Capítulo VI

Seguimos reintegrando dinero, y cada día que pasaba mi nerviosismo iba en aumento. Me preocupaba la idea de que sucediera algo, de que quizá el jefe hubiera dejado una nota sobre mí antes de alejarse, y que me ordenaran volver a la casa central; de que tal vez Sheila se pusiese enferma y otro tuviera que hacer su trabajo, o de que a alguno de los clientes le pareciera rara la nota recibida, y le diera por hacer preguntas en otra parte del banco.

Un día Sheila me rogó que la llevase desde el banco a su casa. Por aquel entonces estaba tan nervioso que durante el día no la acompañaba a ningún sitio, y ni siquiera de noche me reunía con ella en ningún lugar donde pudieran vernos. Pero me dijo que una de las niñas estaba enferma, y que quería que utilizase el coche por si tenía que llevar de la farmacia alguna receta; además, la única persona que habría en la casa era la doncella, y ésta no importaba. Brent se había ido al lago para recuperar fuerzas, y tenía toda la casa para ella sola.

No me negué. Era la primera vez que iba a su casa; la encontré bien arreglada, con su mismo perfume, y las niñas formaban la pareja más encantadora que es posible imaginar. La mayor se llamaba Anna, y la menor Charlotte. Ésta era la enferma. Estaba resfriada, y aceptaba su enfermedad con la misma resignación que un soldadito. En otras circunstancias me habría impresionado cómo la criatura dominaba a Sheila y cómo ésta aceptaba las órdenes como si fuera lo más natural. Pero en aquel momento ni siquiera pude quedarme mucho tiempo. Cuando descubrí que no hacía falta, desaparecí del lugar y me fui a casa a borronear más cuartillas con el artículo simulado que estaba comprometido a entregar al jefe cuando volviera. Se titulaba: «Formación de una sección sólida de caja de ahorros».

Llegó el día anterior al arqueo mensual de caja. Necesitábamos hacer entrar seiscientos dólares, además de los ingresos regulares del día. Era mucho, pero como era un miércoles, día en que las fábricas de la vecindad pagaban los sueldos y jornales, los depósitos debían necesariamente ser abundantes, y teníamos grandes perspectivas de salir airosos. Habíamos recibido todas las libretas. Fue necesario ejercer presión para conseguir las tres últimas que nos hacían falta, y ella misma tuvo que ir a las casas de los clientes la noche anterior, como siempre había hecho Brent, y preguntarles dónde habían estado y por qué no depositaban nada en la cuenta de ahorros. Después de estar con ellos unos minutos, encontró la manera de conseguir las libretas, y yo la conduje luego a mi casa, donde lo cotejamos todo. Le di después el dinero que necesitaba, y parecía que todo había llegado a su fin.

Pero aún me quedaba por saber lo que había hecho Sheila, es decir, si todo había resultado como lo habíamos calculado. No pude observarla ni cambiar con ella una sola palabra. Durante el día entero hubo una fila de cuatro o cinco personas en su ventanilla, y no salió a comer; pidió que le mandaran bocadillos y leche. El miércoles me enviaron otros dos empleados de ventanilla de la casa central, y cada vez que uno de ellos se le acercaba para prestarle alguna ayuda y ella tenía que dejar la ventanilla un minuto, sentía el sudor en mis manos y olvidaba el sentido de lo que estaba haciendo. Tenía la impresión de que el día no terminaba nunca.

Sin embargo, a eso de las dos y media disminuyó el trabajo, y a las tres menos cinco no había nadie. A las tres en punto, Adler, el ordenanza, cerró la puerta. Nos dedicamos a terminar la tarea. Los dos nuevos empleados de ventanilla acabaron antes, porque todo lo que tuvieron que hacer fue el balance de los depósitos de un solo día, y a eso de las tres y media presentaron las hojas, me pidieron que les revisara los totales y se fueron. Me quedé sentado en mi escritorio, contemplando papeles, esforzándome por no salir de la rutina y no dejar traslucir mi inquietud.

A eso de las cuatro menos cuarto golpearon el cristal; pero no levanté la vista. Nunca falta un cliente de última hora que quiere entrar, y si uno mira, está perdido. Continué mi trabajo sin apartar la mirada de los papeles; pero oí que alguien abría la puerta y, ¿quién se imaginan ustedes que era, sino el mismo Brent, con una estúpida sonrisa en los labios, una cartera en las manos y muy bronceado? Le saludaron a coro, y todos, excepto Sheila, fueron a darle la mano, y le preguntaron cómo se encontraba y cuándo pensaba volver al trabajo. Contestó que había vuelto la noche anterior y que regresaría al banco en cualquier momento. No tuve más remedio que estrecharle la mano yo también, aunque me rechinaban los dientes, pero no le pregunté cuándo volvería a trabajar.

