No me pregunten qué pasó durante los tres días siguientes. Son los peores recuerdos de mi vida. Primero fui al Palacio de Justicia a hablar con el señor Gaudenzi, ayudante del fiscal y encargado del proceso. Me escuchó, tomó notas, y luego empezaron a ocurrir ciertas cosas.
En primer lugar, estaba citado para comparecer ante el juzgado en pleno y prestar declaración. Tenía que defenderme, y si a ustedes les parece que es divertido tener a todos aquellos hombres encima de uno, les aconsejaría que hiciesen una prueba. No hay juez que pueda prestar ayuda, ni abogado que se oponga a las preguntas que a uno le hacen parecer un imbécil; sólo están el acusado, el fiscal del distrito, el taquígrafo y ellos. Me tuvieron dos horas. Ensayé escapatorias y sudé la gota gorda, procurando salvarme de confesar por qué le había facilitado el dinero a Sheila; pero al cabo de un rato dieron en la tecla. Admití que le había pedido que se divorciara de Brent y se casara conmigo, y eso era lo que querían saber. No hice más que llegar a casa, cuando recibí un extenso telegrama de Lou Frazier, diciéndome que la compañía de seguros había dejado constancia de que se consideraban exentos de responsabilidad por el dinero desaparecido, y agregando que quedaba suspendido hasta nuevo aviso. Me hubiera despedido, si hubiese podido hacerlo; pero tenía que esperar a que el jefe volviera de Honolulú, pues se trataba de un funcionario de la compañía y no estaba permitido despedirlo sin que antes el jefe expusiera los motivos al consejo de dirección.
Pero lo peor fue lo de los periódicos. Los relatos estuvieron bastante bien hasta que me mezclaron a mí; quiero decir que figuraba en la primera página, con fotografías y toda clase de deducciones sobre el paradero de Brent, no faltando la noticia digna de crédito que lo situaba en México, otra en Phoenix, y otra en Del Monte, donde un sereno de garaje aseguraba que había estado la noche del robo. Pero cuando conocieron mis declaraciones, se enloquecieron con ellas. Le asignaron al asunto un interés romántico y los enredos en que me complicaron fueron sencillamente criminales. Inventaron la denominación de «el triángulo del saqueo», y fueron a la casa del viejo doctor Rollinson, donde estaban las hijas de Sheila; tomaron fotografías de las niñas y de él, y se apoderaron por lo menos de media docena de retratos de Sheila; publicaron todas las fotos mías que pudieron encontrar en sus archivos, con lo cual me hicieron maldecir el día en que posé en traje de baño cuando estaba en la universidad, con una estudiante colgada de cada brazo, para servir a los fines de publicidad del club.
Y todo lo que vino a resultar de aquel infierno fue que el día anterior a mi comparecencia el gran jurado declaró a Sheila culpable de adulteración de registros de una compañía pública, estafa y complicidad en robo a mano armada. Lo único de lo que no la acusaron fue de asesinato, y por cierto que no atiné a entender la razón. De modo que todo había sido en vano. Me había clavado a una cruz, presentando todos los documentos relativos a la hipoteca de mi casa, para demostrar el origen del dinero utilizado por ella y dejar sentado que con esto Sheila no había tenido nada que ver; pero la inculpaban de todos modos. Llegué al punto de que me faltó valor para asomar las narices a la puerta, excepto cuando se presentaba un periodista y salía para ahuyentarlo, si era posible. Me pasaba el tiempo en casa, y escuchaba la radio de onda corta; solía sintonizar las emisoras de la policía, esperando saber algo que me indicase que estaban cortándole la huida a Brent. Además oía noticias. Uno de los informativos dijo que la fianza de Sheila se había fijado en siete mil quinientos dólares, y que el padre la había pagado, quedando ella en libertad. Poco me hubiese ayudado ser yo quien hubiera dado esta fianza, pues había comprometido ya todo cuanto tenía.
