Era el mismo hospital de antes. La levantaron y la condujeron al interior en una camilla, no sé adónde. Luego me llevaron a un ascensor y subimos, y me transportaron a una sala, también en una camilla; después vinieron a examinarme dos médicos más. Uno de ellos era un hombre mayor que no parecía pertenecer al hospital.
—Bueno, señor Bennett, tiene usted estropeada la cabeza.
—Cósala y quedará bien.
—Tendré que aplicarle anestesia.
—No me ponga anestesia, porque tengo mucho que hacer.
—¿Quiere llevar esa cicatriz toda su vida?
—¿Cicatriz? ¿De qué está hablando?
—Ya le he dicho que tiene la cabeza estropeada. Ahora bien, si…
—¡Bueno! Haga lo que quiera.
Se dispuso a trabajar y vino un enfermero que quiso desnudarme, pero le contuve y le pedí que llamara a mi casa. Cuando Sam contestó, hablé con él, pidiéndole que lo dejara todo y que me trajera otro traje, camisa, corbata, y toda la ropa limpia necesaria. Luego me despojé de todo, me pusieron una camisa de hospital, y una enfermera me puso una inyección. Me llevaron a la sala de operaciones, donde el médico me colocó en la cara una máscara, diciéndome que respirara con naturalidad, y eso es todo lo que recuerdo.
Cuando recobré el conocimiento estaba otra vez en la sala, con la enfermera al lado y la cabeza completamente envuelta por los vendajes. No habían usado éter, sino algún otro anestésico, y a los cinco minutos reaccioné, aunque bastante molesto. Pedí un periódico. La joven estaba leyendo uno que tenía en el regazo, y me lo dio. Era una de las primeras ediciones de la tarde, que se ocupaba extensamente del robo —en la primera página—, con las fotos de Brent, Adler y la mía, una vieja fotografía de deportista. Informaba que todavía no tenían la pista de Brent y que, de acuerdo con los primeros cálculos, lo robado ascendía a noventa mil dólares, cuarenta y cuatro mil del banco y cuarenta y seis mil sustraídos de las cajas de seguridad. El relato me convertía en héroe. Sabiendo que el bandido estaba en la bóveda, y a pesar de tener a la policía conmigo, insistí en ser el primero en estar en el lugar de peligro, sufriendo una grave herida en la cabeza, a consecuencia de mi arrojo. Adler resultó muerto en el primer intercambio de disparos, después que yo abriera fuego. Dejaba esposa y un hijo, y posiblemente el entierro se realizaría al día siguiente.
El artículo contenía una descripción del sedán de Brent y su número de matrícula. Dyer había tomado nota al arrancar el coche, y coincidía con las matrículas otorgadas a nombre de Brent. Se extendía en consideraciones acerca de que el automóvil estaba en movimiento cuando él saltó, de lo cual se deducía que tenía cómplices. No se ocupaba de Sheila, salvo que la habían conducido al hospital, presa de un ataque de nervios; y acerca del dinero que había faltado anteriormente no se decía nada. La enfermera se levantó para ponerme otro poco de hielo en la bolsa que tenía sobre la cabeza.
—¿Qué sensación se experimenta al verse convertido en héroe?
—Una sensación extraordinaria.
—Le han dado bastante trabajo.
—Sí, bastante.
Muy poco después llegó Sam, y le dije que no se fuera. Después vinieron dos detectives. Contesté lo menos que me fue posible a las preguntas que me formularon, pero tuve que contarles lo que me dijo Helm y lo de la luz roja vista por Sheila; agregué que yo había actuado contra la opinión de Dyer, y relaté lo ocurrido en el banco. El interrogatorio fue duro, pero me defendí lo mejor que pude, y al cabo de un rato se fueron.
Salió Sam y me trajo una edición del periódico vespertino. Esta vez las fotografías ocupaban más lugar: la de Brent era siempre de tres columnas, y la mía y la de Adler un poco más reducidas; pero habían agregado la de Sheila. Se decía que la policía había mantenido una conversación con ella en el hospital, sin que la mujer pudiese dar ningún dato sobre las posibles razones que pudiera haber tenido Brent para cometer el delito, ni sobre su paradero. Luego, al finalizar, agregaba: «Se insinúa, sin embargo, que la señora Brent será interrogada nuevamente».
Al leer esto, salté de la cama. La enfermera se incorporó rápidamente y quiso detenerme, pero yo sabía que debía alejarme antes de ser detenido por la policía, por lo menos hasta saber qué camino tomar si las cosas se ponían peor.
