Capítulo VII

Entre en casa, guardé el coche, cerré el garaje y volví a salir para entrar por la puerta principal. Cuando ya estaba cerca, oí pronunciar mi nombre. Advertí que un bulto se levantaba de un banco bajo los árboles y se aproximaba. Era Helm.

—Lamento molestarle a estas horas de la noche, señor Bennett, pero necesito hablarle.

—Bien, entre.

Parecía nervioso cuando le conduje al interior. Le ofrecí una copa, pero dijo que no quería beber nada. Se sentó y encendió un cigarrillo, y parecía no saber cómo empezar. Luego dijo:

—¿Ha visto a Sheila?

—¿Por qué lo pregunta?

—Lo vi salir en el coche con ella.

—Sí, tenía que hablarle de un asunto. Hemos cenado juntos. La dejé hace un momento.

—¿Ha visto a Brent?

—No; era tarde. No he entrado.

—¿Le ha hablado Sheila de él?

—Me parece que sí. Alguna que otra vez. ¿Qué es lo que sucede?

—¿Le ha visto salir del banco hoy?

—Se ha retirado antes que usted.

—¿Lo ha visto salir la segunda vez?

—Sólo ha entrado una vez.

Siguió contemplándome y fumando al mismo tiempo. Era un hombre joven, que aparentaba veinticuatro o veinticinco años, y sólo hacía dos que trabajaba con nosotros. Poco a poco fue dominando el nerviosismo mientras me hablaba.

—Ha entrado dos veces.

—Le digo que ha entrado sólo una vez. Llamó a la puerta, Adler le dejó pasar, se quedó conversando unos minutos y después fue a buscar algunas cosas de su armario. Luego salió. Usted estaba allí. Con excepción de los dos nuevos empleados de ventanilla, nadie había terminado el trabajo… Debe de haber salido quince minutos antes que usted.

—Tiene razón. Después salí yo. Terminé mi trabajo, guardé la caja, y me retiré. Fui allí cerca a tomar leche malteada, y yo estaba sentado en el establecimiento cuando le vi entrar.

—No es posible. Habíamos cerrado, y…

—Usó una llave.

—¿A qué hora?

—Poco después de las cuatro. Unos minutos antes de que ustedes descubrieran la araña y la tiraran a la calle.

—¿Y?

—No le vi salir.

—¿Por qué no me lo dijo?

—Porque no le encontré; he estado buscándole desde entonces.

—Usted me ha visto salir con Sheila.

—Sí, pero no se me ocurrió en ese momento. El vigilante, después de recoger la araña, entró en el establecimiento donde yo estaba a comprar película para su cámara. Le ayudé a poner la araña en un vasito de helado, hice agujeros en la tapa, y entretanto no miré hacia el banco para nada. Más tarde me acordé de pronto que les había visto salir del banco a todos ustedes, pero no a Brent. Quise olvidarme, pensando que de tanto manejar dinero tendría los nervios alterados; pero de pronto…

—Sí. ¿Qué más?

—Esta noche he ido a ver una película con Snelling y su esposa.

—¿Y Snelling no le vio salir?

—No le dije nada; ignoro lo que pudo ver. Pero la película era de asunto mejicano y más tarde, cuando fui al departamento de Snelling, se suscitó entre él y yo una discusión y le induje a que llamara a Charles para dirimirla, pues Brent ha pasado mucho tiempo en México. Eran más o menos las doce de la noche.

—¿Y qué más?

—Contestó la doncella. Charles no estaba.

Nos miramos, y ambos comprendimos que las doce de la noche no era hora apropiada para que estuviera fuera de casa un hombre que acababa de sufrir semejante operación.

—Vamos.

—¿Piensa llamar a Sheila?

—Iremos al banco.

El sereno tenía que aparecer a la hora exacta y nos reunimos con él en el momento que hacía su recorrido de las dos. Consideró un insulto el hecho de que pensáramos que había alguien en el banco sin que él lo supiera; pero de todos modos le obligué a que nos dejara entrar y recorrimos todos los rincones. Subimos al sitio en que se guardan las anotaciones antiguas y miramos detrás de todos los pilares; bajamos al sótano y miramos en el horno de gas; nos fijamos en todas las ventanas y yo busqué debajo de los mostradores. Incluso miré atrás y debajo de mi escritorio, y parecía que no quedaba nada por ver. El sereno subió, perforó la tarjeta y volvió a salir a la calle. Helm se acariciaba el mentón.

—Bueno, parece una falsa alarma.

—En efecto.

—Lo siento mucho.

—Está bien. Pase un informe de todo.

—Supongo que no hace falta llamar a Sheila.

—Temo que sea demasiado tarde.

