Si piensan que es difícil robar dinero de un banco, están en lo cierto. Pero esta dificultad no es nada comparada con la de reponerlo. Quizá no les he explicado con toda claridad lo que había hecho aquel pájaro. En primer lugar, cuando faltan fondos en un banco, siempre es en las cuentas de libretas de ahorro. El cliente comercial, el individuo que tiene una cuenta corriente, recibe todos los meses un estado de cuentas, pero no los clientes con libreta de ahorros. Los clientes nunca ven las tarjetas del banco, de modo que la cosa puede seguir meses y meses antes de que se descubra, y cuando se descubre, es sólo por una casualidad como en este caso, ya que Brent no contaba con tener que internarse en un hospital.
Ahora bien, lo que Brent había hecho era protegerse con toda esa charla sobre acción personal, para que ningún cliente del banco se entendiera con cualquiera de los otros. Esto debió despertar sospechas en George Mason; pero Brent traía negocios y nadie discute con un individuo que produce ganancias. Cuando logró que todo saliera como él deseaba, sin que ningún otro tocase las tarjetas y sin que los clientes acudiesen a los demás, pudo llevar a cabo el resto de su plan exactamente en la misma forma en que lo hacen todos. Eligió las cuentas en las cuales sabía que no tropezaría con dificultades e hizo recibos falsos de retiro de fondos, generalmente con unos cincuenta dólares. Imitaba la firma del cliente, pero no necesitaba ser demasiado experto, ya que esto no era revisado por ningún otro. Se guardaba los cincuenta dólares en el bolsillo y, naturalmente, hacía que el arqueo de fondos coincidiera con la tarjeta, y a este objeto anotaba en ella el supuesto pago: pero al lado de cada asiento falso ponía la marca tenue de lápiz que yo sorprendí, y que en cualquier momento le indicaba cuál debía ser el saldo verdadero, por si un cliente formulaba preguntas.
Pero ¿cómo se las arregla uno para reintegrar el dinero de modo que el arqueo diario, las tarjetas y las libretas de los clientes estén de acuerdo, y para que nada se trasluzca más tarde, cuando vengan los inspectores? Me quedé perplejo, y no tengo inconveniente en confesar que durante un tiempo sentí escalofríos. Yo proyectaba dar parte del estado de las cuentas, hacer que Sheila trajera el dinero sin decir de dónde lo había sacado, y dejar que a Brent le despidieran y se encargara él mismo de buscarse otro empleo. No se ensañarían mucho con él si se restituía el dinero. Pero ella no quería ni oír hablar de esto. Tenía miedo de que le metieran en la cárcel de todas maneras, en cuyo caso habría restituido el dinero inútilmente, sus hijas caerían en la deshonra, y estaríamos igual que antes. No era mucho lo que yo podía objetar. Sospechaba que probablemente le dejarían en libertad, pero no estaba seguro.
A Sheila se le ocurrió la forma. Paseábamos juntos una o dos noches después de decirle que quería darle el dinero, cuando empezó a hablar.
—Las tarjetas, el efectivo y las libretas, ¿no es eso?
—Nada más.
—Hacer que concuerden las tarjetas y el dinero es fácil.
—¿De veras?
—El dinero se reintegra en la misma forma en que salió. En vez de inventar retiros, invento depósitos. De este modo, los saldos en los tres casos serán iguales.
—Pero no en las libretas. Escúcheme. Si hay una sola libreta, tan sólo una, que pueda delatarnos cuando los dos nos encontremos ausentes, estamos perdidos. La única escapatoria que tenemos está en que nunca se llegue a sospechar, que jamás exista una duda. Por otra parte, no podemos mover un dedo hasta que hayamos visto todas las libretas correspondientes a las cuentas falsificadas. Creemos conocer su secreto, es decir, la forma en que procedió con esos pagos ficticios; pero debemos estar seguros, y es probable que no los haya repasado todos. A menos que podamos hacer las cosas muy bien, prefiero no tocar nada. Que vaya él a la cárcel es una cosa; pero que vayamos los tres, y que yo pierda mis nueve mil dólares… ¡oh, eso no!
—Muy bien; entonces, las libretas.
—Eso es, las libretas.
—Cuando una libreta se llena del todo, o en ella se comete algún error, ¿qué se hace?
—Le damos al cliente una nueva.
—¿Con cuántos asientos?
—Me imagino que uno solo. Su total hasta la fecha.
