta en esa época, pero lo recuerdo. Magnífica oportunidad para ti.
Lo miró para ver si se estaba haciendo el chistoso. No. Giraba la copa de martini en su mano, pensativo.
—¿Qué tiene de magnífico? —preguntó—. Le entendí al teniente Alfredo que es una vía muerta, y de cualquier modo no tendré tiempo para trabajar en él. Si supieras bajo qué presión estamos allí, Frank. Sólo la redacción de las denuncias… ya entiendes lo que quiero decir.
—Oh, Alfredo —dijo él, ausente—. Ese —agregó despreciativamente.
—¿Qué tienes contra él?
—Nada en especial. Político, nada más. No es realmente un policía. No realmente. Un poco estúpido, he oído.
Jane estuvo por decir que el teniente Alfredo estaba escalando posiciones en el Departamento, lo tenía en la punta de la lengua, pero se frenó a tiempo. Podría haberlo herido, porque Frank no llegaba a ninguna parte en el Departamento y lo sabía. Había mucha violencia en su historial, había herido a balazos y mandado al hospital a muchos canallas. No importaba que casi todos estos incidentes hubieran ocurrido en los años en que patrullaba zonas violentas y que hubiera recibido menciones honoríficas por ello. Este era el día y la época en que se suponía que los policías debían tratar hasta a los que eran abiertamente delincuentes con dignidad —con moderación y hasta con cortesía—. Un policía con violencia en su historial tiene tres puntos en contra. Por eso cuando se formuló un cargo absolutamente infundado de violencia por parte del teniente Kerrigan hacia un preso (un preso con importantes conexiones políticas) fue degradado a sargento y se lo mandó a hacer la ronda en Staten Island. Volvió con el título y sueldo de Teniente Detective en Actividad, asignado a la oficina del Procurador del Distrito, pero toda esperanza de ascenso había desaparecido.
—Bueno —dijo ella alegremente—. No hay por qué hablar de trabajo, ¿no es así? Estarás alejado de todo crimen durante las próximas dos semanas.
—Así es —dijo—. Y gracias a Dios. Estaré muy contento de despegar mi mente de todo esto.
Estaba tostado y con los ojos limpios, pero a ella le pareció todavía cansado y un poco triste. Dijo que había encontrado maravillosa la natación y fantástica la pesca. Todo había sido perfecto los primeros cuatro o cinco días, pero después se puso aburrido. No había nada más para hacer. También dijo que se había desilusionado porque mucho de lo que se llama pesca deportiva ni siquiera eran peces comestibles. Tampoco se podían regalar. Todo lo que se podía hacer con esos monstruos, era hacerse una foto con ellos y hacerlos embalsamar, a un dólar la pulgada, para colgarlos en el cuarto. Esto último le pareció completamente estúpido; no podía uno vanagloriarse de haber sido más vivo. La natación está muy bien, pero ¿cuántas horas al día puede uno nadar?
—Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer en las próximas dos semanas? —le preguntó Jane.
No. estaba muy seguro; El Procurador Asistente de Distrito, Robert Rossetti, le había recomendado esa isla del Caribe. Por otro lado el detective Lou Silverman le había recomendado un campamento de pesca, bien dentro de la zona virgen canadiense; había que volar a Quebec y allí tomar un pequeño avión anfibio y volar atravesando 320 kilómetros de tierras inexploradas hasta Labrador y allí aterrizar en el lago donde está ese campo de pesca. El lago hervía de peces, salvajes truchas, enloquecidas de hambre, y salmones de lago, que prácticamente peleaban entre sí para comerse la carnada. La vida era simple, la comida sencilla, pero buena. Lou Silverman había dicho que un par de semanas allí te transformaban en un hombre nuevo, de mejillas rojizas, descansado y con un apetito de caballo.
—Bueno, todavía no he decidido —dijo Kerrigan—. Ayer he conseguido un folleto sobre Portugal. Bueno, sabes, nunca estuve en Europa. Puede que haga una escapada.
—¿Quieres decir que todavía no has reservado nada? —preguntó Jane—. Pero Frank, ¡ya llevas una semana de vacaciones!
Kerrigan le indicó, razonablemente, que no había ninguna prisa. Estaba avanzado septiembre: la gran temporada para turistas en vacaciones ya había pasado; se podía conseguir billete de avión para cualquier sitio, en pocas horas. Al fin y al cabo, las vacaciones son para tomarse las cosas con calma, ¿no es cierto? Es inútil agotarse tratando de cumplir con metas prefijadas.