Quiso decir realmente que deberíamos llamar a Sheila, pero deseaba que lo hiciese yo. Por su manera de actuar deduje que sospechaba hasta de su propia sombra, y que además estaba convencido de que éramos un par de tontos. Entramos en el automóvil, llevé a Helm a su casa y una vez más musitó algo acerca de Sheila; pero yo había decidido no escucharle. Cuando le dejé, me encaminé hacia mi casa, y en cuanto estuve seguro de que no podía verme, di una vuelta y me dirigí a Mountain Drive.

Había una luz encendida, y la puerta se abrió apenas puse los pies en la entrada. Sheila estaba vestida todavía, y hubiérase dicho que me esperaba. La seguí al salón, y habló en voz baja para que nadie pudiera oírnos, pero no perdí tiempo en arrumacos o besos.

—¿Dónde está Brent?

—En la bóveda del banco.

Su voz era un murmullo, y se desplomó en una silla sin mirarme; todas aquellas dudas que había tenido en un principio, toda aquella sensación de que me estaba tomando el pelo, volvieron a mí; temblé al mirarla. Tuve que pasarme la lengua por los labios varias veces antes de poder hablar.

—Es raro que no me hayas avisado.

—No lo sabía.

—¿Dices que no lo sabías? Si lo sabes ahora, ¿podías ignorarlo entonces? ¿Quieres hacerme creer que salió de allí unos minutos, se apoderó de mi teléfono y te llamó? Aquel sitio es igual que una tumba, hasta que se abra mañana a las ocho y media.

—¿Has terminado?

—Todavía te pregunto por qué no me lo dijiste.

—Cuando volví y me di cuenta de que no estaba en casa, salí a buscarle, o, por lo menos, a buscar el automóvil. Recorrí los sitios donde generalmente lo aparca. Al volver aquí tuve que pasar por el banco, y en ese momento la luz roja parpadeó una vez.

Quizá no sepan ustedes cómo funciona una bóveda de banco. Adentro hay dos llaves, una que enciende la luz de la parte superior y que se gira cuando alguien quiere entrar en su caja de valores, la otra que enciende esa luz roja que está siempre sobre la puerta durante el día. Ésta es la señal de peligro, y todos los empleados del banco se fijan siempre en ella para ver si está encendida cuando quieren entrar. Cuando está cerrada la bóveda, esa luz queda pagada, y la había apagado yo mismo al cerrar la bóveda con Snelling. De noche, se levantan en el banco todas las puertas metálicas, para que los policías, el sereno y los transeúntes puedan ver el interior. Si la luz roja estaba encendida, se hubiera advertido; pero yo dudaba de que ella la hubiera visto. Ni siquiera me sentí dispuesto a creer que hubiera rondado por el banco.

—¿De modo que guiñó la luz roja? Es curioso que no lo haya hecho cuando yo he estado allí no hace ni diez minutos.

—He dicho que guiñó una sola vez; no creo que haya sido una señal. Supongo que habrá tocado la llave con el hombro por casualidad. De haber estado haciendo señales, los parpadeos habrían seguido, ¿no te parece?

—¿Cómo ha entrado?

—No lo sé.

—Creo que lo sabes.

—No lo sé; pero lo único que se me ocurre es que pudo entrar mientras todos estábamos agrupados en torno a la araña.

—Que tú trajiste a propósito.

—O que trajo él.

—¿Qué está haciendo allí, adentro?

—Lo ignoro.

—Vamos, vamos; deja de exasperarme.

Se levantó y comenzó a caminar.

—Dave, es fácil comprender que pienses yo estoy enterada de todo, que sé más de lo que te confieso, que Charles y yo tenemos una especie de complicidad. Nada puedo decir. Sé muchas cosas que diría si no estuviera…

Se detuvo, reanimándose como un tigre acosado, y golpeó con los puños la pared.

—… comprada. Eso es lo malo que hemos hecho. Hubiera tenido que destrozarme el corazón, sufrir cuanto fuera necesario, antes de permitir que me dieras el dinero. ¿Por qué se me ocurrió aceptarlo? ¿Por qué no te dije que…?

—¿Por qué no hiciste lo que te pedí que hicieras? ¿Presentarte hoy aquí y decírselo todo, sin preámbulos… toda la verdad, incluso que habías acabado con él, y que no le quedaba nada que hacer contigo?

—Porque —Dios me perdone— quise ser dichosa.

—No… porque —y que Dios te perdone el mal— sabías que no estaba aquí: sabías que se encontraba en la bóveda y tenías miedo de que yo lo descubriera.

—¡No es verdad! ¿Cómo puedes decir eso?