Aquel día salí en el coche a dar un paseo, sólo para no volverme loco. Al regresar, pasé por el banco y miré al interior. Snelling se hallaba en mi escritorio; la señorita Church estaba en la ventanilla de Sheila; Helm ocupaba el lugar de Snelling, y vi también dos empleados que no recordaba haber visto antes.
Cuando sintonicé los programas informativos aquella noche después de cenar, por primera vez puede advertir que la noticia apasionaba menos. El locutor dijo que a Brent aún no lo habían detenido, pero no agregó nada más de mí ni de Sheila. Sentí alivio, pero después de un rato empezó a inquietarme otra cuestión. ¿Dónde estaba Brent? Ya que ella se hallaba en libertad bajo fianza, ¿se encontraría con él? Por mi parte había hecho cuanto era posible para librarla de acusaciones; pero eso no significaba que creyera en su inocencia, ni que mi manera de pensar acerca de ella hubiese cambiado un ápice. La idea de que pudiera verse con él en algún sitio, tomándome por un imbécil, se abrió de nuevo camino en mi espíritu, y aunque quise ahogar esas dudas, olvidarme de ella, borrar de mi mente semejante pensamiento y considerarme desligado de todo, me resultó imposible. A eso de las ocho y media hice una cosa de la cual no creo que pueda estar orgulloso. Me aproximé a su casa, aparqué en su misma calle, a una media manzana de distancia, e intenté ver algo.
Había una luz encendida, y quedé inmóvil un rato largo. Se sorprenderán ustedes cuando les diga que en aquel breve lapso tocaron el timbre muchos periodistas, que fueron despedidos de mala manera, y numerosos coches que pasaban detuvieron la marcha, para que sus gordas ocupantes pudieran mirar cómodamente. Además, había otros espiando desde las ventanas altas de las casas contiguas. Pasados unos instantes se apagó la luz, se abrió la puerta y salió Sheila. Avanzó por la calle en dirección a mí, y tuve la sensación de que si llegaba a verme me moriría de vergüenza. Me acurruqué detrás del volante, inclinándome hacia un lado, de tal forma que pudiera ver el suelo, y contuve la respiración. Oí los pasos que se acercaban velozmente, como si tuviera prisa por llegar a algún lugar. Siguió su marcha junto al automóvil, sin detenerse; pero a través de la ventanilla, casi como en un susurro, le oí decir: «Te vigilan».
Con la celeridad del rayo, supe entonces por qué no la habían condenado por asesinato. De haber sucedido tal cosa, no habría estado en condiciones de lograr su libertad bajo fianza. La habían condenado, pero dejando las cosas de tal modo que pudiera salir en libertad, y entonces hicieron lo mismo que había hecho yo: vigilarla, para ver si daba algún paso que pudiera conducirles hasta Brent.
Al día siguiente decidí hablar con ella; lo difícil era saber cómo. Si la seguían muy de cerca y la vigilancia era estrecha, probablemente tendrían intervenido su teléfono, y cualquier mensaje telegráfico que yo le enviase sería leído antes de llegar a sus manos, con toda seguridad. Reflexioné sobre estas cosas un rato, y después bajé a la cocina en busca de Sam.
—¿Tienes un canasto? —le pregunté.
—Sí, señor; uno grande, que se usa para el mercado.
—Perfectamente. Esto es lo que tienes que hacer. Metes en el canasto un par de panes, te pones la chaqueta blanca y vas a esta dirección, en Mountain Drive. Acércate por la puerta trasera, llamas, y preguntas por la señora Brent. Cerciórate de que hablas con ella, y de que no hay nadie cerca. Dile que necesito verla y que se reúna conmigo esta noche a las siete en el mismo lugar en que solíamos vernos en la ciudad, cuando salía del hospital. Dile que esperaré en el coche.
—Sí, señor; a las siete.
—¿Has entendido bien?
