Prólogo
La acogida excepcional que, hace cinco años, obtuvo la compilación de artículos aparecidos con el título de El dardo en la palabra[1], me ha movido a reunir en otro volumen el conjunto de los que he publicado durante los cuatro últimos años en el diario madrileño El País. Lo hago con el deseo de que, juntos en un libro, se salven de la volatilidad aneja a la prensa y sean fácilmente consultables por los lectores.
Procurar que el idioma mantenga una cierta estabilidad interna es sin duda un empeño por el que vale la pena hacer algo, si la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de entenderse. Pero la estabilidad absoluta de ese sistema es imposible y, si lo fuera, resultaría gravemente nociva para los hablantes: por el lenguaje entramos en contacto con el mundo nuevo que sobreviene constantemente y al que la sociedad debe incorporarse para no quedar demasiado lejos de la vanguardia humana. Por ello, los idiomas cambian, inventando voces, introduciendo las de otros o modificando las propias, lo cual produce una fluctuación, a veces fuerte, del sistema lingüístico. Entre las dos tensiones, la de permanecer y la de cambiar, los hablantes van adoptando soluciones distintas, no siempre indiferentes: si muchas se incorporan fácil y útilmente al idioma, otras, en cambio, por causas distintas, manifiestan una indisciplina que hace peligrar la intercomunicación entre millones de hablantes, como es nuestro caso, y podría poner a punto de zozobra el futuro de la comunidad de los hispanohablantes, que, por el momento, se funda en su demografía colosal; fragmentado y diversificado el idioma común, disminuiría de modo pavoroso la fuerza de las parcelas resultantes.
De ahí que su mantenimiento y la máxima unidad en los cambios sea cuestión esencial, desatendida, en general, por los Gobiernos —que poseen el arma decisiva de los planes escolares— y que recaiga casi toda la responsabilidad idiomática en los medios de comunicación. No es unánime la asunción de tal incumbencia entre éstos; casos hay, sobre todo en los audiovisuales, donde ni siquiera se sospecha que esa misión les corresponda. Y ello porque muchos comunicadores piensan que se conquista la adhesión de los oyentes y espectadores dejando sin controles la expresión, aplebeyándola, a veces hasta su envilecimiento; en eso consiste, según sus ideas, hablar «el lenguaje de la calle». (Naturalmente, es el de la calle de la ignorancia).
De ese modo, dada la situación actual, esa incumbencia corresponde esencialmente a los hablantes a quienes una enseñanza primaria y secundaria responsable ha sensibilizado para estas cuestiones, les ha imbuido una conciencia crítica y alerta, y los ha inducido a la lectura. A quienes mantienen esa atención o desean adquirirla van destinados estos «dardos», que proponen a sus lectores reflexiones idiomáticas sin pretensión de infalibilidad, antes bien, con el deseo de establecer un contraste con otros sentimientos del lenguaje. Aunque las turbulencias afectan también a la sintaxis —alarmantemente puerilizada— es en el léxico donde más chocan, y a él se consagra la mayor parte de estos artículos.
La intrusión de voces nuevas en cualquier idioma, en el nuestro por tanto, suele motivar reacciones poco complacidas, incluso entre quienes cada día viven inmersos en un ambiente anglosajón, y se ponen un slip y no unos calzoncillos, o se meten en unos pantys y no en unas medias, sin percibir que, llamándolos así, están ofendiendo el que creen sagrado honor de nuestra lengua. Parece evidente que el mundo moderno se encamina hacia la neutralización de las diferencias de costumbres, modas y gustos mediante la adopción, no sólo voluntaria sino entusiasta, del modelo de vida norteamericano. Poco a poco o con rapidez, nuestra sociedad se está apropiando de gestos mentales distintos a los precedentes que, como resultado de la acción del tiempo, podía considerar suyos, aunque en parte fueran también importados.
