Me dirigí al teléfono que estaba sobre mi escritorio, en la parte delantera del banco. Sentí flojera en las piernas al dar esos pasos delante de las ventanas. Dyer llegó antes que yo. Entró por la puerta de metal, del otro lado, y alargó la mano hacia el aparato.
—Voy a usarlo yo un momento, Dyer.
No me contestó, ni tampoco me miró, limitándose a coger el teléfono y ponerse a marcar el número. Desde su punto de vista, la culpa de todo era mía por no seguir sus indicaciones, y su actitud así lo denotaba. Esto mismo pensaba yo, pero no era mi intención permitir que se me adelantara. Le agarré de las solapas y le sacudí.
—¿No ha oído lo que acabo de decir?
Se puso pálido, y se quedó a mi lado, moviendo las aletas de la nariz y cerrando sus ojos grises, hasta darles aspecto de simples puntitos. Colgué de nuevo, para anular su llamada, y marqué el número de la central. Cuando respondieron pregunté por Lou Frazier. Tiene, como yo, el cargo de vicepresidente; pero es ayudante especial del jefe, y como éste estaba en Honolulú, ocupaba su lugar. La secretaria me contestó que no se encontraba allí, pero luego me dijo que esperase un minuto, pues acababa de entrar. Me puso con él.
—¿Lou?
—Sí.
—Te habla Dave Bennett, desde Glendale.
—¿Qué pasa, Dave?
—Ha ocurrido algo. Convendría que vinieses y trajeras algo de dinero, pues tendremos que hacer frente a una ola de pánico.
—¿Qué ha sucedido?
—Un atraco; han matado al ordenanza. Creo que nos hemos quedado sin fondos.
—Perfectamente. ¿Cuánto necesitas?
—Para empezar, veinte mil dólares. Si hace falta más, podemos mandarlo buscar después. No te retrases.
—Voy en el acto.
Mientras hablaba, sonaban las sirenas, y el local se llenó de policías. Afuera llegaba una ambulancia y serían quinientas las personas aglomeradas, número que aumentaba por momentos. Cuando colgué, desde la punta de mi nariz cayó en el secante una gota de sangre, y al momento manó un chorro. Me llevé una mano a la cabeza. Sentí el cabello pegajoso y húmedo, y cuando miré, advertí los dedos manchados de sangre. Procurando descubrir la causa, me acordé de la caída del carrito sobre mi cuerpo.
—Dyer.
—Sí, señor.
—El señor Frazier viene hacia aquí. Trae dinero para hacer frente a todas las demandas. Tendrá que quedarse aquí, con Halligan y Lewis, para imponer orden, y estar dispuesto a hacer todo lo que él le diga. La policía se ocupará de Adler.
—Están sacándolo ahora.
Miré y vi a dos hombres de la ambulancia que lo llevaban por la puerta que da a la calle, y que Halligan les había abierto. Lewis, con cinco o seis policías, estaba ya afuera, conteniendo a la muchedumbre. Depositaron a Adler en la ambulancia. Helm quiso ir, pero yo le llamé.
—Métase en la bóveda y regístrela.
—Ya lo hemos hecho Snelling y yo.
—¿Cuánto se ha llevado?
—Todo lo que había, cuarenta y cuatro mil dólares en efectivo. Pero eso no es todo; se ha dedicado también a las cajas de seguridad. Ha dejado sin tocar las más pequeñas; pero ha abierto con un formón las que contenían valores y papeles importantes y las ha vaciado por completo. Sabía cuáles le interesaban.
—El señor Frazier se encuentra en camino, con dinero efectivo para los clientes. Apenas pueda, haga una lista de todas las cajas forzadas, póngase en contacto con los dueños por teléfono si es posible, y si no mande telegramas pidiéndoles que vengan.
—Me ocuparé ahora mismo.
Entraron los de la ambulancia, y quisieron acercárseme, pero hice señas de que se alejaran, y se marcharon con Adler. Sheila se me aproximó.
—El señor Kaiser quiere hablarte.
Detrás de ella estaba Bunny Kaiser, el hombre a quien Sheila había inducido a pedir un préstamo de cien mil dólares la tarde en que advertí la falta de dinero. Abrí la boca para decirle que haríamos frente a todas las exigencias, y que podía venir con los demás clientes en cuanto abriésemos, pero el hombre señaló las ventanas. Todos los cristales estaban rotos y llenos de agujeros de bala, incluida la abertura grande por la cual Brent había arrojado la maleta.