Explicó después que había venido a buscar algunas de sus cosas, y cuando se encaminó a los armarios que están en el vestuario le dijo algunas palabras a Sheila, quien contestó sin levantar la vista. Los demás volvieron al trabajo.

—Parece que está bien, ¿no es cierto?

—Muy distinto de cuando se fue.

—Debe de haber aumentado unos diez kilos.

—Yo diría que lo han hecho nuevo.

Muy pronto regresó, con los puños cerrados, y después de cambiar algunas otras palabras con sus compañeros, se fue. Todos hicieron el recuento de su efectivo, entregaron las hojas, y pusieron su dinero en la caja fuerte. Helm arrastró los carritos con sus correspondientes ficheros, los guardó en la bóveda y se marchó. Snelling puso en marcha el mecanismo de relojería que acciona la cerradura.

Entonces la señorita Church comenzó de nuevo con sus zalamerías. Era la mujer menos simpática que jamás he visto. Gorda, casi redonda, tenía una manera de hablar tal, que siempre parecía estar pronunciando un discurso. Se la hubiera podido confundir con un especialista en dietética demostrando las ventajas de cierto modelo de cocina económica, en el sótano de una tienda grande. Se dedicó a alabar una nueva y maravillosa máquina de sumar que acababa de aparecer en venta, y quiso obligarme a reconocer que necesitábamos una. Le dije que me parecía bien, pero que tenía que pensarlo. Volvió a la carga una vez más, y cuando por fin empezaba a serenarse, lanzó un grito y señaló el suelo. Allí abajo había uno de los más asquerosos insectos que es posible ver en esta vida. Era una de esas enormes arañas que suelen encontrarse en California, más o menos del tamaño de una tarántula y casi igual de peligrosa. Tendría unos ocho centímetros de largo y avanzaba en dirección a mí con paso torpe, pero avanzando de todos modos. Levanté un pie para pisarla y entonces ella lanzó otro grito, y dijo que si la pisaba podría sobrevenir su muerte. En aquel momento todos me rodeaban: Snelling, Sheila y Adler. Snelling aconsejó buscar un pedazo de papel y tirarla a la calle; Sheila asintió y dijo que por amor a Dios hiciéramos algo pronto. Adler tomó de mi escritorio un papel, lo envolvió en forma de embudo, y luego, con ayuda de un lápiz metió la araña en él. Cerró el embudo y todos salimos para ver cómo la tiraba a la calle. Vino luego un vigilante nos pidió prestado el embudo, puso de nuevo en él al insecto y dijo que pensaba llevarlo a su casa, para que su mujer lo fotografiara.

Regresamos al banco y entre Snelling y yo cerramos la bóveda; luego Snelling se fue. La señorita Church también se fue. Adler recorrió por última vez el local, antes de cerrar. De este modo, quedamos a solas Sheila y yo. Me aproximé a ella cerca de los armarios, donde estaba poniéndose el sombrero, de cara al espejo.

—¿Y?

—Todo ha acabado.

—¿Has repuesto todo el dinero?

—Hasta el último centavo.

—¿Están en orden todas las fichas?

—No fallan ni en una fracción decimal.

Por todo esto había orado durante el último mes y, sin embargo, apenas conseguido mi intentó, tardé menos de medio segundo en ponerme de mal humor por culpa de Brent.

—¿Te lleva a casa en el coche?

—Si ésa es su intención, no me lo ha dicho.

—Convendría que me esperaras en el coche, porque quiero hablarte de algunas cosas. Está enfrente.

Salió, y después que Adler se hubo cambiado de ropa entre él y yo cerramos todo, y yo me encaminé al automóvil. No me dirigí directamente a la casa de Sheila, sino a la mía; pero no esperé a llegar para hablar.

—¿Por qué no me dijiste que había vuelto?

—¿Te interesaba?

—Sí, mucho.

—Bueno, ya que hablas de eso, ignoraba su regreso… hasta el momento de separarme de ti anoche. Lo encontré esperándome cuando penetré en casa. Hoy no he tenido ni un minuto para hablar contigo, ni con nadie.

—Creí que pasaría un mes afuera.

—Lo mismo creía yo.

—¿Para qué ha vuelto?

—No tengo la menor idea. Tal vez quiera averiguar lo que le espera. Ten en cuenta que mañana debes revisarme la caja y él lo sabe. Puede ser ésa la razón de que haya acortado la convalecencia.

—¿Puedo creer que no estabas citada con él, ahora que se siente mejor? ¿Que no te esperaba después de despedirte de mí?

—Me quedé con las niñas, si eso es lo que quieres saber.