Los bols vacíos que habían contenido gazpacho helado, habían sido retirados. La enorme cazuela de hierro, de cinco centímetros de profundidad y sesenta de diámetro, que contenía la paella, había sido traída con toda la ceremonia correspondiente y puesta en una mesita al lado de ellos. El mismo Julio estaba sirviendo las cucharadas de arroz; con azafrán, mezclado con delicados trozos de carne y cordero, langostinos y mejillones en sus cáscaras, brillantes judías, tiritas de pimiento verde, algunas almejas, también en su caparazón… cuando sucedió aquello.
Más tarde ella no pudo recordar cuándo, pero era inevitable que tenía que suceder. Se encontró diciéndole que mañana por la mañana iría a hacerles una visita a Greta y Rudy Gebhardt.
—¿No hay también un padre? —preguntó Kerrigan.
—Sí, pero yo no lo voy a ver.
—¿Por qué no?
Le explicó que Walter Gebhardt había tenido problemas. La séptima vez que había reconocido en la calle al raptor de su hija y lo había agarrado y había gritado llamando a la policía, y había rogado a los que pasaban para que lo ayudaran a retener a este hombre hasta que llegaran los oficiales; esa séptima vez había tenido problemas. El hombre era de una cierta importancia, un fabricante de ropa, con un establecimiento muy productivo en la Séptima Avenida, y había insistido en que se debía hacer algo para proteger a la gente honesta de los locos.
Los primeros seis meses habían sido personas honestas, también, y tan impresionantes como él, pero cuando oyeron la historia de Ernest Detweiler dijeron. «¡Dios mío! ¡Pobre hombre!». Los seis primeros dijeron que se olvidaran del incidente, que por favor se olvidaran y que ojalá pudiesen ayudar.
El séptimo, en cambio, dijo que haría algo. Dijo que los ciudadanos decentes debían ser protegidos. Ernie Detweiler estuvo de acuerdo y vería que podía hacer. Habló con Greta Gebhardt y la convenció de que fuera junto con él y Walter Gebhardt al pabellón psiquiátrico del Hospital de Bellevue. Allí un médico agradable y comprensivo, el Dr. Fury, fue cálidamente simpático. Le dijo a Mrs. Gebhardt que comprendía perfectamente. Era un trauma mental y explicó con pericia, ante la total confusión de Greta Gebhardt, qué quería exactamente decir trauma mental, usando palabras muy largas e importantes. En su opinión, unos días bajo sedantes pondrían a Walter Gebhardt nuevamente bien. Le pidió que firmara un papel con el cual aseguraría a Walter ese tratamiento.
No había sucedido así. Diez días después, Ernie Detweiler llevó a Greta Gebhardt al pabellón psiquiátrico de Bellevue, donde el mismo simpático doctor explicó que Walter necesitaría un poco más de cuidado. Posiblemente tanto como un mes. Pero no se preocupe Mrs. Gebhardt, él saldría muy bien de esto. A veces estos casos necesitan de un tratamiento un poco especial. Ahora había un espléndido hospital, Creedmore, en Queens, donde estaban muy bien provistos de equipos para tratar esos casos. Existían leyes o reglamentos, que decían que no se podía tener a los pacientes por más de cierto número de días en Bellevue. Si Mrs. Gebhardt firmaba este papel, Mr. Gebhardt tendría la mejor atención psiquiátrica del mundo. Podría tardar un mes o dos, pero seguramente terminaría curado.
Después de once años, era allí donde se encontraba Walter Gebhardt, en Creedmore. No había mejorado, estaba mucho, mucho peor. No tendría ningún sentido entrevistarlo.
Kerrigan murmuró entre dientes una mala palabra y se disculpó por haberlo hecho.
—Está bien Frank —dijo ella—. Mr. Detweiler, mejor dicho, Ernie dijo lo mismo en lenguaje un poco más contenido.
Jane Boardman pensó que después de todo había un parecido entre el gallardo Ernie Detweiler y Frank Kerrigan por diferentes que parecieran por fuera. Recordó haber leído en un diario la descripción de la mentalidad de un policía neoyorquino. Según ese artículo, era un individuo estereotipado. Pensaba de esta manera, sentía de tal otra; reaccionaba de tal modo en determinadas circunstancias.