Los entrenadores de fútbol ya no suelen recomendar furia a sus jugadores, sino que se relajen, mucho relax; un ansia universal de relajación nos ha invadido (antes, la relajación era mala cosa; la definían así los austeros académicos que, en 1817, la introdujeron en el Diccionario: ‘Decadencia de la debida observancia de la regla o conducta que exigen las buenas costumbres, o de la disciplina y buen orden que se debe observar en cualquier profesión’). Se estudia y se trabaja también con música relajante. Vestimos vaqueros a la moda de Tejas, desayunamos cereales a la americana, endulzamos el café con sacarina, acudimos al trabajo en un automóvil, y aliviamos las retenciones escuchando un compacto de música pop; buscamos con ahínco aparcamiento, estamos en la oficina con aire acondicionado, y cumplimos con lo que exige nuestra plena dedicación, ocupándonos de asuntos puntuales para ajustar nuestro trabajo a la filosofía de la firma; hacemos huelga para exigir un aumento lineal que compense la inflación. Otros vamos al campus universitario para hacer un master en software. Comemos en un snack de autoservicio tal vez un perro caliente con cerveza light, volvemos a casa, consagramos algún tiempo a nuestro hobby, que es quizá algo de footing por la vecindad, seguido de más relax, con un whisky, un bourbon o un marta sangrienta mientras picamos frutos secos, y debatimos con la esposa o compañera o compañero sentimental el próximo fin de semana; comentamos un interesante reportaje del magazine acerca de los famosos y famosas que se han hecho un lifting. La cena, en que no faltan vegetales por su benéfica fibra, y algún plato precocinado, da paso a la televisión donde veremos un serial norteamericano, un filme de suspense, o un western.
Este movimiento anímico, que pasa de lo autóctono a lo advenido con o sin conciencia de hacerlo, y que lleva a unos hablantes a rechazar, a otros a admitir y a los más a hacer ambas cosas, no delata hipocresía, ni, si se me apura, contradicción, sino que constituye una evidencia de cómo vive el idioma en la cabeza de los hablantes, en nuestra alma. Lo hace entre el repudio de lo alienígena, porque nos desvirtúa, y la aceptación resignada, entusiasta o inadvertida de cuanto lo renueva y lo hace más útil para vivir con los tiempos.
Es fácil predecir que esta pugna entre ambos extremos no acabará nunca, al menos, mientras no cambie, y va para largo, todo aquello que la civilización grecolatina legó a la nuestra. Porque, en efecto, el problema ya se sentía en Roma, con el griego flanqueándola por todas sus orillas: Horacio nada menos, canon de la latinidad, defendía la licitud de emplear vocablos recientes en lugar de los viejos, aceptando con melancolía que, decía, «la muerte ejerce sus derechos sobre nosotros y sobre nuestras cosas».
¿Cuándo comienza ese pequeño —o no tan pequeño— drama en España? No pudo empezar, es claro, mientras no se sintió que el idioma estaba plenamente constituido y lo reconocieran así los hablantes; sólo entonces podían empezar a producir extrañeza las presencias no familiares. Ello ocurre a partir del Renacimiento, es decir, durante la primera mitad el siglo XVI. Surge entonces una conciencia crítica —por supuesto no unánime— acerca de lo propio y de lo ajeno en el idioma; da testimonio de ello Juan de Valdés, el cual, comentando en su Diálogo de la lengua la abundancia de arabismos, asegura que «el uso nos ha hecho tener por mejores los [vocablos] arábigos que los latinos; y de aquí es que decimos antes alhombra que tapete, tenemos por mejor vocablo alcrevite que piedra sufre, y azeite que olio». He aquí, pues, reconocida por Valdés, una causa fundamental del neologismo: el tenerlo por mejor que el término propio sin causa aparente. No olvida, como era de esperar, la otra causa más palmaria: la necesidad de servirse del término árabe para «aquellas cosas que hemos tomado de los moros», dice, sin tener manera neolatina de nombrarlas.
