Nos detuvimos a la puerta de un pequeño edificio blanco de apartamentos, en Glendale. Sheila saltó del coche, y los detectives y yo nos pusimos a su lado. En voz muy baja nos dijo que no hiciéramos ruido. Luego atravesó el césped, rodeando la casa hasta llegar a uno de los lados, y miró hacia arriba. Había luz en una ventana. Volvió hasta el garaje, que estaba abierto, y escudriñó en su interior. Luego regresó a la parte delantera y se encaminó hacia la puerta sin dejar de indicarnos que guardáramos silencio. La seguimos, y subió al segundo piso. Llegó de puntillas a la tercera puerta de la derecha, permaneció inmóvil un instante y escuchó. Sigilosamente volvió al sitio en que estábamos nosotros. Los detectives habían sacado sus pistolas. Luego fue directamente hacia la puerta, haciendo sonar los talones, y llamó. La puerta se abrió en el acto y vi a una mujer que tenía un cigarrillo en una mano y el sombrero y el abrigo en la otra, como si estuviera a punto de marcharse. Tuve que mirar dos veces para estar seguro de poder dar crédito a mis ojos. Era la señorita Church.
—¿Dónde están mis hijas?
—Bueno, Sheila, ¿cómo quieres que yo sepa…?
Sheila la agarró de las ropas con fuerza y de una sacudida la sacó al pasillo.
—Te he preguntado dónde están mis hijas.
—Se encuentran bien. Quiso únicamente verlas un poco antes de…
Se calló cuando uno de los policías se le aproximó por detrás, avanzando hasta la puerta abierta con el arma en la mano, y penetró en el apartamento. El otro se quedó fuera, al lado de Sheila y la señorita Church, con el arma en la mano, escuchando. Después de uno o dos minutos, volvió a la puerta el primer detective, y nos hizo una seña para que entráramos. Entraron primero Sheila y la señorita Church, luego yo, y detrás el otro policía, que se detuvo para vigilar la parte exterior. Era un apartamento amueblado de una sola habitación, con una pequeña separación a un lado, que hacía de comedor, y un cuarto de baño. Todas las puertas, incluso la del lavabo, habían sido abiertas por el primer policía, dispuesto a disparar el arma en caso necesario. En el centro del cuarto se veía un par de baúles con las correas puestas y muy apretadas. El detective que entró primero se dirigió a la señorita Church.
—Muy bien, gordita, a ver si canta lo que sabe.
—No entiendo a qué se refiere.
—¿Dónde están las niñas?
—¿Cómo pretende que yo sepa…?
—Por lo visto, no aprecia usted bastante su cara.
—… va a traerlas ahora.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo; ya debería estar aquí.
—¿Para qué?
—Para llevarlas con nosotros. Tenemos proyectado huir.
—¿Tiene automóvil?
—El suyo propio.
—Perfectamente. Abra los baúles.
—No tengo la llave. Dentro de un momento…
—He dicho que abra.
Se agachó y empezó a desatar las correas. El policía, detrás de ella, le apoyaba el revólver en el cuerpo.
—Vamos, dese prisa.
Una vez desatadas las correas, sacó la llave de su bolso de mano y abrió las cerraduras. De un puntapié, el policía separó las tapas de los baúles. Luego silbó. Del más grande empezó a caer dinero sobre el suelo, parte en paquetes, con bandas de goma alrededor, y otra parte con pequeñas fajas de papel que indicaban el importe. Era el dinero robado de la bóveda, sin tocar aún. La señorita Church increpó a Sheila.
—Está todo, y ahora has conseguido lo que querías, ¿no es así? ¿Supones que no sé lo que estuviste haciendo, que no te vi arreglando las tarjetas para que le detuvieran una vez que se descubriese la falta? Pero de nada te ha servido, porque se te adelantó, y se ha burlado de lo lindo de tu padre, ese pobre viejo pusilánime. Sin embargo, aún no le has atrapado a él, ni tienes en tu poder a las dos niñas. Yo te…
Intentó correr hacia la puerta; pero el policía que estaba con ella la hizo retroceder de un empellón. Después habló con el otro, que estaba encorvado, revisando el dinero.
—¡Jake!
—¿Qué?
—Van a venir a buscar ese dinero. Convendría que llamase. No ganaremos nada con arriesgarnos imprudentemente. Necesitamos más hombres.