—Está bien. Y esa única anotación no habla del pasado. Concuerda con la tarjeta, y no queda una sola cifra que revele las anotaciones viejas, sean retiros, depósitos o lo que sea, aunque se trate de varios años. Muy bien, pues; quiere decir que hasta aquí mi idea es perfecta. ¿Y qué hacemos con la libreta vieja? Quiero decir qué se hace generalmente.
—Eso es, ¿qué se hace?
—La ponemos en un perforador que atraviesa todas las hojas, de este modo queda anulada, y se la devolvemos.
—Y entonces él se queda con ella, por si un inspector de la central la pide. Sí, valiente recurso.
—Pero ¿y si no la quiere?
—¿Adónde quiere llegar?
—Si no la quiere, la destruimos. A nosotros no nos sirve de nada, ¿no es verdad? Le pertenece a él; pero no la quiere.
—¿Está seguro de que la destruimos?
—Yo he roto miles. Y eso es exactamente lo que haremos ahora. Antes del próximo arqueo de mi caja, conseguimos esas libretas. Primero, comprobamos los totales, para saber a qué atenernos. Luego, entregamos al depositante una nueva libreta que no detalla lo anterior.
—¿Por qué le daremos la nueva libreta?
—Aunque él no lo haya notado, la vieja se ha descosido mucho y las hojas se están soltando. O yo, sin querer, la he manchado con lápiz de labios. O me parece simplemente que ya es hora de poner en circulación las nuevas libretas que son más bonitas. En resumen, se le entrega una libreta nueva en la cual figura únicamente el total. Luego le digo: «Esto es lo que quería, ¿no es cierto?». Y por la forma en que lo diré, parecerá como si la libreta vieja estuviera contaminada. Y entonces, ante sus ojos, como si fuera lo que hacemos normalmente, la rompo y la tiro en el cesto de los papeles.
—¿Y si llega a quererla?
—La pongo en la perforadora y se la doy. Pero ya me arreglaré para que los orificios coincidan con el sitio en que están las anotaciones, de modo que resulte imposible para él, para un inspector o para quien sea, leer esas cifras. La agujerearé cinco o seis veces, y la dejaré con más agujeros que el queso gruyère.
—Y mientras usted hace los orificios en los lugares convenientes, el hombre la mirará desde el otro lado de la ventanilla, y se preguntará qué clase de prestidigitación está haciendo.
—¡Oh, no! No tardaré más de unos segundos. Le advierto que estuve practicando. Puedo hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Pero lo más fácil es que no quiera la libreta. Créame; le digo que sabré arreglarme.
Había en sus palabras un leve tono de súplica. Tuve que pensarlo durante un tiempo, y llegué a la conclusión de que en cuanto a ella concernía, si no había más que eso, podía salir bien. Pero entonces me asaltó una nueva duda.
—¿Cuántas son en total las cuentas adulteradas?
—Cuarenta y siete.
—¿Cómo se las arreglará para conseguir tantas libretas?
—Ha llegado la época en que debe acreditárseles el interés. Se me ha ocurrido mandar unas pequeñas notas, firmarlas con mi nombre para estar segura de que vengan a mí, y pedirles que traigan sus libretas para acreditar los intereses. No sé de nadie que no quiera traer la suya, aunque sea para anotar un dólar con veintidós centavos. Y una nota impresa parece natural y aleja sospechas, ¿no es verdad?
—Sí, una nota impresa es quizá lo más inofensivo, lo más natural y libre de sospechas que existe. Pero esto es lo que yo pienso: usted manda las notas, y en dos días llegan todas las libretas; pero no puede retenerlas indefinidamente. Tiene que devolverlas o entregar las nuevas, y no faltará quien abra los ojos. Esto significa que todo el dinero vuelve a entrar en el banco de una sola vez. El efectivo de su caja aumentará considerablemente. Ya que eso aparecerá en los arqueos, todos los del banco querrán saber el motivo.
—He pensado en eso. No necesito mandar todas las notas de una vez. Puedo enviar cuatro o cinco por día; y luego, aunque vengan todas juntas, me refiero a las libretas, no habrá inconveniente en entregar las nuevas a medida que llegan las viejas; pero las correcciones en las tarjetas y en el efectivo de la caja se harán poco a poco, a razón de trescientos o cuatrocientos dólares por día. No es mucho.
—Sí; pero mientras tanto estamos completamente indefensos. Viviremos sobre ascuas, y no habrá protección posible. Quiero decir que mientras usted arregla los saldos en el banco, para ordenarlos gradualmente, el efectivo de su caja no concordará con las libretas. Si entonces ocurre algo, si me veo obligado a pedir revisión de fondos en el acto, o si me llaman a la oficina central por uno o dos días, o si usted no puede ir al trabajo, todo fracasará. Quizá pueda hacer la operación. Pero todo deberá quedar listo y terminado antes de la próxima revisión de su caja. Faltan veintiún días. Y no hay duda de que un aumento de trescientos o cuatrocientos dólares diarios en sus entradas parecerá muy raro en el banco.
