Capítulo VIII

Volví a casa y esta vez apagué todas las luces, subí, me desnudé y acosté. Quise dormir, pero no pude. Mi cerebro seguía trabajando preocupado especialmente con lo que tendría que hacer al abrir la bóveda a las ocho y media. ¿Cómo podría aparentar naturalidad? Si yo adivinaba que el hombre se encontraba en la bóveda, Helm también tenía que haberlo adivinado. Me había estado observando, había seguido todos mis movimientos; y eso lo habría hecho aun en el caso de no sospechar nada, cosa que forzosamente debía ocurrir después que me viera salir con Sheila. Todo aquello cruzó por mi mente, y al cabo de un rato imaginé una forma de encubrirle, habiéndole con franqueza y diciéndole que seguiría el asunto, esperando a ver qué decía. Brent en su descargo, en el caso de que realmente estuviese allí. Una vez más procuré dormir, pero entonces no fue el asunto de la bóveda lo que me preocupó, sino Sheila. Seguí repasando mentalmente lo que habíamos hablado, las indignas acusaciones formuladas por mí, la manera en que ella las tomó, y todo lo demás. Cuando empezó a clarear el día, me encontré sentado en la cama. Ignoro cómo me di cuenta, y tampoco supe qué camino debía seguir; pero estaba completamente convencido de que ella me ocultaba algo.

Descolgué el teléfono y marqué un número. No hace falta estar mucho tiempo en un banco para saber de memoria el número del jefe de los detectives particulares. Llamé a Dyer, que contestó uno o dos minutos después, bastante enfadado.

—¿Quién es?

—¿Dyer?

—Sí. ¿Quién habla?

—Lamento despertarle. Habla Dave Bennett.

—¿Qué es lo que quiere?

—Necesito ayuda.

—Muy bien. ¿Qué demonios pasa?

—Tengo motivos para creer que hay un hombre escondido en nuestra bóveda de la sucursal de Anita Avenue, en Glendale. Ignoro lo que se propone, pero quiero que usted esté presente cuando yo abra, y me gustaría que trajese a un par de hombres.

Hasta aquel momento no había sido más que un amodorrado detective de ciudad. De pronto se despertó del todo, como si le hubieran asestado un golpe con un objeto pesado.

—¿Qué quiere decir eso de que tiene motivos para creerlo?

—Eso se lo explicaré cuando nos veamos. ¿Puede reunirse conmigo a las siete, o les parece muy temprano?

—Cuando usted diga, señor Bennett.

—Entonces, esté en mi casa a las siete con sus hombres. Ya le daré los datos y le explicaré por qué quiero que se ocupe del asunto.

Tomó nota de la dirección, y yo me acosté de nuevo.

Me acosté, y en la cama traté de comprender por qué necesitaba en realidad que él interviniese. Al cabo de un rato lo vi todo claro. Requería su presencia para protección del banco, y mía también, en el caso de que Sheila me estuviera mintiendo; pero al mismo tiempo deseaba que no se acercara demasiado, para permitir a Sheila aquellos breves minutos de conversación con Brent, por si no me mentía. En resumen, si verdaderamente Brent se traía algo entre manos, mi propósito era que todas sus vías de escape estuvieran cubiertas por gente capaz de hacer fuego. Pero si salía de la bóveda con cara de tonto, fingiendo haberse quedado adentro por error, y ella descubría que aún podíamos encubrir la adulteración de registros, deseaba también facilitarle esta escapatoria. Reflexioné sobre el asunto, y al cabo de un rato creí haber ideado la estratagema necesaria para salir airoso.

A eso de las seis de la mañana me levanté, me bañé y me vestí. Saqué a Saín de la cama, y le ordené preparar café y huevos con jamón. Le dije que estuviera atento por si los hombres que venían no habían desayunado. Luego fui al salón y empecé a recorrerlo en todos los sentidos. Hacía frío, y encendí el fuego. La cabeza seguía dándome vueltas.

