Aquel sábado de mayo fue el día más maravilloso en las vidas de Walter Gebhardt, su esposa Greta y su hijo Rudy. También debió de ser el día más importante en la vida de su rubísima hija Elsie, pero como sólo tenía siete años, tomó estos increíbles acontecimientos con la indiferencia y falta de aprecio característicos a su edad. Para Elsie cien dólares, o para el caso un millón de dólares, tenían una importancia considerablemente menor que su muñeca. A los ojos de Elsie, la muñeca era maravillosa e importante, a pesar de que era una cosa harapienta y arañada, con un ojo azul y un hueco donde antes estaba el otro. Se la había regalado la familia Morrisey, que hasta hacía un par de meses vivía en la misma manzana y que la habían tirado cuando se mudaron de aquel horroroso vecindario. Los Morrisey estaban ascendiendo en la escala social; se mudaban a una casa de apartamentos nueva en Queens, con un baño de azulejos rosas y una auténtica cocina de Hollywood. Hacía tiempo que Walter Gebhardt había perdido las esperanzas de cualquier ascenso en la sociedad.
Aquel sábado comenzó como cualquier otro de los que Walter Gebhardt había conocido en los últimos años. Los vecinos puertorriqueños del apartamento del fondo tuvieron una gran pelea y claramente se escuchaban los gritos en castellano a través de los decaídos muros de la vieja casona en la calle 22 Oeste. Se sentían los habituales olores a basura, a comida pasada, el tufo de la pobreza.
La mayoría de los habitantes del edificio vivían de la Ayuda Social, igual que los Gebhardt.
Rudy, de trece años, había estado en la ventana acechando al cartero, y se precipitó excitadamente al verlo. El domingo anterior, Rudy había visto en los anuncios por palabras del diario, en la columna de pedidos:
Chico, de catorce o quince años, para pasar las vacaciones de verano en granja cercana. Debe ser fuerte y voluntarioso. Experiencia innecesaria. Buena casa y paga al chico apropiado. Apartado 1075 de este diario.
Rudy había escrito. Se había esmerado en la carta. Había sido muy sincero. Dijo que tenía trece años, pero casi catorce, que era fuerte y voluntarioso y que esperaba una respuesta favorable a su presentación.
Le leyó la carta a su padre y Walter Gebhardt la aprobó, diciendo que estaba bien y que era honesta. Así lo creía. Walter Gebhardt actualmente hablaba bastante buen inglés, pero tenía conciencia de escribirlo bastante mal.
Estaba orgulloso de que Rudy lo pudiera escribir tan bien. Se lamentaba profundamente de no poder mandarlo a Farmingdale o a algún otro colegio agrícola. Pero estaba seguro de que el mismo Rudy lo lograría. Amaba los animales y tenía vocación de granjero. En Munich los Gebhardt habían vivido en un apartamento donde hasta los perros y gatos estaban prohibidos; aquí, en Nueva York, no solamente estaban prohibidos, sino que el Servicio de Ayuda Social desaprobaba el uso de sus fondos para alimentar animales caseros.
Como en las cinco mañanas anteriores Rudy volvió desconsolado. A pesar de su vista borrosa y apagada, Walter Gebhardt pudo vislumbrar el desencanto en el rostro pálido de Rudy.
—Mañana, Rudy —dijo—, saldrán nuevos anuncios.
Así fue al principio, como cualquier otro día de los tres últimos años. La familia del piso de arriba tenía el televisor a un volumen ensordecedor. Los portorriqueños habían dejado de pelear, alguno de ellos empezó a tocar la guitarra muy mal y una pareja, que también lo hacía muy mal, empezó a cantar. A las once, al otro lado del vestíbulo, el padre gritó a sus chicos que por Dios se quedaran quietos y le dejaran echar un sueño.
Un sábado como cualquier otro. Hasta un poco después de las dos de la tarde.
Entonces llamaron al timbre.
Greta contestó la llamada, abriendo al principio sólo una rendija. Era pleno día (para Walter Gebhardt el crepúsculo opaco y borroso que era su pleno día), pero en este vecindario nunca se estaba seguro. Luego Greta abrió de par en par y dejó entrar al lúgubre cuartucho a un hombre cincuentón, entrecano, de aspecto gentil, que llevaba una bolsa de papel marrón y un pequeño cubo de metal.