Ahora sabía que no era cierto. Los policías de Nueva York eran tan diferentes como podía serlo cualquier otro individuo. Ahí estaba un Wilson, haragán, diciéndole a la gente que denunciara los delitos varios días después de ocurridos. Lou Silverman, un tipo bastante agradable, que correría una milla con tal de estar fuera de escena en una pelea entre un blanco y un negro. Alfredo, que se cuidaba terriblemente de estar siempre del lado más conveniente en todas las cosas y que llegaría lejos. Y estaban los Detweiler, gente honrada y tenaz consagrada por entero a su profesión y que se le reiría a uno en la cara si se lo dijese. Los Kerrigan, que decían que era un placer alejarse del crimen y no lo pensaban, aunque realmente lo creían cuando lo decían. Lo decían, pero pocos minutos después se notaba que era precisamente de eso de lo que querían hablar, no les interesaba otra cosa. Había policías que querían llegar a los veinte años de antigüedad para retirarse inmediatamente y vivir de la pensión; estaban los Detweiler y los Kerrigan que se retirarían sólo cuando la edad límite establecida los obligara, y vivirían desdichados el resto de su vida.
Eran cualquier cosa menos estereotipados. Algunos recibían coimas y pensaban en la forma de aumentar sus ingresos; algunos estudiaban arte, arquitectura, derecho e ingeniería en sus horas libres. Algunos soñaban con tener un puesto seguro en el gran complejo que forma el Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York; otros soñaban con ser grandes policías.
Ella dijo que la paella estaba exquisita.
—¿Eso es todo lo que vas a hacer? —dijo Kerrigan con aire ausente, lo que demostraba que ni siquiera había estado escuchando. Probablemente ni siquiera había saboreado la paella—. ¿Sólo ver a la madre y al hermano?
—No, no sólo eso. También pienso comunicarme con la Compañía de Fondant Cherie. Sé —por lo que dijo Ernie— que son de los que todavía trabajan seis días por semana. Por lo tanto mañana estarán abiertas.
—¿Fondant? —dijo Kerrigan—. Creo que no sé exactamente lo que significa. ¿Caramelo?
No precisamente, le explicó. Fondant era una masa azucarada, cremosa, que se ponía en los petit fours, dentro de algunos caramelos y tortas también. La Compañía de Fondant Cherie, en la calle Varick, era una pequeña firma que se especializaba en proveer a los pequeños reposteros y fabricantes de caramelos con esta mezcla cremosa y azucarada. Estos pequeños reposteros y carameleros se especializaban en productos caseros.
—¿Pero qué tiene qué ver esto? —preguntó Kerrigan.
—Este Sylvester, o como se llame —explicó ella—, resultó ser un compulsivo escritor de cartas. Dos meses después de que Elsie desapareciese, los Gebhardt recibieron la primera carta de él. Hay una copia fotográfica en la cartera. Ocho páginas. Era auténtica, no cabía duda. Había un pequeño roto en las braguitas blancas de Elsie, que Mrs. Gebhardt había arreglado con hilo amarillo, porque no tenía otro a mano en el momento. Aparte de los Gebhardt, nadie más podía tener conocimiento de ese hilo amarillo, los Gebhardt ni siquiera se lo habían mencionado a Detweiler; no creyeron que fuera importante, y en realidad no lo era, excepto para establecer la autenticidad del que escribía. La verdad es que ni siquiera recordaron el hilo amarillo hasta que éste lo mencionó. Entonces Mrs. Gebhardt lo recordó.
Kerrigan asintió:
—Siempre sucede lo mismo. Me refiero al detalle olvidado. Esto lo prueba.
Según Jane, se habían hecho todos los tests usuales en esos casos. De esta y otras cartas, obtuvieron las impresiones digitales. ¡Montones de impresiones digitales! Todas las de Sylvester figuraban ahora en el archivo. Si alguna vez comparecía por un crimen que requiriese la toma de las impresiones digitales, Sylvester sería inmediatamente identificado. Pero nunca había aparecido. Todavía.
Las pequeñas y gruesas tazas de café negro, español, llegaron. Julio dijo que se iba a su casa, pero si el teniente quería algo en especial, por favor se lo pidiera a Pedro, que ya tenía las órdenes correspondientes.
—Perfecto Julio. Muchas gracias… ¿Decías, Jane?