Exactamente a las siete se oyó sonar el timbre y aparecieron Dyer y sus dos sabuesos. Dyer es alto y delgado, de pómulos prominentes, ojos penetrantes, y aparenta unos cincuenta años. Los otros dos eran más o menos de mi edad —un poco más de treinta—, con espaldas anchas, cuellos gruesos y caras enrojecidas. Denotaban exactamente su condición de expolicías contratados en un banco para tareas de vigilancia; uno se llamaba Halligan y el otro Lewis. Aceptaron el desayuno; entonces pasamos al comedor y Sam se apresuró a servirlo.

Expliqué a Dyer, tan rápido como pude, que Brent había estado ausente del banco un par de meses, a causa de la operación, y había regresado el día anterior para llevarse algunas cosas suyas; que Helm le había visto entrar en el banco por segunda vez y no le había visto salir; que Sheila había ido a buscarlo tarde aquella noche y que había creído que se encendía la luz roja. Tuve que contarle todo eso para protegerme después, porque sólo Dios sabía lo que se descubriría, y ni siquiera me sentía seguro respecto de Sheila; nada dije de lo relativo a la falta de dinero y de la intervención del padre de ella. Expliqué lo que necesitaba explicar, pero en pocas palabras.

Tal como yo imagino las cosas, Brent se introdujo en la bóveda unos segundos antes de que la cerráramos, tal vez buscando algo, y quedó adentro accidentalmente; sin embargo, no estoy seguro. Quizá se traiga algo entre manos, aunque esto no me parece lo más probable. Por eso quisiera que ustedes se quedasen afuera, en un sitio desde donde pudieran ver lo que sucede. Si no pasa nada, les haré una seña para que puedan irse a casa; si algo ocurre, ya estarán allí. Por supuesto, es posible que después de pasar la noche en la bóveda, el hombre no se sienta del todo bien, y haga falta una ambulancia. En este caso, se lo haré saber.

Respiré, aliviado. La explicación parecía plausible, y Dyer seguía engullendo tostadas y huevos. Cuando hubo terminado, puso azúcar y crema en el café, lo removió y encendió un cigarrillo.

—Bueno, eso es lo que usted imagina.

—Sospecho que no estoy lejos de la verdad.

—Yo diría que es usted demasiado crédulo.

—¿Por qué lo dice?

—El hombre, si mal no recuerdo, es un empleado corriente.

—El jefe de los empleados de caja.

—En ese caso, no es posible que quede encerrado por error. Sería lo mismo asegurar que un médico, por equivocación, puede coserse a sí mismo dentro del vientre de un paciente. Además, no cabe en lo posible que ustedes le encierren sin darse cuenta. Supongo que al cerrar la bóveda toman las precauciones usuales.

—Así lo creo.

—¿Ayer lo hicieron como de costumbre?

—Por lo menos, así lo recuerdo.

—¿Miraron en el interior?

—Sí, por supuesto.

—¿Y no vieron nada?

—No, claro que no.

—Entonces… está allí deliberadamente.

Los otros dos asintieron, y parecieron convencidos de que yo no era precisamente un lince.

Dyer prosiguió:

—No es difícil esconderse en una de esas bóvedas. Infinidad de veces he pensado cómo puede hacerse. En mi oficio se piensan muchas cosas. Una vez que han entrado los carritos de ruedas, con los libros y tarjeteros, si uno se ha introducido sin que le vean, puede agacharse detrás y estarse quieto, de modo que, al dar el vistazo para cerrar, no le vean. Pero no por casualidad; eso nunca.

Sentí algo raro en el estómago. Tenía que tragar una píldora que no me gustaba.

—Por supuesto, hay que contar con el elemento humano. La hoja de servicios de este empleado no contiene nada que permita sospechar malas intenciones de su parte. En realidad, ése es el motivo de que yo esté en la sucursal. Me comisionaron para estudiar los métodos que utiliza la sección de libretas de ahorros. Tanto me ha impresionado su trabajo, que pienso escribir un artículo.