—Espero no estar molestando —dijo cortésmente—. Por favor señora, no dude en decírmelo si es así. Puedo volver en otro momento, digamos el próximo sábado, si es una molestia para ustedes. Mi nombre es Peter Sylvester y vengo a entrevistar a Rudolf Gebhardt sobre un posible trabajo de verano en mi granja. Pero, si molesto…
—¡Nein, Nein! —dijo Greta—. Ningún inconfeniencia. ¡Pase, pase! —Había vivido en el país, por supuesto, tanto como Walter, pero todavía pronunciaba incorrectamente—. ¡Rudy, Rudy! Es Mr. Syfester a ferte. Es Rudy aquí.
—¿Cómo está, señor? —dijo Rudy.
Greta como siempre perdió la cabeza, una cabeza todavía bonita y dorada, y estuvo más bien gritona. Arrimó una silla y rogó a Mr. Sylvester que se sentara. Le ofreció una taza de café. Estaría en un instante.
—No, gracias —dijo Mr. Sylvester—, es muy amable de su parte. Pero no tomo mucho café, mi médico dice que no es bueno para mí.
Greta lo presentó a los otros miembros de la familia. Al darle la mano, Walter Gebhardt pudo ver que Mr. Sylvester tenía ojos grises y una mirada bondadosa. Pudo ver también que tenía la piel tostada y curtida como la de todo hombre de campo, era cargado de espaldas y de hombros redondeados, realmente pequeño y usaba ropa común pero buena. Le gustó a primera vista.
Sylvester interrogó a Rudy un buen rato. Pareció encontrar satisfactorias las respuestas del chico.
—Buscaba un chico un poco mayor —dijo—, pero creo que servirás, hijo. En realidad, creo que eres precisamente lo que necesito.
—¡Huy, gracias! —dijo Rudy.
—Pero debo prevenirte —continuó Mr. Sylvester— que es trabajo duro, Rudy. Tenemos once Ponys en la granja y tienes que darles de comer y montarlos; sí, tendrás que montarlos todos los días.
Rudy se retorcía de entusiasmo.
—¿Montarlos? Me encantará montarlos. ¡Eso no va a ser trabajo!
—Bueno, hablando del sueldo, no puedo pagar mucho —dijo Mr. Sylvester como disculpándose—, la granja no da mucho en estos días. En realidad la conservo para tener algo que hacer.
Lo que él había pensado, dijo, eran trescientos dólares por las diez semanas de vacaciones. Rudy dijo que estaría bien, perfectamente bien. En ese momento Mr. Sylvester vio el bastón blanco de Walter Gebhardt apoyado contra la pared y dijo angustiado:
—¡Oh, qué barbaridad! No me había dado cuenta de que usted era ciego.
Walter se apresuró a explicar que en realidad no era ciego. No, podía dar la vuelta a la manzana solo, casi sin tropiezos. El bastón blanco lo llevaba, como precaución, para cruzar las calles.
Con esto Walter Gebhardt pudo dar explicaciones sobre la miseria en que se hallaban, porque no quería que Mr. Sylvester pensara que eran gente para quienes este ambiente miserable era natural. No, no. Cuando llegó de Munich, hacía poco más de cuatro años, tenía un buen oficio. Era fabricante de herramientas. Esperaba que Mr. Sylvester entendiera que un fabricante de herramientas era el más habilidoso que los mecánicos. Construía las máquinas que mecánicos de menor cuantía usaban para hacer productos, estos mecánicos no necesitaban tener mayor habilidad porque toda la precisión y la idoneidad estaban en las herramientas que construían Walter Gebhardt y gente como él.