Ella decía que, por supuesto, el papel había sido cuidadosamente investigado. Era amarillo, rayado, que se fabricaba en Mine y distribuido a través de 3500 tienduchas desde Nueva York hasta California, desde Nueva Orleans hasta Sault Sainte Marie. Los sobres en que venían las cartas se vendían a quince centavos el paquete de cincuenta y también se vendían de un extremo al otro del país. El tipo de los que se podían conseguir en cualquier mercado o papelería desde la costa Este hasta la Oeste.
Pero el último mes de octubre, apareció una pista. Al menos, parecía una pista. La carta vino en un sobre con membrete. El nombre era Compañía de Fondant Cherie de la calle Varick. Habían intentado borrar el nombre y la dirección, pero no muy cuidadosamente.
En ese momento el detective Ernie Detweiler pasó a ser apenas uno en la multitud. No menos de diecisiete detectives aparecieron en la Compañía de Fondant Cherie de la calle Varick.
Durante dos semanas investigaron las vidas de las seis personas que trabajan allí, así como a los miembros de sus familias; Nunca seis personas así como sus círculos de familiares y amigos, habían sido tan minuciosamente investigados. No sirvió de nada. En ningún lado apareció un hombre entrecano de ojos grises. El empleado más nuevo llevaba seis años en la compañía, tenía ojos grises, pero tenía veintisiete años y era corpulento. El conductor del camión de reparto tenía una ficha en la policía, por robo cuando tenía doce años. Ahora estaba casado, tenía cinco hijos y además tenía ojos y cabellos negros. Todo lo que pudo probar esta despiadada y exhaustiva búsqueda, fue que nadie en la Compañía de Fondant Cherie tenía la más remota conexión con el rapto.
—Sin embargo, el pobre Detweiler seguía obsesionado con la idea de que la Compañía de Fondant Cherie estaba ligada de alguna manera —dijo Jane—. Obseso, como decía Pauling. Todavía insistía en pasar por allí una vez por semana para hablar con la gente. ¿Sabes lo que solía decirme?
—¿Qué?
—Dijo por lo menos diez veces. Créeme, Jane, hay una conexión entre la Compañía de Fondant Cherie y este caso. ¡Estoy seguro! Me lo repitió una y otra vez.
—Bueno, obviamente la hay, ¿no?
—¡Oh Frank! Sylvester pudo haber encontrado este sobre en la acera.
—Este sobre, ¿estaba sucio o ajado?
—No, realmente no. Hay una fotografía en la cartera, pero ¿qué diferencia hay?
—Deja caer un sobre, o cualquier pedazo de papel, en una acera de Nueva York y estará sucio y ajado en pocos minutos.
—Frank, simplemente lo pensé como un ejemplo. Hay mil maneras en las que un sobre con el membrete de la Compañía de Fondant Cherie, pudo haber caído en manos de alguien que no tuviera conexión alguna con la Compañía de Fondant Cherie.
Kerrigan la miró interesado:
—¿Cuáles?
—Oh, no puedo decírtelo de sopetón. Pero mira, Frank, puedo entrar en cualquier hotel y escribir una carta utilizando los sobres con su membrete ¿o no?
—Seguro. Pero éste no era un sobre con membrete de un hotel, accesible a cualquiera de sus huéspedes o no huéspedes que quisieran entrar a escribir en el salón escritorio. Era un sobre con membrete de la Compañía de Fondant Cherie, una pequeña compañía en la calle Varick, donde sólo trabajaban seis personas.
—Lo sé Frank, pero diecisiete hombres trabajaron en esto durante dos semanas y no descubrieron nada. ¿Qué puedo hacer?
Él encogió sus pesados hombros.
—Creo que lo mismo que Detweiler. Ve todas las semanas y habla con ellos. Puede aparecer algo. Dime ¿qué saben del impresor?, ¿alguien lo ha investigado?
—¡Oh, sí! —dijo—. La Compañía de Fondant Cherie hace imprimir sus sobres por un pequeño impresor en Maspeth, Queens. Ha sido interrogado a fondo. Siempre guardaba dos copias de su trabajo, con la esperanza de un nuevo pedido. En sus archivos fueron encontradas dos copias de sobres con membretes de la Compañía Fondant Cherie. Dijo que las demás habían sido destruidas.
—Me gustaría ver esas cartas —murmuró Kerrigan.