—¿Qué se propone, señor Bennett?
—Me voy a casa.
—Es imposible. Tiene que quedar internado hasta…
—Me voy a casa. Si quiere quedarse verá cómo me visto, por mi parte no hay inconveniente; pero si desea portarse bien, es el momento oportuno para salir al vestíbulo.
Mientras me vestía, todos trataron de disuadirme: la enfermera, el médico interno y la jefa de enfermeras; pero yo le dije a Sam que metiera toda la ropa manchada en la maleta que había traído, y cinco minutos después estábamos fuera. Abajo, en el escritorio, extendí un cheque por el importe de la operación y pregunté a la empleada cómo seguía la señora Brent.
—Oh, muy pronto estará bien, pero la impresión ha sido terrible para ella.
—¿Está aquí todavía?
—Sí, en este momento la están interrogando.
—¿Quién?
—La policía. Y si me lo pregunta, le diré que a mi juicio van a detenerla.
—¿Detenerla?
—Al parecer, sabe algo.
—Comprendo.
—Pero no diga que yo se lo he dicho.
—No, por supuesto.
Sam había conseguido un taxi y en él nos metimos. Le dije al conductor que se dirigiera a Glendale, y llegué al lugar donde estaba mi automóvil, en Anita Avenue. Sam se sentó al volante y le indiqué el camino. Cruzamos Foothill y llegamos un poco más allá de San Fernando, pasando por lugares a los cuales no presté mayor atención.
Al pasar frente al banco, observé que los cristales ya estaban colocados, y que un hombre, desde la parte de adentro, se ocupaba de estampar letras doradas. No pude ver quiénes estaban en el interior.
En las últimas horas de la tarde volvimos a Los Ángeles y compré otro periódico. Ya no publicaban mi fotografía ni la de Adler, y la de Brent no era tan grande; pero la de Sheila abarcaba cuatro columnas y a su lado estaba la de su padre, el doctor Henry W. Rollinson. El título ocupaba la página entera y hablaba de cómplices de un robo. No quise molestarme en leer más, pues si el doctor Rollinson había confesado lo que sabía, todo estaba descubierto.
Sam me condujo a casa, y me preparó algo de comer. Fui al salón y me senté, a la espera de la policía, y preguntándome qué podría contestarles.
A eso de las ocho de la noche sonó el timbre de calle y abrí yo mismo. No se trataba de la policía, sino de Lou Frazier. Entró y le ordenó a Sam que le sirviera una copa; parecía necesitarla. Me recosté de nuevo en el sofá, sosteniéndome la cabeza. No me dolía, y yo me sentía perfectamente bien; pero era una precaución. Necesitaba un pretexto para no hablar más de lo que me convenía. Después de beber parte del licor, dijo:
—¿Has visto los periódicos de la tarde?
—Solamente los títulos.
—Al hombre le faltaba dinero en sus cuentas.
—Así parece.
—Ella estaba enterada.
—¿Quién?
—La mujer. Esa criatura tan atractiva que responde al nombre de Sheila. Falseó los libros para encubrirle. La hemos detenido hace media hora; vengo de allí. ¿Sabes una cosa? Es todo un delito lo que esa mujer ha planeado. El sistema de la sección de libretas de ahorros y todas las cosas sobre las que pensabas hacer un informe… sólo eran pretextos. Has quedado en ridículo, Bennett. Ahora tendrás un verdadero artículo para El banquero norteamericano.
—Dudo que ella estuviera complicada.
—Sé que lo estaba.
—Si tal cosa ocurría, ¿por qué le permitió entonces a él recurrir a su padre, en busca de los fondos necesarios para cubrir el déficit? Se me ocurre que eso es llevar la imaginación demasiado lejos.
—Muy bien; he pasado toda la tarde procurando entender esa parte y tuve que someter al padre a un intenso interrogatorio. Está muy indignado con Brent. Pero procura ver las cosas desde su punto de vista, del de ella y de Brent. Les faltaba dinero, y pensaron simular un asalto que les permitiera cubrir la falta de fondos sin que nadie se enterara. Lo primero que tuvieron que hacer fue poner los libros en orden, y puedo asegurarte que ella ha realizado una labor digna de mejor causa. No ha dejado un solo indicio, y de no haber sido por el padre, jamás hubiésemos sabido que alguna vez faltó dinero. Claro, tuvo que poner los libros en condiciones, y hacerlo antes de que tú hicieras el arqueo de caja. Ésa fue la parte difícil, pues tuvo que contar con el factor tiempo; pero puedo asegurarte que se ha portado a la altura de las circunstancias. Luego trajo la araña para que él tuviera la ocasión de entrar sin que los demás se dieran cuenta y ocultarse en la bóveda. Pero ¿qué certeza tenían de lo que podía ocurrir a la mañana siguiente? Tal vez lograra su intento gracias al pañuelo que llevaba en la cara para que nadie le reconociese, y luego ella hubiese llamado al padre y le hubiese pedido que no dijera nada, que ya se lo explicaría después y que Charles se encontraba muy mal, lo cual sin duda ocurriría cuando los policías lo visitasen. Le encontrarían en la cama, recuperándose aún de la operación y muchas cosas más, pero del dinero, ni de nada que con él tuviese algo que ver, encontrarían el menor vestigio.