Mr. Sylvester pareció fascinado por esto y Walter Gebhardt continuó explicando que en cuanto había llegado había encontrado un buen trabajo por ser tan escasos los expertos fabricantes de herramientas. No fue nada extraño durante ese primer año, que trajese a casa trescientos dólares por semana, con las horas extras que hacía, que eran muchas. Sus ojos lo molestaban entonces y pensó que necesitaba gafas, pero siempre lo postergaba. Los dolores de cabeza no eran demasiado fuertes. Entonces vivían bien, en un apartamento muy limpio y Walter ahorraba mucho dinero, pensando en el día en que compraría su casa y luego su auto, lo cual parecía seguro que se iba a materializar en un par de años.
Pero una mañana se despertó, Mr. Sylvester, y vio un arco iris que no existía. En realidad no era un arco iris, pero no encontraba modo mejor de describirlo. Podía ver ese conjunto de colores brillantes y eso era todo lo que podía ver. Para abreviar, Mr. Sylvester, el oculista me operó para disminuir la presión que había detrás de los ojos y entonces recuperé la vista, pero no como antes. Pudieron detener la enfermedad, el glaucoma, pero el daño era irreversible. Los médicos dijeron que sus ojos no mejorarían, pero que con la medicación que estaba tomando tampoco empeorarían.
Pero, por supuesto, nunca podría volver a ese trabajo fino, delicado, de fabricar herramientas. Así su sueño de la casa en Long Island, del auto en que pasearían los domingos y saldrían a veranear, se desvaneció más rápido aún que sus ahorros de ese maravilloso primer año.
Un hombre muy perspicaz, Mr. Sylvester. Dijo que en cuanto entró se había percatado de que los Gebhardt no pertenecían a este medio. Todo estaba tan maravillosamente limpio y ordenado. Nein —dijo Greta, ruborizándose de placer—, todavía no había terminado de arreglar la casa y se sentía avergonzada. Sylvester dijo que no tenía de que avergonzarse.
Habló de sí mismo, modesta, casi tímidamente. Había heredado esta granja de aproximadamente 120 hectáreas, de sus padres. Había sido mucho más grande, pero había vendido una parte en lotes para viviendas. Quedaba en Scarsdale, donde en la actualidad había una gran demanda de lotes para construcción. Vivía allí con su hermana mayor, Mary, que era viuda.
Mr. Sylvester era muy religioso, estaba permanentemente citando la Biblia, la que a decir verdad Walter Gebhardt jamás había leído. No sólo eso, Sylvester explicó que hoy había venido a la ciudad en tren —tenía que arreglar unas cosas con su abogado— porque su peón, que también hacía de chofer, tenía que trabajar los domingos para llevarlos a él y a su hermana Mary a la iglesia, ya que ninguno de los dos había aprendido a conducir. Por eso este empleado salía los sábados, para estar a mano con ese fin los domingos.
Era obvio que Mr. Sylvester se sentía atraído por la familia Gebhardt, un par de veces se puso de pie, caminó por la habitación y volvió a sentarse diciendo que había que hacer algo y como murmurando para sí.
—Me pregunto, sólo me pregunto —decía—, ¿cómo podría hacerse?
En un momento dado interrumpió sus murmullos para decir que la bolsa de papel marrón contenía dos docenas de huevos, sacados de las jaulas de las gallinas hacía apenas cuatro horas. Había una gran diferencia, dijo, entre los huevos de tres o cuatro días que se venden en los comercios y ésos realmente frescos. Y el cubo contenía requesón preparado ayer por la tarde por su hermana Mary y lo encontrarían mucho mejor que los productos industriales en venta en los comercios. Mucho, mucho mejores. ¿Se ofenderían los Gebhardt si se los dejara?
—¡Nein, nein! —exclamó Greta Gebhardt—. Comer huefos realmente de granja será un placer. Y schmierkase, desde que dejé Alemania no profado de ferdad schmierkase.
Mr. Sylvester parecía intrigado. Walter Gebhardt explicó:
—Así se llama en Alemania el requesón.
—Ah, ya entiendo—dijo Mr. Sylvester.
Se levantó y recorrió el pequeño cuarto un par de veces. Pensó en voz alta que había una casita desocupada en la granja, nada lujosa, pero muy desocupada y bastante bien amueblada, con lilas en la entrada y viejos olmos que le dan una bonita sombra. Podría resultar, podría resultar perfectamente.
Era algo que había que pensar, sí, y ciertamente lo pensaría.