—¿Cuándo cree usted que entró allí?

—Recuerdo que encontramos una araña; una de esas grandes.

—¿De las que parecen una pesadilla recubierta de pelos?

—Exactamente. Todos nos reunimos a mirarla y a discutir la forma de librarnos de ella. Sospecho que él estuvo con nosotros, mirándola también. Salimos para tirarla, y en ese momento debió meterse en la bóveda. Quizá para buscar algo. Tal vez para abrir su caja. No lo sé. Y… debía estar dentro cuando cerramos.

—¿Y no se le ocurre pensar que eso es muy raro?

—No del todo.

—Si usted quiere que en el banco todos se congreguen en un sitio y miren en una misma dirección, para meterse en la bóveda sin que le vean, ¿no comprende que lo mejor que puede ocurrírsele es una de esas arañas? A menos que tenga una serpiente venenosa.

—Toda esta teoría me parece un poco forzada.

—No olvidemos que ese empleado acaba de venir de las montañas del lago Arrowhead, según usted me dijo. Allí es donde abundan esas arañas. Jamás he visto una en las cercanías de Glendale. Si tuvo el cuidado de soltar la araña la primera vez que entró, sólo necesitaba aguardar que ustedes la vieran para esconderse sin ser visto.

—Se exponía a un peligro muy grande.

—No corría ningún peligro. Si ustedes notaban su presencia, sería en momentos en que él también estaba mirando la araña. Parecería que había entrado con su llave para ver a qué se debía tanto alboroto, fingiendo creer que les ocurría algo. Yo le aseguro, señor Bennett, que no quedó encerrado accidentalmente. Eso es imposible.

—¿Y qué propone usted?

—Propongo que Halligan, Lewis y yo estemos frente a la bóveda, con los revólveres preparados cuando usted abra la puerta, y que le encarcelemos hasta obligarle a declarar qué estaba haciendo allí. Si tiene dinero en su poder, no hará falta que nos lo diga. En ese caso, le trataría igual que a cualquier otro que se hubiera escondido en una bóveda, pero no le dejaría ninguna escapatoria.

—No puedo permitirlo.

—¿Por qué no?

Durante una breve fracción de segundo ignoré la razón. Supe que si le registraban, en el caso de no haber puesto de nuevo en la caja el dinero de su suegro, lo encontrarían en su poder, y un hombre que al salir de la bóveda de un banco tiene en su poder nueve mil dólares cuya procedencia no puede justificar, se hace sujeto de una investigación que, en este caso, desbarataría mis cálculos. Pero todos podemos pensar con rapidez cuando apremian las circunstancias. Le di a entender que él debía conocer por sí mismo la razón de mi negativa.

—Y… la moral.

—¿Qué quiere usted decir con eso de la moral?

—No puedo permitir que los demás, los otros empleados, vean que apenas se abre la caja, sin ningún motivo aparente, trato al más antiguo de mis empleados como si fuera un bandido. Estaría muy mal.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Bueno, póngase en mi lugar.

—Todos esos empleados trabajan en su banco, ¿no es así?

—Pero no son criminales.

—Todo el que trabaja en un banco está automáticamente bajo sospecha desde el momento en que entra hasta el instante en que sale. Esto no tiene nada de personal. Son simplemente personas a quienes se les confía dinero ajeno, y lo natural es no dar nada por sentado. Por eso el banco se asegura. Por eso se les revisa el trabajo constantemente; ellos lo saben y así lo desean. Y si tiene un poco de sentido común, en el instante mismo de ver nuestras armas, suponiendo que no se proponga nada malo y que haya quedado encerrado por error, comprenderá las cosas. Pero si sus intenciones han sido deshonestas, la obligación de usted ante los demás es proporcionarles la protección a que tienen derecho.