—Sí, señor.
—La casa está rodeada de policías. Si te detienen, no digas nada; y, si es posible, que no sepan quién eres.
—Déjelo de mi cuenta.
Aquella noche dediqué una hora a desprenderme de cualquiera que pudiera estar siguiéndome. Fui hasta Saugus, y al llegar a San Fernando aceleré hasta ciento treinta, aunque sabía que no tenía nadie detrás. En San Fernando giré hacia Van Nuys, encaminándome desde allí al hospital. Estaba acercándome a la acera, a las siete y un minuto, sin siquiera detenerme del todo, cuando se abrió la portezuela y ella entró. Proseguí la marcha.
—Te siguen.
—Creo que no. Les he desorientado.
—Yo no he podido. Supongo que el conductor del taxi recibió instrucciones antes de pararse frente a casa. Están a unos ciento cincuenta metros detrás.
—No veo nada.
—Sin embargo, están.
Seguimos la marcha, mientras yo procuraba ordenar mis pensamientos acerca de lo que deseaba decirle; pero fue ella quien habló primero.
—Dave.
—¿Qué?
—Es posible que ésta sea la última vez que nos veamos. Considero que debo confesarte algo. He pensado en ti mucho, muchísimo. Junto con varias otras cosas.
—Muy bien, habla.
—Te he causado mucho daño.
—No soy yo quien lo ha dicho.
—No hacía falta que lo dijeras. He adivinado todo lo que pensaste aquella mañana del terrible viaje en la ambulancia. Te he hecho mucho mal, y no menor es el mal que me he causado a mí misma. Olvidé algo que una mujer no debe olvidar jamás. Es decir, no lo olvidé; pero cerré los ojos.
—Bien. ¿De qué se trata?
—Que la mujer debe llegar al hombre, como dicen en los tribunales, con las manos limpias. En algunos países tiene que llevar más. Debe tener algo en sus manos, a la espalda, en su carreta de bueyes: una dote. En esta nación se ha eliminado ese requisito, pero no el de que las manos estén limpias. Yo no lo he cumplido. Para poderme acercar a ti, llevaba conmigo mis propios impedimentos terribles. Tuve que ser comprada.
—La idea salió de mí.
—Pero no puede ser, Dave. Te he puesto en el trance de pagar por mí un precio que ningún hombre puede pagar. Te he costado una suma enorme de dinero, tu carrera y tu buen nombre. Por mi culpa te han zarandeado públicamente los periódicos y has tenido que sufrir tormentos. Te has mantenido admirablemente fiel a mí, has hecho todo cuanto has podido, hasta aquella mañana espantosa, después de la cual…, yo no lo merezco. Ninguna mujer puede ser digna de tantos sacrificios, ni tiene derecho a creer que lo es. Muy bien, pues; no hace falta que sigas ayudándome o ligado a mí. Puedes considerarte libre, y si está en mis posibilidades te devolveré todo lo que por mí has perdido. Siento que nada pueda hacer respecto a tu carrera y tu buen nombre. Pero Dios ha de querer que algún día pueda devolverte el dinero. Creo que esto es todo cuanto deseaba decirte. Esto… y adiós.
Durante un trecho de varios kilómetros recapacité en lo que me había dicho. No era momento para bromas. Acababa de decir lo que pensaba y yo también tenía que decir lo que pensaba. De sobra sabía que mucho de aquello no era cierto. Todo el asunto, desde el momento en que empezamos a adulterar las anotaciones y reponer dinero, me resultó abominable y nada tuvieron de románticas las noches en que nos preparábamos para los manejos del día siguiente. Fueron sesiones llenas de nervios, y el aspecto de Sheila en ninguna ocasión fue tan agradable al irse como al llegar. Pero tampoco era esto lo que me preocupaba. Si podía tener la certeza de que había sido honesta, seguiría pensando que el sacrificio estaba bien empleado, y me mantendría a su lado, siempre que me necesitara y me aceptase. Decidí abordar la cuestión resueltamente.