En los corazones de Walter y Greta Gebhardt se encendió una loca esperanza.
Walter Gebhardt habló con firmeza.
—Mr. Sylvester —dijo—, aun si el alquiler fuera bajo ¿cómo lo pagaría? Sólo tengo los fondos de la Ayuda Social y si salgo de Nueva York, tengo entendido que perdería…
Mr. Sylvester agitó la mano. Walter Gebhardt la vio sólo como un pálido borrón.
—No habría alquiler —dijo—. El problema es qué podría hacer usted en la granja por lo cual yo pueda pagarle. Ese es el problema.
Continuó explicando, tristemente, que en la actualidad los trabajadores que se conseguían para las granjas eran indiferentes, dejados. Había que estarles encima todo el tiempo. Ese era el problema de Mr. Sylvester. No podía andar detrás de los vagos inútiles que se encuentran hoy en día. Si sólo pudiera tener un hombre, sólo un hombre de confianza, para actuar de administrador, entonces se le habrían acabado un montón de problemas. Si pudiera encontrar un hombre bueno, de confianza, para vigilar a sus peones, un administrador, quizá podría en adelante tomarse la vida con calma.
Acaso, sólo acaso, consideraría Mr. Gebhardt la posibilidad de aceptar ese puesto. ¿Lo aceptaría si todo se arreglase?
Greta intervino para decir que su Walter aceptaría cualquier puesto. Cualquiera.
Walter dijo sí, por supuesto, aceptaría cualquier trabajo, cualquier trabajo, señor.
Mr. Peter Sylvester dijo que no sabían qué agradable era encontrarse con un hombre que estaba realmente dispuesto a trabajar para ganarse su sustento. Hoy en día, la mayor parte de la gente espera que el gobierno se ocupe de ellos si pierden su trabajo.
Era perceptible que Mr. Sylvester estaba tremendamente impresionado por Rudy Gebhardt. Dijo que los colegios de Scarsdale eran muy buenos, de verdad muy buenos, y esperaba ver el día en que Rudy asistiera a ellos.
A Mr. Sylvester le gustaban todos, y lo dejó bien claro. Rudy era precisamente el chico que buscaba, un chico, bueno y despierto; y Elsie le recordaba tanto a su sobrina… Le causaba tristeza. Su sobrina Evelyn estaba a cinco mil kilómetros de distancia, en la costa del oeste, donde su padre era vicepresidente de la compañía Boeing, de aviadores, sabe. Su sobrina Evelyn tenía el pelo rubio exactamente igual al de Elsie, ese color oro muy brillante, exactamente igual. Su hermana Mary, la viuda, adoraba a su nieta y tenía el corazón partido desde que su hija y su yerno se habían ido al oeste. Su hermana nunca se había resignado a que Evelyn no viniera ya a la casa blanca de Scarsdale a montar los poneys y a ser mimada. La verdad era que su hermana estaba desconsolada.
La idea le vino repentinamente a Mr. Sylvester. Sería una sorpresa tan maravillosa si llegase esa tarde a casa con una niña igual a su sobrina Evelyn. Si Mary pudiera tenerla sólo durante esa noche y la mayor parte de mañana, se volvería loca de alegría. La podría traer en la camioneta, con su chofer, mañana por la tarde. Sería una sorpresa tan fantástica para su hermana Mary. También para Mr. Sylvester sera una alegría, pero Mary, dijo, simplemente enloquecería de alegría al tener a Elsie para mimarla; y a Elsie también le sentaría bien un día al aire bueno y fresco del campo, con abundante leche fresca de sus vacas.
Sí, sería maravilloso desde todos los puntos de vista. Por empezar, su chofer sabría dónde ir cuando el próximo domingo, al terminar las clases, tuviese que pasar a recoger a Rudy y su ropa para llevarlo a la granja para el trabajo del verano.