—Yo no lo veo en esa forma.

—Depende de usted; pero quiero dejar constancia, en presencia de Halligan y de Lewis, de que se lo he advertido. ¿Me oye, señor Bennett?

—Le oigo.

La sensación que noté en el estómago era más intensa; pero les impartí órdenes. Debían tomar posiciones afuera. No debían entrar, a menos que fuera necesario. Esperarían.

Señalé el camino, yendo en mi automóvil hacia el banco, y ellos me siguieron en el coche de Dyer. Al pasar frente al banco, toqué la bocina, y Dyer me hizo una seña con la mano, según pude observar en el espejo. Necesitaban que les indicara cuál era el edificio, pues todos pertenecían a la casa central y nunca habían estado allí. Unas manzanas más allá, giré en una esquina, detuve el automóvil, y el otro coche se detuvo delante del mío. Dyer asomó la cabeza, diciendo:

—Muy bien, estoy al tanto.

Seguí la marcha, doblé otra esquina, observé bien la manzana, y aparqué el automóvil en un sitio desde el cual podía ver el banco. Unos minutos después apareció Helm, abrió la entrada principal y entró. Es el primero en llegar todas las mañanas. A los cinco minutos apareció Snelling con su automóvil, que aparcó frente a la lechería. En aquel momento llegó Sheila; venía a pie y se detuvo junto al coche de Snelling para hablar con él.

Bajaron las puertas metálicas del banco; creo innecesario agregar que esto era parte de la operación de abrir y no tenía nada que ver con la bóveda. El primero en entrar inspecciona el banco, por si durante la noche ha habido alguien escondido. Se han conocido casos de gente agazapada junto a orificios en el techo, aguardando revólver en mano el momento en que se abre la bóveda.

El que entra primero registra el banco, y si no hay nada anormal se dirige a la puerta de la calle y sube la persiana, lo que es una señal para el que está enfrente y siempre se encuentra allí en aquel momento. Pero hay algo más: el de enfrente no entra hasta que el otro sale del banco, cruza la calle y le dice que puede hacerlo. Es una precaución por si hay un ladrón armado que conoce el procedimiento relativo a las persianas metálicas. Es posible que este hombre haya dicho al otro que suba las persianas, y que lo haga pronto; pero si el primero, después de haberlas subido, no sale del banco, el que está en la otra acera sabe que algo pasa y sin perder tiempo avisa a la policía.

Subieron las persianas, cruzó Helm, y Snelling salió del automóvil. También yo salí del mío y me encaminé hacia el banco. Snelling y Helm entraron; Sheila quedó rezagada para reunirse conmigo.

—¿Qué piensas hacer, Dave?

—Darle una oportunidad.

—Siempre que no haya hecho alguna tontería.

—Acércate a él y averigua qué se propone. Yo tomaré las cosas con toda la tranquilidad posible.

Entretendré a los demás, escucharé sus explicaciones y le diré que se quede por allí hasta que hayamos hecho una verificación. Entonces tú le acosas, averiguas lo que sucede, y me lo haces saber.

—¿Están enterados los otros?

—No, pero Helm lo ha adivinado.

—¿Rezas alguna vez?

—He rezado todas las oraciones que conozco.

En aquel momento apareció Adler, y todos entramos. Miré el reloj. Eran las ocho y veinte. Helm y Snelling estaban limpiando sus mostradores con sus paños de franela; Sheila se acercó al suyo para hacer lo mismo, y Adler se encaminó al vestuario donde iba a ponerse el uniforme. Yo me senté en mi escritorio, abrí y extraje algunos papeles. Eran los mismos con los que me había estado entreteniendo la tarde anterior. Parecía que hubiera pasado un siglo; pero me puse a revisarlos de nuevo. No me pregunten qué decían; todavía lo ignoro.