Más adelante, declara su posición ante las voces nuevas, que en aquel momento casi sólo podían ser italianas, pues lo proveniente del latín parecía de casa. Valdés, quien interviene con su nombre en el Diálogo, enumera algunas que el castellano debería adoptar, como facilitar, fantasía, aspirar a algo, entretejer o manejar, por lo cual sufre el reproche de otro de los coloquiantes, Coriolano, precoz purista: «No me place que seáis tan liberal en acrecentar vocablos en vuestra lengua, mayormente si os podéis pasar sin ellos, como se han pasado vuestros antepasados hasta ahora». Otro tertuliano, Torres, interviene con decisión: cuando unos vocablos ilustran y enriquecen la lengua, aunque algunos, se le hagan «durillos», dice, dará su voto favorable y, «usándolos mucho», prosigue, «los ablandaré». Un cuarto personaje, Marcio, toma la palabra: «el negocio está en saber si querríades introducir estos por ornamento de la lengua o por necesidad que tenga de ellos». A lo que Juan de Valdés contesta resolutivamente: «Por lo uno y por lo otro».
He aquí, pues, planteado ya el problema a la altura de 1535, bien manifiestas las actitudes fundamentales en torno al neologismo, que habrán de ser constantes con el correr de los siglos hasta hoy. El Diálogo de la lengua ofrece, además, un testimonio muy importante acerca de otro fenómeno que induce la mutación en los idiomas: la sensación de vejez que rodea a ciertas palabras, y la necesidad que sienten las generaciones jóvenes de sustituirlas por otras de faz más moderna, la que antaño había llevado, por ejemplo, a cambiar ayuso por abaxo, cocho por cocido, ca por porque, o dende por de ahí.
Durante el siglo XVII, el prurito innovador fue máximo en la literatura, aunque muchas novedades no fueron asimiladas por el pueblo común, al que, como es natural, no llegaban las osadías de Herrera o de Góngora, y ni siquiera las que oían a sus predicadores: el goteo de sus novedades apenas si caló en la lengua común, y no pocas fueron ridiculizadas en papeles de regocijo. Pero sobre esa lengua de todos, he aquí lo que pensaba fray Jerónimo de San José, en su Genio de la Historia, de 1651: aunque la decadencia española era ya patente, aún se mantiene el orgullo imperial, el brío español, dice, «no sólo quiere mostrar su imperio en conquistar y avasallar reinos extraños, sino también ostentar su dominio en servirse de los trajes y lenguajes de todo el mundo, tomando libremente lo que más le agrada y de que tiene más necesidad para enriquecer y engalanar su traje y lengua, sin embarazarse en oír al italiano o francés: este vocablo es mío; y al flamenco o alemán: mío es este traje. De todos con libertad y señorío toma, como de cosa suya […]; y, así, mejorando lo que roba, lo hace con excelencia propio». Los neologismos, lejos de causar aprensión, constituían, pues, un honroso botín.
El francés, como es sabido, impone su yugo al resto de los idiomas europeos durante el siglo XVIII en coincidencia con la instalación de la dinastía borbónica en Madrid y con una aflictiva depauperación cultural de España, especialmente patente en el cultivo de la filosofía y de las ciencias naturales, porque no se ha contado con nadie comparable a un Descartes, a un Pascal, o Kepler o Galileo; los «novatores» del XVII, cualquiera que sea su importancia indicativa de una conciencia más lúcida que la dominante, no podían contrarrestar la infecundidad de ésta.
Los franceses marcan la pauta de la modernidad, y nuestros hombres más reflexivos señalan el camino que deben seguir los españoles para instalarse en ella. Como paso previo, hay que asimilar el saber de nuestros vecinos, estudiándolo. Para lo cual, deben vencerse creencias sólidamente arraigadas. El siempre benemérito P. Feijoo lanzará una proposición escandalosa: que los jóvenes no sean obligados a estudiar latín y griego, pues las obras maestras escritas en tales lenguas ya están traducidas a los idiomas modernos. Que aprendan, en su lugar, lenguas vivas, y, en primer término, el francés, en el cual, afirma, «hablan y escriben todas las ciencias y artes sutiles». Fue enorme el revuelo que produjo esa Carta erudita de 1756 por su carácter revolucionario, y porque caía en medio de un fuerte afrancesamiento de las costumbres y de la parla diarias, sometido a fuertes polémicas. Es por entonces cuando el problema del neologismo sale de los círculos minoritarios de escritores y letrados, para dar lugar a un verdadero y secular debate público.