Mientras hablaba, Sylvester parecía embriagarse con la perspectiva. No quería presionar a los Gebhardt para nada. ¿Pero considerarían, sólo considerarían, venir con Rudy, de hoy en ocho días, a pasar una semana en la casa? La podría hacer limpiar y ordenar para que pudiesen pasar una semana y ver si les gustaba. Estaba seguro de que sí, pero era razonable que primero probasen. Y durante la semana, también, tendrían tiempo para pensar de qué tareas se podría ocupar Mr. Gebhardt y qué salario podría pagarle. Sería modesto, dijo, pero no había que pagar alquiler y la comida, en verdad, no costaría casi nada si vivían en la granja.
Claro que tendrían que comprar café y cosas como harina, azúcar y sal. Pero la leche y la crema serían gratis, lo mismo que la manteca. ¿Verduras? La granja producía dos o tres veces más de lo que Mr. Sylvester y su hermana podrían consumir y no trataban de venderlas. En la granja siempre había un exceso de carne porque Mr. Sylvester mataba una res cada siete u ocho meses y sus reses generalmente llegaban a los cuatrocientos y más kilogramos.
—Lo que me hace recordar —dijo Mr. Sylvester— ¿les gusta el tocino y el jamón? ¿Verdaderos jamón y tocino ahumados caseros?
La causa de la pregunta, explicó, era que Cada otoño mataba tres o cuatro cerdos, los curaba y ahumaba en su propio ahumador. ¿Se sentirían ofendidos los Gebhardt, esperaba que no, si les traía alguno de sus jamones y tocinos mañana en la camioneta? Por supuesto que siempre que los Gebhardt estuvieran de acuerdo con su plan.
Los Gebhardt también estaban enloquecidos. Walter, con sus sueños de tener de nuevo un trabajo importante, sería de una lealtad a toda prueba para con este hombre cariñoso, trabajaría fuerte y con empeño y sería importante en la granja. Greta, con su sueño de alejar a sus cincos de este vecindario en que hasta los niños de seis años usaban un lenguaje irreproducible. Rudy estaba en las nubes, en su imaginación se veía montando poneys briosos por las verdes praderas, arreando vacas, quizá hasta lanzando el lazo por encima dé su cabeza.
Elsie era la única que no estaba impresionada. En sus siete años de vida no había estado nunca en el campo, de modo que no lo echaba de menos. Se resistía a ser enjabonada y bañada dos veces en el mismo día. Se resistió con todas sus fuerzas, pero fue inútil; igual se la bañó y vistió con su mejor vestido dominguero y mamá lloró mientras la abrazaba diciendo que era su día de suerte, el día de la gran suerte. Su madre le dijo que podría sentir el delicioso olor dulce del aire de campo y tomar verdadera leche fresca, lo que no le importó nada a Elsie, pues nunca había probado ninguna de las dos cosas.
Elsie inició la batalla más feroz cuando quisieron separarla de su muñeca. Le fue absolutamente indiferente que Mr. Sylvester le dijera que podría jugar con cualquiera de las siete u ocho muñecas de su sobrina, todas con dos ojos. En vano le explicó Greta que esta muñeca harapienta no pegaba nada con su precioso vestido. Elsie se aferró aún más a ella, y al final ganó. Salió del apartamento con Mr. Sylvester tomándola de la mano izquierda y con la muñeca fuertemente abrazada con su brazo derecho.
Los Gebhardt los vieron irse asomados a la ventana. Mr. Sylvester llevaba a Elsie de la mano y paró un taxi en el que entró después de meter a Elsie, con el único vestido bonito que tenía, de color azul fuerte, aferrando la muñeca tuerta.
Fue un día maravilloso. Rudy fue a contarles a sus amigos, como quien no quiere la cosa, que iba a pasar el verano domando potros. No le quisieron creer, pero esto no lo incomodó a Rudy; él lo sabía.
En la cena, los Gebhardt comieron schmierkase y era, tal como había dicho Mr. Sylvester, mucho mejor que el que vendían envasado; mucho, mucho mejor. Como había dicho Mr. Sylvester, los huevos también eran verdaderamente frescos, directos del gallinero, y se podía sentir el verdadero sabor, en nada parecido al de esas cosas pálidas e insípidas que se venden en las envases de cartón.