—Lo disimularé con una explicación. Tal vez pueda decir que estoy haciendo una campaña entre los clientes para que aumenten sus depósitos, como siempre hizo Charles. No creo que haya ningún peligro. Estará todo el dinero.
Así procedimos. Mandó imprimir los formularios, y los franqueó a razón de tres o cuatro por vez. Para las reposiciones en efectivo de los primeros días yo tenía bastante dinero en mi cuenta corriente. Para lo demás tuve que recurrir a una hipoteca sobre mi casa. Para esto, me dirigí al Banco Federal. Tardó más o menos una semana, pero necesitaba abrir cuenta afuera, para que ninguno de los del banco adivinara lo que me traía entre manos. Saqué ocho mil dólares, y si creen que esto no me afectó es porque ustedes nunca han hipotecado una casa. Por supuesto, teníamos que confiar en la suerte de que cuando vinieran las libretas y ella hubiera salido a comer, estuviese yo atendiendo la ventanilla. Tomé la libreta y di un recibo; pero la señorita Church se encontraba a casi un metro de distancia, sumando una columna de cifras con la máquina. Una vez, advertí que oyó lo que le decía yo al cliente y sin saber cómo la tuve en el acto a mi lado.
—Yo puedo hacerlo, señor Bennett. Sólo tardaré un minuto, y así el hombre no necesita dejar la libreta.
—Prefiero que se ocupe la señora Brent.
—¡Oh! Está bien, entonces.
Se alejó enfurruñada, y pude advertir que el sudor me corría por las palmas de las manos. Aquella noche puse sobre aviso a Sheila.
—Esa Church puede echarnos a perder el asunto.
—¿Cómo?
—Con su maldito deseo de quedar bien. Hoy se ha entrometido; ha querido sacar el saldo de una libreta. He tenido que ahuyentarla.
—Deje que me ocupe de ella.
—Por amor de Dios, que no sospeche nada.
—Esté tranquilo, que no sospechará.
Desde entonces, convertimos el asunto en una práctica habitual. Obtenía tres o cuatro libretas, y pedía a los clientes que las dejaran hasta el día siguiente. Sheila hacía tarjetas nuevas y me indicaba el importe exacto que necesitaba cada noche. Yo le entregaba la cantidad en efectivo. Al día siguiente ponía el dinero en su caja, hacía nuevas tarjetas para las cuentas, las colocaba en el fichero, y luego preparaba libretas nuevas para entregarlas a los clientes cuando pasaran a buscarlas. Día a día nos acercábamos a la meta, y pedíamos ambos al cielo que nada fuera descubierto hasta que hubiéramos hecho todas las reposiciones. Casi siempre restituíamos unos cuatrocientos dólares, sólo una o dos veces un poco más.
Una noche, sería una semana después que empezamos a reintegrar el dinero, se realizaba el gran banquete y baile de toda la organización. Calculo que habría un millar de personas congregadas en el principal salón de fiestas de uno de los hoteles de Los Ángeles, y fue una reunión bastante hermosa. No le dan carácter muy alegre, porque al jefe no le gustan esas cosas. Es una especie de tertulia familiar, en la cual pronuncia un discurso breve. Luego empieza el baile y se queda él a mirar cómo disfrutan los demás. Supongo que han oído hablar ustedes de A. R. Ferguson. Es fundador del banco, y basta mirarle para darse cuenta de que se trata de una persona importante. No es alto, pero es erguido y corpulento, y tiene un pequeño bigote blanco que le da un aire de militar.
Por supuesto, todos debíamos concurrir. Ocupé un lugar en la mesa con los demás de la sucursal: la señorita Church, Helm, Snelling, la esposa de Snelling y Sheila. Me preocupé especialmente de no estar junto a Sheila. Tuve miedo. Después del banquete, cuando comenzó el baile, me acerqué al jefe para darle la mano. Siempre me ha tratado bien, exactamente como trata a todos los demás. Tiene esa natural cortesía de que parecen carecer por completo los hombres sin importancia. Me preguntó cómo me encontraba. Y después dijo:
—¿Cuánto tiempo más espera quedarse allí, en Glendale? ¿Le falta poco para terminar?