Cobran cuerpo, en efecto, aquellas posturas que veíamos tan bien esbozadas en el Diálogo de la lengua; las resistentes se agrupan por entonces en torno de dos actitudes hermanas: casticismo y purismo. El casticismo había surgido en la primera mitad del siglo XVIII, apoyado por la Academia, que, al determinar cuáles eran las palabras legítimamente castellanas, patrocinaba directa o indirectamente su empleo y, en su caso, la resurrección de las que eran de casta. La Academia no fue fundada, en realidad, para combatir los galicismos, porque aún no constituían problema en 1713; su propósito fue sólo el de «fijar» la lengua, que, según ella, había alcanzado su perfección en los Siglos de Oro. Será más tarde, ya en la octava década del siglo, cuando dicha institución abandone aquella actitud, en cierto modo neutral, hostigada por una opinión muy extendida que la juzgaba inoperante. Cuando convoca en 1781 el concurso para premiar una sátira contra los vicios introducidos en la poesía española, se incorpora al otro movimiento, gemelo, pero no coincidente. Porque mientras el casticismo limita su aspiración a mantener activo el caudal léxico castizo, el purismo es una fuerza que pugna indignadamente contra la novedad.
Son, como es de rigor, los más inquietos espíritus del siglo quienes intentan romper el encorsetamiento de idioma. Feijoo había emitido opiniones tajantes: «¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad»; [los puristas] «hacen lo que los pobres soberbios, que quieren más hambrear que pedir». Para introducir un neologismo, no es preciso que nos falte un sinónimo: es absolutamente valdesiano cuando afirma: «basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía». Jovellanos desdeña a las personas «escrupulosas», dice, que se han alarmado por la impureza idiomática de su tragedia Pelayo. El primer Capmany asegura que «todos los puristas son fríos, secos y descarnados». José Reinoso, en la Academia de Letras Humanas de Sevilla (1798) reconoce el derecho que tiene toda persona instruida a innovar con tiento. Álvarez Cienfuegos un año después, hablando con el lenguaje de la Revolución francesa en sesión solemne de la Academia Española, expone que lo humanitario, lo fraternal, anula todas las diferencias de castas, pueblos y lenguas, y se pregunta: «¿Por qué no ha de ser lícito a los presentes introducir en la lengua nuevas riquezas traídas de otras naciones?… ¿No es una preocupación bárbara el querer que cada lengua se limite a sí sola, sin que reciba de las otras los auxilios que pueden darle y que tan indispensables son para los adelantamientos científicos?».
Durante el siglo XIX, se producen hechos importantes en el vivir de todas las lenguas y, como es natural, en el español. Las convulsiones políticas resultantes de la Revolución francesa y los exilios motivan numerosos neologismos correspondientes a un cierto modo de vivir y convivir. Los liberales y los románticos aportan entonces abundantes términos ingleses y franceses. La libertad en política y en arte instauran una nueva realidad, antes, aparece en la América insurgente que en España, y, por supuesto, mucho antes de que la Academia se diera por enterada. En la lengua de un hispano culto y políglota como fue Simón Bolívar, tan bien estudiada por Martha Hildebrandt, abundan muchos vocablos que tardarían en entrar en el Diccionario. Adopta del francés, numerosas voces, como digo, a la vez o antes que en España. Así, emplea normalmente patriota, en documentos de 1812, vocablo al que no dará entrada nuestro principal vocabulario hasta 1817: del mismo modo, utiliza en 1813, terrorismo, término que un benemérito lexicógrafo nuestro, Núñez de Taboada, en contacto profesional con idiomas extranjeros, introduce en su diccionario de 1825; la Academia no lo hace hasta 1869, advirtiendo, con evidente desfase, que «es voz de uso reciente». Bolívar usa liberticida en 1826, que no llegará a nuestro Diccionario hasta 1931, más de un siglo después. Se refiere a cortes constituyentes en 1826; tardará cuarenta y tres años en ser oficialmente reconocido tal adjetivo. Recurre también a diplomacia en 1825; aquí tardó siete años en asomarse a nuestro léxico. Secretario de Estado, que entra en 1936, era voz usada por Bolívar en 1818. Emplea palabras como congreso, rifle y complot bastante antes de que fueran consideradas por la Academia. Sin embargo ésta, como siempre, hizo lo que pudo y, en la edición de 1852, cuando ya eran Académicos varios de los escritores que habían padecido destierro por la represión absolutista, se hispanizaron numerosos extranjerismos en «todos los ramos de la instrucción pública», según se hizo notar en el prólogo.