Sonó mi teléfono. Era la señorita Church. Dijo que no se encontraba bien, y me preguntó si estaría conforme en que no viniese al banco aquel día. Le contesté que no tenía inconveniente, y agregó que sentía mucho tener que faltar, pero que tenía miedo de ponerse peor si no se cuidaba. Me dijo que confiaba en que no hubiera olvidado lo de la máquina de sumar, que era una adquisición estupenda si se tomaba en cuenta su costo, y que bastaría quizá un año para que estuviese amortizada con los beneficios que nos proporcionaría. Le aseguré que no lo había olvidado. Repitió de pe a pa todo lo dicho, no dejó de insistir en lo mal que se encontraba, y yo le deseé que se mejorara pronto, pues eso era lo más importante. Colgó. Miré el reloj; eran las ocho y veintiocho minutos.

Se acercó Helm, y pasó el paño ligeramente por mi escritorio. Al agachar la cabeza, me dijo:

—Hay un tipo delante de la lechería que no me gusta mucho, y otros dos en la misma manzana.

Levanté la mirada. Era Dyer; estaba leyendo un periódico.

—Sí, ya lo sé. Les he hecho venir yo.

—Muy bien.

—¿Les ha dicho algo a los otros?

—No, señor.

—Preferiría que no lo hiciese.

—Me pareció mal crear un escándalo basándome sólo en un presentimiento.

—Está bien. Yo le ayudaré a abrir la bóveda.

—Sí, señor.

—Cerciórese de que esté abierta la puerta de la calle.

—La abriré ahora mismo.

Por fin señaló el reloj las ocho y media, y la cerradura saltó. Vino Adler del vestuario abrochándose el cinturón sobre el uniforme. Snelling le dijo algo a Helm y se dirigió a la bóveda. Para abrir la bóveda hacen falta dos hombres, aun después de haber saltado el pivote de la cerradura, uno en cada combinación. Abrí el segundo cajón de mi escritorio, cogí la pistola automática que guardaba en él, descorrí el retén de seguridad, la guardé en el bolsillo de la chaqueta y me acerqué a los otros.

—Yo lo haré, Snelling.

—Perfectamente, señor Bennett. Helm y yo estamos tan habituados que hemos convertido esta operación en un arte. Podemos abrirla con música.

—Quiero hacer yo la prueba, aunque sólo sea una vez.

—Muy bien, usted hará girar la rueda y yo silbaré.

Rió entre dientes mirando a Sheila y empezó a silbar. Esperaba que yo hubiera olvidado la combinación y pidiera auxilio; entonces podría burlarse un poco de su jefe. Helm me miró, y le hice una señal con la cabeza. Hizo girar su rueda, y yo la mía, y se abrió la puerta.

Al principio, durante un segundo interminable, creí que adentro no había nadie. Accioné el interruptor, pero no pude distinguir nada. En aquel momento, mi mirada sorprendió marcas brillantes en los paneles de acero que contienen las cajas de seguridad. Entonces advertí que todos los carritos estaban fuera de su sitio. Son unos marcos de acero, de unos cuatro pies de alto, dentro de los cuales están los registros; se desplazan sobre pequeñas ruedas de goma, y cuando están cargados pesan bastante. Al meterlos en la bóveda, se colocan frente a la puerta. En ese instante se hallaban amontonados en uno de los extremos, y la distancia desde el lugar en que yo me encontraba no era mayor de un metro. Introduje una mano en el bolsillo donde llevaba la pistola y abrí la boca para gritar pero en aquel mismo instante el carrito más próximo me golpeó de lleno.

Me había alcanzado en la boca del estómago. El hombre debía estar acurrucado detrás, como un insecto, oculto junto a los estantes traseros, y observando el mecanismo de relojería que acciona la cerradura, en previsión del momento en que estuviéramos allí. Retrocedí unos pasos, siempre tratando de sacar la pistola del bolsillo de la chaqueta. El carrito había sido empujado con tal fuerza que me pareció impelido por un cañón. Una de sus ruedas tropezó en mi pierna, y pude ver cómo caía sobre mí con estrépito.