—En mi vida he visto tanto dinero junto.
Se acercó al teléfono y levantó el auricular para hacer la llamada. En aquel preciso instante, procedente del exterior, oímos un ruido continuado de una bocina, que se repitió tres o cuatro veces seguidas. La señorita Church la oyó también y abrió la boca para gritar; pero su grito no llegó a traspasar sus labios. Sheila se le echó encima de un salto, le apretó la garganta con una mano y le tapó la boca con la otra. Se volvió hacia los policías.
—¡Pronto, bajen! ¡Está aquí!
Los detectives bajaron a toda prisa las escaleras y yo corrí tras de ellos. Pero no habíamos hecho más que llegar a la puerta cuando se oyó un tiro, disparado desde un coche que estaba detrás del mío. Uno de los policías se escondió junto a un buzón que había al lado de la puerta, y el otro se parapetó detrás de un árbol. Pero yo no hice ninguna de estas dos cosas. El automóvil estaba ya en marcha y mi intención era atraparle aunque fuese lo último que me quedara por hacer en la vida. Me aparté hacia la derecha, atravesando con rapidez el jardincito del edificio de apartamentos y el de la propiedad contigua. No tenía escapatoria; si deseaba alejarse, debía pasar antes por mi lado. Llegué hasta un automóvil aparcado en la calle a unos quince metros de distancia, y me acurruqué delante, junto al guardabarros, de tal modo que el coche quedaba entre él y yo. Puso el suyo en segunda y le imprimió velocidad; pero yo salté, asiéndome de la manivela de la puerta.
No estoy completamente seguro de saber lo que ocurrió durante los diez segundos siguientes. La velocidad del coche me derribó hacia atrás, por lo que tuve que soltarme y fui a chocar con la cabeza en el guardabarros. Todavía estaba vendado como consecuencia del golpe anterior; de modo que me dolió. Pero me agarré a la manivela de la puerta trasera, aferrándola con todas mis fuerzas. Todo esto ocurrió en menos tiempo del que se tarda en contarlo, pero en vista de la forma en que caía, creo que eso es lo que me salvó. Sin duda él creyó que yo estaba aún delante, pues disparó desde dentro y vi que se producían los orificios uno tras de otro en la portezuela delantera. Enloquecido como estaba me dio por contarlos, para saber cuándo quedaría descargada el arma. Conté tres, pero de pronto advertí que había más tiros que agujeros; es decir, que algunos de los tiros venían de atrás. Esto significaba que los policías se habían lanzado a la carga nuevamente. Estaba directamente en la línea de fuego, y se me ocurrió soltarme para caer en la calle; pero me contuve. Luego noté lloriqueos que venían del asiento trasero y me acordé de las niñas. Les grité a los policías que las niñas estaban allí atrás, pero en aquel momento el coche aminoró la marcha, viró hacia la izquierda, chocó estrepitosamente contra la acera, y se detuvo.
Me puse en pie, abrí la puerta delantera, y con toda la rapidez imaginable me coloqué a su lado de un salto. No había por qué apresurarse; estaba retorcido en el asiento delantero; la cabeza le colgaba hacia abajo, y el tapizado se hallaba completamente manchado de sangre. Pero el cuadro que se ofreció ante mi vista cuando uno de los policías llegó corriendo y abrió la puerta trasera fue lastimoso. La mayor de las niñas, Anna, estaba en el piso quejándose, y su hermanita, Charlotte, se había puesto de pie y le pedía al padre que mirase a Anna, que se encontraba mal.
El padre no decía nada.
Me pareció extraño que aquel detective, que había tratado a la señorita Church con tanta rudeza, pudiera ser bondadoso con un par de criaturas. Les habló cariñosamente, y a la menor la tranquilizó al instante, tardando un poco más con la que estaba herida. El otro policía volvió corriendo al edificio de apartamentos para pedir ayuda por teléfono y asegurar a la señorita Church antes de que pudiera escaparse con el dinero, y la sorprendió en el momento en que trasponía la puerta. El anterior se quedó junto al coche, y apenas se serenaron las niñas advertí que Sheila estaba a su lado, y que, provenientes de todas direcciones, se agrupaban más de quinientas personas.