—Bueno, tengo copias, veintiuna en total, aquí. Por alguna razón Mr. Detweiler nunca me las mostró. Así que puedes leerlas, pero no creo que podamos hacerlo aquí.
Kerrigan dijo.
—Mi departamento está a sólo quince minutos y hay un incinerador. Será más fácil quemarlas allí que en tu casa.
Así, ridículamente, fue como pasaron juntos la noche de despedida. La pasaron en el salón del apartamento de Kerrigan, atravesando once años de acumulación en el escritorio de Detweiler, sacando papel tras papel de la gran cartera de cuero. Muchos no hubieran significado nada si Mr. Detweiler no le hubiera hablado tanto a Jane.
—Este mapa —dijo ella— muestra la oficina de correos donde cada carta fue expedida. Podrás ver que están numeradas, uno, dos, tres, cuatro y así sucesivamente. Significa el orden en que iban siendo franqueadas y la sucursal de Correos en donde se recibían por primera vez. Mr. Detweiler lo tenía más que nada porque podía haber seguido una pauta, concentrarse en un mismo vecindario. Pero no fue así.
Kerrigan estudió el mapa y aceptó que no mostraba nada. Ninguna sucursal tenía más de una marca. La mayoría de las cartas estaban selladas en Manhattan, desde el punto más bajo de la ciudad hasta el más al norte, en Riverdale. Algunas fueron franqueadas desde Brooklyn, Queens y Bronx. Desde el único barrio del que no vio ninguna carta fue del de Staten Island. En cambio, tres fueron enviadas desde el condado de Westchester, dos desde cerca de Connecticut y tres desde el condado de Nassau.
Por supuesto que Ernie Detweiler no se había detenido allí. Había visitado cada oficina de Correos con fotografías del lado impreso de los sobres. Había rogado a carteros, jefes y subjefes del Correo que los examinaran cuidadosamente. ¿Recordaban haber recogido esta carta?, ¿en qué buzón?, ¿en qué barrio? Les dejaba copias para que refrescasen su memoria. Les pidió que si volvían a encontrarse con esa letra en su sobre, cuando vaciaban los buzones, anotasen con precisión el lugar y la hora donde lo habían retirado. La letra no era muy característica, era más bien pequeña, las letras tenían formas infantiles, toscas.
Había sido una esperanza vana y sin resultados. Detweiler le dijo a Jane que los carteros raramente miran das cartas que recogen, mucho menos las estudian. Las metían en su bolsa cuando hacían su recorrido y luego las sacaban al volver a la oficina o estafeta de correos. Los empleados de correos que las leían, generalmente sólo miraban el renglón inferior; y miraban miles de renglones inferiores al día. Las primeras cartas lo probaron, pero Ernie Detweiler continuó con la búsqueda, esperando encontrar una excepción a la regla. No la encontró.
Jane había volcado al archivo personal de Ernie Detweiler dentro de la cartera en forma indiscriminada y así fue como salió, indiscriminadamente. Los recortes de los periódicos salieron primero, amarillentos, quebradizos, desmenuzándose.
Le pudo hablar sobre los artículos de diarios, sobre las muñecas con un solo ojo que habían aparecido. Realmente no fueron pocos, los diarios se habían excitado cada vez que un lector llamó por teléfono para decir que había visto una niña rubia con una muñeca tuerta. Por lo menos diez mil personas habían telefoneado al Departamento de Policía para decir que habían visto a una niña con una muñeca tuerta andando por Riverside Drive, o la Primera Avenida, o por el Pasaje McDougall, acompañada de un hombre entrecano con ojos grises. Esto sucedió inmediatamente después del maravilloso sábado y del temible lunes de mayo. El Departamento de Policía había trabajado horas extras durante diez o doce días. Una cantidad de niños murieron durante esos diez o doce días, bajo las ruedas de camiones, por desnutrición, porque el médico no llegó a tiempo, por muchas causas así. Pero durante diez o doce días, la ciudad de Nueva York no se fijó en gastos para tratar de encontrar a Elsie Gebhardt y devolvérsela a Walter y Greta Gebhardt, que vivían del seguro social. El Departamento de Ayuda Social puede haber sido demasiado minucioso para darle a los Gebhardt sus fondos, pero no había regateos por parte de la ciudad en sus esfuerzos por recuperar a Elsie Gebhardt y devolverla a su familia. Un bien conocido millonario hizo correr la voz, privada y calladamente, que pagaría cualquier rescate que se solicitara, en billetes pequeños y sin marcar. El Gobernador dijo que el raptor podría esperar clemencia si devolvía a la niña indemne; un importante clérigo se ofreció para actuar de intermediario, empeñando su palabra de no revelar la identidad del raptor. El Consejo de la Ciudad votó una recompensa de diez mil dólares por información que conduzca ál arresto y condena del secuestrador.