Fue muy liberal y hasta libertario en lengua el siglo XIX, y así lo reconocía anatematizándolo, uno de los múltiples Coriolanos que, desde el Diálogo de Valdés, le han ido surgiendo al idioma hasta hoy, el padre Mir, que, en 1908, confesaba este piadoso propósito: «Téngome puesta la penitencia de rogar a Dios nuestro Señor por todos los galicistas, a fin de que, torciendo del mal camino, se conviertan de sus malos pasos a los de la purísima lengua, en honra, lustre y servicio de nuestra nación».
Pero, en fin, esta historia de criterios opuestos es interminable. Ornamento o necesidad, según dictaminó Juan de Valdés hace más de cuatro siglos, deben atraer y atraen voces nuevas. Sobre la necesidad, no cabe opción: las cosas que se adoptan, como algunas que antes hemos nombrado y, por supuesto, muchos tecnicismos, entran sin demasiadas reticencias con su nombre ajeno tal cual (sándwich) o calcado (el ratón, inglés mouse, del ordenador). El problema se plantea conflictivamente ante el primer término de la disyunción de Valdés: el ornato. Muy posiblemente, él lo entendía como simple embellecimiento, o porque lo nuevo sonaba mejor, o porque arrumbaba material envejecido (amante, traído del poético y prestigioso italiano, para sustituir nuestro medieval amador). Hoy subsisten esas causas, como es natural, con matizaciones muy diversas. Así, hay vocablos que parecen feos por rudos, se evitan y se sustituyen; sostén nombraba tal prenda en el Diccionario desde 1927; sin embargo, este vocablo, empleado con frecuencia sugerentemente («No era consciente de su leve falda airosa, de que no llevaba sostén bajo la blusa…», Marsé. «Cuando aparece por fin a la puerta de la choza sin el vestido de percal, cubierta sólo con las bragas y el sostén, el hombre se abalanza a ella como un animal macho en celo», Grosso), pareció tosco, y sujetador acudió a reemplazarlo entre abundantes hablantes, con la acepción neológica actual; por los años sesenta lo escribe Delibes, y en 1984, sin prisas, lo reconoce la Academia. Historia parecida puede ser la de taparrabos, que desde el XVIII nombraba el trapo circunstancial de pueblos exóticos y de poca crianza, que, por los años veinte, se puso de moda para designar también el cache-sex para varones de todas clases, pero que hoy cede claramente ante el recuperado bañador (figura en el Diccionario desde 1884 en su significado de ‘prenda de baño’), que no marca diferencias y ofrece así la ventaja democrática de cubrir por igual a hombres y mujeres. (Lo cual ocurre también con el tanga, cuyo nombre de origen tupí, llegado a Europa a través del portugués, sirve para designar la miniatura absolutamente desinhibida del bañador unisex, más acorde con la actual franqueza de costumbres). Todas estas cosas, y muchas más, constituyen ornatos valdesianos del hablar.
Otras veces, los cambios «embellecedores» obedecen a causas sociales: es muy palpable el retroceso del término obrero, mientras aumenta trabajador; en los cinco últimos lustros, el archivo académico registra unos ocho mil casos del primero, y se aproximan a veinte mil los de trabajador, voz que neutraliza las connotaciones molestas de obrero, incluida la de incultura: hay, incluso, numerosos profesores que, allá ellos, gustan clasificarse como trabajadores de la enseñanza.