—¿Sabes lo que pienso? Que tú aceptaste de mí el dinero, día tras día, y que ni un solo penique ha vuelto a la caja. Y pienso además que entre tú y él habéis decidido simular un pequeño atraco para encubrir la falta de fondos, y eso es lo que él está haciendo en la bóveda. Y si Helm no se hubiera dado cuenta, si no hubiera advertido que Brent no salió del banco la segunda vez que entró, no veo nada que te hubiera impedido triunfar. Sabías que yo no me atrevería a decir una sola palabra acerca del dinero devuelto. Si salía de allí enmascarado y lograba huir con rapidez, nadie creería que había sido él, si Helm no lo hubiera visto. Ahora el pastel está a la vista. Muy bien, señora Brent; lo dejaremos dentro de esa bóveda que no transmite ni recibe mensajes hasta las ocho y media, y que es una trampa en ambos sentidos. Si él no puede comunicarte ninguna señal, tampoco podrás hacerlo tú. Dejaremos que haga ese pequeño juego que tan hermoso pareció ayer por la tarde; la sorpresa que recibiréis, tanto él como tú, será de las que no se olvidan muy fácilmente. Cuando salga se encontrará ana comisión dispuesta a darle la bienvenida, y es posible que también se entiendan contigo.

Mientras yo hablaba no dejaba de mirarme, y sus ojos, al reflejar la luz, parecían despedir fuego; tenían algo de felino y brillaban como los de un animal agazapado en la selva. Pero de pronto cambió y se acurrucó frente, a mí, en el sofá y lloró, con raros y entrecortados sollozos. Me aborrecí por lo que había dicho, y tuve que clavarme las uñas en las palmas de las manos para no llorar yo también.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Por lo que dijo, pensé que se trataba de su padre, que le decía que durante toda la tarde y las horas transcurridas de la noche había intentado hablar con ella. Escuchó rato largo y, después de colgar, se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—Ha ido a devolver el dinero.

—¿De dónde lo ha sacado?

—Lo ha conseguido esta mañana; es decir, ayer por la mañana. De mi padre.

—¿Y tu padre tenía toda esa suma… en su poder?

—La obtuvo después que yo le hablé aquella noche. Luego, cuando le dije que no la necesitaría, la guardó en su caja fuerte… por si acaso. Charles fue ayer y le dijo que la necesitaba… en previsión del arqueo de mi caja. Papá fue con él al Banco Westwood, sacó el dinero y se lo entregó. Tuvo miedo de llamarme al banco, e hizo lo indecible por comunicarse conmigo. La criada dejó una nota, pero como era tan tarde cuando llegué, no quise llamarle. De modo, pues, que ahora pago por no habérselo dicho —me refiero a Charles—, por haber dejado que se preocupara.

—Puedes recordar que yo insistí en que le hablaras.

—Sí, lo recuerdo.

Pasó un buen rato antes de que ninguno de nosotros dijera algo. Durante este tiempo mi cabeza dio más vueltas que un tiovivo, procurando reconstruir lo que sucedía en la bóveda. Lo mismo debió hacer ella, pues al cabo de un rato me dijo:

—¿Dave?

—Sí.

—¿Y si realmente vuelve a dejar allí el dinero?

—Entonces… estamos perdidos.

—¿Qué es lo que ocurrirá?

—Si le encuentro allí, lo menos que puedo hacer es retenerle hasta que hayamos revisado todo el dinero de la bóveda, céntimo por céntimo. Imagínate que tropiece con nueve mil dólares más de lo que figura en los libros. Muy bien. ¿Qué pasa, entonces?

—¿Quieres decir que todo saldría a luz?

—Sobre lo que nosotros hemos hecho, todas las perspectivas de pasar inadvertidos dependen de que nadie tenga la menor sospecha. Pero si ocurre semejante cosa, se ponen realmente a revisar, todo quedará descubierto con tanta rapidez que sólo de pensarlo me dan mareos.

—¿Y perderías tu puesto?

—Ponte en el lugar de la central. ¿Te gustaría?

—Sólo te he acarreado desgracias, Dave.

—Yo me las he buscado.

—Entiendo perfectamente que te sientas amargado.

—No he querido decir eso.

—Dave…

—¿Qué?

—Queda una salida, si la aceptas.

—¿Cuál?

—Charles.

—No te entiendo.

—Después de todo, puede ser una suerte, que no le haya dicho nada. No puede tener ninguna seguridad sobre lo que he hecho yo mientras ha estado ausente: si he seguido con sus anotaciones falsas o si las he corregido, permitiendo que el dinero siguiera faltando; y parece lógico que revisara las anotaciones antes de hacer nada. Tratándose de libros de contabilidad, como tú bien sabes, es todo un artista. Y allí dentro tiene todas las anotaciones que necesita. ¿Adivinas adónde quiero llegar?

—No del todo.

—Tendrás que seguirle el juego y cederle la iniciativa.

—No quiero tener nada que ver con él.

—Mi mayor placer sería retorcerle el pescuezo. Pero no fuerces las cosas, y si te limitas a obrar con naturalidad, si me das unos minutos para averiguar lo que ha hecho… puede que todo salga bien. Sería un idiota redomado si pusiese el dinero después de descubrir que ha sido repuesto.

—¿Lo ha sido?

—¿Aún no lo sabes?

La abracé, y durante un rato olvidé el peligro que se cernía sobre nosotros; y aún me parecía tenerla abrazada cuando salí a la calle.