»Pero fíjate en esto. Han pensado también en el caso de que no se saliera con la suya. ¿Qué pasa si lo atrapan? Aparece todo el dinero, ¿no es verdad? Tiene cinco médicos que jurarán que está trastornado, de resultas de la enfermedad… y le sale barato. Con un poco de suerte, hasta puede ser que le dejen en libertad condicional. El único que molesta es el anciano. Ella lo encierra, y con eso no van a estar peor que antes. Pero gracias a un individuo llamado Helm, el pastel se deshace. Nada ha resultado como esperaba; el hombre ha escapado, pero todos saben quién es, y además Adler cayó muerto. Ahora le buscan por asesinato y por robo; las mismas acusaciones por las cuales está detenida ella.
—¿Quedará detenida?
—Puedes apostar a que sí. No lo sabe todavía, pues se encuentra en el hospital con algunas inyecciones para que se calme de la emoción experimentada; pero junto a cada puerta hay un policía, y mañana, cuando se despierte, habrá perdido buena parte de su atractivo femenino.
Permanecí reclinado sin abrir los ojos, pensando en lo que debería hacer; pero en aquel momento lo único que sentí fue una especie de vacío en la cabeza. Al cabo de un rato, sin saber cómo, le hablé:
—¿Lou?
—¿Qué?
—Estaba enterado de la falta de dinero.
—¿Querrás decir que lo sospechabas?
—Sabía…
—¡Quieres decir que lo sospechabas!
Esto último lo dijo casi gritándome. Cuando abrí los ojos, le vi de pie delante de mí, como si quisiera comerme con la mirada, el rostro demudado y muy pálido. Lou es una persona de aspecto interesante, macizo y corpulento, de ojos castaños y piel curtida por el sol de tanto jugar al golf; pero en aquel momento parecía un salvaje.
—Si lo sabías y no lo dijiste, se ha perdido por completo el seguro sobre ti. ¿Me entiendes, Bennett? ¡Tu seguro queda anulado!
Hasta entonces no había recordado mi seguro. Desde el instante en que empezó a vociferar, me pareció ver aquellas palabras impresas con artística letra. Nuestros empleados no tienen fianza individual. Existe sobre ellos una fianza colectiva, pactada con la compañía de seguros, y el párrafo a que me refiero dice: «El asegurado pasará parte a la Corporación de cualquier falta, estafa, desfalco o robo de dinero cometido por cualquiera de sus empleados, dentro de las veinticuatro horas a contar desde el momento en que uno de ellos, o sus jefes, tengan conocimiento de tal falta, estafa, desfalco o robo; y el hecho de no haberse pasado notificación de tal falta, estafa, desfalco o robo, será causa suficiente para la cancelación de esta garantía, quedando la Corporación libre de toda responsabilidad por tal falta, estafa, desfalco o robo». Noté que los labios se me enfriaban y que por las palmas de las manos me corría sudor; pero proseguí:
—Estás acusando a una mujer de delitos que sé perfectamente que no cometió y, con fianza o sin ella, yo te digo que…
—Tú no me dices nada, y quiero que lo entiendas bien.
Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta.
—Y escúchame: si sabes lo que te conviene, supongo que no repetirás eso a nadie. En cuanto los hechos trasciendan al público, adiós nuestro seguro de lealtad y seguro contra robos, y no pudiendo obtener un solo céntimo de la compañía aseguradora, perdemos por completo los noventa mil dólares. ¡Noventa mil dólares, contantes y sonantes!
Se fue, y miré el reloj. Eran las nueve. Llamé por teléfono a una floristería, para que enviasen flores al entierro de Adler. Hecho esto, subí a mi dormitorio y me quedé contemplando el techo, tratando de adivinar lo que me ocurriría a la mañana siguiente.