Y son, sin duda, las más frecuentes aquellas galas que el idioma recibe desprendiéndose de lo malsonante (hacer el amor) o blasfemo (mecachis en la mar) y de lo fisiológicamente sucio, por donde se entra en el eufemismo neto. La Academia, al definir el viejo vocablo mear en 1734, advertía: ‘Dícese con más policía orinar’. Pero aun esto se ha considerado agreste, y se ha abierto camino el galicismo hacer pipí, presente en francés desde fines del siglo XVII y reconocido por nuestro Diccionario en 1984, aunque su generalización se documenta veinte o treinta años antes. Después, relegado el pipí a la lengua infantil, apareció la onomatopeya hacer pis (en relación con el inglés piss, del francés pisser), palabra que hoy no se evita si urge usarla, y que es de mucha mayor «policía», dónde va a parar, que mear o incluso orinar.
Pero está el otro impulso para los cambios, el de la necesidad de ellos o de las palabras nuevas: ¿cuándo actúa? Repetimos que, de manera imperiosa, cuando hay que nombrar las cosas, muchas de ellas extranjeras, que van apareciendo y que antes no tenían nombre, en ciencia, técnica, política, economía, sociología, artes, modas… Se trata de una precisión, diríamos, objetiva, impuesta por el mundo. Pero hay otros tipos de necesidad. Está, por ejemplo, la de quien precisa lucirse personalmente, distinguiéndose del vulgo, y dice almorzar por ‘comer al mediodía’. El prestigio de lo nombrado —y es muchas veces preciso ponerlo ante ojos y oídos— se impone también como causa de necesidad para la innovación. Es casi seguro que una clínica se quedaría sin clientela si en lugar de anunciar liftings ofreciera estiramientos de piel; por tanto, lifting es palabra imprescindible. La vieja permanente, privilegio de ciertas mujeres pudientes en la primera mitad del siglo XX, se generalizó y fue haciéndose hortera; la técnica del moldeado acudió a sucedería con prestigio. Para llamar al balonvolea, muchos implicados en ese juego prefieren volleyball; el golf no agradaría tanto si se hispanizaran fairway, green, putt o drive; ni el tenis sin el smash, ni el waterpolo sin este nombre: el empleo de tales voces confiere reputación de entendido frente a los ignaros, y por tanto se sienten como ineludibles para atraer admiración a la cosa y, por tanto, a quienes la llaman así.
Los xenismos o extranjerismos que se introducen sin maquillaje castellano alguno, tal como se escriben en su lengua de origen, e incluso se pronuncian mejor o peor que en su procedencia, penetran ahora con suma facilidad en todas las lenguas; y ello, porque el acceso a las cosas que designan ya no es privilegio de una minoría distinguida, como antaño, y porque sus nombres entran por los ojos: el alud avasallador de la publicidad en prensa y televisión constituye una imparable vía de penetración de xenismos, anglicismos sobre todo, que, poco a poco, van configurando de modo distinto la estructura de nuestro léxico y de nuestra escritura. Durante el siglo XIX y gran parte del XX, se adoptaron múltiples vocablos sólo o casi sólo por el oído. Entró, por ejemplo tricotosa (del francés tricoteuse), porque es así como sonaba en los talleres textiles, con una pronunciación hispanizada sin pretensiones. El léxico del ferrocarril ofrece testimonios claros de que esto fue así: voces como vagón, raíl, compartimento, túnel o ténder se incorporaron al español desentendiéndose de la escritura inglesa. En el fútbol, que empezó a jugarse en España hace poco más de un siglo, ocurrió igual: ahí están fútbol mismo, gol, penalti o córner; pero, en deportes más modernos, el extranjerismo se muestra con su faz por las causas que hemos dicho.