Después de trece días, el caso Gebhardt pasó a la página 3. Después de dieciséis o diecisiete días, ocupaba sólo un cuarto de columna de la página 5; y salvo los momentos en que se reavivaba el interés cuando se encontraban huesos en alguna parte, el caso disminuyó rápidamente al tamaño de un lunar y pronto hasta ese lunar desapareció.
Por supuesto, los recortes no contaban toda la historia. No contaban nada de los centenares de abuelos que fueron detenidos mientras paseaban a sus nietas rubias; cómo algunos se sentían irritados por los interrogatorios, algunos divertidos y gastando bromas, otros tranquilos, pacientes, trataron de ayudar, diciendo que comprendían. Los retratos eran en parte responsables; retratos hechos por dibujantes de la policía según descripciones dadas por Greta y Rudy Gebhardt. Habría diez mil muñecas tuertas en Nueva York, pero habría por lo menos tres veces esa cantidad de hombres pequeños, entrecanos, de alrededor de cincuenta años, con ojos grises y ropas no muy buenas.
Estaba el retrato, dos en realidad, hechos por el dibujante de la policía. Uno era de perfil y el otro de frente. El retrato de frente tenía la inexpresividad característica de esos retratos. Lo único parcialmente significativo era un mentón pequeño y puntiagudo. El de perfil era un poco mejor. Mostraba una nariz levemente aguileña, orejas largas, el pelo cortado más bien corto.
—Mr. Detweiler dijo que la madre y el hermano están seguros de que es exacto—adelantó Jane.
—¿Cuándo dijeron eso? —preguntó Kerrigan—. ¿En el mismo instante en que lo vieron o después de estudiarlo un rato? ¿Lo sabes?
—No, ¿qué diferencia hay?
—Mucha —dijo Kerrigan—, es como identificar a un sospechoso la segunda o tercera vez que lo ves.
—No lo entiendo —dijo Jane.
Kerrigan se lo explicó pacientemente. Una identificación positiva, que ocurre instantáneamente cuando la víctima es puesta cara a cara con el sospechoso, tiene significado. No tanto como cree mucha gente, incluidos los jurados, pero significa algo. Pero si el testigo tenía dudas y se arreglaban una segunda y hasta tercera confrontación, esa identificación positiva no significaba nada.
—Te das cuenta, la víctima, o el testigo, por supuesto verán entonces un parecido. Lo verán, con toda honestidad, sin comprender que si los rasgos o apariencia general del sospechoso le son familiares, es porque han visto al sospechoso el día anterior o dos días antes. ¡Claro que el sospechoso es el hombre! ¡Claro! Han visto a este hombre antes. El testimonio es positivo. Honestamente, sí. ¡Con toda honestidad! Simplemente, el testigo es incapaz de diferenciar entre los rasgos de un hombre a quien ha visto hace unos días con un revólver en la mano y los rasgos de un hombre que ha visto uno o dos días antes en rueda de presos. ¿Me sigues?
—Ahora sí —dijo Jane—. Es algo para recordar. Bueno, aquí están las cartas.
Leyó por encima la primera y entendió por qué Ernie Detweiler no se las había mostrado.
La primera empezaba así:
Queridos Mr. y Mrs. Gebhardt:
Siento que debo escribirles sobre su pequeña Elsie. Es muy buena y está muy bien. No se preocupen por ella. Está muy bien. Está contenta y se divierte. Está muy bien y no está triste y quiere mandarles sus mejores saludos. Así que olvídense. Está muy bien y no está triste. Lo que quería era un chico de catorce o quince años, pero cuando vi a Elsie me di cuenta de que la quería a ella. Está muy bien y no está triste. Es una niña encantadora y lo paso muy bien con ella. Por lo tanto dejen de preocuparse, Mr. y Mrs. Gebhardt. No sufre nada. Yo no tengo ningún hijo pero ustedes sí. Pueden tener más hijos cuando quieran. Todo lo que tienen que hacer es…
Después la carta bruscamente se convertía en una obscenidad. El cambio no era hacia la pornografía, lo que se supone produce titilaciones o excita ciertas emociones impuras. No había nada titilante sobre lo que seguía. Era simplemente repugnante.