—Sheila.
—Sí, Dave.
—Lo que dije en la ambulancia fue en serio.
—No hace falta que me lo expliques.
—En parte se debe a lo que tú dijiste. De nada nos servirá engañarnos. Fue una mañana espantosa, pero desde entonces los dos hemos tenido mañanas espantosas. Sin embargo, no es eso lo más importante.
—¿Qué es lo más importante?
—No estuve seguro, no he podido estarlo en ningún momento desde el principio, ni lo estoy ahora, de que tú no hayas jugado con dos cartas.
—¿Qué estás diciendo? ¿Con quién he podido engañarte?
—Con Brent.
—¿Con Charles? ¿Estás loco?
—No, no estoy loco. Ahora ya lo sabes. Tuve la convicción desde el primer momento, y mi convicción de ello es mayor ahora. Creo que sabes más de lo que has dicho, y que algo me has ocultado a mí y has ocultado a la policía. Todavía tienes ocasión de sincerarte. ¿Has obrado todo este tiempo de acuerdo con Brent, o no?
—¡Dave! ¿Cómo puedes preguntar semejante cosa?
—¿Conoces su paradero actual?
—Sí.
—Es todo cuanto quería saber.
Lo dije automáticamente, porque, si he de confesar la verdad, tenía decidido ya que ella había sido leal en todo momento; pero aquella revelación me dio de lleno en el rostro, como un puñetazo. Mientras seguíamos la marcha, pude advertir que el aliento me fallaba y que Sheila seguía mirándome. Después empezó a hablar nuevamente, con voz áspera y forzada, como si le costara trabajo emitir las palabras y las midiera cuidadosamente.
—Sé donde está, sé acerca de él muchas cosas que jamás te he dicho. Hasta aquella mañana me abstuve de decir nada, porque no quería sacar los trapos al sol, aun cuando fuera solamente en presencia suya. Después no se lo he dicho a nadie, porque… ¡necesito que pueda huir!
—¡Oh! ¿De veras?
—Te arrastré al asunto, cuando descubrí la falta de dinero, por la razón que ya conoces. Para que mis hijas pudieran criarse sin la vergüenza de saber que su padre había estado en la cárcel. Oculto a Charles ahora, y le oculto incluso de ti, tal como lo has dicho, porque si no lo hago tendrán que saber que su padre fue condenado a muerte por criminal, y no puedo permitirlo. Me tiene sin cuidado que el banco pierda noventa mil dólares o un millón de dólares. Me tiene sin cuidado que se estropee tu carrera… pues vale más que sepas la verdad. Dave… si encuentro la forma de impedir que mis hijas vean manchadas sus vidas por una desgracia tan horrible…
Esa parte quedaba clara por fin. Pero algo se me ocurrió entonces. Comprendí que si debíamos volver a las andadas, ya que la había ayudado a encubrir delitos tan graves, no permitiría que las cosas tomaran el curso deseado por ella. Para seguir, tenía que ser en un camino limpio, y noté que mi decisión era definitiva.
—En lo que a mí respecta, no puedo admitirlo.
—No te lo he pedido.
—Y no es por lo que has dicho de mí. No te pido que me antepongas a tus hijas, ni que les antepongas nada.
—Aunque me lo pidieras, no lo haría.
—Lo digo porque el juego ha quedado descubierto, y ya es hora de que sepas que la situación de tus hijas no es mejor que ninguna otra.
—Lo siento mucho. Para mí lo es.
—Tendrán que saber, antes de la hora de su muerte, que están obligadas a jugar con las cartas que Dios les ha dado, y eso mismo habrás de aprenderlo tú, si es que yo conozco algo de estas cosas. Lo que haces es arruinar vidas ajenas, y nada digo de la tuya propia, causando daño además… para salvarla. Está bien, puedes elegir tu camino. Pero tu insistencia me libera de toda obligación.