Hoy han encontrado acomodo en nuestro vocabulario múltiples palabras de esos tipos, que no ocultan su naturaleza forastera a personas con alguna instrucción (quienes no la tienen, consideran tan propios butic y el letrero boutique, como botica o bodega), pero ahí están avanzando por necesitarlas el lenguaje de todos o sólo el de algunos. Con mayor facilidad ingresan los términos que, si acaso, requieren un leve retoque para hacerse hispanos; por lo cual, se extiende un rápido certificado de nacionalidad a crucial, por ejemplo, o a informal o a acuerdo puntual, o a prefabricado, inflación, cibernética, o líder y procesar datos: se dejan pronunciar, algunos existían en español con significado distinto, y no parecen los rotundos extranjerismos que son. Por supuesto, se normalizan enseguida los calcos, esto es, los términos que traducen el original, como lo fue en el XIX madre patria (la mere patrie), y más tarde luna de miel (honeymoon) o, en nuestros días, el ya citado ratón con que ponemos negro sobre blanco.
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De estas cuestiones, de la vivaz presencia de las palabras en el escenario de la lengua tratan los «dardos» siguientes. No son en ningún momento «puristas», con la carga de desprestigio que, como vimos, acompaña desde hace siglos a las actitudes intransigentes con los cambios en la lengua «de siempre». Las neologías son precisas, anejas a la evolución de las sociedades y de los individuos. Cuando un término nuevo se inserta entre nosotros para nombrar aquello de que carecíamos y que enriquece nuestro vivir práctico o mental, debe ser acogido con satisfacción e incluso albórbola. A veces es un matiz lo que se importa: basta con que añada un nuevo rasgo que permite ordenar y entender mejor el mundo, Así, póster parece a muchos que suple torpemente a cartel, pero carecen de razón porque el primero no tiene intención inmediatamente anunciadora: se cuelga con intención artística, ideológica, erótica…, pero carece del reclamo anejo al cartel. Se trata, pues, de un buen neologismo por aportar una nota distinta y útil.
Pero hay algo común a estos artículos: la denuncia de los desmanes que la voz pública comete con nuestra lengua por falta de instrucción idiomática, de atención a los usos mejores y al sentido común muchas veces. Ello determina el ultraje al idioma en lo que se habla o se escribe, y la creencia de que todo sirve indiscriminadamente, incluso las invenciones, las alteraciones de lo comúnmente admitido y las ocurrencias. Abundan tanto, que constituyen una radiografía desoladora sobre la aptitud de muchos que tienen el idioma como instrumento principal de trabajo para usarlo: periodistas, abogados, profesores, políticos, publicitarios… Lo cual tiene efectos perversos sobre el habla —y la inteligencia— común, ya que frecuente y abundantemente anulan distinciones importantes (entre oír y escuchar, por ejemplo, o entre deber y deber de), o difunden vulgarismos insoportables (alante por adelante), o reducen pavorosamente nuestro caudal léxico (terminar, acabar, concluir, dar fin, palabras sacrificadas a finalizar; o empezar, comenzar, emprender y tantos verbos más, desalojados por iniciar); súper; formante insufrible y estúpido de los nuevos superlativos; confusiones horripilantes (humanitario por humano) y tantos hechos más. A todo esto se refiere lo que escribo a continuación, con una particularidad: los errores o dislates individuales aparecen sólo como excipientes irónicos o humorísticos de cuestiones relativas a la lengua común. Los inagotables disparates de hablantes aislados pueden ser ocasión de regocijo o de pena: insisto en que no constituyen objeto principal de los «dardos», cuyo núcleo pretende ser un hecho idiomático que afecta a todos o a gran parte de los hablantes. Y ello sin la pretensión de que mis críticas o propuestas sean indiscutibles; al contrario, como he dicho, desean suscitar un contraste con lo que parecen a los lectores, en conformidad con ellas o disintiendo. En definitiva, sólo quieren ser acicates que estimulen la reflexión continua acerca de nuestros usos del español: al fin, una gimnasia mental permanente como prevención contra la ruina neuronal.
F.L.C.