—Señor Bennett, lo único que deseaba decirle es que tengo a mis cristaleros trabajando en la construcción en este momento, con mucho material, y que si usted me autoriza, puedo enviar a buscarles para que arreglen todo eso. Estas roturas no le dan muy buen aspecto al banco, ¿no le parece?
—Sería una excelente ayuda, señor Kaiser.
—En seguida los traigo.
—Muchísimas gracias.
Extendí la mano izquierda, que no estaba ensangrentada, y él me la estrechó. Yo debía estar muy conmovido, pues durante todo aquel tiempo me pareció que le apreciaba más que a nadie en el mundo. En un momento así es mucho lo que significa un gesto noble.
Los operarios estaban ya arrancando las astillas de cristal cuando Lou Frazier llegó. Traía una caja con dinero, cuatro empleados adicionales de ventanilla y un ordenanza de uniforme; todo cuanto había cabido en su automóvil. Le conté rápidamente lo que necesitaba saber y salió a la acera, levantando en alto la caja y pronunciando un breve discurso:
—Haremos frente a todas las demandas. Dentro de cinco minutos se abrirán las ventanillas. Ruego a los clientes que se coloquen en fila, para que el personal les identifique, pues a los que no lo sean no se les permitirá la entrada.
Con él estaba Snelling, quien entre la multitud le señaló a los que tenían cuenta con el banco, y los policías y el nuevo ordenanza los pusieron en fila en la acera. Volvió al banco, y los nuevos empleados enderezaron los carritos volcados, sacaron los otros, y luego, ayudados por Helm, dispusieron las cosas para empezar a pagar. Dyer estaba adentro. Lou se le acercó, y señalándome con un dedo, dijo:
—Llévenselo de ahí.
Por primera vez tuve conciencié de que debía ofrecer un aspecto horrible, sentado en mi escritorio, en la parte delantera del banco, todo cubierto de sangre. Dyer se me aproximó y llamó otra ambulancia. Sheila tomó su pañuelo y se puso a enjugarme el rostro. Al instante lo vio lleno de sangre. Sacó de uno de mis bolsillos mi propio pañuelo, y con él hizo lo que pudo. Por la forma en que Lou miraba cada vez que posaba en mí sus ojos, comprendí que la mujer empeoraba mi aspecto.
Lou abrió las puertas y entraron cuarenta o cincuenta clientes.
—Los clientes de libretas de ahorros a este lado, por favor, con sus libretas en la mano.
Los distribuyó entre cuatro ventanillas. La espera fue breve, y los primeros de las filas empezaron a obtener su dinero. Cuatro o cinco se alejaron contando billetes; dos o tres de los que estaban en la fila, al ver que pagábamos, se marcharon. Uno que contaba billetes se detuvo, y se colocó al extremo de una fila para volver a depositar el dinero.
La ola de pánico había terminado.
La cabeza empezó a darme vueltas y sentí una molestia en el estómago. Lo único que recuerdo de lo que sucedió después es el sonido de una sirena y la vista de un médico, vestido de blanco, que se hallaba delante de mí con dos enfermeros a su lado.
—¿Puede valerse de sus piernas, o necesita un poco de ayuda?
—Puedo andar.
—Será mejor que se apoye en mí.
Así lo hice, y debía tener un aspecto horrible, pues Sheila apartó la mirada y se puso a llorar. Era la primera vez que desfallecía desde que aquello había empezado, y le faltaron fuerzas para sobreponerse. Se le estremecieron los hombros, y el doctor la señaló, diciendo a uno de sus ordenanzas:
—Convendría que la llevásemos también.
—Creo que sí.
Nos transportaron juntos, ella en una camilla y yo en la otra, colocándose el médico detrás, entre nosotros dos. Durante el camino trabajó en mi herida. La hurgó y pude sentir el escozor del antiséptico. Pero no era esto lo que me preocupaba. Una vez que estuvimos fuera del banco, Sheila se derrumbó por completo, y fue terrible oír el sonido de su voz entremezclada con sollozos. Los médicos le dijeron algo, pero no dejaron de trabajar en mí. Fue un paseo estupendo.