—¿Quieres decir que nos separamos ahora?
—Creo que sí.
—Es lo que he tratado de decirte.
Lloraba cuando me cogió una mano y me la estrechó, temblando. La amé más que nunca, y pensé en detener el coche para abrazarla y volver al punto de partida; pero me contuve. Comprendí que de ese modo no adelantaríamos nada, y seguí conduciendo. Habíamos llegado a la playa por el bulevar Pico y atravesé Santa Mónica en dirección a Wilshire, describiendo una curva para llevarla a su casa. Todo acababa entre nosotros y pude adivinar que ella había presentido con tiempo ese final. No volveríamos a vernos.
No sabría decir hasta dónde fuimos, pero estábamos a punto de llegar a Westwood. Se había serenado y estaba apoyada contra la ventanilla, con los ojos cerrados, cuando de pronto se enderezó y aumentó el volumen de la radio. Estaba sintonizada en ondas cortas, tan bajo que apenas se la pudiera oír, pero estaba encendida. Un policía finalizaba la lectura de una orden y repitió: «¡Coche número cuarenta y dos, coche número cuarenta y dos…! Diríjase en el acto al número seis mil ochocientos veinticinco de la avenida Sanborn, Westwood, en el acto… Han desaparecido dos niñas de la casa del doctor Henry W. Rollinson…».
Pisé a fondo el acelerador, pero ella me tomó del brazo.
—¡No sigas!
—Voy a llevarte allí.
—¡He dicho que no sigas! ¿Quieres hacer el favor de parar?
Me hubiera costado trabajo adivinar sus intenciones, pero detuve la marcha hasta parar el coche. Bajó y yo la seguí.
—¿Quieres decirme por qué nos detenemos aquí? ¿No te das cuenta de que son tus hijas?
Sheila estaba ya en la acera, moviendo los brazos en dirección al sitio del cual habíamos venido. Hasta aquel momento no advertí la proximidad de un coche, pero se me ocurrió de pronto que debía ser el que estaba siguiéndonos. Después de mover los brazos un rato, se acercó y corrió hacia el automóvil. Al verlo, acercaron el coche. En el interior había una pareja de detectives. Ni siquiera esperó a que se detuvieran del todo para gritarles:
—¿No han oído esa llamada?
—¿Qué llamada?
—La de Westwood, acerca de las niñas.
—Sí, pero estaba dirigida al coche cuarenta y dos.
—¿Quieren dejar para otro momento esas sonrisas estúpidas y escucharme? Se trata de mis hijas, y el que se las ha llevado es mi marido, lo cual significa que ha decidido escapar de una vez, Dios sabe adónde…
No necesitó terminar la frase. Los policías saltaron del coche y Sheila les dio otros detalles lo más rápidamente que pudo. Les dijo que sin ninguna duda pasaría por su escondite antes de desaparecer, y que si estaban dispuestos a seguirnos les indicaríamos el camino, sin necesidad de perder más tiempo en conversaciones. La idea de los policías era otra. Se habían dado cuenta ya de que no disponíamos de mucho tiempo, de modo que decidieron repartirse en los coches. Uno de ellos tomó la delantera con el auto suyo, después que ella le indicó la dirección, y el otro se sentó al volante del mío, ocupando nosotros el asiento trasero. El que crea que sabe conducir bien un automóvil, que haga la prueba de ir un día con un par de agentes de policía. Atravesamos Westwood a todo lo que daba el motor, y en menos de cinco minutos estábamos en Hollywood sin aminorar la marcha. No nos detuvimos ante ninguna señal de tráfico y dudo que en todo el trayecto el velocímetro bajara de los ciento veinte.
Durante todo el tiempo se mantuvo asida de mi mano y diciendo: «¡Oh! ¡Quiera Dios que lleguemos a tiempo! ¡Quiera Dios que lleguemos a tiempo!».