Sentí un frío glacial recorrer todo mi cuerpo. Si me alejaba de Glendale y volvía a mandarme a la casa central se desplomaban todas las perspectivas de ocultar la falta, y sólo Dios sabe lo que descubrirían al estar cubierta sólo la mitad del dinero.
—Quisiera decirle, señor Ferguson, que, si usted no tiene inconveniente, me gustaría quedarme allí hasta principios de mes.
—¿Tanto tiempo?
—Es que he encontrado algunas cosas que a mi juicio son dignas de un estudio consciente. En realidad, he pensado escribir un artículo periodístico, aparte del informe. Se me ha ocurrido mandarlo a El banquero norteamericano, y si dispusiera de un poco más de tiempo…
—Siendo así, tómese todo el tiempo que necesite.
—Pensé que no causaría inconveniente ninguno.
—Ojalá escribiesen otros de nuestros jefes.
—Nos daría un poco de prestigio.
—Y les obligaría a pensar.
Fui espontáneo. Las palabras surgieron sin que en ningún momento supiera lo que iba a decir. No había pensado en ningún artículo hasta aquel instante y dejo que ustedes piensen por su cuenta lo que experimenté. Me sentí como un arenque ahumado, empeorada esta sensación por la forma cortés en que me trataba. Seguimos allí unos minutos, y él me contó que pensaba salir para Honolulú al día siguiente, pero que volvería dentro del mes y tendría mucho interés en leer a su regreso lo que yo escribiera. Luego señaló hacia la pista de baile y me preguntó:
—¿Quién es la muchacha de azul?
—La señora Brent.
—Es verdad. Quisiera hablar con ella.
Zigzagueando entre las parejas llegamos al sitio en que Sheila bailaba con Helm. Se detuvieron, y presenté al jefe. Éste preguntó cómo seguía Brent después de la operación; pero en seguida nos interrumpió Helm, quien se llevó a Sheila a bailar. Estaba de mal humor cuando algo más tarde me reuní con ella afuera y la acompañé a su casa. Entonces ya habíamos empezado a tutearnos.
—¿Qué te pasa, Dave?
—Que me ha costado mucho trabajo mirar al jefe a los ojos, nada más.
—¿Te remuerde la conciencia?
—Siento el esfuerzo.
—Si te remuerde la conciencia y quieres deshacer el trato, no tengo nada que decir. Absolutamente nada.
—Sólo puedo asegurarte que estaré muy contento cuando hayamos salido de este lío y no vea fantasmas tan grandes en el banco y en nuestras vidas.
—Dentro de dos semanas habrá concluido todo.
—¿Cómo sigue?
—Dejará el hospital el sábado.
—Estupendo.
—Pero no vuelve a casa todavía. El médico insiste en que se marche a Arrowhead para recuperar fuerzas. Allí tiene parientes y se quedará tres o cuatro semanas.
—¿Qué le has dicho a todo esto?
—Nada.
—¿Absolutamente nada?
—Ni una palabra.
—Dijiste que tenía úlcera.
—Así es.
—En una revista de medicina estuve viendo el otro día cuál es la causa. ¿Lo sabes?
—No.
—Las preocupaciones.
—¿En serio?
—Sí. Podría ayudarle en su convalecencia el saber que todo lo relativo a la falta de dinero está arreglado. Pasarse los días en un lecho de hospital, con esa pesadilla encima, quizá no sea muy bueno para la salud.
—¿Qué tengo que decirle?
—En realidad, no lo sé. Dile que tú lo has arreglado.
—Si le cuento que he puesto en orden las anotaciones de modo que nadie se entere, en el acto sabrá que tengo ayuda dentro del banco. Eso le aterrará, y quién sabe lo que será capaz de hacer. Y si habla con alguien, todo se descubrirá. ¿Y le diré que eres tú quien me ha facilitado el dinero para reponerlo?
—¿Es necesario que se lo digas?
—No. No es necesario decirle nada, y es lo que pienso hacer. Cuanto menos te veas comprometido, mejor. Si tiene preocupaciones, a estas horas debe de estar acostumbrado. A ese hombre no puede hacerle mal un poco de sufrimiento, después de todo lo que nos ha hecho sufrir a ti… y a mí.
—Es cosa tuya.
—Sabe perfectamente que hay algo de por medio; pero ignora qué es. Mi mayor placer será ver la cara que pone cuando le diga que me voy a… ¿adónde dijiste?
—Dije a Reno.
—¿Sigues insistiendo en ir a Reno?
—Por lo general, no cambio de idea una vez que he decidido algo.
—Puedes hacerlo, si quieres.
—Cállate.
—Aunque yo no lo deseo.
—Ni yo tampoco.