Sheila estaba trastornada; pero con aquel policía no tuvo nada que hacer; no la dejó acercarse a Anna, ni permitió que nadie tocara a la niña hasta que llegaran los médicos. Dijo a Sheila que tendría que quedarse en el lugar donde estaba, y que nada que dijese o hiciese alteraría su determinación. Comprendí que tenía razón, y la rodeé con mis brazos tratando de apaciguarla; noté que en seguida hizo todo lo posible por dominarse.
Por fin llegaron las ambulancias, y pusieron en una a Brent y en la otra a la niña, acompañada por Sheila; a Charlotte la transporté en mi automóvil. En el momento de separarse de mi lado, Sheila me tocó un brazo.
—Más hospitales.
—Ya has tenido tu parte.
—Sí, ¡pero esto…, Dave!
Era la una de la mañana cuando acabaron en la sala de operaciones, y un rato antes las enfermeras acostaron a Charlotte. Por lo que ésta me había dicho en el camino y las conclusiones a que pudimos llegar los detectives y yo, lo que había herido a Anna no era uno de los disparos hechos por los policías.
Ocurrió que las niñas estaban dormidas en el asiento trasero cuando Brent se detuvo frente al edificio de apartamentos, él lo ignoró hasta el momento de hacer fuego contra mí. Entonces, la mayor se levantó, y le habló al padre. Como éste no le hizo caso, intentó hablarle desde el lado izquierdo, justamente detrás del sitio por el cual su padre trataba de hacer fuego y conducir al mismo tiempo. Debió ser entonces cuando se giró para tirar contra los policías por encima de su propio hombro; pero en vez de acertar a los detectives, hirió a su propia hija.
Más tarde llevé a Sheila, pero no a su casa de Glendale, sino a la del padre, en Westwood. Le había telefoneado avisándole de lo ocurrido, y la esperaban. Parecía un espectro, reclinada en la ventanilla, con los ojos cerrados.
—¿Te han contado lo que le ha pasado a Brent?
Abrió los ojos.
—No. ¿Cómo está?
—No le condenarán por asesinato.
—¿Qué?
—Ha muerto en el tiroteo.
Cerró los ojos de nuevo, y durante un rato no habló. Después lo hizo como un autómata.
—Charles fue bueno, un hombre excelente… hasta que conoció a la señorita Church. Ignoro qué clase de fascinación ejercía sobre él. Le trastornó por completo, él empezó a comportarse mal. Lo que hizo en el banco aquella mañana no fue idea suya, sino de ella.
—¿Para qué? ¿Puedes explicármelo?
—Para descargar su odio contra mí, contra mi padre, contra el mundo entero y contra todo. ¿Te fijaste en lo que me dijo? En ella era una obsesión la idea de que yo me había propuesto arruinar a Charles; y, siendo así, su única preocupación fue adelantárseme. Charles estaba completamente dominado por esa mujer perversa. En realidad, no creo que ella esté en su sano juicio.
—Me parece que no hay ninguna duda.
—Creo que a esa condición debe parte del dominio que ejercía sobre él. Charles no era un hombre muy enérgico. En mi caso, tengo la sospecha de que estaba a la defensiva, aunque es lo cierto que jamás le di motivo alguno. Pero con ella, con esa mujer de naturaleza ambigua, presumo que se sentía hombre. Es decir, que le trastornaba. Dada su condición de arpía, le dio lo que yo jamás pude darle.
—Me parece que empiezo a ver claro.
—¿No es curioso? Era mi marido y, sin embargo, me tiene sin cuidado que esté vivo o muerto… No me preocupa. Lo único en que pienso es en la pobre niña…
—¿Qué han dicho los médicos?
—Aún no saben nada. La bala le atravesó el abdomen y hay once perforaciones; se producirá peritonitis, y quizá otras complicaciones, pero aún no saben lo que puede ocurrir en el transcurso de dos o tres días. La pérdida de sangre ha sido horrible.
—¿Le harán transfusiones?
—Le hicieron una mientras la operaban. Por eso tuvieron que esperar, pues no quisieron comenzar la operación hasta que llegara el donante.
—Si lo que hace falta es sangre, yo tengo mucha.
Se puso a llorar y me cogió del brazo.
—¿Sangre también, Dave? ¿Puede haber algo que no me hayas dado?
—No te preocupes.
—Dave…
—Dime.
—Si hubiese jugado con las cartas que el Señor me entregó, no habría ocurrido. Esto es lo más terrible. Si tengo que ser castigada… lo merezco. Con tal de que el castigo… no recaiga sobre mi hija.