Tan repentinamente como había cambiado de una conversación común, luego cambiaba hacia la religión. Había largas citas de las Escrituras, en forma desconectada, como si el escritor quisiera mostrar lo que sabía más que demostrar algo. Jane recordó ahora que Detweiler había hecho hincapié en esto. Las citas eran extraordinariamente exactas pero eran un embrollo. Había llevado las cartas a varios teólogos para ver si podían encontrar algún sentido, pero no pudieron.
Al final la carta volvía al carácter del principio.
… Así que no se preocupen por Elsie. Está muy bien y no está triste. Ahora su ropa es nueva, sólo las mejores sedas y satenes. Mi hermana Mary adora vestirla como a una muñequita. Los trapos viejos han sido arrojados a la basura. Ahora no usa nada remendado, como sus bragas con el hilo amarillo. Únicamente las mejores sedas y satenes. Le gustan mucho los poneys y los monta todos los días.
Muy sinceramente suyo.
Peter Sylvester
Eran todas de este tipo, pasando de la religión a la obscenidad, de cortas charlas familiares sobre Elsie a solemnes citas de las Escrituras o a informes sobre las proezas sexuales del que escribía, que eran numerosas y variadas y estaba muy orgulloso de ellas.
Había un informe informal del Dr. Martin L. Henneman, el psiquiatra que utilizaba la oficina del Fiscal del Distrito y, en casos como éste, el Departamento de Policía. Le habían sido entregadas las primeras seis cartas para que las estudiase.
Este hombre obviamente es un pervertido. A juzgar por sus cartas, más que lo normal. Parece ser adicto a las degeneraciones que conozco y a algunas que me son extrañas. No creo que haya inventado ninguna de estas proezas sexuales. Obviamente las ha practicado todas en uno u otro momento. Aun cuando haya leído a Kraft-Ebbing, cosa que dudo, no creo que sus aventuras sexuales sólo hayan ocurrido en su imaginación. Demasiadas tienen ese detalle extraño, no publicado, que difícilmente pudo ser inventado.
Obviamente es un sádico en el sentido más puro; es decir, logra su máxima satisfacción sexual torturando o matando cualquier cosa, desde ratones a seres humanos.
Me han hecho cuatro preguntas:
Pregunta 1: ¿Es más posible que se encuentre entre los que molestan niñas? Mi respuesta es no. Es tan posible encontrarlo entre ellos como entre los que faltan el respeto a mujeres, varones, o lo que se le ocurra.
Pregunta 2: ¿Es también un maníaco religioso? Lo dudo. Es bastante común que la mente más criminal halle solaz (o aparente excusa) para sus viles actos, en alguna oscura cita bíblica. Sólo en su mente. Al fin y al cabo la Biblia dice algo de casi todo, y muchas de sus expresiones son tan oscuras como para prestarse a malas interpretaciones cuando el lector está buscando la justificación para un acto ya cometido.
Pregunta 3: ¿Cuál, creo, fue el destino de la niña? Respuesta: el peor.
Pregunta 4: Sylvester ¿está loco? Respuesta: ¿Cómo diablos puedo saberlo sin examinarlo?
Había un diario que no aclaraba nada. Aparentemente dos meses después del rapto, Ernie Detweiler decidió que podría ser de valor llevar un diario sobre el caso Gebhardt. Lo llevó religiosamente durante algunos meses. Después pasó o escribir Nada nuevo y finalmente Nada.
Eran las diez y media pasadas cuando terminaron, después de haber leído hasta el último documento, estudiado la última fotografía. Jane podría haber revisado el paquete en una hora. A Kerrigan, con su manera lenta y pesada, le llevó más de tres.
—Qué horror —dijo Jane con un leve temblar. Cuando Kerrigan la miró inquisitivamente, agregó—. Quiero decir, qué horror que la madre haya tenido que leer esas horribles cartas.
—Hay algo mucho peor —dijo Kerrigan.
—No me lo puedo imaginar —dijo Jane.
—Yo sí: este tipo todavía está libre. ¿No crees que eso es peor?