Esa noche, el matrimonio Gebhardt no pudo conciliar el sueño, de tanto que hablaron de la maravilla que les había sucedido. Se echaron uno en brazos del otro, sin casi oír el estruendo del televisor en el piso de arriba, ni la pelea de los portorriqueños en el apartamento contiguo. Greta murmuró que el aire del campo podría hacer maravillas para sus ojos y Walter dijo que no importaba, hasta con sus ojos como estaban haría un espléndido trabajo para Mr. Sylvester. Al fin y al cabo los fabricantes de herramientas eran los artistas entre los mecánicos, la crème de los mecánicos. Puedes estar segura, Greta, podría hacer maravillas para Mr. Sylvester.
En su propia cama, estrecha e incómoda, Rudy estuvo despierto hasta bastante después de medianoche, montando fantásticos poneys por campos llenos de pasto y corriendo tras los mugientes cimarrones; son terneros ariscos, ¿no?…
El domingo por la mañana, los Gebhardt desayunaron deliciosamente con esos ricos huevos caseros. Para el almuerzo, concluyeron el resto del exquisito schmierkase.
A partir de las cuatro, empezaron a montar guardia desde la ventana que daba a la calle, esperando la aparición de una camioneta conducida por un chofer. Rudy dijo que bajaría para protegerlo, cuando llegase, de los muchachotes del vecindario que podrían hacerle daño. A las cinco, la vigilancia era intensa. A las seis, más intensa aún. A las siete, los Gebhardt se empezaron a preocupar. Es decir, Walter y Greta empezaron a preocuparse. Rudy estaba seguro de que aparecería, brillante y lujoso, en cualquier momento.
Rudy fue el único que durmió esa noche.
—Vamos, papá, no te preocupes —dijo—, el tránsito de los domingos es muy grande.
Durmió profundamente a pesar de la incómoda cama, totalmente sordo al ruido de los portorriqueños que se estaban peleando de nuevo, al estruendo de la televisión de arriba o de los cristales rotos en el apartamento de enfrente.
Walter Gebhardt lo oyó todo, pero aparentó que no. Tenía a Greta en sus brazos, en la cama de matrimonio, y le dijo que era tonto pensar mal. No era un hombre rico que pudiera pagar rescate y Mr. Sylvester lo sabía. ¿Era posible que Mr. Sylvester hubiera querido decir que traería a Elsie el domingo dentro de ocho días, y entonces recoger a Rudy y a ellos al mismo tiempo? Greta dijo que eso no era posible. Mr. Sylvester había dicho sólo esa tarde y parte del día siguiente. Eso es lo que había dicho. Walter le dijo que no se preocupase, que todo saldría bien, y ambos permanecieron despiertos y preocupados toda la noche.
A la madrugada —para Walter Gebhardt apenas un poco menos de oscuridad— se levantó, se vistió; le dijo a Greta que se volviera a dormir, querida, porque sólo tenía ganas de dar una vuelta a la manzana. Ella le dijo:
—No te canses, Walter.
Tomó su bastón, el bastón blanco, y bajó. Caminó ocho manzanas cortas hacia el norte, una manzana larga hacia el este, hacia un edificio imponente que era la comisaría de la calle 30 Oeste. Una vez dentro, se paró frente al mostrador y trató de decirle a un oficial que estaba detrás de un gran escritorio, lo de su hija Elsie. El oficial indicó las escaleras y le dijo:
—Vaya a contárselo a los detectives.
Walter Gebhardt subió una escalera muy larga hasta un cuarto muy lúgubre, con muebles de roble claro. Al principio se encontró con un hombre joven e impaciente que le dijo que fuera al Departamento Central de Policía y llevara el problema a la Oficina de Personas Desaparecidas, que era la que se ocupaba de esos casos.
Pero una voz firme dijo:
—Yo me ocupo de esto, Jake. Siéntese, por favor.
Y una voz y un brazo lo guiaron hasta una silla. Pudo apreciar que la voz provenía de un hombre pequeño, gordo, de mejillas muy coloradas.
—¿Puedo ayudarlo? Mi nombre es Detweiler.
Sentado, con el bastón blanco entre sus piernas, Walter Gebhardt explicó lo de su hija Elsie. Mr. Detweiler —un conocido nombre alemán—, escuchó cuidadosamente, se podría decir, mientras explicó lo sucedido. Una sola vez pareció que se turbaba, y fue cuando mencionó que Mr. Sylvester tenía una granja de 120 hectáreas en Scarsdale.