Ignoro si la creí o no. Me parece que ya les he contado que estaba loco por ella, y todo lo que me había costado y los trastornos causados parecían únicamente empeorar las cosas. La idea de que hubiera pasado una noche con él en la misma casa, sin decirme una sola palabra, provocó en mí un escozor que me recorrió todo el cuerpo. Desde que empecé a entrevistarme con ella, era la primera vez que surgía esa cuestión. El hombre estuvo en el hospital y desde allí se encaminó al lago; vale decir que hasta aquel momento careció de existencia real. Pero de pronto se convertía en un ser verdadero, completamente verdadero, y yo seguía furioso cuando llegamos a la casa y entramos. Sam encendió el fuego y Sheila se sentó, pero yo permanecí de pie. Recorrí la habitación en todos los sentidos, y ella fumaba y me observaba.

—No hay más remedio que contarle las cosas a ese hombre.

—Se le contarán.

—Pero todo.

—Sí, Dave, se le contará todo absolutamente, y algunas otras cosas que tú ignoras que tendrá que oír… cuando yo esté en condiciones de decírselas.

—¿Por qué no ahora?

—No me siento capaz.

—¿Qué sucede? ¿Te falta coraje?

—¿Quieres sentarte un momento?

—Está bien; ya estoy sentado.

—Aquí… a mi lado.

Me acerqué a ella, me cogió una mano y me miró a los ojos.

—Dave, ¿no olvidas algo?

—Que yo sepa, no.

—Creo que sí… Te has olvidado de que hoy hemos acabado la tarea. Que, gracias a ti, no tendré que pasarme despierta las noches, preguntándome si mi padre o mis hijas quedarán arruinados… y esto sin pensar en mí. Te has arriesgado tanto que me da miedo suponer lo que habría ocurrido si algo hubiera salido mal. Se habría estropeado tu carrera, tan hermosa y llena de promesas. Pero no has hecho mal, Dave. Has hecho un bien maravilloso. Te has comportado con más decencia que cualquier otro hombre. Y ahora ha acabado. No hay una sola tarjeta en que falte una coma, ni un solo centavo que no deba aparecer… y puedo dormir tranquila, Dave. Eso es todo lo que me interesa hoy.

—Muy bien; pero entonces te separas de él.

—Claro que sí, sólo que…

—Y te separas de él esta noche. Vienes aquí con tus dos hijas, y si tienes algún cargo de conciencia, me mudaré yo. Vamos a tu casa ahora mismo, y…

—No podemos hacer semejante cosa.

—Yo te digo…

—¡Deja que te diga yo también! ¿Crees que soy capaz de presentarme allí ahora y provocar una pelea que podría durar hasta las tres de la madrugada, quizás hasta el amanecer? ¿Que daría motivo a que todo el mundo hablara y comentara, desde la forma horrible en que, según él, le habría tratado, hasta el sitio donde llevara a mis hijas, sintiéndome como me siento ahora mismo? No, por supuesto que no. Cuando llegue el momento, cuando sepa exactamente lo que tengo que decir, cuando haya puesto a mis hijas a buen recaudo en casa de mi padre, cuando tenga todo previsto y sea capaz de afrontarlo todo en media hora de horror… lo haré. Mientras tanto, si se muerde las uñas de nerviosismo, si se muere de miedo por ignorar lo que puede suceder… a mí me tiene totalmente sin cuidado. Un poco de preocupación no le hará mal. Cuando todo esté listo, iré a Reno, si aún me quieres, y entonces seguiré mi vida… ¿No entiendes lo que quiero decirte, Dave? Lo que te preocupaba hace un momento no puede suceder. ¡Bah! Si ni siquiera me ha mirado de ese modo en más de un año. Dave, esta noche quiero ser feliz contigo. Nada más.

Me sentí avergonzado al oírla y la abracé; y aquella extraña sensación se apoderó nuevamente de mi garganta cuando suspiró como un niño y se reclinó cerrando los ojos.

—¡Sheila!

—Sí.

—Vamos a celebrarlo.

—Perfectamente.

Lo celebramos. Telefoneó a la doncella, para avisarle que llegaría tarde, y nos fuimos a cenar a un restaurante del centro; nos dirigimos luego a un club nocturno de Sunset Boulevard. No hablamos de Brent, ni de la falta de fondos, ni de nada que no fuese de nosotros mismos y de lo que pensábamos hacer juntos en la vida. No nos separamos hasta la una de la madrugada. No cruzó por mi mente el recuerdo de Brent hasta que estuvimos cerca de su casa, y entonces sentí de nuevo aquel mismo escozor de antes. Si ella advirtió algo, por lo menos no me lo dijo. Me besó cuando nos despedimos, y se encaminó hacia su casa.