—¡Oh, sí! Ahora te entiendo. No había pensado en ese aspecto del problema. Sólo pensaba en esa pobre mujer.
—Eso es ponerse sentimental. ¿Y eso de qué sirve? —preguntó práctico—. Como quiera que sea, ¿qué tal si bebemos un trago?
—Sólo uno, luego tengo que ir a casa.
—Cognac —prescribió él—, te ayudará a dormir.
Sirvió los tragos en finas copas como tulipas que ella había elegido para él hacía dos meses.
Entre sorbo y sorbo Kerrigan preguntó:
—¿A qué hora irás a ver a los Gebhardt mañana?
—Después de haber fichado mi entrada a las ocho. ¿Por qué?
—¿Te importa si me uno?
—¿Y tu viaje de vacaciones?
—Los aviones también salen por la tarde. Y aparte de todo, todavía no he decidido dónde voy.
—Por supuesto que estaré encantada de que vengas. Tienes mucha más experiencia que yo.
—¿De allí irás inmediatamente a la Compañía de Fondant Cherie?
—Eso es… Pero Frank, no crees en serio que la idea de Ernie Detweiler de que la respuesta está allí sea correcta, ¿no es cierto?
—Creo que si, sí, y es un amplio sí condicional, si puedes encontrar la conexión.
—¿Qué conexión?
—Me refiero a cómo un sobre de la Compañía de Fondant Cherie llegó a manos de Mr. Sylvester.
—Eso no me parece razonable, Frank.
—No me expreso bien, lo sé. A lo que quiero llegar es que de alguna manera, si eso pudiera ser explicado, tendríamos la respuesta. Si supiéramos cómo llegó este sobre a manos de Sylvester, entonces sabríamos algo, ¿no es cierto?
—Pero…
—Por otra parte, es la única pista que tenemos, ¿no?
Ahí estaba de nuevo, con sus preciosas pistas. Para Frank pista significaba cualquier nombre, cualquier dirección, cualquier lugar donde uno pudiese tocar el timbre y preguntar algo.
—Hubo cientos de pistas Frank —dijo, ella—. Te acuerdas…
Aceptó que hubo cientos de pistas. Pero todos los abuelos que pasearon sus nietas rubias con una muñeca de un solo ojo en la mano habían aclarado su situación, a todos los hombres canosos que llevaron niñas a apartamentos o casas se les había interrogado y vuelto a interrogar. Pero todos ellos, señaló, habían sido descartados. Todos estos casos habían sido explicados. Pero nadie había explicado todavía cómo un sobre con el membrete de la Compañía de Fondant Cherie había sido usado para mandar una carta a los Gebhardt. Eso no había sido explicado de ninguna manera.
Revolvió entre el montón, encontró la fotocopia del sobre y la estudió. No hubo intento ninguno de borrar el nombre y la dirección de la Compañía de Fondant Cherie (sólo tres líneas hechas con tinta sobre el nombre y la dirección impresos).
El matasellos era perfectamente claro y mostraba que había sido recibida en la Oficina Central de Correos de Brooklyn a las 10 de la mañana el 3 de octubre pasado, hacía ya once años.
—Me parece —dijo Jane—, que por lo menos habría tapado con tinta el nombre y la dirección si hubiese habido alguna posibilidad de que lo descubrieran por ello.
—Parece razonable —dijo Kerrigan—, o más lógico, no lo hubiese usado.
—O sea que es obvio que no es un gran indicio.
Él se encogió de hombros.
—No sé. Sigue siendo una pista. No quememos este material esta noche, puede ser que quiera volver a hojearlo.
Kerrigan la condujo a su casa en Forest Hills. En el trayecto Jane no pudo más que pensar en el horror que debió haber sentido Mrs. Gebhardt al leer esas cartas. Tuvo que haberse sentido profundamente repugnada. Jane misma se sintió enferma. Tan asquerosas eran las cartas.
En la entrada de la pequeña casa de apartamentos donde vivía con sus padres, él le dio el beso de despedida. En su época de Universidad, Jane había sido besada por expertos, pero nunca dejaría que Frank lo supiese. Kerrigan no era experto. Era francamente torpe. Se preguntaba (como se lo había preguntado durante los últimos seis meses, desde que había empezado a darle el beso de buenas noches) por qué sus toscas caricias parecían tan superiores a aquellas de los expertos.