—¿En Scarsdale? ¿120 hectáreas? ¿Estuvo alguna vez en Scarsdale, Mr. Gebhardt?
Walter dijo que no, que nunca había estado allí, pero que era un sitio donde los ricos tenían sus casas, ¿no es cierto?
—Creo que sí —dijo Mr. Detweiler— pero ¿120 hectáreas? No, creo que es un sitio donde de media a una hectárea ahora es considerada una granja. Pero, siga Mr. Gebhardt, siga por favor.
Walter Gebhardt continuó. Contó lo del anuncio en el diario del domingo, cómo su hijo había enviado su respuesta y lo que había sucedido.
En un momento dado, una voz vino de la penumbra.
—Mándalo a la Oficina de Personas Desaparecidas, Ernie. No es asunto nuestro.
—Cállate Jake —dijo Mr. Detweiler— puede no ser sólo eso. ¿Decía, Mr. Gebhardt…?
—Eso es todo Mr. Detweiler —dijo Walter Gebhardt.
—Déme un momento, Mr. Gebhardt, por favor.
Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba Mr. Walter Gebhardt. Walter Gebhardt lo apreció, o por lo menos lo habría apreciado si no fuera por que estaba tan abstraído. Dijo que le quería agradecer a Mr. Detweiler su cortesía. Este le dijo que no era nada, que él tenía una hija y sabía lo que era, una frase oscura que Walter Gebhardt no entendió.
Sin embargo Mr. Detweiler descolgó el teléfono, llamó a Scarsdale y habló con un teniente Conniff. Por lo que Walter Gebhardt oyó, este teniente Conniff dijo:
—Diablos, ¿de dónde sacaron esa estupidez de una granja de 120 hectáreas en Scarsdale? Eso no existe. Hay un lugar lejos, en las afueras llamado Pocantico Hills, de aproximadamente ese tamaño, pero pertenece a una familia llamada Rockefeller, y Dios, ¿a quién se le ocurre pensar que hay una granja de ese tamaño en Scarsdale? Seguro que algunas personas ricas trabajaban sus propiedades y producían frutas y verduras con técnicas científicas, consiguiendo obtener lo suficiente para su consumo a un costo poco mayor de cuatro o cinco veces el precio que pagarían por lo mismo en el supermercado.
Detweiler mantenía el teléfono firme contra su oreja, pero Walter Gebhardt oyó a pesar de todo. Su vista era mala, pero su oído aún era bueno.
Cuando el detective colgó, Walter Gebhardt dijo:
—Pero no puede ser un secuestro, Mr. Detweiler, no tengo dinero, absolutamente nada. ¿Pará qué querrían raptar a mi hija? Mr. Detweiler, le digo la verdad, no tengo dinero. Me da vergüenza, pero la verdad es que vivo de la Ayuda Social.
Detweiler lo miró en silencio, Walter Gebhardt gritó de nuevo:
—¡No tengo dinero!
Detweiler siguió mirándolo.
En lo más profundo de su corazón, Walter Gebhardt sabía que los niños también eran raptados por otros motivos que no eran el rescate, pero se lo negaba a sí mismo.
Continuó negándoselo a sí mismo aquel lunes de mayo por la mañana, cuando el detective Detweiler, cumpliendo pacientemente con su labor, descubrió la tienda de comestibles a la vuelta de la esquina donde el dueño recordaba a un hombre pequeño, canoso, que entró y compró dos docenas de huevos clase B, los más baratos que tenía.
—Demasiado fuertes para mí —dijo—, esos huevos de baja calidad.
Este viejo también compró un envase de un kilo de requesón y lo vació en un cubo de latón que traía. El detective Detweiler también encontró una ferretería pequeña que estaba en quiebra, que estaba a manzana y media de distancia y que le había vendido un cubo de latón de quince centavos a un viejo bondadoso.
El lunes siguiente al sábado más maravilloso de la vida de Walter Gebhardt no fue el peor de su vida. Solamente uno de tantos.