Debí perder el conocimiento durante una fracción de segundo al golpearme en la cabeza, pues sólo recuerdo unos gritos enloquecedores; después vi a Adler y a Snelling apoyados en la pared, con los brazos en alto.

Pero esto no fue lo más importante que vi. El ladrón, un loco sin duda alguna, se hallaba frente a la caja, blandiendo una pistola automática, diciendo que aquello era un asalto, ordenando a todo el mundo que levantara los brazos y agregando que el que hiciera un movimiento sería hombre muerto. Si su esperanza era aparecer sin que le reconociesen, no puedo decir que no estuviera bien pensado. No llevaba las mismas ropas que el día anterior. Seguramente había traído aquellas prendas durante el desorden causado por la araña. Se había puesto un jersey grueso que le hacía aparecer más corpulento, pantalones y zapatos deportivos, un pañuelo negro de seda le cubría la parte inferior de la cara y un sombrero de fieltro, calado hasta los ojos… y su voz tenía un sonido horrible.

Vociferaba. Los gritos que yo había oído provenían de Sheila, que al parecer estaba detrás de mí, diciéndome que me apartase. No pude ver a Helm. El carrito estaba sobre mi cuerpo, y no logré precisar nada con claridad a causa del torbellino que sentía en la cabeza. Brent estaba de pie sobre mí.

En aquel momento, justo detrás de su cabeza, cayó un trozo de pared. No oí ningún disparo, pero ésta debía ser la causa, pues Dyer había hecho fuego desde la calle a través del cristal de una ventana. Brent se volvió hacia la calle, y pude ver cómo Adler asía su pistolera. Me incorporé sobre las rodillas, descargando mi peso en el carrito, que envié directamente hacia Brent. Fallé, y el carrito fue a chocar contra la pared, al lado de Adler; Brent giró sobre los talones e hizo fuego. Yo disparé también, y Adler disparó su arma, y Brent le contestó. Luego dio un salto y arrojó la maleta que tenía en la otra mano directamente contra el cristal de la pared trasera del banco. Quiero que me entiendan: el banco está cu una esquina, y a ambos lados hay un cristal. Pero hay un cristal también en el tercer lado, en la parte de atrás, que da al terreno de aparcamiento de coches. Por ahí tiró la maleta, y el cristal se rompió con estruendo. Quedó una abertura del tamaño de una puerta, y por esta abertura pasó Brent.

Me levanté y salté tras él por el mismo lugar. Oí cómo Dyer y sus dos ayudantes llegaban a la calle detrás de mí, y disparaban sus armas. No habían entrado en el banco para nada. Al primer grito lanzado por Sheila, empezaron a hacer fuego por la ventana.

El hombre alzaba la maleta cuando yo llegué, y me apuntó con su arma. Me tiré al suelo y disparé; y él también disparó. Siguió una andanada de tiros provenientes de Dyer, Halligan y Lewis. El ladrón corrió un corto trecho, y de un salto se introdujo en un sedán azul, cuya puerta estaba abierta, y que ya tenía el motor en marcha. Salió como una exhalación, atravesando el aparcamiento, y enfiló directamente por la calle Grove. Apuntando con mi arma, me preparé para disparar a los neumáticos, pero en la esquina aparecieron dos niños con los brazos cargados de libros de colegio. Se detuvieron y cerraron los ojos. No disparé y el automóvil desapareció.

Me volví, y penetré de nuevo por la abertura de la ventana. El local estaba lleno de humo, a resultas del tiroteo. Sheila, Helm y Snelling se hallaban inclinados hacia Adler, quien se encontraba en el suelo a un lado de la bóveda, y por detrás de la oreja le manaba un hilo de sangre. La expresión de los rostros me dio a entender lo que había sucedido. Adler estaba muerto.